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LA VOZ DE LOS EXPERTOS Pere Gascón Jefe del Servicio de Oncología Médica. Institut Clínic de Malalties Hemato-Oncològiques (ICMHO). Hospital Clínic. Barcelona. Si comparáramos la célula con un edificio que quisiéramos derribar, podemos decir que los fármacos de la nueva generación o de diseño atacarían paredes del edificio bien diferenciadas, sin saber en principio si la pared es en realidad un tabique o una pared maestra. Hacia un tratamiento oncológico a la carta D esde hace unos meses, los medios de comunicación están dedicando grandes espacios al tema de los nuevos fármacos en el tratamiento del cáncer. Este hecho obedece a las noticias, realmente importantes, que surgieron del pasado Congreso Americano de Oncología Médica que se celebró a mediados de mayo en San Francisco. La importancia del tema es lógica ya que allí se presentaron los últimos resultados en el tratamiento de esta enfermedad –algunos de ellos posiblemente históricos– ante una audiencia de alrededor de 24.000 congresistas procedentes de todo el mundo. El fármaco que acaparó más atención fue el denominado STI571 (Gleevec®). Se trata de un fármaco que ha demostrado tener unos efectos espectaculares tanto en el tratamiento de la leucemia mieloide crónica como en el del sarcoma gastrointestinal. Es un ejemplo perfecto de lo que nos deparará el futuro del tratamiento anticanceroso al empezar a aprovechar los conocimientos de la biología de la célula maligna adquiridos en las dos últimas décadas. Son fármacos de diseño dirigidos contra dianas celulares preestablecidas, efectivos y con un índice bajo de efectos secundarios. Tres conceptos han ido emanando de la avalancha de noticias al respecto, que representan una “ruptura epistemológica” con el pasado en el tratamiento de esta enfermedad. El primer concepto sería el de cronificar el cáncer. Hoy día se piensa que aquel cáncer que no se pueda curar se deberá cronificar. Este es uno de los objetivos y retos de la oncología del siglo XXI y viene justificado por el elevado número de fármacos que están apareciendo. Este hecho se asocia a que estos medicamentos novedosos son en ocasiones citostáticos y no necesariamente citotóxicos. De ahí la idea de cronicidad y la necesidad de tratamientos de mantenimiento. Esta nueva generación de fármacos ya puede usarse en muchos hospitales del mundo. Un ejemplo de esta avalancha de medicamentos podemos apreciarla con una simple enumeración del arsenal terapéutico de que disponemos ya en la la actualidad: a) anticuerpos monoclonales (Cetuximab-C225 para cáncer de cabeza y cuello, Trastuzumab-Her2 para cáncer de mama, RituximabCD20 para linfomas); b) inhibidores de la farnesil transferasa o agentes anti-Ras; c) inhibidores de la tirosín-cinasa (IRESSA, OSI-774); d) antiangiogénicos; e) inhibidores de las metaloproteasas; f) terapia génica utilizando adenovirus-vector con p53, y g) vacunas que se utilizan fundamentalmente células dendríticas. El segundo concepto, y del que el fármaco Gleevec es un ejemplo, es la aparición y subsecuente utilización de los llamados fármacos de diseño. Al conocer la diana química celular causante o participante en el proceso canceroso, ya podemos obtener fármacos especialmente diseñados para su bloqueo o inactivación. Finalmente, el tercer concepto es el de poder predecir qué fármaco utilizar o no para un tipo de tumor, basándonos en sus propias características. Este es sin duda un concepto verdaderamente revolucionario, que permitirá en un futuro un tratamiento del cáncer que bien podría llamarse “a la carta”. Imaginemos por un segundo que tenemos en nuestra consulta varios enfermos, cada uno con un tipo distinto de cáncer. En la actualidad trataríamos a cada uno de manera distinta, según se tratase de un cáncer de mama, de pulmón o de colon, por citar tan sólo tres ejemplos. Lo que tiene de revolucionario el caso del fármaco Gleesec® es que abre las puertas a la llamada “terapia a la carta”. Este fármaco fue utilizado en dos tipos de cáncer totalmente distintos uno del otro: en un caso se trataba de una leucemia crónica y en el otro de un sarcoma. No se podían haber buscado 2 cánceres más distintos tanto histológicamente como de comportamiento biológico. Uno, la leucemia, es un tumor líquido y el otro, el sarcoma, un tumor sólido. Los dos, sin embargo, poseen algo en común que hizo que los científicos utilizaran el mismo fármaco para tratarlos. Ambos presentan el receptor c-kit en la membrana celular y una enzima muy parecida que aparentemente el fármaco identifica e inhibe. En otras palabras, tal y como quedó patente en San Francisco, existe la posibilidad real de poder tratar en un futuro el cáncer no por su tejido de origen sino por sus características especiales. Esto equivale a decir que, finalmente, se podrá combatir la enfermedad de una manera mucho más precisa y dirigida a una diana establecida con antelación. El fármaco se habrá diseñado en función de la estructura química de la diana celular que previamente se ha identificado como un eslabón importante dentro del proceso de transformación neoplásica. Si comparáramos la célula con un edificio que quisiéramos derribar, podemos decir que los fármacos de la nueva generación, o de diseño, atacarían paredes del edificio bien diferenciadas, sin saber en principio si la pared es en realidad un tabique o una pared maestra. En función de que se trate de lo uno o de lo otro, obtendremos el derrumbamiento del edificio o no. En ocasiones será necesario añadir un segundo fármaco para poder hundirlo completamente. Algo parecido pasaría con la célula: en función del eslabón que hemos inhibido, la célula sobrevivirá al ataque químico o no, y en función del eslabón o circuito que inhiba podremos inducir a la célula a su propia destrucción. Entre los muchos descubrimientos de los últimos 30 años, tres hitos han marcado la lucha contra el cáncer. El primero fue el golpe publicitario del presidente Richard Nixon y su cruzada contra el cáncer, cuando su arrogancia –o más bien su ignorancia– le hicieron anunciar, y hacer creer al norteamericano que el cáncer se ganaría a base de golpes de talonario. Aquel ataque al intelecto tuvo su importancia por cuanto contribuyó a una inversión masiva del gobierno americano. El segundo hito fue el descubrimiento de los oncogenes. En este caso, la ingenuidad de los no científicos hizo creer que la curación del cáncer estaba a la vuelta de la esquina. Han tenido que pasar más de 20 años para que finalmente se pueda pensar que ahora, quizá sí, lo que hemos presenciado en San Francisco es distinto, extremadamente prometedor y, sin ningún género de dudas, revolucionario.