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Cuentos para la buena caza El trabajo de Juan Bautista Duizeide se puede incluir entre las mejores antologías hechas en Argentina. Original por el hallazgo de ciertos autores en el género de la navegación y por la idea en común que une cada uno de los relatos. Ambiciosa por la variedad de autores. Interesante por un escritor que conoce del tema desde la misma experiencia. De yapa, un hermoso prólogo de Arturo Pérez-Reverte. Por Ramón D. Tarruella En diciembre de 2004, Juan Bautista Duizeide publicó la nouvelle “Kanaka”, luego de ganar el premio Julio Cortázar de novela corta. La novela es cautivante. Tanto para quienes acostumbran a leer literatura sobre mares y navegantes, aventuras en travesías perpetuas, como para quienes leyeron textos sueltos sobre el tema, clásicos como Jack London, Robert Stevenson, Joseph Conrad o Herman Melville. La novela resulta cautivante por su prosa, que atrapa en sí misma, poética y precisa. Original. El personaje, un preso que luego de recorrer buena parte del mundo es destinado a una isla en el sur americano como condena por un crimen. El personaje, propio de la literatura de Juan Carlos Onetti, maldito y solo, se encuentra perdido entre recuerdos que lo enturbian en medio del mar; “ahora que nuevamente parto, no me llevo sino preguntas”, confiesa el personaje. La obra, la segunda de Duizeide, hace honor al género de novela corta, como tantos otros ejemplos en la literatura hispana. Las nouvelle de Bernardo Kordon o “El agua” de Enrique Wernicke, para citar autores nacionales. Algo parecido pensó Arturo Pérez-Reverte, autor de aventuras de mares y de la saga del Capitán Alatriste, navegando por el Mediterráneo. El escritor español, miembro de la Real Academia Española, elige novelas relacionadas con la navegación cuando sube a bordo y se larga mar adentro. En uno de sus viajes eligió “Kanaka”. Al terminarla, creyó tener una deuda con Juan Bautista Duizeide. Los prólogos de Jorge Luis Borges crearon un género propio, oscilando entre el ensayo y el texto introductorio a la obra. Ideas fuertes y propias, que en muchos casos orientan al lector o contextualizar la obra. De hecho, esos textos se presentaron independientes de la obra prologada, en una misma selección, “Prólogo de prólogos”. El texto de Arturo PérezReverte es cálido, más bien explicativo. Cálido y elogioso para la novela de Duizeide y para el trabajo de recopilación. Una vez publicada “Kanaka”, Juan Bautista Duizeide le envió un ejemplar al escritor español. “No esperaba respuesta, solamente me gustaba imaginar que él leería la historia de este ‘salvaje ilustrado’ que navegó todos los mares del mundo”, se sincera Duizeide. Una mañana le llegó una carta con membrete de Real Academia Española. Era de PérezReverte, auspiciosa, auspiciando nuevas novelas de Duizeide. Allí, el origen de la deuda del español. El gerente de Alfaguara Argentina, Fernando Esteves, había disfrutado de “Kanaka”. Se lo dijo a Juan Bautista Duizeide para luego proponerle una antología de cuentos de navegantes. Nadie más indicado que un autor de una novela de género y de un piloto de todo tipo de buques mercantes como él. Pedirle un prólogo a Pérez-Reverte era una buena forma de saldar la deuda. A los trabajadores del mar Las antologías de cuentos en muchos casos suelen ser una recopilación de los autores clásicos del género. No está mal como forma de introducción al tema. En Argentina, hay interesantes antólogos. Jorge Lafforgue es un especialista en cuentos policiales, autor de una ambiciosa antología del año 1998, editada por Alfaguara. Sergio Olguín supo antologar temáticas originales en la editorial Norma, en el año 2000. Por ejemplo, “Cross a la mandíbula”, relatos sobre boxeadores y “Perón vuelve. Cuentos sobre el peronismo”. Los trabajos de Olguín demostraron su condición de intenso lector. Durante el 2007 dos antología permitieron reunir a los escritores de la nueva generación, “En celos” e “In fraganti”. En estas citas no deben olvidarse dos clásicos, la “Antología de la literatura fantástica”, de Silvina Ocampo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, del año 1940. Y el otro, “Antología del cuento extraño”, cuatro tomos editados por Hachette en 1956, cuyo responsable fue un joven Rodolfo Walsh, además de traductor y autor de las notas biográficas. El trabajo de Duizeide llevó una búsqueda ambiciosa comparable con los de Walsh y de Lafforgue. En la primera selección llegó a reunir cuatrocientos cuentos. En caso de editar esa primera elección sería de veinte tomos. Un riesgo editorial sin dudas. Por eso debió imponerse un criterio más estrecho. “Traté de que en los cuentos finalmente seleccionados los mares, incluido nuestro Mar Dulce, siempre fueran personaje y no telón de fondo; que estuvieran presentes la aventura, la fantasía, el terror, el crimen, la guerra, el amor, que hubiera una pluralidad de estilos y de épocas”, explica Duizeide. En el último tramo, a ese criterio le impuso uno nuevo: obras escritas en castellano, inglés, francés e italiano, idiomas que Duizeide maneja y así constatar sus traducciones. En otros casos, el propio Duizeide hizo las traducciones. De esa manera quedaron fuera autores como Arthur Conan Doyle, Juan Carlos Onetti, Rodolfo Walsh, Lovecraft o Tolstoi. Con el trabajo, Duizeide prestigia el rol del antólogo. No resulta fácil en una selección de cuentos sobre navegantes dejar fuera a autores como Jack London y Herman Melville. London eligió a los Mares del Sur como escenario para varios de sus cuentos. El otro, autor de novelas como “Moby Dick” o “Billy Budd, marinero”. Y prestigia el lugar del antólogo también por un criterio de lo más interesante: los personajes de los relatos son catalogados como trabajadores del mar. Hay dos orígenes en el concepto. “Un viejo dicho griego afirma que hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que viven en el mar -cuenta Juan Bautista Duizeide-. Y quienes vivieron en el mar, para y por el mar, han sido y son quienes trabajaron y trabajan en él”. Ellos son los protagonistas, los trabajadores del mar, tal como se llamó una novela del francés Victor Hugo, del año 1866. “Son hombres en cierto modo hechos por el mar, de acuerdo a la idea de Marx del trabajo como instancia constitutiva de lo humano. Ambas definiciones rectoras de la antología son políticas, ponen el foco en los que se mojan el culo cuando hay tormenta”, concluye Duizeide, él también en un tiempo atrás trabajador del mar. El concepto político de “trabajadores del mar” acompañó a una decisión desafiante que se puede analizar como política. Demostrar que la literatura del género no viene sólo de la literatura anglosajona. “Me encanta, por cierto, el detalle de registrar casi notarialmente, negro sobre blanco, que los escritores anglosajones no tienen, pese a la tradición y a una fama por otra parte merecidísima, el monopolio de la buena literatura escrita sobre el mar” elogia Arturo Pérez-Reverte, en el prólogo. Duizeide no explicita la idea pero la demuestra al incluir excelentes textos de Horacio Quiroga, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez o el propio Roberto Arlt, autor de ciudades. La buena literatura no necesita división de género. Se goza al iniciarse en la historia propuesta, al comenzar las páginas de un texto. El trabajo de Duizeide es una búsqueda estética con la excusa de una temática, tal como lo demostró en su novela “Kanaka”. “Suban a bordo, lean y navegan, si gustan. Como decían los viejos corsarios, les deseo buen viento, y buena caza”, aconseja Arturo Pérez-Reverte en el final del prólogo. Objetivo posible, estamos en buenas manos. Como quien encuentra sobre la arena Podría decir, como Ishmael en Moby Dick, que los barcos fueron mi Yale y mi Harvard. Cada vez que me embarcaba, ya sea que me esperase el Mar del Norte, el Báltico, el Estrecho de Magallanes o el Cabo de Hornos, en mis bolsos cargaba más libros y música que abrigos. He leído en el cuarto de derrota de un petrolero que iba y venía a lo largo de la costa patagónica, he leído en el bote salvavidas de un granelero maltrecho que se las arreglaba como podía con las largas olas del Pacífico, he leído en la cubierta de señales de un pesquero que aguantaba todos los vientos del banco Burdwood. Pero además de todas esas lecturas, estaban lo aprendido trabajando en condiciones muchas veces extremas, y esos relatos que se cuentan y se vuelven a contar a bordo, que van y vienen como las olas, pasando de boca en boca, de barco en barco, de época en época. No es casualidad que el único diploma que tenga colgado en mi casa sea el que certifica mi primer cruce de la línea ecuatorial. En él aparezco rebautizado como Mejillón, y la autoridad firmante es nada menos que Neptuno. Cuando me encargaron hacer una antología de cuentos de navegantes, sentí que cada una de aquellas singladuras, y cada una de aquellas lecturas, volvían sobre mí. La etapa de investigación y búsqueda de textos involucró en gran medida a mi propia biblioteca, donde una pasión que dura desde que aprendí a leer viene acumulando cientos de libros relacionados con los mares y la navegación. Pero, por supuesto, la pesquisa se extendió más allá de sus estantes. Y fue una librería de viejo de La Plata la que me proporcionó la mayor sorpresa. Desde una de las mesas de libros en oferta, adonde van a parar los restos menos estimados de bibliotecas en desguace, un tomo amarillento y voluminoso atrajo mi atención. Era parte de las obras completas, en francés, de Anatole France. Un autor que jamás frecuenté demasiado. ¿Por qué lo agarré? ¿Por qué me puse a hojearlo? ¿Por qué se abrió justo en una página con una xilografía que muestra un bote de pescadores y una cruz flotando a su lado? De parado –así como acostumbraba a leer en los cuartos de derrota- devoré el cuento que ese grabado ilustraba. Cuando terminé de leerlo, supe que no podía faltar en el libro que estaba preparando. Se trataba de El Cristo del océano, con un tono de religiosidad popular que constituye toda una rareza en la obra de un autor racionalista y ateo. Es como uno de esos exvotos que los creyentes, después de haber sorteado una tormenta, colgaban en las iglesias como agradecimiento. Mientras lo traducía, la marea de la memoria me trajo de vuelta retazos de mis lecturas de la Biblia: la expulsión de los mercaderes del templo, el rechazo a los fariseos y aquello de dar de comer al hambriento y vestir al desnudo. No dejé de pensar en Carlos Cajade, en sus muchas cruces y en sus elecciones. Juan Bautista Duizeide El Cristo del Océano Anatole France En aquel año, muchos de esos de Saint-Valery, que se habían marchado a la pesca, se ahogaron en el mar. Se encontraron sus cuerpos arrastrados por las olas hasta la playa con los restos de sus barcas, y durante nueve días se vieron, sobre el camino empinado que lleva a la iglesia, ataúdes llevados a brazo y seguidos por viudas, llorosas bajo sus grandes capas negras como mujeres de la Biblia. El patrón Jean Lenöel y su hijo Désiré fueron colocados en la nave mayor, bajo la bóveda donde en otros días colgaran, como exvoto a Nuestra Señora, un navío con todos sus aparejos. Eran hombres justos y temían a Dios. Y Guillaume Truphème, cura de SaintValery, al bendecirlos, dijo con una voz mojada de lágrimas: -Jamás fueron entregados a tierra santa, para esperar en ella el juicio de Dios, hombres mejores ni mejores cristianos que Jean Lenöel y su hijo Désiré. Y, mientras las barcas con sus patrones perecían contra la costa, grandes navíos zozobraban en alta mar, y no había jornada en que el océano no trajera los despojos de algún naufragio. Así, una mañana, los niños que piloteaban un bote vieron una figura acostada sobre el mar. Era la de Jesucristo, del tamaño de un hombre, esculpida en madera dura y pintada al natural y parecía un trabajo antiguo. El Buen Dios flotaba sobre el agua con los brazos extendidos. Los niños lo izaron a bordo y lo condujeron a Saint-Valery. Tenía la frente ceñida por la corona de espinas; sus pies y sus manos estaban perforados. Pero los clavos faltaban así como la cruz. Con los brazos abiertos para ofrecerse y bendecir, aparecía tal como lo habían visto José de Arimatea y las santas mujeres al momento de enterrarlo. Los niños se lo llevaron al padre Truphème que les dijo: -Esta imagen del salvador es un trabajo antiguo, y el que la hizo sin duda está muerto hace tiempo. Aunque los mercaderes de Amiens y de Paris venden hoy día a cien francos y aun más tallas admirables, hay que reconocer que los artesanos de antes también tenían mérito. Pero sobre todo me alegro al pensar que si Jesucristo vino así, con los brazos abiertos, a Saint-Valery, es para bendecir la parroquia que sufrió pruebas tan crueles y anunciar que se apiada de las pobres gentes que marchan a la pesca a riesgo de sus vidas. Él es el Dios que andaba sobre las aguas y bendecía las redes de Cefas. Y el padre Truphème, habiendo hecho colocar el Cristo en la iglesia, sobre el mantel del altar mayor, se fue a encargarle al carpintero Lemerre una linda cruz en corazón de roble. Cuando estuvo lista, se fijó sobre ella al Buen Dios con clavos nuevos y se la ubicó en la nave, por encima de la mesa del altar. Fue entonces que se vio que sus ojos estaban llenos de misericordia y como húmedos de una piedad celestial. Uno de los mayordomos, que ayudaba con la colocación del crucifijo, creyó ver lágrimas corriendo sobre el divino rostro. A la mañana siguiente, cuando el señor cura entró a la iglesia con el monaguillo para decir su misa, se sorprendió muchísimo al encontrar vacía la cruz y al Cristo echado sobre el altar. No bien hubo celebrado el santo sacrificio, hizo llamar al carpintero y le preguntó por qué había desprendido al Cristo de su cruz. Pero el carpintero respondió que él ni lo había tocado, y, después de haber interrogado al bedel y a los obreros de la parroquia, el padre Truphème estuvo seguro de que nadie había entrado a la iglesia desde el momento en que el Buen Dios había sido puesto en su lugar. Tuvo entonces la sensación de que esos incidentes eran milagrosos, y meditó acerca de ellos con prudencia. El domingo siguiente, habló del tema desde el púlpito a sus feligreses, y los invitó a contribuir con sus donativos para erigir una nueva cruz más bella que la primera y más digna de cargar con Aquel que redimió al mundo. Los pobres pescadores de Saint-Valery donaron cuando dinero pudieron, y las viudas aportaron sus anillos. De modo que el padre Truphème pudo ir de inmediato a Abbeville para encargar una cruz de ébano, muy brillante, coronada por una placa con la inscripción INRI en letras de oro. Dos meses más tarde, se la instaló en lugar de la primera y clavaron al Cristo entre la lanza y la esponja. Pero Jesús la abandonó como a la otra, y fue, durante la noche, a echarse sobre el altar. El sacerdote, al encontrarlo allí a la mañana, cayó de rodillas y rezó largo tiempo. El rumor del milagro se expandió por los alrededores, y las señoras de Amiens hicieron una colecta para el Cristo de Saint-Valery. Y el padre Truphème recibió de Paris dinero y joyas, y la mujer del ministro de Marina, madame Hyde de Neuville, le envió un corazón de diamantes. Disponiendo de todas esas riquezas, un orfebre de la calle de Saint-Sulpice hizo, en dos años, una cruz de oro y pedrería que fue presentada con gran pompa en la iglesia de Saint-Valery, el segundo domingo después de Pascuas del año 18… Pero aquel que no había rechazado la cruz dolorosa, huyó de esta cruz con tanto lujo, y fue de nuevo a echarse sobre el lino blanco del altar. Por miedo a ofenderlo, esta vez lo dejaron allí, y allí reposaba hacía dos años, cuando Pierre, el hijo de Pierre Caillou, fue a decirle al señor cura Truphème que había encontrado sobre la arena la verdadera cruz de Nuestro Señor. Pierre era un inocente, y, como no gozaba de suficiente razón como para ganarse la vida, le daban el pan, por caridad; era amado porque jamás le hacía mal a nadie. Pero decía cosas sin propósito, que ninguno escuchaba. Sin embargo Truphème, que no dejaba de meditar el misterio del Cristo del Océano, fue tocado por eso que acababa de afirmar el pobre insensato. Se dirigió acompañado por el bedel y dos obreros al lugar donde el niño decía haber visto una cruz, y encontró dos tablas con clavos, que el mar había hecho rodar por largo tiempo y que verdaderamente formaban una cruz. Eran los restos de un viejo naufragio. Se distinguían aún sobre una de esas tablas dos letras pintadas en negro, una J y una L, y no se podía dudar que no eran otra cosa que pedazos de la barca de Jean Lenöel, que, cinco años antes, había muerto en el mar con su hijo Désiré. Ante eso, el bedel y los obreros se largaron a reír del inocente que tomaba la tablazón rota de un bote por la cruz de Jesucristo. Pero el señor cura Truphème detuvo sus burlas. Mucho había meditado y mucho había orado desde la venida del Cristo del Océano a los pescadores, y el misterio de la caridad infinita se le comenzaba a aparecer. Se arrodilló sobre la arena, recitó la oración por los fieles difuntos, después ordenó al bedel y a los obreros que llevaran esas tablas sobre sus hombros y las depositaran en la iglesia. Cuando eso estuvo hecho, tomó al Cristo del altar, lo posó encima de las tablas de la barca y él mismo lo clavó allí, con los clavos que el mar había roído. Por orden suya, esta cruz ocupó, desde entonces, el lugar de la cruz de oro y de pedrería. El Cristo del Océano jamás la abandonó. Ha querido permanecer sobre aquella madera sobre la cual murieron hombres mientras invocaban su nombre y el nombre de su Madre. Y allí, entreabriendo su boca augusta y dolorosa, parece decir: “Mi cruz está hecha con todos los sufrimientos de los hombres, pues yo soy verdaderamente el Dios de los pobres y de los desdichados”. (De Cuentos de navegantes. Traducción de Juan Bautista Duizeide, publicado por gentileza de Alfaguara Argentina).