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La fuerza de la literatura
en la filosofía sartreana
Pablo Lazo Briones*
Cabe preguntarse por la pertinencia de recircular una vez más el pensamiento de Jean Paul Sartre en el mundo del discurso filosófico actual. En este mundillo, en donde se creen superadas las ideas de la primera mitad del siglo XX
cuando muchas veces lo que se ha hecho es adoptar nuevas modas filosóficas
(que vienen a apuntalar nuevos esnobismos y poses intelectuales), cabe cuestionar la pertinencia de regresar a un pensamiento que se considera démodé.
Así, en este tratamiento manifiestamente ideológico o utilitario de las posiciones filosóficas, se dice que se ha superado el existencialismo sartreano simplemente porque se ha dejado de leer y de reflexionar en sus problemas, no
porque éstos se hayan objetado argumentalmente y menos aún porque se hayan solucionado.
Desde este punto de vista, se cree que la posición más actual, por la que se
superó una posición anterior, es aquella que genera mayor posicionamiento
institucional o en el medio público y nos pone en la boca las palabras que todos repiten sin pensar mucho. De este modo, por ejemplo, se dice que Sartre
fue superado por Foucault o Deleuze, que el tema del existencialismo fue superado ya por el tema del posestructuralismo deconstruccionista, y que el problema de la libertad o del sentido de una existencia individual, del absurdo
frente a la finitud, se ha superado ya por el mero agotamiento, o pereza, frente
a los difíciles argumentos que simplemente se dejan de lado para aprender de
memoria nuevos lemas y clichés que sí funcionan en el terreno de un vedettismo filosófico en donde los nuevos intelectuales al día se apresuran por hablar
de lo que sí es relevante dentro de las esferas en donde se validan los discursos repetidos una y otra vez.
No es difícil ver que en estas actitudes de pretendida superación de las
posiciones filosóficas no hay nada de filosófico, es decir, no hay nada de reflexión crítica, argumentación dialéctica, deconstrucción en sentido fuerte, descripción interpretativa y cosas por el estilo. No es difícil, pues, desarmar estas
orientaciones esnobistas del mundo intelectual con mucha facilidad. Es un uso
instrumental del pensamiento el que rige aquí y no el pensamiento mismo. Es
el uso del pensamiento para estar bien colocado o posicionado dentro de las
instituciones culturales y no la reflexión sobre la condición de poderse colocar
aquí o allá.
*
Profesor-investigador del Departamento de Filosofía de la UIA.
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Huelga decir que, desde esta manipulación del pensamiento con fines estratégicos, no ha aparecido ni Sartre, ni Foucault, ni Deleuze, ni ningún otro pensador. Sobra decir que desde esta manipulación ni siquiera se ha rozado al
pensador, o bien, que se ha confundido al pensador con el personaje, que se ha
confundido el argumento de fondo con el cliché y que se ha confundido, muy
convenientemente, el problema pensado con la fórmula repetitiva aproblemática.
Pienso que comenzamos a penetrar en el terreno del pensamiento, y alcanzamos algo más que su sombra, cuando superamos estas actitudes que Sartre
llamaría “inauténticas”, recursos de la “mala fe” como un saber mentirse a sí
mismo, tanto que vivimos en un mundo invertido y hacemos pasar, aun para
nosotros mismos y no solamente frente a los demás, lo abstracto por lo concreto, lo falso por lo cierto y lo banal por lo determinante.
El argumento de superación de Sartre se hace más relevante si entramos a
la órbita de quienes piensan aún sus argumentos y quieren desde tal nudo de
reflexión desmontar la maquinaria de su pensamiento. Me parece que aquí se
encuentra un buen tema para reflexionar frente al dilema que nos provoca hoy
día el pensamiento existencial del filósofo francés, y que puede enunciarse así:
si Sartre sí, entonces qué de su fecundidad está viva; si Sartre no, entonces qué
de su esterilidad aún nos mata.
Una de las acusaciones más frecuentemente hechas en el segundo cuerno
de este dilema, acerca de la esterilidad filosófica de Sartre, es la que se hace en
nombre de la detención o posesión del pensamiento filosófico mismo ni más
ni menos. En este argumento (hecho en la línea divisoria entre la discusión del
personaje y del pensador), ya reiterativo desde la discusión Heidegger/Sartre,
se esgrime que, desde el juicio de quien posee el verdadero pensamiento (fenomenológico o marxiano, de Heidegger o de Garaudy), Sartre es un “mero
literato”.
Entonces, en la discusión de las más famosas comunicaciones de Sartre, la
conferencia “El existencialismo es un humanismo” o las obras de teatro La puta
respetuosa o A puerta cerrada, así como en los ensayos filosóficos más técnicos,
El ser y la nada, La imaginación o Crítica de la razón dialéctica, no habría más que
una profusión de imágenes literarias, de recursos novelísticos que quieren
pasar por filosofía, y que acaban por abaratar a esta última o por confundir
terrenos que no pueden convivir: el de la creación literaria y el de la descripción pura de los fenómenos del mundo o de los hechos sociales.
En este argumento, pienso, se comienza por ignorar o subestimar la difícil
argumentación fuertemente armada de conceptos fenomenológicos (toda la
primera parte de El Ser y la Nada, que se tiende simplemente a saltarse para
concentrarse en la problemática de la situación y la libertad). También se tienden a ignorar los argumentos de fuerte imbricación con el marxismo de la última etapa de Sartre. El caso es quedarnos con una imagen del pensador que
sea manejable para nuestros propósitos de su supuesta superación, es decir, el
Sartre que se hizo icono de una época por su producción literaria o por su
personalidad como activista político, y como tal icono debía ser desbancado
(muchos de los argumentos, por ejemplo del Foucault estructuralista contra
el Sartre marxista, iban en este sentido y no en el sentido de argumentación en el
texto o contra el texto mismo).
Me parece que el argumento de fondo cuando se quiere superar a Sartre
tildándolo de “literato”, y a su obra de “mera literatura” (como si ello fuera
una especie de estigma maldito del que hubiera de huir todo “verdadero filó-
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sofo”) es el que gira alrededor de la idea misma de lo que son, o debían de ser
para algunos, la filosofía y la literatura.
Se suponen demasiadas cosas cuando se ponen lado a lado, o encontradas
irreconcialiablemente, las dos cosas. Pueden darse muchos argumentos acerca
de la conveniencia para un pensamiento de corte metafísico o sustancialista de
oponerse a la metaforología o al uso de tropos y figuras literarias. Este tipo
de pensamiento se legitima a sí mismo, al tiempo que se prepara como emplazamiento de poder, cuando se aísla de toda “contaminación literaria”. En este
sentido van las críticas de una larga serie de pensadores disidentes entre los
que se puede contar a Nietzsche, Foucault, Derrida o Deleuze (ahora ya
tomados no como mera moda intelectual sino como lo que son, verdaderos
pensadores), por supuesto también a Heidegger y, claro, a Sartre mismo.
Concentrémonos en algunos argumentos que este último da para hacer
cada vez más tenue la frontera entre literatura y filosofía y mostrar que una
división tajante entre una y otra mata precisamente toda fecundidad de pensamiento, lo arrincona en un enconchamiento estéril o una peligrosa obsesión
autofágica que termina por hacer de los argumentos algo sin ninguna utilidad,
sin ninguna ingerencia en el mundo de las prácticas culturales que nos definen, esto es, meras obsesiones de quienes gustan de repetirse las mismas fórmulas huecas año tras año tras año.
Lo que está en juego aquí es la discusión de la utilidad filosófica de la literatura, entendiendo por la palabra utilidad, por supuesto (y esto hay que decirlo pronto para no ser acusado de contradicción performativa), algo más que
un mero uso ideológico o instrumental de las imágenes, figuras y tropos literarios, lo mismo que del uso en ese sentido de los argumentos filosóficos. Justo
esto es lo que criticábamos más atrás. Utilidad de la literatura quiere decir aquí
la capacidad de generar pensamiento con el alcance de la transformación de la
realidad pensada.
Jean Paul Sartre aborda el asunto de la utilidad de la literatura desde la
perspectiva de su pensamiento existencial. El problema central en la discusión
sobre la utilidad de lo literario es para Sartre responder a la pregunta: ¿qué se
exige de mí como lector? Por supuesto la respuesta dependerá de la concepción de la obra que esté en juego.
Desde una perspectiva muy similar a la de Umberto Eco en Obra Abierta,
Sartre se cuestiona si se es, a la hora de leer, un medio, un colaborador o un
creador de la obra. Si ésta se piensa como “su propio fin o su propia lección”,
quiere decir que el relato no puede modificarse en el camino; en el fondo quiere
decir que no es un acontecimiento (en la vida del lector) sino una simple lección
o anécdota. En este caso la obra es un objeto autónomo que lo contiene todo y
lo que más logra es un proceso reflexivo del lenguaje. El lenguaje se vuelve
sobre sí mismo y ya no tendrá contacto con ningún referente del mundo:
Por lo tanto existe un redoblamiento reflexivo del lenguaje, que se convierte en reflexión de cierto signo sobre otro signo. Y se entiende que se creará un universo
cerrado del cual no se saldrá. En este caso el orden literario es rigurosamente definido; si el lenguaje se ha convertido en su propio objeto, y si el lector debe simplemente permitir que el rizo se rice, la obra literaria tiene, en efecto, una realidad
absoluta. (Sartre 95-97)
Pero hablar de este absoluto, en donde la obra no le habla a los lectores,
sino que se habla y se controla a sí misma, es una abstracción, es un artificio
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en el que no existe intencionalidad de comunicación. Al contrario, piensa Sartre, el autor siempre tiene un objetivo, incluso si no quiere mostrarlo. Y si tiene
un objetivo, la obra fue construida según una sucesión de momentos creativos
en los que se plasma tal intencionalidad, tiene un pasado y un futuro, es decir,
existe el tiempo en la lectura y en la escritura. Si esto es así, la obra no puede
ser un absoluto, sino, precisamente, una sucesión, una historia.
La literatura, pues, es una actividad en el mundo, en la temporalidad que
la constituye, sea para el lector, sea para el autor. Sartre insiste en que incluso la
obra más espontánea es una práctica que tiene un objetivo, y hablar de un lenguaje que es su propia autorreferencia es sólo hablar de retórica, una serie de
reglas del lenguaje para el lenguaje. La literatura no es simplemente un signo
que remite a otro (por aquí puede pensarse una primera crítica al estructuralismo craso, pero también a las apuestas del último Foucault (Cf. “¿Qué es la literatura?” y El pensamiento), y si se plantea en tal forma es que ha olvidado su
significado.
Una verdadera crítica del lenguaje comienza, para Sartre, para Eco o para
R. Barthes, no simplemente por modificaciones internas del lenguaje, sino por
la acción directa con las significaciones. Si somos solo un medio de una obra
completa y absoluta, significa que estamos alienados por la literatura. En realidad no se lee, es decir, no se crea y se transforma un mundo, si solo nos atenemos a la obra como un absoluto. Por esto el lector, así como el autor, deben
tomar postura, ya no solo frente a la obra, sino incluso frente al mundo en donde esa obra nace.
El lector hace algo con el texto, no sólo lo lee. No es el libro solo “potencia
de sueños”, sino concreción en donde la libertad del que lee no se reduce a
poder dejar el libro sobre una cómoda cuando la vista se cansó o cuando hay
que volver al “trabajo serio”. Entre otras cosas porque los campos de trabajo
y recreación sólo se delimitan desde una teorización tramposa, que usa esa separación para nutrir la teoría del trabajo inteligente y productivo, liberal y benéfico socialmente hablando. Pero sobre todo porque en la recomposición de
significaciones de una narración o un diálogo, de un tropo o una moraleja,
hay mucho más que un mero reproducir lo ya dispuesto por el autor. Aquí no hay
nada de mecánico, la función de leer entraña un alejamiento, un respiro, un
quebrantamiento de lo dicho en donde se practica una libertad de hacer y deshacer en el terreno práctico.
El hecho de hacer aparecer ciertos significantes en la obra entraña desde el
primer momento una insatisfacción no sólo teórica, sino un descontento o desencanto inmediato, reflejo de una carencia de acción, de una ausencia en el texto cuando es leído con pretensión objetivante; en este caso, al libro le hace falta
hablarme a mí, y es por esto que lo interpelo con fuerza, lo rompo hasta encontrarle algo interesante, relevante. Por esto termina diciendo Sartre:
no se trata, en el caso del libro, de nada menos que de dar un sentido a la vida (por
supuesto, en un grupo social determinado), a la vida del hombre en el mundo, en
ese mundo constituido por una sociedad con su naturaleza, la naturaleza que ella
ha hecho, la que no ha sabido hacer y la que se le escapa, y el hombre, que se encuentra dentro de ella ... El sentido que le falta es evidentemente el sentido de su
vida, de esa vida que para todo el mundo está mal hecha, mal vivida, explotada,
alienada, engañada ... pero acerca de la cual, al mismo tiempo, quienes la viven
saben bien que podría ser otra cosa. (105)
revista de la facultad de filosofía y letras
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La literatura es ese agente dinámico entre mundo y hombre, el punto de
encuentro entre libertad y mundo en una unidad sintética, que de golpe regresa la conciencia a su circunstancia e incita a la acción. Por ejemplo, quien ha
leído en serio El extranjero de Albert Camus o Madame Bovary de Flaubert, o cae
en el más pasivo y desencantado de los nihilismos y renuncia a todo sentido,
o se empuja a sí mismo a una acción desesperada por alcanzar algún sentido.
He de decir, para evitar vanas suspicacias, que Sartre no cae en la aberración de sostener que la obra misma presente una teoría revolucionaria o una
serie de preceptos didácticos o moralizantes, pues se da cuenta de que eso le
restaría potencia estética y la convertiría en un instrumento ideológico más.
Como en Eco, como en Barthes, se trata de enfrentarse a una obra que insinúa
el significado de la acción, pero de una manera tan contundente, tan brutal,
que no hace falta hablar explícitamente del “universo social y sus conflictos”,
sino obligar a la captación de esas significaciones por la densidad del estilo y
así ubicar al lector en situación de golpe.
La densidad del estilo arrastra, lo narrado solo convence. Recordemos el
caso concreto del cuento “Funes el Memorioso”, de Borges, texto llamado literario desde fuera, aunque la sospecha de que supone muchas cosas más sólo se
percibe desde dentro, esto es, desde la reconstrucción de lo que dice y no dice.
La historia que entretiene el imaginario mítico-filosófico de Borges en esta narración puede pasar como ficción, no así la reflexión sobre la memoria y su potencia
para poner de inmediato al lector en una experiencia del tiempo que pocos textos llamados filosóficos consiguen. Funes, el memorioso, no puede evitar recordarlo todo, su memoria fotográfica lo lleva a la postre a no poder hacer el menor
movimiento, pues la orientación para la acción sólo se genera en un esquema de
tiempo que admite, que exige, el olvido de unas cosas y el recuerdo de otras. Si
todo está presente en la memoria, no hay resquicio por donde pueda colarse una
intención de acción, no hay metas ni antecedentes del quehacer ético, no hay
esquema de tiempo que posibilite la proyección de un acto cualquiera. Funes
aparece blindado e inhabilitado dentro de su propio prodigio de memoria.
Me parece que, asimismo, el cuento de Cortázar que lleva por título “El
perseguidor” contiene fuertes experiencias sobre el tiempo que poseen una clara carga filosófica.
¿He de interpretar estos cuentos en el sentido de un mero juego sinfrónico
y distanciador, evasivo frente a una posición y un compromiso propios? ¿Su
juego literario es meramente recreativo? ¿Y el mundo que narra, es un mundo
únicamente imaginario, alternativo, fácilmente ubicable como un mundo de
fantasía?
A estas preguntas hay que responder con una rotunda negación. Cuando
los personajes de Borges y Cortázar se cuestionan dónde se encuentran los parámetros de discernimiento entre los planos de la memoria y de la acción, no
lo hacen en un sentido puramente imaginario o ficcional, sino reflexivo y crítico. La intención comunicativa no se detiene en el texto (como afirma Habermas en un texto que quiere autonombrarse filosofía pura (Habermas), sino que
involucra, como quiere Sartre, lo mismo que un texto “moral” o “filosófico”, una
acción en el mundo de la vida, en la praxis vital de quien lee. Se trata de
una reflexión con exigencias prácticas que al mismo tiempo no carece de fuerza
expresiva, de densidad estilística.
Así las cosas, Sartre no pone de un lado al literato,—el que sabe expresarse
y cuida del lenguaje— de un lado, y al filósofo —el que aspira a la verdad pero
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le importa poco la forma de expresarla— del otro lado. Piensa que en la proporción en que la expresión sea adecuada, la filosofía alcanzará su objetivo, y
que muchas veces lo que llamamos pura literatura está expresando a través de
su estilo peculiar un sistema de pensamiento.
Las rigideces del lenguaje totalizante sistemático, en su versión académica acartonada o en su conveniencia institucional esnobista o arribista, no son
ventanas más que de sí mismas, no permiten ver hacia fuera, esto es, hacer
experiencia de un fenómeno lingüístico que no pasa por su propio tamiz, por
su propia serie de reglas de juego. El juego del pensamiento sistemático que se
pretende puro es un juego de solitario.
Desde esta soledad del método riguroso, con el lenguaje superespecializado en el que termina toda rigurosidad al extremo, se hace un fetiche del afán
de exactitud en los términos y, como dice también a T. Adorno, se hace del lenguaje una mera acumulación de fórmulas en donde lo abstracto se ve como
concreto y viceversa, en donde el mundo está de cabeza porque no se habla de
aquello por lo que se hace experiencia, sino de lo que conviene a un esquema
lógico de ideas que hace violencia a la experiencia.
El juego metódico del solitario cierra sus ventanas de golpe, tapia todas las
salidas de luz y hace incomunicable el contenido de sus palabras. El que se
pone de antemano en la posición que exige el conocimiento del todo de este
sistema antes de juzgar aisladamente los fragmentos del discurso (y de ahí derivar una distancia insalvable entre la filosofía y la literatura) accede a jugar el
juego del solitario, cuyas reglas lo hacen perder el sentido de una reconstrucción original, vivencial, del texto que lee. Pero además, confía demasiado en el
presupuesto de que él puede conocer y valorar la totalidad de la obra de un
pensador para así poder juzgar los fragmentos, las partes que la componen. No
es que este presupuesto sea falso porque exista una incapacidad cognoscitiva
de abarcar la obra, una falta de fuerza y solidez del conocimiento del pensamiento del otro; esta fuerza existe, pero en el afán sistematizador absoluto se
convierte en una proyección hiperbólica y subjetiva de quien lee sobre el conjunto de textos leídos, se convierte en una reconstrucción demasiado apropiadora de lo leído, en donde los significantes se anegan debajo de la pesadez
inmovilizadora de este légamo discursivo. Se convierte en un recurso de la
“razón arrogante” como sistema de autoafirmación y de descalificación del
otro, como diría C. Pereda. (25 y ss.)
Una serie de señales en conexión, que adquieren sentido por una finalidad
en particular, que arman su propia forma de expresión según el contexto y los
instrumentos a la mano (no dados como herramientas de un método absoluto):
he aquí una primera descripción dinámica de un quehacer lingüístico que no
se reduce a totalidad, ni puede ser nombrado por el conocimiento de la totalidad de una obra, por experto o erudito que éste se autonombre.
Las palabras “literatura” y “filosofía” tienen una naturaleza connotativa
enormemente compleja, no reductible a una serie de preceptos, géneros o fronteras; tampoco son asimilables a una experiencia unívoca, todo lo contrario, se
refieren ambas a diversas y en ocasiones coincidentes —pero polisémicas—
experiencias del mundo y del lenguaje.
La fuerza de la literatura en el pensamiento filosófico de Sartre radica precisamente en su total coincidencia, en su empalme o fusión, ya que los recursos literarios son aquí elementos de comprensión, interpretación y, sobre todo,
acción en el mundo, y nunca su mera metaforización inocua.
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Las metáforas, los tropos y las figuras literarias abren el mundo a la comprensión de un modo que ni la mejor especulación racional pudiera lograr,
pero al mismo tiempo dan fuerza a la reflexión racional para enfrentar el mundo que ha de transformarse. He aquí donde radica la fuerza de la literatura en
la filosofía de Sartre.
B
I
B
L
I
O
G
R
A
F
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Adorno, Theodor. “El ensayo como forma.” Notas de literatura. Barcelona: Akal, 1962.
Barthes, Roland. El placer del texto. México: Siglo XXI, 1982.
Foucault, Michel. “¿Qué es literatura?” De lenguaje y literatura. Barcelona: Paidós, 1996.
—. El pensamiento del afuera. Valencia, España: Pre-textos, 1997.
Sartre, Jean Paul y Simone De Beauvoir et al. ¿Para qué sirve la literatura? Buenos Aires:
Proteo, 1970.
Habermas, Jürgen. “¿Filosofía y ciencia como literatura?”, en Pensamiento posmetafísico,
México: Taurus, 1990.
Pereda, Carlos, Crítica de la razón arrogante: cuatro panfletos morales. México: Taurus,
1999.