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1 LOS ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN EN MESOPOTAMIA Elman Service. La mayor y más evidente diferencia geográfica de Mesopotamia y Egipto respecto a Mesoamérica y Perú reside en la relativamente mayor diversidad del medio físico de estas últimas. Tanto Mesopotamia como Egipto son básicamente valles fluviales grandes y áridos, con apenas nada de la variabilidad ecológica de las regiones del Nuevo Mundo. Esta variabilidad, como hemos visto, se debe a las grandes diferencias en las altitudes montañosas, que dan lugar a zonas frías, templadas y tropicales, que difieren grandemente en la cantidad de lluvia caída y en las especies de flora y fauna nativas. Pero Mesoamérica y Perú sólo tienen pequeñas vertientes para sus sistemas de irrigación, en gran contraste con las enormes magnitudes de las cuencas del Nilo y del Tigris-Eufrates. V. Gordón Childe (1942, p. 106) ha considerado como esencial la importancia de estos ríos no sólo para el riego en gran escala, sino también como arterias comerciales y de comunicación que tienen que haber estimulado la urbanización. La disponibilidad en el Viejo Mundo de grandes animales domesticables, tanto para la alimentación como para el trabajo, es, obviamente, otra diferencia importante. Los mesoamericanos no tenían animales de tiro, y los peruanos sólo tenían la llama, de algún uso para el transporte en las tierras altas y por el aprovechamiento de sus lanas. Mesopotamia tenía el asno y el buey como animales de labor (el caballo fue posterior y no se utilizó demasiado), mientras que las vacas evidentemente eran muy importantes para la producción de leche y carne, y abundaban las cabras, cerdos y ovejas (Kramer, 1963, pp. 109-110). Por lo que se refiere a los alimentos vegetales, el Viejo Mundo tenía diversos cereales almacenables de gran importancia, pero el Nuevo Mundo tenía su complejo de maíz, judías y calabazas, también almacenables. Los métodos de cultivo diferían en las dos regiones, por supuesto, pero resulta difícil darle a esto excesiva importancia, puesto que ambas fueron regiones de cultivos altamente intensivos. La era formativa (ca. 5000 - 3500 a. C.) Las tierras bajas del Tigris-Eufrates (lo mismo que las del valle del Nilo) no tenían suficientes lluvias para la agricultura de secano, aunque a veces los cultivos plantados en una zona de inundación anual podían llegar a madurar antes de que el suelo se hubiera secado por completo (Butzer, 1971, p. 215). Sin embargo, es más probable que la domesticación de plantas y animales se diera por primera vez en terrenos elevados, con mayor cantidad de agua de lluvia. Las comunidades agrícolas «neolíticas» (de la era formativa primitiva) encontraron el mejor medio ambiente para su desarrollo general en todos los aspectos en la zona de laderas montañosas situada entre las tierras bajas de Mesopotamia y las montañas Zagros de Kurdistán y Luristán. Esta zona intermedia tenía suficiente lluvia en invierno para el cultivo de secano, y grandes ríos para el regadío en las estaciones secas o en las áreas de lluvias insuficientes, de forma que esto hizo posible una transición paulatina, o parcial, hacia la irrigación. Adams (1962, p. 112) cree que la agricultura de regadío tuvo su origen probablemente aquí. Pasados aproximadamente mil años, las primeras comunidades parcialmente agrícolas de las laderas montañosas de Mesopotamia terminaron por desarrollar su economía, alrededor del año 6000 a. C., sobre una base mixta agrícola-ganadera (Hole et al., 1971, pp. 279-88). Los productos básicos fueron el trigo escandía, la cebada, la oveja y la cabra. Al comienzo, la población estaba esparcida y las comunidades eran de pequeño tamaño, pero entre 5.500 – 5.000 antes de Cristo se introdujo en algunas áreas el riego a pequeña escala, lo que posibilitó que pudiera utilizarse una mayor cantidad de las tierras bajas (ibid., p. 308). Hacia el año 4.000 a. C., la economía básica del período formativo mesopotamo-khuzistano era evidente. En esa época, la población probable de la «genuina Susiana» (el centro de la región que recibe su nombre del famoso yacimiento-tipo de Susa) sobrepasaba los 15.000 habitantes (ibid., p. 303). Aunque las aldeas agrícolas sedentarias se desarrollaron característicamente en las laderas de las montañas y en las tierras altas, tuvieron un crecimiento posterior a medida que la población se iba trasladando paulatinamente a las tierras bajas aluviales del sistema Tigris-Eufrates. Aparentemente, para los grupos sedentarios las tierras bajas no fueron habitables en toda su extensión hasta que se generalizó la utilización del riego y las aldeas se vieron libres de una dependencia parcial de la alimentación obtenida por la caza y la recolección de frutos silvestres. Adicionalmente, tuvo que establecerse alguna clase de corredor de intercambio y algún tipo de transporte, con objeto de conseguir algunas materias primas, como maderas duras (para la construcción de barcos) y piedra, de las distantes tierras altas. Pero una vez logrados los necesarios aumentos en tamaño de la población y en tecnología, las tierras bajas se encontraron con un enorme potencial para llevar a cabo un nuevo crecimiento evolutivo y transformarse en verdaderas sociedades urbanas. La dependencia de la irrigación a que antes hemos aludido obró en favor de una agricultura más intensiva, y la ausencia de piedra facilitó en gran medida el empleo del arado en los cultivos. Los sistemas fluviales, como es lógico, proporcionaban pescado, moluscos y aves acuáticas en abundancia y, como también es obvio, un sistema de transporte potencialmente importante. Debemos recordar que un transporte fácil y eficaz tiene dos aspectos: no sólo facilita el tránsito de bienes y personas, sino que también estimula una amplia difusión de las invenciones, 2 descubrimientos e ideas en general. Como dice William McNeill (1963) Las peculiaridades locales de las riberas de los ríos que corren por desiertos sirven para explicar en buena parte la dirección de la evolución social entre las comunidades agrícolas pioneras que llegaron a la parte baja del valle del Tigris-Eufrates a partir de aproximadamente el año 4.000 a. C. El más amplio medio geográfico de este hábitat también estimuló el ingenio humano tanto instándole a disponer de un transporte y unas comunicaciones de larga distancia, en una escala comparativamente grande, como dejando sentir la necesidad de los mismos. Esto significó que el estímulo de los contactos con los extranjeros nunca estuvo mucho tiempo ausente del horizonte de los primeros pobladores de esta región. Barcas y balsas podían trasladarse con facilidad a lo largo de los ríos, brazos pantanosos y albuferas de los mismos, y navegar costeando las orillas del golfo Pérsico (y más allá de las mismas) sin encontrar más que las naturales dificultades del viento y las olas. Por tierra, tampoco existían obstáculos que impidieran el paso de las recuas de animales de carga en su camino hacia las montañas que por el norte, este y oeste rodean la llanura de Mesopotamia. El hecho de que esta llanura de aluvión careciera de piedra, madera y metales suponía un gran incentivo para los viajes. En la proporción en que los habitantes del valle necesitaran estos productos podían, o bien organizar expediciones para encontrarlos, prepararlos y traerlos, o bien persuadir a los pueblos vecinos para intercambiar su piedra, madera o metales por los excedentes de las llanuras. A medida que en el seno de la estructura social de los pueblos del valle progresaba la especialización, tal comercio entre las tierras altas y la llanura alcanzó una dimensión e importancia cada vez mayores; y las ciudades que fueron surgiendo a lo largo de los ríos se convirtieron en centros de comunicación y estímulo para toda la región circundante. Una diferencia importante entre Mesopotamia y las áreas mesoamericanas y peruanas es la gran importancia que tuvo el pastoreo en la región del Viejo Mundo (así como el uso antes mencionado de los bueyes para la aradura). Las «economías mixtas» de las laderas montañosas de Mesopotamia empleaban alimentos silvestres como suplemento a los que proporcionaban los animales domésticos y el cultivo de secano. A medida que se fue dando un nuevo modelo de urbanización y se fueron utilizando medios físicos menos próvidos, el pastoreo se convirtió paulatinamente en una especialización en las estepas en que resultaba difícil la agricultura. Así, con el tiempo, se hicieron cada vez más divergentes dos clases distintas de culturas. La naturaleza parcialmente independiente y parcialmente complementaria de esta asociación de culturas variaba, estando caracterizada unas veces por el comercio; otras, por las relaciones simbióticas, y otras, por la práctica de incursiones. Es importante recordar de nuevo que existen dos partes en la simbiosis de dos sociedades como las que venimos estudiando: ambas partes salen ganando económicamente a causa de la especialización, y por ello se necesitan mutuamente; pero el pastoreo es una forma de vida bastante móvil y conduce a una superioridad militar de determinado tipo, a una clase de guerra ofensiva, invasora, depredadora —como vimos que sucedió en el Estado de Ankole—. Eso de que «los asirios cayeron como un lobo sobre el rebaño» tiene que haber sido un factor muy importante en las vidas de las sacrificadas comunidades agrícolas. Alrededor del año 3400 a. C., la llanura aluvial de Sumer, en el lejano sur, fue la cuna de una rápida evolución cultural. Los sumerios parecen haber sido los primeros que se abrieron camino hacia la urbanización. Y para el año 3.000 a. C. también habían descubierto la escritura —lo que para nosotros, por supuesto, tiene una gran im- portancia porque es el momento en que combinamos la arqueología (prehistoria) con la historia documental. El yacimiento-tipo de la era formativa tardía denominado Al Ubaid nos da una idea del género muy extendido de cultura sumeria que precedió inmediatamente al nacimiento de las grandes ciudades. Los pueblos agrícolas vivían en construcciones de caña y barro amontonados en aldeas que eran autosuficientes y políticamente autónomas. No se encuentran indicios de fortificaciones defensivas, y, aparentemente, estaban muy extendidos los contactos pacíficos y el comercio. Los dátiles y el pescado eran importantes alimentos adicionales de los cereales y del ganado caprino y ovino; parece que la posesión de ganado estaba centralizada como propiedad del palacio-templo (Adams, 1955, pp. 9-10). Los avances tecnológicos de la era formativa indican un gran incremento en la especialización artesanal. Como describe McNeill, «...La rápida marcha de los progresos técnicos, las considerables exigencias de tiempo para la producción con las técnicas existentes, el arte uniformemente eminente, y la cada vez más compleja, exigente y excelente naturaleza de las operaciones proporcionaban buenas pruebas de que la mayoría de ellos podían dedicar todo su tiempo a sus tareas especializadas» (ibid., p. 11). Como hemos visto en los capítulos etnológicos, tal especialización exige la clase de sistema redistributivo centralizado característico de las sociedades de jefatura y de los estados primitivos. En todas partes, las sociedades de jefatura son siempre teocráticas, y esto estuvo claro en el caso de Sumer (Adams, 1966, p. 121). Incluso en una etapa tan temprana como la de Ubaid (alrededor del año 3.500 a. C.), el templo era la estructura (o conjunto de estructuras) más imponente, y no sólo era un «lugar de culto», sino también un santuario, un palacio, así como un lugar de almacenaje y centro redistributivo. «La construcción y, sobre todo, la frecuente reconstrucción de los templos, que podían ser de tamaños muy considerables, van a mostrar que el pueblo de Ubaid había creado ya, por así decirlo, la forma característica de la primitiva civilización de Mesopotamia, la ciudad sagrada cuya vida económica, social y religiosa tenía como centro el templo y sus sacerdotes» (Clark, 1.969, p. 103). Las eras floreciente y protoliterata (3500 - 3000 a.C.) Tras la difusión de los agricultores de regadío neolíticos por toda la zona de aluvión meridional, algunos lugares especiales experimentaron un rápido desa-rrollo en tamaño y complejidad. Uno de los más nota-bles, y hoy en día arqueológicamente mejor conocido, es el de Warka (el Uruk sumerio y el Erech semita). Warka se ha convertido en el yacimiento-tipo de la era floreciente temprana (3.500 – 3.000 antes de Cristo), como Ubaid lo es para la era formativa tardía. Desde luego, es difícil (o peligroso) estimar cifras de población a partir del tamaño de los monumentos pero ciertamente un aumento muy grande del mismo es sugerente. Adams (1.966, p. 126) calcula que sólo el templo de Warka y su plataforma habrían necesi-tado 3 para su construcción 7.500 años-hombre. El trabajo arqueológico realizado en Mesopotamia ha estado tan relacionado con estos templos que bien podemos comenzar con una breve descripción de los mismos, deteniéndonos sobre todo en el de Warka. Una clase característica de templo es el de pla-taforma escalonada o zigurat, sobre la que se levan-taba la torretemplo (un ejemplo lo constituye la torre de Babel). Tanto el templo como la ciudad y sus tie-rras eran propiedad de un patrón-dios gobernante (Eanna [Anu] en el caso de Warka). Como prueba de una progresiva separación del personal del templo del compromiso directo con la vida de la comunidad se ha apuntado la existencia de complejos de viviendas cercanos a los templos y separados del resto de la población por una muralla (Adams, 1966, p. 126). Esto quizás podía esperarse, porque en los primeros capí-tulos hemos visto que con el desarrollo de una teo-cracia se da una tendencia hacia la «separación de poderes», con un poder sacerdotal que progresivamente va aumentando su distancia social de las ma-sas y de los asuntos militares y económicos, más mundanos, aunque sigue conservando los poderes de toma de decisiones importantes o fundamentales. El montículo o plataforma artificial de Warka tenía cuarenta pies [unos doce metros] de aliara y cubría una superficie de 420.000 pies cuadrados [128.016 metros cuadrados], dominando muchos kilómetros de llanura. El edificio y las murallas, incluyendo los lados del montículo, estaban enlucidos con barro que cubría la obra de fábrica realizada con adobes, enlucido que a su vez estaba cubierto con cientos de miles de conos de arcilla cocida hincados, formando complejos dibujos. Esta complejidad es de notar porque significa una prueba adicional, más allá del cabal tamaño del monumento, de una gran cantidad de mano de obra y planificación. El templo siguió siendo el foco y el organizador de la vida religiosa, económica y política durante el perío-do floreciente. A medida que las ciudades crecían, aumentaban también los oficios, entre los que se in-cluía la alfarería y la carpintería, así como la meta-lurgia. La presencia de madera y metales procedentes de zonas situadas a grandes distancias muestra la paulatina capacidad de los administradores del templo para recoger y racionar los artículos alimenticios, para el intercambio con los extraños, para el transporte de mercancías y, sobre todo, para almacenar y redis-tribuir tanto los productos acabados corno las materias primas. Esta compleja función de la sociedad de jefatura teocrática debe haber tenido una importancia política tremenda, porque tiene que haber hecho cons-cientes tanto a los individuos como a las potenciales facciones subversivas de los beneficios prácticos dispensados por el régimen — y como «regalos» del dios que el régimen representa—. Adams (1955, p. 12), evaluando como templos la naturaleza de las es-tructuras monumentales, llega a la conclusión de que «una etapa en la que los controles económicos de es-ta sociedad altamente sofisticada (cuando no total-mente urbanizada) fueron más importantes y estu-vieron más formalizados que sus controles políticos, y fueron primariamente de naturaleza teocrática, puede, por tanto, ser aislada con considerable certeza». La mayor parte de los avances tecnológicos y económicos habían llegado a estar bien establecidos en la época protoalfabeta (alrededor del año 3000 a. C.). La escritura apareció en forma de simples pictografías que rápidamente se fueron convenciona-lizando entre los escribas y archiveros, para, a partir de ahí, experimentar un nuevo progreso, al igual que sucedió con la correspondiente notación numérica. El arado mejorado, los carros con ruedas, las balsas y barcas para la navegación y el uso del bronce para las herramientas y las armas comenzaron a emplearse en los primeros tiempos de la era protoalfabeta, y continuaron siendo elementos básicos para la posterior civilización mesopotámica. Hay la posibilidad de que en la era protoalfabeta existiera una institución política de corta vida que difi-riera algo de la pura teocracia. Jacobsen (1943), ba-sándose en su estudio de los primeros textos, argu-menta que las ciudades celebraban reuniones de una «asamblea» de ciudadanos adultos varones condu-cidos por un consejo de ancianos. Los textos protoal-fabetos son difíciles de interpretar y demasiado esca-sos como para que a nosotros nos pueda servir de mucho dicha interpretación. En cualquier caso, los tex-tos de comienzos del período dinástico, mucho más completos, no revelan ningún tipo importante de su-pervivencia de esa «asamblea» ni de ninguna tal olig-arquía (Frankfort, sin fecha, p. 78). Se menciona aquí sin ninguna intención de evaluarla y con el recorda-torio de que Gearing, a partir de datos etnohistóricos, ha descrito una institución parecida entre los chero-quis. La era dinástica (ca. 2900-2500 a. C.) Las autoridades sobre la materia están de acuerdo en que, alguna vez, en los comienzos del tercer milenio a. C., una tendencia política cada vez más se-cular evolucionó hasta convertirse en un reino militar hereditario constituido por varias de las ciudades situadas en la Baja Mesopotamia; de aquí el uso de la etiqueta era dinástica. Se muestran también de acuer-do en que esa tendencia política estuvo acompañada de un extendido militarismo y de guerras1. Las quince o veinte ciudades sumerias indepen-dientes se hicieron cada vez más «urbanas», proba-blemente porque se concentraron para defenderse. Kish y Warka pueden haber tenido hasta veinte o treinta mil habitantes (Adams, 1955, p. 14). Adams piensa que el origen de la monarquía estuvo íntima-mente relacionado con la situación demográfica (ibid.): «Dado que toda la era está virtualmente marcada por alguna evidencia de guerra, puede apuntarse que la población se había expandido casi hasta los límites que la tierra podía abastecer a finales de la era pre-cedente y que lo que siguió fue un equilibrio cróni-camente precario entre la población y los 1 Adams (1955, p. 13, y 1966, p. 133), Childe (1936, p. 125), Clark (1969, p. 106), Frankfort (sin fecha, p. 87), McNeill (1963, pp. 41-46). Estas autoridades son antropólogos o historiadores (Frankfort y McNeill) con grandes conocimientos antropológicos. 4 recursos alimentarios. En estas condiciones, la génesis de la monarquía puede haber sido en gran medida un proceso autogenerador.» Adams, como han hecho otros muchos en con-textos distintos, ha adscrito aquí la guerra a la presión demográfica y a la rivalidad entre las ciudades independientes, con la implicación de que la concurrencia se ejercía sobre las tierras arables existentes entre ellas. Como ejemplo, cita la «...larga historia de san-guinaria rivalidad entre Lafash y Umma por los terri-torios fronterizos...; en un estado crónico de emergen-cia de este tipo el líder guerrero no tenía ni tiempo ni disposición para renunciar a sus poderes» (ibid.). McNeill se muestra de acuerdo en que a medida que la población crecía y se entarquinaban pantanos y se ponían en regadío desiertos, las zonas de nadie situa-das entre las ciudades dejaban de existir y las tierras de éstas llegaban a lindar unas con otras, produciendo «una perenne fricción y una guerra crónica» (1963, pp. 41-42). La existencia de un ejército permanente y la perpetuación del dominio militar se piensa también que estaban relacionadas con los problemas de las incursiones de los nómadas invasores. «A medida que la guerra se transformó en crónica, la monarquía se hizo necesaria. La concentración de la autoridad política en las manos de un solo hombre parece haber llegado a ser la norma en las ciudades sumerias hacia el año 3000 a. C.» (McNeill, 1963, p. 43). Pero subsiste la cuestión de qué medios y circunstancias transformaron el dominio de un jefe militar en una «monarquía» política, con garantías incorporadas de perpetuación más allá de dicho dominio personal. La idea de que las omnipresentes amenazas o nece-sidades militares tienden a perpetuar la burocracia y el poder parece razonable, pero, la consolidación de un verdadero Estado legal es siempre difícil de conseguir. Tal idea lleva a la sugerencia de que quizás las ciu-dades de la primera dinastía no fueron todavía esta-dos acabados. Al menos esta cuestión es algo a con-siderar posteriormente. La estratificación y el Estado Como vimos anteriormente, Adams y otros han presentado la idea de que la guerra crónica condujo a un dominio secular militar, con la sugerencia de que ésta fue la causa de las ciudades-estados sumerias. Pero Adams tiene otra teoría, presentada años más tarde, que suponemos ha reemplazado, o al menos complementado, a la anterior (aunque él no lo dice). Esta teoría constituye una importante modificación de la que Childe hizo a la teoría de Morgan-Marx-Engels (y posteriormente, de Lenin) sobre el origen y la naturaleza del Estado. Un elemento crucial de la teoría de Adams es el incremento en la «estratificación». Mientras que Mor-gan había citado el crecimiento de la propiedad priva-da como la causa del Estado (el cual, según Engels, se dedicó a proteger de los no propietarios a la clase propietaria), Adams (1966, p. 80) pone el acento en «el sistema de relaciones sociales estratificadas, del que los derechos de propiedad sólo fueron una expre-sión». Adams piensa que «la mayoría probablemente tendería también a cuestionar la implícita suposición de Morgan de que la substitución de las comunidades definidas étnicamente por las definidas territorialmente fue causa necesaria y suficiente para el desarrollo de la institución de la propiedad privada». Sí se muestra de acuerdo con Morgan sobre «el general desplaza-miento propuesto [por Morgan] de agrupaciones de personas adscriptivamente definidas a unidades políticamente organizadas, basadas en la residencia». Pe-ro la «estratificación en clases», según Adams, «fue la causa principal y el "fundamento" de la sociedad política». ¿Qué se entiende por estratificación, y cuáles son las pruebas de la misma? Aparentemente, la estra-tificación para Adams es un sinónimo de clase. Esto no está expuesto así, pero las dos palabras están usadas de forma bastante intercambiable. Adams no define formalmente la estratificación, pero sí define la clase (1966, p. 79), cuando describe «grados obje-tivamente diferenciados de acceso a los medios de producción de la sociedad, sin ninguna implicación ne-cesaria de movilidad drásticamente reducida, concien-cia de clase o lucha abierta de clases...». Y en este sentido, dice, «los estados primitivos fueron caracte-rísticamente sociedades de clases». Adams cree que la ciudadanía común de las ciudades mesopotámicas estuvo organizada en forma de «clanes cónicos», citando para esto pruebas indi-rectas (1966, p. 94). El argumento es aún más aceptable en nuestro actual contexto, puesto que nuestro estudio comparativo de los estados y sociedades de jefatura etnológicamente conocidos ha puesto de ma-nifiesto la probable universalidad y la utilidad funcional de lo que nosotros denominamos ramajes, formas de parentesco que implican la institucionalización de la desigualdad por herencia. Pero puede ser útil señalar que el ramaje (clan cónico) está caracterizado típica-mente por una diferenciación política, o burocrática, acompañada de símbolos de status alto-bajo, pero sin que entre ellos exista ningún importante o significativo «grado objetivamente diferenciado de acceso a los medios de producción». Es decir, es típico de las sociedades de jefatura que los sacerdotes o jefes (y sus familias inmediatas) no produzcan géneros ali-menticios, pero acepten o exijan «regalos», o impues-tos, o tributos con vistas a una redistribución parcial, reteniendo una parte. Pero esto no es lo que Marx y Engels quieren decir cuando hablan de relacio-nes diferenciales con respecto a los medios de pro-ducción. Ellos pensaban en los propietarios de tierras o maquinarias versus los no propietarios (esclavos, siervos o jornaleros). La relación de un sacerdote-jefe-redistribuidor con los trabajadores agrícolas en una sociedad de jefatura se ve mejor como una relación de poder político, no como una relación económica que proviene de una desigual adquisición de riqueza en una economía de mercado. En cualquier caso, no hay necesidad de postular una relación de clases que necesariamente tenga que haber estado fundada en la propiedad económica. Es la propia relación de poder la que estamos investigando, y hasta ahora parece como si hubiera comenzado con un poder desigual para hacer 5 intercambios redistributivos (y un acceso desigual a los dioses más que a los bienes). Pero veamos qué evidencias encuentra Adams (1966, pp. 95-110) para el desarrollo de la estrati-ficación en clases. En el período de Ubaid tardío los ajuares funerarios muestran pocas diferencias cualita-tivas que puedan-interpretarse como indicios de una diferenciación de status importante. En el período de Warka y en el protoalfabeto comienzan a aparecer mayores variaciones; las excavaciones de Ur, del protoalfabeto tardío, muestran una diferenciación aún mayor. Pero en ninguno de estos períodos aparece una estratificación muy completa. Existe una evidencia más plena de que los enterramientos de la época dinástica temprana muestran diferencias de status basadas en la riqueza. Los documentos escritos del período confirman estas suposiciones arqueológicas. En la parte más baja de esta sociedad se encon-traba una clase no numerosa de esclavos, que gene-ralmente trabajaban en importantes tareas «semi-industrializadas», tales como la tejeduría. Estos escla-vos parecen haber sido cautivos de guerra, denomi-nados a veces «los extranjeros». La masa de la pobla-ción la constituían diversas clases de campesinado con variados grados de control sobre la tierra que trabajaban. Parte de ellos todavía estaban organizados como unidades de parentesco primitivas. Los artesa-nos profesionales tenían, por supuesto, diversos gra-dos de habilidad y trabajaban en tareas de variada importancia, de forma que probablemente no es razona-ble intentar una clasificación de los mismos sobre una base económica; puede ser mejor tratarlos como una especie de categoría residual. En la cima de la socie-dad se encontraban el príncipe y las familias aristo-cráticas o principescas. Adams cree que éstos dirigían «haciendas señoriales» de diversos tamaños. No es posible saber si literalmente eran «señoriales», que significa poseídas privadamente y administradas para el beneficio privado, dado que una simple jurisdicción política sobre una unidad de personas, por muy regionalmente definida que esté, puede dar la misma apariencia, sin ninguna implicación de propiedad en el sentido mercantil del término. No podemos disentir de la conclusión de que en las épocas dinásticas, si es que no fue antes, apareció al-gún tipo de diferenciación social. Pero todos los indi-cios se refieren a diferencias de status, que probable-mente estaban relacionados con distinciones políticas o burocráticas y no con diferencias económicas. No puedo admitir que la definición «acceso diferencial a los medios de producción» sea muy significativa. Pienso que, originalmente, esta definición fue acepta-da por los marxistas a causa del supuesto de que la «lucha» de clases obedecía a esta desigualdad eco-nómica. (Debe observarse que Adams no parece muy firme, o ni siquiera muy explícito, acerca de esto: en la exposición sobre Morgan antes citada, quería substi-tuir «propiedad» por «estratificación en clases» como «causa principal» y «fundamento» de la sociedad política. Pero quizás su primera definición de las cla-ses no quería implicar que «el acceso diferencial» tuviera algo que ver con la propiedad.) Childe había sido un firme partidario de la teoría de la opresión de clases en el origen del Estado en Mesopotamia, especialmente en su Man Makes Himself (El hombre se hace a sí mismo; 1936), obra que tanto se ha leído y tanta influencia ha ejercido. Henri Frankfort refuta esto directamente (sin fecha, pp. 69-70). Hablar del «excedente» de alimentos que tiene que haberse producido para mantener tanto a los funcionarios como a los comerciantes y artesanos, y sacar de ello la conclusión de que los funcionarios tienen que haber sido una clase parásita que mantenía sometidos a los agricultores, significa no tener en cuenta diversas circunstancias, de las que la más importante es el clima del país. Dondequiera que existe el poder, existe el abuso de poder. Pero el rico suelo de Mesopotamia, si está bien regado, produce alimentos en abundancia sin un trabajo excesivo o continuo. La labor en los campos era estacional en su mayor parte. En la época de la siembra y en la de la recolección toda persona fuerte y sana estaba, sin lugar a dudas, en la tierra, lo mismo que pasaba en la Inglaterra medieval. Pero los agricultores no eran una clase separada ni una casta. Todo ciudadano, ya fuera sacerdote, comerciante o artesano, era un agricultor experimentado que trabajaba su parte de tierra para mantenerse a sí mismo y a los que de él dependían. Una vez que la semilla estaba sembrada y que se había efectuado la recolección, quedaba mucho tiempo en el que podían perfeccionarse, enseñarse y explotarse determinadas habilidades especiales. Cuesta trabajo ver cómo Frankfort sabe que todo el mundo trabajaba en los campos, pero está bien su observación de que la opresión, la represión o la explotación para la producción del «excedente» no se infieren simplemente de los datos disponibles y de la naturaleza de la producción agrícola. También cuesta trabajo entender cómo sabe que los oficios y la industria casera no estaban separados. Pero el suyo es un argumento de mérito, juzgándolo desde lo que etnográficamente sabemos de las sencillas socieda-des agrícolas. Sin embargo, puesto que realmente no sabemos, lo mejor es dejar la cuestión en expectativa —lo que quiere decir que, al contrario de Childe, no aceptamos como algo dado que el «excedente» agrí-cola equivalga a la «explotación» de una clase por otra, lo que a su vez significa que el Estado se originó para reprimir a una clase en interés de la otra. Desde luego, una vez fundado, un Estado asume muchas funciones nuevas, en especial la auto-protección, que es en sí misma, normalmente, un mantenimiento del status quo, pero que también toma la forma de pro-tección militar contra las sociedades competidoras. Rivalidad y guerra Existe un amplio testimonio de que la evolución de la sociedad mesopotámica desde los tiempos de las primeras aldeas sedentarias hasta los grandes impe-rios babilónicos estuvo acompañada por un aumento proporcionado en el número de guerras y en la exten-sión de las mismas. Y la guerra, lo repetimos quizás innecesariamente, era de dos clases distintas: entre vecinos competidores rivales y entre las ciudades sedentarias y los nómadas invasores. Estas dos clases de guerra suponen claramente distintas estrategias y una organización diferente. 6 Una vez que la Mesopotamia meridional llegó a estar más o menos «saturada» en el período dinástico sumerio, las ciudades rivales iban de la guerra a la paz y de la paz a la guerra, y ambas situaciones eran simplemente dos aspectos de una estrategia política exterior. Una ciudad derrotada por otra podía conver-tirse en tributaria de esta última, pero probablemente con repugnancia y aparentemente sólo durante un corto espacio de tiempo, porque todavía se carecía de los medios para unir o federar permanentemente a las distintas regiones. Probablemente también, ninguna ciudad fue militarmente muy superior a las otras hasta la época de Sargón. La paz se hacía también en tér-minos de alianzas entre los vecinos contra las confe-deraciones rivales, pero como esta estrategia era sólo militar, en lugar de ser económicamente simbiótica, tendía a ser efímera. Al comparar la era dinástica mesopotámica con su equivalente era floreciente tardía de los valles de la costa norte del Perú, puede ser una sugerencia impor-tante el hecho de que la relativa carencia de éxito, en ambas áreas, en el intento de unirse en comunidades políticas de mayor tamaño se debió a que las ciuda-des y los valles costeros .eran bastante similares a sus vecinos en el aspecto económico. Los «imperios» de mayor tamaño, como los de Tiahuanaco y Acad (y, en este aspecto, Teotihuacán, en México) implican to-dos zonas geográficamente distintas, de forma que la burocracia imperial pudiera crear una simbiosis eco-nómica que tuviera la suficiente importancia como pa-ra proporcionar beneficios políticos mediante la planifi-cación de los intercambios de artículos importantes. La otra clase de guerra, la de defensa contra las incursiones de los pueblos pastores, era, desde luego, difícil de sostener debido a la gran movilidad de los depredadores. Resultaba también casi imposible ha-cer la paz con ellos, excepto algunas veces «en que se les .compraba para que se fueran», solución gene-ralmente arriesgada y de corta duración. La dificultad que tuvieron los agricultores con los depredadores errantes fue persistente en Mesopota-mia. Esta misma persistencia a lo largo de milenios tu-vo indudablemente un intenso efecto, creando tierras de nadie y zonas tapones en áreas que en otras circunstancias podían haber sido económicamente productivas. La otra cara de esta moneda es particularmente importante: con la creciente presión de los nómadas sobre el pueblo en las zonas intermedias, éste tenía que elegir entre hacerse también nómada o unir-se a comunidades políticas sedentarias de mayor ta-maño, incrementando así tanto la población nómada como la de las ciudades. Muy bien puede haber suce-dido que el incremento sin precedentes de verdaderas aglomeraciones urbanas en el sur de Mesopotamia,, que fue también la primera zona de ocupación total-mente sedentaria, estuviera causado en parte por la imposibilidad real de una completa adaptación en las estepas de las tierras altas (estas áreas intermedias del norte fueron, en realidad, tardías en su desarrollo). Es importante recalcar de nuevo el simple hecho de que las consideraciones militares influyen no sólo en el tamaño general de la población, sino también en su movimiento de desalojo y nueva ubicación, esencial-mente hacia una distribución característica. Como señala Adams (1972, pp. 61-62), durante el período de Ubaid hasta los primeros siglos del cuarto milenio se produjo un incremento importante en la población sedentaria, distribuida en densos racimos de aldeas y poblaciones situadas cerca de los ríos y torrentes. No se sabe si este aumento de población fue natural o debido a la inmigración. En cualquier caso, el desarrollo más extenso de las instituciones urbanas características de la civilización sumeria tuvo lugar después de este período de crecimiento de la población, en los últimos siglos del cuarto milenio... al menos en unos cuantos centros como Uruk, el proceso de crecimiento fue no sólo explosivamente rápido, sino que estuvo acompañado de profundos cambios estructurales, con sólidas fortificaciones y grandes palacios, y con jerarquías políticas que desplazaban el énfasis fuera de los templos y de sus sacerdocios asociados. Pero lo importante es que esta urbanización suponía la redistribución de la población más que un nuevo incremento de la misma. En otras palabras, se realizó sólo a través de un abandono rural generalizado y de la reubicación más o menos forzosa de los habitantes de las antiguas aldeas y poblaciones en aglomeraciones urbanas absolutamente sin precedentes. La era imperial (ca. 2500-1500 a. C.) La misma peculiaridad geográfica de Mesopotamia que tentaba a los nómadas llevaba también a guerras intestinas e intentos de conquista entre las propias ciudades. Como explica Childe (1936, p. 125), todas ellas dependían de los dos ríos, el Tigris y el Eufrates, para su propia vida, y para «la importación de... pro-ductos exóticos procedentes de fuentes comunes». Y, por consiguiente, ..entre las diversas ciudades autónomas era obligado que surgieran disputas en torno a las tierras y a los derechos sobre el agua. Precisamente porque todas contaban con el mismo comercio exterior para aportarles las mismas cosas necesarias para la industria, las rivalidades comerciales fueron inevitables entre los estados soberanos; la contradicción entre un sistema económico que tenía que ser unitario y el separatismo político se puso de manifiesto en interminables guerras dinásticas. De hecho, nuestros primeros documentos posteriores a las memorias de los templos registran guerras entre ciudades adyacentes y tratados que las terminaban temporalmente. La ambición del gobernante de cualquier ciudad consistía en obtener la hegemonía sobre sus vecinos. El imperio acadio Alrededor del año 2500 a. C., los intentos de cons-truir imperios comenzaron a tener un amplio éxito, pe-ro no duraron mucho. Sargón de Acad, hacia el año 2370 a. C., fue aparentemente el primero en fundar una dinastía imperial que permaneció durante diversos remados (aproximadamente un siglo). Esta dinastía dominó sobre todo Mesopotamia y al parecer sometió o intimidó a los bárbaros de las tierras altas. Según la tradición, Sargón comenzó su carrera po-lítica como copero del rey de Kish, ciudad situada en la frontera norte de Sumer. (Sumer era la parte meri-dional de la Baja Mesopotamia.) Finalmente llegó a ser un afortunado líder militar que, después de derro-tar a varias ciudades vecinas, fundó su propia ciudad, Acad (Agadé). Desde Acad continuó sus campañas sobre el sur hasta que toda Sumer fue tributaria suya. Una conquista de este tipo no era nueva para los sumerios, pero todas las 7 incursiones previas, al igual que sus propias guerras intestinas, habían sido bas-tante efímeras en sus resultados. Acad se fundó en una posición militar estratégica situada en la zona de transición entre las llanuras bárbaras y el civilizado sur. Es posible que fuera por esta misma razón por lo que Sargón tuvo tanto éxito; tuvo la posibilidad de «unir las proezas bárbaras con la técnica civilizada», formando una combinación superior a cualquiera de ellas (McNeill, 1963, p. 46). La cultura sumeria había ejercido su influencia sobre las regiones media y superior de Mesopotamia sin llegar a conquistarlas, de forma que la nueva ciudad que Sargón construyó en Acad tuvo una importante base sumeria, pero sin la rígida estructura sacerdote-y-templo de las viejas ciudades sumerias. En Acad existían sacerdotes y comunidades relacionados con los templos, pero como la ciudad fue creada por la milicia, las partes secular y militar de la sociedad fueron las predominantes y así continuaron. Otro rasgo posiblemente importante de la génesis del imperio acadio reside en las diferencias entre las culturas originales de los semitas del norte y los su-merios del sur. Estos habían sido durante muchos cientos de años agricultores de regadío sedentarios. Muchos de los pueblos de habla semítica de los ríos y llanuras de la Alta Mesopotamia habían sido pastores nómadas, e incluso después de que adoptaran el culti-vo de regadío (alrededor del año 2.500 a. C.) todavía tenían una importante conexión simbiótica con los pueblos pastores vecinos. Por consiguiente, la Meso-potamia unida comprendía dos subculturas, la de las ciudades sumerias, más antiguas, aristocráticas, sofis-ticadas y teocráticas, y la más nueva de las plazas fuertes de la frontera norte, potente y más secular. Mc-Neill cree que la herencia pastoril de los semitas fue un poderoso factor causal en la nueva forma que tomó la transición al cultivo de regadío (1963, pp. 46-47): Sin lugar a dudas, los claros beneficios de la irrigación indujeron este cambio; pero el mismo se dio en el seno de la estructura de un sistema social que se había formado para satisfacer las necesidades del pastoreo. Esto significaba, sobre todo, una sociedad conducida por jefes tribales, cuya función consistía en dirigir el esfuerzo cooperativo necesario para salvaguardar los rebaños y trasladarlos de pastoreo en pastoreo. A medida que la agricultura de regadío se fue enraizando en Acad, esa especie de autoridad tradicional se extendió y se transformó: los jefes comenzaron a movilizar y supervisar las cuadrillas de mano de obra necesarias para construir y mantener las obras de riego. Ya se ha hecho observar cuan a menudo una serie de formas e instituciones culturales más vetustas to-man una nueva vida cuando son trasplantadas a una nueva localidad y aceptadas por un nuevo pueblo. Para esto parecen existir dos motivos relacionados en-tre sí: los «prestatarios» es probable que sólo elijan aquello claramente mejor de la gama de variaciones en cosas tales como las técnicas de irrigación; y los elementos «prestados» pueden encontrarse adapta-dos a usos y medios no familiares, que pueden (o, por supuesto, no pueden) dar lugar a nuevas combinacio-nes de una mayor potencialidad evolutiva. Estos dos factores se presentan para explicar la influencia de Acad, particularmente en el hecho de que la adapta-ción de la agricultura estuvo relacionada con una ad-ministración más secular que religiosa. Esto y la he-rencia militar de los pueblos dedicados al pastoreo crearon no sólo una ciudad más fuerte, sino también un Estado más puramente secular en vez de una so-ciedad de jefatura elaborada o un cuasi Estado teocrá-tico. McNeill resume esta evolución en la forma si-guiente (1963, p. 50): «El fructuoso trasplante, río arri-ba, entre los acadios de la elevada cultura sumeria marcó una etapa importante en la expansión de la civi-lización. La barrera sociológica que hasta entonces había confinado la vida civilizada a las comunidades organizadas y dirigidas por los sacerdotes se trans-cendió por vez primera.» El secular gobierno acadio de la milicia, la econo-mía y el sistema de riego fue capaz de desplegarse mucho más fácilmente en las regiones interiores situa-das río arriba. Y probablemente tuvo una gran impor-tancia el nuevo papel que Sargón se inventó para él: hizo posible que su nombre fuera invocado junto con el de los dioses en las tomas de juramento sobre un acuerdo. A primera vista, esto parece como un intento de autodeificación para restablecer un importante ras-go teocrático —y quizás sea así—; pero la importan-cia práctica consistió en que si un acuerdo tomado ba-jo un tal juramento se quebrantaba, o se perjuraba, el príncipe se comprometía a defender el derecho de la parte injuriada. Esto equivalía a la constitución del propio Sargón en tribunal de apelación para todo el país, independiente de las ciudades. Fue un paso importan-te en la elaboración de un verdadero código de leyes, cuyo origen fue político, no religioso (Frank-fort, sin fe-cha, p. 86). El imperio fundado por Sargón duró cuatro generaciones, hasta que fue derribado por una invasión del pueblo guti, que a su vez rigió un desarticulado impe-rio por espacio de un siglo, hasta que fueron abatidos por una revuelta interna. La tercera dinastía de Ur gobernó Sumer y Acad durante otro siglo, después de lo cual una compleja serie de desórdenes y guerras infestó Mesopotamia hasta más o menos el año 1.700 a. C., cuando Hammurabi unió el país desde su propia ciudad de Babilonia, todavía más al norte que Acad. Pero la dinastía de Hammurabi, como las demás que le antecedieron, tuvo un ciclo de vida de sólo aproximadamente un siglo antes de que, sucumbiera ante las nuevas invasiones bárbaras. Tan repetitivas fueron estas ascensiones-y-caídas que contribuyeron a pre-cipitar las muchas teorías cíclicas del Estado. La estructura del imperio A pesar del desorden —y en algunos aspec-tos, a causa de él— la civilización mesopotámica experimen-tó determinadas evoluciones estructurales e institucio-nales que iban a proporcionar los cimientos de impe-rios y ciudades por todo el Cercano y el Medio Oriente (y posiblemente más allá) mucho antes de la época cristiana. En primer lugar, y comenzando en los tiem-pos de Acad, la tendencia política se encaminaba ha-cia territorios cada vez más extensos que, aparente-mente (o incluso necesariamente), experimentaban un lento desarrollo de 8 los medios de control político, buro-crático y militar. La escritura y las matemáticas conti-nuaron progresando en conexión con la política, en tanto que la economía, el derecho, la religión y la ideo-logía se iban modificando también de acuerdo con las nuevas demandas políticas. Relacionado con todo ello se produjo un incremento en la esfera de la econo-mía, en el movimiento de géneros y materiales. Para que la tendencia hacia comunidades políticas de mayor tamaño tuviera éxito tenía que darse una transferencia de algunas lealtades políticas, al menos de algunos burócratas, desde las ciudades locales a la comunidad política mayor. Una forma obvia de alentar esta transferencia consistía en substituir algunos de los altos oficiales locales por extranjeros leales al emperador. Naram Sin (nieto de Sargón) reemplazó a los regidores y sacerdotes locales por sus propios parientes; y con el tiempo, a medida que su oficialidad real proliferaba, puede suponerse que el personal bu-rocrático llegó a estar cada vez más profesionalizado —cada vez más leal a su propia organización y a sus fines, los que, por supuesto, eran también principal-mente los fines del imperio. La burocracia —secular, sacerdotal y militar— tuvo que haberse visto inmensamente ayudada por la comunicación escrita y la notación numérica. La simple escritura pictográfica y los numerales debieron utilizar-se en Sumer para llevar las memorias de los templos y para registrar los contratos económicos. Con el desa-rrollo del imperio se produjo una gran y creciente ne-cesidad de la escritura y de la aritmética, y esto hizo que se expandiera el progreso de las mismas. Política-mente, la importancia de la escritura de los códigos de leyes tiene que haber sido tremenda. El estableci-miento en todo el reino de un sistema uniforme de jus-ticia real condujo a los representantes de la corte im-perial a establecer un contacto directo con los asuntos de las personas y los grupos locales, y esto hizo que, con el tiempo, la burocracia, en su aspecto legal, fuera cada vez más útil y necesaria. De esta forma pudo minar la autoridad de los líderes locales, que anterior-mente administraban meras costumbres también loca-les, más que el derecho del país (véase McNeill, 1963, p. 53 y n. 38). (Podemos suponer, con McNeill, que existieron códigos de leyes reales anteriores al famoso de Hammurabi.) La importancia política de la escritura, como antes hemos visto, se extendía a la ideología. Cuando la mitología religiosa se transmitía sólo oralmente, esta-ba sujeta a cambios inconscientes, no intencionados, pero al escribirse se convertía en codificada y «ofi-cial». Los cambios podían hacerse por razones políti-cas —para rebajar el status de un dios local o elevar el de otro (como en la famosa Épica de la Creación que elevó al dios de Babilonia, Marduk, a la supremacía). El incremento de la actividad económica durante la era imperial plantea un problema de interpretación. Hay quienes ven cualquier indicio de movimiento de productos como «comercio», de lo que se infiere que habían aparecido unos empresarios privados que iban a convertirse en una «clase mercantil». El famoso historiador económico Karl Polanyi (en Polanyi et al., 1957) impugna eficazmente esta interpretación sim-plista, etnocéntrica. Los porteadores de mercancías, los representantes burocráticos del imperio, e incluso toda clase de embajadores, pueden ser apoderados para negociar intercambios y determinar equivalencias y calidad, pero en sus cofres no ingresa ningún tipo de plusvalía de intermediario. Un porteador-representante oficial puede operar a comisión o a salario, pero en cualquier caso el «precio» será un precio políticamen-te determinado, burocráticamente negociado, y no pro-ducto de las fluctuaciones de la oferta y la demanda en un mercado libre. Es sólo en este último sentido en el que una «clase mercantil», gracias a las ganancias obtenidas, puede hacerse rica y políticamente pode-rosa, e influir, por consiguiente, en la naturaleza del Estado político en el sentido marxista. Esto no quiere decir que no existiera un «mercado» en un sentido distinto de la palabra. El «mercado» de una aldea campesina es primordialmente un lugar de encuentro más que una institución para determinar los precios como lo es la lonja pública. Un lugar así es útil para que el pueblo se reúna con objeto de intercam-biar los excedentes de sus propias economías domés-ticas. Ninguna burocracia de ciudad o aldea puede re-gular con facilidad un asunto tan complejo pero de tan poco valor económico, y probablemente incluso pocas se molestarían en intentarlo, aunque probablemente tratarían de ejercer el control policial del mismo, de someterlo a tributación, de servir de mediadores en las disputas, etc. Pero aun cuando los precios estén determinados por el regateo, la oferta y la demanda, o por una ideología irracional —es decir, aunque los pre-cios no estén regulados por la burocracia—, esto no produce «comerciantes» lo suficientemente poderosos como para tener la importancia política de una «cla-se». Indudablemente, es la insignificancia de estos intercambios lo que les permite no estar regulados. Pero ni la presencia ni la ausencia de una clase mercantil propietaria en los tiempos de Hammurabi puede probarse. A mí me parece muy dudoso que existiera tal clase, pero esto es algo ajeno a nuestros propósitos presentes: nosotros estamos interesados en tiempos más primitivos, la era dinástica de Sumer y el período acadio temprano, con objeto de juzgar la importancia del factor «clase» o «estratificación» y de descubrir su naturaleza, y está claro que en aquellos tiempos su origen no fue empresarial. Adams dice (1966, p. 155) que para el período dinástico temprano de Sumer «buena parte del comer-cio entre ciudades o estaba sometido a la demanda real o se encontraba bajo el control real directo». Los agentes responsables de los intercambios eran fun-cionarios y no empresarios libres, y estaban organiza-dos jerárquicamente. Esto no quiere decir que esas mismas personas no estuvieran comprometidas en algún tipo de comercio privado, sino sólo que su poder, fuese el que fuese, emanaba de su posición buro-crática y no de la riqueza privada obtenida gracias al comercio. En la época acadia de mayores esfuerzos militares, «... los tipos de 9 comercio probablemente es-taban todavía íntimamente entrelazados con las exac-ciones de botines de guerra y tributos dentro del con-trol del diseminado reino acadio» (ibid., p. 156). Parece evidente que aunque se pueda formular una hipótesis consistente sobre la importancia política del intercambio de bienes en relación con la burocra-cia, este mismo intercambio no crea una clase de em-presarios de importancia política. En el caso de tener que formular alguna hipótesis, podría argumentarse que el desarrollo de una organización gubernamental hizo posible un incremento en la cantidad de inter-cambios de bienes a distancia, en vez de lo contrario, y que los intercambios recíprocos fortalecen la buro-cracia en ellos implicada. Debe recalcarse que esta argumentación se hace para la importancia política de los intercambios de bienes distantes e importantes, porque son estos intercambios los que tienen que ha-ber sido planificados y administrados oficialmente —y no los insignificantes intercambios realizados por individuos privados para cubrir las necesidades de las familias. Pero incluso si toda la población de una ciu-dad actuara en un día de mercado como «capitalistas de perra gorda» (frase de Sol, Tax para sus aldeanos indios guatemaltecos), esto no crearía en la antigua Mesopotamia una clase de ricos empresarios como base de un Estado represivo, como tampoco la ha creado en las modernas aldeas de Guatemala. La primera civilización urbana Al igual que ocurría en Mesoamérica y Perú, Mesopotamia presenta un largo período evolutivo de gobier-no teocrático que lleva a un período «clásico», segui-do por un incremento en las guerras y por las suce-sivas ascensiones y caídas de imperios militares. Y, como sucedía en los casos precedentes, un incre-mento en el tamaño y número de ciudades acompa-ñaba ese proceso, pero sin las «simbiosis regionales» que tan fundamentales parecían en las regiones del Nuevo Mundo. En las tierras bajas de Mesopotamia la especialización fue más tecnológica que ecológica. El tamaño de las ciudades mesopotámicas aisla-das plantea el problema de la relación causa-efecto en el desarrollo de la organización gubernamental. ¿Necesitaban controles a causa de su tamaño, o la presencia de la milicia y la protección de las ciudades alentaba su crecimiento? Ciertamente las dos cosas se dieron juntas, pero parece probable que las dos clases distintas de problemas militares —la protección contra los nómadas y contra las ciudades rivales— tienen que haber sido un factor de primer orden en el crecimiento de las ciudades. Tenemos también que re-conocer, desde luego, que el cultivo intensivo y la do-mesticación de los animales tuvieron que acompañar el crecimiento de los centros urbanos. Pero —como también hemos advertido en an-teriores capítulos (especialmente con respecto a Teo-tihuacán)— la presión militar no sólo tiende a hacer que la población de la ciudad aumente, sino que también disuade a los disidentes políticos de abandonarla. Así, las tendencias centrífugas, bastante normales, existentes en cualquier gran comunidad política tien-den a ser superadas por la fuerza centrípeta de los as-pectos beneficiosos de la pertenencia a dicha comu-nidad política —en especial los beneficios de su pro-tección. Es ésta además una hipótesis que hace que la de la circunscripción de Carneiro (1.970) necesite ser enmendada. Yo creo que cuando la circunscripción geográfica está presente, el efecto político que produce es el que dice Carneiro; pero yo lo llamaría otro ejemplo, entre los varios existentes, del factor de la goberna-ción mediante el beneficio. Este factor general, en la medida en que yo puedo concebirlo ahora, es un universal en la formación de todas las relaciones de poder persistentes. La redistribución y el bienestar económico en general, la intervención sacerdotal con respecto a los dioses, la protección, etc., contribuyen a la integración política cuando resulta claro que son beneficios superiores comparados con la alternativa de desplazarse (o, como en formas políticas más mo-dernas, con la de derribar el gobierno). Carneiro pone el acento sólo sobre uno de esos factores, el aisla-miento geográfico de la sociedad altamente productiva y ecológicamente bien adaptada. Pero en este punto debo añadir que otra clase de factor ecológico es la adaptación militar de nómadas y de agricultores asen-tados dedicados al cultivo intensivo. Su rivalidad crea una tendencia polarizadora, haciéndose algunas so-ciedades cada vez más nómadas y agresivas, y dedi-cándose otras a la agricultura intensiva, con una es-trategia defensiva sedentaria. Esto tiene como resultado la apariencia de un aislamiento geográfico, co-mo en parte lo es; pero está producido en su mayor parte por la especialización militar, y pueden, por con-siguiente, parecer más improductivas de lo que real-mente son las tierras de nadie intermedias, relativa-mente vacías. La otra forma de guerra, la guerra entre las ciuda-des, tuvo finalmente como resultado unas formaciones estatales (gobierno por la fuerza o por la amenaza de ésta) que fueron desarrolladas en asuntos exteriores, culminando con el imperio de Sargón y sus diversos sucesores. Pero la civilización mesopotámica precedió a estas formaciones statales, lo mismo que los impe-rios militares de Mesoamérica y Perú estuvieron pre-cedidos por las civilizaciones allí desarrolladas. Y pa-rece evidente que el que la conquista conseguida se haga permanente depende no sólo del poderío militar, sino también de la formación previa de una burocracia gubernamental capaz de encargarse de nuevas tareas. ORIGENES DEL ESTADO Y LA CIVILIZACION. ELMAN SERVICE. CAPITULO 12 MADRID. ALIANZA EDITORES. 1.988.