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5 de Mayo. A 150 años de haber ganado la
batalla, seguimos en guerra
Mtro. Israel Lazcarro
INAH - Morelos
E
s curioso lo que México le debe a Otto von Bismarck y a Prusia, ese belicoso
estado alemán que desafió y derrotó al Imperio de Napoleón III en 1871,
dejando sin ejércitos suficientes que protegieran a Maximiliano de Habsburgo,
el entonces Emperador de México. Sin el apoyo de los ejércitos franceses, la Casa real
de Austria fue incapaz de sostener a su vástago “en tierra de indios”: Como todos
sabemos Maximiliano fue fusilado por el gobierno de Benito Juárez, casi un sacrificio
ritual, necesario, análogo al guillotinamiento del rey durante la Revolución Francesa,
y gracias al cual se consolidó en México un proyecto de nación republicano, liberal
y laico, un proyecto que hasta la fecha nos sigue forjando, animando las campañas
políticas de nuestros días. De no ser por la Guerra Franco-Prusiana, México quizá se
habría mantenido como una monarquía, un bastión europeo haciéndole cuña a los
Estados Unidos, o algo similar, o al menos algo más acorde con el proyecto de nación
que tenían los conservadores de aquella época.
Planteado así, el autoritario y derechista canciller alemán Bismarck hasta podría figurar
entre los héroes patrios, pero al naciente Imperio Austrohúngaro-alemán poco le
importaba la suerte de México. En todo caso, la derrota de Francia ante Prusia, fue el
hecho geopolítico que hizo posible la expulsión de las tropas francesas del territorio
mexicano. Las guerras locales no son hechos aislados: obedecen y se circunscriben
a un contexto, al conjunto de fuerzas que jalonan recursos y poblaciones alrededor
del mundo. Que los imperios francés y austriaco se enfrentaran a Prusia, sólo podía
beneficiar a una y solo una de las potencias: Inglaterra. A Londres le convenía una
Europa continental dividida: la rivalidad y luego la Guerra franco-prusiana fue la clave
geopolítica de la Pax Britannica.
Hasta entonces, en México la guerra había sido ganada por Francia, y por el partido
conservador de los mexicanos que apoyaban la intervención. Sin embargo, la mitología
La batalla de1862
Los franceses en Puebla
oficial mexicana no recuerda ese sainete,
y se centra en celebrar la victoria de una
batalla ocurrida pocos años antes, cuando
la Intervención francesa apenas empezaba.
Victoria momentánea, pero importante
pues pospuso por varios meses los planes
europeos, una guerra que concluyó
finalmente con la victoria de Francia y
el advenimiento del Segundo Imperio
mexicano, casi un año después. Se ganó la
batalla pero se perdió la guerra.
Sin embargo el 5 de mayo ha quedado
grabado en la memoria nacional como el
día en que los mexicanos “derrotamos a los
franceses”. Sin duda, los eventos sufridos
en 1862 son relevantes: la victoria de un
raquítico ejército nacional, mal armado,
poco disciplinado y con fuertes carencias,
sobre un disciplinado ejército europeo, bien
equipado y entrenado en invadir territorios
ajenos, no es poca cosa. Si un año después
Francia consiguió imponer un emperador,
Indigenismo en el desfile
tampoco fue un hecho determinante.
Los hechos de armas no son unívocos:
la geopolítica es más poderosa, y en
aquel tiempo operó en contra del
triunfante ejército invasor. De manera
que no fue la batalla del 5 de mayo de
1862, sino el expansionismo alemán
lo que permitió devolver a México su
pacto republicano en 1870.
Visto así, si se ganó la batalla pero se
perdió la guerra, quizá resulte exagerado
el festivo entusiasmo que todos los
años se observa casi religiosamente en
las conmemoraciones oficiales. A siglo
y medio de distancia, los muertos, la
sangre, la ansiedad, el temor, el pavor
y la esperanza de toda una generación
casi se desvanecen entre los fuegos
pirotécnicos, los discursos oficiales, las
estatuas de bronce y los desfiles. No
deja de resultar irónico que el actual
gobernador de Puebla, Rafael Moreno
Valle, se apreste a festejar la batalla del
5 de mayo apelando a la unidad del
país, evocando a aquellos mexicanos
que en el siglo XIX “olvidaron sus
diferencias” y se enfrentaron al terrible
enemigo de ultramar, erogando
millones de pesos en una fastuosa
celebración, de lustre “faraónico”
al gusto del señor gobernador. Éste
y los medios de comunicación se
complacen y desgañitan alabando
una supuesta unidad entre “liberales
y conservadores” que jamás existió,
pero que viene muy a cuento con la
alianza entre el PRD y el PAN que
llevó al poder al actual gobernador.
En el discurso del poder, casi podría
decirse que el actual gobernador de
Puebla pretende “encarnar” el espíritu
cívico nacional que llevó a México a
la victoria. Lo malo de ese cuento, es
que la Historia no lo respalda, pues
es un hecho bien conocido que los
conservadores del siglo XIX, tenían su
propio proyecto de nación y preferían
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letrados carezca de motivaciones sólidas y racionales: sucede que la única diferencia
entre unos y otros está en su formulación. Los indios de la Sierra norte de Puebla
sabían muy bien qué era lo que necesitaban defender (tierras y facultad regulatoria y
gubernativa sobre los recursos), y quiénes eran sus adversarios inmediatos (los grandes
terratenientes mestizo-criollos), aún cuando su discurso oscilara entre las proclamas
conservadoras y las liberales. Eso explica proclamas tales como “¡Viva la Virgen, viva
la República y muera el mal gobierno!”, que podría servir para cualquier causa. Así las
cosas, la población mexicana de aquellos años (y hasta podríamos decir que también
actualmente) ofrece la imagen de un camaleónico caleidoscopio.
Tenemos que en esos años, la Ciudad de Puebla era un bastión conservador que le
cerró las puertas a Zaragoza. Los poblanos preparaban el mole y los chiles en nogada,
anticipando el desfile de las tropas francesas sobre la capital poblana bajo una lluvia
de flores. Fueron los pueblos indios que vivían alrededor de la capital, sobre todo los
de la Sierra norte de Puebla (Tetela, Xochiapulco, Zacapoaxtla, Cuetzalan), los que
históricamente enfrentados a ese núcleo criollo, echaron a perder la fiesta. Incluso
Miss Jalisco en la magna fiesta
el gobierno de un monarca europeo que colocara a México entre los “países civilizados
del mundo”, que el gobierno republicano de un indio, por ilustrado y progresista que
fuera.
Al respecto convendría revisar este célebre enfrentamiento entre liberales y
conservadores. Jugando un poco, podríamos postular que en el México de mediados
del siglo XIX se enfrentaba un 95% de la población que era “conservadora”, a un 95%
de la población que era “liberal”, y un 5% restante (una élite letrada y culta) que era
declarada y rabiosamente conservadora o liberal. Todo dependía de las circunstancias
locales más diversas: así por ejemplo si el párroco de la iglesia (que pretendía mantener
bajo control eclesiástico la educación y una enorme cantidad de tierras y edificios), se
apoyaba en los recursos de un poderoso hacendado terrateniente, acaparador de aguas
y mercados, los enemigos de éste (los pueblos indios, los pequeños terratenientes de
clase media, etc.), se identificaban con la causa liberal. Si el control de una jugosa
ruta de comercio, un puerto, estaba en manos de una élite criolla que buscaba
en los gobiernos liberales la obtención de un cargo gubernativo en la región, los
competidores comerciales (pequeños comerciantes, mestizos o indígenas) se pasaban
al bando conservador. Si los pueblos indios encontraban que el cura párroco defendía
las tierras comunales cuando éstas se amparaban en una Cofradía dedicada al Santo
patrono, apoyaban al bando conservador; si estos pueblos indios advertían que con
las leyes de Reforma podrían recuperar el control de tierras arrebatadas por la Iglesia,
pelearían entonces con la causa liberal. Es decir, muy poca gente lograba atisbar las
implicaciones y los matices ideológicos que se estaban jugando. En la mayoría de
los casos, el asunto se limitaba a la defensa de una posición, cierta estabilidad o un
conjunto de privilegios, o bien a luchar a fin de alcanzarlos y revertir una particular
correlación de fuerzas.
Dicho esto, acusar de “traición” o atribuir “patriotismo” a un bando o a otro, como
totalidades monolíticas, constituiría un juicio históricamente cuestionable.
Con todo, debemos reconocer que un pequeño porcentaje se identifica plenamente
con un conjunto de ideas más o menos bien definidas, y no “cambiará de camiseta”
aunque le cueste la vida. Este sector ilustrado, forjado ideológicamente, ha sido el que
se ha disputado el poder gubernativo, el que ha aspirado por la facultad de ejercer y
definir los contenidos educativos, las leyes, el que busca determinar el uso y destino de
los recursos del Estado. Eso no significa que ese enorme conglomerado de pueblos no
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después, cuando las tropas francesas lograron tomar la Ciudad de México y controlaron
la casi totalidad del territorio central mexicano bajo la Corona de Maximiliano, la Sierra
norte de Puebla mantuvo bastiones rebeldes (Xochiapulco especialmente), hasta que
la suerte abandonó al partido conservador.
Cierto es que algunos de los conservadores de hoy en día, siguen aborreciendo a
Juárez “enemigo de la Iglesia”, “enemigo de la Fe católica” (ignorando de paso que el
oaxaqueño, además de ser liberal, también era católico), pero podríamos corroborar
que la derecha mexicana de nuestros días ha preferido subirse al carro triunfal del
republicanismo, y se ha sumado al discurso hegemónico que celebra la victoria del
5 de mayo, como los actuales festejos de la capital poblana nos lo demuestran. De
hecho, a juzgar por dichos festejos y el curioso “olvido” de la participación indígena
en dicha batalla, podríamos atestiguar no sólo el intento de la derecha por sumarse a
dicha conmemoración, sino de apropiarse de ella.
Entonces, a la distancia de siglo y medio, los olvidos y la hipocresía, ¿los festejos
actuales son gestos inútiles e insignificantes? En absoluto. Ninguna conmemoración
es ociosa ni inútil: las guerras van más allá de lo meramente militar. También son
hechos simbólicos. Los símbolos y la mitología en que se insertan, son armas incluso
más poderosas que la pólvora. Si el pensamiento conservador a principios del siglo
XX decidió unirse a los festejos del 5 de mayo (algo ocurrido durante el porfiriato), es
por lo que aquella batalla significó o se le hizo significar en la construcción del Estado
mexicano.
Tenemos así que cada régimen se ha apropiado de la batalla del 5 de mayo, y le ha
dotado de una particular significación: para Benito Juárez, significó el triunfo de un
proyecto de nación republicano, liberal y laico (cuando la Iglesia católica amenazaba
descarrilar dicho proyecto); para Porfirio Díaz, significó la gloriosa unidad nacional, la
afirmación del estatus de país civilizado frente a las potencias extranjeras (en tiempos
en que era conveniente afirmar la legitimidad y racionalidad del presidencialismo); para
los gobiernos nacionalistas del PRI, surgidos de la Revolución Mexicana, la Batalla
del 5 de mayo sirvió para celebrar también la “fortaleza racial” mexicana, el sustrato
indígena y popular que derrotó a la “raza europea”, los cimientos originarios sobre los
que pretendía erigirse el Estado mexicano priísta y en los que buscó legitimarse (en
tiempos en que el gobierno mexicano necesitaba fortalecer su alianza con la población,
en la senda populista de un “gobierno de masas”); para los regímenes neoliberales
de los últimos años, la Batalla del 5 de mayo es lo que hoy en día se proclama: la
“demostración” de que la eliminación de las diferencias ideológicas es la clave para
la victoria (en tiempos en que el Estado mexicano enfrenta una de sus peores crisis,
precisamente por la disputa entre distintos proyectos de nación); finalmente para
Estados Unidos, el 5 de mayo, “día de la mexicanidad” soporta el lema imperialista
de una “América para los americanos”, afirmando año con año que el Continente
americano es coto de poder exclusivo de Washington.
Al final, ¿qué podremos concluir de la Batalla del 5 de mayo?, ¿cuál es su “significado
real”? me parece que dicho significado no existe. O más bien, no existe un significado,
sino muchos, tantos como las relaciones de poder (bastante reales) lo pretendan.
La guerra no se reduce a los enfrentamientos de 1862, ni al golpe de Bismarck en
1871, sino que nos llega hasta hoy, en la lucha por la definición, en la construcción
de los significados. No es de extrañar que hoy en día, justo cuando se enfrentan
varios proyectos de nación ante un modelo y un discurso desgastado cada vez más
inoperante y claramente anquilosado, las figuras de Juárez, la religión, el interés
soberano y la Batalla del 5 de mayo, sean figuras y temas en abierta disputa. Lo cierto
es que en la lucha por la definición de un nuevo pacto nacional, ante la emergencia
de contradicciones insostenibles, esa guerra por la definición, por el sentido, ya está
costando sangre. Así sucedió hace 150 años.
Para consultar más sobre el tema:
- Del Paso, Fernando; Noticias del Imperio, ed. Planeta – Conaculta, 1999.
- Aguilar, Venancio Armando; Sexto Batallón de Guardia Nacional en el Estado
de Puebla. La Reforma en Tetela de Ocampo, 1855-1873¸Tesis de licenciatura en
Etnohistoria, ENAH, 2006.
- Mallon, Florence; Campesinado y nación. La construcción de México y Perú
postcoloniales, CIESAS-Colegio de San Luis-Colegio de Michoacán, 2003.
- Hobsbawm, Eric; Rebeldes primitivos. Estudio sobre las formas arcaicas de los
movimientos sociales en los siglos XIX y XX; ed. Ariel, 1983.
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En la lucha por el sentido de una batalla
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“Estudiando la contrainsurgencia de
Estados Unidos”: usos de la antropología
Reseña a cargo de Israel Lazcarro.
E
sta semana acaba de presentarse un pequeño pero interesante estudio a cargo del Dr. Gilberto López y Rivas: Estudiando la contrainsurgencia de Estados Unidos:
manuales, mentalidades y uso de la antropología. En él, el autor recupera reportajes
de diferentes periodistas norteamericanos así como investigaciones emprendidas por
diversos estudiosos, sumergiéndose en el espinoso terreno del saber como herramienta del poder. En este caso, se trata nada menos que de la antropología, una disciplina
que en honor a la verdad no podría negar su “pecado de origen”: conocer, entender
y registrar al Otro, surgió como una necesidad del poder colonialista en su afán por el
control de poblaciones y culturas distintas a la propia. La antropología fue y ha sido
“un arma más efectiva que la artillería” como recientemente reveló la antropóloga
Montgomery Mcfate, aguerrida defensora de los afanes imperiales de Estados Unidos, cuyo estamento militar ha encontrado en esta antropóloga a una activa y valiosa
colaboradora, una sofisticada mercenaria convencida en la utilidad de “educar” a los
militares a fin de hacer más “eficientes” sus labores alrededor del mundo.
Expresión inusual, cínica y sobrecogedora del estrecho involucramiento de las altas
esferas de la academia norteamericana y los esfuerzos bélicos estadunidenses, es el
Manual de contrainsurgencia (no. 3-24), un texto coordinado por el General David
Petraeus y producido en colaboración con los académicos de la Universidad de Chicago en 2007, una edición de bolsillo para su fácil manejo por los cuerpos militares
acampados en Afganistán, Irak y otros “oscuros rincones del mundo” para ayudarlos a
“comprender” la cultura de los pueblos nativos que habrán de ser sojuzgados en pos de
los superiores intereses estadunidenses. La antropología aquí utilizada, remite al viejo
enfoque culturalista de los años 50 del siglo XX y a la tentación por las generalizaciones psicologizantes, asumiendo y aplicando a diestra y siniestra un acartonado modelo
de conductas y valores universales, a través del cual la política intervencionista estadunidense encuentra su justificación. Mediante este torcido uso del saber antropológico,
las invasiones neocoloniales devienen “Guerras justas”, que no reparan mínimamente
ni en la ética ni en la relatividad de sus propios valores.
Sin embargo, como bien lo destaca el autor en esta obra, no es la primera vez que
la antropología se utiliza como arma de dominio colonial: prácticamente desde sus
orígenes, el desarrollo de la antropología ha estado ligado al imperialismo: a finales
del siglo XIX, Inglaterra, cuna de los primeros y brillantes etnógrafos, afianzaba su
dominio sobre el África y el sureste asiático. Francia y Estados Unidos hicieron lo
propio. Incluso México no escapa: el desarrollo de la antropología en nuestro país,
y su correlato institucional conformado por el Instituto Nacional de Antropología e
Historia y el Instituto Nacional Indigenista, organismos que durante casi todo el siglo
XX fungieron como los tentáculos estatales mediante los cuales se buscó integrar a los
pueblos indios a la senda trazada por las élites intelectuales revolucionarias y nacionalistas, para las cuales la otredad india no era sino un “estorbo”, un resabio histórico
que debía necesariamente ser superado en pos del progreso. Es así que la antropología en México operó en la misma tónica como un “colonialismo interno” cuya ética y
responsabilidad política sólo fue cuestionada por la generación del 68, pugnando por
un nuevo programa político para el quehacer antropológico. Sin embargo, como el
Manual de contrainsurgencia demuestra, la simplificación de las diferencias culturales,
la estandarización y la sistematización de los proyectos de dominio, siguen a la orden
del día. Gilberto López y Rivas ofrece al público interesado, en pocas páginas y con
lenguaje fluido, los terribles alcances que puede tener la antropología aplicada, sobre
todo en manos de los militares, tanto de Estados Unidos como de México.
Fotografía del mes
Fototeca Juan Dubernard
Número de inventario: 449740
Miembros de la “Unión de empleados de Restaurants, Hoteles,
cantinas y similares” durante la marcha del 1ero de mayo.
Cuernavaca, Morelos, 1ero de mayo de 1934, autor: Arnulfo Viveros
CONACULTA.INAH.SINAFO.FN.MÉXICO
Órgano de difusión de la comunidad de la Delegación INAH Morelos
Consejo Editorial
Eduardo Corona Martínez Israel Lazcarro Salgado
Luis Miguel Morayta Mendoza
Raúl Francisco González Quezada
Antonio García de León
www.inah.gob.mx/centrosinah/morelos
Coordinación editorial de este número: Israel Lazcarro Salgado
Diseño y formación: Joanna Morayta Konieczna
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