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ENCUENTRO DIOCESANO DE CATEQUISTAS 23 de febrero de 2013 50 años del Concilio Vaticano II Ocasión privilegiada de un aniversario. Breve recordatorio histórico. Celebramos nuestro encuentro Diocesano de Catequistas en un año en el que coinciden dos aniversarios importantes para la vida de la Iglesia: la celebración del Concilio Vaticano II, y la publicación (a los 30 años del Concilio) del Catecismo de la Iglesia Católica. Antes que catequistas somos cristianos, miembros de la Iglesia. Radicar nuestra existencia en su historia es importante. Especialmente importante es rememorar el Concilio con la intención de conocerlo mejor para fundamentar mejor nuestra vida cristiana y también nuestra tarea catequética. Para empezar, un poco de historia. En la fiesta de la Conversión de san Pablo del 25 de enero de 1959, el beato Juan XXIII celebró un consistorio que con los cardenales. Al terminarlo, en la basílica de san Pablo Extramuros, anunció su intención de convocar un concilio ecuménico. El secretario del papa Juan describió así esos momentos: fue un día como los demás. Se levantó el pontífice como de costumbre a las cuatro, hizo sus devociones, celebró la misa y asistió después a la mía. Se retiró a continuación a la salita de comer para la primera colación, dio una ojeada a los periódicos y quiso revisar el borrador de los discursos que había preparado. A las diez partimos para la basílica de san pablo extramuros. La primera parte de la ceremonia duró de las 10.30 hasta las 13. Entonces entramos en la sala de los monjes benedictinos, nos retiramos todos y quedó el papa con los cardenales. Leyó el discursito que había preparado, digo «discorsetto» porque así lo definió él mismo, y en un cuarto de hora estaba todo terminado. Pocos minutos después se difundía por el mundo la noticia del concilio ecuménico. (Mons. Capovilla, secretario de Juan XXIII). Juan XXIII presentó la iniciativa como algo absolutamente personal: Pronuncio ante ustedes, cierto, temblando un poco de conmoción, pero al mismo tiempo con humilde resolución de propósito, el nombre y la propuesta de la doble celebración de un sínodo diocesano para la Urbe y de un concilio ecuménico para la iglesia universal. Tras la convocatoria comenzaron los trabajos preparatorios del Concilio que aquí no es cuestión de recordar. Tres años después, el Concilio era inaugurado el 11 octubre 1962, y fue clausurado el 8 de diciembre de 1965. Asistieron más de dos mil obispos de todo el orbe (exceptuados los chinos por problemas con el régimen comunista). Fueron invitados también muchos obispos ortodoxos, abades monásticos, representantes de comunidades eclesiales protestantes. Además de los obispos participaron teólogos en calidad de consultores, y de peritos. Fruto del concilio es una larga lista de documentos: 4 Constituciones (los documentos más importantes). 3 de ellas son llamadas Constituciones Dogmáticas. La primera de ellas dedicada a la Iglesia (Lumen Gentium), la segunda a la Divina Revelación (Dei Verbum), la tercera a la Sagrada Liturgia (Sacrosanctum Concilium) y la cuarta, denominada Constitución Pastoral a la Iglesia en el mundo contemporáneo (Gaudium et Spes). Estos cuatro documentos son el pilar esencial de la renovación que el Concilio propuso a toda la Iglesia. Documentos de menor rango son los Decretos, cuatro de ellos dedicados a los distintos ministerios y estados en la Iglesia: uno sobre el ministerio y la vida de los obispos; otro sobre el ministerio sacerdotal; otro sobre la Vida Religiosa y, finalmente, otro sobre los laicos y su apostolado en el mundo. Siguen otros decretos menores y algunas declaraciones sobre asuntos que el Concilio consideró especialmente importantes: sobre la educación cristiana, la formación sacerdotal, la libertad religiosa, los medios de comunicación social, etc. El Concilio trabajó -simplificando mucho- a base de comisiones encargadas de redactar los textos que después eran sometidos a discusión en el aula conciliar y a votación, en sucesivas redacciones hasta que se llegaba a una redacción aprobada por la mayoría. El trabajo del Concilio logró en la gran mayoría de los casos que la aprobación de los documentos fuese por una aplastante mayoría. El trabajo -no exento, lógicamente de cuestiones, era muy colegial y las intervenciones de los papas -primero Juan XXIII y, tras su muerte, Pablo VI- fueron también muy importantes. Tenemos varias razones para la memoria: En primer lugar, la gratitud que nace de la fe. Un Concilio es siempre un don del Espíritu Santo que guía la Iglesia, un signo de que Dios no nos abandona y sigue iluminando al Pueblo de Dios. Es un signo de colegialidad y de comunión, y el Concilio Vaticano II supuso una renovación de la vida de la Iglesia, para que su testimonio en el mundo contemporáneo fuese más vivo y eficaz. En el Concilio la Iglesia dio muestras de una gran vitalidad. Así lo expresaba Benedicto XVI en la Eucaristía Solemne celebrada en la Basílica de San Pedro, para la inauguración del Año de la FE: Esta celebración se ha enriquecido con algunos signos específicos: la procesión de entrada, que ha querido recordar la que de modo memorable hicieron los Padres conciliares cuando ingresaron solemnemente en esta Basílica; la entronización del Evangeliario, copia del que se utilizó durante el Concilio; y la entrega de los siete mensajes finales del Concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica, que haré al final, antes de la bendición. Estos signos no son meros recordatorios, sino que nos ofrecen también la perspectiva para ir más allá de la conmemoración. Nos invitan a entrar más profundamente en el movimiento espiritual que ha caracterizado el Vaticano II, para hacerlo nuestro y realizarlo en su verdadero sentido. Y este sentido ha sido y sigue siendo la fe en Cristo, la fe apostólica, animada por el impulso interior de comunicar a Cristo a todos y a cada uno de los hombres durante la peregrinación de la Iglesia por los caminos de la historia. Pero, por otro lado, recordar el Concilio es también un gesto de responsabilidad con lo recibido. Se trata de terminar de recibir el Concilio. Recepción es un termino técnico para referirnos al modo en que la Iglesia entera en su vida concreta asume la enseñanza y las reformas propuestas por el Concilio. A poco que recordemos o leamos, todos sabemos que el Posconcilio ha sido todavía en parte lo es- un tiempo especialmente difícil en la vida de la Iglesia. Un tiempo de confusión y de turbación, de cierta división entre católicos... han sido los años de la galopante secularización que ha recorrido el primer mundo. ¿Es el concilio el responsable de estos males? Esta pregunta se ha vuelto hoy especialmente candente y es preciso reconocer que surgen hoy voces que achacan al Concilio mismo el desorden producido en los años siguientes. Algunos interpretan que el Concilio rompió con la tradición anterior y que es preciso rehacer lo andado. En parte es una reacción a otra reacción que sucedió al Concilio y que se explica con relativa facilidad. Al acabar el Concilio hubo sectores en la vida de la Iglesia que interpretaron que los Padres Conciliares no pudieron llegar lo lejos que querían hacerlo, en sus reformas, por la resistencia de los conservadores. Éstos habrían -a juicio de sectores muy influyentes- servido de freno al impulso del “espíritu del concilio”. Conforme a esta opinión, muchos interpretaron que las decisiones conciliares no estaban tanto en los textos, sino en su “espíritu” y, consiguientemente, abusaron interpretando los textos con enorme libertad o, simplemente, no haciéndoles caso. Este diagnóstico es un poco esquemático, pero no falso. Se impuso -en muchísimos sectores- una lectura del Concilio discontinua respecto a la tradición anterior. Hubo también abusos y confusión doctrinal, en aras de un progresismo que aceptaba que la fidelidad al Concilio pasaba por saltar los textos para ir al pretendido “espíritu”. La reacción opuesta, tradicionalista, acusa al Concilio mismo de esta ruptura. En cambio, los testigos mismos del Concilio, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI han insistido siempre en que el Concilio hay que leerlo en clave de continuidad con la tradición anterior. El Concilio no propuso nuevas verdades de fe, pero pretendió renovar la comprensión de la Iglesia, de la Revelación, de la Liturgia, de la vida cristiana. Eso es un gesto de fidelidad a la Tradición viva en los tiempos contemporáneos. Tanto el progresismo como el tradicionalismo cometen el error de poner la esperanza en un tiempo que no existe ya o que no existe aún y, por tanto, en una imagen de la Iglesia, estancada o huida hacia el futuro. La verdadera fidelidad a la Tradición no supone inmovilismo, pero tampoco admite la defección. Esa delicada tarea ha sido la tarea titánica de los papas posconciliares: Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Las aguas están ya mucho más calmadas y estamos viviendo ahora, aunque las tensiones no hayan acabado, una recepción del Concilio más profunda y más luminosa. ¿Qué debemos al Concilio, en sus textos? Aclaro que lo que viene a continuación es, lógicamente, una valoración personal, susceptible de ser mejorada. En primer lugar, creo, debemos al Concilio una viva conciencia de que la Iglesia no es ante todo una “sociedad perfecta” y, por tanto, irreformable... Aggiornare fue la palabra estrella del Beato Juan XXIII, que convocó el Concilio: significa “ponerse al día” y el Concilio tradujo ese ponerse al día en varios puntos: En primer lugar, fidelidad a lo dado, redescubrir el don permanente de Cristo que se nos entrega en la Iglesia, en la Palabra de Dios, en los Sacramentos y en la comunión de los santos, que se visibiliza en la comunión de la Iglesia. La fidelidad a lo dado no es cerrazón al mundo, sino condición de posibilidad de una apertura al mundo que nos permita conocerlo en su realidad a la luz de la fe, amarlo tal como es y entregarle el Evangelio de Cristo, el único que puede salvarlo. La apertura al mundo lleva consigo una cierta adaptación al lenguaje, a las culturas, pero esta no puede ser una simple estrategia para que el Evangelio sea mejor aceptado. Se trata de una renovada presencia en el mundo que nazca de la conciencia del misterio de Cristo y de lo que significa que la Iglesia sea en Cristo sacramento universal de salvación. La primera adaptación es al Evangelio, a Cristo el Señor y eso es lo que permite a la Iglesia abrirse al mundo en la verdad de la fe. La Iglesia está llamada y es impulsada por el Espíritu a vivir permanentemente en una doble tensión: hacia Cristo y hacia el hombre que el Señor ha querido salvar. Uno de los principales testimonios que dio el Concilio es precisamente este: que la Iglesia no puede permanecer inamovible esperando que el mundo y los hombres cambien para acercarse a ella. Es más bien la Iglesia la que, estando en permanente estado de reforma y de conversión, debe dirigirse al mundo para transformarlo desde dentro: como la semilla ha de entrar en la tierra y la levadura insertarse en la masa, asi la Iglesia ha de fermentar el mundo desde dentro, para acercarlo a Dios y llenarlo de su gracia. Para eso, el Concilio propuso una renovada comprensión del corazón de la misión de la Iglesia y de la vida del cristiano (para esto vendrá muy bien consultar la Carta Pastoral de nuestro obispo, Mons. Reig Pla, sobre el Año de la Fe, El que cree tiene vida eterna, a partir de la pagina 40). El corazón de la Iglesia es Cristo mismo, Luz de las naciones (Lumen Gentium, el título de la Constitución sobre la Iglesia), Cabeza de la Iglesia y Verdad del hombre. La verdad de la Iglesia es, en primer lugar, Jesucristo mismo. La Iglesia prolonga el misterio de Cristo y lo hace accesible a todos los hombres. Es Pueblo elegido, convocado y formado por Dios. Es Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. La Iglesia, no es por tanto fruto de nuestras decisiones y acuerdos, o de nuestras maquinaciones de poder e influencias. La Iglesia, aun siendo un sujeto histórico, el pueblo de los que creen en Jesús, depende esencialmente de la Trinidad. En esta “dependencia” de Dios, la Iglesia encuentra su imagen más perfecta en la Virgen María, Madre del Señor: como ella vive su misión: primero en la escucha atenta de la palabra y la voluntad de Dios... esa palabra recibida en el corazón hace a la Iglesia fecunda, por ella recibe a Cristo, no por el poder de los hombres, sino por don del Espíritu Santo, y lo entrega al mundo. La Iglesia recibe a Cristo a través de su Palabra y de su presencia sacramental. No es casual que la Constitución sobre la Iglesia, la Lumen Gentium, vaya seguida de dos constituciones: una sobre la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia (Dei Verbum) y otra sobre la Sagrada Liturgia (Sacrosanctum Concilium), que contiene especiales referencias a la Eucaristía: la Iglesia, cada cristiano, vive de la Palabra de y la Eucaristía. Ambas la edifican, la alimentan y la preparan para evangelizar y santificar el mundo y para anunciar al hombre al único que lo puede salvar y dar plenitud (Gaudium et Spes). Algunas precisiones importantes, sobre este último párrafo: • • La Palabra de Dios es algo más que la Sagrada Escritura, aunque solo la Escritura sea “palabra misma de Dios”, inspirada por el Espíritu Santo. Nos encontramos también con la palabra de Dios en la totalidad de la vida de la Iglesia, en la celebración litúrgica, en la vida de los santos, en la tradición de los santos Padre, en aquello que los fieles creen unánimemente y de corazón... Esta es una referencia importante para la catequesis, cuya fuente es la Palabra de Dios y, por tanto, no solo la Escritura, sino la vida entera de la Iglesia. La Eucaristía edifica a la Iglesia -y a cada uno de los fieles- desde dentro: la constitución sobre la Liturgia pretendió hacer posible el acercamiento del pueblo de Dios a la liturgia, a sus textos, a su riqueza gestual (signos) y conceptual (palabras). La traducción a las lenguas vernáculas fue un gesto de verdadera libertad, pero también de verdadera tradición. Ya lo hizo la Iglesia misma en el siglo IV cuando • • • • cambió la lengua litúrgica, pasando del griego al latín, porque el griego ya no se entendía... Cuando el Concilio hace lo mismo es fiel a la propia naturaleza de la Liturgia. No obstante, la Dei Verbum insistió en que no se abandonase del todo el latín, y sobre todo, que no se abandonase el gregoriano, el canto litúrgico tradicional. En ese punto, hemos de reconocer que la recepción del Concilio no ha sido del todo equilibrada. Tarea de la Iglesia hoy es recuperar para el Pueblo de Dios los tesoros de la música litúrgica y de algunos himnos, antífonas, rezados y conocidos en latín. Al igual en lo que toca a la música litúrgica... lo que ha sucedido después no es lo que el Concilio quería. Otra de las claves del Concilio es la participación. En el modo de entenderlo también ha habido bastante confusión: en gran parte de los casos lo hemos entendido como participación externa, es decir, como si participar equivaliese a tener “algo que hacer” durante la celebración. Algo de verdad hay en esto, pero si fuera así, solo participarían en la celebración los que tuviesen un ministerio particular y, los demás, de espectadores. La verdadera participación, la esencial, es la interior: la escucha atenta y personalizada de la Palabra de Dios; la comunión con Cristo y con sus sentimientos, con su ofrenda al Padre, como condición para que la comunión eucarística tenga pleno sentido, etc... Para nosotros es tarea importante, por la propia naturaleza de la Liturgia y por fidelidad al Concilio, acentuar la sacralidad de la liturgia, más allá de la participación externa, ya que toda celebración litúrgica por ser “obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.” (Sacrosantum Concilium, 7). La Iglesia, cada cristiano, vive de la Palabra de y la Eucaristía. Ambas la edifican, la alimentan y la preparan para evangelizar y santificar el mundo y para anunciar al hombre al único que lo puede salvar y dar plenitud (Gaudium et Spes). Este último punto es también importante: cuando la Iglesia anuncia a Cristo cumple un deber de caridad y de justicia para con los hombres, cuyo misterio solo se desvela en Cristo (GS 22). El camino que la Iglesia debe recorrer es el hombre, como recordaba Juan Pablo II en su primera y programática encíclica, Redemptor Hominis. En dos sentidos: este hombre, Cristo, el Hijo de Dios, y todo hombre. En el centro de la misión de la Iglesia (de la santificación, de la evangelización y de la catequesis está Cristo, el Hombre perfecto, y el hombre llamado y destinado a la salvación. Constituida así la Iglesia, esta aparece como “hogar de la Trinidad en el mundo”: como “Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo” la Iglesia es, toda ella, de la Trinidad y su presencia en el mundo equivale a -como decía Benedicto XVI en el Mensaje del Domund de hace dos años- a ofrecer a todos los hombres -de cualquier raza, lengua, pueblo y nación- un hogar en el que encuentren -en el amor y comunión fraterna de los cristianos- al Dios Trino que es comunión de personas en el amor. Los citados arriba son, me parece, los elementos más importantes. Otras tareas marcadas por el Concilio son los siguientes: • Revitalizar la fe. Para Benedicto XVI una de las lecciones más simples y fundamentales del Concilio es que “el cristianismo en su esencia • • • • • • consiste en la fe en Dios y en el encuentro con Cristo, que orienta y guía la vida.” Por ello lo más importante es que “se vea, de nuevo, con claridad, que Dios está presente, nos mira, nos responde; y que, por el contrario, cuando falta la fe en Él, cae lo que es esencial, porque el hombre pierde su dignidad.” Asimilar y responder a la llamada universal a la santidad, ya que “todos los fieles cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo.” (Lumen Gentium, 41) Tomar plena conciencia de la misión de los laicos, a los cuales “corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios.” (Lumen Gentium, 31). Asumir por parte de todos el deber y el derecho de hacer apostolado que tienen los fieles laicos, y no sólo los pastores. El Concilio recuerda que “los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza (…) Por consiguiente, se impone a todos los fieles cristianos la noble obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra.”(Apostolicam actuositatem, 3) Vivir con unidad de vida, que implica, entre otras cosas, armonizar la autonomía de las tareas temporales con el orden moral (Gaudium et Spes, 36). Sigue siendo verdad, como advertían los padres conciliares, que “el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (Gaudium et Spes, 43). Redescubir la necesidad de conocer y vivir la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, en aspectos tan cruciales como el trabajo, la familia, la economía y la participación en la vida pública, entre otros (Gaudium et Spes, 23ss). Lograr una efectiva transmisión de la fe en la educación, recordando que la educación cristiana no persigue solamente la madurez de la persona, “sino que busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del don de la fe, mientras son iniciados gradualmente en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre en el espíritu y en verdad…” (Gravisimum educationis, 2). Este tema nos preocupa especialmente a los que hoy estamos aquí reunidos, pero por eso merece una atención especial, que se le dedicará en la segunda ponencia de esta mañana. Termino dejando la palabra a uno de sus protagonistas, joven teologo entonces, presente en el Concilio como experto y consultor, hoy papa y a punto de dejar de serlo: Benedicto XVI (11 de octubre de 2012, homilía en la Misa de Apertura del Año de la Fe: A la luz de estas palabras, se comprende lo que yo mismo tuve entonces ocasión de experimentar: durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado: en la fe resuena el presente eterno de Dios que trasciende el tiempo y que, sin embargo, solamente puede ser acogido por nosotros en el hoy irrepetible. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo. Pero, con el fin de que este impulso interior a la nueva evangelización no se quede solamente en un ideal, ni caiga en la confusión, es necesario que ella se apoye en una base concreta y precisa, que son los documentos del Concilio Vaticano II, en los cuales ha encontrado su expresión. Por esto, he insistido repetidamente en la necesidad de regresar, por así decirlo, a la «letra» del Concilio, es decir a sus textos, para encontrar también en ellos su auténtico espíritu, y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. La referencia a los documentos evita caer en los extremos de nostalgias anacrónicas o de huidas hacia adelante, y permite acoger la novedad en la continuidad. El Concilio no ha propuesto nada nuevo en materia de fe, ni ha querido sustituir lo que era antiguo. Más bien, se ha preocupado para que dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación. Angel Castaño Félix