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Sal Terrae 89 (2001) 953-965 MIRAMOS... Y CONTEMPLAMOS UN ROSTRO. CÓMO ORAR EN ESTA CONVULSA NAVIDAD José Antonio García SJ Director de la revista Manresa. Madrid jagarcia@jesuitas.es “Cuando al pobre corazón humano le parece que lo que anuncia la Navidad es demasiado bello para ser verdad, entonces la voz del corazón debe atender con más urgencia al mensaje del Niño que ha nacido hoy” (K. Rahner) Es cierto. El mensaje de la Navidad aparece hoy como demasiado bello para ser verdad. Atrapados como estamos entre ese doble frente de la tragedia mundo, por una parte, y del cansancio, impotencia y desilusión de nuestra propio corazón, por otra, nos cuesta mucho creer que Dios tenga todavía alguna posibilidad con nosotros, alguna palabra transformadora que dirigirnos, algún consuelo que ofrecernos. ¿No es acaso de noche – “la noche no es de por sí santa”- dentro y fuera? ¿No nos cerca una densa herejía emocional que pone en entredicho cualquier pretendida palabra de Dios al mundo, cualquiera supuesta salvación, y más la que anuncia esta noche santa? Así es pero, a pesar de todo, Rahner sigue teniendo razón. Si alguna posibilidad nos queda de ver todavía a Dios del lado nuestro, al lado de tantas víctimas, esta posibilidad está vinculada a la Cueva de Belén y al Niño que nace en ella. Para encontrar a Dios en todas las cosas, y por lo tanto también en este convulso mundo nuestro que rodea la Navidad actual, hay que haberlo encontrado en lo más hondo de la pobreza y desamparo en los que él mismo quiso nacer. Más abajo y más afuera de la Cueva y de la Cruz no se puede ir. Al nacer así, Dios se ha hecho hermano y compañero de todos aquellos a quienes la vida se les convierte en una amenaza continua de inseguridad, de sinsentido y de miedo. Es decir, se ha hecho compañero y hermano de todas las víctimas, compañero y hermano también nuestro. 1. “El hombre es un ser visitado”. ¿Quién es ese Niño? Atrevámonos pues a entrar en la Cueva. Contemplemos el rostro de ese Niño que acaba de nacer. Oremos esta difícil navidad... “¿Quién ha venido? El que quiere realizar lo nuevo en lo antiguo porque lo antiguo todavía está ahí. ¿Qué hace? Se hace a sí mismo en nosotros... ¿Cómo ha venido? La repuesta ha venido como pregunta, Dios ha venido como hombre para que comprendamos que la pregunta encierra ya en sí, por obra de la gracia, la respuesta. ¿Cómo es que ha venido el misterio indecible siendo así que está siempre dominando nuestra existencia? Porque ya no está entre nosotros como lejanía y juicio, sino como cercanía increíblemente cercana y como el perdón del que viven todos los que aman... ¿Qué es lo que opera en nosotros ese misterio indecible, al que llamamos Dios? La juventud de la vida eterna en medio de nuestra mortalidad y de nuestra muda caducidad. ¿Lo crees?. Señor, creo, ayuda mi incredulidad. Si crees tienes la vida eterna. Si piensas que no crees, ten confianza, Dios te dará la fe que se conoce a sí misma. Nos ha nacido un Niño. Ha aparecido la eterna juventud del Dios inmortal como la verdadera interioridad de nuestra vida” (1). Quién y cómo sea Dios para el mundo lo sabemos ya definitivamente en ese pequeño; sólo resta saber quiénes seremos nosotros para Dios y para el mundo. La Navidad nos recuerda, pues, que creer en Dios significa antes que nada acoger la autodonación que Dios hace de sí mismo al mundo en ese Niño, tal es su punto de arranque y de arraigo. Nos recuerda igualmente que también la esperanza echa sus raíces en el hecho de que Dios se haya injertado en nuestra caducidad, aparentemente sin remedio, como “la fuerza más originaria y última del mundo..., como comienzo de un futuro que se nos acerca, como la eterna juventud de Dios”. Y nos recuerda, por fin, que el amor de Dios no es invento de la criatura herida, sino acontecimiento sucedido en un momento de la historia. Un acontecimiento en el que inspirar nuestras pobres y muchas veces fallidas formas de estar en el mundo, de ser solidarios, de amar de verdad. Creer, esperar y amar tienen por tanto en ese Niño su “arché”, su principio y arraigo primero, su lugar preferente de cita. Cuanto más amenazadas sintamos la fe, la esperanza y el amor, y es evidente que hoy las sentimos muy amenazadas, más necesidad tenemos de dirigirnos hacia el Niño de la cueva, de mirar y contemplar su rostro. Las líneas que siguen querrían ser una ayuda que facilite esa mirada, una guía para contemplar al Niño y dejarnos configurar por su misterio en esta difícil Navidad. Ése es su único objetivo. 2. La contemplación, “esa larga y amorosa mirada sobre las cosas...” Así definió alguien, muy bellamente por cierto, la contemplación. Contemplar es más que mirar, aunque comienza por la mirada. Para que se transforme en contemplación, la mirada ha de ser “larga” porque si no, no trascenderá la superficie plana de las cosas. Y ha de ser “amorosa” porque si no, no descubrirá su misterio. Cuando es larga y amorosa, la mirada sobre las personas y las cosas se convierte en contemplación; y la contemplación produce el milagro de que personas y cosas se conviertan en diafanía de Dios, en dones de su amor. No vivimos precisamente en tiempos que favorezcan esta clase de mirada. La mirada que domina hoy en nuestra cultura se carga excesivamente de pragmatismo y de posesividad. Es una mirada plana, por eso es incapaz de perforar la realidad y encontrarse con su misterio más profundo; o curvada sobre el yo, por eso se carga de angustia. En ambos casos el modo de mirar moderno termina con mucha facilidad en la in-trascendencia. “Traer la historia”, eso es lo primero que hemos de hacer al disponernos a contemplar la Navidad. Un ejercicio de la imaginación que recuerda el acontecimiento de Belén y lo “trae” a nuestro presente para que entre en una relación salvadora con él. Hay una diferencia notable, esencial, entre el recuerdo de alguien querido que ya no existe, y la contemplación cristiana de este Niño. Jesús es Cristo, el resucitado por Dios de entre los muertos, el Viviente. En la resurrección Jesús, todo él –todo lo que fue, hizo, dijo, padeció- atraviesa las barreras del tiempo y del espacio y se vuelve accesible para cualquier tiempo y para cualquier espacio posteriores a él. Todo él, toda su realidad salvadora (cuerpo, psique y espíritu) se ha hecho disponible para los que no convivimos con él, pero seguimos creyendo en él. La resurrección libra a Jesús de la estrechez del tiempo y del espacio, le universaliza, le globaliza para bien de todos nosotros. Tal es el punto de partida de la contemplación cristiana de la Navidad o de cualquier otro misterio de la vida de Jesús, sin el cual tampoco hay fe “viva” en Jesucristo. En la contemplación cristiana del Niño de Belén, Jesús, se trata de entrar en contacto con Alguien que fue, es y será, con el Amén definitivo y vivo de Dios al mundo en la persona de ese Niñito. Entremos, pues en la Cueva, pero no de cualquier manera. Estamos ante un misterio santo. Dios se ha hecho uno de nosotros. Uno de la Trinidad comparte nuestra precariedad humana. Al encarnarse en un cuerpo y en una vida semejantes en todo a los nuestros, hace saltar por los aires la angostura de la existencia humana, amenazada como está siempre por las dinámicas perversas de la ley, el pecado y la muerte. Si esto es así, hay que “componerse” antes de acercarnos al indecible misterio. Sólo valen las actitudes interiores y corporales de agradecimiento, humildad, reverencia y servicio. Así, al menos, insinuaba Ignacio de Loyola que debería ser nuestro acceso contemplativo a la Cueva. 3. Ver, oír, mirar... Tres revelaciones de la Navidad La contemplación cristiana tiene una lógica interna, progresa siguiendo unas claves que no son otras que las de todo encuentro humano. Es un encuentro entre Dios y el hombre en cuyo espacio se penetra no principalmente por la actividad de la memoria, el entendimiento o la voluntad –las potencias de la psique humana- sino más bien por la actividad de los sentidos: ver, oír, mirar, tocar, gustar. Si a las ideas se accede ejercitando sobre todo la inteligencia, a la contemplación se llega ejercitando los sentidos de la imaginación. Se trata con ello de que la imagen contemplada se deslice suavemente desde nuestros sentidos a nuestro corazón. Se trata de que en ese proceso de percepción y descenso nuestros sentidos y nuestro corazón queden configurados por lo que han visto, oído, mirado, gustado... De que se con-naturalicen con ello. “Vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí”, así describió Pablo ese fenómeno espiritual y humano. Para que la contemplación religiosa no sea ella misma un proceso idealista, deberá pasar por la vida y verificarse en ella Pues bien, así como todo encuentro que sea verdaderamente humano se desarrolla y crece según unas ciertas claves, la contemplación necesita de un proceso similar. Tiene su propio “tempo”, sin el cual se frustran sus posibilidades de convertirse en oración transformante. Voy a referirme a cuatro de esos “momentos” interiores de la contemplación, poniéndolos en relación con la escena del nacimiento del Señor. (La formulación concreta se la debo a alguien de quien la oí hace ya muchos tiempo y cuyo nombre desgraciadamente no recuerdo: mil gracias) * El momento “revelación”. Sin re-velación no hay encuentro humano. Será a lo más un encuentro físico, como esos que suceden en el ascensor o en un saludo apresurado, pero no propiamente un encuentro personal. Todo comienza dejando que la escena contemplada se nos re-vele, es decir, nos muestre su misterio interior. Una larga y amorosa mirada sobre la cueva y sus personajes, sobre el Niño “envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”, sobre María y José, es la condición previa para que la revelación comience a producirse. No se trata ya en esta contemplación de pensar sobre el Niño sino de percibirlo; ni de teorizar sobre el descenso de Dios a la humanidad sino de verlo y tocarlo, de gustarlo; ni de precipitar decisiones sino de esperar que el misterio contemplado empape lentamente nuestro corazón hasta ponerlas por sí mismo en marcha. Una inmensa “pasividad” domina la oración contemplativa de la que depende todo su fruto. Si no respetamos este primer “momento”, si aceleramos el paso presos del nerviosismo de pensar que permaneciendo en tal pasividad no estamos haciendo nada, estaremos ya cortocircuitando el proceso contemplativo e impidiendo sus frutos. * El momento “trasvase”. Es imposible que quien se abre larga y amorosamente a la auto-revelación de Dios en ese Niño –uno de la Trinidad se ha hecho humano como nosotros y para nosotros, Dios se ha dicho del todo a sí mismo en él, sólo queda como problema nuestra respuesta- no sienta que algo del misterio desvelado pasa a él, se le transfiere desde los sentidos hasta el corazón. Los ojos se nos llenan de asombro, la mirada de agradecimiento, el gusto de la infinita suavidad de Dios. Ese Niño desciende desde nuestra sensibilidad a nuestro corazón despertando en él el deseo de acogerle con un amor mayor, de seguirle con una entrega nueva. * El momento “conversión”. Revelación y transferencia en el proceso contemplativo provocan en nosotros un tercer momento que podemos denominar como conversión de nuestro yo hacia lo que ese Niño trae y representa. Toda conversión es fruto de una sorpresa inesperada, de una conmoción interior, de una atracción. “Convertirse es ser atraído”. Sólo que en nuestro caso no es la reflexión la que pone en marcha ese proceso sino el ver, oír, mirar... el rostro del Niño y el inefable misterio de amor que representa. Algo muy profundo dentro de nosotros nos invita a girarnos totalmente hacia él, a con-vertirnos a él * El momento “cambio”. Los tres momentos anteriores se prolongan y tensan hacia otro cuarto, el del cambio. No principalmente porque lo decida mi voluntad sino porque nace del propio dinamismo interno de la contemplación. Es imposible que quien contempla larga y amorosamente a Jesús en la cuna percibiéndole sensorialmente como la Bondad y el Amor de Dios a la humanidad (Tit 3,4-7), su filantropía encarnada en ese Niño, no experimente al mismo tiempo que algo puja por cambiar dentro de sí. Un cambio de sueños y esperanzas, de modo de situarse en el mundo, de relacionarse con los demás, consigo mismo y con Dios... Para que no derive en “idealismo” el proceso contemplativo deberá más tarde verificarse en la vida, probarse a sí mismo en ella. Un movimiento de dos tiempos que se retroalimentan mutuamente Así es el proceso contemplativo, por esas fases atraviesa. La tentación inherente a muchos de nosotros consiste en no dar tiempo a los tres momentos primeros y pasar rápidamente al cuarto, al que pretende forzar el cambio, transformar al yo. Detenerse en los tres anteriores nos resulta difícil por su carga de in-actividad. Llega hasta parecernos una pérdida de tiempo. Y sin embargo, ningún cambio sostenido se producirá en nosotros si no damos tiempo a que la contemplación opere en los niveles afectivos de nuestro ser. A plazos medios y largos “sólo lo afectivo es lo efectivo”. Si los afectos no desean y siguen a Jesús, no habrá seguimiento duradero de Jesús. Vista desde fuera y con ojos superficiales, la contemplación parece efectivamente una pérdida de tiempo. Vivida desde dentro, nada hay que nos transforme tanto, tan a fondo y tan duraderamente como la contemplación. ¿De dónde le viene tal poder? Dejemos esta pregunta para un poco más adelante... Hablábamos en el título de este apartado de tres revelaciones de la Navidad, de que en ese Niño percibimos tres realidades no obvias –por eso son revelación, lo obvio no necesita ser revelado- importantes para nuestra vida. Se trata de entrar en ellas con suavidad, de percibirlas y hacerlas bajar hasta el corazón, de convertirlas, después de haberlas “mirado”, en materia de consideración y de plegaria. Son estas tres: 1ª. Belén es una nueva revelación de quién es Dios, una revelación escandalosa y feliz; 2ª. Belén es una nueva revelación de quién es el hombre, una revelación de esperanza; 3ª. Belén es revelación de la política salvadora de Dios, una revelación desconcertante y provocadora (2). Veamos cómo y porqué, la contemplación se convierte ahora en consideración, en meditación silenciosa y sorprendida: 1ª. Belén es una nueva revelación de quién es Dios, una revelación escandalosa y feliz. El hombre religioso piensa espontáneamente a Dios en claves de poder, omnipotencia, eternidad, inmutabilidad... Algo muy metido dentro de nosotros nos lleva a concebir a Dios así. Pues bien, si ese niño es Dios-con-nosotros, si es su Rostro humano vuelto a nosotros, hecho uno de nosotros, entonces Dios es distinto de lo que tendemos a pensar de él. Sólo cabe describirlo como Amor que desciende, Amor que une su suerte con la nuestra, Amor compasivo y entregado al mundo. El Niño de Belén no niega que Dios sea eterno, omnipotente, etc., pero como calificativos del Amor, no como su definición sustantiva. Una revelación escandalosa ésta de que Dios sea así, como aparece en ese Niño. Por algo la Voz tiene que avisar a los pastores no sólo que el Salvador ha nacido en Belén, sino que lo encontrarán envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. Si la Voz no les hubiera anunciado ese detalle, al correr hacia Belén y encontrar al niño en tales condiciones se hubieran dicho inmediatamente: “Nos hemos equivocado, éste no es”. ¿Cómo puede un Salvador aparecer así? Nuestro Dios es ciertamente contracultural, inesperado, no responde a las ideas que nos forjamos de él, es diferente, no es obvio, pero ¿no es una dicha que Dios sea así? Lo es. 2ª. Belén es una nueva revelación de quién es el hombre, una revelación de esperanza. La contemplación de ese Niño revela una segunda novedad con respecto al ser humano que, al igual que la anterior, está muy lejos de ser obvia. Si en ese Niño Dios ha encarnado la aventura humana desde sus comienzos a su límite –vida, amor y muerte; recordemos que Ignacio de Loyola proyecta ya sobre el recién nacido la sombra alargada de la Cruz- entonces ser humano no es una encerrona, una mala jugada del azar y la necesidad, una pasión inútil. Dios se ha hecho tejido humano, lo ha llenado de sentido y de finalidad, lo ha investido de su propia gloria. “Siendo rico, Cristo se hizo pobre para que nosotros participáramos de su riqueza”, dirá Pablo refiriéndose a este descenso de Dios (2Cor 8,9). ¿De qué riqueza se trata? ¿Qué cambia en nosotros y en el mundo con ella? Aparentemente nada, por dentro todo. Después de Belén seguimos expuestos a todo lo malo que existe fuera y dentro de nosotros –las Torres Gemelas y los bombardeos son una buena prueba de ello, también lo es la caducidad de nuestro propio corazón. La diferencia estriba en que Alguien ha decidido hacer ese recorrido con nosotros asumiendo todas las consecuencias en su propia carne, nos ha echado una mano al hombro y se nos ha ofrecido como fiel y cercano compañero de viaje. A su lado, toda esa complejidad de la vida, incluida su maldad, podrán clavarse en nosotros, pero no destruirnos definitivamente. En ese Niño, la aventura humana se llena de esperanza. No porque se salte la realidad sino porque se vive como una aventura encarnada y acompañada por Dios. 3ª. Belén es revelación de la política salvadora de Dios, una revelación desconcertante y pro-vocadora. Ya lo insinuábamos antes: ¿cómo puede un Salvador presentarse así? ¿a quién va a salvar realmente? ¿quién podrá creer en él? Que Dios haya decidido salvarnos desde la Cueva y la Cruz es, sin duda alguna, la revelación más desconcertante de Dios, la menos obvia. Cuando al contemplar al Niño nos preguntamos por qué se fue Dios en su intento de salvarnos tan abajo y tan afuera –más abajo de la Cueva no se puede ir, más afuera de la Cruz tampoco- es posible llegar a intuir algo de la “lógica apostólica” de Dios. Cuando sucede esa “iluminación” el corazón se nos llena de admiración, de agradecimiento y de deseo de ser configurados totalmente por ese Dios nuestro tan desconcertante, es cierto, pero tan a favor nuestro. ¿Dónde encontrar entonces la razón y el secreto de la lógica de Dios tal como aparece en Belén? Creo firmemente que en este hecho: si Cristo no hubiera bajado hasta los infiernos de la vida, ¿en quién podrían apoyarse los hombres y mujeres que viven en ellos? ¿a quién podrían tener por compañero, señor y hermano? No ciertamente a él. Sólo porque Cristo penetró en los infiernos de la vida puede salvarnos de ellos, transformarlos en camino. El autor de la carta a los Hebreos lo entendió muy bien: “porque fue probado en el sufrimiento puede ayudar a los que se ven probados” (Hebr 2,18). Pero hay algo más, un par de cosas más: a) Esa política de Dios no es accidental para nosotros en el sentido de que la cosa podría haber sucedido de otra manera. Es sustancia del seguimiento de Jesús, de la articulación de nuestra vida y nuestra libertad en la Libertad de Dios, en su Sueño sobre el mundo. Los últimos son lugar de cita siempre y para todos; son sacramento del mundo que Dios vino a cambiar porque no responde a lo que Dios sueña del mundo; son paso obligado para encontrar a Dios donde él quiso aparecer, tal como él dijo que se comporta y es. Tal vez no todos podamos estar a lado de los últimos, cercanos a ellos, participando de su vida. Todos deberemos estar, sin embargo, a favor de ellos, junto a Dios que camina a su lado; b) Las herramientas que utiliza Dios en su “política de salvación” no son otras que el amor humilde, la pobreza solidaria y la participación del sufrimiento humano. Sólo el amor que se entrega salva. Los medios no salvan, sólo salva el amor que para ser más universal echa mano de ellos. Dos pro-vocaciones de Dios que desafían tantas maneras nuestras de situarnos en la misión y en el uso indiscriminado e ingenuo de los medios apostólicos... 4. ¿Pero, puede una imagen contemplada tener tal poder? Una imagen no, aquel a quien manifiesta y esconde sí. “Quisiera conocerte como eres. Tu imagen sobre mí bastará para cambiarme”, escribía el P. Arrupe en una famosa oración suya del año 79. ¿Será verdad que una imagen, la imagen de Niño de Belén sobre nosotros, bastará para cambiarnos? Más: ¿será verdad, como dicen algunos, que nada nos cambia tanto como la contemplación? Depende. Un tipo de imágenes contempladas nos cambian, otras no, pueden incluso hacernos peores. Los psicólogos distinguen entre imágenes-espejo e imágenesicono (3). Las primeras no pasan de ser meras proyecciones del yo, de sus pulsiones, deseos no satisfechos, frustraciones... Son imágenes que se generan en el mundo de nuestras necesidades y se proyectan siguiendo las leyes del principio placer. Las segundas no siguen el mismo mecanismo. Son imágenes que mantienen a toda costa su independencia con respecto al sujeto que las contempla. Ni son proyecciones del sujeto ni se dejan identificar o domesticar por él. Sostienen su propia distancia y, precisamente por ello, tienen el poder de iluminar, inspirar y provocar a quien las contempla. Estas últimas son las imágenes que nos interesan, las otras no. ¿De dónde le viene a la contemplación icónica su poder transformador? ¿Por qué es verdad seguramente que a medio y largo plazo nada nos transforma tanto como la actividad contemplativa, ver, oír, mirar, gustar... este tipo de imágenes, esta clase de historias? Echemos un vistazo rápido a este asunto Las ideas tienen, indudablemente, un cierto poder de configurar al sujeto, de cambiarlo. Ahí está la psicología cognitiva para demostrarlo: un cambio de mente puede producir y produce muchas veces un cambio de conducta. Este proceso, con todo, tiene sus límites evidentes en el hecho de que la nueva idea que se ha producido en nuestra mente puede muy bien no afectar ni a nuestros sentido, ni a nuestros afectos, y tal vez ni a nuestro corazón, sólo a nuestra inteligencia ¿Tendrá en ese caso los requisitos necesarios para que nos “afecte” en la unidad y totalidad que somos cada uno de nosotros? ¿Nos transformará de un modo durable y sostenido? Con toda probabilidad, no. La contemplación persigue otro efecto mucho más totalizante e integrador. Comienza siendo un ejercicio de la sensibilidad que trata en primer lugar de evangelizar nuestros sentidos ahora y para el futuro, de acostumbrarlos a ver, oír, mirar, etc. de una manera determinada. ¿Cómo? De acuerdo con lo que vimos, oímos, miramos, gustamos en Belén... (Si nuestros sentidos no están evangelizados, por más que le duela a nuestro idealismo narcisista, la conducta cristiana no está asegurada, ya que las reacciones espontáneas de las que está poblada nuestra vida no dependen directamente de las ideas sino de la sensibilidad). Sigue después como un ejercicio de los afectos: esa larga y amorosa mirada sobre el Niño se carga de afecto, de agradecimiento, de ternura, de deseo de salir de la rueda del yo y pasarse a la ruta en que se inscribe ese Niño... Con ello, el acto de la voluntad, es decir, las decisiones que vayamos a tomar en la vida, inspirados en lo que hemos contemplado en la Cueva, se hacen más englobantes y duraderas ya que han incorporado en su dinámica a la sensibilidad y a la afectividad, en lugar de dejarlas fuera. Algo muy repetido y normal viene a confirmar este hecho. Los estratos más primarios y hondos de nuestros actos duraderos de libertad están habitados más por “imágenes” que por ideas, y si pensamos que no es así, que son las ideas las que nos guían, es posible que mirándolas más de cerca descubramos que también ellas están pobladas de imágenes. Ya lo decían los antiguos: “nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, a toda idea le subyace y antecede una imagen. Ésa es la razón de que la contemplación pueda tener tanto poder. Ahí radica la convicción de que Belén pueda cambiar nuestra vida. Se trata tan sólo de que el misterio contemplado vaya penetrando desde los sentidos hasta las capas más hondas del afecto y del corazón y de que, una vez ahí, genere novedad en nuestra vida real. “Reflectir para sacar algún provecho”, decía San Ignacio aludiendo con este verbo no a un acto de la mente sino al intento de que lo contemplado vuelva, “se refleje” en nosotros y nos transforme desde la sensibilidad hasta los afectos y el corazón. 5. “Alegraos, os ha nacido un salvador” (Lc 2,11) Salvación, esa vieja palabra que hasta los cristianos rehusamos pronunciar, temerosos aún de los ideólogos de la sospecha... Y sin embargo, como afirma A. Gesché, “quizá sea la hora de que nos acordemos que somos cristianos y de que, descubriendo que el mundo vuelve a llamar a Dios, al infinito o a la trascendencia, encontremos nosotros mismos a ese Dios y volvamos a hablar de él a quien nos lo pida” (4). Tememos entrar en el concepto “salvación”, y mucho más aún en su ámbito experiencial, porque tememos perdernos en él. Si alguien me salva, yo no soy ya sujeto de mi existencia; si alguien nos salva, la humanidad no es ya el verdadero sujeto de su propia historia. ¿Es esto realmente así? Miradas las cosas más de cerca podemos observar que sucede todo lo contrario: Es el otro el que me salva de mi soledad. “El otro es precisamente aquel que, por su misma alteridad, me llama, me convoca, me hace salir de mi propio encierro y de esta manera me permite acceder a mí mismo. El otro se convierte entonces para mí en gracia y salvación” (5). No es el que impide o limita, sino el que me posibilita ser lo que soy. Somos seres visitados, por los otros y por Dios, y eso es lo que hace posible nuestro “cumplimiento” personal y comunitario. Sin esa visita pereceríamos asfixiados en nuestra soledad individual o en nuestra semejanza colectiva cerrada sobre sí misma, in-trascendente. Esta constatación renace públicamente y está presente, prosigue el autor citado, no sólo en las filosofías de la alteridad (Ricoeur, Levinas, Julia Kristeva) sino también en otros filósofos agnósticos de quienes no era tan esperable. “La idea de salvación merece ser escuchada de nuevo como una de aquellas viejas palabras que vuelven a resonar en nosotros porque todavía tienen algo que decirnos. ¿No resulta extraña esa afirmación de Th. W. Adorno: ´El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene ninguna otra luz´?... La idea de la salvación no tiene nada que ver con una antropología de la desconfianza. Más aún, revela en el hombre la presencia de una aspiración totalmente positiva” (6). *** Es posible que estos planteamientos últimos nos hayan alejado un tanto de la contemplación del Niño de Belén. Espero que no, y desde luego no era ésa su intención. Han intentado únicamente llenar de contenido corporal e histórico nuestra mirada sobre el Niño -“tu imagen sobre mí será capaz de cambiarme”. El ángel les dice a los pastores que se llenen de alegría, que en Belén les ha nacido un Salvador (Lc 2, 10-11) Estas reflexiones últimas querían solamente mostrar que ese Niño –Dios con nosotros- es nuestro salvador, nos trae la salvación, y que tal acontecimiento inaudito no es una amenaza sino el “cumplimiento” de lo que más necesita y espera el corazón humano, la humanidad entera. En esta difícil Navidad del 2001, me gustaría terminar este artículo con dos citas: una es la del comienzo, de K. Rahner; la otra, una exhortación de Orígenes: “Cuando al pobre corazón humano le parece que lo que anuncia la Navidad es demasiado bello para ser verdad, entonces la voz del corazón debe atender con más urgencia al mensaje del Niño que ha nacido hoy” “¿De qué te sirve que Cristo viniera una vez en carne, si no viene también hoy a tu corazón? Recemos para que acontezca esta venida cada día de tal manera que podamos decir: vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí” NOTAS 1. K. RAHNER, “Navidad, fiesta de la eterna juventud”, en Escritos de Teología, T. VII, pp. 139-140. 2. R. BOHIGUES y A. L. FENOLL, Ejercicios de San Ignacio, Ejercicios de oración, PPC, Madrid 1986, pp.101-102. 3. Ver a este respecto el sugerente estudio del P. KOLVENBACH, “Imágenes e imaginación en los Ejercicios Espirituales” en Decir... al Indecible. Estudios sobre los Ejercicios espirituales de San Ignacio, Mensajero/Sal Terrae, Bilbao/Santander 1999, pp. 47-61. 4. Adolph GESCHÉ, El destino. Dios para pensar III, Sígueme, Salamanca 2001, p. 52. 5. Id., op. cit., p. 46. 6. Id. op. cit., pp. 70-71.