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1 DE LA GRATUIDAD: HORIZONTE ETICO Y SUJETO DES-INTERESADO GRACIANO GONZÁLEZ R. ARNAIZ “Más acá o más allá de la esencia, significación, soplo del espíritu expirando sin inspirar, desinterés y gratuidad o gratitud: la ruptura de la esencia es ética” ( E. Levinas)1 Si nos situamos en la tradición del humanismo, resulta dificultoso armonizar interés y moral. Generalmente, la consideración moral parece que está relacionada con una mirada desinteresada sobre la realidad, mientras que el interés aparece conectado con el egoísmo. Por eso, no es extraño que gran parte de las consideraciones éticas del momento se esfuercen por compaginar el interés con las exigencias morales. Por nuestra parte, trataremos de replantear la relación entre interés y moralidad desde la perspectiva de la gratuidad entendida como espacio moral, o más bien, como horizonte ético, desde el que „dar cuenta‟ del sentido y del significado de muchos de nuestros comportamientos morales que aparecen alejados de todo lo que suene a „interesamiento‟ o aprovechamiento personal. La segunda cuestión que queremos abordar, tiene que ver con la consideración del sujeto como „habitante‟ de dichos espacios y de su peculiar configuración. 1.- LA GRATUIDAD Y EL DES-INTERÉS: UNA PERSPECTIVA MORAL En un modelo tradicional de moralidad, un comportamiento era considerado moral si tenía la cualidad de ser, en su mayor medida, desinteresado; el héroe, bienhechor de la humanidad; el mártir testigo de otra vida superior; el donante generoso; el perdonador incondicional; el santo anónimo; el hombre bueno... eran modelo de personas morales. Hoy en día la sensación que nos invade es la contraria. Nos parece normal admitir que todos los comportamientos, incluidos los morales, han de obedecer o regirse por algún tipo de interés: el héroe padece de vanagloria; el mártir se enajena en una gloria futura; el donante se hace mendicante; el perdonador no olvida; el santo firma su buena obra, el hombre bueno, en definitiva, exige su recompensa. En una palabra, es como si la dimensión de la gratuidad, que expresa la calidad moral del comportamiento desinteresado, hubiera desaparecido del horizonte ético. Sin duda, este contraste tan acentuado resulta exagerado, pues ni la situación moral anterior era tan clara, ni la actual tan negra. A este respecto, no podemos dejar de señalar que la proliferación de ONGs y de los más variados movimientos asociativos y culturales son referentes sociales de unos comportamientos llevados a cabo por personas de carne y hueso a quienes les duele la humanidad sufriente. Todas estas personas dan algo de su vida – de su tiempo - para paliar déficits de moralidad que consideran que están ínsitos en un modelo de sociedad que denominamos sociedad de consumo y en un modelo de individuo vertebrado por el individualismo y el aprovechamiento personal. Así, tarea de la Ética o Filosofía Moral es descubrir en esos actos desinteresados la calidad moral de las “razones” de unos comportamientos que más y mejor nos definen como morales, es decir como humanos, intentando mostrar los criterios por los que se rigen. 1 E. Levinas, De otro modo que ser, o más allá de la esencia. Sígueme, Salamanca 1987, 59. 1 2 1.1.- La gratuidad como categoría moral Para comenzar delimitando el tema, partimos de una definición de acto gratuito como aquel que está libre de condicionantes y no representa un medio para obtener algo. La mayoría de los filósofos dudan de su existencia, pues parece imposible que un acto, cualesquiera que sea, no se haga por algo; es decir, que dicho acto no esté inscrito en una serie causal. De ser cierta esa aseveración, la mayoría de los actos afectivos carecerían de sentido ya que no explicitan „razones‟ para la acción. De manera que, de tomarnos en serio esta primera acepción, nos veríamos abocados a considerar a la gratuidad fuera del tema de la ética. Sin embargo, la ética, como saber de lo práctico, reconoce en los actos que se denominan supererogatorios un fuerte componente de moralidad. Actos que se salen de lo corriente pero a los que se les reconoce dotados de un fuerte carácter de moralidad. A este respecto nadie negaría valor moral al acto de arrojarse al agua para salvar a alguien que se está ahogando, considerándolo irracional y, por tanto, de naturaleza no moral, aunque nosotros no fuéramos capaces de hacerlo. Es más, con relativa frecuencia este tipo de actos ha sido una de las fuentes más prominentes de la moralidad por su valor de ejemplaridad. Pues bien, si se nos acepta este análisis, la gratuidad aparecería como „el punto de fuga‟ de la moralidad en la medida en que somete a revisión un concepto formal de racionalidad situando a la ética entre la corrección y la aspiración a la perfección. Esto explica la tensión entre las llamadas „éticas de mínimos‟ (como saber de normas, saber de lo debido, saber, en definitiva, de corrección) y las „éticas de máximos‟ (como saber de aspiración – ser feliz, la vida buena...-, saber de perfección). En este sentido, la gratuidad, más que un tema de la ética, es un referente en tanto en cuanto permite calificar como ningún otro, un espacio en cuya referencia dilucidar „las razones‟ de y para que una acción tenga significatividad moral. La pregunta es cómo pensar la gratuidad desde la ética. Pues bien, para no resultar demasiado premiosos, diríamos que la gratuidad urge al pensamiento a „tener que justificarse‟ ante el otro que me manda y me urge. Y esto, ¿en qué se concreta? Esto se concreta en la obligación de tener que crear un mundo habitable en el que los demás no puedan ser avasallados ni reducidos. Y, ¿cómo se crea ese mundo para que no termine siendo in-mundo, en el sentido de inhabitable, desde el discurso filosófico sobre la moralidad? Pues, mediante la propuesta de unos criterios que sirvan de referente moral. Esto no es, ni más ni menos, que reivindicar un prototipo de razón crítica, capaz de juzgar sobre el valor (razón) de unos comportamientos en los que se juega el sentido de lo humano. De esta manera, el espacio moral que asegura la gratuidad urge una primera dimensión de reivindicación, concretada en la posibilidad de llevar a cabo realizaciones plurales (éticas de la diferencias) frente a modelos uniformes (éticas de la identidad); espacio moral en el que se concitan encuentros cara a cara que poco tienen que ver con el consenso sobre intereses, más o menos generalizables, como quieren las éticas del discurso (Apel y Habermas). En el espacio moral propuesto por nosotros, el disenso exterioriza un referente moral mucho más determinante de la moralidad de los comportamientos que el consenso. Alguien es moral, no por la reciprocidad en la que se dirime unos intereses generalizables, sino por la relación en la que uno mismo ya se encuentra inmerso con los demás, con los otros. Es en dicho espacio en el que tienen lugar los cuatro criterios de la paz, la justicia, la amistad y la libertad como vertebradores de una significatividad para lo humano; único espacio en el que cabe hablar de una nueva subjetividad „elaborada‟ ya con dichos criterios. 2 3 2.- ESTRUCTURA ANTROPOLÓGICA Y SUJETO MORAL . La pregunta filosófica, es decir, lo que da que pensar aquí es, qué sentido tiene proponer la significatividad humana de este horizonte ético, de modo que pueda ser dicho racionalmente, si no existe ya una subjetividad encargada de asumir y de „justificar‟ dicha significatividad. Necesitamos un sujeto como referente subjetivo de la moralidad. Sin él, nada de lo anterior tendría sentido, pues podría muy bien suceder que hayamos construido un mundo para nadie. Y no sólo eso. El sujeto que „habita‟ en la gratuidad ha de tener una peculiar textura antropológica, o modo de ser, para entrar en relación con ese mundo moral en el que se va construyendo como persona o en el que va „siendo‟. Esta doble condición, es la que nos va a permitir hablar de des-interés para referirnos a la peculiar textura antropológica del „habitante‟ de este horizonte de sentido, concretada en la figura del sujeto des-interesado. Justo lo contrario de lo que proponen las modernas teorías de la elección racional basadas en el interés. 2.1.- El sujeto des-interesado La clave filosófica de una lectura así, es la idea de relación. Una idea que pone de manifiesto que el primer impulso de la inteligibilidad no consiste en „captar‟ todo lo que es distinto para reducirlo. Por el contrario, el impulso inicial de la inteligibilidad es la disposición sentida a „tener que responder‟ al otro con el que está en relación. El diálogo que se establece en una situación como ésta, no sólo tiene la dimensión formal de un intercambio de palabras. Es algo más. Manifiesta la textura interna de un sujeto ex–puesto, fuera de sí, que necesita de los demás para decirse. En ese „tener que contar‟ con los demás para decirse y para ser, es donde pervive y respira un ‟espacio‟ como lugar de un pensamiento de la paz, de la justicia, de la libertad y del amor, en tanto que pautas constitutivas de un mundo habitable; de un mundo en el que los otros más otros (pobres, marginados, emigrantes, minorías...) puedan llevar a cabo una vida digna de tal nombre, sin ser reducidos o instrumentalizados. El primer impulso es tener que responder. Y aquí, la razón no tiene intereses. Su interés es sentirse en la obligación de tener que responder de sí ante los demás que le preceden y le mandan. De ahí que podamos hablar de encuentro para referirnos a esta peculiar manera de ser que nos individualiza como agentes morales gracias a la estructura responsiva que nos constituye. Precisamente, esta situación antropológica constituyente, que podemos llamar pasividad, es la que nos permite decir que el sujeto no tiene la iniciativa. Que lo que le constituye como sujeto es la pasividad y no la actividad. Todo el fracaso de la modernidad parte de aquí; de la consideración del sujeto como sujeto activo y capaz de dar sentido a todo, hasta llegar a la eliminación del otro en aras de „su‟ interés. En este contexto de pasividad, el sujeto no puede no ser sino sujeto des-interesado. Pero des-interesado, no porque no tenga intereses y todo le dé igual, sino porque en una situación de encuentro, el sujeto „no tiene tiempo‟ para poner sus intereses. Responde. Y es esa respuesta, la que mete al sujeto – ya „responsable‟- en el terreno del interesamiento y del enjuiciamiento sobre intereses. Pero como movimiento segundo de una racionalidad encargada de „poner orden‟ en las razones sobre los diversos intereses. Por eso, aquí, la justicia es el tema de la Filosofía Moral. 3 4 Es ahora cuando procede decir que el „ser‟ del sujeto es el del „des-inter-es‟. Y la manera de estar en el mundo, no es la de interesamiento, sino la del des-interés que es la base para entender la gratuidad. La Filosofía Mortal tiene que „dar cuenta‟ de los dos. 2.2.- Ontología y ética: modos de ser y significatividad moral Curiosamente, esta estructura antropológica del sujeto des-interesado introduce una de las cuestiones más difíciles y, a la vez, más relevantes de la filosofía. Se trata, ni más ni menos, que de cuestionar la relación en la que están ontología y ética teniendo presente que Heidegger, en su Carta sobre el humanismo, había llegado a confundir y reducir la ética a la ontología. Para entender adecuadamente nuestra propuesta de la primacía de la ética sobre la ontología – de claras resonancias levinasianas -, resulta pertinente referirse a dos aspectos. El primero se refiere a la posible articulación entre ontología y ética dando por sentado que la moralidad es uno de los determinantes más específicos de nuestra manera de ser. Una afirmación como ésta, no se refiere a la valía mayor o menor de una rama de la filosofía por relación con otra; ni se trata de una cuestión de prestigio o de moda. Lo que se manifiesta en una situación así, es que en la manera de ser hombre y mujer, la dimensión de la moralidad determina más y mejor lo que uno es, sometiendo al discurso ontológico a una tensión que le convierte en problema. Pues bien, solemos decir que la ontología es la ‘ciencia’ de lo que es en cuanto que es. Por eso, cuando decimos que la ética precede a la ontología, lo que sostenemos es que, en realidad, el hombre no puede „serse‟ – tenerse, identificarse – más que a través de los demás, contando con ellos. Esta es su manera de identificarse como ser humano que hace su vida delante de los otros. En una palabra, depende de los otros para decirse; o para decirlo en términos ontológicos, depende de los demás para „serse‟ – identificarse - Precisamente, el planteamiento de esta cuestión nos permite entroncar con el significado del segundo aspecto de la inversión de la relación entre ontología y ética. El gran cambio en la manera de entender la articulación de la ontología con la ética es consecuencia de la puesta en escena de la primacía del tema de la relación; o si se quiere, del modo de entender el ser como ser en relación. Porque, entonces, lo que hay que describir y „justificar‟ es ese mundo de la relación entre los seres humanos que nosotros hemos identificado como „espacio moral‟ de la gratuidad. ¿Por qué denominar a este espacio, „espacio moral‟? Pues, en primer lugar, porque es un espacio que no está dado; que hay que construir y reconstruir constantemente en términos de mayor humanidad; y, después, porque en este espacio es donde tiene sentido hablar de gratuidad como dimensión específica de la moralidad, en la medida en la que el sujeto que viene a este mundo, aparece habitando un mundo que le precede y que no depende de él para su significación. Pues bien, una afirmación así cambia el sentido de la moralidad. Algo es moral, primordialmente, no porque esté mandado y deba ser hecho, sino porque aparece como exigencia indeclinable de humanidad – respeto - frente al otro que se me presenta en el espacio de la relación. De aquí arranca la obligatoriedad de las normas y la moralidad de las leyes. No al revés. Por eso, la gratuidad así descrita es todo lo contrario de la pura espontaneidad, pues aunque somos libres para hacer, el sentido moral de la libertad nos plantea el sometimiento de nuestra pura espontaneidad cuando enfrente tenemos a alguien al que no podemos aniquilar, sino respetar y, si se me entiende bien la expresión, al que tenemos que „obedecer‟. 4 5 Aún así, la relación como dimensión metafísica del ser con, puede ser entendida de diversos modos. Si tomamos el modelo de Ricoeur, la identificación del sí mismo deriva de la estructura hermenéutica de un sujeto con capacidad para interrogarse - ¿quién habla, quién hace, quién es responsable... – y para irse haciendo en los diversos contextos. Entendida así, la hermenéutica entiende la relación como la capacidad que tiene el ser humano para contarse y hacer su propia historia. Esta peculiar capacidad ya la posee el hombre puesto en la existencia. Por eso, el problema que tiene Ricoeur es cómo todo ese mundo de la capacidad puede entenderse en su dimensión ontológica. Pues lo específico de la capacidad es lo que puede ser, por oposición a lo que es o está siendo que define la perspectiva ontológica. Lévinas tiene una postura más radical. Según su posición, la relación es la propia estructura del ser y la manera de ser del hombre en el mundo. Lo óntico y lo ontológico, para decirlo con Heidegger, dependerían de ella. Es más, solamente porque es ser en relación, es por lo que el primer movimiento del ser no puede ser el interesarse – en-simismar-se -, sino el del puro desinterés, pues lo suyo es la relación; el estar volcado hacia los otros. De esta manera, pues, el sujeto no podrá identificarse – „serse‟- más que pasando por los demás. Es decir, no podrá „serse‟ si no es a través de un movimiento segundo de la reflexión. Luego la constitución ontológica no corresponde tanto a la identidad sino a la disponibilidad para con los demás como movimiento primero, descrito como relación entre el Mismo y lo Otro. Esta dialogicidad esencial del ser humano, da cuenta de una modalidad de pensamiento en la que ponerse a pensar exige pasar por lo otro que uno mismo para llegar a mí. Pero yo no me invento a lo otro, como proponía Hegel con su dialéctica. Ahora bien, decir que el diálogo tiene un sentido moral no es igual que saber lo que hay que hacer, asegurando así la moralidad o inmoralidad de nuestros comportamientos. Lo que sostiene Levinas es que el hombre para poder decirse y „serse‟, no tiene más remedio que contar con lo otro que no es él y que es más interior a él que él mismo. Este desquiciamiento interior del sujeto cuestiona radicalmente la primacía de la ontología sobre la ética y recupera la vieja tradición aristotélica cuando decía que el ser se dice de muchas maneras. Precisamente esta pluralidad en la manera de decir el ser permite el paso a la ética, encargada a partir de ahora de dar con el sentido de una realización que se sabe volcada a los otros, aún a riesgo de desquiciamiento. Por eso la ética es un discurso del „límite‟. Porque se hace en „los bordes‟ de una relación con los demás; depende de ellos para alcanzar su significación y se nutre de esa radical apertura en la que ha de construirse el discurso. Ser racional, en esta perspectiva, es la alternativa moral por excelencia, pues permite inaugurar un espacio-mundo – el de la gratuidad – en el que cabe un discurso de la no-violencia, del respeto, de la justicia y de la solidaridad como valores de razón. La Filosofía Moral asume la carga de la prueba al tener que mostrar la valencia humanizadora de estos valores de razón, para los que reclama una manera de entender al sujeto como subjetividad abierta y responsable. Ambos aspectos reclaman la existencia de una exterioridad moral para que la orientación de sentido, puesta de manifiesto en la gratuidad y dispuesta para ser asumida por un sujeto ex - puesto, tenga cabida y resuene en la trascendencia de unas voces en las que se escuchan ecos venidos de otros mundos, de los mundos de los otros más otros; de los que están en los márgenes. Por eso la Filosofía no puede no ser sino un discurso del límite. GRACIANO GONZÁLEZ R. ARNAIZ 5 6 Dto de FILOSOFIA MORAL UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID OBRAS DE REFERENCIA G. BAILHACHE, Le sujet chez Emmanuel Levinas. Fragilité et subjectivité. PUF, Paris 1994. E. CHAVARRI, Perfiles de nueva humanidad. Ed. San Esteban, Salamanca 1993. H.G. GADAMER, Verdad y método. Sígueme, Salamanca 1977. M. HEIDEGGER, El ser y el tiempo.. F.C.E., México 1951. H. JONAS, El principio de responsabilidad. Herder, Barcelona 1995. E. LEVINAS, Humanismo del otro hombre. 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