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1962 – REVOLUCIÓN EN LA IGLESIA BREVE CRÓNICA DE LA OCUPACIÓN NEOMODERNISTA DE LA IGLESIA CATÓLICA CAPÍTULO 1° PREMISA DEL AUTOR El mundo católico está asistiendo de cuarenta años a esta parte a una serie de mudanzas en la Iglesia aparentemente incontenible. Cogidos en medio de una especie de extraño espectáculo pirotécnico eclesial, los católicos han visto cómo no pocas verdades de fe se disolvían de manera más o menos indirecta, unas tras otras, en los fuegos artificiales preparados por una jerarquía y un clero cada vez más determinados a proseguir con la puesta al día conciliar, abiertos a todas las corrientes de pensamiento y prestos, por ello, incluso a trocar la verdad revelada por el espejismo de un falso ecumenismo y de una falsa paz mundial: - Asistieron, p. ej., a la subversión del rito romano de la Iglesia, que se sustituyó por otro tan ambiguo y “ecuménico” -el actual-, que hasta los mismos protestantes lo declararon grato (algunos de ellos, por lo demás, habían participado con sus sugerencias en la elaboración de éste) (1), y luego vieron desfilar ante sus ojos las misas-espectáculo, con su música discotequera; la comunión en la mano, con toda su secuela de inevitables sacrilegios, y, cerrando la marcha, la promoción al servicio del altar, a título de “monaguillas”, de exponentes del sexo débil (“monaguillas” por ahora; el futuro dirá...). - Vieron por vez primera en la historia a un Papa -Pablo VI- entregar con gesto más que elocuente su anillo, símbolo de la suprema autoridad pontificia, al “arzobispo” de Canterbury (2), un hereje impenitente y cismático, e invitarlo a bendecir a la muchedumbre y a los numerosos obispos y cardenales presentes en la basílica romana de San Pablo Extramuros. - Peor todavía, vieron a un Juan Pablo II invitar a Asís (primera reunión de 1986) a los representantes de las principales religiones falsas del mundo para que celebraran un encuentro de oración rebosante de pipas de la paz, en el que multitud de animistas hacían ofrendas a los espíritus de los antepasados, y sin que faltaran unos budistas dispuestos a incensar una estatua de Buda que había sido puesta en el altar mayor de una iglesia católica de dicha ciudad. - Pálidos de espanto, oyeron cómo el propio Juan Pablo II les decía a boca llena a protestantes y “ortodoxos” que estaba dispuesto, sin la menor reserva, a modificar el modo de ejercicio del primado papal en función de los deseos de éstos: una propuesta en toda regla de vaciamiento práctico del dogma del primado de jurisdicción y de renuncia a ejercer de hecho tal primado (cf. la encíclica Ut unum sint). - Vieron a Ratzinger, cardenal a la sazón y prefecto del ex Santo Oficio, aprobar y firmar un documento de la Comisión Teológica Internacional (“El cristianismo y las religiones”) que negaba abiertamente el dogma de fe según el cual «fuera de la Iglesia no hay salvación alguna» (cf. el concilio ecuménico lateranense IV; Denzinger n. 800) y lo reducía a una mera “frase” de “carácter parenético” (3), o sea, nada más que a una exhortación (que se dirigía, por añadidura, a solos los católicos). - Oyeron de labios de Juan Pablo II la afirmación increíble de que «la condenación no deja de ser una posibilidad real, pero no nos es dado saber [...] si hay seres humanos que de hecho la sufran, ni quiénes son» (4), es decir, que el infierno, a juicio del Pontífice, puede estar hasta vacío (contradecía el Papa con ello las afirmaciones explícitas de la Sagrada Escritura al respecto). Oyeron aterrorizados al mismo Juan Pablo II afirmar tranquilamente: « [...] Las diferentes religiones nacen precisamente de esa apertura primordial del hombre a Dios. No es raro que hallemos en su origen a unos fundadores que realizaron, con la ayuda del Espíritu de Dios, una experiencia religiosa más profunda. Transmitida a los demás, tal experiencia cobró forma en las doctrinas, los ritos y los preceptos de las diversas religiones» (5); de ahí que, según Juan Pablo II, Buda, Lao-Tsé, Zoroastro, Mahoma y compañía fueron verdaderos profetas que estaban inspirados por Dios cuando fundaron sus religiones falsas: tesis ésta que ya había sido propagada por los modernistas, los cuales precisamente, como había denunciado el Papa San Pío X, «no niegan, sino que, por el contrario, conceden (algunos veladamente, otros a boca llena) que todas las religiones son verdaderas», en cuanto obra «de genios religiosos que llamamos profetas, el mayor de los cuales fue Cristo» (encíclica Pascendi). En resumidas cuentas, vieron y siguen viendo a una jerarquía eclesiástica que sólo se afana en una cosa a raíz del concilio Vaticano II, a saber, en difundir con celo los mismos principios falsos que habían sido, durante siglos, el caballo de batalla del iluminismo y el naturalismo masónicos contra la Iglesia; es decir: - El liberalismo, que afirma no tiene ya el Estado obligación alguna de adherirse oficialmente ni a Cristo ni a la Iglesia católica (entendida ésta como aquella cuya religión es la única verdadera, por lo que le corre al estado el deber de reconocerla con exclusión de las demás); propugna, pues, la laicización de los Estados otrora católicos y defiende el presunto derecho de dos individuos a difundir públicamente, sin que se les moleste, cualquier religión o ideología, aun la más perversa (con lo que excluye, por principio, la represión de ésta por mano de la autoridad pública). El liberalismo fue siempre condenado por la Iglesia hasta el Vaticano II, que lo aprobó y “bendijo” (sobre todo con la declaración Dignitatis humanae). - El ecumenismo, o sea, el espejismo de una fraternidad de cuño naturalista (esto es, basada en la mera comunidad de naturaleza y en un vago deísmo), que ha de cultivarse entre los hombres de diferentes religiones e ideologías para excusarlos así de la obligación de convertirse al catolicismo y entrar en la Iglesia. A esta última no se la considera ya, en efecto, el arca única de salvación, puesto que, al decir de la propaganda intensiva de papas, obispos y curas conciliares, igual de salvíficas que ella son las diferentes comunidades heréticas y cismáticas, e incluso las religiones acristianas. Se trata de un ecumenismo que el Vaticano II promovió sobre todo con los documentos Unitatis Redintegratio y Nostra Aetate. - La democracia antropocéntrica, que se introdujo en la Iglesia con vistas a disolver más o menos gradualmente el molesto y antiecuménico primado papal de jurisdicción. Tal democracia está implantada sólo en parte por ahora: es la denominada “colegialidad episcopal” del documento conciliar Lumen gentium (en el cual se verificó la tentativa, que cosechó a la sazón nada más que un éxito parcial, de anonadar la autoridad suprema del Papa haciendo de él un primus inter pares). Dicha colegialidad democratiza hoy de hecho a la Iglesia “parlamentarizándola”, si se nos permite la expresión, mediante: a) una serie de instituciones: el Sínodo Permanente de los Obispos, las Conferencias Episcopales y los diferentes Consejos (Episcopales, Presbiteriales, etc.); b) el Nuevo Código de Derecho Canónico, que instauró una enorme descentralización en favor de los obispos; c) la increíble propuesta práctica, ya mencionada, que formuló Juan Pablo II en la Ut unum sint (la guinda del pastel, vamos). Los católicos han visto, en resumidos cuentas, una rendición total y sin condiciones de su jerarquía despúés de nada menos que tres siglos de luchas valerosas, de condenas y sacrosantas excomuniones fulminadas contra los promotores de ese liberalismo, de ese ecumenismo, de esa democracia -de la cual se había hecho siempre abanderada la masonería internacional- que la jerarquía de marras aceptó traidoramente en el último concilio; es decir, contra los promotores de la pax oecumenica, la “paz mundial” del Anticristo, que para lo único que sirve es para relativizar y anonadar a la Iglesia primero, y luego al propio Cristo, en la amalgama del Nuevo Orden Mundial que se nos avecina: un objetivo que, poco a poco, lo manifiestan cada vez más abiertamente los vértices ocultos que manipulan a pueblos y naciones. Pero, sea de ello lo que fuere, tal rendición constituye una cesión que: a) Basta y sobra para explicar por qué el Gran Maestre del Gran Oriente Masónico de Italia pudo escribir, en loa del difunto Papa Pablo VI: «Es, para nosotros, la muerte de quien hizo caer la condena [de la masonería; n.d.r.] de Clemente XII y sus sucesores; o sea, que es la primera vez, en la historia de la masonería moderna que muere el jefe de la mayor religión occidental no en estado de hostilidad con los masones. [...] Por vez primera en la historia, los masones pueden rendir homenaje al túmulo de un Papa sin ambigüedades ni contradicciones» (6). b) Explica también por qué el propio Gran Oriente que hemos mencionado quiso otorgar el premio masónico nacional “Galileo Galilei” a Juan Pablo II, y afirmó que los ideales que promovía dicho Papa eran los mismos de la masonería (Juan Pablo II rechazó el premio, obviamente, pero no le restó significación al acontecimiento) (7). c) Explica con elocuencia por qué la Gran Logia Masónica de Francia aclamó entusiásticamente, en 1986, al mismo Juan Pablo II por el inaudito “encuentro de oración” de Asís con la siguiente declaración textual: «Los masones de la Gran Logia Nacional Francesa desean asociarse de todo corazón a la plegaria ecuménica que juntará en Asís, el 27 de octubre, a todos los responsables de todas las religiones en favor de la paz en el mundo» (8). Una cesión total, pues, según se infiere de las siguientes consideraciones de otro Gran Maestre del mismo Gran Oriente, Armando Corona: «La sabiduría masónica ha establecido que nadie puede ser iniciado si no cree en el GADU [Gran Arquitecto del Universo; n. de la r.], pero también que nadie puede ser excluido de nuestra familia a causa del Dios en el que cree y del modo en que lo honra. A este interconfesionalismo nuestro se debe la excomunión que sufrimos en 1738 por obra de Clemente XII. Pero está claro que la Iglesia se equivocó si es verdad que el 27 de octubre de 1986 el Pontífice actual reunió en Asís a hombres de todas las confesiones religiosas para orar juntos para la paz. ¿Y qué otra cosa andaban buscando nuestros hermanos sino el amor entre los hombres, la tolerancia, la solidaridad y la defensa de la dignidad de la persona humana cuando se reunían en los templos, considerándose iguales por encima de las fes políticas, las fes religiosas y el diferente color de la piel?» (9). Habida cuenta de que la masonería había acumulado, en tan sólo dos siglos y medio de existencia, casi 600 (¡seiscientas!) condenas oficiales por parte de la Iglesia (10), es para quedarse estupefacto. En resumidas cuentas, parece ser que el Espíritu Santo, al decir de los miembros de la actual jerarquía conciliar, abandonó a la Iglesia (obviamente oscurantista, aliberal y antiecuménica, y, por ello, objeto de los implacables tua culpa de Juan Pablo II), o al menos no la esclareció del todo, durante la friolera de nada menos que casi dos mil años, es decir, hasta el fatídico superconcilio, el Vaticano II, que vio el nacimiento de una nueva “iglesia conciliar”, de una nueva “figura de Iglesia” -así la llamó Juan Pablo II-, que, según él, había permanecido oculta durante dos milenios en la “iglesia preconciliar” (11). Una “iglesia” nueva y flamante, en suma, y, como es natural, vaciada por completo en el molde de los principios masónicos e iluministas susodichos, como, por lo demás, Ratzinger, cardenal a la sazón, confesó paladinamente hace algunos años: «El Vaticano II -había explicado entonces el cardenal- tenía razón al auspiciar una revisión de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. En efecto, hay valores que, si bien nacieron fuera de la Iglesia, pueden hallar sitio en su visión con tal que se les cribe y corrija. Se ha satisfecho dicho cometido en estos últimos años» (12). En una entrevista suya anterior (concedida a la revista Jesus, en noviembre de 1984), había sido menos cauto todavía, pues se le escapó que se trataba precisamente de los «mejores valores expresados por dos siglos de cultura liberal», los cuales son ni más ni menos, como saben hasta los estudiantes del primer ciclo de secundaria, “valores” masónicos e iluministas. Más tarde, el mismo cardenal Ratzinger, tal vez sintiéndose más seguro después de veinticinco años de lavado conciliar del cerebro del “pueblo de Dios”, no tuvo ya la menor dificultad en admitir abiertamente que las famosas “novedades” del Vaticano II y del magisterio pontificio actual se oponen abiertamente al magisterio de los papas “preconciliares”, un magisterio al que calificó de ya “superado”: «Hay decisiones del magisterio -declaró el prefecto a la sazón del ex Santo Oficio- que no pueden constituir la última palabra sobre una materia en cuanto tal [...] sino que son [...] sólo una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisional [...] Se puede pensar, al respecto, tanto en las declaraciones de los Papas del siglo pasado sobre la libertad religiosa, cuanto en las decisiones antimodernistas de comienzos de este siglo, sobre todo en las decisiones de la Comisión Bíblica de aquel tiempo. Fueron superadas en los detalles de la determinación de su contenido, después de haber satisfecho su cometido pastoral en su momento particular» (rueda de prensa con ocasión de la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, obra de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe) (13). He aquí, pues, una absolución y una rehabilitación en toda regla del liberalismo y del modernismo, que profirió públicamente la mayor autoridad doctrinal después le la del Papa con la mira puesta, evidentemente, en cubrir y justificar todas las cosas injustificables realizadas por la jerarquía conciliar. ¿Cómo maravillarse, entonces, de la crisis de fe que está destruyendo a la Iglesia y perdiendo a las almas desde que tales personas ocupan, a partir de la era Pablo VI, los puestos más elevados del Vaticano, no pocas sedes episcopales, las cátedras de las universidades pontificias, los seminarios y los institutos católicos, los vértices de las órdenes y las congregaciones de religiosos y las redacciones en todo el mundo de los medios de comunicación de masas que se apellidan “católicos”? Como quiera que sea, una cosa está clara: por un lado, la asunción indebida de los valores de dos siglos de liberalismo ha llevado a la jerarquía actual a “rehabilitar”, unos tras otros, a los modernistas, los liberales, los heresiarcas tipo Lutero (a quien Juan Pablo II definió nada menos que como un hombre de «profunda religiosidad» (14), los judíos (que se obstinan aún hoy en negar a Cristo, pero que se convirtieron de repente para Juan Pablo II, quién sabe cómo, en nuestros «hermanos mayores» (15), los “ideales” de “libertad-igualdad-fraternidad” de la anticristiana Revolución Francesa (razón por la cual Juan Pablo II hizo votos por que Francia contribuyera «a hacer progresar incesantemente los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que supo presentar al mundo» (16), etc.; y por otro lado, en cambio, una lógica férrea, tomada de la praxis de esa misma revolución de 1789 que se había introducido ya en la Iglesia -hablando en plata: la de “nada de libertad para los enemigos de la libertad”-, movió a la jerarquía de marras, que nunca perdía ocasión de proclamarse ultraliberal e hipertolerante con todo y con todos, a “excomulgar” inexorablemente, aunque también de una manera totalmente inválida, en medio de los aplausos entusiastas de los masones, los comunistas y todos los medios de comunicación de masas laicistas, a obispos fieles y beneméritos como monseñor Marcel Lefebvre y monseñor Antonio de Castro Mayer, reos de no haberse querido alinear, al menos mediante un silencio cómplice, con las “novedades” filomasónicas y filomodernistas del concilio Vaticano II y con su difusión entre el indefenso e ignaro “pueblo de Dios” (porque éste es, enmascarado con mayor o menor torpeza, el verdadero motivo de tal pseudoexcomunión, allende el pretexto disciplinar del „acto cismático‟ que se atribuye a ambos prelados). A este respecto, el propia monseñor Lefebvre había recordado lo siguiente ya varios años antes: «No he hecho otra cosa que lo que hicieron todos los obispos durante siglos y siglos. No he hecho sino lo mismo que hice durante los 30 años de mi vida sacerdotal y que me valió ser elegido obispo, delegado apostólico en África, miembro de la comisión central preconciliar y asistente del solio pontificio. ¿Qué más podía desear como prueba de que Roma estimaba que mi apostolado era fecundo para la Iglesia y el bien de las almas? Y he aquí que cuando hago una obra semejante en todo a la que realicé durante 30 años, me suspenden de repente „a divinis‟ y quizás pronto me excomulguen, me separen de la Iglesia, me repudien y quién sabe qué más todavía. Pero ¿es posible? ¿Conque lo que llevé a cabo a lo largo de 30 años era susceptible de una suspensión „a divinis‟? Pienso, por el contrario, que si entonces hubiese yo formado a los seminaristas como se les forma ahora en los nuevos seminarios, habría sido excomulgado; si yo hubiese enseñado entonces el catecismo que se enseña hoy, me habrían calificado de hereje, y si hubiera dicho la misa como se dice ahora, habría sido sospechoso de herejía y se me habría declarado también fuera de la Iglesia. Una vez llegado a este punto, no entiendo ya nada. Algo ha cambiado en la Iglesia, y es a eso a lo que quiero referirme» (tomado de la homilía que pronunció monseñor Lefebvre en Lille, Francia, el 29 de agosto de 1976, y que fue reproducida por la revista La Tradizione Cattolica, n° 37, año 1998, pp. 9-17). Así que, ante todo esto y mucho más todavía, no pocos católicos se preguntan, desconcertados, qué está pasando, mas sin lograr entender de ordinario las causas profundas de esta auténtica revolución, dado que es casi total la desinformación de los fieles y los sacerdotes más jóvenes tocante a los acontecimientos eclesiales reales de los pasados decenios; dicha desinformación se extiende asimismo, como es obvio, al ámbito de la ideología del modernismo y del neomodernismo de “la nouvelle théologie”, que hoy impera oficialmente en la Iglesia, pero que ya antes había sido condenada solemnemente por los sumos pontífices “preconciliares”. A estos interrogantes precisamente será a los que intentaremos responder en las páginas que siguen; mas, con todo, importa esclarecer enseguida y a título preliminar algunos puntos doctrinales y disciplinares para eliminar cualquier duda tanto sobre el papel que desempeñaron en la crisis actual los papas “conciliares” (Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II), cuanto sobre la responsabilidad que les cupo en la misma, visto que no cabe duda, como demostraremos más adelante, de que tales Papas favorecieron muchísimo que los obispos y teólogos neomodernistas tomaran el poder en la Iglesia a raíz del Vaticano II, si es que no los elogiaron y premiaron sin ambages. En efecto, cuando se intenta de ordinario abrir los ojos a curas, monjas y laicos sobre la trágica realidad actual de la Iglesia y sobre el grave peligro de pérdida de la fe, se ve a menudo que, primero, se quedan suspensos, y luego se muestran incrédulos y corren a atrincherarse tras expresiones del tenor de “el Papa no puede equivocarse”, “está asistido por el Espíritu Santo”, o bien del tipo “como quiera que sea, lo que hay que hacer ante todo es obedecer”, porque “la obediencia es la primera virtud” y porque “quien obedece no se equivoca nunca”, para terminar con frases como “pero el Espíritu Santo estableció [en el concilio Vaticano II, obviamente] que...”, etc., etc. Al cabo se marchan indignados, motejándole a uno al instante -y ojalá que sólo lo hicieran mentalmente- de rebelde, o bien de obtuso tradicionalista, incapaz de comprender la evolución de los tiempos; de ahí la necesidad de examinar dichos argumentos de una vez por todas, a la luz de la doctrina católica, para verificar su consistencia. Es lo que haremos a renglón seguido. Se pueden reducir a tres, en sustancia, las principales objeciones que los alineados con el “nuevo rumbo” eclesial les hacen, de buena o mala fe, a los que se oponen a las “novedades” del Vaticano II y del magisterio postconciliar: 1) La infalibilidad papal. 2) La obediencia debida al vicario de Cristo. 3) La autoridad de los decretos del Vaticano II, que, según ponen de relieve los alineados de marras, son vinculantes para todo católico al haber sido promulgados por un concilio ecuménico. Se trata, sin embargo, de objeciones ayunas por completo de fundamento. En efecto: 1) Según la doctrina católica, se reducen a sólo dos los casos en que el magisterio papal es infalible: a) Cuando define solemnemente ex cathedra una verdad de fe o de moral (17) (magisterio extraordinario, siempre infalible). b) Cuando enuncia una verdad «que siempre ha sido creída y admitida en la Iglesia o que está atestiguada por el consenso unánime y constante de los teólogos» (18), aunque no haya sido definida solemne o explícitamente (magisterio ordinario infalible). La infalibilidad de dicho magisterio ordinario deriva, en este caso, de la que goza la propia Iglesia. Ahora bien, es imperativo decir a este respecto que: Ni Juan XXIII, ni Pablo VI, ni Juan Pablo II definieron nunca ningún dogma de fe durante sus pontificados, y mucho menos tocante a las “nuevas ideas” del Vaticano II. b) Las nuevas ideas que promovió el magisterio de los tales -ecumenismo, liberalismo y colegialidad democrática- no forman parte del magisterio constante y universal de la Iglesia, es decir, no son doctrinas que “hayan sido creídas y admitidas siempre en la Iglesia” (por eso se habla de las “novedades” del Vaticano II), sino que constituyen un magisterio ordinario meramente auténtico, esto es, no garantizado por la infalibilidad. Se sigue de ahí que no se puede apelar en modo alguno, a no ser abusivamente, al dogma de la infalibilidad pontificia para reclamar una adhesión ciega e incondicionada de los fieles a las nuevas doctrinas del magisterio postconciliar. 2) Aún menos puede apelarse al deber de la obediencia, pues las susomentadas novedades del magisterio de los papas “conciliares” no sólo carecen de toda garantía de infalibilidad, sino que son, sobre todo, come se echa de ver, unas doctrinas que el magisterio precedente y constante de la Iglesia condenó antaño explícita y repetidamente. Tampoco a ningún Papa o concilio ecuménico les asiste el derecho de exigir que se siga, explícita o tácitamente, un rumbo eclesial como el actual, que propaga ideas y praxis otrora condenadas por la propia Iglesia, y ello por la potísima razón de que carecen de legitimidad para ordenar a los fieles que acepten, ni siquiera de manera pasiva, lo que la Iglesia misma juzgó y condenó oficialmente como error y mal por boca de una serie de papas y concilios. He aquí como resume la doctrina católica en la materia un clásico y conocido diccionario de teología moral: «Al ser limitada la autoridad de los superiores, también tiene límites el deber de obedecer a éstos. Salta a la vista que nunca es lícito obedecer a un superior que mande algo contrario a las leyes divinas o eclesiásticas; se debería repetir en ese caso las palabras de San Pedro: “es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Act. 5, 29). [...] Se peca por exceso contra la obediencia al obedecer en cosas contrarias a una ley o un precepto superoir: lo que se da en este caso es el servilismo» (19). Y cuando se juntase a lo anterior que corriera peligro la conservación de la fe, la salvación de las almas y la subsistencia misma de la Iglesia, sería menester, asimismo, reaccionar abiertamente, como enseña Santo Tomás de Aquino, quien refiere precisamente el ejemplo de la defección momentánea del primer Papa (un ejemplo que le viene como anillo al dedo al caso que estamos examinando): «Con todo, se ha de saber -escribe el Doctor Angélico- que cuando amenace un peligro inminente para la fe, los prelados deberán ser corregidos por sus súbditos incluso en público; de ahí que San Pablo, que era súbdito de Pedro, corrigiera a éste públicamente a causa del peligro inminente de escándalo para la fe; y, como dice el comentario de Agustín (Gal. 2), “el mismo Pedro dio ejemplo a los superiores para que, si acaso hubieran abandonado el camino recto en alguna ocasión, no rehusaran como indigno el que sus inferiores los arguyeran”» (20). El propio Santo Tomás corrobora esta doctrina en su comentario de la epístola a los gálatas: « [...] el reproche era justo y útil, al par que grave su motivo, o sea, un peligro para la preservación de la verdad evangélica [...] El modo fue el apropiado a fuer de público y manifiesto [...] Leemos en la primera epístola a Timoteo: “A los que falten, corrígelos delante de todos”. Esto ha de entenderse de las culpas manifiestas, no de las ocultas» (21). 3) Por último, respecto del concilio Vaticano II, fuente oficial del actual desastre eclesial, es necesario de todo punto recordar lo que declaró el propio Pablo VI, que fue quien lo acabó. En efecto, dicho Papa precisó que el concilio Vaticano II «evitó dar definiciones dogmáticas solemnes, que empeñasen la infalibilidad del magisterio eclesiástico» (22). Se trata de una realidad tan patente, que hasta Ratzinger se vio obligado a admitirla cuando todavía era cardenal: «La verdad es que el mismo concilio Vaticano II no definió ningún dogma, sino que quiso conscientemente expresarse a un nivel más modesto, nada más que como concilio pastoral» (23). Resumiendo: a) No ponemos en tela de juicio, ni por pienso, el dogma de la infalibilidad pontificia, sino que lo que impugnamos son algunos puntos del magisterio ordinario no infalible del Papa (en el cual no se excluye, al menos en principio, que puedan darse errores); constituye ésta una impugnación que puede hacerse a la vista de graves y documentados motivos. b) Tales motivos existen, porque no podemos obedecer, ni tampoco quedarnos de brazos cruzados ante ellas, unas directrices que quieren hacernos aprobar lo que el magisterio de la Iglesia condenó siempre, es decir, unas directrices que nos exigen, por un lado, que repudiemos, aunque sólo sea tácitamente, la verdad doctrinal, y, por el otro, que callemos ante el sabotaje de la fe y la ruina de las almas. c) No se puede apelar en manera alguna a la autoridad del Vaticano II, el cual no definió ningún dogma, y menos aún tocante a las novedades que se impugnan (principalmente el ecumenismo, la colegialidad episcopal y la democracia en la Iglesia, la libertad religiosa y el laicismo estatal), por lo que valen a su respecto, y con mayor razón todavía, las mismas consideraciones que se hicieron tocante a la autoridad del Papa. Todo esto basta asimismo para que se disuelva, como la niebla bajo los rayos del sol, el sofisma que se acostumbra oponer a los que critican el Vaticano II: si la Iglesia se equivocara hoy, podría haberse equivocado también en el pasado, por lo que no sería ya ni infalible ni digna de crédito. Pero es fácil responder que el magisterio del Vaticano II y el postconciliar constituyen un magisterio no infalible por lo que toca a las “novedades” susocitadas, un magisterio que contradice al precedente magisterio infalible de la Iglesia, así ordinario como extraordinario; de ahí que no haya paridad: se trata de magisterios que no admiten comparación. Como se echará de ver en lo que sigue, esta “breve crónica” será, sobre todo, la de de las progresivas cesiones de los papas “conciliares” y sus más estrechos colaboradores en el seno de la curia romana. Se nos podría objetar que por qué centrar tanto la atención en ellos, en lugar de hacerlo en les innumerables ejemplos que nos brindan las diócesis y los diferentes episcopados. ¿No sería preferible, tal vez, pasar por encima de las numerosas flaquezas de los últimos sucesores de Pedro en lugar de examinarlas a fondo, cosa esta que, amén de ser particularmente ingrata y dolorosa para todo católico que se precie de fiel -y también, por ende, para quien escribe estas líneas-, conlleva, como mínimo, el riesgo de escandalizar a los más débiles en la fe, que no conocen bien la doctrina católica cobre el papado? El caso es que no podíamos obrar de otra manera, o, dicho de otro modo, nos fuerza a actuar así un motivo sencillísimo y que puede resumirse en pocas palabras: el Papa no es un obispo cualquiera, sino el vicario de Cristo; a él es a quien corresponde guiar a toda la Iglesia militante, no sólo con la palabra, sino aún más con el ejemplo, por lo que todos en la Iglesia -clero, religiosos y fieles de a pie- están habituados, con razón, a “seguir a Pedro”, viendo el él a su pastor en la tierra y un guía espiritual seguro. Piénsese entonces en el efecto que causaría la subida al solio pontificio de papas impregnados de una teología errónea, que hubiese sido condenada por la Iglesia en el pasado (cosa que Dios puede permitir muy bien en castigo de nuestros pecados, como que de hecho la ha permitido...): sería una catástrofe para la inmensa mayoría de las almas, que continuarían siguiendo en todo a los pontífices en cuestión, aunque no deberían, con lo que comprometerían su fe y su salvación eterna. Pues bien, eso mismo es lo que se verificó y sigue verificándose a raíz del Vaticano II; de ahí el necesario, pero, con todo, ingrato deber de alertar al clero y a los fieles para que no se dejen arrastrar, por ningún motivo especioso, al abismo del “espíritu del concilio” y de sus nuevas doctrinas, porque, recordémoslo, «no se prometió el Espiritu Santo -ni al primer Papa ni a sus sucesores- para que manifestasen, por su revelación, una doctrina nueva, sino para que, con su asistencia, custodiaran santamente y expusieran fielmente la revelación transmitida a los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe» (24). Por lo demás, dicho sea para nuestro consuelo, no hay nada nuevo bajo el sol: no es ésta, ciertamente, la primera vez en la historia en que unos Papas, obrando fuera del ejercicio de la infalibilidad, como es obvio, para seguir imprudentemente ideas personales más o menos fuera de lo normal, ponen en peligro la conservación de la fe y la misma subsistencia de la Iglesia. Piénsese, sólo por vía de ejemplo, en el caso notorio del Papa Liberio (siglo IV), que aceptó ambiguos compromisos doctrinales con tal de alcanzar a toda costa un imposible e ilícito acuerdo ecuménico con los herejes arrianos. Llegó al extremo, nada menos, de prohibir toda lucha contra la herejía a los católicos que se habían mantenido fieles, y no vaciló en excomulgar al gran San Atanasio de Alejandría inválidamente, huelga decirlo- porque no se rebajaba éste a anudar compromisos en desmedro de la fe. Concluyo confiando estas páginas a la Santísima Madre de Dios siempre Virgen, a la que siempre ha aplastado la cabeza de todas las herejías: Laude, Maria Virgo: cunctas haereses sola interemisti in universo mundo. (¡Alabanza a ti, oh María; tú sola destruiste las herejías en el universo mundo!) CAPÍTULO 2º LA HEREJÍA MODERNISTA Se había desarrollado en el seno de la Iglesia católica, a finales del siglo XIX, el movimiento modernista, cuyo objeto era promover una adaptación progresiva de la doctrina y de las estructuras de la Iglesia a la mentalidad relativista y democrática de la denominada “sociedad moderna”, contra la cual los Papas libraban una lucha reñida desde hacía cosa de un siglo. El Abate Alfred Loisy, el padre Lucien Laberthoniére (oratoriano) y el padre George Tyrrell (jesuita) ocupaban un puesto relevante entre los principales exponentes del modernismo francés, mientras que en Italia las siguientes personalidades eran las que más descollaban debido a su notable actividad: entre los eclesiásticos, Ernesto Buonaiuti, Salvatore Minocchi y Romolo Murri; entre los laicos, el conde Tommaso Gallarati Scotti y el poeta y escritor Antonio Fogazzaro (*). Ahora bien, urge manifestar en este punto, antes de seguir adelante, que a las tesis modernistas las inficionaba un “pecado original” común, a despecho de la variedad y de los distintos matices de pensamiento de los diferentes miembros del movimiento: un relativismo filosófico de fondo, su error fundamental, que resumió así más tarde el decreto Lamentabili del Santo Oficio: «La verdad no es más inmutable de cuanto lo es el propio hombre, como que evoluciona en él, con él y por él» (25). No se trataba, pues, de un asunto de poca monta, dado que el relativismo comportaba necesariamente la ruina completa de los fundamentos de la fe católica (si no hay verdades fijas e inmutables, se desvanece el concepto mismo de dogma) y la consiguiente aniquilación de la Iglesia. Dicho relativismo evolucionista de los modernistas derivaba, a su vez, de la idea que estos últimos se hacían de la religión, la cual, al decir de ellos, brotaba exclusivamente de la conciencia del hombre, (error del inmanentismo). En efecto, toda verdad religiosa era, en su opinión, nada más que un producto de la conciencia individual estimulada por el sentimiento religioso bajo la moción de una “divinidad” vaga e indistinta sobre la cual no puede decir el hombre nada seguro y definitivo. También la religión católica se volvía, en la óptica modernista, nada más que un producto humano, sujeto, pues, a un cambio evolutivo continuo, sin verdades fijadas de una vez por todas. «Así, pues -denunciaba más tarde el Papa San Pío X-, el sentimiento religioso, que brota con ímpetu por la inmanencia vital desde las profundidades del subconsciente, es para los modernistas el germen y la razón de toda religión. Así se explica el origen de cualquier religión, incluso de la sobrenatural: no son más que el desarrollo del susodicho sentimiento. No se crea que la religión católica corra distinta suerte, pues es una más entre todas...» (26). Sobre esa misma base se reducía a los libros de la Sagrada Escritura -los evangélicos inclusive, como es obvio- a ser nada más que una compilación de experiencias puramente interiores nacidas del sentimiento religioso de cada hagiógrafo, lo cual comportaba la negación de la historicidad de los hechos sobrenaturales que se narran en ellos. De hecho, los modernistas degradaban los milagros y las profecías al rango de meros expedientes psicológico-literarios, de meros símbolos, cuyo objeto era inducir a los lectores a tener “fe” en la “divinidad”, en el ámbito de una religiosidad natural vaga e indistinta como ella. Igual de simbólico y no real, como hemos dicho, se volvía el contenido de los dogmas de la fe católica: «Las cosas que la Iglesia nos propone que creamos como dogmas revelados -escribía, p. ej., el capitoste de los modernistas, el abate Alfred Loisy- no son verdades que vinieron del cielo y que la tradición nos conserva en su forma originaria; para el historiador no son otra cosa que una interpretación de hechos de índole religiosa que el pensamiento teológico alcanzó fatigosamente» (27). Una vez aceptados estos presupuestos falsos y puesta la conciencia humana en el centro y en el origen de la religión, los modernistas dieron por fuerza en pensar, llevados de la lógica implacable del error, que todas las religiones son fundamentalmente verdaderas, a despecho de su gran diversidad en punto a doctrinas, ritos y reglas morales. En efecto, consideraban negligibles tales diferencias porque en su sistema se las reputaba por meras envolturas exteriores del sentimiento religioso natural: único, idéntico y común a todos los hombres. «Ahora conviene advertir de inmediato -seguía denunciando San Pío X, en efecto- que, según esta doctrina de la experiencia, unida a la del simbolismo, toda religión ha de considerarse verdadera, incluso la de los idólatras [...] Y, de hecho, los modernistas no niegan, sino que conceden, unos de manera velada y otros abiertamente, que todas las religiones son verdaderas», obra de «genios religiosos a los que llamamos profetas y entre los cuales el más eminente fue Cristo» (28). En esta perspectiva, los modernistas se mostraban también prestos a conceder que la religión católica era la más perfecta, pero no la única verdadera (párese mientes en ello). Este hecho se ha de tener muy presente desde ahora para comprender la de otro modo incomprensible locura ecuménica actual de la jerarquía “conciliar”. Repárese, por último, en una táctica original y particular aplicada por los modernistas y que contribuye a distinguir esta herejía de cualquier otra de cuño “clásico”, a saber, el uso inescrupuloso de la simulación y del lenguaje ambiguo con la mira puesta en permanecer en la Iglesia para cambiarla desde dentro: «Además -escribía San Pío X a este respecto-, ninguno los supera en sagacidad y astucia al usar las innumerables artes que emplean para dañar puesto que se conducen al mismo tiempo como racionalistas y como católicos, y ello con tan sutil simulación como para inducir fácilmente a error a los incautos [...] Obran así deliberada y taimadamente, porque están convencidos de que no hay que destruir a la autoridad, sino influenciarla, y porque necesitan no salir del ambiente de la Iglesia para poder cambiar poco a poco la conciencia colectiva» (29). Se trata de una táctica que cosechó, después de cincuenta años de frenético trabajo subterráneo, el éxito del “vuelco” doctrinal que verificaron los Padres del concilio Vaticano II mediante la adopción de no pocas tesis modernistas, a las que se hizo pasar en seguida, ante el desprevenido “pueblo de Dios”, como una puesta al día necesaria de la Iglesia en consonancia con los míticos tiempos nuevos. Nada tiene de extraño que en este ambiente de apostasía sonriente, después de haber disuelto en sus nieblas gnósticas la jerarquía, los dogmas y los sacramentos, una parte al menos de los modernistas llegara a desear abiertamente, «obedeciendo de buen grado a una señal de sus maestros protestantes», que «se suprimiera en el sacerdocio el mismo sagrado celibato» (30): la clásica guinda en el pastel de todo modernismo -de ayer y de hoy-, que siempre se las echa de “reformador”. La intervención de San Pío X No hacía falta, pues, mucha imaginación para figurarse las consecuencias de la penetración de estas ideas en el clero y el laicado. Sumido en una honda preocupación, el Sumo Pontífice San Pío X denunciaba de la siguiente manera, sin ambigüedad alguna, en su alocución al Consistorio de los cardenales del 15 de abril de 1907, el peligro mortal que corría la Iglesia: «No temía la Iglesia cuando los edictos de los Césares intimaban a los primeros cristianos la orden de abandonar el culto de Jesucristo o morir. Pero la guerra tremenda que le arranca de los ojos lágrimas amarguísimas es la que deriva de la aberración de las mentes que niegan sus doctrinas y repiten en el mundo el grito de rebelión que les valió a los ángeles rebeldes la expulsión del cielo. Y rebeldes son, por desgracia, quienes profesan y difunden de manera subrepticia errores monstruosos sobre la evolución del dogma; sobre el retorno al evangelio puro (esto es, podado, como dicen ellos, de las explicaciones de la teología, de las definiciones de los concilios y de las máximas de la ascética); sobre la emancipación respecto de la Iglesia, pero de una manera nueva, sin rebelarse, para no ser echados fuera, aunque sin someterse tampoco para no faltar a las convicciones propias; y, por último, sobre la adaptación a los tiempos en todo: en el hablar, en el escribir, en el predicar una caridad sin fe, tierna sobremanera con los descreídos, la cual abre a todos, por desgracia, el camino a la ruina eterna. Bien veis si Nos, que debemos defender con todas nuestras fuerzas el depósito que se nos confió, tenemos motivos para angustiarnos ante este ataque, que no es una herejía más, sino el compendio y el veneno de todas las herejías, y que tiende a socavar los fundamentos de la fe y anonadar el cristianismo. ¡Sí! Anonadar el cristianismo, porque la Sagrada Escritura no es ya, para estos herejes modernos, la fuente segura de todas las verdades que pertenecen a la fe, sino un libro vulgar y corriente; la inspiración de los libros santos se reduce para ellos a las doctrinas dogmáticas, aunque entendidas a su modo, y poco se diferencia de la inspiración poética de Homero y Esquilo. Dicen asimismo que la Iglesia es la intérprete legítima de la Biblia, pero sujeta a las reglas de la denominada ciencia crítica, la cual se impone a la teología y la esclaviza. Tocante a la tradición de la Iglesia, por último, todo es relativo y está sujeto a mutaciones, al decir de ellos, con lo que se reduce a la nada la autoridad de los Padres. Y todos estos errores y mil más los propagan en opúsculos, en revistas, en libros ascéticos y hasta en novelas, y los envuelven en ciertos términos ambiguos, en determinadas formas nebulosas, a fin de tener siempre expedita una salida para la defensa con objeto de no incurrir en una condena abierta y prender en sus lazos, con todo, a los incautos». Pocos meses después, San Pío X intervenía con decisión promulgando una serie de documentos condenatorios que se seguían unos a otros con desconcertante rapidez: el decreto Lamentabili sane exitu (3 de julio de 1907), la encíclica Pascendi dominici gregis (8 de septiembre de 1907), el motu proprio Praestantia Scripturae (18 de noviembre de 1907) y el motu proprio Sacrorum antistitum (1 de septiembre de 1910). - El decreto Lamentabili (31) condenaba 65 expresiones extraídas de escritos modernistas, especialmente de las obras de Loisy y Tyrrell, relativas a la interpretación bíblica y los dogmas de fe. Repárese una vez más en la condena de la proposición nº 58, que resume, como ya dijimos, uno de los postulados fundamentales del modernismo de ayer y de hoy: «La verdad no es más inmutable de lo que lo es el hombre mismo, ya que evoluciona en él, con él y por él». - La encíclica Pascendi (32) examinaba después y refutaba detalladamente los fundamentos del modernismo, a los que hicimos referencia antes; es a ella a la que remitimos a cualquiera que desee profundizar en esta materia. En dicha encíclica, que constituye un auténtico tratado, el santo Papa estigmatizaba a los modernistas como «los peores adversarios de la Iglesia», los cuales «no aplican la segur a las ramas o a las yemas, sino a las raíces mismas: la fe y sus fibras más profundas. Y una vez dañada esta raíz de inmortalidad, intentan propagar el virus por todo el árbol, de tal manera, que no hay aspecto de la verdad católica en donde pongan su mano que no traten de corromper» (33). - El Sumo Pontífice decretaba lo siguiente, en el motu propio Praestantia Scripturae, ante la reacción minimizadora de los modernistas, que se daba por descontada (éstos habían comentado las condenas papales con el clásico “no nos atañe”): «Además, para reprimir la creciente audacia de muchos modernistas, que con toda clase de sofismas y artificios se esfuerzan por restar fuerza y eficacia no sólo al decreto Lamentabili sane exitu [...] sino también a nuestra carta encíclica Pascendi dominici gregis [...] renovamos y confirmamos, en virtud de nuestra autoridad apostólica, tanto aquel decreto de la suprema y sagrada congregación del Santo Oficio cuanto esta carta encíclica nuestra, y añadimos la pena de excomunión para quienes los contradigan» (34). Y concluía así: «Una vez tomadas todas estas providencias, encarecemos nuevamente con fuerza a los ordinarios diocesanos y a los superiores de los institutos religiosos que hagan por vigilar con atención a los docentes, sobre todo a los de los seminarios; cuando los hallen embebidos de los errores de los modernistas y partidarios de peligrosas novedades, o los encuentren harto poco dóciles a las prescripciones de la sede apostólica, sea cual fuere el modo de publicación de éstas, prohíbanles tajantemente la enseñanza. De igual modo, excluyan de las sagradas órdenes a los jóvenes sobre los cuales pese la más mínima sospecha de que corren tras doctrinas condenadas o dañinas novedades» (35). El Papa insistía asimismo en los deberes de los obispos tocante al control de los libros, las revistas y los periódicos, «ciertamente difundidos en demasía, que presenten opiniones y tendencias similares a las condenadas en la carta encíclica y en el decreto susocitados; procuren eliminarlos de las librerías católicas, y mucho más de las manos de la juventud estudiantil y del clero. Si eso lo procuran con solicitud, promoverán la verdadera y sólida formación de las almas» (36) (**). - Por último, San Pío X se valía del motu proprio Sacrorum Antistitum (37) para prescribir la obligación de prestar el juramento antimodernista a todos los candidatos al sacerdocio y a todos los presbíteros con cura de ánimas o comprometidos en la enseñanza: una praxis que se mantuvo en vigor hasta 1967, año en que la obligación de prestar dicho juramento fue abolida, obviamente, por Pablo VI. La reacción de los modernistas Ante las condenas de la Santa Sede, los modernistas, como era fácil de prever, se las echaron de víctimas inocentes e incomprendidas del tan presunto cuanto manido “oscurantismo papal”; mas San Pío X había visto bien. Consideremos, p. ej., el caso del abate Loisy, acaso el exponente más emblemático del modernismo. Pues bien, después de su abierta apostasía revelaba cínicamente, en sus memorias, sus auténticas intenciones, que había disimulado hábilmente durante largo tiempo (38): «Soy consciente -confesaba Loisy- de haber echado mano de las mayores astucias para hacer penetrar un poco de verdad en el catolicismo... En efecto, me he abstenido siempre de demostrar „ex professo‟ la falsedad del catolicismo» (vol. II, pág. 455). «Logomaquias metafísicas aparte, yo no creo en la divinidad de Jesús... y reputo la encarnación personal de Dios por un mito filosófico. [...] Si soy algo en religión, soy panteo-positivo-humanitarista antes que cristiano» (vol. II, pág. 397). «Históricamente hablando -revelaba también Loisy-, yo no admitía que Cristo hubiese fundado la Iglesia e instituido los sacramentos; profesaba que los dogmas surgieron gradualmente y que por eso no son inmutables; lo mismo admitía para la autoridad eclesiástica, de la cual hacía un ministerio de educación humana» (vol. II, pág. 168). En cuanto a los modernistas de nuestro país [Italia], reaccionaron de inmediato a las condenas de la Pascendi admitiendo -no en público, como es obvio- que la encíclica había dado en el blanco. Ernesto Bonaiuti, p. ej., tal vez el más conocido al par que el más extremista de los modernistas italianos, reconocía en una carta a un amigo: «Esta tarde sale la encíclica (la “Pascendi”) y es terrible. No he podido ver todo el texto, pero lo que he podido llegar a saber de él basta para comprender que constituye la condena definitiva de nuestras posiciones más firmes en el campo filosófico» (39). También Gallarati-Scotti, sintiéndose herido, evidentemente, en sus convicciones más íntimas, lanzaba su grito de guerra contra la encíclica: «Para mí ésta es una hora de tempestad [...] Yo me siento capaz de sufrirlo todo por la verdad [la “verdad” modernista, obviamente; n. de r.], y no me gusta en el fondo que la encíclica nos obligue a demostrar que estamos prestos a confesar con la acción nuestras convicciones» (40). Públicamente, en cambio, ninguno de los modernistas quiso confesarse defensor de las doctrinas condenadas por la Pascendi, y muchos afirmaron, en resumidas cuentas, que el Papa había exagerado las acusaciones inventando una “doctrina modernista” que ninguno de los novadores había profesado nunca en su conjunto. En realidad, dejando aparte aquellos modernistas que, hipócritamente y por motivos tácticos, usaban «la táctica insidiosa de no exponer sus doctrinas estructuradas orgánicamente, sino desarticuladas, para que parecieran inconexas y poco concretas cuando en realidad eran firmes y consistentes» (41), había otros asimismo que eran más “moderados”. Estos, sin embargo, a diferencia de los “extremistas”, más lógicos, no alcanzaban a ver ni a inferir todas las consecuencias implícitas necesariamente en sus errores de principio, por lo que su pretensión de quedarse a medio camino no habría bastado, debido precisamente a su ilogicidad, para detener el proceso de desintegración de la Iglesia y de la doctrina católica que el modernismo había iniciado. Los principales exponentes del modernismo, sordos a todo requerimiento, fueron alcanzados, uno tras otro, por las censuras canónicas: Tyrrel, p. ej., fue excomulgado en octubre de 1907, después de haber sido expulsado de la Compañía de Jesús; el 7 de marzo de 1908 le tocó el turno al abate Loisy, que apostató abiertamente; el eclesiástico Salvatore Minocchi fue suspendido a divinis en enero de 1908 y ahorcó los hábitos a continuación; en marzo de 1909 fue excomulgado el también eclesiástico Romolo Murri; las obras del Padre Laberthonnière, inclusive el periódico modernista que dirigía (Annales de philosophie chrétienne), fueron puestas en el índice en mayo de 1913 (él se libró de la excomunión mediante una retractación falsa a todas luces, como que sus obras modernistas se publicaron a título póstumo); Ernesto Buonaiuti fue identificado y excomulgado más tarde, primero en 1921 y luego definitivamente en 1924, tras un periodo de sumisión aparente. El movimiento modernista acusó el golpe y sufrió una parada momentánea, pero las enérgicas condenas de San Pío X no tuvieron todos los efectos que era de esperar: cierto descontento y una sorda resistencia se habían difundido, un poco por todas partes, en relación con las directrices del Papa, incluso entre los miembros del episcopado, que no querían comprender la gravedad de la situación y, como de costumbre, buscaban salir del aislamiento cultural, social y político rebajándose a compromisos con el espíritu del mundo. Esta especie de “muro de goma” (situación que hace vano todo esfuerzo de intervención) que se oponía a la acción del Papa permitió a los modernistas sobrevivir y continuar sus actividades, bien que de una manera más cauta y clandestina, hasta el triunfo de sus discípulos en el Vaticano II. Notas del traductor: (*) Sobre las ideas, tácticas y actividades de estos herejes, puede verse la obra "Modernismo y modernistas", del p. Alejandro Cavallanti (versión española del p. Juan Mateos editada en Salamanca por Luis Gil, 1908). Dicho libro, documentadísimo, contiene también refutaciones detalladas de las opiniones modernistas. (**) Incluso, hablando de publicaciones periódicas autodenominadas católicas, pero liberales, he aquí una interesante carta Al padre Cicéri, cura párroco de Casalpusterlengo (Lombardía) Contesto de mi puño y letra su carta del 15 de los corrientes para autorizarle a declarar: 1º. Que gracias a Dios, hasta hoy el Papa está bien; es lo que le permite, como en años anteriores, consagrar cada día más de tres horas a audiencias y al menos otras tres horas a asuntos de las Sagradas Congregaciones y a su Secretaría particular. 2º. Que es amablemente ayudado en el gobierno de la Iglesia, por numerosos y Eminentísimos Cardenales, pero ninguno de ellos se permite hacer en su nombre, una cosa que no sea previamente ordenada por el Papa ó fijada de pleno acuerdo con él. 3º. Que todos los que pretenden que son tres Cardenales los que mandan, son seres incalificables, de los que nunca faltan en la Iglesia; para sustraerse a la sumisión obligatoria quieren persuadirse que no están obligados en conciencia porque no es el Papa el que manda. En cuanto a los periódicos, si predica en contra de los malos y promueve dentro de sus posibilidades los buenos, desaconsejando la suscripción y la lectura de los llamados del trust, haréis vuestro deber de buen sacerdote, y de esta forma no solo haréis lo que quiere el Papa, sino que haréis también lo que exige el sentido común católico. ¿Cómo se puede de hecho, aprobar algunos periódicos que se esconden bajo la etiqueta de católicos porque de vez en cuando relatan las audiencias pontificales y reproducen notas vaticanas, cuando no sólo no dicen ni una sola palabra sobre la libertad y la independencia de la Iglesia sino que además fingen no darse cuenta de la guerra que se le hace; periódicos que no solo no combaten los errores que extravían a la sociedad, sino que añaden su contribución con la confusión de ideas y máximas que se apartan de la ortodoxia, que prodigan incienso a los ídolos del día, alaban libros, empresas y hombres nefastos para la religión? Compadezcamos generosamente (los que son de buena fe) a estos pobres utópicos que creen impedir la lectura de malos periódicos sustituyéndolos por periódicos teóricamente tolerantes, de medias tintas e incoloros, que sin convertir a ninguno de nuestros adversarios (que los desprecian por su sola apariencia de católicos) causan el mayor daño en los buenos: estos últimos buscando la luz encuentran las tinieblas; necesitando alimentos, tragan venenos; en lugar de la verdad y de la fuerza para mantenerse firmemente en la fe, encuentran argumentos para volverse, en un tema tan importante, inconscientes, apáticos e indiferentes. ¡Que daño causan estos periódicos a la Iglesia y a sus almas! ¡ Y en que responsabilidad incurren sobre todo los miembros del clero que los alientan, recomiendan y distribuyen! La verdad no quiere disfraces; nuestra bandera debe ser desplegada; solamente mediante la lealtad y la franqueza podremos hacer un poco de bien, combatidos ciertamente por nuestros adversarios, pero respetados por ellos de manera que conquistemos su admiración, y poco a poco su regreso a la verdad. Estos son mis sentimientos que podrá en cualquier ocasión hacer conocer a los que lo necesiten, diciéndoles que el Papa piensa así, el Papa que le da su Bendición Apostólica. CAPÍTULO 3° HENRY DE LUBAC Y DEMÁS “NEOTEÓLOGOS” Una nueva generación de modernistas salía a escena allá por la década de los treinta y la de los cuarenta. Eran nombres que se volverían después harto conocidos; verbigracia: los dominicos Marie-Dominique Chenu e Yves Congar, así como los jesuitas Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar, a quienes se uniría Karl Rahner más tarde. Elaboraron entre todos una nouvelle théologie (“neoteología”) que hundía sus raíces en el viejo modernismo, pues los neoteólogos estaban también inficionados en gran medida de inmanentismo, subjetivismo y relativismo, exactamente igual que los “viejos” modernistas, con todas las consecuencias imaginables en el campo moral y dogmático. El padre Henri de Lubac, p. ej., tenía asimismo, como sus maestros modernistas, un concepto bastante elástico de la verdad (fue el fundador de la neoteología, por lo que se le considera algo así como el “padre” del concilio Vaticano II y de la nueva iglesia conciliar; de ahí la importancia de sus opiniones). Bien es verdad que era bastante cauto en sus escritos oficiales y se mostraba atento a que su relativismo de fondo no se trasluciera demasiado en ellos, pero en sus escritos privados manifestaba su pensamiento real con más libertad, obviamente, sin las cortinas de humo acostumbradas. Escribía lo siguiente en una carta, p. ej., a su amigo filósofo Maurice Blondel: «[...] El fascículo de las „Recherches de science religieuse‟ que se publica en estos días contiene un artículo del padre Bouillard [un exponente de la “neoteología”; n. de la r.] que impugna bastante vigorosamente las ideas del padre Garrigou Lagrange [adversario de de Lubac; n. de la r.] sobre las nociones conciliares, así como sus opiniones simplistas tocante al carácter absoluto de la verdad. Este artículo, puedo confesárselo, no sólo fue aprobad,sino también deseado desde arriba» (42). Estamos seguros de que de Lubac no habría vacilado en acusar de “opiniones simplistas tocante al carácter absoluto de la verdad” incluso a Nuestro Señor Jesucristo quien, como se sabe, era un tanto intransigente al respecto... Y entonces, dadas estas premisas, nada tiene de extraño que de Lubac considerara los dogmas de la fe todo lo contrario de absolutos, a juzgar por el resumen que dio de su pensamiento un hermano suyo de orden, el padre M. Flick, S. J.: «Su afirmación principal [la de de Lubac] parece ser ésta: no es necesario que las creencias ulteriores de la Iglesia deriven lógicamente de lo que ella ha creído siempre, de manera explícita, desde los primeros siglos» (43). Así, pues, según de Lubac, el magisterio de la Iglesia puede enseñar hoy tranquilamente incluso lo opuesto de lo que enseñó hasta ayer, así como mudar periódicamente de ideas siguiendo, a la manera modernista, la inspiración de la famosa conciencia humana, o sea, las fantasías de los varios de Lubac de turno. Para completar su obra, de Lubac había presentado en un libro suyo lo que pensaba sobre la relación que media entre la gracia sobrenatural y la naturaleza humana (Surnaturel), que se publicó en 1946). Dicha obra inició la reacción de los teólogos católicos, que culminó en la condena oficial de las ideas de aquél mediante la encíclica Humani generis. De nada le valió a de Lubac su acostumbrada ambigüedad ni su pose de víctima incomprendida: se advertía que en dicha obra consideraba que la gracia sobrenatural se la debe Dios al hombre necesariamente, en cuanto que es una parte constitutiva de la misma naturaleza humana. Recordemos, para quien no se haya hecho cargo de la gravedad de la cuestión, que de la afirmación de de Lubac sobre la relación entre la gracia y la naturaleza se seguía necesariamente la demolición del dogma del pecado original, en el sentido en que lo entiende la Iglesia, y la completa vanificación de la revelación, la redención y la misión de la Iglesia misma, que pasaban a ser realidades puramente accesorias, relativas en grado superlativo, como que la afirmación de marras presuponía una humanidad que no había perdido de hecho el estado de gracia y que, por ende, era también “autosuficiente” tocante al conocimiento de Dios y la salvación eterna. Pero -hecho significativo v revelador del fondo gnóstico de la nouvelle théologie-, el Padre de Lubac no ocultaba su simpatía por esa auténtica gnosis que es el budismo, y confesaba, pese a sostener la «extraordinaria unicidad del hecho cristiano», que: «Me había atraído siempre el estudio del budismo, pues lo considero el hecho humano más grande bien por su originalidad, ya por su multiforme difusión a través del tiempo y el espacio, ora por su profundidad espiritual» (44) (a propósito, ¿cuál es la imagen más emblemática y repetida del famoso “encuentro interreligioso de oración” que se celebró en Asís, en el 1986? Será una casualidad, pero es precisamente la del abrazo de Juan Pablo II, seguidor entusiasta de la nouvelle théologie, con el ... Dalai Lama, a quien se colocó para esa ocasión ni más ni menos que a la izquierda del Papa...). De Lubac y sus “amigos” Como quiera que sea, los amigos y discípulos de de Lubac no le iban a la zaga a su “maestro” en punto a relativismo evolucionista. * El padre Hans Urs von Balthasar, p. ej., anticipaba buena parte de los errores del concilio Vaticano II en su librito Derribar los bastiones -ya el título era todo un programa-, y sostenía que la tradición dogmática de la Iglesia había que entenderla en sentido vitalista-modernista: «La tradición -escribía, en efecto, von Balthasar- [...] no puede ser sino esto: dejarse llevar por la fuerza espiritual de la generación anterior para acercarse al misterio de manera vital (una verdad que no fuese vital o que no pudiese volverse tal no sería verdad)». Y precisaba lo siguiente, sólo para evitar malentendidos: «La verdad de la vida cristiana es en esto como el maná del desierto: no se la puede poner aparte y conservar: hoy está fresca; mañana, marchita» (45). De este relativismo filosófico y dogmático de fondo derivaban luego, necesariamente, con necesidad lógica, todos los demás errores y herejías que proponía von Balthasar en la obra susomentada y que imperan hoy en la “Iglesia conciliar”: el ecumenismo, la apertura al mundo, la proyectada aniquilación del primado jurisdiccional del Papa en la que él denominaba «iglesia petrina-mariana-joánica», la disolución de la Iglesia católica y romana en la anhelada iglesia “católica” mundialista que se nos avecina, etc., etc. Por último, von Balthasar sostuvo también en el postconcilio la tesis de un infierno “vacío”. No nos sorprende. * La misma música tocaba asimismo el padre Henri Bouillard, jesuita, también de la nidada de de Lubac, que sentenciaba, serenísimo: «Cuando el espíritu evoluciona, una verdad inmutable no se mantiene más que en virtud de una evolución simultánea y correlativa de todas las nociones [...] Una teología que no fuese actual sería una teología falsa» (46). * Al mismo tiempo, otro jesuita, el padre Gaston Fessard, ironizando sobre la, según él, «bendita modorra que protege al tomismo (canonizado, sí, pero también „soterrado‟, como decía Peguy)» (47), atacaba frontalmente, por su parte, la filosofía y la teología de Santo Tomás, que la Iglesia había favorecido siempre en tanto que baluartes contra toda herejía (cf. canon 1366, n. 2 del Codex Iuris Canonici de 1917). Hay que poner de relieve, por último, el papel absolutamente fundamental que desempeñaron, en el desarrollo de la nouvelle théologie, dos de los principales amigos de de Lubac, “maestros” suyos “de pensamiento” asimismo, el filósofo Maurice Blondel y el jesuita Pierre Teilhard de Chardin. Para enmarcar la persona y las ideas de Maurice Blondel, modernista pertinaz y colaborador de la revista modernista del Padre Laberthonnière, bastará referir aquí lo que escribía en el ya lejano 1906: «A la abstracta y quimérica adaequatio rei et intellectus (la adecuación de la mente con el objeto conocido), sustituye la investigación metódica de este derecho: la adaequatio realis mentis et vitae (la adecuación real del intelecto con la vida)» (48). Lo cual significaba, traducido al lenguaje del vulgo de los mortales, que la verdad -y, por ende, también la verdad religiosa- no es algo exterior al hombre, que ha de comprenderse con la inteligencia -cosa que Blondel define como quimérica-, sino algo que sólo se puede sentir modernísticamente al reflexionar sobre los íntimos movimientos vitales de la conciencia humana, la cual, es obvio, se halla en perpetua evolución. Blondel se movía, pues, en pleno inmanentismo, y en su seno había desarrollado una apologética propia, basada precisamente en el método de inmanencia, en la cual el cristianismo entero terminaba por fundamentarse en experiencias puramente interiores, al paso que los motivos externos de credibilidad de la revelación -los milagros, p. ej.- se disolvían en las nieblas del subjetivismo: «Si vamos al fondo del asunto -escribía Blondel, en efecto-, no cabe duda de que en el milagro nada hay de más respecto al más insignificante de los hechos ordinarios; pero tampoco en el más ordinario de los hechos hay algo de menos respecto del milagro» (49). Resultaba de ahí que si todo es milagro, nada lo es ya en realidad. Y, de hecho, para Blondel los milagros son tan “invisibles”, que sólo puede percibirlos quien... sea ya creyente: «Los milagros, pues, sólo son milagros a los ojos de los que están ya dispuestos a reconocer la acción divina en los acontecimientos y en los actos más corrientes» (ibidem). Esto es suficiente para comprender a qué clase de “fe” conducía tamaña “apologética”, que, por lo demás, fue condenada más tarde por la encíclica Pascendi (50). Por otro lado, Blondel no se sentía con la conciencia lo que se dice tranquila, y temía ser descubierto y caer así bajo las censuras de la Iglesia. Unos años después, en efecto, en una carta a su amigo de Lubac, Blondel desveló la táctica hipócrita, típica de los modernistas, que había empleado para esquivar la vigilancia de las autoridades eclesiásticas: «Cuando hace más de 40 años afronté problemas para solucionar los cuales no estaba yo lo bastante aparejado, reinaba un extrinsecismo intransigente [el realismo de la filosofía de Santo Tomás, que gozaba del sostén del magisterio de la Iglesia; n. de la r.], y si yo hubiese dicho entonces todo lo que, según usted, habría sido deseable que dijera, habría creído pecar de temerario y habría comprometido todo el esfuerzo que había que realizar, toda la causa que había que defender, al incurrir en censuras casi inevitables y ciertamente retardatarias. Era menester hallar el tiempo necesario para que madurase mi pensamiento y se amansaran los espíritus rebeldes [es decir, el Papa, el Santo Oficio y los teólogos fieles a la Santa Sede; n. de la r.] No ignora usted las dificultades, los riesgos -presentes todavía-, en medio de los cuales yo seguía un plan cuya ejecución volvían aún más gravosa los problemas de salud y los compromisos profesionales, o las mismas invitaciones a la prudencia y a la espera que recibía en los consejos que se me prodigaban» (51). El otro amigo y “maestro” de de Lubac, el padre Pierre Teilhard de Chardin, era autor, en cambio, de un nuevo sistema filosófico-religioso panevolucionista, una especie de híbrido darwino-hegeliano al que consideraba nada menos que “la religión del futuro”, un “metacristianismo” (52) destinado a destruir a la Iglesia católica por conducto de la sistemática reinterpretación de sus dogmas en clave gnóstica. Según el sistema del padre Teilhard, que nacía de un entusiasmo personal suyo por la mítica teoría evolucionista darwiniana (porque de un mito se trata), la materia inorgánica evolucionó hacia la orgánica, mientras que esta última alcanzó su estadio más alto con el hombre, cuya alma no era más que el fruto espontáneo de una evolución ulterior de la materia. Pero el proceso no debía pararse ahí, sino continuar inexorablemente, en la saga de ciencia-ficción ideada por Teilhard, hasta que la humanidad alcanzara un nivel “sobrehumano”, de manera que se “cristificara” en lo que él denominaba «punto omega», un «Cristo cósmico» entendido en sentido panteísta: «Yo creo que el universo es una Evolución -sintetizaba así de Chardin su pensamiento-. Creo que la Evolución va hacia el Espíritu. Creo que el Espíritu termina en algo Personal. Creo que lo Personal supremo es el Cristo Universal» (53). Y además: «Lo que va dominando mi interés y mis preocupaciones interiores [...] es el esfuerzo por establecer en mí, y por difundir en derredor mío, una nueva religión (llamémosla un cristianismo mejor, si quiere usted), en la que el Dios personal cesa de ser el gran propietario „neolítico‟ de antaño para hacerse el alma del Mundo exigida por nuestro estadio cultural y religioso» (54). «No hay, en concreto, ni Materia ni Espíritu: sólo existe la Materia que se hace Espíritu. No hay en el Mundo ni Espíritu ni Materia: el „Tejido del Universo‟ es el Espíritu-Materia. Sé muy bien que a esta idea [...] se la ve como un monstruo híbrido [...] pero sigo convencido de que las objeciones que suscita dependen del hecho de que pocos se deciden a abandonar un punto de vista antiguo para correr el albur de asumir una noción nueva» (55). Todo eso no podía dejar de desembocar en una apostasía abierta de la fe: «Si yo llegara a perder mi fe en Cristo más adelante como consecuencia de alguna crisis interior -había escrito ya, en efecto, el Padre Teilhard en 1934-, a perder mi fe en un Dios personal, mi fe en el Espíritu, me parece que continuaría creyendo invenciblemente en el Mundo. El Mundo (el valor, la infalibilidad y la bondad del Mundo), tal es, en último análisis, la primera, la última y la única cosa en la que yo creo. Es por esta fe por la que vivo. Y es a dicha fe, así lo siento, a la que me abandonaré en el momento de morir, por encima de cualquier duda [...] Yo me abandonaré a la fe confusa en un Mundo único e Infalible, me lleve a donde me lleve» (56). Como para los demás neomodernistas de la nouvelle théologie, la idea del padre Teilhard era la de seguir anidado, como un virus mortal, en el seno de la “vieja” Iglesia católica, con un objetivo bien definido: el de vaciarla desde dentro para transformarla luego en una “superiglesia” ecuménica en el sentido más amplio del término. Con razón el filósofo Etienne Gilson, que había conocido en persona al padre Teilhard, efectuaba la siguiente denuncia: « [...] Esto me devuelve a la duda que me consume: ¿fue Teilhard de Chardin nada más que un incoherente, o fue, por el contrario, el más disimulado de los heresiarcas, el de mayor doblez, lúcidamente consciente de lo que estaba haciendo y resuelto a gangrenar la Iglesia desde dentro sin dejar de pertenecer a ésta? Naturalmente, lo que yo llamo pudrir a la Iglesia significaba para él renovarla; puede que significara proceder a efectuar una reforma en comparación de la cual, como dice él mismo, resultaría superficial la que realizó la doctrina del Verbo en el siglo II de nuestra era. Había un orgullo luciferino en este designio. Era el triunfo del naturalismo y del secularismo que medran en nuestro tiempo» (57). Ni qué decir tiene que esta acusación se habría podido extender tranquilamente también a los demás exponentes de la nouvelle théologie, cuyo espíritu se sentía menos inclinado a la “ciencia-ficción”, ciertamente, pero se hallaba embebido de todos modos, como vimos, de inmanentismo, subjetivismo y evolucionismo en materia dogmática. Resultará interesante asimismo saber que el padre Henri de Lubac, el “padre del Vaticano II”, fue también el propagandista más empedernido y entusiasta, en el ámbito católico, del “pensamiento” de su amigo Teilhard (debidamente filtrado, claro está). Una propaganda machacona en favor de las ideas del padre Teilhard de Chardin, obra de los ambientes en que se cultivaba la “neoteología”, se llevó a cabo entre la intelligentsia católica, especialmente desde la última postguerra hasta el comienzo del concilio Vaticano II, con efectos devastadores, que se volvieron luego harto visibles y palpables, durante el concilio Vaticano II y después de éste, en la actitud de muchos teólogos y de multitud de miembros influyentes de la jerarquía, ya de suyo inclinados a ceder ante el mito del progreso, la modernidad y la apertura al mundo. Otro conocido exponente de la “neoteología” era el padre Karl Rahner, teólogo jesuita y, más tarde, uno de los peritos más influyentes del Vaticano II. Para comprender su persona e ideas deberían bastar las citas siguientes, que tomamos de algunas publicaciones suyas las cuales, aunque algo posteriores al Vaticano II, desvelan ad abundantiam lo que ya incubaba en su alma con anterioridad a éste: «La naturaleza efectiva no es una „pura naturaleza‟ -escribía Rahner, en efecto, a la zaga de de Lubac-, sino una naturaleza en el orden sobrenatural, del cual el hombre no puede salir ni aunque sea incrédulo y pecador» (58). Lo anterior constituye la base de la tesis rahneriana de los “cristianos anónimos” (según la cual todos los hombres son cristianos, aunque no lo sepan ni lo quieran) y, por ende, de la doctrina de la salvación universal: un modo elegante, en resumidas cuentas, de eliminar “suavemente y con soltura”, por vía de eutanasia, a la santa Iglesia católica. Sigamos leyendo a Rahner: «No cabe duda de que se puede intentar ver la unio hypostatica en la línea de este perfeccionamiento absoluto de lo que es el hombre» (59). Así, pues, al decir del teólogo más aclamado del concilio Vaticano II, la unio hypostatica -es decir, la encarnación del Verbo divino-, fue tan sólo una fábula: Nuestro Señor Jesucristo no pasó de ser un hombre cualquiera, aunque llegó a una perfección tan alta que se hizo Dios... Y además: «El dogma [de la Inmaculada Concepción] no significa en manera alguna que el nacimiento de un ser humano se acompañe de algo contaminante, de una mácula, y que, por eso, María santísima tuvo que haber gozado de un privilegio para evitarla» (60). Aquí Rahner negaba tanto el dogma del pecado original (y, por ende, la necesidad de la redención, de la Iglesia y del bautismo) cuanto el sentido auténtico del dogma de la Inmaculada, con el cual el bienaventurado Pío IX definió precisamente que la santa madre de Dios «fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente» (61). La marca infalible de la herejía En resumidas cuentas, el naturalismo y el relativismo de los neoteólogos -con de Lubac a su cabezatampoco se limitaba, a semejanza de los “viejos” modernistas, a negar una u otra verdad de fe, sino que tocaba las mismas raíces sobrenaturales de la Iglesia y terminaba por destruirla por vía de inflación, esto es, por conducto de su identificación progresiva con toda la humanidad. Sin embargo, lo que más sorprende en este rehervir de fermentos malsanos en los ambientes modernistas es, sin duda, la soberbia de estos sedicentes “reformadores”, que se funda en la pretensión de haber redescubierto nada menos que el “cristianismo auténtico” (que la “vieja” Iglesia había perdido por el camino, a lo que parece, a lo largo de los siglos): «Saludo ante todo por anticipado su gran obra sobre lo sobrenatural -escribía Blondel, en efecto, a de Lubac en 1945-, porque aunque es útil y hasta necesario destruir los errores, es más importante aún exponer a fondo la verdad del cristianismo auténtico...» (62). Le hacía eco su amigo de Lubac, que el 16 de marzo de 1946, mientras estaba en prensa su libro Surnaturel, escribía a Blondel que la obra, si bien llegaba con retraso, supondría de todos modos «una victoria, que no es tanto la de usted cuanto la del Cristianismo auténtico» (63) (y, mire usted qué casualidad, ¿qué otra cosa pretenden hoy los sostenedores del concilio Vaticano II sino precisamente el haber descubierto al fin, después de dos mil años, el “cristianismo auténtico”?). Es ésta una pretensión que se repite como una especie de constante en la historia de las herejías, una marca infalible de reconocimiento de todo hereje: desde los gnósticos de los siglos II-III hasta los cátaros medievales; desde Arrio de Alejandría hasta Martín Lutero; desde Nestorio a los modernistas y los “neoteólogos”: todos, sin faltar uno, se hicieron pasar, precisamente, por redescubridores y restauradores del “verdadero cristianismo”. «El Señor [...] dispersó a los que se engríen en los pensamientos de su corazón» (64). Tampoco la condena oficial posterior de la nouvelle théologie por parte del Sumo pontífice servirá de hecho para doblegar la orgullosa presunción de los neoteólogos, ni para hacerles desistir de sus planes de supuesta reforma de la Iglesia. El influjo de los neoteólogos en la “Iglesia del Vaticano II” Se habrá notado que con esta rápida panorámica hemos querido evidenciar, sobre todo, el naturalismo, el relativismo y el evolucionismo tocante al dogma de los “neoteólogos” -aunque limitándonos para ello a efectuar breves sondeos aquí y allá en las arenas movedizas de la “neoteología”-, porque constituyen la fuente de todas sus demás desviaciones doctrinales y, en especial, de la tragedia del Vaticano II y del desastre postconciliar. No pocos de los ya citados exponentes de la neoteología, juntos con otros que mencionaremos en lo sucesivo, llegaron a ser de hecho los teólogos-guía de los Padres conciliares durante los trabajos del concilio Vaticano II, al cual se le denominó por dicho motivo, y con razón, el “concilio de los teólogos” (65). El resultado es que los católicos se están muriendo, sin que se den cuenta siquiera de ello, de neoteología (es decir, en último análisis, de blondelismo y de teilhardismo astutamente filtrados), cuyo espíritu, que pasó a los documentos conciliares y al magisterio postconciliar, impregna hoy a buena parte de la jerarquía y se difunde a manos llenas en los cursos teológicos de formación para el clero y para los denominados “laicos comprometidos”. ¿Las pruebas? He aquí unas cuantas por ahora: 1) «Blondel está en su casa en la universidades y facultades católicas», recalcaba el padre Xavier Tilliette. S. I., “neoteólogo”, en un artículo que celebraba a Blondel en La Civiltá Cattolica del 4-IX1993; y precisaba lo siguiente: «La universidad gregoriana -bajo el impulso, hasta hace poco, de monseñor Peter Henrici [sobrino de Urs von Balthasar]- no es la menos afecta al filósofo de Aquisgrán» (l.c., pág. 389). Más tarde, el propio Papa Juan Pablo II remitió una carta elogiosa, firmada de su puño y letra, con ocasión del centenario de la obra principal de Blondel (L'Action), en la que exaltaba su figura de esta guisa: «al recordar la obra pretendemos ante todo honrar a su autor, que supo hacer coexistir, en su vida y en su pensamiento, la crítica más rigurosa [...] con el catolicismo más autentico...» (66). 2) En cuanto al padre Teilhard de Chardin, el propio Osservatore Romano publicaba en primera página una carta expedida por la Secretaría de Estado en nombre de Juan pablo II y firmada por el cardenal Casaroli, con fecha de 12 de mayo de 1981 (el día anterior al del atentado de la plaza de San Pedro), que se había remitido al director a la sazón del Institut Catholique de París, monseñor Poupard (hoy también cardenal, como es obvio), con ocasión de la celebración del nacimiento de aquel jesuita apóstata: una carta en la que se exaltaba «la estupenda resonancia de sus investigaciones, junto con la irradiación de su personalidad y la riqueza de su pensamiento», y en la que se le definía como «un hombre aferrado a Cristo en el fondo de su ser, que cuidaba de honrar al mismo tiempo la fe y la razón, con lo que respondía así, como por anticipado, al llamamiento de Juan Pablo II: „No tengáis miedo; abrid, desatrancad para Cristo las puertas, los inmensos espacios de la cultura, de la civilización, del desarrollo‟» (L'Osservatore Romano, 10 de junio de 1981). Y pese a que la reacción de un grupo de cardenales constriñó al mismo diario oficioso de la Santa Sede a atemperar más tarde los encomios de esta carta increíble, el hecho no deja de ser altamente significativo. 3) Como si no bastara, su amigo y discípulo, el padre Henri de Lubac, S. J., fue creado a continuación ni más ni menos que cardenal, y recibieron la púrpura cardenalicia junto con él otros exponentes punteros de la nouvelle théologie: Jean Daniélou, Hans Urs von Balthasar e Yves Congar, así como otros “amigos” suyos (precisamente su gnóstica nouvelle théologie, otrora condenada por el Papa Pío XII, había llegado a ser, según el acreditado juicio del ya mentado padre Henrici, S. J. -sobrino de von Balthasar, ex docente de la Gregoriana y obispo en la actualidad, como es natural-, nada menos que «la teología oficial del Vaticano II» y, por ende, también la de la actual “jerarquía conciliar”). CAPÍTULO 4° EL PAPA PIO XII CONDENA LA NOUVELLE THEOLOGIE El cardenal Eugenio Pacelli, que había sido elegido Sumo Pontífice en 1939 con el nombre de Pío XII, perfectamente consciente de las consecuencias letales que se derivarían para la Iglesia si los neoteólogos se alzaran con el poder en ella, intervino con decisión para condenar, en nombre de la misma, tanto la nouvelle théologie cuanto a sus propagadores. Ya en un discurso que pronunció el 17 de septiembre de 1943, en el capítulo general de los jesuitas, el Papa había puesto en guardia a los padres capitulares contra una «nueva teología, que evoluciona junto con la evolución continua de todas las cosas, semper itura, numquam perventura [“siempre en camino hacia la verdad- sin alcanzarla jamás”]»; y había añadido estas palabras proféticas: «Si se abrazara tal opinión, ¿qué habría que hacer con la inmutabilidad de los dogmas?, ¿qué se haría e la unidad y de la estabilidad de la fe?» (67). Más o menos lo mismo dijo también más tarde Pío XII ante los padres dominicos, que estaban reunidos asimismo en capítulo general, en un discurso en el que corroboraba, como antídoto contra el neomodernismo, la obligación de no apartarse de la doctrina de Santo Tomás de Aquino, a tenor de lo prescrito por el canon 1366, n. 2, del Código de Derecho Canónico (de 1917, entonces en vigor) (68). Sin embargo, los efectos de esta denuncia fueron casi nulos, lo que confirmaba la profundidad de la infección neomodernista en el mundo de la intelligentsia católica, por lo que el Papa decidió intervenir de una manera oficial y definitiva con la publicación de la Humani generis (69). En esta gran encíclica, que puede considerarse el tercer Sílabo contra los errores de la época moderna (después del Sílabo, con la encíclica Quanta cura, del bienaventurado Pío IX, y del decreto Lamentabili, con la Pascendi, de san Pío X), el Papa condenaba severamente «algunas opiniones falsas que amenazan con derruir los cimientos de la doctrina católica» (70), aunque sin nombrar de manera explícita y particular a sus sostenedores. Se condenaban sobre todo los siguientes errores de la nouvelle théologie: a) Espíritu subjetivista y antiescolástico. Contra los ataques a la filosofía escolástica de parte de Blondel, de Lubac y compañía, quienes querían sustituirla por las corrientes filosóficas modernas, en especial por la “neofilosofía” inmanentista y subjetivista blondeliana, el Sumo Pontífice corroboraba que la filosofía escolástica «es ya como un patrimonio heredado de las precedentes generaciones cristianas, y que, por consiguiente, goza de una autoridad de orden superior, por cuanto el mismo Magisterio de la Iglesia ha utilizado sus principios y sus principales asertos, manifestados y definidos lentamente por hombres de gran talento, para comprobar la misma revelación divina». Y continuaba diciendo: «Esta filosofía, reconocida y aceptada por la Iglesia, defiende el recto y verdadero valor del conocimiento humano, los inconcusos principios metafísicos [...] y, finalmente, sostiene que se puede alcanzar la verdad cierta e inmutable» (71). Por eso, proseguía, «se puede reforzarla [la filosofía] con expresiones más eficaces, despojarla de ciertos modos escolásticos menos idóneos, enriquecerla cautelosamente [...] pero nunca es lícito derribarla, o contaminarla con principios falsos, o estimarla sólo como un gran monumento, pero ya en desuso. Pues la verdad y su expresión filosófica no pueden cambiar con el tiempo...» (72). Y entonces, agregaba el Papa, «si bien se examina cuanto llevamos expuesto, se comprenderá fácilmente por qué la Iglesia exige que los futuros sacerdotes sean instruidos en las disciplinas filosóficas „según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico (CIC, can. 1322, 2)‟ [...] su doctrina es eficacísima para asegurar los fundamentos de la fe y para recoger de modo útil y seguro los frutos del sano progreso» (73). «Es, pues, altamente deplorable que hoy día algunos desprecien una filosofía que la Iglesia ha aceptado y aprobado, y que descaradamente la motejen de anticuada en su forma y de racionalista, así dicen, en sus procedimientos» (74). Y concluía: «No habría, ciertamente, que deplorar tales desviaciones de la verdad si aun en el campo filosófico todos mirasen con la reverencia que conviene al Magisterio de la Iglesia, al cual corresponde por divina institución no sólo custodiar e interpretar el depósito de la verdad revelada, sino también vigilar las disciplinas filosóficas para que los dogmas católicos no sufran detrimento alguno de las opiniones no rectas» (75). Pero, por desgracia, como había recalcado antes, «Nos consta, sin embargo, que no faltan hoy quienes, como en los tiempos apostólicos, amando las novedades más de lo debido y también temiendo que los tengan por ignorantes de los progresos de la ciencia, intentan sustraerse a la dirección del sagrado Magisterio, y por este motivo corren peligro de apartarse insensiblemente de la verdad revelada y hacer caer a otros consigo en el error» (76). b) Relativismo dogmático. Seguía la condena de los “neoteólogos” en globo: «En cuanto a la teología, lo que algunos pretenden es disminuir lo más posible el significado de los dogmas, y librarlos de la manera de hablar tradicional ya en la Iglesia y de los conceptos filosóficos usados por los doctores católicos a fin de volver, en la exposición de la doctrina católica, a las expresiones empleadas por la Sagrada Escritura y por los Santos Padres. Esperan que así el dogma, despojado de elementos que llaman extrínsecos a la revelación divina, se pueda comparar fructuosamente con las opiniones dogmáticas de los que están separados de la unidad de la Iglesia, y por este camino se llegue, poco a poco, a la asimilación del dogma católico con las opiniones de los disidentes... Creen que, reducida la doctrina católica a tal condición, se abre también el camino para conseguir, según lo exigen las necesidades modernas, que el dogma se formule con las categorías de la filosofía moderna, ya se trate del inmanentismo, o del idealismo, o del existencialismo, o de cualquier otro sistema» (77). «Algunos más audaces afirman -proseguía el Papa- que esto se puede y se debe hacer también por la siguiente razón: porque, según ellos, los misterios de la fe nunca se pueden significar con conceptos completamente verdaderos, mas sólo con conceptos aproximativos y que cambian de continuo, por medio de los cuales la verdad se indica, sí, en cierta manera, pero también por fuerza se desfigura»; al decir de éstos, es menester que la teología, «según los diversos sistemas filosóficos que le sirven de instrumentos en el decurso del tiempo, vaya sustituyendo los antiguos conceptos por otros nuevos; de suerte que en maneras diversas y hasta cierto punto opuestas, pero, según ellos, equivalentes, haga humanas aquellas verdades divinas» (78). «De lo dicho es evidente -concluía el Sumo Pontífice- que estos conatos no sólo llevan al relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen; y, por cierto, más que sobradamente lo favorece el desprecio de la doctrina tradicional y de los términos con que se expresa» (79). ¿Qué proponían de hecho los neoteólogos en sustitución de la teología escolástica? Nada más que «nociones hipotéticas y expresiones vagas y fluctuantes de una moderna filosofía, las cuales, a semejanza de la hierba de los campos, hoy son y mañana se secan; así se hace al propio dogma semejante a una caña agitada por el viento» (80). c) Lo “sobrenatural naturalizado” de de Lubac. «Otros desvirtúan el concepto de gratuidad del orden sobrenatural, como quiera que opinan que Dios no puede crear seres inteligentes sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica» (81). d) El falso ecumenismo y la consiguiente disolución de la Iglesia católica romana. Antes aún, Pío XII había identificado y condenado, como error gravísimo, causa de la ruina de la fe católica, el ecumenismo irénico que subyacía a la neoteología -y que impera hoy en la Iglesia, obviamente-: «Pero algunos de ellos, arrebatados de un imprudente „irenismo‟ -escribía el Papa, en efecto-, parece que consideran como óbice para restablecer la unidad fraterna lo que se funda en las mismas leyes y principios dados por Cristo y en las instituciones por Él fundadas, o lo que constituye la defensa y el fundamento de la integridad de la fe; cayendo lo cual se unirían, sí, todas las cosas, mas sólo en la común ruina» (82). Y precisaba a este respecto: «Algunos no se consideran obligados a abrazar la doctrina que expusimos en la encíclica Mystici Corporis hace algunos años, y que está fundada en las fuentes de la revelación, según la cual el cuerpo místico de Cristo y la Iglesia católica romana son una sola y misma cosa. Reducen a una vana fórmula la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna» (83). Errores todos siempre condenados, pero que hoy los propone la “jerarquía conciliar”, como documentaremos más adelante. El Sumo Pontífice concluía con estas severísimas palabras luego de haber elencado otros gravísimos errores (tocante a la inerrancia bíblica, la Santísima Eucaristía, el evolucionismo, el poligenismo y otros asuntos, para los cuales remitimos al lector al texto integral de la encíclica): « [...] sabemos también que tales opiniones nuevas pueden atraer a los incautos, y por lo mismo preferimos poner remedio a los comienzos que esperar, para administrar la medicina, a que la enfermedad esté ya encallecida. Por lo cual, después de meditarlo y considerarlo largamente delante del Señor, para no faltar a nuestro sagrado deber, mandamos a los obispos y a los superiores religiosos, onerando gravísimamente sus conciencias, que procuren con la mayor diligencia que ni en las clases, ni en las reuniones, ni en escritos de ningún género, se expongan tales opiniones en modo alguno ni a los clérigos ni a los fíelos cristianos» (84). Cuanto a los docentes de los institutos eclesiásticos -terminaba el Papa-, «sepan [...] que no pueden en conciencia ejercer el oficio de enseñar que se les confió si no acatan religiosamente las normas que hemos dado y si no las cumplen escrupulosamente en la formación de sus discípulos [...]. Esfuércense con todo aliento y emulación por hacer avanzar las ciencias que profesan; pero guárdense asimismo de traspasar los límites establecidos para salvaguardar la verdad de la fe y de la doctrina católica» (85). La proscripción de los “neoteólogos” «Recuerdo que unos meses después de la Humani Generis -contó muchos años después el padre Spiazzi, O.P., docente del Angelicum de Roma-, al referirme a ella en una audiencia con Pío XII, le oí decir a éste: „De no haber intervenido a tiempo, se podría haber llegado a un punto en que no habría quedado ya en pie casi nada‟» (86). La publicación de la encíclica, aunque gozó de cierta resonancia, con todo, no logró detener el avance de los neoteólogos; sin embargo, su valor fundamental consistió, y sigue consistiendo, en ser el documento oficial de la condena definitiva, por parte del magisterio de la Iglesia, de la nouvelle théologie y de sus partidarios, por lo que constituye, asimismo, la condena anticipada e igualmente definitiva del actual “nuevo rumbo” eclesial. Como quiera que fuera, se tomaron algunas medidas y se practicaron algunas “depuraciones”, que von Balthasar recordó así más tarde: «Se abrigaban sospechas sobre él [el padre de Lubac] ya antes de la publicación de Surnaturel (1946); [...] el padre Garrigou-Lagrange llamaba a las armas contra de Lubac y sus amigos al grito de „¡Nouvelle Théologie!‟ (1946); el Papa atacaba airado [¡sic!]; L'Osservatore Romano reproducía el discurso papal; el Padre General Janssens primero se comportó lealmente con de Lubac, pero luego, cuanto más aumentaban los ataques desde todos los países, más diplomático se volvía su comportamiento. En el interín, se procedía a desenterrar lo que podía parece sospechoso también en otras obras de de Lubac (Sobre el conocimiento de Dios, Corpus Mysticum, así como el libro sobre Orígenes). Con la Humani Generis el rayo descargó en el escolasticado lionés, y se designó a de Lubac como el principal chivo expiatorio. Los diez años siguientes fueron un calvario para de Lubac, que fue exonerado de la enseñanza, expulsado de Lyon y empujado de un lugar a otro. Sus libros, difamados, se quitaron de las bibliotecas de la Compañía de Jesús y se retiraron del comercio [...] El cambio se verificó muy lentamente [...] Vinieron palabras de ánimo y adhesión del arzobispo Montini (él fue quien, más tarde, una vez que a ser el Papa Pablo VI, insistió para que de Lubac hablase sobre Teilhard de Chardin en la clausura del congreso tomista, en la gran sala de la cancillería). Pero durante algunos años siguió habiendo aún nubes impenetrables en torno a la cumbre, nubes que no se disiparon ni siquiera cuando fue elegido para el Instituto de Francia, hasta que, por último, Juan XXIII lo nombró consultor de los trabajos preparatorios [del concilio Vaticano II; n. de la r.] de la Comisión Teológica junto con el padre Congar. Este hecho mudó el rumbo de los acontecimientos» (87). La cosa no puede dejar de sorprender. En efecto, a los neoteólogos Marie-Dominique Chenu e Yves Congar se les había alejado ya de la enseñanza cuatro años antes de la Humani Generis, y ahora le tocaba el turno a de Lubac. Pero he aquí que, increíblemente, según nos informa von Balthasar, y con una indiferencia absoluta para con las condenas de la Santa Sede, “a continuación [...] vinieron palabras de ánimo y adhesión del arzobispo Montini” para los gnósticos neoteólogos. El “arzobispo Montini”, sin embargo, como subrayaba von Balthasar, “llegó a ser” más adelante “el Papa Pablo VI”: un hecho que contribuye a explicar muchas cosas, y que nos obliga a examinar más de cerca su persona e ideas. Monseñor Giovanni Battista Montini Nacido en 1897 y ordenado sacerdote en 1920, el futuro “arzobispo Montini”, que aún estaba a los inicios de su carrera eclesiástica, trabajaba como redactor de los borradores en la Secretaría de Estado, y desempeñaba también de paso el cargo de asistente eclesiástico de la FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana). Pero el cardenal vicario de Roma, su Eminencia Marchetti-Selvaggiani, obligó a Montini a dimitir de este último cargo en 1933 (primer síntoma alarmante de las ideas filomodernistas de éste). ¿Qué había pasado? He aquí cómo el joven Montini explicaba el percance a su obispo de Brescia, en una carta del 19 de marzo de aquel mismo año: «El motivo de mi dimisión fue más bien un contratiempo, que sigo sin poder explicarme todavía [...] De manera que hubo quien me retrató como anti-jesuita ante el Eminentísimo cardenal vicario y, por ende, como una persona cuya conducta había que vigilar tanto en lo práctico cuanto en lo doctrinal, y a la cual no se le hacía injuria al atribuirle intenciones inquietantes» (88). El joven Montini, sin embargo, merced a la poco precavida benevolencia del, por demás, óptimo y benemérito monseñor Ottaviani, futuro cardenal prefecto del Santo Oficio (89), logró reciclarse en los ambientes vaticanos y llegó, con el tiempo, bajo el pontificado de Pío XII, a desempeñar el cargo de sustituto en la Secretaría de Estado; nada menos, en tandem con monseñor Tardini. Que, con todo y con eso, “había que vigilar” a Montini, “tanto en lo práctico cuanto en lo Doctrinal”, que no se le hacía injuria, “al atribuirle intenciones inquietantes” y que el cardenal Marchetti-Selvaggiani lo había juzgado bien, se apreció cada vez más claramente en lo sucesivo, sobre todo con ocasión de la publicación de la Humani Generis de Pío XII. El Papa había intervenido, cono hemos visto, para condenar la neoteología, que amenazaba la existencia misma de la Iglesia. Mas he aquí que monseñor Montini, que era ya, a la sazón, sustituto en la Secretaría de Estado, osaba oponerse a la intervención del Papa y “tranquilizaba” a un amigo suyo neomodernista, el filósofo Jean Guitton, que había ido a verle el 8 de septiembre de 1950, al responder de la siguiente manera a sus preguntas llenas de preocupación: «También usted habrá reparado, ciertamente, en los matices de este texto pontificio. Por ejemplo, la encíclica no habla nunca de errores: sólo habla de opiniones. Esto denota que la Santa Sede no se propone condenar auténticos errores, sino modos de pensar susceptibles de inducir a error, aun cuando sean respetables en sí mismos. Por otra parte, existen tres razones que impedirán se deforme la encíclica. Quiero confiarle la primera: es la voluntad expresa del Santo Padre. La segunda es la mentalidad del episcopado francés, ancho de miras, abierto a las corrientes contemporáneas. Cierto es que un episcopado, que todo episcopado, se ve siempre llevado a ensanchar las sendas de la doctrina y de la fe (porque tiene un contacto inmediato con las almas y porque debe permanecer fiel a su ministerio pastoral, como suele decirse...). Y tiene razón sin duda. Pero en Roma tenemos el deber de velar asimisno por el lado doctrinal. Somos particularmente sensibles a todo lo que pueda alterar la pureza de la doctrina, que es la verdad. El Sumo Pontífice debe custodiar el depósito, como dice San Pablo. Y llego a la tercera razón. Se resume en cuatro palabras: los franceses son inteligentes» (90). Y así, mientras el Papa condenaba, radicalmente y sin posibilidad de apelación el neomodernismo de de Lubac y compañía, uno de sus más estrechos colaboradores, monseñor Montini, traicionaba su confianza y minaba su magisterio presentando las herejías de los neoteólogos como “respetables en sí mismas” y procurando hacer creer, por añadidura, que esta interpretación de la Humani Generis era la auténtica, que había de propagarse por “voluntad expresa del Santo Padre” para evitar que se “deformara” la encíclica. Por desgracia para Montini, la “tranquilidad” que imbuía en su amigo Guitton traicionaba su mentalidad modernista. Impresiona también la aprobación que hacía Montini, con la excusa acostumbrada de la “pastoral”, de la tendencia de algunos obispos a “ensanchar las sendas de la doctrina y de la fe”, una tendencia propia de obispos que, evidentemente, no tenían ya fe. Se trataba, por lo demás, de la misma tendencia, típica de los modernistas, que volveremos a encontrar en la base de lo documentos del Vaticano II y de la “pastoral conciliar” que está devastando la Iglesia. Es harto evidente, asimismo, el concepto modernista de monseñor Montini tocante a la autoridad de la jerarquía, a la que ve como el elemento moderador en el proceso evolutivo de la doctrina, mientras que el elemento progresista sería, por el contrario, la elite modernista, inmersa en la vida y en la “pastoral”: exactamente lo mismo que haba denunciado ya San Pío X en la Pascendi: «Por eso, analizando con más agudeza la mente de los modernistas -había escrito el Papa-, debemos decir que la evolución se produce [según ellos] por la acción de dos fuerzas contrarias: una que impulsa hacia el progreso, otra que tiende a conservar la tradición. La fuerza conservadora está viva en la Iglesia, y se contiene en la tradición. Se manifiesta en la autoridad religiosa, tanta de derecho, ya que es propio de la autoridad mantener la tradición, como de hecho, pues la autoridad está desconectada de los acontecimientos de la vida y no se siente nada o casi nada urgida a promover el progreso. La fuerza progresiva, por el contrario, que responde a las indigencias íntimas, se halla y se agita, en las conciencias de los individuos, especialmente de aquellos que, como se dice, están en íntimo contacto con la vida [...]. De la combinación y el acuerdo de estas dos fuerzas, la conservadora y la progresista, es decir, de la conjugación de la autoridad y las conciencias de los individuos, nacen los progresos y los cambios» (91). Tesis, antítesis y síntesis: Hegel en estado puro, en resumida cuentas, para una evolución indefinida hacia el teilhardiano “Punto Omega”... Dados estos presupuestos, era perfectamente lógico -en la lógica del error- que el sustituto Montini quisiera infundir “tranquilidad” a su amigo filósofo con un parlamento que contenía mucho mensaje en clave reservado a los iniciado: como quiera que fuera, los obispos franceseseran “inteligentes” y capaces, sin duda, de agenciárselas bien para hacer caer en el olvido a la Humani generis. Guitton añade lo siguiente en su libro susomentado de recuerdos sobre su amigo Pablo VI: «Le hablo a monseñor Montini del padre de Lubac, del conmoción que causó en Francia una disposición que se había tomado contra él [precisamente a causa de la Humani Generis; n. de la r.] Lo sabemos -responde-, pero no se preocupe: el padre de Lubac rendirá todavía eminentes servicios a la Iglesia. Conocemos su doctrina, su influencia, sus méritos» (92). Así, pues, no había que preocuparse en absoluto por el padre de Lubac y los demás neoteólogos: monseñor Montini y sus “amigos” estaban trabajando en urdir la trama de su futuro golpe de Estado, que los “rehabilitaría”. Dada la índole del presente trabajo, no entraremos en el examen detallado de otras ocurrencias “montinianas” efectuadas a espaldas del Papa y contra todas sus directrices, como, p. ej.: - La carta de elogio al modernista Maurice Blondel que expidió la Secretaría de Estado con la firma del sustituto Montini, pero en nombre de Pío XII, en la que se hacían muchos votos, siempre en nombre del Papa, por una buena prosecución de la obra filosófico-apologética de aquél, a la que se definía, aprovechando la ocasión, ni más ni menos que como «una preciosa contribución para comprender mejor [...] el mensaje cristiano» (93). - O bien la otra ocurrencia de Montini, de quien se descubrió que, sin dárselo a conocer a Pío XII y contra la prohibición de éste, había mantenido relaciones diplomáticas, siempre en nombre de la Santa Sede, con el gobierno soviético de Stalin en Moscú (94). Después de esta última traición, Pío XII, amargado, alejó a monseñor Montini de la Secretaría de Estado y lo mandó a Milán como arzobispo, pero sin crearlo cardenal, a pesar de que aquélla era una sede cardenalicia desde hacía siglos. Que se trataba de un promoveatur ut amoveatur (“sea ascendido para ser removido del cargo”), o sea, de una especie de promoción-remoción, es un hecho que admiten ya incluso los investigadores neomodernistas, como, p. ej., el padre G. Martina, jesuita y docente de la Universidad Gregoriana de Roma, el cual se ve constreñido a admitir que se trató de un «alejamiento del sustituto Montini, a quien se „ascendió‟ a arzobispo de Milán, pero al que jamás se le nombró cardenal ni el Papa recibió nunca en audiencia privada, ni una sola vez (y eso que había mantenido contactos diarios con él durante años)» (95). Y el padre Martina anota: «El significativo episodio aún no se ha aclarado del todo. Influyeron varios factores en la remoción: la escasa simpatía de que gozaba monseñor Montini en la Secretaría de Estado; la irritación de Pío XII por cierta independencia de juicio de su colaborador; el retraso de Montini en comunicar algunos hechos debido a la esperanza que abrigaba de que, en el interín, las dificultades se allanasen» (96). No obstante, también como arzobispo de Milán y a despecho de la clara advertencia del Papa, monseñor Montini seguía desobedeciendo impertérrito y apoyando a los neoteólogos y al progresismo en general. Como vimos ya, von Balthasar refirió que «vinieron palabras de ánimo y adhesión de parte del arzobispo Montini» para de Lubac y sus “amigos”. Con muchos saludos a Pío XII. La difusión subrepticia de la nouvelle théologie a espaldas del Papa Los últimos años del pontificado de Pío XII se acabaron en un aislamiento singular, que todos los historiadores ponen de relieve, aunque lo interpretan de diferentes maneras. Pero el caso es que el Papa no podía fiarse ya de nadie. La Iglesia estaba ya llena de demasiados Montinis y demasiados de Lubac, de diferente calibre y a todos los niveles, al paso que Pío XII se veía reducido a ver crecer cada vez más, a despecho de sus intervenciones, la marea del neomodernismo, que se propagaba hipócritamente a sus espaldas. El padre Henrici, S. J., ya mentado, brindó un elocuente testimonio, en tiempos recientes, de los mangoneos desleales y subterráneos de los adeptos de la nouvelle théologie en aquellos años. He aquí cómo describía, en un artículo de la revista Communio, órgano oficial de prensa del ala “moderada” de la neoteología (fundadores: Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar y... Joseph Ratzinger), la táctica subrepticia que empleaban los neoteólogos que enseñaban en los estudiantados de los jesuitas de la Europa del centro y del norte en los que él había estudiado (es decir, en Suiza, Alemania, Francia y Bélgica): «En las ejercitaciones seminariales se leía a Kant, Hegel, Heidegger y Blondel. Kant y Heidegger, en particular, constituían los puntos de referencia constantes, omnipresentes. Geist in Welt, de Karl Rahner, [...] y todas las obras de la denominada „escuels de Maréchal‟ se leían como si fueran bestsellers» (97). En Lovaina, p. ej., Henrici estudió «una teología que se apoyaba fuertemente en los autores de la denominada “théologie nouvelle”, más histórica que sistemática, enriquecida con los aportes de la teología bíblica y ecuménica» (98). Y además: «El prefecto de los estudios les aconsejaba como lectura inicial, a los que la teología interesaba notablemente, los primeros dos capítulos del Surnaturel de Henri de Lubac -¡el más prohibido de los libros prohibidos!-, y luego su Corpus Mysticum, y ello para que se sensibilizaran con el hecho de que enunciados teológicos iguales pueden asumir un significado distinto en tiempos diferentes y en contextos diversos» (99), o sea, con objeto de instilar en las almas de los estudiantes el más descocado relativismo y evolucionismo dogmáticos. Bien es verdad que, para salvar las apariencias, los profesores «proponían para cada materia un manual del viejo estilo (escolástico), el cual, sin embargo, a lo sumo se hojeaba» (100). Pero después de eso los mismos docentes se entregaban en cuerpo y alma a la difusión, entre sus estudiantes, del neomodernismo más descarado en el campo bíblico y teológico: «Nuevo, o mejor dicho, sorprendente -seguía recordando el padre Henrici-, para quien empezaba los estudios de teología, era sobre todo el modo de enfocar la Sagrada Escritura. Era necesario acostumbrarse a no tomar ya en absoluto al pie de la letra no sólo el Antiguo Testamento, sino, además, los evangelios (p. ej., los evangelios de la infancia)» (101). Y asimismo: «También en el estudio de la Biblia acudía uno a continuación, como si fuera la cosa más natural del mundo, a autores acatólicos», mientras que, huelga decirlo, «la teología que se estudiaba [...] era enteramente ecuménica» (102). Pío XII moría en Castelgandolfo el 9 de octubre de 1958. Dejaba una Iglesia que a una mirada inexperta podía seguirle pareciendo sólida y tranquila en su tradición apostólica; pero se trataba de la calma que precedía a la tempestad. CAPÍTULO 5° ANGELO GIUSEPPE RONCALLI: EL FUTURO JUAN XXIII En el cónclave que siguió a la muerte de Pío XII se eligió Sumo Pontífice al cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, patriarca de Venecia, quien eligió el nombre de Juan XXIII. El nuevo Papa había tenido deslices bastante preocupantes. El joven Angelo Giuseppe Roncalli había anudado una estrecha amistad, en la época de sus estudios eclesiásticos, con algunos condiscípulos que ya entonces andaban pagados de modernismo y que luego llegaron a ser conocidos exponentes de éste: el ya citado Ernesto Buonaiuti, Alfonso Manaresi y Giulio Belvederi. Se encontraba con ellos todas las tardes en la iglesia de Jesús, en Roma, para visitar el Santísimo Sacramento y también para mantener encendidas discusiones «progresistas» (103). De ello no cabe inferir de manera automática, como es natural, que Angelo Giuseppe Roncalli se adhiriera al movimiento modernista, tanto más cuanto que era joven e inexperto. Pero es lícito pensar que las ideas que se debatían en aquella época influyeron, al menos indirectamente, en ciertas actitudes desconcertantes que asumió en su edad madura, y luego también como Papa. En cambio, no cabe duda de que un influjo notable sobre Roncalli lo ejerció su amigo Lambert Beauduin, monje benedictino y conocido liturgista, que fue censurado más tarde a causa de su desenfrenado ecumenismo irénico, que disolvía el dogma católico, y cuyas ideas erróneas en materia de ecumenismo y eclesiología asumió el futuro Juan XXIII, siendo evidente que condicionaron con fuerza las orientaciones y decisiones de su pontificado. En efecto, hallamos varias huellas de dicho influjo en los escritos y homilías de Roncalli en los años en que desempeñó el cargo de delegado apostólico en Bulgaria, Grecia y Turquía. En 1926, p. ej., el delegado apostólico, Monseñor Roncalli, respondía negativamente a la petición que le había cursado un joven seminarista búlgaro de la iglesia cismática mal llamada “ortodoxa”, el cual le había rogado que le permitiera poder cumplir sus estudios en la Iglesia católica. Roncalli, por el contrario, exhortaba al desventurado estudiante, «como he hecho siempre con todos los jóvenes ortodoxos, a sacar partido de los estudios y la educación que recibe en el seminario de Sofía [cismático, obviamente; n. de la r.]» porque, seguía argumentando Roncalli, «los católicos y los ortodoxos no son enemigos, sino hermanos. Tienen la misma fe, participan en los mismos sacramentos, sobre todo en la misma eucaristía. Nos separan algunos malentendidos en torno a la constitución divina de la Iglesia de Jesucristo [...] Dejemos las antiguas controversias [...] Aunque hayamos marchado por caminos distintos, nos encontraremos más tarde en la unión de las iglesias para formar todos juntos la verdadera y única Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo» (104). En resumidas cuentas, Monseñor Roncalli rechazaba sistemáticamente, según él mismo admitía (“como lo he hecho siempre -había escrito- con todos los jóvenes ortodoxos”), a las almas que la gracia de Cristo empujaba a acercarse a la Iglesia católica y a convertirse; y lo hacía en vista de una futura e hipotética unión en una “superiglesia” ecuménica por fuerza no ya católica, como que estaría basada en la negativa a distinguir la verdad del error. Era la de Roncalli una actitud gravísima, como es evidente, y diametralmente opuesta a los deberes de un delegado de la Sede Apostólica (baste pensar, nada más que a título de ejemplo, en la actitud absolutamente contraria de grandes figuras como San Josafat, obispo de Polock, o San Andrés Bobola, que fueron martirizados precisamente a causa de los esfuerzos caritativos que prodigaban en pro de la conversión de los cismáticos de Oriente): una actitud tan inaudita, que la misma autora de la biografía que hemos citado, viendo que constituía in nuce, y con un adelanto notable respecto de los tiempos, un ejemplo fulgurante de las sorprendentes “novedades” del Vaticano II y de la actual “pastoral conciliar” neomodernista, no pudo abstenerse de celebrar al “profeta” Roncalli con este elogio enfático: «La novedad rompedora de las afirmaciones de monseñor Roncalli -comenta, en efecto, F. della Saldabrota de la identificación de la sustancia de la división con un problema institucional: su lenguaje hacía caso omiso, sorprendentemente, de todas las prudencias de la terminología católica oficial de aquel tiempo, que se hallaba bloqueada por entero en el problema del „retorno‟ de los „disidentes‟ a la verdadera y única Iglesia, entendida ésta como la realidad histórica y concreta de la iglesia romana» (105); es decir: que seguía “bloqueada por entero” en la doctrina perenne de la Iglesia católica una doctrina antiecuménica a la que, por ende, había que “superar” según el mejor estilo neomodernista. Y así se explica asimismo, entre otras cosas, cómo a fuerza de “novedades rompedoras”, abiertamente contrarias a la doctrina católica, el futuro Juan XXIII y los demás novadores hicieron saltar por los aires, una tras otra, entre una sonrisa bonachona y otra, las verdades de la fe, empezando precisamente por el dogma que define a la Iglesia católica como la única y verdadera Iglesia de Cristo (una auténtica nonada, ¿verdad?). El Papa Pío XI: la condena del ecumenismo “a la Roncalli” De allí a poco la encíclica Mortalium animos (1 de enero de 1928), del Sumo Pontífice Pío XI, condenaba sin ambages, en los términos siguientes, el ecumenismo irénico del delegado Roncalli -el cual, a decir verdad, no era más que uno de los muchos ilusos enrolados a la sazón en el movimiento pancristiano, como se llamaba entonces al movimiento ecuménico-: «Pero donde bajo la apariencia de bien se esconde más fácilmente el engaño -escribía Pío XI- es al tratar de promover la unidad de todos los cristianos. ¿Acaso no es justo, o mejor, obligatorio, se oye decir, que los que invocan el nombre de Cristo se abstengan de recriminaciones mutuas y se unan de una vez por todas con un poco de caridad recíproca? ¿Y quién puede afirmar que ama a Cristo si no hace lo que está en su mano para satisfacer los deseos de Éste, que rogaba al Padre para que sus discípulos fuesen „uno‟ (Jn 17, 21)?». «Discursos como los precedentes o similares los hacen a bombo y platillo los denominados „pancristianos‟ [...] Su designio se pone por obra tan activamente, que está conquistando la opinión pública por cien caminos diferentes; y tienta y lisonjea asimismo a muchos católicos [...] Ahora bien, bajo estas palabras tan atrayentes y lisonjeras se oculta un error de los más graves, que mina por completo las bases de la fe católica» (106). En efecto, todo el movimiento ecuménico o “pancristiano” -continuaba Pío XI- se funda en la «estulticia» que encierra la idea de una «iglesia dividida» (107), la cual es ni más ni menos que una herejía, como que la Iglesia, que se identifica en exclusiva con la Iglesia católica romana, es indefectible a tenor de la promesa divina, es decir, no podrá nunca faltar ni dividirse (“las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”: Mt 16, 18) (108). El error que se cela bajo las “palabras tan atrayentes y lisonjeras” de los sostenedores del movimiento ecuménico -denunciaba el Papa, en resumidas cuentas- estriba en pensar que la unidad de la Iglesia aún no se ha realizado (op. cit., n. 232): cosa que puede sostenerse sólo a costa de negar a la Iglesia católica romana el atributo de única y verdadera Iglesia de Cristo, o sea, negando un dogma de fe definida; de ahí que la puerta que le abrían los “ecumenistas” a los protestantes y los “ortodoxos” terminaba por ser nada más que una puerta para que los católicos salieran de la Iglesia única y verdadera (que es lo que se está realizando hoy con toda exactitud en la iglesia “conciliar” y ecuménica que fundó Juan XXIII). La Mortalium animos data de 1928, como hemos visto. Pues bien, Roncalli, indiferente por completo a la doctrina católica que había recordado el magisterio papal, volvía a afirmar tranquilamente en 1935 -es decir, nada menos que siete años después de la condena papal del “movimiento ecuménico”-: «Jesús no fundó las diversas iglesias cristianas, sino su Iglesia [...] Esa realidad divino-humana, que debía ser la imagen en la tierra de la sociedad celestial, se disolvió a medida que aquí y allá se imponían al designio de Cristo los intereses humanos, locales y nacionales [...] Queridos hermanos míos... miremos el porvenir a la luz del designio de Cristo. La unidad de la Iglesia debe reconstruirse plenamente te...» (109). En resumen, que la Iglesia católica romana era para Roncalli tan sólo un pedazo de la verdadera Iglesia de Cristo, la cual se había hecho añicos en el curso de la historia; lo cual equivalía a decir «que Jesús no fue capaz de hacer lo que quería, o que se equivocó cuando dijo que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16, 18)» (110). El Papa Pío XI, por el contrario, había corroborado en la Mortalium animos la doctrina católica: «la reunión de los cristianos no se puede favorecer de otro modo que favoreciendo el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual, precisamente, tuvieron un día la infeliz idea de separarse [...] Es una necedad y una estulticia pretender que este cuerpo místico resulta de miembros separados y dispersos» (111). La masonería apuesta por Roncalli Después de haber pasado finalmente a la nunciatura apostólica de París, a Monseñor Roncalli se le nombraba patriarca de Venecia y se le elevaba a la púrpura cardenalicia. No cabe duda de que el ecuménico cardenal Roncalli constituía, para los ambientes neomodernistas, un Papa futuro ideal, un instrumento excelente en sus manos con objeto de llevar suavemente a la Iglesia desde sus “viejas seguridades” y su “cerrazón dogmática” a la mítica era nueva: un “Papa de transición” ni más ni menos. No por nada su amigo el padre Lambert Beauduin, que lo conocía bien, se destapó con estas significativas palabras la víspera del cónclave que lo elegiría Papa: «„Si eligieran a Roncalli [...] todo se salvaría: él sería capaz de convocar un concilio y consagrar el ecumenismo...‟. Otra vez reinó el silencio de improviso -continúa el conocido padre Louis Bouyer, discípulo de Lambert, que es quien refiere el caso-. Luego volvió a su habitual picardía con un brillo en la mirada: „Confío -dijo- en que tendremos nuestra oportunidad. Los cardenales, en su mayor parte, no saben qué hacer. Son capaces de votar por él‟» (112). Los neomodernistas no eran los únicos que habían identificado en el papable patriarca Roncalli la cabeza de ariete ideal para empezar a propinar las primeras sacudidas a los muros de la “vieja Iglesia” y abrir las primeras brechas. «En octubre de 1958 -atestigua, en efecto, el conde Paolo Sella de Monteluce, economista y hombre político-, hacia las siete, ocho días antes del cónclave, me hallaba en el santuario de Oropa, en uno de los acostumbrados almuerzos de Attilio Botto, un industrial de Biella [ciudad del Piamonte] al que le gustaba reunir en derredor suyo a entendidos de varias ramas del conocimiento para discutir sobre diversos problemas. Aquel día se había invitado a un personaje al que yo conocía como una alta autoridad masónica que mantenía contactos con el Vaticano. Éste me dijo, mientras me acompañaba a casa en automóvil, que „...el próximo Papa no será Siri, como se murmura en algunos círculos romanos, porque es un cardenal demasiado autoritario. Se elegirá a un Papa de conciliación. Se ha elegido ya al patriarca de Venecia: Roncalli‟. Repliqué, sorprendido: „¿Elegido por quiénes?‟. „Por nuestros masones representados en el cónclave‟, me respondió serenamente mi cortés acompañante. Tras oír eso, di en preguntar: „¿Hay masones en el cónclave?‟. „Sin duda‟, oí que me contestaba, „la Iglesia está en nuestras manos‟. Aunque yo estaba turulato, seguí preguntando en la misma línea: „Entonces, ¿quien manda en la Iglesia?‟. Después de un breve silencio, mi acompañante respondió con voz precisa y acompasada: „Nadie puede decir dónde están los vértices. Los vértices están ocultos‟» (113). La elección del patriarca Roncalli para Sumo Pontífice se verificó, sin falta, el 28 de octubre de 1958. Como había previsto su amigo Beauduin, pocos meses después, el 25 de enero de 1959 para ser exactos, el nuevo Papa anunciaba por sorpresa que quería convocar un concilio ecuménico. La primera revancha de los neoteólogos No pocos miembros del colegio cardenalicio habían desaconsejado ya a los Sumos Pontífices, en los decenios precedentes, la convocación de un nuevo concilio ecuménico, precisamente a causa del peligro, todo lo contrario de teórico, de infiltraciones modernistas: -Cuando, p. ej., Pío XI requirió el parecer de los cardenales, en el consistorio secreto del 23 de marzo de 1923, tocante a la oportunidad de convocar un concilio, el cardenal Billot, famoso teólogo, le respondió: «Por último, he aquí la razón más grave, la que, a mi juicio, abona sin reservas la postura negativa: la reanudación del concilio Vaticano I, que se interrumpió en 1870 la desean los peores enemigos de la Iglesia, es decir, los modernistas, que ya se aprestan -como dan fe de ello los indicios más seguros- a aprovecharse de los Estados Generales de la Iglesia para hacer la Revolución, el nuevo 1789, objeto de sus sueños y esperanzas. Huelga decir que no triunfarán, pero volveríamos a ver los días tristísimos del fin del pontificado de León XIII y del inicio del de Pío X; veríamos algo todavía peor: la aniquilación de los felices frutos de la encíclica Pascendi, que los había reducido al silencio» (114). -También Pío XII había pensado en convocar un concilio, pero había desistido por los mismos motivos. El nuevo Papa, en cambio, no quiso tener en cuenta ninguna de estas razones, e instituyó en seguida una comisión central preparatoria, a la que le asignó el cometido de recoger las diferentes propuestas de los episcopados y de los teólogos de todo el mundo, para que redactara los borradores de los textos sobre los asuntos que deberían discutirse en el aula conciliar. Precisamente es en este periodo donde ha de localizarse la primera revancha, en el ámbito oficial, de la nouvelle théologie, en las personas de sus dos exponentes más representativos. En efecto, el Papa Juan XXIII, inspirado con toda probabilidad por el incombustible Giovanni Battista Montini, llamó a los otrora condenados Henri de Lubac e Yves Congar, con gran sorpresa de todos (de todos los ingenuos, se entiende), para que formaran parte de la susodicha comisión preparatoria del concilio. Y aunque no pudieron hacer mucho en tal lugar -no habría sido prudente para ellos exponerse demasiado pronto, habida cuenta de que estaban, además, en condición de patente minoría-, con todo, el gesto de Juan XXIII tuvo una valencia simbólica de enorme importancia y provocó un gran desconcierto en los ambientes de la curia. Se trataba, en efecto, de una auténtica rehabilitación oficial -bien que tácita- de la neoteología, amén de una escandalosa reprobación de las condenas que Pío XII y sus predecesores habían fulminado contra el modernismo viejo y el nuevo. El padre Congar recordaba lo siguiente, a este respecto, en una entrevista que le concedió hace algunos años a la revista 30 Giorni: «De Lubac me explicó que la lista de los „expertos‟ había sido ya preparada y se sometió a Juan XXIII para que la firmara. El Papa Roncalli la leyó y luego añadió dos nombres de su puño y letra: el mío y el de de Lubac» (115). Después de unos tres años de trabajo, aproximadamente, Juan XXIII podía inaugurar solemnemente el segundo concilio Vaticano, que vería la toma del poder por parte de los adeptos de la nouvelle théologie. El “Concilio del Papa Juan” Juan XXIII pronunciaba, el día 11 de octubre de 1962, en la basílica de San Pedro en el Vaticano, el solemne discurso programático de apertura del concilio Vaticano II (116). El Papa anunciaba en él las «oportunas puestas al día» que había que hacer adoptar a la Iglesia, y pasaba luego a deplorar el pesimismo de los denominaba “profetas de calamidades”: «En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos afirmaba el Papa-, ciertas insinuaciones de almas que, aunque de celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Van diciendo que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado [...] Mas nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos como si fuera inminente el fin de los tiempos» (117). ¿De veras? Sin embargo, sólo pocos años antes -mire usted qué casualidad- el Papa Pío XII había descrito en términos muy diferentes la situación de la Iglesia en el mundo contemporáneo: «El mundo de hoy corre hacia su ruina [...] es todo un mundo el que es menester rehacer desde sus cimientos» (10 de febrero de 1952). E insistía más adelante en los rasgos sombríos: «El enemigo de Dios se ha apoderado hoy de todas las palancas de control, y a nosotros nos corre el deber de levantarnos contra la corrupción y los corruptores» (14 de julio de 1958). ¿Conque también Pío XII fue, al decir de Juan XXIII, un “profeta de calamidades” privado del “sentido de la discreción y de la medida”? El Papa Roncalli procedía luego a declarar el objeto del nuevo concilio, que no debía estribar en «discutir uno u otro artículo de la doctrina fundamental de la Iglesia, repitiendo con mayor difusión la enseñanza de los Padres y teólogos antiguos y modernos», cosa para la cual «no hacía falta un concilio». El objeto del Vaticano II era, en cambio, según él, el de dar «un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria del pensamiento moderno» (118). En efecto, continuaba diciendo Juan XXIII, «una cosa es la sustancia del depositum fidei, es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa, conservándoles, sin embargo, el mismo sentido y la misma sentencia» (119). Con eso y todo, esta «correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina» recordaba extrañamente la idea del presunto “cristianismo auténtico” que, al decir de Blondel y de Lubac, la Iglesia había perdido hasta que lo redescubrieron ellos. Al mismo tiempo, también la perspectiva de un estudio y una exposición de la doctrina católica, la cual había de reformularse, en opinión del Papa, “en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria del pensamiento moderno” (o sea, de la filosofía moderna), recordaba demasiado la táctica que usaban los neoteólogos para cubrir con el clásico reparo pudoroso su efectivo evolucionismo dogmático, que Pío XII había condenado en la Humani generis al igual que el recurso al “pensamiento filosófico moderno”. Y para rematar, dulcis in fundo [“la guinda en el pastel”]: Juan XXIII anunciaba una nueva actitud del magisterio ante las herejías y los errores en el campo dogmático-moral: «Siempre se opuso la Iglesia a estos errores -proclamaba el Papa Juan-. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la esposa de Cristo prefiere usar más de la medicina de la misericordia que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos» (120). Pero, mire usted qué casualidad, también aquí la Iglesia había dicho siempre lo contrario: también la severidad, en efecto, es una obra de misericordia, y lo es tanto para con el que yerra (la Iglesia, p. ej., ha contado siempre entre las obras de misericordia espiritual el “corregir al que yerra”), cuanto para con los fieles, quienes, sea como sea, tienen realmente derecho a ser protegidos del mal y del error. Extraña “misericordia”, en verdad, la del Papa Juan, que dejaba que las almas cayeran presa de los lobos. Igual de increíble es el motivo que aducía para justificar esta ilegítima renuncia al ejercicio del poder coercitivo: «No es que falten doctrinas falaces, opiniones, conceptos peligrosos que hay que prevenir y disipar proseguía, en efecto, el Papa-; pero ellos están ahí, en evidente contraste con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, por sí solos, hoy día parece que están por condenarlos, especialmente aquellas costumbres que desprecian a Dios y a su ley, la excesiva confianza en los progresos de la técnica, el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida» (121). ¿Divagaciones utópicas o irresponsable ligereza? CAPÍTULO 6° VATICANO II, PRIMERA SESIÓN: EL INICIO DE LA REVOLUCIÓN La primera sesión del concilio Vaticano II se abrió la mañana del sábado 13 de octubre de 1962 (122), pero los neomodernistas habían tenido tiempo más que sobrado de organizarse para explotar la ocasión propicia. El grupo principal del a la liberal y neomodernista de los Padres conciliares lo constituían los obispos alemanes y franceses -partidarios entusiastas, como es obvio, de sus neoteólogos, quienes, a su vez, los manejaban a su antojo-, con los cuales formaron un bloque en seguida otros episcopados centroeuropeos; crearon así el denominado “grupo del Rin” o “Alianza Europea”, como la llama un cronista conciliar, el padre Ralph Wiltgen. Comenzó a ejecutarse el golpe de los “obispos del Rin” desde que empezó la sesión, mientras se trataba la cuestión preliminar de la elección de los miembros de las diez comisiones conciliares que debían trabajar sobre los textos doctrinales que habían sido redactados con anterioridad por la Comisión Central Preparatoria. El episcopado “renano” aspiraba, en efecto, a insertar en dichas comisiones el mayor número posible de sus “expertos” con objeto de orientar los trabajos del concilio de acuerdo con sus planes; pero para ello era menester conseguir que los Padres conciliares rechazaran la lista de peritos que había preparado el Santo Oficio, que se componía de teólogos que habían ya desempeñado un papel en la redacción de los textos-bosquejo de la Comisión Preparatoria: unos expertos que los novadores juzgaban “demasiado tradicionales”, como que sabían muy bien que si eran elegidos -cosa que parecía más que probable-, el espacio de maniobra de los neoteólogos se reduciría drásticamente si es que no se anularía de hecho. Un segundo problema lo constituían asimismo los propios textos redactados por la Comisión Preparatoria, fieles a la doctrina católica de la Tradición y confeccionados en un lenguaje teológico de cuño escolástico y, por ende, difícilmente susceptible de manipulación por parte modernista. Por eso el grupo de la “Alianza Europea” se había puesto de acuerdo por adelantado para eliminar ciertos obstáculos “reventando” la primera sesión, bien como prueba de fuerza, ya para poner de su parte a los diferentes episcopados nacionales y presentar nuevas listas de peritos, henchidas éstas de topos de la nouvelle théologie. Escribe a este respecto el padre Ralph Wiltgen, de los misioneros del Verbo Divino, famoso cronista conciliar: «El cardenal Liénart... se levantó y pidió la palabra. Expuso que los padres conciliares necesitaban más tiempo para estudiar la cualificación de los diversos candidatos. Dijo que todo el mundo podría pronunciarse con mayor conocimiento de causa después de que las conferencias episcopales nacionales se hubiesen puesto de acuerdo. En consecuencia, pidió que la votación se difiriera unos días. Se aplaudió dicha sugerencia, y, luego de unos momentos de silencio, el cardenal Frings se levantó para apoyarla. Fue aplaudido a su vez». Monseñor Felici, secretario del concilio, “anunció”, después de una breve consulta con el cardenal Tisserant (primero de los cardenales presidentes), «que la presidencia del concilio había aceptado la petición de los cardenales. La siguiente reunión se fijaba para el martes 16 de octubre, a las nueve de la mañana». El padre Wiltgen añade: «El primer encuentro de trabajo, incluida la misa, había durado sólo cincuenta minutos. Al salir del aula conciliar, un obispo holandés voceó a un sacerdote amigo suyo desde alguna distancia: „¡Ha sido nuestra primera victoria!‟» (123). Importa poner de relieve que esta auténtica conjura del grupo neomodernista había sido preparada cuidadosamente con antelación hasta el último detalle; un hecho que puede confirmarse hoy de manera incontrovertible, bien echando mano de la relación de un historiador imparcial como el susomentado Padre Wiltgen (124), ora aduciendo el igualmente nada sospechoso testimonio del ya citado Jean Guitton. He aquí, con efecto, en qué términos se expresaba Guitton, en su libro Paul VI secret, al relatar, con base en sus notas, una visita suya al cardenal Tisserant, decano del Sacro Colegio: El cardenal Tisserant «me hace ver un cuadro, que su sobrina había pintado a partir de una fotografía, el cual representa una reunión de cardenales antes del concilio. Se distinguen en él seis o siete purpurados en torno al presidente, que es Tisserant. Me dijo: „Este cuadro es histórico o, más bien, simbólico. Representa la reunión que celebramos antes de la apertura del concilio, en el curso de la cual decidimos bloquear la primera sesión rechazando las reglas tiránicas establecidas por Juan XXIII‟» (125). Segunda victoria neomodernista: la elección de los nuevos “peritos” El 16 de octubre siguiente se celebró la votación decisiva para elegir a los miembros de las comisiones: los resultados finales demostraron la fuerza del ala liberal y progresista del concilio, que obtuvo, según lo arrojado por el escrutinio, nada menos que el 49% del total de los puestos en las diez comisiones; consiguió de hecho el 50% en la Comisión Doctrinal (la más importante, dado que controlaba a todas las demás) y el 56% en la Litúrgica (126). Podemos decir, en resumidas cuentas, con el padre Wiltgen, que, «Tras esta elección, no parecía demasiado difícil prever qué grupo estaba lo bastante organizado como para asumir el liderazgo del Concilio Vaticano II. El Rin [que pasa por Austria, Suiza, Alemania, Francia y Holanda, y dicurre cerca de Bélgica; n. de la r.] había comenzado a desembocar en el Tíber» (127). Tercera victoria: el rechazo de los esquemas conciliares que estaban ya preparados Envalentonados por estos primeros éxitos, los obispos de la Alianza Europea, manejados por sus neoteólogos, podían ahora pasar a desencadenar sus ataques contra los documentos que ya tenía preparados la Comisión Preparatoria, los cuales constituían el siguiente obstáculo que había que superar: un obstáculo decisivo, ora a causa de su contenido tradicional, ya por el lenguaje escolástico en que habían sido escritos, cosas ambas que volvían poco más o menos que imposible cualquier tentativa de introducir en ellos las que serían después las famosas novedades conciliares, o sea, el destilado de las ideas de los neoteólogos. De nada les habría valido el éxito que habían cosechado al hacer que se eligieran sus “peritos” en gran número si los textos-base hubieran seguido siendo los mismos. Así, pues, la segunda fase del plan preveía el despliegue de todas las fuerza a su disposición para desencadenar un pressing [presión] continuo y machacón sobre los padres del Vaticano II, dentro y fuera del aula conciliar, para convencerlos de que reprobaran los esquemas en cuestión. A este respecto, el padre Marie Dominique Chenu, O.P., neoteólogo, nos da cuenta, en sus Diarios conciliares, de una reunión que se celebró con tal objeto en la residencia de Monseñor Volk, el 19 de octubre de 1962: «Reunión privada por la tarde -escribe Chenu-, allí donde reside Monseñor Volk (Maguncia), de obispos y teólogos, franceses y alemanes, para discutir juntos sobre la fuerte reserva que albergaban tocante a los esquemas dogmáticos [los preparados por la Comisión Preparatoria; n. de la r] y ver qué táctica había que seguir para efectuar en ellos un cambio sustancial y no meras correcciones. Interviene Rahner: Los esquemas no son corregibles; hay que sustituirlos por una redacción completamente diferente. Garrone: De acuerdo; son incompatibles con las directrices explícitas que dio el Papa sobre el sentido y los objetivos del concilio...» (128). Y he aquí, a título de información, los nombres de los que participaron en la conjura, tal y como los refiere el propio padre Chenu: «[entre los obispos] Volk, Bengsh (Berlín Este), Garrone, Guerry, Ancel, Weber, Elchinger, (Paul) Schmitt (Metz). Teólogos: Rahner, Grillmeier, Küng, Schilebeeckx, Philips, Congar, Labourdette, de Lubac, Daniélou y yo; Rondet, Semmelroth» (129). En resumen: la flor y la nata de la nouvelle théologie... Los neomodernistas entraron en acción de inmediato. Los obispos holandeses encargaron al padre E. Schillebeeckx, O.P. (de nacionalidad belga, pero docente de la facultad de teología de la Universidad de Nimega, en Holanda), que redactara un comentario para informar a los padres conciliares respecto de la oportunidad de aplazar la discusión de los esquemas más aborrecidos (los cuatro primeros, es decir: Las fuentes de la revelación, La preservación integral del depósito de la fe, El orden moral cristiano y Castidad y matrimonio, familia y virginidad, decididamente “demasiado católicos” -hasta en el títulopara los neomodernistas). Schillebeeckx, después de haber criticado con violencia los esquemas “romanos”, acusándolos, según la táctica habitual de la neoteología, de representar no la doctrina católica, sino tan sólo una escuela opinable de pensamiento teológico (la “romana”, ni más ni menos), terminaba proponiendo descaradamente: «Se podría plantear la cuestión de si no sería mejor reescribir por completo los cuatro primeros esquemas» (130). Naturalmente, también el tándem formado por los dos dominicos de siempre, los padres Chenu y Congar, se dio mucha prisa en atacar los esquemas oficiales en un documento que, como recuerda el propio Chenu, «suponía una crítica severa del contenido y del espíritu del trabajo de la Comisión Oficial Preparatoria» (131). En cuanto al Papa Juan XXIII, secundó de hecho las pretensiones del ala liberalmodernista del concilio, aceptó la petición de suspender la discusión de los esquemas aborrecidos de los novadores y decidió que el primer esquema que había que discutir en la sesión siguiente sería el De Sacra Liturgia. Huelga decir que los esquemas devueltos fueron después rechazados sistemáticamente, junto con los demás, como lo exigía el guión, por la mayoría de los Padres, quienes se hallaban bajo el influjo apremiante del “grupo del Rin”, de suerte que sólo se salvó uno de los esquemas iniciales: el relativo a la sagrada liturgia, el único en que habían metido mucha mano, aunque disimulada con maña, los liturgistas neomodernistas. Dicho esquema adoptó el nombre de Sacrosanctum Concilium, y, mire usted qué casualidad, Schillebeeckx lo definió, a diferencia de los otros, como «un trabajo admirable» (132). Cuarta victoria: el “lenguaje pastoral conciliar” Los novadores también se salieron con la suya en la importante cuestión del lenguaje, y lograron que los Padres rechazaran el uso de la terminología escolástica (133) con la excusa del carácter “pastoral” del concilio. En consecuencia, los nuevos textos, preparados ad hoc por los neoteólogos, estaban redactados en lenguaje corriente, menos preciso por naturaleza y, por ende, fácilmente susceptible de manipulación (cosa en la que los neoteólogos eran sin duda unos maestros). «Los teólogos maniobreros -escribirá más tarde el teólogo alemán Johannes Dörmann- se dieron cuenta de que en esta cuestión del lenguaje estribaba la cuestión, toda la cuestión, de la teología y la fe. Puesto que el lenguaje escolástico se ligaba indisolublemente a la filosofía escolástica, ésta a la teología escolástica y esta última, en fin, a la tradición dogmática de la Iglesia [...] el abandono del “lenguaje de la escuela escolástica” por parte de los Padres era para ellos una condicion sine qua non para romper con la antigua dogmática, y ello con la mira puesta en sustituirla por la “nueva teología” después de haber dejado de usar la “antigua” y haberse despedido de ella» (134). El predominio total de los neoteólogos Así que, una vez “reventado” el concilio que había preparado la curia romana, se le reemplazó por el “concilio de los neoteólogos”, con nuevos textos preparados para la ocasión, bajo el omnipotente influjo del brain trust [trust de cerebros] del Vaticano II, que se componía sólo e invariablemente de los principales exponentes de la otrora condenada nouvelle théologie: Henri de Lubac, M. D. Chenu, Yves Congar, Karl Rahner, Hans Küung, Edward Schillebeeckx y demás ralea, los cuales tuvieron un peso decisivo a la hora de orientar las decisiones de los Padres conciliares. Se trata de un hecho indiscutible que, por lo demás, también el padre Chenu reconocía abiertamente cuando, p. ej., afirmaba lo siguiente al referirse al documento, ya citado, que había redactado junto con Congar en contra de los esquemas de la curia romana: «El mensaje sobrecogió eficazmente a la opinión pública de su misma existencia. Los caminos abiertos fueron seguidos casi siempre casi siempre por las deliberaciones y las orientaciones del Concilio» (135). También tocante al nefasto influjo que ejercía sobre los Padres conciliares otro de los monstruos sagrados de la nouvelle théologie, el jesuita Karl Rahner, el mismo padre Yves Congar ponía de relieve que fue «enorme. El ambiente que había llegado a imperar era: „Rahner dixit: Ergo verum est‟ [“Rahner lo ha dicho. Luego es verdad”]» (136). Sus opiniones pesaban tanto, sigue recordando Congar, divertido, que en la comisión teológica de la que el Padre Rahner formaba parte, en cuya mesa sólo había dos micrófonos, «Rahner había poco menos que acaparado uno para él solo» (137). CAPÍTULO 7° EL NUEVO PAPA “CONCILIAR”: PABLO VI El Papa Juan XXIII moría el 3 de junio de 1963, en pleno desarrollo del concilio. El 21 de junio del mismo año se elegía como Sumo Pontífice a su amigo Giovanni Battista Montini (a quien Roncalli había creado cardenal en seguida, poco después de su elevación al solio pontificio), admirador de Teilhard de Chardin, de de Lubac y de la nouvelle théologie en general, el cual tomó el nombre de Pablo VI. El ala liberalmodernista del concilio podía exultar de júbilo: si ya bajo el Papa Juan había podido gozar de mucha libertad de acción, de entonces en adelante tendría casi vía libre merced al sostén y la protección del Papa Montini. «Muchos grandes teólogos de gran fama -escribe el padre René Latourelle, S. J.-, que se hallaban ausentes al principio [porque habían incurrido en alguna censura o eran sospechosos de herejía; n. de la r.] entraron [...] poco a poco en el círculo de los expertos gracias a la influencia discreta de Pablo VI, que les manifestaba su favor recibiéndolos en audiencia privada, concelebrando con ellos, loando su colaboración» (138). Una de las primeras preocupaciones de Pablo VI fue asimismo la de hacer que se invitara -siempre de manera indirecta y transversal, se entiende- al padre de Lubac a que hablara sobre Teilhard de Chardin en el congreso tomista internacional de septiembre de 1963. He aquí, en efecto, lo que el padre Charles Boyer, S. J., rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, escribía a de Lubac en una carta fechada el 10 de julio de 1963: «He sido recibido en estos días por el Santo Padre, lo que me ha permitido comprobar la gran estima que profesa a su persona y a sus escritos. Expresó aquél, al mismo tiempo, aunque con algunas reservas, un juicio sobre el padre Teilhard de Chardin que no le habría disgustado a usted. Mis reflexiones me han llevado por eso a pensar que deberíamos oír en el congreso una exposición favorable al pensamiento del padre Teilhard de Chardin sobre nuestro tema (de Deo). Nadie podría hacerlo mejor que usted. Así que le ruego, sin más, que participe en nuestro congreso» (139). Esta carta increíble es un síntoma de la presión que Pablo VI, abusando de su autoridad, había comenzado a ejercer para rehabilitar, sin justificación alguna, a teólogos y exegetas condenados antaño por la Iglesia: era tan grande que el propio de Lubac no pudo recatarse de subrayar con satisfacción: «Cuando se sabe que el padre Boyer fue el gran adversario romano de Teilhard (¡y no menos mío!), esta carta cobra todo un significado» (140). Y cuando se sabe, añadimos nosotros, que Pío XII había alejado a de Lubac de la enseñanza, y que el padre Teilhard de Chardin había sido reprobado por un Monitum del Santo Oficio que denunciaba la presencia en sus escritos de «ambigüedades y hasta errores graves en materia filosófica y teológica, tales que ofenden la doctrina católica», por lo cual exhortaba a los obispos y a las autoridades académicas «a defender las almas, sobre todo las de los estudiantes de los peligros ínsitos en las obras del padre Teilhard de Chardin y de sus seguidores» (decreto del 30 de junio de 1962), se puede medir toda la magnitud de la traición a la fe y a las almas que estaba realizando Pablo VI, al menos en el plano objetivo. Otro caso escandaloso: la “rehabilitación”, sin retractación alguna por parte de éstos, de los padres M. Zerwick y S. Lyonnet, exegetas jesuitas, a quienes el Santo Oficio había discapacitado otrora por sus evidentes herejías (141). El “espíritu del concilio”, es decir, de la revolución El concilio Vaticano II inauguró su segunda sesión el 29 de septiembre de 1963 bajo el nuevo Sumo Pontífice. No seguiremos aquí la andadura de los trabajos conciliares ni el de la aprobación de los documentos finales; al respecto, remitimos al lector a una crónica seria e imparcial de los sucesos, como la ya citada del Padre Wiltgen. Nos limitaremos, en cambio, a hacer notar que el ala modernista del Vaticano II logró casi siempre prevalecer en virtud de la discreta y prudente protección que le brindaba Pablo VI. Decimos „casi siempre‟ porque la reacción de una minoría de 250 Padres fieles a la Tradición católica, que se había agrupado en el Coetus Internationalis Patrum, logró evitar daños irreparables en algunos casos (142). ¿Y la curia romana? A decir verdad, los miembros de la curia intentaron reaccionar al principio, pero muy pronto se dieron cuenta, con estupor, de que los Papas “conciliares” no estaban ya de su parte, es decir, de parte de la Tradición católica, sino que propendían a favorecer a los novadores. Los obispos, cardenales y monseñores de curia se hallaban literalmente desorientados por este hecho inaudito, para el cual no estaban preparados, lo cual paralizó en gran parte su reacción. También el ala liberalmodernista del concilio era harto consciente, por su parte, de dicho hecho, y explotó hábilmente y a fondo la ocasión propicia que se le presentaba de imponerse en todos los aspectos; así, se hizo cargo de hecho de la dirección del Vaticano II. No podemos extendernos sobre este asunto, pero juzgamos útil al respecto referir aquí dos testimonios, por lo menos, que pueden ayudar a comprender mejor el ambiente de sorda rebelión, de cuño conciliarista, que se había instaurado entre los Padres del Vaticano II. El primer testimonio es del padre Wiltgen, que narra lo siguiente en su crónica de la sesión conciliar del 30 de octubre de 1962: «El 30 de octubre [...] el cardenal Ottaviani [prefecto del Santo Oficio; n. de la r ] interviene para protestar contra las modificaciones radicales que algunos pretendían se hiciera sufrir a la misa. Como hablaba sin texto [...] sobrepasó los diez minutos a los cuales se había rogado que se limitaran todos en sus intervenciones [...] El cardenal Alfrink agitó su campanilla, pero el orador estaba tan absorto en su exposición, que no la oyó (a no ser que hiciera oídos sordos deliberadamente). Un técnico desconectó el micrófono a una señal del cardenal Alfrink. El cardenal Ottaviani verificó lo ocurrido rascando su micrófono y, humillado, tuvo que sentarse. El más poderoso cardenal de la Curia había sido reducido al silencio, y los Padres conciliares aplaudieron de alegría» (143). Ante el triste e increíble espectáculo de un obispado mundial que, en su mayoría y en pleno concilio ecuménico, aplaudía de alegría por la derrota simbólica de quien se encargaba oficialmente en la Iglesia de defender la fe y la moral -porque tal era el prefecto del Santo Oficio-, no puede uno dejar de sentirse sobrecogido de espanto y concluir, con monseñor Marcel Lefebvre, que, «en cierto momento, Satanás se adueñó del concilio» (claro que con el permiso de Dios y en castigo de una cristiandad que se había adormecido en su bienestar y carecía de amor a la verdad). El segundo testimonio, también a propósito del increíble ambiente de embriaguez revolucionaria en que obraban los “Padres conciliares” y en confirmación de éste, es el de Joseph Ratzinger -cardenal a la sazón, neoteólogo, luego prefecto del ex Santo Oficio y Papa en la actualidad-, quien había participado en el Vaticano II como teólogo personal del cardenal Frings, arzobispo de Colonia: «Se hacía cada vez más fuerte la impresión -escribía, en efecto, el entonces cardenal Ratzinger- de que en la Iglesia no había nada estable, de que todo podía revisarse. Parecía que el Concilio se asemejaba cada vez más a un voluminoso parlamento eclesiástico, que podía cambiarlo y trastornarlo todo a su gusto. Era evidentísimo que crecía el resentimiento para con Roma y la Curia, que se manifestaban como el auténtico enemigo de toda novedad y progreso. Las discusiones conciliares acusaban cada vez más el típico cariz del parlamentarismo moderno [...] Para los creyentes constituía un fenómeno extraño: sus obispos parecían mostrar en Roma una cara diferente de la que exhibían en casa. Pastores a los que se había reputado hasta aquel momento por rígidos conservadores se revelaban de repente como voceros del progresismo; pero ¿era harina de su costal?» (144). No era harina de su costal, en efecto, como lo da a entender entre líneas el cardenal Ratzinger, sino del de los siempre: de Lubac, Congar, Rahner, Küng y compañía, a quienes Juan XXIII y Pablo VI habían llamado al concilio como “expertos” para que lo impregnasen de neoteología, con la mira puesta en la insensatez de experimentar en el cuerpo vivo de la Iglesia las utopías neomodernistas, que habían sido cultivadas con obstinación durante largos años. Errores y ambigüedades intencionadas en los textos conciliares Arrastrados por los “sesudos” teólogos de los episcopados del norte de Europa y por el valimiento de cardenales de gran calibre, quienes eran también partidarios ciegos de aquéllos (tipo Döpfner, Bea, Künig, Frings, Tisserant, Suenens, Léger, Alfrink y otros), la mayoría de los Padres conciliares terminó por aprobar, con el aval determinante del Papa Montini, unos textos, a veces marcadamente ambiguos, en los que se cuarteaba la doctrina católica, y otros en los que se la negaba al menos indirectamente, bien que entre contradicciones patentes e intencionadas, sobre todo tocante a la identidad y la estructura jerárquica de la Iglesia, el ecumenismo, la libertad religiosa y las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Todo ello entre incoherencias intencionadas, lo repetimos y recalcamos. En efecto, los neoteólogos emplearon con los nuevos textos conciliares, no se puede negar que con éxito, una táctica modernista - vieja pero de eficacia comprobada-, que ya el Papa San Pío X había identificado y denunciado a su tiempo en los términos siguientes: «En los escritos y en los discursos parecen sostener los modernistas, no raras veces, ora una doctrina, ora otra, de suerte que se ve uno fácilmente inducido a juzgarlos vagos e inseguros. Pero todo eso está hecho adrede [...] Así, pues, sucede que en sus libros se encuentran cosas que le cuadrarían bien a un católico, pero al volver la pagina se hallan otras que parecen dichas por un racionalista» (145). Los “topos” de la “Alianza Europea” habían cumplido a la perfección su cometido, sin dejar de observar la mayor prudencia; en efecto, importaba en aquel entonces andar con pasos contados, sin forzar el ritmo, y contentarse las más veces con esconder aquí y allá cargas explosivas en los textos conciliares, para detonarlas más tarde en el momento oportuno. Lo confirma una anécdota que el padre Wiltgen nos da a conocer sobre Schillebeeckx, “neoteólogo” del ala más extremista y contrario a toda prudencia: éste, «ya en la segunda sesión, él le había dicho a un peritus en la Comisión Teológica que lamentaba ver en el esquema [de la Lumen Gentium] lo que parecía ser la opinión liberal moderada sobre la colegialidad; personalmente, él [el padre Schillebeeckx; n. de la r.] era partidario de la opinión liberal extremista. El peritus había replicado: „Nos estamos expresando de forma diplomática, pero después del Concilio extraeremos las conclusiones implícitas en el texto‟. El P. Schillebeeckx consideraba esas prácticas desleales» (146). La herética nouvelle théologie se hace “la teología del Vaticano II” Es de precisar, por último, que gran parte de los obispos presentes en el concilio, aunque estaban inficionados en gran medida por un espíritu de rebelión e independencia en relación con lo que denominaban el “centralismo romano”, se hallaban, en cambio, sustancialmente a oscuras tanto tocante a los auténticos objetivos de los neomodernistas cuanto respecto al contenido específico de su nouvelle théologie. Es lo que nos enseña también el padre Henrici, S. J., cuando escribe que: « [...] los Padres conciliares hubieron de apoyarse, para la “puesta al día”, en el trabajo que los teólogos [„nuevos‟, obviamente; n. de la r.] habían desarrollado ya antes del concilio (podríamos decir que no les quedaba otro remedio) [...] Por último, le dieron al trabajo “teológico” de marras , en los textos aprobados por el concilio, una especie de validación auténticamente eclesial. Tales textos podían parecer nuevos, pero eso se debía sólo a que quienes no participaban en los trabajos (entre los cuales se contaban no pocos Padres conciliares) ignoraban en gran medida el quehacer de los teólogos y el estado de la teología católica [también ella “nueva”; n. de la r.] a finales de la década de los cincuenta, o también a que solamente entonces se reconocían como ortodoxos parte de los resultados de dicho quehacer, que hasta poco antes habían sido objeto de censuras». Y proseguía: «Por ambas razones se explica que precisamente este concilio se convirtiera en gran medida en el “concilio de los teólogos”. Con todo, una cosa hay que tener por segura: el concilio no creó ninguna teología nueva, sino que se limitó a dar a conocer y aprobar la teología que ya existía [la neomodernista; n. de la r.]» (147). El dramático choque entre los católicos y los liberalmodernistas En consecuencia, se verificó en el concilio -seguía manifestando Henrici- un choque inevitable entre la doctrina católica (que él, como buen neomodernista, reducía a mera “tradición romana”) y la gnóstica neoteología: un choque que se saldó con la victoria (temporal, naturalmente) de los neoteólogos, en los cuales la gran mayoría de los Padres conciliares había depositado ciegamente su confianza para la ejecución de la fatídica “puesta al día” querida por el Papa Juan XXIII. Lo que acabamos de decir -afirmaba, en efecto, el padre Henrici- «hace comprender con cuanta dureza chocaron durante el Vaticano II dos tradiciones teológicas distintas, que eran radicalmente incapaces de comprenderse. Y dado que la mayoría de los Padres conciliares habían sido introducidos, directa o indirectamente, en el periodo de sus estudios, en la tradición doctrinal “romana”, se vuelve clara una vez más la función de los teólogos durante el concilio: no pocos obispos tenían que recurrir a ellos para que les dijeran e indicasen cómo podía presentarse una “puesta al día” teológica y pastoralmente responsable del anuncio de la doctrina de la Iglesia» (148). Así, con el apoyo decisivo de Pablo VI, su admirador y protector, lograron los neoteólogos hacer tragar el destilado de sus herejías a una turba de padres conciliares inconscientes y superficiales (es lo menos que se puede decir), con lo que alcanzaron la aprobación “oficial” de las mismas y pudieron hacerlas pasar, de entonces en adelante, por “doctrina de la Iglesia”, así como fulminar, de paso, un diluvio de “excomuniones” -¿por qué no?- contra todo el que osara oponerse a ellas. Un vuelco doctrinal en toda regla. CAPÍTULO 8° LAS “NUEVAS DOCTRINAS” DEL VATICANO II Las “novedades conciliares”, quintaesencia de la nouvelle théologie Examinaremos aquí sucintamente las denominadas “novedades conciliares” aunque sólo analizaremos algunos textos del Vaticano II, a saber: Lumen Gentium, n. 8; Unitatis redintegratio, cap. I, n. 3; Nostra aetate; Dignitatis humanae; Gaudium et spes, y también Lumen gentium, cap. III. En cambio, nos vemos constreñidos a dejar aparte, por motivos de brevedad, tanto otros documentos importantes del Vaticano II -verbigracia: la Dei Verbum-, cuanto algunos sucesos decisivos y gravísimos, como, por ejemplo, las negociaciones informales que mantuvo la Santa Sede, por conducto del cardenal Bea, con los representantes del judaísmo internacional a fin de concertar con ellos una exposición favorable a ésta en el documento Nostra Aetate; o como el asunto de la condena del comunismo por parte del concilio, una condena que se frustró deliberada y escandalosamente dándole un carpetazo descomunal a la petición que habían presentado 450 Padres conciliares... (obedecía tal maniobra a motivos ecuménicos: era la condición impuesta por el gobierno soviético para autorizar la presencia en el Vaticano II, en calidad de “observadores”, de los representantes del patriarcado “ortodoxo” de Moscú). 1) Lumen Gentium La constitución dogmática Lumen Gentium afirma lo siguiente: «... la única Iglesia de Cristo [...] constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» (149). Se trata de una sola palabra (“subsiste”), pero de una palabra bajo la que yace una cuestión de fe de las más graves. En efecto: la doctrina católica ha identificado siempre a la única y verdadera iglesia de Cristo con sola la Iglesia católica romana, con exclusión de las diferentes sectas heréticas y cismáticas que se han separado de ella a lo largo de los siglos. Constituye ésta, en último análisis, la cuestión más importante de la vida de todo hombre, o sea, la de la religión verdadera y la de la Iglesia en la que podrá hallar realmente la salvación eterna. La voz de la Tradición y de los Padres siempre ha sido unánime a este respecto. «El hombre no puede alcanzar la salvación eterna sino en la Iglesia católica», recordaba San Agustín de Hipona, mientras que «fuera de la iglesia lo puede todo, menos salvarse: puede conseguir cargos; puede recibir los sacramentos; puede cantar el „aleluya‟; puede responder „amén‟; puede tener el evangelio; puede tener fe y predicar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; pero en ningún lugar sino en la Iglesia podrá alcanzar la salvación» (150). El esquema de la Comisión Preparatoria del concilio había afirmado con claridad la doctrina perenne al corroborar que «la Iglesia de Cristo es la Iglesia católica» (151). Los neomodernistas, en cambio, lograron introducir en el nuevo texto conciliar precisamente el “subsiste” (subsistit) que mencionamos antes, con lo que abrieron las puertas a la demolición de la Iglesia y a la ruina eterna de todos, católicos y acatólicos, mediante el ecumenismo actual, que considera que todas las confesiones heréticas y cismáticas -“ortodoxos”, anglicanos, luteranos, etc.- forman parte ya, si bien no de un modo pleno, de la Iglesia única de Cristo, en la cual la Iglesia católica se limita, al decir de aquél, nada más que a “subsistir”, aunque sin identificarse ya con ella de manera exclusiva. El objetivo de la maniobra saltaba a los ojos: cambiando y manipulando arteramente la verdad se eliminaba la necesidad de reconvenir a los “hermanos separados” para que abjuraran de sus herejías y se convirtieran; se les daba, al mismo tiempo, una clara señal del cambio de actitud de la Iglesia respecto a ellos (de la nueva “iglesia conciliar”, no de la católica) con vistas a la unión en la superiglesia ecuménica del futuro. Por lo demás, hasta la conocida revista La Civiltá Cattolica, que también se halla hoy alineada, “por obediencia”, con el neomodernismo, se vio obligada a admitir, en un artículo del padre Mucci, S. J., que el motivo de la traición era rigurosamente ecuménico: «Así, pues, el paso del est al subbsistit in», reconocía el padre Múcci, «se verificó en aras de superiores finalidades ecuménicas» (152). 2) Unitatis Redintegratio En lógica sintonía con el escamoteo de Lumen Gentium, n. 8, el decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio afirma de manera increíble: «Por consiguiente, aunque creemos que las iglesias y comunidades separadas [o sea, las sectas heréticas y cismáticas; n. de la r.] tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehusó servirse de ellas como de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia católica» (153). Nótese que aquí se trata de las sectas mismas en cuanto tales, pero de hecho, tocante a sus miembros, considerados individualmente, la Iglesia admite la posibilidad de que se salven con tal de que se hallen en estado de ignorancia invencible (es decir, no culpable) y de que, con la ayuda de la gracia divina, observen el Decálogo (154). Unitatis Redintegratio, en cambio, asciende a las sectas heréticas y cismáticas (que son auténticas “estructuras de pecado” por el hecho de contraponerse a la única Iglesia verdadera) al rango de verdaderas iglesias de Cristo, dispensadoras de gracia a par de la Iglesia católica. También la falsa doctrina de Unitatis Redintegratio lleva, pues, a negar transversalmente -según la habitual táctica sinuosa de los modernistas- el dogma de fe que define a la Iglesia católica como el arca única de la salvación (155). 3) Nostra Aetate HINDUISMO Y BUDISMO Los Padres conciliares le anunciaban al mundo, en la declaración Nostra Aetate sobre las religiones acristianas, que habían descubierto por fin nada menos que la bondad sustancial de las demás religiones (y ello, a su parecer, después de un sueño letárgico del magisterio que se había dilatado por... ¡dos mil años!), precisamente de aquellas que la oscurantista iglesia “preconciliar”, por el contrario, había considerado y condenado constantemente como religiones falsas. «En la gran tradición misionera -admitía asimismo el padre Piero Gheddo, conocido misionero “conciliar”- se veía a las grandes religiones acristianas como “paganismo”, como obstáculos a la difusión del mensaje cristiano. También grandes santos y misioneros como Francisco Javier y Mateo Ricci profirieron palabras encendidas contra el hinduismo, el budismo, el taoísmo y el confucianismo» (156). Los “Padres del Vaticano II”, en cambio, siempre teleguiados por los neoteólogos, no vacilaron en engañar al pobre “pueblo de Dios” diciéndole, p. ej., que, en el hinduismo, «[...] los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, ya sea mediante las modalidades de la vida ascética, ya sea a través de profunda meditación, ya sea buscando refugio en Dios con amor y confianza» (157). Todo lo cual era poco todavía en comparación con el budismo, en el cual, según los “Padres del Vaticano II”, «se enseña» ni más ni menos que «el camino por el que los hombres, con un espíritu devoto y confiado, pueden adquirir, ya sea el estado de perfecta liberación, ya sea la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos o apoyados en un auxilio superior» (158). Sentimos curiosidad por saber qué pensaban los susomentados “Padres conciliares” y sus “peritos” del tantra-yoga y del shaktismo hinduistas, o del tantrismo budista, como el vajrayana -nada más que por limitarnos a estos tres únicos ejemplos-, en los que se instruye a los adeptos para que alcancen la “perfecta liberación” y la “suprema iluminación” por medio de prácticas mágicas y erótico-orgiásticas, consecuencia lógica, por lo demás, de las premisas filosóficas de ambas gnosis anticristianas, auténtico popurrí pseudorreligioso en el que acaba por anegarse toda racionalidad (entre otras cosas, no se admite en ellas ningún Dios personal, porque el “Brahmán” hinduista es “impersonal” por naturaleza, al paso que el budismo es sustancialmente agnóstico: ¡todo lo contrario del refugio en Dios con amor y confianza!). Sea como fuere, temiendo que el desventurado “pueblo de Dios”, aún anclado anacrónicamente en las “viejas verdades” preconciliares, no hubiese aprehendido bien la nueva doctrina del Vaticano II sobre la masónica y modernista bondad sustancial de todas las religiones, los “Padres” susodichos precisaban, para conjurar cualquier posibilidad de confusión, que «la Iglesia católica [...] considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (159). En cambio, la Iglesia católica, la auténtica, ha enseñado siempre que las verdades más o menos numerosas que se hallen presentes por ventura en un sistema religioso falso no lo hacen bueno, sino que, por el contrario, al enmascarar sus errores, sirven para engañar mejor a los incautos y a los desprevenidos; justo al revés que los “Padres del Vaticano II”, quienes osaban proclamar sin pudor el respeto que sentía la Iglesia, no por las personas -párese mientes en ello-, sino precisamente por esos vanos y a menudo inmorales “preceptos” y por esas “doctrinas” falsas que aún hoy mantienen subyugados a miles de millones de seres humanos y ponen en peligro su salvación eterna (lo crea o no la jerarquía “conciliar”). Nótese, por último, en Nostra Aetate, la nueva noción, neomodernista, de la “misión”. En efecto: la Iglesia, al decir de los inefables “Padres del Vaticano II”, «tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es „el camino, la verdad y la vida‟ (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa» (160). En resumidas cuentas y para quien no lo hubiera entendido todavía: los acristianos son ya gratos a Dios tal y como son, en opinión de los neomodernistas, por lo que su posible conversión no pasa de ser una opción con vistas a la consecución de una perfección mayor (la “plenitud de la vida religiosa” que se mencionó más arriba). EL ISLAM Una vez que habían arrancado, los “Padres conciliares” no se detuvieron, sino que pasaron a tejer el elogio del islam afirmando textualmente y con una desfachatez y desvergüenza absolutas que «la Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios [...] que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma, como se sometió a Dios Abrahán, a quien la fe islámica mira con complacencia [...] Por tanto, aprecian la vida moral y honran a Dios, sobre todo, con la oración, las limosnas y el ayuno» (161) A decir verdad (esa verdad que, evidentemente, la óptica evolucionista de los Padres conciliares y sus neoteólogos juzgaban ya “superada”), si los musulmanes adoraran en realidad “al único Dios (...) que habló a los hombres”, y no a la caricatura que el Alcorán brinda de Él, no negaría la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, quien se expresó al respecto con una claridad extrema: «Aunque el Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre, que lo envió» (162). Con efecto, es hijo de Abrahán no quien se jacta de descender de él según la carne, sino tan sólo quien tiene la fe de Abrahán, el cual creyó ni más ni menos que en el Cristo que había de venir, y, como dijo el propio Jesús, «se regocijo pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (163). El Apóstol de las gentes afirmó después, para evitar cualquier posibilidad de confusión: «Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa» (164). En cuanto a la “vida moral” que contempla el Alcorán, el cual admite y legaliza la poligamia, el concubinato, el divorcio, la esclavitud, y promete para la otra vida -sólo para variar- un “paraíso” de placeres sensuales con innumerables “huríes” (concubinas “celestiales”) a disposición de los elegidos... bueno, nada tiene de extraño que los agarenos la “aprecien” sobremanera. Y luego, quien sabe si la “estima” que los “Padres del Vaticano II” profesaban a los islamitas se extendía asimismo a las siguientes azoras alcoránicas: « [...] Y los cristianos dicen: „El Ungido es el hijo de Dios‟. Eso es lo que dicen de palabra. Remedan lo que ya antes habían dicho los infieles. ¡que Dios los maldiga! ¡Cómo pueden ser tan desviados! Han tomado a sus doctores y a sus monjes, así como al Ungido, hijo de María, como señores, en lugar de tomar a Dios, cuando las órdenes que habían recibido no eran sino de servir a un Dios Uno. ¡No hay más dios que Él! ¡Gloria a Él! ¡Está por encima de lo que Le asocian [es decir, de Nuestro Señor Jesucristo; n. de la r.]» (165). «¡Combatid contra quienes, habiendo recibido la Escritura [o sea, judíos y cristianos; n. de la r.], no creen en Alá ni en el último Día, ni prohíben lo que Dios y su Enviado [Mahoma; n. de la r.] han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que, humillados, paguen el tributo directamente!» (166). LOS JUDÍOS INCRÉDULOS Nostra Aetate trata en su última parte del pueblo judío en los increíbles términos siguientes: «[...] No obstante, según el Apóstol, los judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf. Rom 11, 28-29)» (167); «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo (cf. Jn 19, 6), sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar cosa que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la palabra de Dios» (168). Los “Padres del Vaticano II” mandaban así al estrado de los imputados a doscientos sesenta Papas (desde San Pedro Apóstol a Pío XII), a veinte concilios ecuménicos, a todos los Padres de la Iglesia y a legiones de santos y doctores de la misma bajo la acusación -bien que indirecta, como siempre, según el mejor estilo modernista- de haber enseñado a lo largo de dos mil años -o, en todo caso, haber dejado que se enseñara durante tan dilatado espacio de tiempo- una doctrina que “no está conforme con la verdad evangélica ni con el espíritu de Cristo”. Todos estos habían falseado la verdad, al decir de los “Padres” de marras (tanto aquí como en otros lugares y en otros campos). Aquí, al igual que en otras partes, el Espíritu Santo había abandonado a la Iglesia, según parece, durante casi dos mil años, contra todas, las promesas divinas, hasta el redescubrimiento que hicieron del “verdadero cristianismo” los “Padres del Vaticano II” a la zaga de Blondel, de Lubac y compañía. No obstante, para hacerle tragar también esta herejía al “pueblo de Dios”, los “Padres del Vaticano II” deberían haber quitado de la circulación un buen número de fastidiosos pasajes neotestamentarios que podrían turbar el nuevo idilio ecuménico cato-judaico recién inaugurado, como, p. ej., los siguientes: - «Por eso os digo que os será quitado el reino de Dios y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos» (169). - «É1 les decía: Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Os dije que moriríais en vuestro pecado, porque, si no creyereis, moriréis en vuestros pecados» (170). - «Hermanos, os habéis hecho imitadores de las iglesias de Dios en Cristo Jesús, de Judea, pues habéis padecido de vuestros conciudadanos, lo mismo que ellos de los judíos, de aquellos que dieron muerte al Señor Jesús y a los profetas, y a nosotros nos persiguen, y que no agradan a Dios y están contra todos los hombres; que impiden que se hable a los gentiles y se procure su salvación. Con esto colman la medida de sus pecados. Mas la ira viene sobre ellos y está para descargar hasta el colmo» (171). - «[...] pero viendo los judíos a la muchedumbre, se llenaron de envidia, e insultaban y contradecían a Pablo. Mas Pablo y Bernabé respondían valientemente diciendo: „A vosotros os habíamos de hablar primero la palabra de Dios, mas puesto que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volveremos a los gentiles» (172). - «Al ángel de la iglesia de Esmirna escribe: Esto dice el primero y el último, que estuvo muerto y ha vuelto a la vida: Conozco tu tribulación y tu pobreza, aunque estás rico, y la blasfemia de los que dicen ser judíos y no lo son, antes son la sinagoga de Satán» (173). Es evidente, pues, que los judíos sobre los cuales cae la condena divina no son sólo los que materialmente fueron promotores y cooperadores de la crucifixión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, como quería dar a entender Nostra Aetate, sino, además, todos los demás en la medida en que persisten en su obstinado repudio del Hijo de Dios. Si luego los judíos -como afirma Nostra Aetate torciendo con violencia el sentido de la epístola a los Romanos en los capítulos 9, 10 y 11- «son todavía [estas dos palabras, con todo, no figuran en San Pablo] muy amados de Dios [...] porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación», es evidente que lo son sólo en cuanto pueblo que, al final, en los últimos tiempos, se convertirá en cuanto tal, después de que «entrase la plenitud de las naciones» (174). Hasta entonces, sin embargo, los judíos descreídos siguen siendo “ramas desgajadas” del olivo bueno del Israel de los patriarcas (no el rebelde a Cristo), sobre el cual, en cambio, se han injertado los verdaderos creyentes, esto es, los paganos convertidos al cristianismo (175). San Pablo mismo afirma, en el mismo lugar, en confirmación de lo dicho, que él predica el evangelio «por ver si despierto la emulación de los de mi linaje [los judíos, obviamente] y salvo a algunos de ellos» (176). Así que la conversión sigue siendo, tanto para los judíos cuanto para gentiles, el único camino de salvación: «Considera, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad para con los caídos [los judíos descreídos], para contigo la bondad, que de otro modo tú también serás desgajado. Mas ellos, de no perseverar en la incredulidad, serán injertados» (177). Basta echar una ojeada a los susomentados capítulos de la epístola a los Romanos para juzgar de la honestidad intelectual, por no hablar de la fe, de los redactores de Nostra Aetate y de los “Padres del Vaticano II”. 4) La Dignitatis Humanae El enésimo vuelco doctrinal se verificó en la declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa, en la que los Padres conciliares y los redactores del documento (sobre todo el jesuita Courtney Murray, Monseñor Pavan y el dominico Hamer) proclamaban de manera increíble, oponiéndose con desfachatez a las condenas constantes de la Santa Sede al respecto, que «la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa [...] y esto de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además [el concilio Vaticano II], que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana [...] Este derecho [...] ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que llegue a convertirse en un derecho civil» (178). El documento conciliar remachaba más adelante: «Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza, por lo cual el derecho a esta inmunidad permanece en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella, y su ejercicio no puede ser impedido con tal de que se guarde el justo orden público» (179). La Dignitatis Humanae afirmaba, pues, que todo el mundo goza del derecho tanto a profesar en público una religión falsa cuanto a difundirla activamente, y lo calificaba de derecho inalienable en cuanto que se funda, al decir de ella, en la dignidad de la naturaleza misma del hombre. Pero, en cambio, el magisterio constante de la Iglesia se había expresado siempre en sentido diametralmente opuesto. Así lo resumía el Papa León XIII: «Si la inteligencia asiente a opiniones falsas, y si la voluntad atiende y se abraza al mal, ni una ni otra alcanzan su perfección, antes decaen de su dignidad natural y se pervierten y corrompen, de donde se sigue que no debe ponerse a la luz y a la contemplación de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y mucho menos favorecerlo y ampararlo con las leyes» (180). También el Papa Pío XII corroboraba por enésima vez -sólo nueve años antes del inicio del concilio Vaticano II- la doctrina católica perenne: «Lo que no corresponde a la verdad y a la ley moral no tiene objetivamente derecho alguno a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción» (181). Según la Dignitatis Humanae, en cambio, también la secta de los “Niños de Dios” (que ahora se hace llamar “Familia de amor”), que practica la pedofilia y la prostitución sagrada, o hasta los seguidores de las sectas satánicas (¿con base en qué lógica discriminarlos de los demás derechohabientes?), así como cualquier otro grupo con ínfulas de “confesión religiosa”, tienen realmente derecho a que no se les impida hacer el mal (una vez puesto en salvo, ciertamente, el hipócrita “justo orden público”, o sea, la mera legalidad externa en manos de un Estado agnóstico, es decir, ateo en la práctica). Tan es así en opinión del documento conciliar, que éste sigue insistiendo en la misma línea y precisa que «se hace, pues, injuria a la persona humana y al orden que Dios ha establecido para los hombres si se niega a aquélla el libre ejercicio de la religión en la sociedad, siempre que quede a salvo el justo orden público» (182); y añade que «la autoridad civil [...] excede sus límites si pretende dirigir o impedir los actos religiosos» (los externos y públicos, obviamente) (183). En consecuencia: a) Al decir de la Dignitatis Humanae, la santa Iglesia católica hizo “injuria”, durante casi dos milenios, “a la persona humana y al orden que Dios ha establecido”, visto que siempre negó, por un lado, el derecho al ejercicio público de las religiones falsas, y, por el otro, inculcó siempre el principio según el cual el Estado, habida cuenta de la posibilidad de distinguir la religión verdadera de las falsas, tiene tanto el deber de reconocer y apoyar a la religión católica, incluso jurídicamente, como la única verdadera, cuanto la obligación paralela de impedir el ejercicio público de los cultos falsos (los cuales, como mucho, pueden ser sólo tolerados, aunque en ciertos casos deban serlo con objeto de evitar males mayores; párese mientes en que lo que se tolera no deja de ser algo falso y malo, mientras que sólo goza de derechos lo que tiene carácter de bueno y verdadero). b) La Dignitatis Humanae difundía el agnosticismo estatal, esto es, el ateísmo práctico del Estado, pues a éste, al decir de aquélla, no le corre deber alguno en relación con la religión verdadera, así como tampoco tiene la obligación de conformar sus leyes con las de Cristo, sino que debe estar por encima de las partes siempre en opinión de la Dignitatis Humanae - para que «no se establezca» entre los ciudadanos «ninguna discriminación» por motivos religiosos (184). Pero, le preguntaríamos de buen grado a la jerarquía “conciliar”, promotora de este descarado liberalismo “católico”: una vez aprobado el agnosticismo-ateísmo del Estado, una vez declarada la presunta incapacidad o incompetencia de este último para emitir juicios en materia religiosa (es decir, para distinguir entre la verdad y el error y, por ende, entre el bien y el mal), ¿cómo se puede pretender luego que dicho Estado se regule según la justicia, esto es, que establezca «un orden público justo»? (185). Son evidentes los absurdos y las contradicciones de la Dignitatis Humanae, igual que están hoy a la vista de todo el mundo los resultados concretos y tremendos de esta ideología cato-liberal que los “Padres del Vaticano II” quisieron imponer en la Iglesia para agradar al “mundo moderno” y en contradicción con el magisterio perenne de la misma: el laicismo-ateísmo del Estado, tan exaltado por los “Padres conciliares”, triunfa hoy por doquier saboteando la Iglesia, corrompiendo las almas, y destruyendo la sociedad católica y las familias -aunque siempre con la sonrisa en los labios y como quien no quiere la cosa- por medio de la difusión de la pornografía a manos llenas y por todas partes, de la promulgación de leyes divorcistas y abortistas, de una escuela pública que produce sin interrupción nuevos ciudadanos “democráticos” empapados hasta la médula de ideas masónico-iluministas, etc. (y se ríe, además, a carcajada tendida pues si no, ¿qué clase de “laicismo estatal” sería?- de todos los llamamientos y de las ya estériles y contradictorias lamentaciones de los “Papas conciliares” en materia de divorcio, aborto, contracepción, homosexualidad, pornografía, manipulaciones genéticas, eutanasia, liberalización de la droga, etc.). c) Con todo y eso, los redactores de la Dignitatis Humanae alcanzaban la cota más alta de desvergüenza en el proemio de la misma (una especie de postizo “tranquilizador” que Pablo VI hizo añadir para aplacar a los opositores que había en el aula conciliar), en que se aseguraba que dicha declaración conciliar «deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (186). Basta, en cambio, leer los documentos de la Santa Sede sobre el asunto, desde Gregorio XVI a Pío XII -por no hablar de los anteriores-, para darse cuenta de todo lo contrario: todos los Papas precedentes condenaban lo que aprobaban Pablo VI y los “Padres del Vaticano II”, y viceversa. 5) La Gaudium et Spes En la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre el mundo contemporáneo, los Padres conciliares anunciaban al mundo que «El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan de la mayor consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria, pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan una purificación» (187). Esos famosos “valores que hoy disfrutan de la mayor consideración”, de los cuales la Gaudium et Spes hablaba aquí y allá, constituían la misma base ideológica de ésta, y no eran otra cosa que la libertad, la igualdad y la fraternidad (el trinomio “Liberté, Egalité,_ Fraternité” de la masónica Revolución Francesa de 1789). La Gaudium et Spes era, en resumidas cuentas, el documento oficial que expresaba la voluntad de los hombres del Vaticano II de reconciliarse con la Revolución de 1776 en los actuales Estados Unidos de América y con la de 1789 en Francia, promotoras ambas de los susodichos “valores”. La decantación del espíritu anticristiano, larvado o virulento, que las había generado (la “purificación” que se mencionó antes) permitiría, al decir de los redactores de la Gaudium et Spes, su admisión en la doctrina y en la praxis de la Iglesia: ésta se reconciliaría plenamente, por fin, con el neopagano “mundo moderno”, que nació precisamente de las revoluciones susomentadas y se halla impregnado de los “valores” de marras. Por desgracia para los “Padres conciliares”, frente a estas admirables perspectivas de reconciliación y de fraternidad universal sobre bases naturalistas y, por ende, masónicas, se erigían las barreras de las múltiples condenas que los Sumos Pontífices habían fulminado contra el espíritu de la Revolución, matriz de los “valores” en cuestión, un espíritu que los Papas demostraron que era inseparable de ésta. He aquí, p. ej., las palabras claras y extremadamente precisas con que el Papa Benedicto XV condenaba las “nuevas ideas” de la Revolución denominada “francesa”, tan queridas de los “Padres del Vaticano II”: «Después de los tres primeros siglos y de los orígenes de la Iglesia, en el curso de los cuales la sangre de los cristianos fecundó toda la tierra, se puede decir que jamás la Iglesia corrió un peligro semejante al que se manifestó a finales del siglo XVIII. Fue entonces, en efecto, cuando una filosofía delirante, prolongación de la herejía y de la apostasía de los novadores, adquirió en los espíritus un poder universal de seducción, y provocó un trastorno total con el propósito determinado de arruinar los fundamentos cristianos de la sociedad no sólo en Francia, sino también, poco a poco, en todas las naciones» (188). Y San Pío X había afirmado, antes aún, desterrando cualquier posibilidad de confusión: «Nuestro cargo apostólico nos obliga a velar por la pureza de la fe y por la integridad de la disciplina católica, a preservar a los fieles de los peligros del error y del mal, sobre todo cuando el error y el mal les son presentados con un lenguaje atrayente, que, ocultando la vaguedad de las ideas y la ambigüedad de las expresiones bajo el ardor del sentimiento y la sonoridad de las palabras, puede encender los corazones a favor de causas seductoras, pero funestas. Tales fueron en otro tiempo las doctrinas de los llamados filósofos del siglo XVIII, las de la Revolución y las del liberalismo, tantas veces condenadas» (189). Pero para los “neoteólogos” autores de la Gaudium et Spes (entre los cuales figuraba asimismo, por desgracia, Monseñor Karol Wojtyla, Padre conciliar a la sazón), todo esto no era más que la “vieja doctrina romana” de la Iglesia del pasado, todavía encerrada en su arcaico “dogmatismo”, la cual debía dejar paso en adelante a la nueva Iglesia conciliar, presta a hacer las paces con todos los enemigos de Dios. Como quiera que sea, una lectura atenta de la Gaudium et Spes permite apreciar la emergencia, en diversos puntos de dicho documento, del espíritu naturalista y antropocéntrico de la Revolución que lo embarga, pese a hallarse inmerso en el acostumbrado contexto “tranquilizador”, aún católico en apariencia. Tal espíritu acatólico, antropocéntrico, salía a relucir, p. ej. -mera punta del iceberg-, en la ambigua afirmación según la cual «creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra han de ordenarse al hombre como a su centro y cima» (190); o en esta otra, con la que se quería hacer creer que el ser humano es fin último de la creación y se contradecía así la enseñanza de la revelación divina, que manifiesta que Dios lo creó todo para sí mismo (191), por lo cual el fin último de toda criatura es Dios, no el hombre: «el hombre [...] es la única criatura terrestre que Dios ha amado por sí misma» (192). La Gaudium et Spes se presentaba, en resumidas cuentas, como un documento que, a despecho de las precauciones que solían adoptar los redactores, quería, evidentemente, romper con la enseñanza de la Iglesia y no reconocer ya las condenas de los Sumos Pontífices contra el mundo moderno, o sea, contra el pensamiento moderno, que quiere colocar al hombre en el lugar de Dios. Por lo demás, el mismo “neoteólogo” Joseph Ratzinger lo admitía sin tapujos: «Si se quiere un diagnóstico global del texto [la Gaudium et Spes; n. de la r.], se podría decir que es (en conexión con los textos sobre la libertad religiosa y sobre las religiones del mundo) una revisión del Sílabo de Pío IX, una suerte de contra-Sílabo [...] Contentémonos aquí con constatar que el texto desempeña un papel de contra-Sílabo en la medida en que constituye un intento de reconciliar oficialmente a la Iglesia con el mundo tal y como se había vuelto éste después de 1789» (193). Sólo resta por comprender con qué lógica pudo Pablo VI referirse más tarde a la “apertura al mundo” programada por el Vaticano II como a «una invasión del pensamiento mundano en la Iglesia» (194) y lamentarse de la presencia del «humo de Satanás», que había penetrado «en el templo de Dios» (195). 6) Lumen Gentium, cap. 3 En el nº 22 del capítulo 3 de la Lumen gentium emergían con evidencia los resultados del esfuerzo titánico que hacían los neomodernistas por menoscabar el primado jurisdiccional del Sumo Pontífice. En efecto: el ala liberalmodernista del concilio logró cuartear el dogma del primado papal de jurisdicción merced a la introducción del concepto de “colegialidad episcopal”, la cual implicaba la necesidad de un gobierno colegial de la Iglesia, es decir, que el Papa debería ponerse casi a par de los obispos desde entonces en adelante y compartir con éstos el gobierno de aquélla, con lo que su primado se reducía a ser nada más que un primado de honor (como primus inter pares, primero entre los iguales). También aquí era evidente el móvil “ecuménico” de los conjurados: una vez eliminado el primado de jurisdicción del Papa (es decir, de gobierno), la Iglesia católica se volvería por fin aceptable también para aquellos -“ortodoxos” y protestantes- que precisamente no querían reconocer entonces, ni quieren hacerlo ahora, la autoridad suprema del vicario de Cristo. Sólo hay una pega al respecto, cosa evidente para todo el mundo menos para los “Padres del Vaticano II”: tamaña iglesia no sería ya la que Nuestro Señor Jesucristo fundó sobre Pedro y sus sucesores, de arte que, por decirlo con Pío XII, todo «se unificaría, sí, pero en la ruina común» (196). La reacción de un grupo de obispos y cardenales, el Coetus Internationalis Patrum que se mencionó supra, logró parar el golpe en parte, y convenció a Pablo VI de que hiciera precisar el sentido del texto incriminado -descartando la interpretación abiertamente democrática de éste que proponían los neomodernistas- mediante la adición de una nota explicativa praevia, la cual, sin embargo, según el clásico estilo montiniano, dejaba intacto el texto del documento (197). Se logró así evitar lo peor, al menos por el momento, pero el sobresalto había sido demasiado fuerte como para que no se verificaran los primeros desplomes de allí a poco. Aunque es verdad, en efecto, que el ala en marcha del concilio no había logrado alcanzar la capitulación completa del papado (cosa, por lo demás, demasiado difícil de conseguir así, de improviso, sin un gradual lavado de cerebro preventivo del clero y los fieles), con eso y todo, había asentado unas premisas sólidas para conseguirlo, comenzando por la introducción en la Iglesia del virus de la democracia sinodal y asamblearia (que se concretó luego en el parlamentarismo del Sínodo de los Obispos, de las Conferencias Episcopales, de los diferentes Consejos -presbiterales, pastorales, etc.-), un virus que se hizo activar más tarde, en el postconcilio; de ahí que la propuesta que hiciera más tarde Juan Pablo II en persona (¡!) de cambiar el modo de ejercicio del primado papal y, por ende, de anonadarlo de hecho -aunque, como de costumbre, discurriendo por caminos transversales y procediendo por etapas-, para complacer así a los herejes impenitentes e irreductibles de siempre (cf. la encíclica Ut unum sint), no constituyera sino el fruto casi maduro de dicha colegialidad herética. Pablo VI, reo confeso: el discurso de clausura del Vaticano II Aunque no se trate de un documento conciliar en sentido estricto, es interesante extractar algunos pasajes, significativos a la verdad, de la homilía que pronunció Pablo VI al clausurar su concilio el día 7 de diciembre de 1965 (198). Exultante de gozo por los resultados alcanzados, al Papa Montini se le escaparon unas confesiones gravísimas que, entre otras cosas, ponían de relieve el espíritu acatólico con que se habían realizado los trabajos conciliares (lo cual habría debido de abrir los ojos a muchos): «El humanismo laico y profano -exclamó Pablo VI- ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se hizo hombre se ha encontrado con la religión -porque tal es- del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, un anatema? Podría haberse dado, pero no se produjo. [...] Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferidle siquiera este mérito al concilio y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros -y más que nadie- rendimos culto al hombre» (199). Era un discurso que se hallaba por entero en los antípodas del grito del Apóstol de las gentes, quien exclamó: «Si alguno no ama al Señor, sea maldito» (200). San Pablo no vacilaba en poner en guardia a los fieles respecto del «hijo de la perdición», el Anticristo, quien, en medio de la apostasía general, se opondría y se alzaría «contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo» (201). Aquí, en cambio, vemos a un Pablo VI que se abre camino con su Vaticano II para abrazarse fraternalmente al humanismo moderno (o sea, a la “religión del hombre que se hace Dios”, como el Anticristo), en vez de anatematizarlo. No más excomuniones, no más Sílabos -triste herencia de los oscuros tiempos preconciliares-, sino una unión híbrida y sacrílega entre catolicismo y mundo anticristiano, entre la Iglesia y las ideas de la Revolución. Llegados a este punto, no era difícil prever lo que sucedería: una vez abatidas las barreras entre la Iglesia y el mundo, o sea, las barreras entre la verdad y el error y, por ende, entre el bien y el mal, el rebaño se dispersaría. Al mismo tiempo, los Papas “conciliares”, engatusados por una falsa teología y engañados por las maquinaciones de los enemigos jurados de la Iglesia, se trocarían, poco a poco, de vicarios de Cristo en capellanes del masónico Nuevo Orden Mundial, en los nuevos pontífices de una novísima superiglesia ecuménica y liberal reducida a mero “cártel”, a lugar de encuentro de todas las religiones. La paz sobrenatural que prometió Jesucristo a sus fieles se trocaría en una paz completamente terrenal que uniría a todas las gentes, sí, pero en la apostasía común, de la cual parece que fue nada más que un primer signo el encuentro interreligioso de oración que se celebró en Asís, en 1986. La “prueba del nueve” No se puede, pues, negar honestamente -a menos de querer negar la evidencia- que el concilio Vaticano II recogió en sus principales documentos, más o menos mimetizadas, gran parte de las exigencias, ora de los primeros modernistas, ora de sus epígonos de la nouvelle théologie. Sea de ello lo que fuere, nos parece interesante transcribir aquí algunas declaraciones significativas que hicieron al respecto tanto exponentes cualificados de la nouvelle théologie, hoy triunfante, cuanto fuentes y personalidades del dominio masónico y comunista. a) En el verano de 1976, p. ej., L'Osservatore Romano (diario oficioso de la Santa Sede) consagraba, en su famosa “tercera página”, un artículo a celebrar al conocido modernista Tommasso Gallarati-Scotti, en el que se reconocía, entre otras cosas, que «en sus últimos años, recibió un gran consuelo del Concilio Vaticano II, porque sintió que las amarguras que había experimentado de joven [a causa de la condena del modernismo; n. de la r.] no las había sufrido en vano: la Iglesia se encaminaba por una senda áspera y difícil, en la cual, sin embargo, se volvían realidad viva muchas cosas que en aquel tiempo se deseaban» (202). Pero si el Vaticano II constituyó un consuelo para Tommasso Gallarati-Scotti, modernista impenitente, y si L'Osservatore Romano podía elogiar tranquilamente a este último en la era postconciliar, debería estar más claro que el agua -al menos para quien no quiera cegarse voluntariamente- cuál es el juicio que ha de darse sobre un concilio que hizo se volvieran “realidad viva” las exigencias modernistas, así como debería ser evidente quién manda hoy en la Iglesia. b) Por su parte, el subversivo dominico Yves Congar (a quien se creó cardenal más tarde, evidentemente por los “méritos” que había contraído) exultaba al afirmar que, con el Vaticano II, «la Iglesia ha hecho su pacífica revolución de octubre» (203). Lo cual, como solía decir Guareschi irónicamente, es bello e instructivo; o, mejor dicho, es más instructivo que bello. c) Edward Schillebeeckx, O.P., por último, era más explícito aún que de ordinario: «[...] El Vaticano II fue una especie de confirmación de lo que habían hecho los teólogos [neomodernistas; n. de la r.] antes del Concilio: Rahner, Chenu, Congar y otros; [...] no fue, en modo alguno, el punto de partida de una nueva teología, sino sólo el sello de lo que algunos teólogos habían hecho antes del Concilio; de unos teólogos que habían sido condenados, alejados de la enseñanza, mandados al exilio, cuya teología triunfó en el Concilio [...] El Concilio fue un compromiso. Por un lado, fue un Concilio liberal, que consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia, de la libertad. El Concilio aceptó todas las grandes ideas de la Revolución Americana y de la Francesa, que habían sido combatidas por generaciones de Papas, todos los valores democráticos. Por el otro, el Concilio no pudo dar una respuesta a los fermentos de revuelta que ya se anunciaban [...] Aceptó un poco nuestra teología, confirmándonos en nuestra investigación teológica. Nos sentimos libres como teólogos y liberados de las sospechas, del espíritu de inquisición y condena. Pesaba sobre nosotros el espíritu de la Humani generis (1950), la encíclica de Pío XII que condenó Le Saulchoir y La Fourviére: las escuelas de los dominicos y de los jesuitas [de Congar, Chenu, de Lubac y sus socios; n. de la r.] Todos nosotros éramos sospechosos antes del Concilio y éste nos liberó» (204). Hablando de claridad... d) «La extraordinaria apertura del Concilio -escribía el número especial de Propaganda, órgano del Partido Comunista Italiano, con ocasión del congreso de éste de 1964-, a la que se compara, con razón, con los Estados Generales de 1789, ha mostrado a todo el mundo que la vieja Bastilla político-religiosa se ha visto sacudida en sus cimientos [...] Ha surgido una posibilidad, imprevista hasta ahora, de acercarnos, con maniobras adecuadas, a nuestra victoria final» (205). e) También Yves Marsaudon, alto dignatario masónico de la Gran Logia de Francia, entonaba su peán por el triunfo de los “valores” masónicos que ya había acogido el Vaticano II: «Si existieran aún algunos islotes no muy lejanos, en el pensamiento, de la época de la Inquisición, serían anegados con fuerza en la pleamar del ecumenismo y del liberalismo, una de cuyas consecuencias más tangibles será la reducción de las barreras espirituales que todavía dividen al mundo. Hacemos votos de todo corazón por el éxito de la Revolución de Juan XXIII» (206). Y, para quien no estuviese aún convencido, he aquí el gran final: «Los cristianos no deberán olvidar que todo camino [toda religión; n. de la r.] lleva a Dios [...] y habrán de mantenerse en esta valiente noción de libertad de pensamiento que se ha extendido magníficamente sobre la cúpula de San Pedro -puede hablarse verdaderamente al respecto de una revolución que partió de nuestras logias masónicas-». Y como ello había acontecido merced al Vaticano II, naturalmente, Marsaudon no andaba escaso de razón al concluir, exultante: «todo masón digno de tal nombre [...] no podrá por menos de alegrarse sin la menor reserva de los resultados irreversibles del Concilio» (207). “Sin la menor reserva”. ¿Está claro? Están en buena compañía los sostenedores a ultranza del Vaticano II, de la nueva “Iglesia conciliar” y del “irreversible camino ecuménico”. El “ralliement” [acuerdo, adhesión] de la “Iglesia conciliar” con la masonería Una vez alcanzado este punto, debería estar claro para todo el mundo el motivo por el que, a la muerte de Pablo VI, el Gran Maestre del Gran Oriente italiano (y también “obispo” en Italia de la esotérica Iglesia Gnóstica), Giordano Gamberini, pudo escribir en loa del Papa Montini: «Para nosotros es la muerte de quien hizo caer la condena de Clemente XII y de sus sucesores; es decir: es la primera vez -en la historia de la masonería moderna- que muere el jefe de la mayor religión occidental no en estado de hostilidad con los masones. [...] Por vez primera en la historia, los masones pueden rendir homenaje al túmulo de un Papa sin ambigüedades ni contradicciones» (208). Por lo demás, la apertura que obró el Vaticano II a los “valores” del iluminismo y de “dos siglos de cultura liberal” (cardenal Ratzinger), con la consiguiente política de la mano tendida a la masonería, que es su custodio y representante más acreditado, había sido programada con mucha antelación. Es lo que nos da a conocer un conocido religioso paulino, el padre Rosario Expósito (abiertamente filomasón), quien escribía lo siguiente en una carta que remitió al susodicho Gran Maestre Gamberini y que se publicó en La Rivista Massonica: «Estimado Gamberini: Me gustó, a despecho de su frialdad cartesiana, tu editorial [sobre la muerte del Papa Pablo VI; n. de la r.] Creo que a él le habría sido Í grato también; tampoco él tuvo miedo de nada [...] El padre dominico Félix Morlion, muy conocido por ser el fundador de la Universidad Internacional Pro Deo [...], me confiaba un día que había hablado con el entonces Monseñor G. B. Montini de las relaciones desastrosas que corrían entre la Iglesia y la masonería. Montini le dijo: „Antes de que pase una generación se habrá hecho la paz entre las dos sociedades‟. Referí el episodio, aunque sin nombrar al Pontífice, en un artículo publicado en Vita Pastoral en el mes de diciembre de 1974. Ahora que el Pontífice ha muerto, no hay motivos para seguir manteniendo el secreto. Y su previsión -casi diría su decisión- se verificó plenamente...» (209). La “paz” se hizo, en efecto, según hemos visto, pero al precio de la rendición incondicional de la Iglesia, en nombre de la cual el Papa Montini y los hombres del Vaticano II, después de la obra de hundimiento que había iniciado Juan XXIII, aceptaron e impusieron a los fieles, abusando de su autoridad, precisamente ese liberalismo y ese laicismo de Estado (Dignitatis Humanae), ese falso ecumenismo (Lumen Gentium 1, 8; Unitatis Redintegratio; Nostra Aetate) y esa mentalidad democrática y antropocéntrica que habían sido siempre la enseña de la ideología masónico-laicista. El estandarte de los “hijos de la viuda”, como gustan de definirse los masones, había sido izado triunfalmente sobre la cúpula de San Pedro. Ya se había inoculado el sida iluminista y neomodernista en las venas del mundo católico, por lo que todas sus defensas inmunitarias se desdomarían una tras otra. CAPÍTULO 9º JUAN PABLO II, UN PARTIDARIO DE LA “NEOTEOLOGÍA” Un admirador de Henri de Lubac y de los neoteólogos Pablo VI moría el 6 de agosto de 1978 en la villa pontificia de Castelgandolfo, significativamente llorado por los masones del Gran Oriente de Italia. Tras el breve paréntesis del pontificado del Papa Luciani, que duró apenas 33 días, el 16 de octubre de 1978 era elevado al solio pontificio el cardenal Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia (Polonia). A decir verdad, el mismo nombre elegido por el nuevo Papa -Juan Pablo II- no dejaba presagiar nada nuevo, y constituía una clara señal de su voluntad de seguir andando a toda costa por el desastroso “camino conciliar” que habían trazado Juan XXIII y Pablo VI. Además, las personas mejor informadas sabían que ya durante los trabajos del Vaticano II las posiciones del entonces Monseñor Wojtyla se habían delineado claramente a favor de las funestas novedades conciliares, quintaesencia del liberalismo y de la neoteología. Más aún: Monseñor Wojtyla había sido miembro entusiasta de la comisión encargada de la redacción de la Gaudium et Spes, o sea, de ese documento conciliar que el cardenal Ratzinger definió después como un auténtico “contrasílabo”. También el entonces Monseñor Karol Wojtyla expresó a boca llena durante el concilio, como refiere el eclesiástico Mieczyslaw Malinsky, viejo amigo y compañero suyo de seminario clandestino, su admiración por los peores peritos conciliares neomodernistas: Henri de Lubac, Yves Congar, Karl Rahner y Hans Küng (210). ¿Acaso Monseñor Karol Wojtyla desconocía las condenas que Pío XII y los Papas precedentes habían fulminado contra el liberalismo y el modernismo (tanto el viejo cuanto el nuevo)? Es realmente impensable. No resta sino concluir que, por desgracia, Monseñor Wojtyla había efectuado su elección, a sabiendas, en favor de de Lubac y de sus amigos neomodernistas, y, por ende, en contra del Papa Pío XII y de sus predecesores. Por lo demás, muchos de los actos posteriores que realizó durante su pontificado confirmaron, según parece, esta triste realidad, como, por ejemplo: - Durante su viaje pastoral a Francia, en 1980, Juan Pablo II, al divisar a Henri de Lubac entre los presentes, interrumpió el discurso oficial que estaba pronunciando para decir: «Inclino la cabeza ante el padre Henri de Lubac, teólogo jesuita que iba a la cabeza, junto con el padre Congar, de los que tenían dificultades con Roma antes del periodo conciliar» (211). - Más de veinte años después Juan Pablo II escribía lo siguiente en su libro-entrevista Cruzando el umbral de la esperanza: «Así, pues, me encontré ya durante la tercera sesión [del Vaticano II; n. de la r.] en el equipo que preparaba [...] el documento que se convertiría luego en la constitución pastoral Gaudium et spes [...] Mucho debo en particular al padre Yves Congar y al padre Henri de Lubac. Recuerdo todavía hoy las palabras con que este último me animó a perseverar en la línea que había yo definido durante las discusiones. Esto sucedía cuando las sesiones se desarrollaban ya en el Vaticano. Desde aquel momento estreché una especial amistad con el padre de Lubac» (212). - Como veremos, parece ser que Juan Pablo II concretó progresivamente, a lo largo de su pontificado, esa admiración suya y... saldó su deuda elevando a la dignidad cardenalicia tanto a de Lubac cuanto a Congar, junto con un tropel de otros exponentes, viejos y nuevos, de la nouvelle théologie: von Balthasar, Grillmeyer, von Schönborn y otros más. No por nada el P. H. de Lubac había confiado a sus íntimos durante el pontificado de Pablo VI: «el día en que haya necesidad de un Papa yo tengo mi candidato: Wojtyla» (213). Un fiel discípulo del Papa Montini Juan Pablo II consideró a Pablo VI, en particular, como maestro indiscutido y “verdadero padre” suyo en el espíritu: «Varias veces durante el primer año de mi pontificado -afirmó Juan Pablo II- tuve la ocasión de recordar cuánto le debe la Iglesia a las enseñanzas y a las obras de Pablo VI. En mi primera carta encíclica (Redemptor hominis, n. 4) lo reconocí como „verdadero padre mío‟ [...] La verdad hará siempre justicia a este gran Papa, que durante quince años inundó de verdad y sabiduría el mundo entero» (214) (tanto lo inundó que, abiertas las cataratas, andamos hoy completamente anegados). Está claro que, con un “maestro” tal, era bastante fácil de prever desde el principio la orientación del pontificado del Papa Wojtyla. El error capital de la neoteología de Juan Pablo II Las ideas de la nouvelle théologie constituían, pues, el “motor” de la actividad apostólica del Papa Wojtyla, como no podía ser de otra manera vistos los antecedentes recién recordados. Y por triste que pueda ser, amén de traumatizante para muchos, se trató de una realidad que ha de examinarse con atención si se quiere hallar de verdad el remedio a la espantosa crisis que aflige a la Iglesia. Ningún remedio será eficaz de hecho mientras no se hayan identificado y tratado las causas verdaderas. Ahora bien, en resumidas cuentas, el grave error teológico que estaba en la base de todo el pontificado de Juan Pablo II, y que tenía su caldo de cultivo precisamente en la neoteología, lo había enunciado ya a boca llena el propio Wojtyla unos años antes de su elección al pontificado, pues sostuvo en 1976, cuando era cardenal, durante los ejercicios espirituales que predicaba ante Pablo VI y sus más estrechos colaboradores, la doctrina de la redención subjetiva de todos los hombres, o sea, la de la de la salvación universal e incondicionada: «Así el nacimiento de la Iglesia en el momento de la muerte mesiánica y redentora de Cristo -afirmó el cardenal Wojtyla- fue también, en resumidas cuentas, el nacimiento del hombre; ¡y lo fue independientemente del hecho de que el hombre lo supiese o no, lo aceptara o no! El hombre pasó en aquel momento a una nueva dimensión de su existencia, expresada concisamente por San Pablo: „En Cristo‟» (215). El cardenal Wojtyla sostenía, pues, contradiciendo clamorosamente a la Sagrada Escritura, a la Tradición y al magisterio dogmático de la Iglesia, la salvación efectiva de todos los hombres de todos los tiempos en cuanto vivientes “en Cristo”, prescindiendo por completo de su conversión o de su rechazo de la fe (“lo aceptara o no” el hombre). Sea como fuere, esto no era sino la desembocadura necesaria de las erróneas premisas de la neoteología, por lo que el cardenal Wojtyla no proponía en realidad nada realmente nuevo, sino que se limitaba a seguir y profundizar el camino trazado por otros “neoteólogos” con base en el “sobrenatural naturalizado” de de Lubac y de los “cristianos anónimos” de K. Rahner. Y aunque sea obligado precisar que en otro lugar, y hasta en otros puntos de sus meditaciones, el entonces cardenal Wojtyla volvía a proponer, con patente incoherencia -como hace notar el profesor J. Dörmann-, la doctrina tradicional de la Iglesia, subsiste el hecho de que «en esta “mélange” [mezcla] de teología tradicional, espiritualidad y espíritu moderno, la teoría de la redención universal [subjetiva; n. de la r.] sigue siendo el hilo conductor de su teología» (216). Veremos también que siguió como Papa, en sus actos magisteriales, por desgracia, in toto y hasta sus extremas y fatales consecuencias, dicha concepción suya absolutamente incompatible con la doctrina católica. La neoteología del Papa Wojtyla, o sea, la liquidación del papado y de la Iglesia Católica Hablamos de consecuencias fatales no sin razón. Hemos de repetir, una vez más, que las ideas de la neoteología que regían el magisterio de Juan Pablo II conducían inevitablemente a agredir la realidad de la Iglesia católica romana, a destruirla indirectamente por vía de inflación y de progresiva disolución en el mundo. La Iglesia católica romana y el primado jurisdiccional del Papa son, en efecto, una piedra de tropiezo para la nouvelle théologie y para los neoteólogos, un obstáculo en el camino dorado del ecumenismo “conciliar”; un ecumenismo que para que triunfe tal y como está en la mente de los novadores, dado que éstos excluyen a priori toda idea de vuelta de los separados al redil (idea que se juzga “superada” y “preconciliar”), debe destruir por la fuerza misma de las cosas, bien que con cautela y por conducto de puestas al día progresivas, tanto la “vieja” Iglesia católica cuanto el primado sobre el que se fundamenta.Y aquí se inserta la doctrina de la salvación universal en sentido subjetivo sostenida por el Papa Wojtyla. En efecto, si todo hombre está ya prácticamente salvado, si no se trata ya de liberarlo del pecado ni del peligro de la condenación eterna (el grito del Apóstol Pedro “¡Salvaos de esta generación perversa!” (217) se vuelve totalmente obsoleto en este punto), sino tan sólo de anunciarle de manera explícita a ese Cristo que, al decir de Juan Pablo II, lleva ya en sí mismo de modo inconsciente y que lo hace ya cristiano, está claro que se tuerce con violencia el significado mismo del evangelio, de la Iglesia y de los sacramentos: el evangelio se vuelve la “revelación” de que el hombre ya está salvado de suyo; la Iglesia se transforma, de arca única de salvación, en mera comunidad de perfeccionamiento espiritual completamente superflua, y los sacramentos se vacían de significado y de eficacia, comenzando por el bautismo, para hacerse meros ritos simbólicos de iniciación a la vida comunitaria del “pueblo de Dios”. Así, pues, la doctrina de la “salvación universal” del Papa Juan Pablo II, lejos de ser la manifestación de una “caridad mayor”, como piensan algunos ingenuos que se han olvidado hasta de los primeros elementos del catecismo (pues ¿cómo podría la caridad auténtica redundar en menoscabo de la fe?), se revela como lo que es: una auténtica bomba nuclear que lleva a la desintegración de la Iglesia y del papado, y, al mismo tiempo, una ilusión fatal para los acatólicos. Una vez aplicadas en gran escala las tesis del neoteólogo Karol Wojtyla (aunque, según ya se dijo, son comunes a todos los neoteólogos), tuvieron éstas, como era de esperar, resultados devastadores en todos los campos, y el mundo católico asistió atónito y por lo común sin comprender sus causas: 1°) a la lenta pero inexorable demolición de la Iglesia, privada ya en su raíz de cualquier razón para subsistir, o, por mejor decir, declarada oficialmente innecesaria ya para la salvación (cf. el documento El cristianismo y las religiones, suscrito por el entonces cardenal Ratzinger). 2ª) a la programada venta ecuménica del papado al mejor postor (cf. la Ut unum sint). 3ª) a la consiguiente crisis de identidad de sacerdotes y religiosos seguida de defecciones y escasez de vocaciones. 4ª) a la crisis de las misiones. 5ª) al total desarraigo del sentido del pecado en el denominado “pueblo de Dios” (si un “ortodoxo” o un protestante pueden divorciarse, si un moro puede tener un harén para sus ratos de esparcimiento, si se pueden ejecutar ritos mágicos vudú y estar “en Cristo” al mismo tiempo, ¿por qué diablos un “católico conciliar” no debería “dejarse llevar” él también?). 6ª) al final de la preocupación por la salvación de las almas y por el peligro de condenación eterna en el infierno (un infierno cuya “vacuidad” el propio Papa Wojtyla admitió por hipótesis al seguir la lógica de sus ideas erróneas; cf. la audiencia general del 28 de julio de 1993). 7ª) al consiguiente abandono progresivo del espíritu de ascesis, penitencia y renuncia al mundo. El papel de la Iglesia, la cual, según Juan Pablo II, coincide de hecho con toda la humanidad (si todos los hombres están “en Cristo”, es obvio que también están ya en la Iglesia), se reduce entonces a la búsqueda de la unidad del género humano y de la paz mundial (cf. Gaudiun et Spes, passim); es decir: ni más ni menos que a la búsqueda de la paz naturalista y engañosa que la jerarquía “conciliar” se empeña hoy en difundir, imitando servilmente el famoso “espíritu de Asís”, en perjuicio de la fe verdadera. Juan Pablo II por los “caminos del Concilio” Pío XII, pues, sabía bien lo que decía cuando advertía en la Humani Generis que la tentativa de introducir las ideas de la nouvelle théologie en la estructura de la Iglesia se saldaría con la pérdida de la fe y la vida eterna para innumerables almas, esto es, provocaría un desastre gigantesco. Sus previsiones comenzaron a realizarse ya bajo Pablo VI, como vimos, y se vieron confirmadas cada vez más por los actos de Juan Pablo II. Vaya por delante la afirmación de que en las páginas siguientes se examinarán sólo los discursos y actos -nada más que algunos, por lo demás- cuya oposicion a la enseñanza perenne de la Iglesia es más evidente: discursos y actos que están ahí, concretos y tremendamente reales, y que, como tales, no pueden ser cancelados por otros opuestos y ciertamente ortodoxos, a Dios gracias, del Papa Wojtyla. Muchos de tales actos y discursos tienen una clara matriz ecuménica, según se pondrá de relieve. Esta manera particular de resaltarlos resulta lógica si se tiene en cuenta que el ecumenismo inaugurado por el Vaticano II se ha revelado, junto con la imposición de la “neomisa” sociológica y filoprotestante de Pablo VI, como el arma mejor y más eficaz para lograr la rápida liquidación de la Iglesia. * 1 de agosto de 1979 Juan Pablo II afirma durante la audiencia general que Juan XXIII y Pablo VI «recibieron del Espíritu Santo el carisma de la transformación, gracias al cual la figura de la Iglesia, que todos conocían, se manifestó la misma y al mismo tiempo diferente. Esta “diversidad” no significaba que la Iglesia se hubiera separado de su propia esencia, sino, más bien, que se había penetrado de ella con más profundidad. Era una revelación de la figura de la Iglesia que estaba escondida en la precedente. Era necesario que, a través de los “signos de los tiempos”, dicha figura se volviese visible y manifiesta» (218). En resumidas cuentas, la Iglesia que precedió al Vaticano II -esto es: la Iglesia desde los Apóstoles a Pío XII- fue, a lo que juzga Juan Pablo II, una Iglesia inmadura e imperfecta, que no comprendió su propia identidad durante casi 2000 años. Según esta idea, San Agustín de Hipona, San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena, Santo Tomás de Aquino, San Juan Bosco y San Pío X, por poner sólo unos cuantos ejemplos, fueron cristianos no plenamente maduros ni conscientes. También la enormidad de tamaña afirmación anda a la zaga de las huellas de la nouvelle théologie, es decir, sigue la estela del presunto “redescubrimiento” que, según ya recordamos, hicieron de Lubac y Blondel del denominado “verdadero cristianismo”; un “redescubrimiento” que luego fue oficializado por el Vaticano II, razón por la cual Juan Pablo II presentó este concilio como un “nuevo pentecostés”, o sea que, al decir del Papa Wojtyla, así como el primer pentecostés había visto el nacimiento de la iglesia “preconciliar”, así y por igual manera este nuevo pentecostés vio el nacimiento de la nueva figura de Iglesia mencionada antes, que se contenía en la Iglesia “preconciliar” de manera semejante a como el Nuevo Testamento se contenía en el Viejo...; se trataba de una tesis, nos pesa decirlo, tan vieja cuanto el modernismo, el cual aseveraba que «la revelación que constituye el objeto de la fe católica no terminó con los Apóstoles» (219) o, dicho con otras palabras, postulaba una revelación incompleta y una Iglesia en perpetua evolución que tenía en su manga, para sacárselas de ahí en el momento oportuno, multitud de “revelaciones” sucesivas y de “nuevas figuras de Iglesia”. Ésta es la tesis que asumió Juan Pablo II. * 2 de octubre de 1979 Juan Pablo II pronuncia en Nueva York (EE. UU.), en el “palacio de cristal”, sede de la ONU, un discurso en el que exalta en los términos siguientes la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, documento programático de dicha institución masónica: «Este documento es una piedra miliar puesta en el largo y difícil camino del género humano [...] en el camino del progreso moral de la humanidad [...] En este trabajo de Titanes -auténtico trabajo de reconstrucción del porvenir pacífico de nuestro planeta- la ONU desempeña una función clave, sin duda, y goza de un papel directivo» (220). Sabemos que la masonería, desde hace ya mucho tiempo, “desempeña” en el mundo “una función clave y goza de un papel directivo” contra la Iglesia (y también en el interior de ésta desde el Vaticano II, inclusive, hasta nuestros días). Tampoco se nos escapa que la ONU constituye su emanación más conocida en el ámbito político. Pero ¿es posible que lo ignoren los pastores de la Iglesia? * 17 de noviembre de 1980: Juan Pablo II declara lo siguiente a la comunidad judía local durante su visita pastoral a Alemania: «No se trata sólo de rectificar una falsa visión religiosa del pueblo hebreo [...] Judíos y cristianos, unos y otros hijos de Abrahán, están llamados a ser una bendición para el mundo en la medida en que se comprometan juntos por la paz y la justicia» (221). ¿Y que hemos de hacer nosotros, según parece? ¿Renegar también de Nuestro Señor Jesucristo para ser dignos émulos de nuestros “hermanos mayores”, amigos de Dios y benefactores de la humanidad? * 12 de mayo de 1981 Es el día que precedió al atentado de Alí Agca en la plaza de San Pedro. El secretario de Estado, el cardenal Agostino Casaroli, envía «en nombre del Santo Padre» una carta de felicitación a Monseñor Poupard, rector a la sazón del Institut Catholique de París, con ocasión de la celebración del centenario del nacimiento del cura jesuita apóstata Teilhard de Chardin. Según escribe Casaroli, Chardin fue, por el contrario: «un hombre aferrado a Cristo en lo profundo de su ser, que se preocupó de honrar la fe y la razón al mismo tiempo, con lo que respondía, como por anticipado, a un llamamiento de Juan Pablo II: „Abrid a Cristo, desatrancadle las puertas, los inmensos campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo‟». Termina Casaroli su carta con las siguientes líneas: «Me es grato comunicarle, Monseñor, en nombre del Santo Padre, este mensaje dirigido a todos los que participan en la convención que usted preside, en el Institut Catholique de París, en honor del P. Teilhard de Chardin. Quedo de usted su seguro servidor, Agostino card. Casaroli» (222). Sin comentarios. * 6 de junio de 1981, víspera de Pentecostés. Juan Pablo II, que estaba ingresado en el policlínico Gemelli a causa del atentado del 13 de mayo, invita al metropolita Damaskinos, hereje y cismático pertinaz, a que hable en su lugar desde la cátedra papal, en San Pedro, en el Vaticano. Como vicepapa; no está mal. * 29 de mayo de 1982 En el curso de su viaje a Inglaterra, Juan Pablo II reza en compañía del “arzobispo” anglicano Runcie (mero laico), el cual no tiene ni por pienso la menor intención de renegar de su cisma ni de sus herejías, y bendice a la muchedumbre junto con él. Santo Tomás Moro, en cambio, había ido a prisión y había preferido que lo decapitaran, casi quinientos años antes, antes que doblegarse y contraer compromiso alguno con el cisma de Enrique VIII. ¡Lástima! Se habría ahorrado el martirio con sólo que hubiese podido entrever la “nueva figura de Iglesia” del Vaticano II. * 25 de enero de 1983 Juan Pablo II promulga el nuevo Código de Derecho Canónico mediante la constitución apostólica Sacrae disciplinae leges. Fruto típico del Vaticano II, está destinado a dar base jurídica a la revolución conciliar introduciendo en el cuerpo legislativo de la Iglesia todas las orientaciones erróneas de ese concilio: colegialidad, ecumenismo, etc. Y la “firma” de los verdaderos animadores ocultos del Vaticano II -y, obviamente, del Nuevo Código- es más que evidente en el canon n. 1374, en el cual, mire usted qué casualidad, ha desaparecido la condena explícita de la masonería junto con la excomunión aneja para sus adeptos. El ex Santo Oficio emitió, el 26 de noviembre siguiente, una declaración tardía y modernísticamente “frenadora” para recordar que los acólitos católicos de la masonería «están en estado de pecado grave y no pueden acceder a la santa comunión» (223). Sin embargo, no muchos reparan en el hecho de que en este documento -que, por lo demás, no se insertó en el Código- tampoco se menciona en absoluto la excomunión precedente: la táctica habitual de los “dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás”. * 2 de febrero de 1983 Juan Pablo II crea cardenal al P. Henri de Lubac, S. J. Es otro gesto elocuente, que demuestra el reconocimiento oficial de la nouvelle théologie por parte de la jerarquía “conciliar”. * 14 de junio de 1983 Durante una conferencia de prensa organizada por el Rotary Club italiano, el Padre Federico Weber, que es jesuita pero también, al mismo tiempo, uno de los siete gobernadores italianos del Rotary, «corrobora el espíritu de comprensión absoluta que se ha instaurado entre la autoridad eclesiástica y el Rotary, para el cual Pablo VI tuvo palabras de aprecio, un aprecio que comparte el Papa Wojtyla, que ha aceptado los premios rotarianos Ara pacis y Paul Harris fellow...» (224). Precisemos que el tal Paul Harris fue un masón del Nueva York de principios del siglo XX y que fundó el International Rotary Club... * 31 de octubre de 1983 Juan Pablo II envía un mensaje oficial al cardenal Willebrands con ocasión del 500° aniversario del nacimiento del heresiarca Martín Lutero, en el cual asevera textualmente: « [...] En consecuencia, se delineó claramente la profunda religiosidad de Lutero, a quien, con ardiente pasión, le empujaba la incógnita de la salvación eterna» (225). Que luego Martín Lutero, traicionados sus votos monásticos y sus promesas sacerdotales, se sintiera animado también de una “ardiente pasión” por la monja cisterciense Catalina de Bora y la indujera a violar sus votos y a unirse con él en concubinato sacrílego; que destruyera la fe católica, la unidad política y la paz de media Europa; que lo animara un espíritu de orgullo tan grande como para hacerle escribir libelos del tipo El Papa asno, y que expresara toda su obscena vulgaridad en los Tischreden (Charlas de sobremesa), que sus discípulos recogieron y consignaron, todo eso parecía no contar nada para Juan Pablo II como no fuera para descargar quizás otro golpe, otro tua culpa, en el pecho de sus predecesores, “culpables” de haber excomulgado a aquel miserable en vez de invitarlo, como los Papas del Vaticano II, a predicar en las iglesias católicas y a bendecir a las masas. * 11 de diciembre de 1983 Juan Pablo II va a rezar -primer Papa en la historia- al templo protestante luterano de Roma. Tras despojarse ilegítimamente de todo signo externo que manifestara la autoridad que ha recibido de Dios, el Papa Wojtyla escucha compungido al “pastor” luterano Mayer leer desde el púlpito una plegaria de Lutero que el propio Papa había elegido con anterioridad. Llegados a este punto, sin embargo, nos gustaría saber qué pensaba Juan Pablo II en ese momento sobre, p. ej., un San Francisco de Sales, quien, en vez de hacer reuniones ecuménicas de oración, arriesgó varias veces la vida intentando convertir a los protestantes calvinistas de Chablais (Suiza); o sobre san Juan Bosco, quien también debió sufrir no pocas amenazas de muerte por combatir la herejía valdense, que se difundía en el masónico Piamonte del Risorgimento. Cierto: el “nuevo rumbo” de la “Iglesia del Vaticano II” es más cómodo, sin duda alguna, pero no salva a nadie. * 18 de febrero de 1984 La Santa Sede estipula un nuevo concordato con la República Italiana. Todo ello, naturalmente, en la línea del Vaticano II, como de costumbre, según se declara oficialmente en el proemio: «La Santa Sede y la República Italiana, habida cuenta [...] de los desarrollos promovidos en la Iglesia por el Vaticano II y teniendo presentes [...] las declaraciones del concilio ecuménico Vaticano II tocante a la libertad religiosa y a las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política [...] han reconocido la oportunidad de llegar a las siguientes modificaciones consensuales del concordato lateranense». Las “modificaciones consensuales” son las siguientes: a) Desaparece la invocación inicial a la Santísima Trinidad. b) El primer párrafo del protocolo adicional afirma ahora sin pudor: «Se considera que ya no está en vigor el principio, que los pactos de Letrán mencionaban explícitamente, según el cual la religión católica es la única religión del Estado italiano». c) Desaparece el reconocimiento del carácter sagrado de Roma y el compromiso consiguiente por parte del Estado de «impedir [...] todo lo que pueda oponerse a dicho carácter» (art. 1 del viejo concordato). El art. 4 del nuevo concordato de 1984 se limita a decir que el Estado italiano «reconoce el significado particular que Roma, sede episcopal del Sumo Pontífice, tiene para la catolicidad». El Estado no contrae ningún compromiso preciso en este campo (226), lo cual permitió a los bujarrones exhibir su “orgullo gay” en la sede del Sucesor de Pedro. No podemos detenernos aquí sobre otras gravísimas consecuencias de este nuevo y blasfemo concordato, como la negación de la exclusiva autoridad jurídica de la Iglesia sobre el matrimonio, la no obligatoriedad de asistir a la hora de religión católica en las escuelas o el lógico y progresivo destierro de la presencia católica en las instituciones públicas (con síntomas evidentes en las cada vez más frecuentes exigencias de remoción de los crucifijos de los lugares públicos, en las protestas contra el rezo al comienzo de las clases, etc.). He aquí las consecuencias (sólo algunas por ahora) de la aplicación de las “novedades” del Vaticano II tan magnificadas por nuestra jerarquía. * 19 de febrero de 1984 Juan Pablo II tejió un elogio público y entusiasta del nuevo concordato en el Angelus del día siguiente al de la ratificación de éste: «Quiero recordar, como acontecimiento de alcance histórico, la firma del acuerdo de revisión del Concordato Lateranense que tuvo lugar ya. Es un acuerdo que Pablo VI había previsto y favorecido como signo de renovada concordia entre la Iglesia y el Estado en Italia, y que yo considero de significativo relieve como base jurídica de relaciones bilaterales pacíficas y como inspiración ideal de la contribución generosa y creativa que la comunidad eclesial está llamada a dar al bien moral y al progreso civil de la nación» (227). Sólo queda por preguntarse desde cuándo la negación pública de Nuestro Señor Jesucristo y de su Iglesia en favor de una hipotética “laicidad” (ateísmo práctico) del Estado es una “inspiración ideal” portadora de “bien moral” y de “progreso civil” para una nación. Lo peor de esta negación pública de Nuestro Señor es que no se verificó, como sucedía en el pasado, por un acto unilateral y arrogante de un Estado agnóstico y anticlerical, con las consiguientes protestas del Papa y de los obispos, sino de común acuerdo con la Santa Sede, con base enla nueva y falsa doctrina de la Dignitatis Humanae. Después de lo cual, repetimos una vez más, se pregunta uno con qué lógica el mismo Juan Pablo II se lamentaba periódicamente de la progresiva, imparable y evidentísima descristianización de la sociedad antaño católica. * 6 de mayo de 1984 En el curso de su viaje a Extremo Oriente, Juan Pablo II acoge en la capilla de la nunciatura apostólica de Seúl (Corea del Sur) a una representación de confucianos, de seguidores de religiones locales y de budistas. Dirigiéndose luego a estos últimos afirma lo siguiente: «Permítaseme dirigir un saludo particular a los miembros de la tradición budista mientras se preparan para celebrar la festividad del nacimiento del Señor Buda. Ojalá que su regocijo sea total y su alegría completa» (228). ¡Increíble -al menos para quien no conozca los presupuestos de la neoteología- pero cierto! Impresiona asimismo, sobre todo, el título de “Señor” con que el Papa Wojtyla gratifica a aquel Siddharta Gautama, profeta de la nada que se autonombró “iluminado” (“Buda”), entre otras cosas porque nosotros, como auténticos fósiles de la ya remota era preconciliar, estábamos convencidos de que Señor no había más que uno: Jesucristo. Y, a decir verdad, también estaba convencido de ello un tal Pablo de Tarso, que escribía lo siguiente en una de sus epístolas: «para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (229). Idéntica convicción arcaica expresaba un tal Judas Tadeo, que hablaba del «único Dueño y Señor nuestro, Jesucristo» (230). Todavía seguimos esperando una justificación plausible de lo que sucedió en la capilla de la nunciatura de Seúl. * 7 de mayo de 1984 Juan Pablo II celebra la misa en el campo de rugby de Port-Moresby (Nueva Guinea Papúa). Entre las varias decenas de danzarinas que alegran la celebración para gozo del clero y de los fieles “conciliares”, la mayor parte se cubre tan sólo con una faldita de hojas. Nos preguntamos si sigue existiendo un pecado original para los adeptos del Vaticano II (con consecuencias que no cancela el bautismo, como, p. ej., la concupiscencia). ¿La palabra “pudor” tiene todavía para ellos algún significado? ¿La misa es compatible con la exhibición impúdica del cuerpo y con danzas lascivas? (Suponiendo, no concediendo, que se pueda todavía calificar de misa aquella especie de desenfrenada bacanal). Y, por favor, que los conciliares nos ahorren la monserga habitual sobre la “necesidad de la inculturación” y de la “promoción de los valores humanos”. Una costumbre inmoral o una creencia falsa presentes en una “cultura” deben ser abolidas, no aceptadas servilmente. La Iglesia y los misioneros están también para eso (o deberían estarlo). * 8 de mayo de 1984 El Papa celebra una misa en mount-Hagen en el curso del mismo viaje. Va a leer la palabra de Dios una estudiante de un colegio católico local, desnudo el pecho (como las danzarinas que mencionamos antes), cubierta sólo con una faldita de hojas y un collar de flores. Y pensar que el Apóstol San Pablo había ordenado, bajo inspiración divina, que las mujeres llevasen hasta la cabeza cubierta con un velo en la iglesia «por respeto a los ángeles» (231). Alguien de la jerarquía de la “nueva figura de la Iglesia” tendrá que pensar, tarde o temprano, en pedir a Nuestro Señor la facultad de modificar algún tanto ese Nuevo testamento tan “preconciliar”. En el Ofertorio la procesión se desarrolla a ritmo de danza, mientras que el jefe- danzador arroja al aire con la boca polvo rojo y amarillo “para expulsar simbólicamente a los espíritus malignos”. Sin comentarios. * 19 de mayo de 1985 El Papa se encuentra con algunos exponentes de la comunidad islámica en la nunciatura apostólica de Bruselas (Bélgica), y afirma: «Cristianos y musulmanes nos encontramos en la fe en el Dios único, nuestro creador, nuestro guía, nuestro juez clemente y misericordioso. Todos nos esforzamos por poner en práctica, en nuestra vida cotidiana,la voluntad de Dios, siguiendo las enseñanzas de nuestros respectivos libros santos...» (232). ¿Diplomacia y fábulas ecuménicas? ¿Es que para Juan Pablo II el Alcorán estaba inspirado, igual que la Biblia? ¿O es que lo que cuenta es tan sólo la “experiencia religiosa” interior común a todos los hombres, mientras que todo lo demás (“libros santos”, doctrinas y ritos) sería nada más que un barniz variable y carente de influencia? Visto que éstas eran tesis modernistas, condenadas otrora por la Igleisia, nos parece tener derecho, como católicos fieles, a una respuesta exhaustiva y convincente a estas legítimas preguntas; y esta respuesta deberá darla alguien tarde o temprano. * 10 de agosto de 1985 Juan Pablo II, en visita pastoral a Togo (África), va a rezar al bosque sagrado animista, que está junto al lago del mismo nombre. Mientras llega a su puesto, el Aveto del bosque sagrado -un anciano consagrado al culto de los espíritus de los difuntos- comienza a invocar a los espíritus de los antepasados: «Poder del agua, yo te invoco; antepasados “Be”, yo os invoco...» (233). El propio Osservatore Romano continuaba así: «fue realmente un homenaje a los antepasados el primer gesto que cumplió Juan Pablo II recién llegado a Togoville. Se le alcanzó una calabaza llena de agua y harina de maíz. El Papa la tomó entre sus manos y después de una ligera inclinación esparció el agua en derredor suyo. El mismo gesto realizó esta mañana, antes de celebrar la misa» (234). Eso significa, prosigue el articulista del diario oficioso de la Santa Sede, que el agua se comparte «con los antepasados derramándola en la misma tierra que custodia los despojos mortales de éstos y su espíritu» (235), dado que, para el culto Nyigblen animista, los espíritus de los antepasados habitan en el bosque sagrado... Queda poco por decir, salvo que ésta es la desembocadura necesaria del Vaticano II y de la exaltación que se da en él (en Nostra Aetate, para ser exactos) de los “valores” de las falsas religiones. Pero ni siquiera esto ha bastado para abrir los ojos a los católicos engañados. * 24/25 de Junio de 1984 La Comisión para las Relaciones con el Judaísmo, que preside el cardenal Willebrands, publica un documento oficial titulado Ayudas para una correcta presentación del judaísmo, en el que se niega abiertamente la autenticidad de los pasajes evangélicos en los que Nuestro Señor Jesucristo condena claramente a los judíos a causa de su obstinada incredulidad: «Los evangelios -afirma, en efecto, el documento de marras- son el fruto de un trabajo redaccional largo y complejo [...] No se excluye, pues, que algunas referencias hostiles o poco favorables a los judíos tengan como contexto histórico los conflictos entre la Iglesia naciente y la comunidad judía. Algunas polémicas reflejan las condiciones de unas relaciones entre judíos y cristianos que, cronológicamente, son muy posteriores a Jesús» (236). Por último, afirma el mismo documento, «cuando el pueblo de Dios de la antigua y nueva alianza considera el porvenir tiende a fines análogos, aunque partiendo de dos puntos de vista diferentes: la venida o retorno del Mesías» (237). Así, pues, para el inefable cardenal Willebrands, los evangelistas, o, mejor dicho, los ignotos redactores de los “relatos evangélicos” que fabula la “neoexégesis” actual, mintieron al narrar hechos que no ocurrieron jamás y al poner en labios de Jesús palabras que Él nunca pronunció, y ello con base en situaciones de fricción “muy posteriores a Jesús”, en las que se encontró la “Iglesia naciente” en relación con los judíos. Dejando aparte otras consideraciones, sabemos que existe un dogma de fe que define la Sagrada Escritura como inspirada por Dios en todas sus partes (238), por lo que no pueden caber en ella ni errores ni mentiras (239). Pero, obviamente, los dogmas de fe son sólo antiguallas para el cardenal Willebrands y la “jerarquía conciliar”, unas antiguallas de las que se emanciparon, por fin, los neoexegetas y los neoteólogos de las promociones del Pontificio Instituto Bíblico habidas desde mediados de la década de los cincuenta en adelante. Es éste un ejemplo típico de cómo la jerarquía actual trata las verdades de fe y las Sagradas Escrituras con tal de realizar sus utopías ecuménicas. A este respecto, pues, los judíos y los católicos constituyen en la práctica, siempre según el documento que estamos examinando, un único “pueblo de Dios”. Nada ya de deicidio ni de rechazo alguno de la Buena Nueva por parte de los judíos, quienes, por el contrario, parece que esperan “al Mesías” en nuestra compañía. Que luego dicho “Mesías” no sea para los judíos Nuestro Señor Jesucristo, el cual vino ya, a decir verdad, aunque éstos lo rechazaron, se diría que es un detalle completamente secundario e insignificante. No nos consta que Juan Pablo II dijera nada contra estas herejías, ni que removiera al cardenal Willebrands de su cargo; antes al contrario, mencionó este vergonzoso documento -aprobándolo, evidentemente- en su alocución al simposio sobre las Raíces del antijudaísmo en el ambiente cristiano, que se celebró en el Vaticano del 30 de octubre al 1 de noviembre de 1997 (240). * 13 de abril de 1986 Juan Pablo II se persona en la sinagoga judía de Roma para celebrar un encuentro ecuménico de oración, y forma pareja al efecto con el rabino jefe Elio Toaff. Hace casi dos mil años el primer Papa, sin efectuar ningún “encuentro ecuménico”, apostrofaba así a los judíos de Jerusalén: «Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Distesis muerte al príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos [...] Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados» (241). Y dijo asimismo, ante el Gran Sinedrio de Israel: «É1 (Jesús) es la piedra rechazada por vosotros, los constructores, que ha venido a ser piedra angular. En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (242). He aquí, en cambio, en qué términos se expresaba Juan Pablo II: «A nadie se le oculta que la diveregencia fundamental que se da entre los judíos y los cristianos estriba, desde el principio, en que nosotros, los cristianos, nos adherimos a la persona y la enseñanza de Jesús de Nazaret, hijo de vuestro pueblo [...] Pero dicha adhesión se verifica en el orden de la fe, es decir, en el asentimiento libre de la inteligencia y el corazón guiados por el Espíritu, en una aquiescencia que no puede nunca ser objeto de una presión exterior [...] Aquí radica el motivo por el que nos hallamos dispuestos a profundizar el diálogo en lealtad y amistad, en el respeto de las convicciones íntimas de unos y otros» (243). Ciertamente, no es menester haber estudiado teología para darse cuenta del violento contraste que media entre las palabras del Apóstol Pedro y las de su sucesor el Papa Wojtyla. Del reproche a los judíos por su incredulidad y de la exhortación a éstos para que se conviertan y alcancen la salvación eterna («Con otras muchas palabras atestiguaba y los exhortaba diciendo: Salvaos de esta generación perversa» (244)) se pasa ahora, en línea con el conciliábulo Vaticano II, a un diálogo bobalicón y, por añadidura, al “respeto”, no de las personas, sino nada menos que de las “convicciones íntimas” de los judíos incrédulos, o lo que es igual, se pasa al “respeto” de su obstinado rechazo a Nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia. * 5 de octubre de 1986 Juan Pablo II gira visita a la comunidad ecumenista de Taizé, fundada por protestantes calvinistas (fray Roger Schutz y fray Max Thurian), durante su viaje a Francia. Allí conviven protestantes y católicos, y se hospedan jóvenes de todo el mundo y de todas las religiones, en la confusión más completa de fe y de moral. En Taizé son muy duchos en el indiferentismo religioso, y todo el que va allá regresa con la idea de que, en el fondo, se puede agradar a Dios en cualquier religión. Además, los frères (frailes) de Taizé dicen a boca llena que su objetivo es el de alcanzar una “reconciliación”, sin conversión, entre católicos y protestantes, hasta el punto de que, en el pasado, su carismático jefe, fray Roger Schutz, había entregado personalmente una carta a Pablo VI en la que le suplicaba que tomara medidas «para que la reconciliación de los cristianos se verifique sin pedir a los acatólicos que renieguen de sus familias de origen» (245). Así, pues, los frères de Taizé difunden la idea de que es completamente normal la “doble pertenencia” simultánea a la Iglesia católica y al protestantismo: una “fe” híbrida catoprotestante que, ciertamente, no entraña problema alguno para los espíritus gnósticos de la pseudo-reforma luterano-calvinista-zwingliana, pero que equivale para los católicos, en último análisis, a una invitación a la herejía, o, por mejor decir, a una propuesta de apostasia en toda regla. Juan Pablo II, a pesar de que conocía bien Taizé desde la época en que era obispo en Polonia, no sólo no corrigió dichas ideas aberrantes, sino que se deshizo en alabanzas entusiastas de Taizé y su espíritu afirmando: « [...] el Papa sólo está de paso. Pero se pasa por Taizé como se pasa cerca de una fuente [...] Los frailes de la comunidad [...] quieren [...] dejaros beber el agua prometida por Cristo [...] Bendito sea Cristo, que aquí, en Taizé, y en otros muchos lugares en su Iglesia, hace manar fuentes para los viajeros sedientos [...] ». Y en el discurso que pronunció ante los frères de la comunidad de Taizé los exhortó en estos términos: «Ayudaréis a todos los que encontréis a ser fieles a su pertenencia eclesial, que es fruto de su educación y de su elección de conciencia, pero también a entrar cada vez más profundamente en el misterio de comunión que es la Iglesia en el designio de Dios...» (246). Conque, al decir del Papa Wojtyla, los acatólicos no deberían convertirse, sino afianzarse más en su falsa religión, a la espera de que se cumpla la unión de todos los hombres en la superiglesia ecuménica venidera (la “Iglesia” que está “en el designio de Dios”); es claro como la luz que tal “Iglesia” no es la católica romana, la cual ha instado siempre a los acatólicos a que se conviertan y abandonen su “pertenencia eclesial”. Nos preguntamos cuándo diablos enseñó la Iglesia nada semejante. Y es precisamente Taizé, uno de los mayores centros propulsores de este nuevo y falso evangelio, que se las echa de Centro de espiritualidad y reconciliación, a donde los alegres obispos conciliares envían todos los años a millares de jóvenes desgraciados para que pierdan allí, entre cantos y ritos “ecuménicos”, lo que les queda de fe católica. * 27 de octubre de 1986 Juan Pablo II invita personalmente a los representantes de todas las religiones más difundidas del mundo a un “encuentro ecuménico de oración” en Asís, la ciudad de San Francisco. Alrededor de un mes antes, en un artículo de L'Osservatore Romano publicado con vistas a preparar los ánimos de los católicos para el impacto perturbador de “Asís”, Monseñor Mejía (vicepresidente a la sazón de la Pontificia Comisión Iustitia et Pax, ex compañero de estudios del joven eclesiástico Karol Wojtyla en el Angelicum y hoy, naturalmente, cardenal él también), había manifestado la herejía fundamental que estaba en la base de dicho encuentro ecuménico de oración: «La presencia común [de representantes de varias religiones; n. de la r.] se funda, en último análisis, en el mutuo reconocimiento y en el respeto recíproco tanto de la vía seguida por cada cual como de la religión a la que pertenece uno en tanto que camino de acceso a Dios» (247). En efecto, sólo aceptando este indiferentismo religioso (para el cual una religión vale, en resumidas cuentas, tanto como cualquier otra), condenado repetidamente por la Iglesia (248), es posible aceptar el “encuentro de Asís” y sus ya innumerables réplicas a todos los niveles (diocesanos incluso, y hasta parroquiales...). En la mañana del 26 de octubre, Juan Pablo II, antes de entrar en la basílica de Santa María de los Ángeles, presentaba así el programa del “encuentro” a las personas que había citado: «Iremos desde aquí a nuestros lugares de oración, que están separados. Cada religión tendrá la oportunidad de expresarse en su rito tradicional y gozará del tiempo necesario para ello. Luego iremos en silencio, desde el lugar de nuestras respectivas plegarias, hacia la plaza inferior de San Francisco. Una vez reunidos en dicha plaza, cada religión tendrá de nuevo, una tras otra, la posibilidad de presentar su oración» (249). Detengámonos un momento y razonemos: Nuestro Señor Jesucristo puso en esta tierra a su vicario y a la Iglesia para que anunciaran la verdad y dispensaran la gracia y la salvación a todos los hombres de cualquier religión llamándolos a la conversión, aun a costa del martirio: así lo hicieron los Apóstoles, igual que todos los santos y mártires durante dos mil años. Pero he aquí ahora, por el contrario, a un Papa que reúne a los acatólicos, no para exhortarlos a la conversión, ni tampoco para mantener con ellos aunque sólo sea un debate, sino para instigarlos a rezar según sus falsas y vanas creencias humanas (cuando no son diabólicas) con objeto de obtener una “paz” mundial no precisada. ¿Qué “paz”? No será la paz de Cristo la que se obtendrá, ciertamente, al desobedecer a Éste, que dijo a sus Apóstoles: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará» (250). Cuando el Papa Wojtyla citó después el nombre de Jesucristo, lo presentó como si Él y su Iglesia fueran “facultativos”, nada más que una meta de perfeccionamiento ideal. Con estas palabras y estos actos, Juan Pablo II: 1) Violaba el pimer mandamiento de la ley de Dios. 2) Confirmaba a los acatólicos en sus errores, enraizándolos aún más en ellos. 3) Difundía entre los católicos una mentalidad relativista e indiferentista, que está hoy apagando inexorablemente la fe del pueblo cristiano (nos referimos a la verdadera fe dogmática). Más tarde, a lo largo de la jornada, se multiplicaron las profanaciones en los lugares sagrados de Asís: «Después de haber visto en la iglesia de San Pedro (Asís) a los bonzos adorar al Dalai Lama, reencarnación del Buda según ellos, el cual se sentaba de espaldas a un altar lateral donde la lámpara encendida atestiguaba la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo, con quien ninguno de sus ministros tuvo la deferencia de ahorrarle al menos este ultraje (cf. Avvenire, 28-X-1986, que engaña a sus lectores al hablar de una reverencia que se había efectuado „también‟, al decir de dicho periódico, en honor del Santísimo Sacramento); después de haber visto, en la misma iglesia, al ídolo del Buda colocado sobre el tabernáculo como sobre su trono, en el altar principal, símbolo del cuerpo de Cristo, un altar consagrado para ofrecer a Dios el sacrificio de su Hijo Unigénito (cf. Avvenire y también Il Mattino, del 28 de octubre de 1986); después de haber oído a los hindúes invocar a la Trimurti una trinidad de dioses: Brahma, Vishnú y Shiva y a todo el panteón hinduista mientras se sentaban en torno al altar de la iglesia de Sta. María la Mayor (cf. Il Corriere della Sera, 28 de octubre citado); después de haber leído que algunas iglesias católicas y la misma basílica de San Francisco se habían salvado de la profanación sólo gracias a la „sensibilidad‟ de los moros y los judíos, quienes se negaron a „celebrar sus ritos en los lugares sagrados de una religión diferente‟ (cf. Il Giornale del 28 de octubre de 1986); después de haber visto en Sta. María de los Ángeles al Vicario de Cristo sentado ante la Porciúncula -la primera casa de los franciscanos en Asís-, entre los jefes de las „demás‟ religiones, en un „semicírculo de asientos todos idénticos‟, para que entre ellos, como entre los caballeros de la Tabla Redonda, no hubiese „ni primero ni postrero‟ (cf. Il Tempo y Avvenire del 28 de octubre de 1986); después de haber leído que el Dalai Lama estuvo sentado a la izquierda del Vicario de Cristo porque el ceremonial le había asignado un puesto de honor entre los „huéspedes‟ al ser él no un mero „representante‟ de una religión, sino el mismo Buda reencarnado, es decir, un ídolo viviente (cf. Il Tempo, 28 de octubre de 1986); después de haber visto y oído a sacerdotes católicos servir de trujimanes, con el mayor celo, de los „oficiantes‟ budistas, sikhs, morosy „brujos‟ africanos y amerindios para... la edificación de los católicos presentes; después de haber oído, p. ej., al salesiano Giovanni Bosco Shireida (subsecretario del Secretariado para los Acristianos) explicar muy seriamente a los presentes que los budistas habían suspendido su cantilena porque habían alcanzado el „nirvana‟ (cf. Il Mattino, 28 de octubre de 1986), y después de haber oído al padre Andraos Salama explicar con igual seriedad que los „hermanos‟ musulmanes „clamaban a Alá para someterse y pedir su perdón‟ (cf. Avvenire, 28-X-1986) (este cura iba descalzo por respeto a los moros susodichos, entre quienes se encontraba un italiano apóstata del catolicismo, al que Avvenire llama, sin embargo, un „converso al islamismo‟); después de haber visto a algunos frailes franciscanos adelantarse, los primeros de todos, para recibir con cara compungida de los brujos pieles rojas la bendición de Manitú (cf. Il Mattino, 28 de octubre de 1986), y después de haber visto a los católicos entrar en los diferentes „lugares de oración‟, „como si fuesen a misa‟, a recibir devotamente la bendición de Alá, Buda, Vishnú, etc. (cf. La Repubblica, 28 de octubre de 1986), asistir „a cada ceremonia con el mismo recogimiento‟ (¡sic!), besar „respetuosamente‟ la mano del Dalai Lama (cf. I1 Tempo, 28 de octubre de 1986) y recibir, como si fuesen agua bendita, los mejunjes mágicos que esparcían los „brujos‟ africanos (cf. Il Giornale, 28 de octubre de 1986); después de haber visto triunfar en Asís a los que habían apostatado del catolicismo para seguir las fábulas musulmanas, budistas, hinduistas, etc. (cf. La Repubblica y Avvenire, 28 de octubre de 1986); después de haber visto al rabino de Roma expresar su satisfacción porque en Asís -¿y quién podría contradecirlo?- „todas las religiones, en un plano de igualdad absoluta, habían podido ofrecer sus plegarias, en privado y en público, por la paz de todos‟ (cf. Il Tempo, 29 de octubre de 1986), y después de haber leído en el órgano oficioso del episcopado italiano que los reunidos en Asís „han cantado los nombres (¡sic!) Dios‟ (Avvenire del 28 de octubre de 1986); después de haber leído en los diarios laicistas -¿acaso hay alguien que pueda reprochárselo?- titulares como „Padres nuestros que estáis en los cielos‟ (Panorama, 2 de noviembre de 1986), „Notre-Père qui êtes aux dieux‟ (251) (Libération), „En el nombre de todo dios‟ (Il Manifesto), „Assise: la paix des dieux‟ (252) (Le Quotidien), „Tous les dieux de l'humanité s'étaient donné rendez-vous hier á Assise‟ (253) (France Soir); después de haber visto, oído y leído muchas otras cosas, demasiadas, sobre la jornada de Asís del 27 de octubre pasado, preferimos no saber cuánto de la “abominación de la desolación” que se perpetró en dichos lugares santos se debió realmente a la “iniciativa personal” de Juan Pablo II, y cuánto, por el contrario, a la iniciativa personalísima del cardenal Roger Etchegaray, en tanto que presidente de la Pontificia Comisión Iustitia et Pax, „el dicasterio que preparó el encuentro‟, según hizo público L'Osservatore Romano del 27/ 28 de octubre de 1986. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que nunca fueron más ultrajados la Santísima Trinidad y Nuestro Señor Jesucristo, nunca los lugares santos fueron profanados más sacrílegamente, ni nunca el pueblo católico fue más escandalizado por sus propios pastores. Y cuando leemos que el cardenal Willebrands declaró, “conmovido”, que fue una jornada „increíblemente hermosa; la bendición de Dios bajará sobre ella‟ (cf. Il Giornale del 28 de octubre de 1986), nos preguntamos cuánto queda todavía en este pérfido holandés, no del cardenal, ni del obispo, ni del sacerdote, sino del bautizado. Y cuando el cardenal Etchegaray habla triunfante, al hacer el balance de Asís, de „impresiones e imágenes que nos inducen ya a efectuar una valoración positiva, a dar gracias‟ (Avvenire, 2 de noviembre de 1986), sabemos que a este sacerdote de Cristo, obispo y cardenal de la santa Iglesia, no le queda ya nada de 'sensus catholicus'. La amarga conclusión que se desprende de Asís es que las supersticiones que practicaron allí, el 27 de octubre de 1986, los “representantes” de las religiones falsas fue una nonada en comparación con la traición que le hicieron a Dios en Asís sus propios ministros» (254). El mundo, por su parte, aplaudió, como es obvio, la inaudita iniciativa papal. Las logias masónicas, en particular, exultaron de júbilo a más no poder ante la vehemente autodemolición, casi definitiva, de la Iglesia. La Civiltá Cattolica del 6-X-1986, p. ej., refería en la pág. 45 el siguiente comunicado oficial: «Los masones de la Gran Logia Nacional de Francia desean asociarse de todo corazón a la plegaria ecuménica que el 27 de octubre reunirá en Asís, a favor de la paz en el mundo, a responsables de todas las religiones». El Gran Oriente de Italia exultaba así por su lado: «La sabiduría masónica estableció que nadie puede ser iniciado si no cree en el G.A.D.U. [Gran Arquitecto del Universo; n. de la r.], pero que nadie puede ser excluido de nuestra familia a causa del Dios en el que cree y del modo en que lo honra. A este interconfesionalismo nuestro se debe la excomunión que fulminó contra nosotros Clemente XII en 1738. Pero la iglesia se equivocaba, ciertamente, si es verdad que el 27 de octubre de 1986 el pontífice actual congregó en Asís a hombres de todas las confesiones religiosas para rezar juntos por la paz. ¿Y qué otra cosa iban buscando nuestros hermanos sino el amor entre los hombres, la tolerancia, la defensa de la dignidad humana, cuando se reunían en los templos, considerándose iguales, por encima de las fes políticas, de las fes religiosas y del diferente color de la piel?» (255). Es la enésima confirmación de que las “novedades” del Vaticano II y sus aplicaciones postconciliares no tienen nada que ver con la fe católica, sino que derivan, por conducto de la neoteología, de la fuente envenenada del naturalismo masónico. * 27 de octubre de 1986/bis Durante el discurso a los participantes en el encuentro ecuménico de Asís, que mencionamos más arriba, el Papa Juan Pablo II reveló a los presentes el motivo de haber elegido dicha localidad. La elección recayó en Asís, afirmó el Papa, porque era la ciudad «del hombre santo que se venera aquí -San Francisco-, que muchos conocen y reverencian a lo largo del mundo como símbolo de paz, reconciliación y fraternidad» (256). En resumidas cuentas, un San Francisco pacifista y ecumenista ante litteram, precursor genuino del futuro concilio Vaticano II: he aquí la imagen que brindó Juan Pablo II a los fieles y a los acatólicos presentes en aquel “encuentro”, una imagen que se añade a la serie de falsificaciones del santo de Asís que se inauguró con varias películas y espectáculos en la década de los sesenta. Para demostrar cuán lejos está dicha fabulación de la realidad histórica bastaría con citar sus enérgicas palabras ante el sultán de Egipto, Malik-al-Kamil, en el año 1219, en plena quinta cruzada: «Los cristianos obran con justicia cuando invaden vuestras tierras y os combaten, porque vosotros blasfemáis el nombre de Cristo y os esforzáis por alejar de la religión verdadera a la mayor cantidad posible de gente» (257). El santo exhortó al sultán, en el mismo encuentro, a abandonar el islam y convertirse a la fe verdadera exclamando: «Dios me ha enviado a ti para mostrarte el camino de la salvación eterna»; también insistió para que el sultán se esforzara, con su autoridad, por convertir al catolicismo también a todo su pueblo (258). Escúchense luego las palabras suyas que dirigió a sus frailes: « [los hermanos menores] anuncien la palabra de Dios [...] para que los paganos se bauticen y se hagan cristianos, pues quien no renazca del agua y del Espíritu no podrá entrar en el reino de Dios» (259). Él mismo había intentado trasladarse varias veces a los países musulmanes para convertirlos, ansiando el martirio (260), dado que «estaba convencido de que, ante todo y sobre todo, es absolutamente necesario conservar, venerar y vivir la fe de la santa Iglesia romana, que es la única salvación para todos» (261). Todo eso no era más que el evangelio y la fe católica. ¡Cuán lejos se está del ecumenismo del Vaticano II y del “Asís de 1986” con sus ya innumerables réplicas! Por otro lado, si los neoteólogos no vacilan en torcer con violenciala la Tradición, la Sagrada Escritura y el magisterio de la Iglesia, no hay que maravillarse de que la misma suerte le tocara al pobrecillo de Asís. * 22 de diciembre de 1986 Después de las críticas que le formularon en privado algunos cardenales a causa del “encuentro de Asís”, Juan Pablo II intenta justificar su conducta durante la alocución a los cardenales y prelados de la curia romana que se hace tradicionalmente para desearles una feliz navidad. El Papa se remite para ello a las “novedades” del Vaticano II, lo cual no constituye una justificación teológica, pues ésta ha de buscarse, de hecho, en las fuentes de la revelación, o sea, en la Tradición y las Sagradas Escrituras, las cuales, por el contrario, condenan ambas sin apelación tanto el “encuentro de Asís” cuanto las “novedades” del pasado concilio. Aquí, sin embargo, hay otro punto del discurso papal que nos gustaría subrayar, a saber: «Todos los que no han recibido aún el evangelio -afirma Juan Pablo II- se “ordenan” a la suprema unidad del único pueblo de Dios, a la cual pertenecen ya todos los cristianos por su gracia y por el don de la fe. Los católicos “que conservan la unidad de la comunión bajo el sucesor de Pedro” saben que “se hallan unidos con éstos por varias razones” (cf. L.G. 15» (262). Así, pues, todos los “cristianos”, es decir, los católicos en unión de los herejes y los cismáticos, “pertenecen ya” todos juntos, al decir del Papa Wojtyla, a la suprema comunión del pueblo único de Dios, o sea, a una superiglesia ecuménica presuntamente “cristiana”, que fue inventada de pies a cabeza por los artífices del Vaticano II y cuya misión es la de suplantar a la única y verdadera Iglesia católica romana. Pero, mire usted qué casualidad, sólo diez años antes del inicio del Vaticano II el Papa Pío XII, ante el inminente cisma de la Iglesia patriótica china, corroboraba de la siguiente manera la doctrina perenne e inmutable de la Iglesia al respecto. Escribía el Papa: «Una comunidad cristiana que obrara así [separándose de la Iglesia católica romana], se secaría como el sarmiento cortado de su cepa y no podría producir frutos de salvación» (263). Antes aún, San Pío X había advertido a los católicos que se guardaran de adherirse «a una especie de cristianismo vago e indefinido que se suele llamar interconfesional y que se difunde bajo la falsa etiqueta de comunidad cristiana, mientras que es evidente que no hay, nada más contrario a la predicación de Jesucristo» (264). ¡Todo lo contrario del “pueblo único de Dios”! * 26 de julio de 1987 Juan Pablo II exhorta a los fieles, durante el Angelus, a unirse espiritualmente al encuentro interreligioso de oración en Hiei (Japón), una especie de “Asís” exportado al Extremo Oriente. El “espíritu de Asís”, no obstante, no es más que el famoso “espíritu del concilio”, como había precisado ya el Papa en la alocución del 22 de octubre de 1986: «Querría que este hecho, Asís, se viera e interpretara [...] a la luz del concilio Vaticano II y de sus enseñanzas» (265). Palabras que habrían debido constituir un duro despertar para los ilusos “tradicionalistas” defensores a ultranza del Vaticano II, que se esfuerzan por inscribirlo en el surco de la Tradición. En efecto, lo que hizo saber Juan Pablo II fue que la interpretación oficial de los textos del concilio Vaticano II no era la de los súbditos ingenuos, sino la que él mismo había mostrado aplicada concretamente, en mundovisión, en el encuentro ecuménico de Asís. Pero ya se sabe que no hay peor ciego que quien no quiere ver. * 5 de diciembre de 1987 Juan Pablo II afirmó lo siguiente con ocasión de la visita al Vaticano del patriarca cismático Dimitrios I: «A la Iglesia católica y a la Iglesia ortodoxa se les ha concedido la gracia de reconocerse de nuevo como iglesias hermanas y caminar juntas hacia la comunión plena» (266) A decir verdad, lo que se desprende del evangelio es que Nuestro Señor Jesucristo instituyó una sola iglesia, a la que él llamó precisamente «mi Iglesia», y que la fundó sobra Pedro y sus. sucesores (Mt l6, 16). No puede formar parte de ella quien rechaza con orgullo el primado jurisdiccional del Papa, así como tampoco es lícito afirmar, ni siquiera por diplomacia ecuménica, que la comunidad herética y cismática de aquél es una “iglesia hermana”. Pero, ya se sabe, la nueva doctrina de la jerarquía “conciliar” no se cuida de semejantes minucias y considera que todos -herejes, cismáticos y católicos- forman parte de la ya citada superiglesia ecuménica. Así, pues, una vez arrojada a la basura con desenfado la doctrina católica, Juan Pablo II podía proseguir caminando tranquilamente por el “irreversible camino ecuménico”, el cual, por el contrario, se funda enteramente en la que San Pío X había condenado como «una caridad sin fe, harto tierna para con los descreídos, la cual deja expedito para todos, por desgracia, el camino a la ruina eterna» (267). * Athéisme et dialogue, nn. 2 y 3, año 1987 Athéisme et dialogue, revista oficial del Secretariado Pontificio para los no-creyentes, publicaba en dos capítulos el texto de una conferencia que impartió el padre Georges Cottier, dominico suizo, «gran experto, además de promotor del diálogo entre la Iglesia y la masonería» (268). El padre Cottier comienza por desear, en su conferencia titulada: Regards Catholiques sur la FrancMaçonnerie, que la polémica Iglesia-Masonería sea ya «una página histórica definitivamente pasada» (269). Además, tocante al canon 2335 del viejo Código de Derecho Canónico, que condenaba explícitamente a la masonería y fulminaba la excomunión contra sus adherentes, para el Padre Cottier la actitud de la Iglesia «era unilateral, evidentemente, y no llegaba a hacer siempre ciertas distinciones que hoy nos parece que caen de su peso» (270). El padre Cottier, en efecto, cita un pasaje del comunicado final de los obispos alemanes (claramente desfavorable a la masonería, por otra parte) relativo a las relaciones entre Iglesia y masonería (Comisión de la Conferencia Episcopal Alemana para las Conversaciones con las Grandes Logias Unidas de Alemania, 1974-1980, documento conclusivo del 12-V-1980): «Los obispos alemanes ponen de relieve, en su documento, los puntos positivos que es menester reconocer en los masones: el humanismo y los valores que se ligan a él, las obras humanitarias, el testimonio de personalidades morales pertenecientes a la masonería» (271). Todo ello conduciría, al decir del Padre Cottier, a proyectar un diálogo con los masones a varios niveles, como «el diálogo en el plano estrictamente doctrinal, que es de orden filosófico» y «supone por ambas partes una búsqueda sincera de la verdad» así como «amor a la verdad», y también el diálogo «con vistas a colaborar para realizar los grandes cometidos que se imponen a toda la humanidad [...]: problemas de la paz y la guerra», etc., etc. (272). Las diferencias entre la Iglesia y la masonería, concluía Cottier, «no son [...] obstáculos para un diálogo y una colaboración necesarios y deseables» (273). Pues bien, dos años después, o sea, en el 1989, el P. Georges Cottier, O.P., es nombrado teólogo pontificio, es decir, teólogo personal del Papa. Y ahora sólo algunas breves reflexiones: 1) El pecado original de la Iglesia católica, al decir del P. Cottier, estribó en creer que sólo ella poseía la verdad; ahora, en cambio, deberá ponerse a «buscar sinceramente» ésta mediante el diálogo con los masones. 2) El nuevo idilio de la “jerarquía conciliar” con la masonería está en sintonía perfecta con el Vaticano II, en virtud del cual, como reconocía exultante el masón Yves Marsaudon, la «revolución, que había partido de nuestras logias masónicas, se extendió magníficamente sobre la cúpula de San Pedro» (274). 3) Y este fue el “teólogo” que Juan Pablo II eligió como consejero suyo... Con todo, la guinda sobre el pastel del filomasón y neoteólogo pontificio (que, mire usted qué casualidad, fue creado también cardenal) nos la ofrece el filósofo Lucio Colletti, «uno de los abanderados del laicismo italiano», en el artículo susocitado de 30 Giorni, donde revela que le «impresionó favorablemente su apertura» (la del P. Cottier) en punto a la contracepción: «Acababa yo de criticar la que me parecía ser una contradicción del pensamiento social del Papa [...] Hasta que la Iglesia no revise su posición sobre el control de los nacimientos seguirá sin poder resolverse el problema [del “tercer mundo”] [...] El P. Cottier recogió este razonamiento mío y me dijo que hay hoy una tendencia en la Iglesia a corregir la posición demasiado tradicional del Papa. Me sorprendió agradablemente. Nos proposumimos continuar la plática en otra ocasión» (275). Nosotros, por el contrario, preferimos darla aquí por terminada. * 2 de julio de 1988 Juan Pablo II publica la carta apostólica Ecclesia Dei adflicta con la que excomulga a los obispos Monseñor Marcel Lefebvre y Monseñor de Castro-Mayer a consecuencia de la consagración que habían efectuado, a despecho de la prohibición papal, de cuatro obispos “tradicionalistas”. El Papa intenta justificarse remitiéndose al canon 751 del nuevo Código de Derecho Canónico, que prevee la excomunión para quien consagra obispos sin el mandato de la Santa Sede, pero no tiene en cuenta en absoluto que: 1) El canon 751 presupone, obviamente, una situación normal en la Iglesia, es decir, una situación en la que el Papa y los obispos custodian y predican la doctrina católica transmitida por los Apóstoles, no el caos actual en el que el Papa y los obispos rivalizan en destruir la Iglesia propagando el neomodernismo y dejando que se propague éste en daño de las almas. 2) En esta situación caótica y completamente fuera de lo ordinario, en que la Iglesia es de hecho una ciudad ocupada por los neomodernistas, es deber de cualquier obispo proveer a la ordenación de sacerdotes de doctrina segura, que la enseñen a los fieles y les garanticen a éstos la celebración de la misa católica (no de una misa “ecuménica”) para la salvación de las almas. Y para ello es menester, obviamente, consagrar obispos que estén exentos, a su vez, del contagio neomodernista conciliar. 3) El Papa no puede oponerse legítimamente, en tamaña frangente de grave necesidad espiritual (que se vuelve extrema de hecho al afectar a un gran número de almas), a la defensa de la vida sobrenatural de su rebaño, sino que debería favorecer, por el contrario, a todos aquellos obispos que, como Monseñor Lefebvre, trabajan en tal sentido. Si Juan PabloII se opuso fue porque, embargado enteramente por su absurdo engreimiento para con el Vaticano II, veía “floraciones primaverales” donde había crisis y muerte de la fe (una crisis que su “mano derecha”, en cambio, el entonces cardenal Ratzinger, admitió públicamente, bien que en parte). 4) Sea de ello lo que fuere, las almas deben ser salvadas (salus animarum suprema lex: “la ley suprema es la salvación de las almas”) incluso en el caso en que un Papa, no viendo ya la realidad, amenace con sanciones a los socorredores; unas sanciones que, caso de que fueran ejecutadas, serían nulas de todo punto, como es obvio, es decir, inválidas, porque Nuestro Señor Jesucristo dio a su vicario en la tierra toda clase de poderes para salvar las almas, no para abusar de ellos dejándolas perecer (a menos que se quiera pensar -quod Deus avertat! (¡Dios no lo permita!)- que Nuestro Señor se quiso prestar con ello a satisfacer injusticias. 5) Por todo esto se echa de ver con claridad que no hay cisma tampoco (otra acusación infundada contenida en la Ecclesia Dei adflicta), ya que el acto de las consagraciones de Monseñor Lefebvre tenía por objeto, exclusivamente, la salvación de las almas, que se hallaban a pique de perecer, y por nada del mundo la formación de una “iglesia” separada (cosa, por lo demás, que el propio arzobispo subrayó una y otra vez, precisamente para evitar equívocos, durante la homilía que predicó en aquella ocasión). 6) Se podría objetar que la Santa Sede había prometido a Monseñor Lefebvre, a cambio de la normalización de las relaciones entre Roma y Ecône (sede del seminario que el arzobispo Lefebvre había fundado en Suiza), la consagración de un obispo (uno solo...) para los denominados “tradicionalistas”. Con todo, subsiste un hecho que demuestra las intenciones reales del cardenal Ratzinger y compañía, a saber, que esta oferta imprevista del “ramito de olivo” venía sólo después de que el présulo francés anunciara públicamente, en junio de 1987, que quería proceder a efectuar las consagraciones episcopales después de sufrir nada menos que doce años de persecuciones y linchamientos morales. Evidentemente, habían esperado hasta el final que Monseñor Lefebvre moriría antes de dar tal paso, para así dejar morir también de “muerte natural” a la Hermandad San Pío X, que él había fundado y que constituía el principal centro católico de oposición a las novedades conciliares y al neomodernismo. Tamaña actitud no deponía, ciertamente, en favor de los interlocutores de Monseñor Lefebvre. Éste rechazó el acuerdo después de algunas negociaciones porque no se fiaba de los neomodernistas instalados en el Vaticano, y porque temía sus intentos de engullir gradualmente la Hermandad San Pío X en el torbellino del Vaticano II. Sea cual fuere el juicio que se emita sobre la interrupción de las negociaciones y tocante a las consagraciones posteriores, que se verificaron en 1988, ha de ponerse de relieve que, en todo caso, ello entraba en una dinámica de mera oportunidad táctica. Hablar a este respecto de “cisma” y de “excomunión” es absurdo a carta cabal, ya que no se puede negar que tamaña actitud de la Santa Sede fuese anormal y paradójica en extremo (¡pues ésta pretendía sofocar más o menos lentamente la Tradición católica en lugar de sostenerla!). Tanto es así que demuestra por sí sola el estado de extrema necesidad espiritual de las almas de los fieles y la gravedad extrema de la crisis existente en la Iglesia, cosa que bastaba para volver nula cualquier censura, inclusive la excomunión, respecto de quien, como Monseñor Lefebvre, sólo quería socorrer a los fieles, que estaban amenazados en su vida espiritual. Prescindiendo, por último, de cualquier otra consideración, impresiona el hecho de que esta pseudoexcomunión se parezca extraordinariamente a la excomunión del heroico San Atanasio, obispo de Alejandría de Egipto en el siglo IV, pues también éste fue perseguido por haber querido defender la doctrina perenne de la Iglesia contra los arrianos; él también fue “excomulgado” por Liberio (276), el Papa de entonces, de una manera absolutamente inválida, como lo reconoció la Iglesia al canonizarlo; también él fue sacrificado con motivo de las utopías ecuménicas de dicho Papa, que reputaba posible un absurdo y ambiguo acuerdo con los herejes arrianos, un acuerdo combatido con firmeza por el gran obispo egipcio. Historia vitae magistra (“La historia es maestra de vida”) decían los antiguos; pero, según parece, no tiene muchos discípulos. * 28 de junio de 1988 El Papa Wojtyla eleva a la dignidad cardenalicia al neoteólogo Hans Urs von Balthasar: un enésimo y significativo reconocimiento de la nouvelle théologie. Von Balthasar morirá poco antes de recibir el capelo cardenalicio, pero el gesto de reconocimiento permanece. * Il Sabato, julio-agosto de 1988 Ratzinger, cardenal a la sazón, al hablar a los obispos de Chile en referencia a las consagraciones episcopales de Monseñor Lefebvre, suministra una descripción perturbadora de la crisis que sufre la Iglesia (a diferencia de Juan Pablo II, que no parece ver ya la realidad). Hasta hoy, denuncia el entonces prefecto del ex Santo Oficio, «no se tolera la crítica a las decisiones del tiempo conciliar; pero no se reacciona en absoluto, o se hace con extrema moderación, cuando están en juego las reglas antiguas o las grandes verdades de fe (p. ej., la virginidad corporal de María, la resurrección corporal de Jesús, la inmortalidad del alma, etc.). Yo en persona pude ver, cuando era profesor, que el mismo obispo que antes del concilio había echado a un profesor irreprensible debido a su habla un tanto rústica, no fue capaz de alejar, después del concilio, a un docente que negaba a boca llena algunas verdades fundamentales de fe. Todo esto lleva a muchos a preguntarse si la Iglesia de hoy es realmente la de ayer, o si la han cambiado sin hacérselo saber [...]. La verdad apareció como una pretensión demasiado alta, un „triunfalismo‟ que no se podía permitir ya. Este proceso se verifica claramente en la crisis en que han caído el ideal y la praxis de las misiones [...]. La idea de que todas las religiones son, hablando con propiedad, nada más que símbolos de lo que es, en último análisis, lo Incomprensible, gana terreno rápidamente en la teología y ha penetrado ya profundamente en la praxis litúrgica» (277). He aquí, pues, la espantosa realidad de la Iglesia de hoy (cuidadosamente escondida por el “clero conciliar”, así como por la prensa y los medios radiotelevisivos que se las dan de católicos): fieles proscritos, herejías casi por doquier, misa y sacramentos ecuménicamente alterados (y, por ende, ya a menudo de dudosa validez por la forma o la intención), obispos que “no son capaces de intervenir” (léase: que no quieren intervenir)... ¿Y qué hacen Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger? Hacen de... observadores romanos: «El mito de la dureza vaticana ante las desviaciones progresistas -prosigue, en efecto, el entonces cardenal- se ha manifestado como una elucubración vacía. Hasta hoy se han emitido fundamentalmente nada más que admoniciones, pero en ningún caso penas canónicas en sentido propio» (278). Otra demostración, la enésima, de la licitud de las consagraciones episcopales de Monseñor Lefebvre, de la nulidad de la excomunión y de la necesidad de la resistencia de los denominados “tradicionalistas” (los cuales, en realidad, son sólo católicos fieles). * 11 de enero de 1989 Catequesis papal del miércoles sobre los “novísimos”: para Juan Pablo II, el descenso de Jesús a los infiernos significa tan sólo su descenso a la tumba. También su anuncio a las almas de los difuntos, de que habla la primera epístola de San Pedro (279), «parece ser una representación metafórica de la extensión del poder de Cristo crucificado incluso a los que habían muerto antes que Él». Así, pues, al decir del Papa, el descenso de Cristo a los infiernos para liberar las almas que había redimido, como reza asimismo el credo de los Apóstoles (“descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos”), fue una realidad meramente simbólica. Pero no bastaba con eso, por desgracia; de ahí que Juan Pablo II prosiguiera con estas palabras: «Es Cristo quien, depositado en el sepulcro en cuanto al cuerpo, pero glorificado en su alma admitida a la plenitud de la visión beatífica de Dios, comunica su estado de beatitud a todos los justos...» (280). La fe constante de la Iglesia, por el contrario, nos enseña que Cristo tuvo, desde el primer instante de su existencia en cuanto hombre, la plenitud de la visión inmediata de Dios en virtud de la unión hipostática, es decir, a causa de su ser Dios y hombre al mismo tiempo. También aquí, pues, se echa de ver la oposición a la doctrina católica. Están advertidos los católicos que no hayan comprendido todavía a donde los están llevando la neoteología y la novísima “iglesia conciliar”: Iglesia, Sagradas Escrituras, Tradición, dogmas y sacramentos están destinados a disolverse, uno tras otro, lenta pero inexorablemente, en las nieblas gnósticas y subjetivistas de la nouvelle théologie. Exactamente como lo había avisado de antemano Pío XII en la Humani Generis. * 27 de julio de 1989 A consecuencia de la publicación de un documento de protesta firmado por 163 teólogos de lengua alemana, que contenía fuertes acusaciones contra la Santa Sede tocante al sistema “autoritario” de Roma en el nombramiento de los obispos y respecto a un presunto “rigorismo” suyo en el ámbito de la moral sexual y el matrimonio, el, entonces cardenal Ratzinger, prefecto a la sazón de la Congregación para la Fe, afirmaba “serenamente”: «Estos teólogos incomodan a veces, pero desempeñan un trabajo muy útil. No es el caso de suprimir la libertad de la teología. Además, la Santa Sede no está ahí para corregir todas las tesis aberrantes de los profesores de teología. Hay que saber distinguir entre la enseñanza del Papa y la enseñanza académica» (281). Siempre serenos y siempre sonrientes, los prelados conciliares: ¡como que a ellos las almas no les han costado nada en absoluto! * 15 de octubre de 1989 La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe publica la carta Orationis forma (282), dirigida a los obipos de todo el mundo, tocante a la licitud de la adopción de técnicas orientales de meditación por parte de los católicos en su oración privada y comunitaria (unas técnicas que se practican sobre todo en el hinduismo y el budismo: yoga, zen, meditación trascendental...). Después de haber destacado que tales “métodos” los “emplean” ya «no raramente [eufemismo diplomático] [...] algunos cristianos para la meditación» (283), (para quien no lo sepa, ya los practican tranquilamente frailes y freilas, monjes y monjas, en muchísimos conventos y monasterios católicos, y, además, en no no pocas parroquias se organizan cursos de yoga para los fieles, generalmente en su primer nivel, el hata yoga), la carta pone de relieve que nos hallamos ante «una aguda renovación de la tentativa, no exenta de riesgos y errores [otro eufemismo diplomático] de fundir la meditación cristiana con la no cristiana» (284), o sea, el catolicismo con el hinduismo o con el budismo. ¡Y perdón si es poco!. Se corre, de hecho, el riesgo gravísimo de caer «en un pernicioso sincretismo», continúa diciendo la carta susomentada (285). Además, prosigue la carta, el uso de las técnicas orientales de meditación puede producir, «automáticamente, sensaciones de quietud y distensión, sentimientos gratificantes, tal vez incluso fenómenos de luz y calor que se parecen a un bienestar espiritual», pero que no tienen nada que ver en absoluto con las consolaciones del Espíritu Santo ni con la verdadera mística católica, sino que, por el contrario, pueden conducir «incluso a trastornos psíquicos y, a veces, a aberraciones morales» (286) (adviértase que aquí la voz “meditación” ostenta un significado completamente distinto del católico, pues denota una relajación psicofísica que tiene por objeto la progresiva y total aniquilación del pensamiento y del “yo” del practicante, budista o hinduista, en el nirvana indefinido o en el Brahman impersonal). En resumidas cuentas, es evidente la impronta satánica en los famosos “métodos orientales de meditación”, igual que en las religiones que los produjeron, por lo que los católicos que recurren a ellos corren el riesgo de perder la fe y sufrir, no pocas veces también, auténticas posesiones o vejaciones diabólicas (algo saben de ello, p. ej., los curas exorcistas a cuyo cuidado espiritual están los católicos seguidores del conocido gurú Sai Baba). Por otra parte, en tales “métodos”, precisamos nosotros, cada gesto y cada técnica revisten un significado filosófico-religioso preciso del cual es absolutamente imposible separarlos (salvo de palabra), y llevan asimismo inevitablemente tanto a aceptar como verdaderas las doctrinas religiosas falsas cuya emanación son (piénsese, sólo por poner un ejemplo, en cuántos católicos creen hoy en la fábula de la reencarnación o metempsicosis, punto esencial de la doctrina budista e hinduista), cuanto a caer, de un modo u otro, en el sincretismo y el indiferentismo religiosos. A la vista de todo ello, cabía esperar de la carta del ex Santo Oficio una condena clara y severa de tales prácticas junto con sanciones drásticas para los posibles disidentes; mas, por el contrario, he aquí cómo concluye el documento: «Las grandes religiones, que han buscado la unión con Dios en la oración, han indicado también las vías para conseguirla. Dado que „la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero‟ (Nostra Aetate, n. 2), ningún prejuicio ha de mover a despreciar dichas indicaciones por no ser cristianas; antes al contrario, podrá tomarse de ellas lo que sea útil, a condición de no perder de vista la concepción cristiana de la oración» (287). En resumen, se cela en dichas prácticas el peligro de condenarse eternamente, aunque, según la Congregación para la Doctrina de la Fe (de la “fe” conciliar, evidentemente), «eso no quita para que prácticas auténticas de meditación provenientes del oriente cristiano y de las grandes religiones acristianas [...] puedan constituir un medio adecuado para ayudar al orante a estar ante Dios interiormente distendido, incluso en medio de las solicitaciones externas» (288). Y así los católicos están servidos. Una de cal y otra de arena: en virtud del clásico estilo tortuoso neomodernista se puede continuar andando tranquilamente por los “irreversibles caminos del concilio”. * 24 de mayo de 1990 El cardenal Ratzinger publica, en nombre de la Congregación para la Doctrina de la Fe, una Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo. Se habla en tal documento de un magisterio de la Iglesia «de orden prudencial», hasta entonces completamente desconocido para la Santa Sede y los teólogos. Es el propio cardenal Ratzinger quien nos desvela el enigma al suministrar, en el curso de la conferencia de prensa que se convocó para presentar el documento, la interpretación precisa de la expresión arriba citada: «El documento [...] afirma, acaso por vez primera con esta claridad, que hay decisiones del magisterio que no pueden constituir la última palabra sobre una materia en cuanto tal, sino que, si bien se ligan sustancialmente a un problema determinado, constituyen asimismo y ante todo una expresión de prudencia pastoral, una especie de disposición provisional. Su núcleo sigue siendo válido, pero los detalles sobre los cuales influyeron las circunstancias del tiempo pueden necesitar rectificaciones ulteriores.Se puede pensar, al respecto, tanto en las declaraciones de los Papas del siglo pasado sobre la libertad religiosa, cuanto en las decisiones antimodernistas de principios de este siglo, sobre todo en las decisiones de la Comisión Bíblica de entonces. Siguen estando plenamente justificadas a título de grito de alarma ante adaptaciones superficiales y apresuradas [...] Pero fueron superadas en los detalles de las determinaciones de su contenido después de haber desempeñado su cometido pastoral en su momento particular» (289). Así, pues, en unas pocas líneas expeditivas, el cardenal Ratzinger hace tabla rasa de las encíclicas y las condenas de la Santa Sede contra el liberalismo y el modernismo en el campo dogmático y bíblico, y las declara ya “superadas”. Los Papas se equivocaron, al decir de él, mientras que, por el contrario, los liberales y los modernistas, que habían sido condenados repetidamente, tenían razón en lo sustancial... Esta desvergonzada “rehabilitación” del liberalismo y el modernismo, efectuada públicamente por la mayor autoridad doctrinal en la Iglesia después del Papa, habría debido suscitar una oleada de protestas indignadas; pero, en cambio, reinó un silencio total. * De L'Osservatore Romano del 5 de septiembre de 1991 Juan Pablo II envía dos telegramas (al cardenal Lustiger, arzobispo de París, y al P. Kolvenbach, superior general de los jesuitas, respectivamente), con ocasión de la muerte del cardenal Henri de Lubac, que elogian sobremanera las “virtudes” del “padre” del Vaticano II. Se expresa así en el primero: «Acordándome del largo y fiel servicio que cumplió este teólogo, quien supo recoger lo mejor de la tradición católica en su meditación sobre la Iglesia y el mundo moderno, rezo con fervor a Cristo Salvador para que le conceda la recompensa de su paz eterna». Y dice lo siguiente en el segundo: «Había yo apreciado vivamente, en el curso de los años, la vasta cultura, la abnegación y la probidad intelectual que hicieron de este religioso ejemplar un gran servidor de la Iglesia, sobre todo con ocasión del concilio Vaticano II». Ya dijimos que Juan Pablo II fue un admirador de de Lubac. Repetimos aquí, una vez más, que ésta es precisamente la causa principal de la ruina actual de la Iglesia: el “largo y fiel servicio” de de Lubac y sus “amigos”, que causó el desastre que había previsto Pío XII si las ideas de los “neoteólogos” llegaran a ser asumidas por la jerarquía. * 11 de octubre de 1992 Juan Pablo II promulga el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, destinado a propagar mejor las novedades conciliares entre el “pueblo de Dios”; se trata, en efecto, de un modelo ideal al que deberán conformarse todos los catecismos de las conferencias episcopales del mundo. Exactamente igual que en los textos del Vaticano II, en este “catecismo” (las comillas son de rigor aquí), que es emanación directa de dicho concilio, se mezclarn hábilmente verdades con errores: textos ortodoxos y páginas realmente hermosas se dan la mano con las ya viejas “novedades conciliares” de costumbre (ecumenismo, liberalismo, etc.) para hacer tragar así a los incautos lectores todos los errores del Vaticano II, disfrazados con hábitos seductores. He aquí, para quien lo dude, el comentario nada sospechoso de Ratzinger, que era cardenal a la sazón: «El Santo Padre quería poner a la constitución apostólica la fecha del 21 de octubre, día de la apertura del concilio. Y ello para mostrar, precisamente, que el catecismo es fruto del concilio, brota del concilio y está en la línea de lo que el concilio quería y debía proponer en lo fundamental» (290). Además, no fue casualidad que el responsable de la redacción del “nuevo catecismo” fuera el P. Cristoph von Schönborn, astro ascendente de la nouvelle théologie por aquel entonces y hoy cardenal arzobispo de Viena (en recompensa por los méritos contraídos, naturalmente, igual que todos los otros). En resumidas cuentas, el “concilio de los neoteólogos” dio a luz en aquella ocasión el “catecismo de los neoteólogos” para efectuar con él un lavado de cerebro cada vez más insistente e incisivo. * 4 de febrero de 1993 Juan Pablo se reúne con los brujos vudú durante su visita a Benin (África), y les dice, entre otras cosas: «La Iglesia [...] desea establecer relaciones positivas y constructivas con grupos humanos de credos diferentes con vistas a un enriquecimiento recíproco. El concilio Vaticano II [...] reconoció que hay cosas buenas y verdaderas, semillas del Verbo, en las diferentes tradiciones religiosas [...] Es legítimo sentirse agradecidos a los ancianos del rito “vudú” que transmitieron el sentido de lo sagrado, la fe en un Dios único y bueno, el gusto por la celebración, la estima por la vida moral y la armonía en la sociedad» (291). Esta vez le dejamos el comentario de las palabras del Papa al... Corriere della Sera, el ultralaicista diario milanés: «En confirmación de una disponibilidad al diálogo sin exclusiones de ningún tipo, Juan Pablo II se reunirá con sacerdotes y sacerdotisas del culto vudú, los misteriosos adoradores del “becerro de oro” y la serpiente Damballah, con ocasión de su décimo viaje africano. El programa, publicado ayer, anuncia una reunión suya en Cotonú, en el Benin, con los adeptos de este antiguo culto, que se expresa con sacrificios de animales, manifestaciones de magia blanca y negra y desenfrenadas danzas propiciatorias de brujos y brujas. Desde el Benin, a través del Océano, el culto vudú arraigó sobre todo en Haití, donde se baila la erótica “banda” [...]. Si tienen que hacer regalos, los sacerdotes del vudú ofrecen objetos contra los maleficios, a veces engorrosos, que hay que colgar a la puerta de la casa. Los mercados de las brujas de Cotonú están llenos de ellos. Al decir de muchos occidentales, los “hechizos” y los “contrahechizos” vudú son eficacísimos. El Pontífice permanecerá en el Benin desde el 3 al 5 de febrero» (292). Aparte el estilo periodístico, la realidad descrita es inequívoca. Juan Pablo II hace luego una tímida referencia, en la parte final de su discurso, al hecho de que los paganos convertidos al catolicismo «no han perdido nada» de lo que había de bueno en su religión. Y sanseacabó. ¿Y lo que hay de falso y malo? ¿Y la necesidad del bautismo para la salvación? (293). ¿Y el peligro de condenación eterna para quien sigue en las tinieblas del paganismo? (294). * 9 de enero de 1993 Nuevo encuentro interreligioso de oración en Asís, pero limitado esta vez a católicos, protestantes, “ortodoxos”, musulmanes y judíos, en el curso del cual Juan Pablo II ratifica todos los errores de “Asís I” y afirma sin tapujos lo siguiente: «Henos aquí reunidos para dirigir nuestras oraciones al Señor de la Historia, cada uno a su modo y según su tradición religiosa [...]. Cadaunc de nosotros ha venido aquí movido por la fidelidad a su tradición religiosa, pero conociendo y respetando, al mismo tiempo, la tradición de los otros [...] La paz reina entre nosotros. Cada uno acepta al otro como es y lo respeta como hermano y hermana en la común humanidad y en sus convicciones personales» (295). Estamos aquí en pleno indiferentismo religioso y, mírese el asunto como se lo mire, en la exaltación de la “persona humana” por encima de la verdad y, en consecuencia, por encima de Dios. * 25 de marzo de 1993 Juan Pablo II aprueba y ordena que sea publicado el Directorio para la aplicación de los principios y las normas sobre el ecumenismo, que el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos había redactado siguiendo en todo momento, como era natural, las huellas del Vaticano II. «El Directorio -reza el texto en cuestión- recoge todas las normas ya fijadas para aplicar y desarrollar las decisiones del concilio» (n. 6), y quiere dar «normas y orientaciones de aplicación universal» (obligatorias, en consecuencia, para los católicos de todo el mundo). He aquí, sólo por vía de ejemplo, algunas de estas “normas”: - Será menester «encontrase juntamente» con los acatólicos «más allá de las tensiones concretas, gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad», para lo cual los católicos deberán ponerse a buscar la verdad también ellos y, por ende, dudar, o fingir dudar, de la doctrina que Dios reveló y que la Iglesia propone para creer (n. 60 y n. 205). - En el diálogo ecuménico será menester «exponer con claridad [...] toda la doctrina de la Iglesia católica», pero, se añade en seguida, «respetando [...] el orden y la jerarquía de las verdades y evitando las expresiones [...] que pudieran obstaculizar el diálogo» (n. 61/a). La primera frase está dictada por la cautela, evidentemente, sólo para guardar las apariencias. La segunda da entender lo que hay que hacer en realidad: poner aparte los dogmas que molestan a los acatólicos, amén de adoptar la distinción protestante entre “artículos fundamentales”, que es obligatorio creer, según parece, y artículos que uno es libre de aceptar o rechazar. - En los seminarios católicos, los futuros sacerdotes deberán formarse en el ecumenismo conciliar desde el principio -lo cual los conducirá a relativizar los dogmas-, y deberán enseñar en ellos incluso profesores y conferenciantes protestantes y “ortodoxos” (nn. 81, 194 y 195). Es fácil intuir qué ventaja recabarán de todo ello la doctrina recta y la moral sana... - También en los monasterios y los conventos la formación de los monjes, frailes y freilas, «debe comprender una dimensión ecuménica desde el noviciado y luego durante las etapas siguientes» (n. 84). En resumidas cuentas: nadie debe escapar del lavado ecuménico de cerebros. - El obispo del lugar podrá conceder el uso de iglesias católicas a los protestantes y a los “ortodoxos” para que celebren su culto en ellas (el culto ilegítimo de quien está en el cisma o en la herejía). Más aún, se alienta a usar en común la misma iglesia, porque «el uso común de lugares de culto por un periodo prolongado puede llegar a ser de interés práctico» (n. 138); se entiende que para favorecer el ecumenismo sobre todo. Sin embargo, cuando se dé tal caso, los católicos deberán quitar de la vista el tabernáculo con el Santísimo Sacramento (para no irritar a los protestantes), y Nuestro Señor Jesucristo deberá ser puesto aparte y escondido «construyendo, p. ej., un vano separado o una capilla» para Él (n. 139). Así no turbará las actividades ecuménicas del clero conciliar. - Luego, en el caso de que un hereje se convierta al catolicismo (cosa a todas luces improbable tal como están las cosas), no se prevee ya ninguna abjuración pública de la herejía (n. 99). Es obvio: si todos formamos ya parte de la “Católica”, la nueva super-iglesia ecuménica proyectada por von Balthasar y que los Papas “conciliares” están construyendo, ¿qué sentido se puede dar entonces a la voz “abjuración”? - Un herético o un cismático no puede de suyo recibir la eucaristía de manos de un sacerdote católico, pero, según la táctica habitual del “aquí lo digo y aquí lo niego”, «puede autorizarse, y aun recomendarse, la admisión a estos sacramentos de cristianos de otras iglesias y comunidades eclesiales, a título excepcional y bajo determinadas condiciones» (n. 129). Todo ello contra la doctrina constante de la Iglesia, que ha condenado siempre la communicatio in sacris (participación activa en ritos acatólicos y, con mayor razón, la comunión) (296) y considerado como sospechoso de herejía a quien la hubiese practicado (297), sin excluir la posibilidad de que hubiese incurrido en la excomunión aneja (298). - «Ha de alentarse» a los católicos «a reunirse para rezar con los cristianos pertenecientes a otras iglesias y comunidades eclesiales» (n. 108). La Iglesia ha prohibido siempre severamente estos actos (cf., p. ej., Pío XI, Mortalium animos), que suenan implícitamente a ofensa a nuestro Señor Jesucristo. Rezar con los acatólicos significa asociarse de hecho a sus herejías y/o a sus cismas (es obligado, en cambio, rezar por ellos). - Los católicos podrán frecuentar “retiros” y “ejercicios espirituales” impartidos también por protestantes (n. 114). ¿Qué habría dicho San Ignacio de Loyola? - En las escuelas «de cualquier orden y grado» se deberá «dar una a dimensión ecuménica a la enseñanza religiosa [...] que se imparta» en hora de religión (n. 68), para deformar así desde la infancia a los desventurados alumnos convirtiéndolos en indiferentes, súbditos ideales del Nuevo Orden mundial que se avecina. - También los protestantes y los “ortodoxos” podrán enseñar el catecismo a los muchachos católicos, porque «la colaboración en el campo de la de la catequesis puede enriquecer su vida [la de la Iglesia católica; n. de la r.] y la de otras iglesias y comunidades eclesiales» (n. 188). Preferimos no ir más allá y detenernos aquí. * 5 de septiembre de 1993 Juan Pablo II, en el curso de su viaje a Lituania, a los pies del “monte de las cruces”, junto a Vilnius, salió con estas increíbles palabras, reveladoras, una vez más, de su auténtico pensamiemto, todo impregnado de nouvelle théologie: «Hemos rezado y bendecido todos los sepulcros, católicos y acatólicos, cristianos, lituanos , polacos, rusos, todos. Porque ante Dios, en este gran misterio de la muerte, todos somos una sola cosa, somos su pueblo, somos comunión de los santos» (299). Aquí se confirma por enésima vez lo que se dijo antes: según Juan Pablo II, la Iglesia coincide de hecho con toda la humanidad, y todos los hombres de cualquier religión o irreligión están ya salvados, viven en gracia “en el Cristo”, por lo que se hallan todos en la “comunión de los santos”. La doctrina de la Iglesia, en cambio, afirmó siempre, desde el principio, exactamente lo contrario, como lo resume el catecismo del concilio de Trento: «De donde resulta que únicamente están fuera de ella tres clases de hombres: en primer lugar, los infieles; en segundo lugar, los herejes y cismáticos, y, por último, los excomulgados. Primero los gentiles [...] porque nunca estuvieron en la Iglesia, ni jamás la conocieron, ni participaron de sacramento alguno en unión con el pueblo cristiano; en cuanto a los herejes y cismáticos [...] porque se separaron de la Iglesia, pues pertenecen éstos al gremio de ésta lo mismo que los desertores a un ejército del que renegaron [...] También, por último, los excomulgados [...] porque, estando excluidos de la Iglesia por sentencia de la misma, no pertenecen a su comunión hasta que se corrijan» (300). Nótese asimismo, dicho sea esto a modo de inciso, que la doctrina común de la Iglesia tocante a la salvación de los acatólicos que se hallan en estado de ignorancia invencible y, por ende, también inculpable, la resumió así la Declaración del Sto. Oficio del 8 de agosto de 1949 (301): Los acatólicos que se hallan en semejantes condiciones tienen la posibilidad de salvarse haciéndose miembros de la Iglesia católica por deseo implícito, a impulsos de la caridad perfecta y de la fe sobrenatural, lo cual no puede hacerse sin una gracia sobrenatural concedida por Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, los obstáculos que rodean a los acatólicos y a los cuales tienen que enfrentarse (errores en materia de fe, frecuentes inmoralidades de las costumbres, presiones psicológicas de sus correligionarios, privación de los sacramentos y de otras ayudas de las que se benefician, por el contrario, los católicos) hacen asaz difícil y problemática su salvación, la cual, en cualquier caso, sigue siendo nada más que una posibilidad (véase también Pío IX, Syllabus, Denz. nn. 2916 y 2197). De aquí la urgencia de las misiones, a tenor del mandato explícito de Jesucristo (Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-16). * 17-24 de junio de 1993 La comisión internacional mixta para el diálogo entre Iglesia católica e “iglesia ortodoxa”, reunida en Balamand, en el Líbano, emite una “declaración” (302) en la cual se afirma entre otras cosas: 1) Que la reunión con Roma de las actuales iglesias orientales uniatas es decir, unidas a Roma (unidas precisamente porque dejaron el cisma), «comportó, en consecuencia, la ruptura de la comunión con sus iglesias-madre de Oriente» (n. 8). Así se reconoce, indebidamente, a las comunidades cismáticas orientales como auténticas iglesias legítimas. 2) Que el celo de las iglesias católicas orientales uniatas por la conversión de los que permanecían aún en el cisma fue erróneo y deplorable, pues, prosigue el documento, «para legitimar esta tendencia, fuente de proselitismo, la Iglesia católica desarrolló la visión teológica según la cual se presentaba a sí misma como la única depositaria de la salvación» (n. 10). Pero esta concepción derivaba de la «superada eclesiología del retorno a la Iglesia católica» (n. 30), por lo cual «esta forma de “apostolado misionero” descrito, que se llamaba “uniatismo”, no puede ser aceptada ya ni como método a seguir ni como modelo de la unidad buscada por nuestras iglesias» (n. 12). En efecto, la Iglesia católica y la ortodoxa se reconocen recíprocamente como “iglesias hermanas” en la actualidad (n. 14), por lo que «no se trata de buscar la conversión de las personas de una iglesia a la otra para asegurar su salvación» (n. 15), es decir, «la acción pastoral de la Iglesia católica, tanto latina cuanto oriental [...] no mira ya al proselitismo [apostolado; n. de la r.] entre los ortodoxos» (n. 22). 3) Que si, por pura hipótesis, algún obispo o sacerdote católico de una iglesia católica uniata se obstinara en el ya “anacrónico” esfuerzo de conversión de los cismáticos, no podrá «poner por obra, sin consultar antes a los dirigentes de dichas iglesias [las cismáticas; n. de la r.] ningún proyecto pastoral que concierna también a sus fieles» (n. 22). Dicho en palabras pobres, deberá pedir permiso a sus obispos (!), esto es, ¡a los que los mantienen en el cisma! Resumiendo: a) Los propios ministros de la Iglesia católica reniegan oficialmente de ella, pues no la consideran ya la única Iglesia verdadera de Cristo. b) Las comunidades cismáticas, por el contrario, se vuelven milagrosamente auténticas iglesias de Cristo (milagros del neomodernismo...). c) El primado de jurisdicción del Papa se pone entre paréntesis. d) Contra el mandato de Cristo (303), y después de haber resquebrajado la fe de los católicos, se les prohíbe a éstos que hagan apostolado. e) Los católicos uniatas, después de haber resistido durante siglos a toda clase de presiones y persecuciones, se vuelven ahora un estorbo para el diálogo ecuménico, por lo que la jerarquía de la “Iglesia conciliar” los invita a desaparecer de la circulación. Así, sin más. Téngase presente, por último, que el documento de Balamand no es obra de uno de los acostumbrados grupos autónomos de “perros sueltos sin collar”, sino que fue redactado y firmado, por parte católica, por representantes que habían sido comisionados expresamente por el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; de ahí que posea un carácter completamente oficial. Que el “documento de Balamand” constituye una auténtica traición a la religión católica además de a los católicos uniatas lo demuestra la fe constante de la Iglesia, que Pío IX resumió así en la encíclica Singulari quidem con las conocidas palabras de San Cipriano: «No hay más que una sola Iglesia verdadera, santa, católica, apostólica y romana, y una sola cátedra fundada sobre Pedro por la voz del Señor, fuera de la cual no se halla ni la fe verdadera ni la salvación eterna, en cuanto que no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre, por lo que absurdamente confía estar en la Iglesia el que abandona la cátedra de Pedro, sobre la cual se funda ésta» (304). Lo cual basta para condenar inexorablemente y sin posibilidad de apelación, no sólo el denominado “documento de Balamand”, sino también todo el ecumenismo conciliar y postconciliar que lo engendró. * 13 de marzo de 1994 La Congregación para el Culto Divino se mostró conforme, por vez primera en la historia y sin límite de edad, con la admisión de las mujeres al servicio del altar, junto al sacerdote, en las funciones litúrgicas (305). La prohibición constante y precedente de la Iglesia se basaba no sólo en obvios motivos de prudencia, sino, además, en el hecho de que el “cleriguillo” (monagillo) agregado al servicio litúrgico no era sino un sustituto del clérigo, o sea, de un miembro del clero (y, por ende, de sexo masculino). Tan es así que sólo cuatro años antes las “cleriguillas” (monaguillas) habían sido claramente reprobadas por la instrucción Inestimable donum (3 de abril de 1990), la cual corroboraba en frase lapidaria la norma perenne de la Iglesia. He aquí los términos en que lo hacía: «No se admite a las mujeres a las funciones del acólito o del ministrante» (n. 18). ¿Qué había pasado en sólo cuatro años para provocar este vuelco litúrgico-disciplinar? Pues había pasado que, exactamente igual que en el caso de la comunión en la mano, no pocos de los reverendísimos presbíteros conciliares, quienes contaban con la complicidad activa o pasiva de sus obispos, habían desobedecido tranquilamente y, con el descaro y aplomo habituales de los neomodernistas, habían admitido a las mujeres, motu proprio, para que sirvieran en el altar (hasta tal punto estaban seguros de que los de arriba terminarían por “aprobar” el abuso una vez se volviera costumbre). Por lo demás, seamos coherentes: si Papas y obispos “conciliares” contradicen y desobedecen, desde hace unos cuarenta años, el magisterio bimilenario de la Iglesia (aunque exigen obediencia a sus propias directrices), ¿por qué no deberían los curas hacer también lo mismo? Y se les premió por ello. * 26 de noviembre de 1994 Juan Pablo II entrega el capelo cardenalicio, en el curso del consistorio, a un cura tristemente famoso, el Padre Yves Congar, O.P. (antaño condenado, bajo Pío XII, junto con su cofrade M. D. Chenu). Vista la edad del P. Congar (90 años), se viene a los ojos que se trata de un cardenalato ad honorem, así como del enésimo gesto de reconocimiento de la herética nouvelle théologie. * 25 de mayo de 1995 Juan Pablo II publica la encíclica Ut unum sint, en la cual, al tratar de la unidad de los cristianos, afirma textualmente: «Estoy convencido de tener a este respecto una responsabilidad particular, sobre todo cuando compruebo la aspiración ecuménica de la mayor parte de las comunidades cristianas y cuando escucho la petición que se me hace de que encuentre una forma de ejercicio del primado que, aunque no renuncie en modo alguno a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva». Y concluye así: «Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los pastores y teólogos de nuestras iglesias para que podamos buscar, juntos evidentemente, las formas en que este ministerio pueda realizar un servicio de amor reconocido por unos y otros» (n. 95). He aquí, pues, a Juan Pablo II proponiendo una revisión del modo de ejercicio del primado papal de jurisdicción. ¿Y a quién dirige dicha propuesta? A gente que, salta a la vista, no quiere saber nada, no de la “forma de ejercicio” del primado de jurisdicción, sino de éste en cuanto tal, y que no pierde ocasión de repetirlo con orgullo. Y Juan Pablo II lo sabe requetebién. Es evidente, entonces, que la “propuesta” del Papa constituye, en realidad, una propuesta de abdicación práctica, un mensaje en lenguaje críptico reservado a los “iniciados ecuménicos”, el cual, una vez traducido, sonaría más o menos como sigue: “Pongámonos juntos a encontrar el modo de conservar la apariencia del primado de jurisdicción, sin negarlo formalmente, pero vaciándolo, en la práctica, de todo contenido. Mis sucesores y yo nos contentaremos con un primado que, de hecho, será sólo de honor, dejándoos en libertad de hacer lo que os guste y de creer lo que queráis. Como mucho, nos limitaremos a intervenir a veces con alguna escueta exhortación”. Todo ello no debe asombrar mucho que digamos. Después de todo lo que hemos denunciado y documentado, sólo un ingenuo podría maravillarse de esta tentativa de Juan Pablo II de atacar transversalmente, claro está- el primado de jurisdicción y amenazar la existencia misma de la Iglesia, que se funda en éste. Lo repetimos por enésima vez: el “neoteólogo” Karl Wojtyla no hizo más que llevar, paso a paso, a sus lógicas y terribles consecuencias las premisas de aquella nouvelle théologie que, por decirlo una vez más con el P. Schillebeeckx, «triunfó en el concilio». Esperamos por lo menos que, una vez llegados a este punto, se comprenda mejor lo que quería decir el Papa Pío XII cuando condenaba la neoteología, en la Humani Generis, en tanto que «cúmulo de opiniones falsas que amenazan con arruinar los fundamentos de la Iglesia católica». * 14 de septiembre de 1995 Juan Pablo II promulga en Yaundé (Camerún) la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, en la que repropone todos los errores “ecuménicos” del Vaticano II y afirma, en particular: «la Iglesia respeta y estima, ciertamente, las religiones acristianas que profesan numerosísimas personas en el continente africano, porque constituyen la expresión viviente del alma de amplios estratos de la población» (Cap. II, n. 47). Así, pues, parece que para Juan Pablo II y los “conciliares” el paganismo es digno de “respeto” y hasta de “estima”. Nos gustaría saber, entonces, por qué motivo Nuestro Señor Jesucristo envió al Apóstol San Pablo a los paganos «para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y reciban la remisión de los pecados y la herencia entre los debidamente santificados por la fe en Mí» (306). * Il Giornale, diciembre de 1996 «Juan Pablo II -escribe el articulista- devolvió al remitente el premio “Galileo Galilei”, que le había conferido el Gran Oriente de Italia por haber contribuido a difundir en el mundo los ideales de fraternidad y comprensión humana, los cuales, según los redactores de la declaración de motivos, son los mismos que defiende la masonería. El Papa, hicieron saber fuentes vaticanas, no acostumbra aceptar premios y distinciones de ningún género [...] No hubo referencia alguna, por parte vaticana, al exponer las razones del rechazo, al hecho de que la distinción viniera de la masonería» (307). La banalidad y debilidad del motivo aducido para el rechazo, que no se le escapó tampoco al articulista (el Papa no debe aceptar, obviamente, ningún premio, ni siquiera de la Acción Católica o de los Scouts, pero aquí se trata del Gran Oriente masónico de Italia...), es sintomática y revela, por desgracia, la imposibilidad de desmentir de manera verosímil lo que afirmó el Gran Oriente italiano: que los ideales difundidos por Juan Pablo II (y por el clero “conciliar”) son los mismos ideales defendidos por la masonería. * Il Regno/documenti, n. 3, 1997 La Comisión Teológica Internacional publica el documento El cristianismo y las religiones con la aprobación de su presidente, el cardenal Joseph Ratzinger. - Para justificar el denominado “diálogo interreligioso” que la jerarquía “conciliar” desarrolla con las religiones acristianas con base en la declaración Nostra aetate del Vaticano II, el documento de dicha comisión teológica exhuma, siguiendo la vieja táctica de los modernistas de la primera generación, las famosas “semina Verbi” (las “semillas del Verbo”) de que hablaban especialmente San Justino Mártir y Clemente de Alejandría, las cuales, al decir del documento en cuestión, se hallan esparcidas «fuera de los confines de la Iglesia visible, y, en concreto, en las diversas religiones» (cf. n. 41). Se trata de una conclusión cien por cien falsa y descarriadora, puesto que San Justino y Clemente de Alejandría describen las “semillas del Verbo” como presentes, no en las religiones falsas, sino en lo que hay de verdadero en la filosofía de los paganos, o sea, en el recto uso de la luz natural de la razón, que deriva del Verbo divino (cosa que el propio documento se ve obligado a admitir tan sólo unas pocas líneas después, con lo que se contradice en toda regla: cf. nn. 42-45). A la recta razón se oponen, por el contrario, las religiones falsas, motivo por el cual todos los Padres y escritores eclesiásticos las combatieron siempre con denuedo. - El documento de la comisión teológica de marras afirma, con base en la doctrina de la encíclica Redemptoris Missio de Juan Pablo II, que «a causa de tal reconocimiento explícito de la presencia del Espíritu de Cristo en las religiones, no se puede excluir la posibilidad de que éstas ejerzan, como tales, cierta función salvífica, es decir, que, a despecho de su ambigüedad, ayuden a los hombres a alcanzar el fin último» (n. 84). Por este motivo, las religiones acristianas -siempre «como tales», obviamente- «pueden ejercer la función de praeparatio evangelica» (n. 85), aunque bien es verdad que no a la manera del Antiguo Testamento respecto del Nuevo, sigue diciendo el documento, es decir, no preparan para la salvación venidera, sino para el «evento salvífico que ya se verificó» (ibidem). ¡Aquí está toda la diferencia, al parecer! Además, es sabido que muchas religiones falsas tienen también “libros sagrados”. Pues bien, los neoteólogos del cardenal Ratzinger creen que «no se puede excluir, en los términos indicados, alguna iluminación divina en la composición de tales libros» (n. 92). Todo esto es evidente que se le había escapado al Apóstolo Pablo cuando escribía esto: « [...] digo que lo que sacrifican los gentiles, a los demonios y no a Dios lo sacrifican. Y no quiero yo que vosotros tengáis parte con los demonios» (308); o bien esto otro: «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz y las tinieblas?» (309) - El documento pasa a tratar del dogma de fe según el cual extra Ecclesiam nulla salus (“fuera de la Iglesia no hay salvación”). «El concilio Vaticano II -afirman los “teólogos” de la comisión internacional- hace suya la frase extra Ecclesiam nulla salus», pero, al mismo tiempo, «resalta con mayor claridad el carácter parenético original de esta frase» (n. 67). Y así -concluyen triunfalmente- «se restituye a la frase su sentido original: exhortar a la fidelidad a los miembros de la Iglesia. Esta frase, integrada en el seno de la más general extra Christum nulla salus [“fuera de Cristo no hay ninguna salvación”), no está ya en contradicción con la llamada de todos los hombres a la salvación» (n. 70). Et voilà! Con un desenfadado juego de birlibirloque se convierte un dogma de fe en nada más que una “frase” de carácter “exhortativo” (“parenético”), la cual, para colmo atañe a... solos los católicos. Además, a Nuestro Señor Jesucristo se le separa de su Iglesia, a la que se reduce a un club privado para fieles de sensibilidad “católica”, a fin de transformarlo en el “Cristo” teilhardiano, que está difundido en todos los hombres y todas las religiones, es decir, en un “Cristo cósmico” imaginario en cuyo seno todos se salvan sin distinción alguna, como es obvio. Esta nueva doctrina de los neoteólogos, sin embargo, había sido ya desenmascarada con toda precisión por Pío XII, junto con sus míseras acrobacias verbales, al denunciar aquél, en la Humani generis, que «Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para obtener la salvación eterna» (310). El drama actual estriba ni más ni menos que en el hecho de que tales “algunos”, que hasta ayer estaban condenados, hoy se hallan instalados en los puestos de mando en la Iglesia y pretenden que los sigamos, tanto en este punto como en todos los demás, en su obstinada desobediencia al magisterio perenne de la misma. * 27 de septiembre de 1997 Congreso eucarístico nacional en Bolonia: Juan Pablo II asiste, en mundovisión, a la clausura del mismo, esto es, a un concierto roquero. También esta vez le dejamos el comentario al Corriere della Sera (311): «Ni siquiera Fellini con su fantasías habría imaginado un trío más extravagante que el que se verá en mundovisión el 27 de septiembre: el Papa, Bob Dylan y Milly Carlucci [...] „Su Santidad no se limitará a asistir, sino que interactuará con los jóvenes comentando las problemáticas a que hacen referencia las canciones del programa‟, refiere monseñor Ernesto Vecchi, vicario de la archidiócesis y presidente del Congreso [...] „No se excluye que los jóvenes intervengan en directo, planteándole preguntas al Pontífice sobre los temas de los pasajes de las canciones‟, dice Milly Carlucci, que presentará la velada. La define como “histórica”, a coro con los altos prelados que la organizan, por la repentina apertura del Vaticano al rock, un giro de 180 grados respecto de cuando se veía a éste como el diablo portador de violencia y destructividad en el triángulo blasfemo de sexo, droga y rock'n'roll. ¿Qué pasa con Dylan, el judío iconoclasta? „Se enmendó después de un accidente automovilístico, pero, de todos modos, nosotros no le pedimos a nadie que se convierta‟. El Papa tendrá una tribuna para sí y para un grupo de muchachos, junto al palco de los cantantes, con Dylan, Lucio Dalla (también a dúo con el pianista Michel: Petrucciani), Andrea-Bocelli, la orquesta Toscanini, Samuele Bersani y Niccoló Fabi para encandilar a los adolescentes». He aquí a continuación una voz de sentido común en toda esta Babel cato-rockera, ejemplo típico, para quien no lo haya comprendido todavía, de la famosa “nueva evangelización”: «El próximo año se celebra el trigésimo aniversario del 68. Pues bien, Dylan es la quintaesencia del sesentaiochismo [...] No se atrapa a los jóvenes con un catolicismo guitarrero. Tenemos demasiados pinchadiscos, pero sólo un Papa [...] Me pregunto si transformar el congreso eucarístico en una discoteca puede servir para construir el reino de Dios» (312). * 9 de septiembre de 1998 Juan Pablo II manifiesta una vez más, sin ambigüedad y de manera impresionante, su pensamiento real, todo impregnado de neoteología, en la audiencia general del miércoles. Oigámoslo: « [...] Precisamente de esta apertura primordial del hombre respecto a Dios -dice el Papa Wojtyla- nacen las diversas religiones. No es raro que en su origen hallemos fundadores que realizaron, con la ayuda del Espíritu de Dios, una experiencia religiosa más profunda. Transmitida a los demás, tal experiencia tomó forma en las doctrinas, en los ritos y en los preceptos de las diversas religiones» (313). En resumidas cuentas, un poco más y el pueblo de Dios verá beatificados y canonizados a Confucio, LaoTsé, Buda, Zoroastro, Mani, Mahoma y Baha-u'llàh. Ironías aparte, aquí nos limitamos a recordar que éstas eran exactamente las tesis del modernista George Tyrrel, que fue excomulgado en 1907 (nos vemos obligados a recordar esto contra nuestra voluntad y conpesar, pero ¿cómo reaccionar de otro modo ante tan inauditas aseveraciones en la boca de un Papa?): «El estudio de la antropología -escribía Tyrrel, en efecto- nos impide afirmar [...] que Dios no se revela progresivamente en la vida moral y social de toda alma (aunque sobre todo en la de Cristo), ni tampoco en la vida de todas las religiones (pero principalmente en la vida del cristianismo) [...] La religiosidad de futuro será el resultado de la reflexión inductiva sobre las formas presentes y pasadas de la religión, de un examen de ellas en cuanto inspiradas por la luz de la verdad que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y en cuanto constituye cada una, de manera especial, un esfuerzo del Espíritu Divino por hacerse inteligible en el hombre en armonía con los demás grados de su desarrollo moral, mental y social» (314). * 28 de julio de 1999 Audiencia general del miércoles y catequesis papal sobre los novísimos. Juan Pablo II sale con las siguientes palabras al hablar de la realidad del infierno: «La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado saber, sin una especial revelación divina, si algunos seres humanos la sufren realmente, ni quiénes son»... (315). ¡Así que, para Juan Pablo II, el infierno podría estar vacío! También esta vez el efecto mediático fue amplísimo, y esta otra picotada casi acabó de derruir la fe del pobre “pueblo de Dios”, con la consiguiente banalización ulterior del sentido del pecado y la no menos consiguiente relajación moral y espiritual que le siguió en el ya harto descalabrado rebaño católico. Mas tampoco en esta ocasión nos maravilla esa enésima salida de Juan Pablo II, pues bien sabemos que también aquí subyace una idea de la nouvelle théologie, aunque sólo pocos de sus exponentes reputaron por oportuno propagarla sin rebozo; entre estos últimos, además de Congar, destaca H. Urs von Balthasar, precisamente uno de los neoteólogos más seguidos por Juan Pablo , ni nos maravillamos, además, del hecho de que estas palabras se opongan a las de Jesucristo sobre el juicio universal (316). Por último, tampoco nos pasma que nieguen indirectamente el dogma de la predestinación (317), pues vimos ya que los neoteólogos considerarn la religión como algo vivo (la famosa “Tradición viviente” de que hablaba Juan Pablo II), bien que en sentido idealista ligado, por ende, a los movimientos de la conciencia humana y a sus periódicas evoluciones; de ahí que se sientan autorizados a reinterpretar poco a poco, a su modo, todo el depósito de la fe y la Sagrada Escritura, desfigurándolos y mutilándolos para adaptarlos a la fuerza a sus utopías. Así, pues, nada de todo esto nos maravilla. Lo que nos estupeface, en cambio, una vez más es el silencio total y la absoluta falta de reacción del mundo católico (¿o debemos decir ex católico?) a todos los niveles. * 11 de marzo de 2000 En en curso del año santo del 2000, Juan Pablo II elogia y bendice a los participantes en la peregrinación oficial del Rotary Club International para el jubileo, que se habían congregado en la explanada de la basílica de San Pedro, y los llama «carísimos hermanos y hermanas» (318). El caso es, sin embargo, que el Club Rotario (institución fundada, como ya dijimos, en EE.UU., a principios del siglo XX, por el abogado masón Paul Harris, y a la que se considera también con toda probabilidad como un vivero para la selección de las nuevas levas de las logias masónicas), el caso es, decíamos, que el Club Rotario «profesa el laicismo absoluto, la indiferencia religiosa, y pretende moralizar la sociedad prescindiendo por completo de la Iglesia» (319), y ello a despecho de sus tentativas de acreditarse entre los católicos con convenciones, donaciones generosas, etc., con la mira puesta, claramente, en la captatio benevolentiae (“atraer voluntades”), unas tentativas, por lo demás, que han hecho grandísima mella entre los obispos “conciliares”, no pocos de los cuales participan en las convenciones rotarianas. Se trata, pues, de una asociación evidentemente paramasónica, que se nutre -y nutre asiduamente a sus miembros- del mismo principio fundamental de la masonería, el naturalismo, con el indiferentismo religioso consiguiente: una “masonería en miniatura”, podríamos decir, si se exceptúan la obligación del secreto y los grados de iniciación. Por lo cual la Iglesia, considerado todo eso, había establecido con un decreto del Santo Oficio, fechado el 1 de enero de 1951, que «no es lícito a los miembros del clero inscribirse en la asociación Rotary Club o participar en sus reuniones; además, debe exhortarse a los fieles seglares a que observen lo que prescribe el canon 684 del Código de Derecho Canónico» (320). Dicho canon decretaba lo que sigue: «guárdense mucho [los fieles], de las asociaciones secretas, condenadas, sediciosas, sospechosas o que busquen sustraerse a la legítima vigilancia de la Iglesia». El Rotary Club no ha cambiado en tan gran número de años. La que ha cambiado, por el contrario, es nuestra jerarquía. * 12 de marzo del 2000 Juan Pablo II pide públicamente perdón en la basílica vaticana, y en mundovisión, por añadidura, por las presuntas «culpas de los católicos» a lo largo de los siglos (unas “culpas” que, en último análisis, vienen a imputarse implícitamente a la Iglesia en gran parte). Todas las calumnias que los enemigos jurados de la Iglesia vertieron en oleadas periódicas contra la esposa mística de Cristo -desde los judíos a los protestantes, desde los iluministas a los masones, desde los laicistas a los comunistas- recibieren el reconocimiento de su “'verdad” por parte de Juan Pablo II y de los obispos y cardenales que se prestaron a colaborar en este “rito”. Las “peticiones de perdón” se sucedieron del modo siguiente: 1) Confesión de los pecados en general; 2) confesión de las culpas en el servicio de la verdad; 3) confesión de los pecados que comprometieron la unidad del cuerpo de Cristo; 4) confesión de las culpas en las relaciones con Israel; 5) confesión de las culpas cometidas con comportamientos contra el amor, la paz, los derechos de los pueblos, el respeto de las culturas y las religiones; 6) confesión de los pecados que hirieron la dignidad de la mujer y la unidad del género humano; 7) confesión de los pecados en el campo de los derechos fundamentales de la persona. Alguien se preguntó, con legítima ironía, si no se habría tenido que pedir perdón asimismo por el naufragio del Titanic y por la derrota de la selección nacional italiana de fútbol en Corea, en la década de los sesenta... Obviamente, no se puede dar aquí, en unas pocas líneas, una refutación pormenorizada de tamañas acusaciones. Por lo demás, no faltan textos específicos al respecto de los cuales puede echarse mano. Nos contentaremos, pues, con trasladar las puntualizaciones del conocido investigador Léo Moulin, «profesor de historia y sociología, durante medio siglo, en la Universidad de Bruselas», uno «de los más prestigiosos intelectuales de Europa», como lo define Vittorio Messori, aunque también se trata de un sujeto declaradamente agnóstico (y que estuvo afiliado a la masonería en el pasado), lo que hace aún más significativas sus palabras, que Messori reproduce en su libro Pensare la storia (321): «Moulin me recomienda, escribe Messori, que repita a los creyentes una convicción suya, madurada en una vida de estudio y experiencia: „Prestadme oídos a mí, viejo incrédulo ducho en la materia: la obra maestra de la propaganda anticristiana es haber logrado crear en los cristianos, sobre todo en los católicos, una mala conciencia; es haber conseguido que se sientan incómodos con su historia, cuando no avergonzados de ella. A fuerza de insistir, desde la Reforma hasta hoy, han logrado convenceros de que sois los responsables de todos o casi todos los males del mundo. Os han paralizado en la autocrítica masoquista para neutralizar la crítica de lo que ocupó vuestro lugar‟. Feministas, bujarrones, tercermunderos y tercermundistas, pacifistas, exponentes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de toda ralea, hombres de ciencia, humanistas, filósofos, animalistas, moralistas laicistas: habéis dejado que todos os presenten sus críticas, a menudo trucadas, casi sin rechistar. No hay problema, o error, o sufrimiento de la historia que no se os haya imputado. Y vosotros, tan a menudo ignorantes de vuestro pasado, habéis acabado por creerlos y hasta por ayudarles. Yo, en cambio, que soy agnóstico, aunque también un historiador que se propone ser objetivo, os digo que debéis reaccionar en nombre de la verdad. Muchas veces, en efecto, no hay ni un átomo de verdad en las imputaciones que se os hacen. Y si hay algo de verdad en ocasiones, no deja por ello de ser cierto que, en el balance de veinte siglos de cristianismo, las luces prevalecen con mucho sobre las sombras. Además, ¿por qué no criticáis a vuestra vez a quien os critica a vosotros? ¿Acaso son mejores los resultados de lo que ha venido después? ¿De qué púlpitos escucháis, compungidos, ciertas prédicas?‟ Me habla, sigue escribiendo Messori, de ese Medievo que frecuenta desde siempre como investigador: „¡Esa vergonzosa mentira de los siglos de tinieblas porque se inspiraban en la fe del evangelio! ¿Por qué, entonces, todo lo que queda de aquellos tiempos es de una belleza y sabiduría tan fascinantes? También en la historia rige la ley de la causa y el efecto‟» (322). Huelgan comentarios. Sólo una nota a guisa de conclusión: durante el “rito” papal susodicho se encendía una luz en un gran candelabro por cada “petición de perdón”. Siete “peticiones de perdón”, siete luces encendidas en el gran candelabro. Un candelabro, pues, de siete brazos, como la Menorah judía. Intelligenti pauca [“a buen entendedor sobran palabras”]. * Año santo del 2000 “Jubileo de los jóvenes”: Juan Pablo II se reúne en Tor Vergata (Roma) con centenares de millares de jóvenes provenientes de todo el mundo, a quienes denomina «el futuro de la Iglesia». De qué “Iglesia” se trata lo explica Ferdinando Camon sin muchos rodeos en el diario La Nazione, de Florencia, en un artículo cuyo título es más que significativo: «Estamos ante un viraje: Dios ha cambiado»: «Aquí no se trata de “nuevos jóvenes”, escribe el articulista [...] sino de algo muy distinto, y es a eso a lo que hay que dirigir la mirada para comprender el gran viraje que está preparando la historia: si se mira qué tipo de alegría ostentan, qué vida hacen, qué confesiones realizan, cuáles son sus pecados y cómo alcanzan la absolución, se concluye que también ha cambiado el catolicismo, el concepto de “gracia” y de “pecado” que transmite la Iglesia; se concluye, en resumidas cuentas, que ha cambiado el “Dios católico” -no se puede expresar de otra manera- respecto del de hace una generación, o, mejor dicho, dos. Estos jóvenes católicos tratan mucho con un Dios alegre, comprensivo, atento a las virtudes de largo alcance (pagar los impuestos, no contagiar, tratar bien a los extracomunitarios, respetar el código penal, el civil y el de circulación, hacer carrera sin corrupción, honrar al padre y a la madre incluso cuando se les desobedece sin maldad, mantener relaciones sexuales sólo si hay amor). Sobre esta base piden y obtienen rápidamente la absolución decenas de millares de jóvenes de todo el mundo tras acercarse a alguno de los 24 confesionarios instalados bajo cada uno de los 13 toldos. No siempre fue así. Jamás había sido así. Cuando eran jóvenes los que ahora son los padres y los abuelos de éstos, la Iglesia católica insistía en las virtudes de corto alcance, la fidelidad conyugal, la castidad individual, la obediencia a las autoridades religiosas y políticas [...]. [...] “Catequesis” se llaman los cambios de impresiones que se hacen, por la tarde y durante la noche, en este jubileo de los jóvenes, sobre la fe y el cometido de la Iglesia. El Dios que emerge de estas catequesis y el Dios que emergía del catecismo de Pío X, el cual permaneció en vigor hasta el umbral del pontificado de Pablo VI, son dos dioses diferentes e inconciliables en muchos aspectos: tienen de diferente los dos conceptos cardinales de la praxis católica, es decir, el concepto de “gracia” y el de “pecado”. El catolicismo de ayer era trágico, amenazador, inquisitorial, creador de infelicidad [...] El católico tendía a cumplir plenamente las reglas, sin conseguirlo jamás, a diferencia de estos jóvenes católicos de hoy, que las cumplen todas (pero lo hacen porque las reglas son otras, más sencillas, más cómodas)» (323). Después de eso está claro que no eran tanto jóvenes católicos cuanto pobres desventurados a quienes había descarriado el clero modernista, empeñado en venderles por “catolicismo” la “religión” naturalista teilhardiana, que no tiene más blanco que el de disolver progresivamente todo dogma y toda moral, que no aspira sino a sofocar todo espíritu sobrenatural, y que no exige de sus adeptos ni ascesis ni penitencia. Si estos pobres jóvenes fuesen realmente “el futuro de la Iglesia”, la Iglesia no tendría futuro. Pero puesto que Dios garantizó que “las puertas del infierno no prevalecerían” contra ella, estén atentos los señores nemodernistas: si siguen así, serán ellos los que no tengan ya futuro. Deus non irridetur (“de Dios nadie se burla”). CAPÍTULO 10º LA CRISIS GENERAL EN LA IGLESIA Vimos en las páginas precedentes que los adeptos de la neoteología invadieron como un cáncer todos los ganglios del poder, marginaron a los verdaderos fieles católicos y, cuando fue posible, los “excomulgaron”. Vimos también que, maniobrando más o menos cautamente desde los puestos clave de la jerarquía (los demás se los dejan a los ansiosos por hacer carrera, a los “equilibristas” a ultranza o a los ingenuos, dóciles instrumentos en sus manos), esos mismos neoteólogos, aprovechándose de la confianza del “pueblo de Dios”, comenzaron a instaurar gradualmente, a lo largo de un proceso que dista de haber concluido, una religión nueva en toda regla, que venden por católica, y que, al decir de ellos, constituye el “cristianismo verdadero”, el cual sólo el Vaticano II fue capaz de descubrir. Cada vez que se da un paso hacia adelante se pronuncian grandes discursos para tranquilizar a los fieles; en ellos se sostiene que las novedades actuales derivan de un “desarrollo” ulterior y de una “comprensión mejor” de la doctrina de ayer, los cuales se han verificado, huelga decirlo, bajo la inspiración del “Espíritu Santo”; que se trata de un “retorno a los orígenes” del cristianismo primitivo perfectamente legítimo, que arrebat de admiración, etc., etc. El engaño es más difícil de desenmascarar por el hecho de que, inteligentemente, se ha dejado casi intacto el aparato exterior de la Iglesia, y porque en los discursos de los pastores resuenan aún palabras como “Cristo”, “evangelio”, “fe”, “eucaristía”, “caridad”, “Iglesia”, “Papa”, “sacramentos”, etc., que tranquilizan a los oyentes ignaros; pero, de hecho, los neomodernistas confieren a todas esas realidades, como hemos procurado demostrar, un significado completamente distinto del católico: - Jesucristo no es, para ellos, Dios hecho hombre, sino tan sólo un hombre que, alcanzada la perfección, se hizo Dios. - Los evangelios son escritos de redactores anónimos que se limitaron a recoger, no lo que había pasado, sino los desarrollos de lo que pensaba la comunidad cristiana primitiva tocante a Jesús. - La fe no es ya la virtud teologal descrita por el “viejo catecismo”, sino un mero sentimiento de la confianza en Dios (la “fe fiducial” de Lutero), susceptible de los modos de expresión más dispares en el ámbito de las doctrinas y losritos religiosos, que varían sin cesar y carecen de verdades fijas e inmutables. - La eucaristía no es ya el auténtico cuerpo del Señor bajo las especies del pan el vino consagrados durante la misa, es decir, la renovación incruenta, pero real, del sacrificio de la cruz en expiación de nuestros pecados, sino el símbolo de la presencia espiritual de Cristo en medio de su pueblo, cuyos miembros se reúnen en asamblea para celebrar, en compañía de su “pastor-presidente”, la resurrección del Señor (sin la pasión...) haciendo no más que una “memoria” de ella, y también para participar todos juntos del mismo alimento simbólico con objeto de fomentar el espíritu comunitario. - La caridad no es ya la tercera de las virtudes teologales, un don sobrenatural de Dios a sus fieles, sino tan sólo un sentimiento de benevolencia y compasión natural, una “solidaridad” para con todos los hombres, privada de cualquier solicitud por su conversión y su salvación eterna (que todos tienen ya garantizada en la óptica de la nouvelle théologie,). - La Iglesia no se identifica ya nada más que con la Iglesia católica romana, sino que en este término se engloba también a todas las sectas heréticas y cismáticas, o, por mejor decir, a la humanidad entera -lo quiera ésta o no-, la cual, según los neoteólogos, está ya efectivamente redimida por Cristo. - El Papa, en consecuencia, no es ya el vicario de Cristo, de cuya cuenta corre apacentar el rebaño católico ejerciendo su primado de jurisdicción, sino tan sólo el representante moral de la susodicha superiglesia mundial, su líder democrático reconocido y más representativo. - Los sacramentos no son ya signos eficaces de la gracia divina, sino meros símbolos a propósito para estimular el sentimiento religioso y para dar relieve a los momentos más importantes de la vida personal y comunitaria de los fieles de la novísima superiglesia católica inaugurada por el Vaticano II. El bautismo, en particular, se vuelve un simple rito de iniciación a la vida comunitaria, dado que, según aseveran no pocos “presbíteros conciliares”, el bautizando está “ya salvado” en realidad, con independencia de la recepción de dicho sacramento. Y así para cualquier otra verdad de fe. El golpe maestro de Satanás El “golpe maestro” de Satanás y de los enemigos de Cristo y de su Iglesia fue, sin duda, como recordaba Monseñor Marcel Lefebvre, el de lograr sentar en la cátedra de Pedro a Papas embebidos de neoteología. En efecto, los neoteólogos no habrían logrado imponerse jamás en la Iglesia con Papas de doctrina segura, bien decididos a defender la verdad revelada y el rebaño a su cuidado incluso con medidas drásticas si llegara el caso; el concilio Vaticano II habría sido encauzado por la vía de la tradición bimilenaria de la Iglesia; los novadores habrían sufrido una derrota aplastante, como la que experimentaron antaño los liberales y los antiinfalibilistas en el concilio ecuménico Vaticano I (1870), y la inmensa mayoría del clero y de los fieles habría seguido al sucesor de Pedro y no se habrían dejado hipnotizar por los falsos profetas de la “renovación conciliar”, los cuales los han conducido a la ruina (limitándonos tan sólo al periodo 1969-1976, se echa de ver que tan sólo en siete años 70.000 sacerdotes y 43.000 religiosos traicionaron su vocación) (324). He aquí, pues, la jugada maestra, el “caballo de Troya” para introducir la revolución en la ciudad de Dios: sentar en la cátedra de Pedro a Papas embebidos de ideas liberales y admiradores de la nouvelle théologie. Una ocurrencia genial, en cuya virtud el clero, las buenas religiosas y los fieles de a pie obedecieron sin rechistar y entraron en el gran engranaje revolucionario sin advertirlo siquiera. Y así hoy, bombardeados por publicaciones tipo Vita Pastorale, Jesus, Famiglia Cristiana, Il Regno y otras semejantes; intoxicados por prédicas, catequesis y encuentros de puesta al día de fondo social-ecuménico-mundialista, y protestantizados por la “neomisa” de Pablo VI, el clero en su mayoría, los religiosos y los fieles están resbalando, sin darse cuenta, por la pendiente del neomodernismo, o, mejor dicho, muchos de ellos, como sucedió en el siglo XVI con la pseudoreforma protestante, de hecho han cambiado ya de fe y han arribado a una nueva religión, católica sólo de nombre, tan nebulosa en la doctrina cuanto laxista en la moral. La corrupción doctrinal en los institutos de formación del clero La enseñanza que se imparte en punto a teología dogmática a los alumnos de las universidades pontificias, seminarios y escolasticados religiosos, futuros sacerdotes en su mayoría, se desarrolla en todas partes, por entero e invariablemente, con base en la neoteología (la mejor parte se la llevan en ella los “monstruos sagrados”: Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar), o sea, con base en el relativismo dogmático. Por ello, como la moral se funda en la fe, también la teología moral que se enseña en los institutos de marras (con fundamento en la cual, párese mientes en ello, deberán guiar a las almas los futuros sacerdotes, sobre todo al administrar el sacramento de la penitencia), también la teología moral, decíamos, pierde toda consistencia y se vuelve más bien una teología inmoral, vaga, fluctuante y laxista, la cual se deja, en último análisis, al arbitrio de la “conciencia” individual, en la línea de pseudomoralistas del tipo de Bernard Häring y sus epígonos nacionales y extranjeros. En el campo de los estudios bíblicos, la Sagrada Escritura se “secciona” y se examina críticamente mediante sistemas racionalistas (métodos de la “historia de las formas” y de la “historia de la redacción”, elaborados por protestantes racionalistas), totalmente infundados y refutados ya varias veces, pero que disuelven en los incautos que se fían de sus docentes el concepto de la historicidad de la Sagrada Escritura y, también, por ende, el de la verdad de los hechos sobrenaturales que se narran en ella. Considerando que de los institutos de formación sale, desde hace más de treinta años, un chorro continuo de curas, religiosos y seglares que son docentes de religión y cuya instrucción reposa en tales bases, se puede imaginar fácilmente cuál es hoy el estado de la Iglesia a escala mundial. Las órdenes y congregaciones religiosas femeninas La misma ventolera infernal (en el sentido literal del término) de la puesta al día conciliar embistió asimismo, como un ciclón, contra las religiosas de las diversas órdenes y congregaciones, con los mismos efectos desastrosos descritos. Nos limitaremos a recordar aquí por todas, como ejemplo paradigmático de la situación actual, la debacle y la rendición al “espíritu del concilio” de la, por otros conceptos benemérita, madre Teresa de Calcuta, que fue elevada casi a símbolo de la vida religiosa postconciliar, y a la que no por nada la jerarquía “conciliar” propuso como modelo de la vida consagrada de nuestro tiempo. En efecto, arrebatada también ella por el neomodernismo imperante, la madre Teresa había terminado por renunciar a convertir y bautizar a los paganos moribundos que se hospedaban en sus asilos. «No, bautizarlos no», había respondido a una pregunta en tal sentido que le había dirigido el cardenal Pío Laghi, protector de su congregación, quien refirió sus palabras. «No pretendo convertir al cristianismo a mis enfermos. Es esencial que cada uno encuentre a Dios a través de la práctica de su religión. Con todo y eso, pongo un billetito en las manos de cada cual: es el billete de entrada al paraíso» (325).Que para la madre Teresa de Calcuta no se daba ninguna diferencia significativa entre catolicismo y religiones falsas parece que se echa de ver asimismo por otras declaraciones suyas: «Dios está aquí -le había explicado, p. ej., a un viajero maravillado de la atmósfera de paz que reinaba en su casa de los moribundos de Calcuta-. Castas y cultos nada cuentan. No importa que no sean de la misma fe» (326). Y también: «Espero lograr convertir a la gente, pero no entiendo por ello lo que usted piensa. Lo que espero es lograr convertir los corazones [...] Es así cómo ha de entenderse el término “conversión” [...] Si estando en contacto con Dios lo aceptamos en nuestra vida, entonces nos estamos convirtiendo; nos volveremos mejores hindúes, mejores musulmanes, mejores católicos o cualquier cosa que seamos, y, por ende, al ser mejores, nos acercamos a Dios» (327). Los “movimientos” laicales También merecen que se les eche un vistazo rápido los diferentes movimientos laicales de este postconcilio. Llevados en palmas por la jerarquía conciliar en tanto que “demostración” de la presunta bondad de las reformas del concilio Vaticano II, en cuya virtud el “Espíritu Santo” había suscitado, al parecer, nuevas fuerzas y figuras carismáticas en la Iglesia, idóneas para rejuvenecerla y revigorizarla ni más ni menos que mediante la propuesta de diversos “caminos” de vida cristiana por parte de seglares deseosos de un mayor compromiso y perfección, los denominados movimientos eclesiales se difundieron casi todos rápidamente por el mundo entero. Los “movimientos” susodichos están destinados, además, en la intención de la jerarquía actual, a sostener la obra de difusión de la “renovación conciliar” en todos los estratos del mundo católico. El número de sus seguidores es alto, en general, pero su estado de salud es preocupante. Examinémoslo por lo alto: - La clásica y gloriosa Acción Católica de la época de Pío XII es hoy irreconocible después del terremoto doctrinal del Vaticano II. Se retiró de la escena social y política con la denominada “elección religosa” de la época de Pablo VI (y experimentó una merma impresionante de inscripciones), mientras que desde el punto de vista doctrinal y pastoral se ha agazapado por entero tras el “nuevo magisterio conciliar”, como era fácil de prever dados sus estrechos lazos con la jerarquía. - El Opus Dei estuvo desde el principio, su fundador Josémaría Escrivá de Balaguer, en sintonía perfecta con el concilio Vaticano II, no pocas “novedades” del cual, por lo demás, había anticipado, especialmente en todo lo relativo al espíritu ecuménico (algo de lo que se han jactado siempre el fundador y sus sucesor). Si hoy les parece a muchos bastante “tradicionalista”, es sólo porque fue lo superaron “por la izquierda” los tumultuosos desarrollos postconciliares; mas sigue en sintonía con las novedades del Vaticano II, con todas las consecuencias que ya se han descrito concisamente. - El movimiento de los “focolares”, por su parte, se funda de cabo a rabo en el ecumenismo, por lo que produce ineluctablemente en sus adeptos, comenzando por la mismísima fundadora, Clara Lubich, una mentalidad indiferentista (para la cual una fe vale, en sustancia, tanto como cualquier otra) y mundialista (que busca, no la expansión misionera de la Iglesia, sino la unión de todos los hombres sobre una base filantrópica a la que se da, abusivamente, el nombre de “caridad”). En efecto, dice la Lubich que en su movimiento se abrieron «escuelas ecuménicas con el concurso de profesores de varias iglesias». Se fundaron asimismo nada menos que 19 “ciudadelas de vida ecuménica” comunitaria en los cinco continentes, en las que «católicos y evangélicos [protestantes] dieron y siguen dando testimonio con su vida de esa unidad ya posible que se basa en el amor evangélico practicado día a día», y en donde «constituye una felicidad única, fecunda en toda clase de bienes, hallarse viviendo entre cristianos lo mucho que ya nos une» (328); pero en las cuales nadie piensa ni por asomo en convertir a esos pobres herejes, al paso que se empieza por poner en segundo plano, para luego olvidarlo poco a poco, todo lo que nos separa (una friolera de dogmas de fe, insignificantes a más no poder para los “ecumenistas conciliares”). En resumidas cuentas, en el movimiento de la Lubich se termina por practicar exactamente aquella «caridad sin fe [es decir, sin fe católica dogmática], tierna sobremanera para con los descreídos, que les abre a todos, por desgracia, el camino a la ruina eterna», la cual denunciaba Pío X, según vimos, como típica de los modernistas. - El Movimiento neocatecumenal, fundado por Kiko Argüello y Carmen Hernández, se presenta como una “camino” de redescubrimiento de los compromisos bautismales, aunque es, en realidad, un “camino” de protestantización progresiva. Con las “catequesis” de Kiko Argüello (329), cubiertas por un manto de riguroso secreto, se forman sólo los catequistas, que se encargan de dirigir las diferentes comunidades, y contienen de hecho una serie impresionante de errores y herejías. He aquí solamente algunos: * Negación de la necesidad de la Iglesia para la salvación: «Fuera de la Iglesia no hay salvación [...] en esta frase entendida jurídicamente, se refleja la mentalidad de toda la gente que os escuche... De aquí la extremaunción administrada a todos los enfermos, las confesiones en el último momento, los bautismos rápidos de los niños recién nacidos, etc., porque si la Iglesia es la única tabla de salvación y el que no pertenece a ella jurídicamente se condena, así se debe hacer». Para el señor Argüello, en cambio, «la Iglesia primitiva no se consideró nunca como la única tabla de salvación, sino como una misión dentro de la historia»; de ahí que no haga falta querer ni procurar «que todos entren en ella». * Salvación en sentido luterano, por conducto de sola fe, sin el concurso de las obras: «El hombre, que se había separado de Dios, quedó radicalmente impotente para hacer el bien, esclavo del maligno»; «el hombre no se salva por medio de prácticas»; «Jesucristo no es de ninguna manera un ideal, un modelo de vida; no vino a darnos ejemplo [...] los sacramentos no constituyen una ayuda para tal fin»; «El cristianismo no exige nada de nadie, lo regala todo», etc., etc. En resumidas cuentas, una exhortación a pecar sin remordimientos (el hombre, tanto para Kiko cuanto para Lutero, no puede resistir al pecado, pero basta reconocerse pecador para que Cristo lo perdone todo...), y a abandonar la idea misma de la imitación de Cristo, es decir, a renegar del ejemplo de todos los santos. * Negación de la confesión en tanto que sacramento: «El perdón no se daba con la absolución en la Iglesia primitiva, sino con la reconciliación con toda la comunidad»; «El valor del rito no está en la absolución, visto que en Jesucristo estamos ya perdonados». * Negación de la misa como sacrificio expiatorio y denigración del culto eucarístico: «Las discusiones medievales sobre el sacrificio atañían a cosas que no existían en la eucaristía primitiva al no haber en ella [...] nadie que se sacrificara (Cristo), ni sacrificio de la cruz (el Calvario), sino tan sólo un sacrificio de alabanza» (exactamente lo mismo que decía Lutero); «procesiones, basílicas grandiosas [...] ofertorios [...] llenan la liturgia de ideas ligadas a una mentalidad pagana». * A todo lo anterior se añade la comunión en la mano (y sentados) y las profanaciones de los fragmentos eucarísticos, que se esparcen por el ambiente sin el menor escrúpulo. Kiko Argüello, en efecto, se mofa de la fe y el culto de la Iglesia a la Santísima Eucaristía: «La Iglesia católica cae en la obsesión respecto a la presencia real; tanto es así que para ella todo es presencia real», mientras que la caída de los fragmentos eucarísticos no debe preocuparnos porque «no es cuestión de migajas o de cosas de este tipo» (330). * Por último, la obligación, a partir de cierto punto del “camino”, de practicar el “testimonio”, auténtica confesión pública de los pecados secretos con el consiguiente escándalo de los presentes, especialmente de los familiares... - Los grupos de la renovación en el Espíritu, o “renovación carismática”, derivan en línea recta, por su parte, del protestantismo pentecostista. En efecto, la fecha de nacimiento del movimiento fue el 13 de enero de 1967, día en el que dos seglares católicos estadounidenses, Ralph Keifer y Patrick Bourgeois, profesores universitarios de teología, decidieron ir a someterse al rito de imposición de las manos en el seno de un grupo de protestantes de la secta de los pentecostistas, y recibieron, al decir de ellos, el denominado “bautismo en el Espíritu”, así como el “don de lenguas” y otros “carismas”. Evidentemente, pensaban que el sacramento de la confirmación y la propia Iglesia católica eran incapaces de conferirles plenamente el Espíritu Santo. En cuanto a los pentecostistas protestantes “llenos del Espíritu Santo”, tenían y siguen teniendo un defectillo, pues predican, se entiende que siempre bajo la inspiración directa del “Espíritu Santo”, una friolera de herejías, como que afirman, p. ej., que «la única regla de fe es la Biblia; hay que rechazar la Iglesia; el culto a la Virgen y a los santos es idolatría; nada de sacramento de la confesión; nada de presencia de Jesús en la eucaristía; nada de purgatorio, etc. [...] Admiten el bautismo, pero sólo para los adultos (como ya sostenían los anabaptistas), aunque le niegan el poder de conferir la gracia; conservan la “cena”, pero sólo a título de acto simbólico, que les recuerda a los fieles la segunda venida de Cristo a la tierra, con el milenio subsiguiente (como afirman los adventistas); admiten que María santísima concibió virginalmente, pero luego niegan su virginidad después del parto» (331). A menos de pensar que el propio Espíritu Santo pueda revelar cosas opuestas y diferentes a la Iglesia católica y a los pentecostistas -lo cual sería absurdo, obviamente, además de blasfemo-, no es menester ser teólogos para concluir que si de verdad hay un “espíritu” que guíe a la secta pentecostista es, sin duda, un espíritu sulfúreo. El caso es que, una vez vueltos a su ambiente (la universidad católica de Duquesne, en Pittsburg, Pensylvania), los dos teólogos católicos mencionados, ya “carismatizados” por los protestantes, convencieron a algunos de sus estudiantes para que se sometieran al mismo “rito” y les impusieron las manos a su vez, con los mismos efectos (éxtasis, “hablar en lenguas”, etc.). A continuación, el movimiento de los “pentecostistas católicos” se propagó rápidamente por toda la Iglesia. Una vez llegados a este punto, cualquiera debería ser capaz de comprender qué tipo de “espíritu” circula hoy en los grupos de la “renovación”, un movimiento nacido de un pecado contra la fe, de un insulto a la esposa mística de Cristo. Por lo demás, los “pentecostistas católicos” reconocen a boca llena su origen y filiación protestantes. Tanto es asir, que en sus convenciones oficiales -nacionales e internacionales-, tanto católicos como protestantes rezan habitualmente todos juntos, sin ningún problema, unidos sin distinción alguna en ese “espíritu” que termina por relativizar la Iglesia católica, sus dogmas y moral, y que presenta al protestantismo como una forma plenamente legítima de “cristianismo”, o, mejor dicho, superior al catolicismo, si es verdad que quien da es superior a quien recibe. Es inevitable que los fieles lleguen a estas conclusiones, por desgracia, aunque no siempre las alcancen de inmediato debido a la incoherencia e inconsistencia de la mayoría de ellos, exaltados por las gratificaciones sensibles y por la atmósfera fuertemente emotiva que viven en los grupos de la renovación (con los que, por lo demás, se topan, ¡ay!, en sus mismas parroquias, igual que les ocurre con los restantes “nuevos movimientos”). Entretanto, al “espíritu” (sulfúreo) le basta con haber sembrado los primeros gérmenes del indiferentismo religioso (catolicismo igual a protestantismo). Tocante al resto, sabe esperar. - Respecto a la AGESCI, que deriva de la unificación postconciliar de la ASCI (sección masculina de los scouts católicos de Italia) con la AGI (sección femenina correspondiente), no se ve cómo la promiscuidad que promueve entre los dos sexos puede servir para un crecimiento auténtico de los jóvenes en la castidad. El Papa Pío XI resumía la enseñanza perenne de la Iglesia en esta materia en su encíclica Divini illius Magistri (31-XII-1929), y condenaba precisamente la “coeducación” promiscua de muchachos y muchachas, en las escuelas y en otros lugares, en cuanto «errónea y perniciosa para la educación cristiana» porque se fundaba, «para muchos, en el naturalismo negador del pecado original, además de basarse, para todos los sostenedores de este método, en una deplorable confusión de ideas que identifica la legítima convivencia humana con la promiscuidad y la igualdad niveladoras»; constituyen todos ellos «errores perniciosísimos, que se difunden copiosamente entre el pueblo cristiano con daño inmenso de la juventud» (332). Poco antes el Sumo Pontífice había condenado severamente asimismo la denominada “educación sexual”, que, hermanada con la “coeducación”, ya entonces procuraba difundirse en el mundo católico (333). Hoy, como todo el mundo puede ver, se hace y se programa fría, lúcida y diabólicamente -para expresarnos con propiedad- todo lo contrario, en línea con el Vaticano II (lugar del triunfo, precisamente, del naturalismo de los neoteólogos). La promiscuidad es hoy un hecho en todas las escuelas denominadas católicas, y también en gran parte de los “movimientos”, no sólo en la AGESCI, al paso que la “educación sexual” (es decir, la corrupción sexual) se divulga tranquila y descaradamente, con profusión de imágenes ad hoc, incluso por publicaciones que se las echan de católicas. ¿Hacia la “solución final” del catolicismo? Preferimos dejar la palabra una vez más, a guisa de conclusión, al periódico católico sì sì no no -del cual hemos tomado prestado este subtítulo-, que en junio del 2001 [ed. italiana] refería y comentaba un artículo de La Nazione, de Florencia (8-V-2001), firmado por Ferdinando Camon: «Ferdinando Camon ha vuelto a tratar recientemente [...] del cambio del catolicismo y su suerte futura [...] con otras reflexiones que vale la pena reproducir por extenso. Se pregunta „qué será el catolicismo cuando haya recorrido los larguísimos caminos por donde lo ha metido este Papa [Juan Pablo II; n. de la r.]‟, „al cabo de los cuales está la compatibilidad con el anglicanismo, el luteranismo, la ortodoxia, el judaísmo y ahora el islamismo‟, y responde: „Quien llegue al final tendrá un Dios diferente del que el catolicismo ha tenido hasta ahora‟. Pero, evidentemente, un catolicismo que cambia el Dios que “ha tenido hasta ahora” no es ya el catolicismo, dado que Dios no cambia, y, por consiguiente, el catolicismo habría dejado de existir al término del “camino ecuménico” si éste fuera realmente “irreversible”. Y habría dejado de existir a causa de un proceso de demolición que empezó desde dentro: la “autodemolición” de que habló Pablo VI. El articulista observa, en efecto, que: „el Papa pide perdón por culpas que ningún predecesor suyo cometió jamás (el Papa de la época del saqueo de Constantinopla no dio botes de alegría al enterarse de la noticia, sino que fulminó excomuniones); no obstante, desde las bases ortodoxas e islámicas se le exige más todavía, que pida más perdones y presente más excusas (incluso en Italia: asi lo hace el imam de la mezquita de Roma). De este modo, los encuentros con las demás religiones abrahámicas no son una serie convergente de movimientos de cada una de las iglesias hacia las otras: es la Iglesia católica la que se mueve, antes y más que todas las otras, alejándose de sus propias posiciones. El catolicismo cambia al moverse; las otras iglesias, en cambio, se limitan a esperarlo y por eso continúan siendo lo que son. Pocos lo recuerdan, porque la noticia pasó inadvertida, pero Roma firmó una rendición ante los principios del luteranismo [(334)], los cuales afirman que se puede alcanzar la salvación con sola la fe: negar tales principios era la base de la resistencia católica al luteranismo. El pensamiento católico militó siempre en defensa del principio según el cual fuera de la Iglesia no hay salvación. El cardenal Ratzinger lo corroboró recientemente. La serie de compatibilidades que este Papa [Juan Pablo II] promeve y establece con las demás iglesias son otros tantos abandonos de dicho principio. Se abre camino un principio diferente, que reza como sigue, aunque nunca haya sido enunciado en estos términos: también en los otros está la verdad. Una verdad revelada que se muestra compatible con otras verdades reveladas, contra las cuales combatió durante largos siglos, se vuelve una verdad construida. No es ya revelación, sino historia. Todas las generaciones de católicos que viven en la actualidad (hijos, padres y abuelos) se edificaron sobre el principio de que la verdad había sido dicha, se aprendía y se aplicaba, y el lugar en que se custodiaba se llamaba “catolicismo”. Si se concluye un acuerdo, convenio, alianza con religiones que hasta ayer el catolicismo juzgaba inconciliables consigo mismo, nacerá una nueva generación de católicos que no tendrá nada que ver con las generaciones que aún viven‟. Así, pues, el “irreversible camino ecuménico” -y esta vez no somos nosotros quienes lo decimos- es un camino hacia la apostasía, un camino que comporta la negación de la única revelación divina, a la que se degrada al rango de mera construcción humana, a imagen y semejanza de las sectas y religiones falsas. Nosotros, sin embargo, sabemos que Dios intervendrá para impedir la ruina de su Iglesia: es de fe que portae inferi non praevalebunt [“las puertas del infierno no prevalecerán”]. Y no prevelecerán igual que no han prevalecido en dos mil años, ni aun cuando las potencias infernales hallaron sus mejores cómplices entre los hombres de Iglesia. El “comentador” de la Nazione no hace valer esta certeza de fe sencillamente porque no la tiene. Antes al contrario, para él „la grandeza de este Papa, tan vasta que ni siquiera puede medirse por ahora, estriba en esto, en haber iniciado el camino hacia tales destinos múltiples y lejanos‟; „grandeza‟, pues, por haber comenzado a dar ese „gran viraje que la historia está preparando‟ (La Nazione, cit.), a cuyo término la humanidad se habrá “liberado” de Dios y su revelación. Mas aunque el articulista carece de fe, es innegable que al inferir las conclusiones que se derivan del ecumenismo da muestras de tener más lógica y sentido común que muchos miembros de nuestra jerarquía (que debería tener dicha fe)» (335). La resistencia de los católicos, un deber ineludible Conque la nouvelle théologie y sus adeptos, que creen haber vencido, están abocados a una derrota segura. Pasarán, igual que pasaron todas las herejías y todos los herejes que a lo largo de los siglos atacaron a la Iglesia -la cual es indefectible en virtud de la promesa divina- alardeando de “reformarla” en función de sus malsanas doctrinas. Pero, entretanto, es menester que no depongamos las armas, sino que nos preparemos más que nunca para sostener el inevitable combate, sin dejarnos amedrentar por el gran número de los que por ingenuidad, inconsciencia o, peor aún, interés han seguido la corriente y se han puesto a la zaga del cortejo de la revolución en la Iglesia. El número nunca ha hecho la verdad, una verdad que puede profundizarse y desarrollarse, sí, pero siempre in eodem sensu eademque sententia [“en el mismo sentido y según la misma doctrina”], de modo que no podrá cambiar en ningún caso, ni ser contradicha por “novedades” de ningún tipo, ni aun con el pretexto de efectuar un “progreso” o una “puesta al día”: «Y, en efecto, la doctrina de la fe que Dios reveló no se propuso como un hallazgo filosófico que debiera ser perfeccionado por los ingenios humanos, sino que fue entregada a la Esposa de Cristo como un depósito divino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también haya que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás haya que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta inteligencia» (336). «Me he reservado en Israel a siete mil, cuyas rodillas no se han doblado ante Baal y cuyos labios no lo han besado» (I Re 19, 18), le decía Dios al profeta Elías, que andaba desanimado porque creía que era el único profeta del Señor que había quedado en medio de la apostasía general. Así sucede también hoy: muchos que no conocemos sufren, rezan, luchan con nosotros por la santa Iglesia de Dios. Recordemos en este mal lance el deber que nos corre, un deber estricto, de rezar por el Sumo Pontífice. Sólo él, en efecto, puede imprimir a la barca de Pedro la enérgica virada que necesita para volver al rumbo correcto y arribar al puerto de la salvación. Así, pues, nuestra plegaria debe concentrarse particularmente en esta petición: que el vicario de Cristo -si no el actual, un sucesor suyo al menos- abandone el falso camino en que se entró con el Vaticano II; que renueve con fuerza la condena del modernismo renacido y de todas las aperturas al espíritu del mundo, y ratifique con valor sobrenatural las verdades perennes de la fe católica; que corrobore el dogma de que la Iglesia católica romana es la única y verdadera iglesia de Cristo, que éste fundó sobre Pedro y sus sucesores; que condene la falsa “colegialidad” y el espíritu democrático que corroen la Iglesia y el primado de jurisdicción; que prohíba el falso ecumenismo, comenzando por las siempre condenadas reuniones internacionales de oración -ruina de los católicos y engaño de quienes no lo son-, y exhorte a los miembros de la Iglesia, como ésta ha hecho siempre, al apostolado para la conversión y la salvación de quien está todavía fuera del catolicismo; que restablezca una liturgia fiel a la Tradición, sin ambigüedades ni compromisos ecuménicos con el error, y una disciplina litúrgicopastoral en línea con aquélla, con lo que desarraigará los continuos abusos y sacrilegios que hoy nos anegan; que garantice una formación del clero y de los religiosos conforme con la fe católica, no con el neomodernismo; que garantice la transmisión de la fe verdadera, deformada por la predicación actual, al pueblo católico y, sobre todo, a las nuevas generaciones; que recuerde y subraye el deber de los Estados de conformarse en todo con la ley de Cristo, Rey y Señor del universo, y de su Iglesia, y reconocerla como lo que es, es decir, como la única religión verdadera, fuente de salvación. Los acontecimientos de la vida de Nuestro Señor Jesucristo son asimismo una profecía de lo que le sucedería a lo largo de los siglos a su cuerpo místico, que es la Iglesia. Ésta se halla viviendo ahora los momentos de Getsemaní y de la Pasión, a la espera de la resurrección. Y así como entonces la debilidad de Pedro lo indujo a decir a quien perseguía a Jesús: “No conozco a ese hombre”, así y por igual manera también hoy su sucesor, movido por el deseo de un acuerdo imposible con el enemigo de Cristo, se desvive por decir: “No conozco el cuerpo místico de ese hombre. La Iglesia del pasado, separada del mundo, jerárquica, intolerante, antiliberal y antiecuménica es una realidad que ya se acabó. Estamos en adelante en sintonía con vosotros, exponentes de las modernas democracias masónicas; con vuestro indiferentismo, que no quiere ya distinguir entre la verdad y el error, entre la Iglesia verdadera y las religiones falsas; con vuestro humanitarismo, que mata la caridad sobrenatural con la „solidaridad‟; con vuestros „derechos del hombre‟, flagrante negación de los derechos de Dios sobre los hombres y las sociedades”. Pero también hoy, al igual que antaño, se levanta la mismísima voz del Señor Jesús para decirles: «Simón, Simón, Satanás os busca para ahecharos como trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32) A. M. (eclesiástico)