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METAFÍSICA, LIBERTAD Y TRASCENDENCIA: En torno al problema del humanismo JAIME ARAOS SAN MARTÍN La metafísica designa originalmente ese conjunto de escritos cuyo contenido Aristóteles llamó, entre otras denominaciones, “filosofía primera”, es decir, el saber primero o más excelente de lo más digno de ser conocido, de lo más admirable, de lo primordial. Esa comprensión de la metafísica perdura en la antigüedad, atraviesa la Edad Media, y aún se mantiene incólume en los fundadores del pensamiento moderno. En 1641 Descartes todavía puede llamar a su obra capital, donde se plantan las raíces del gran árbol de las ciencias, “Meditaciones metafísicas o de filosofía primera”, noción que también está presente, por ejemplo, en el magnífico “Discurso de metafísica” de Leibniz. Poco tiempo después, Kant reconocerá, no sin molestia y cierta nostalgia, el descrédito en que ha caído, especialmente por obra de Hume, la otrora “reina de las ciencias”. Kant establecerá la imposibilidad de la metafísica como ciencia, y a su contundente crítica, se añadirán posteriormente, entre otras, las de Nietzsche, el positivismo lógico y el neoestructuralismo. La metafísica no es más la filosofía primera. Y sin embargo, sus brasas han continuado encendiendo antorchas como ocurre en Hegel, el neotomismo, la postanalítica y, con especial gravitación sobre nuestra época, Heidegger. Quisiera detenerme en este último autor, por su relevancia y porque, como es sabido, puede contarse igualmente entre los más poderosos e influyentes críticos de la metafísica en la actualidad, como entre los que más han aportado a su renovación o refundación. Su paradójica situación se explica porque no rechaza su posibilidad de constituirse como ciencia, su valor de filosofía primera ni sus realizaciones históricas: su acusación consiste precisamente en que, desde sus orígenes, ha desviado el rumbo de aquello único y primordial que estaba llamada contemplar, el ser, y por lo mismo la historia de su constitución ha sido, a la vez, la historia de su creciente olvido del ser. Este olvido acaece porque ha pretendido acceder al ser desde el ente, y así ha llegado a pensar el ser del ente, pero no el ser mismo, no la “verdad del ser”, su “claro” o “despejo” (Lichtung), porque ha sido incapaz de pensar, a su vez, la diferencia entre ambos, la “diferencia ontológica”. Heidegger estima que este desvío tiene sus raíces en el hecho de que la “metafísica” ha obedecido a una voluntad de poderío, es decir, a un “pensamiento representativo” y calculador, dominado por la lógica y ligado al presente imperio de la técnica. Este predominio del logos sobre el ser, se produciría ya en la metafísica platónica y ha arrastrado consigo a toda la tradición occidental hasta nuestros días. Pero el ser es más alto que el logos y que el ente, los trasciende, y por eso Heidegger nos invita a pensar contra la 2 lógica y contra la metafísica, no para negar el logos ni el ser, sino justamente para abrirnos verdaderamente a ellos y a la preciosidad de su esencia. Con la metafísica cae también el humanismo, pues se hayan atados por lazos indisolubles. Humanismo es, en Heidegger, toda determinación de la esencia del hombre hecha a partir de una interpretación ya establecida del ente en general. Esta acusación recae sobre toda manifestación histórica del humanismo: sea el de la República romana, el del Renacimiento italiano, el alemán de Goethe y Schiller, el de Marx y aún el propio humanismo cristiano. Todo humanismo es metafísico, porque encara “al hombre dentro del ámbito de los entes, como un ente entre otros entes”: concretamente, piensa al hombre desde la animalitas y no lo piensa hacia su humanitas. Pensarlo desde la animalitas significa interpretar su esencia a partir de la biología, como un organismo animal entre otros, de los cuales se lo pretende distinguir equipándolo con un alma inmortal, o con una potencia racional, o con el carácter de persona. Estas notas distintivas se añaden a la animalitas, que permanece como su horizonte de comprensión. Pero esto equivale a entender lo superior por lo inferior, y por eso Heidegger estima necesario pensar contra el humanismo: porque éste no coloca la humanitas del hombre suficientemente alto. En cambio, pensarlo hacia su humanitas implica partir del hombre mismo reconociendo ese rasgo fundamental, que sólo él tiene y en el cual se juega su esencia: el de “pastor del ser”, “ahí del ser”, “claro” o “despejo del ser”. De este modo la altura o alteza del hombre está en relación con el ser, pero no como algo que esté destinado a pertenecerle y someterse a su control y dominio, como un objeto; por el contrario, es el hombre quien pertenece a la verdad del ser, pues, como escribe Heidegger en la Carta sobre el humanismo, “el hombre está más bien „lanzado‟ por el propio ser en la verdad del ser, para que ek-sistiendo de esa suerte la resguarde y a la luz del ser aparezca el ente como el ente que es”1. En suma pensar contra la metafísica y contra el humanismo es, en Heidegger, avanzar hacia una comprensión más profunda y originaria del ser y del hombre, y por tanto es pensar hacia una metafísica y un humanismo que estén realmente abiertos a toda la grandeza y misterio del ser y del hombre, que no sean su olvido. Ahora bien, Heidegger rechaza emplear estos nombres para designar el nuevo pensar al que nos invita. Pero no creo que sea necesario seguirlo en este punto, para aceptar el valor de sus proposiciones fundamentales. A mi juicio éstas son refulgentes e ineludibles, y marcan el rumbo del pensar en el tiempo presente y venidero, en el tiempo de la técnica, de la muerte de Dios y de la abolición del hombre. Por el contrario, estimo más valioso conservar las denominaciones tradicionales para destacar su conexión precisamente con lo más grande y mejor de la tradición filosófica, algo que en cierto modo hace el propio Heidegger mediante aquella tarea que llama destrucción de la historia de la ontología, en torno a la cual forja su propio pensamiento. Mi proposición implica discutir su interpretación 1 Heidegger, M.: Brief über den “Humanismus”, p. 161. 3 histórica, o parte de ella. Es lo que me propongo hacer a continuación, considerando el espíritu que anima a los creadores de la metafísica, es decir a Platón y Aristóteles, sólo en uno o dos puntos que me parecen especialmente destacables para la empresa que ahora nos convoca —la de pensar la metafísica hacia el nuevo milenio— y que están en continuidad antes que en ruptura con la filosofía heideggeriana. La metafísica es filosofía primera y ésta, a su vez, es filosofía en el sentido más propio y principal del término. Su naturaleza es descrita por Platón de un modo muy significativo en los libros centrales de la República (V-VII). Allí procura mostrar los rasgos que identifican al filósofo, su talante. El primero de todos es el amor2. El filósofo es un amante y el que ama realmente a alguien o a algo lo ama por entero, en su totalidad y no sólo a una parte de él. Filósofo es el amante de la sabiduría, el que gusta de contemplar la verdad, mas no sólo de una parte de ella, sino toda entera. Platón precisa enseguida que la sabiduría, así entendida, es sabiduría del ser3 y la verdad4, verdad del ser. El que se queda a medio camino en este amor, el que no se abre a la inmensidad del ser y, en cambio, se acomoda entre el ser y la nada, no es en verdad filósofo, sino filodoxo: no alcanza sabiduría, sino mera opinión. Esto acontece cuando el hombre se deja llevar por una suerte de enfermedad o deformación del espíritu que Platón llama smikrología psyché5, es decir, “mezquindad del alma” o “empequeñecimiento del pensamiento”. Platón añade que esta mezquindad es lo más opuesto al espíritu filosófico, “que ha de tender siempre a la totalidad e integridad de lo divino y de lo humano”6. No es difícil constatar la presencia harto lamentable de esta smikrología psyché en la cultura contemporánea y en la propia filosofía, bajo la forma general del reduccionismo y aversión a la verdad íntegra: sea como positivismo, naturalismo o materialismo, como racionalismo o irracionalismo, como deslizamiento de la verdad al método o al prurito de la especialización sin horizontes. En todas estas disposiciones del alma no hay una entrega a la verdad entera, natural y sobrenatural, antes bien se la cercena y somete a representaciones e intereses establecidos de antemano: en términos heideggerianos, se la entifica y entrega a los dictados de la subjetividad. En Platón, por el contrario, el amor a la verdad, lejos de implicar su posesión, exige una entrega a ella entera y sin límites; si bien es cierto que llevado por este ímpetu a veces parece olvidar que la filosofía tiene la figura del eros, del deseo de un bien que no se tiene, y aventura la posibilidad de que el hombre alcance una iluminación total por la visión de la verdad cara a cara, como puede sugerirlo —a menos que se lo interprete escatológicamente—, la alegoría de la caverna, donde el esclavo liberado logra finalmente 2 3 4 5 6 Platón: República, 474 c ss. Cf. República, 477 b. Cf. República, 475 e. Cf. República, lib. VI, 486 a. República, 486 a. 4 acostumbrar sus ojos a la visión directa del sol, entendido como figura del Bien y, por tanto, Idea suprema de donde toman el ser, la vida y la inteligibilidad todos los entes. Metafísica, hombre y Dios se hacen presentes, en íntima unidad, en la Metafísica de Aristóteles, que arranca justamente de una consideración de la esencia del hombre: “Todos los hombres tienden por naturaleza al saber”7. Y la filosofía primera o sabiduría no es otra cosa que el saber más alto que el hombre puede alcanzar si sigue este deseo natural sin mezquindad, sin restricciones, con ese amor entero de la verdad íntegra, que enseñaba el maestro de Aristóteles, Platón. Pero este saber tiene la forma de un preguntar, donde no hay respuesta, ni se la espera, ni se la quiere: es thaumázein8, reconocimiento de la propia ignorancia, admiración, perplejidad, asombro, contemplación. En el mundo científico y tecnológico contemporáneo, estamos acostumbrados a preguntar —cuando lo hacemos— sólo en busca de respuestas, o sea, del dominio de la verdad. Es más, la ciencia se construye en base a hipótesis, que son respuestas anticipadas, por las cuales comprobamos lo que ya de algún modo sabíamos, en orden al control, sometimiento y predicción del objeto. Como dice Kant, nos aproximamos a la naturaleza como sus jueces, no como sus aprendices. La ciencia tal como la técnica es expresión de un saber entendido como poder, como voluntad de dominio. Entonces el preguntar sólo busca una respuesta que inhiba y apague la pregunta. Entonces dejamos de ver. Pero el ser y el hombre y Dios no admiten ser reducidos a objetos, interpretados desde los entes como otros entes, y sometidos al arbitrio de nuestras redes lógicas y psicológicas. Ellos pertenecen al ámbito de lo trascendente, de lo maravilloso y admirable, de lo misterioso. “En efecto —escribe Aristóteles—, como los ojos del murciélago ante la luz del día, así se comporta el entendimiento de nuestra alma respecto de las cosas que, por naturaleza, son las más verdaderas de todas (…) y cada cosa posee tanto de verdad cuanto posee de ser”9. Por eso la única actitud que cabe propiamente ante las verdades más altas es la admiración, entendida como un preguntar que dirige nuestra mirada para contemplar, y que no anhela respuesta, precisamente, porque quiere seguir contemplando. La admiración es el principio de la filosofía, lo que rige en su origen, su curso y su final. De allí que Aristóteles pueda sostener que la sabiduría o metafísica es la única ciencia libre, porque no busca nada más allá de lo que contempla —es para sí misma—, porque se abre enteramente y sin restricción a lo maravilloso, y porque nace de la pura liberación de la tendencia natural al saber en que se revela la esencia del hombre. La única ciencia libre es también la más divina y digna de aprecio, porque es propia únicamente de Dios, o de él en grado sumo, y porque versa sobre las primeras causas y principios, y Dios es ciertamente causa y principio. Esta tesis esbozada en la primeras páginas de la Metafísica, es desarrollada y definida por Aristóteles en el libro VI, al llamar 7 8 9 Aristóteles: Metafísica, 980 a 20. Cf. Metafísica, 982 b 11 ss. Met. 993 b 9, 31. Trad. T. Calvo, Gredos, Madrid, 1994. 5 sin ninguna ambigüedad teología a la ciencia del ente en cuanto ente — es decir del ser—, y culmina en el libro XII, con la presentación de Dios como la vida eterna, más perfecta y feliz, que mueve al universo entero como el amado al amante, y cuyo ser es pensamiento de pensamiento. Por eso, escribe Aristóteles, en una especie de gran contrasentido para el mundo actual: “todas las ciencias son más necesarias que ésta, pero mejor ninguna”10. El instrumento conceptual y lingüístico por el cual Aristóteles pudo abrirse a la verdad de las cosas divinas y humanas, sin reducir unas a las otras, negar sus diferencias ni cerrarse al misterio que reside en ambas, no es la lógica —como acusa Heidegger en la Carta sobre el humanismo—, sino la analogía, el pensar de la identidad y de la diferencia11. La analogía, ampliamente desarrollada y empleada en el pensamiento medieval, especialmente por Tomás de Aquino, ha sido olvidada en el pensamiento moderno y contemporáneo y sustituida o bien por la dialéctica, de donde surgen entre tantas otras oposiciones las que se establecen entre hombre y Dios, así como entre razón y fe, y razón y sentimiento; o bien por la lógica univocista, que segmenta la realidad, la simplifica hasta el extremo y es incapaz de reconstruir su unidad y riqueza. Me parece que la recuperación del pensar analógico es un desafío para la metafísica del nuevo milenio, para la apertura de nuestra cultura al misterio del ser, del hombre y de Dios. JAIME ARAOS SAN MARTÍN Pontificia UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE 10 Met. 983 a 11. Sobre este concepto aristotélico y su recepción, interpretación y discusión en autores medievales y contemporáneos, vid. Araos, J.: La filosofía aristotélica del lenguaje, EUNSA, Pamplona, 1999, pp. 231-274. 11