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La Promesa Del Árbol En el origen, clamó por una piel la Tierra para cubrir su desnudez de roca. Y en un tiempo cualquiera, se abrió paso en la vastedad del universo un fértil cometa para preñar con un hálito vegetal las estériles formas. Al tiempo, se manifestó el vigor en el vástago primigenio gestando su singular verdor en la mísera opacidad de la tierra; y así acordó una promesa de árbol con la inicial naturaleza. Desde entonces, la tierra vivió intensas transformaciones, fue cubierta a través de los milenios por climas diferentes, supo de sucesión de lluvias y de soles fecundantes, fue estremecida por tormentas y cubierta por mortajas de hielo, para renacer más tarde bajo un firmamento anunciador de nuevos soles. A veces fue sostén de llanuras, otras de yermos, bosques o vergeles. Y en todo momento el verde brote se dio maña para asirse a nueva tierra y desde ahí adquirir formas diversas dibujar hojas o espinas, cincelar frutos prodigiosos anticipados por un sonrojo de pétalos. Hoy, la infinita secuencia de sus renacimientos sorprendió al árbol en sus entrañas, y desde el alba ha sentido maduradas sus semillas. Llegó el tiempo, entonces, de enviarlas a colonizar remotas tierras: unas serán pasajeras del viento y atravesarán los mares festejadas por delfines; otras, serán llevadas por alas abnegadas remontando esquivas cumbres, surcando ríos y quebradas; tal vez, a causa de un pájaro extraviado alguna descenderá en un desierto; y a pesar de la mísera acogida, la energía del impulso originario podrá hacerla germinar venciendo el desolado entorno. Yo soy promesa y realidad del árbol, y al depositar en el lejano yermo mi semilla, por vez primera ese ámbito de hostil silencio, escuchará el naciente brotar de mis raíces, su avance paulatino buscando abrazar el mezquino suelo, y su hábil buceo hacia napas escondidas invitando al agua que amamante mis frágiles verdores. Luego, inundará mis arterias la humedad rescatada y el sol de estaciones sucesivas me harán crecer de nuevo, y volveré a ser árbol un árbol fuerte y generoso; abriré mi follaje a pájaros desorientados y en mis tibios rincones podrán fundar sus moradas. Después, el amanecer cubrirá de resplandores al rocío prendido en las hierbas iniciales, hasta que se adormezcan bajo el amparo de mi sombra; y adoptaré otros tallos flores y hojas, donde jueguen la magia de la fertilidad las mariposas, hasta transformar el inhóspito paisaje en prodigiosa primavera. Desde este lugar conquistado, esparciré mis semillas y crecerán por doquier los míos hasta ser un bosque un bosque inmenso y bondadoso. Todos los años vendrá la lluvia pues su música en las hojas tendrá sentido; seremos pastores del curso de sus aguas y ordenaremos su caudal hasta crear un río. Quizás, en fecha no lejana, arribarán los hombres con sus carros sus mujeres y sus niños buscando su tierra prometida; construirán un puente y en la otra orilla nacerá una aldea. Con prudencia, de nuestro cuerpo harán sus casas su templo, las cunas de los recién nacidos. La abundancia de la pradera compartirán sus animales y los míos, y acordaremos un espacio para cuando llegue el tiempo de los surcos, anunciando el pan en las espigas. La aldea anotará en su calendario los días más significativos, y los hará presentes con rituales solemnes y ceremonias compartidas. Celebrarán sus fiestas con guirnaldas, con cantos y danzas, las manos fuertemente entrelazadas; y los hombres y las mujeres competirán sus destrezas y gozarán sus hornadas. Sus hijos vendrán junto a nosotros para jugar sus cuentos y harán surgir de la espesura duendes y hadas; serán príncipes librando intrépidas batallas para rescatar de feroces dragones sus princesas secuestradas. Sí. Una frágil semilla podrá cumplir la eterna promesa, dibujando en el tiempo un grandioso paisaje; y los hombres se obligarán reconocidos a que siempre haya un bosque, una pradera y un río; y así habrá siempre una aldea un templo y un alborozo de niños.