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Transcript
Sal Terrae 97 (2009) 217-228
Ser Iglesia en esta sociedad
Augusto HORTAL ALONSO, SJ*
Venimos de unos tiempos en los que Iglesia y sociedad eran
prácticamente coincidentes. Pocos niños quedaban sin bautizar; todos
o casi todos se casaban por la Iglesia y eran enterrados en sagrado.
Hoy no es así. La Iglesia es sociedad; pero no toda la sociedad es
Iglesia. Iglesia y sociedad no son dos entidades separadas ni
separables, aunque tampoco es posible identificarlas ni confundirlas.
Se hace necesario no sólo aclarar conceptos, sino vivir activamente
una lenta evolución histórica que en los últimos tiempos se ha venido
acelerando. Venimos de una cierta confusión y entrelazamiento; la
distinción y separación está siendo difícil y conflictiva. Los cristianos
sabemos de sobra que la Iglesia ya no engloba a toda la sociedad; pero
queremos vivir en una sociedad que no discrimine ni margine, que no
reduzca al silencio ni a la irrelevancia a la Iglesia a la que
pertenecemos.
Las vaporosas fronteras de la Iglesia
La primera fuente de desencuentros y malentendidos en el tema que
nos ocupa es que en España hoy no están claras las fronteras de la
Iglesia. En sentido estrictamente teológico, nunca lo estarán del todo;
pero desde el punto de vista sociológico e incluso pastoral, convendría
que las fronteras permitiesen saber con mayor aproximación quién
está dentro y quién está fuera. Según las encuestas, siguen siendo más
de tres cuartos de la población española los que se consideran
católicos (los bautizados son más todavía), aunque ya hay minorías
significativas de creyentes de otras religiones (sobre todo
musulmanes), de otras confesiones cristianas y de no creyentes.
Mirando más detenidamente el grupo de los que se consideran
católicos, sólo una minoría dicen ser practicantes; si de ahí pasamos a
sopesar el grado de coincidencia con la enseñanza católica en temas
de fe y de moral, las cifras disminuyen todavía más.
Todo lo anterior no es sólo un problema cuantitativo; es, además,
un problema entitativo. No resulta fácil ser Iglesia en esta sociedad
cuando no está nada claro con quién contamos para serlo. En España,
según el momento y el tema de que se trate, casi todos somos
católicos... y casi nadie es católico. Muy pocos se sienten
completamente fuera de la Iglesia, y muy pocos se sienten plenamente
dentro, identificados con ella.
Supongo que los lectores de Sal Terrae están entre los que sí nos
sentimos Iglesia y nos relacionamos con otros muchos que también se
sienten Iglesia. Es probable que entre nosotros haya muchos que se
sientan Iglesia en unos temas y que se desentiendan o marquen
distancias de la «Iglesia oficial» en otros temas. Éste es otro gran tema
que incide de modo determinante en la relación de la Iglesia con la
sociedad y de la sociedad con la Iglesia: la tenue comunión eclesial
hacia dentro y la tímida confesión de la propia identidad eclesial hacia
fuera. Jerarquía, clero y laicado tenemos que trabajar por intensificar
la comunión eclesial hacia dentro y la confesión de identidad cristiana
eclesial hacia fuera. Esa comunión hay que promoverla mediante un
diálogo que se atenga al lema atribuido a san Agustín: «In necessariis
unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas» [En lo necesario unidad,
en lo dudoso libertad, en todo caridad].
Identidad eclesial de los cristianos en una sociedad pluralista
El enfoque que proponemos no se centra en la relación Iglesia-Estado;
menos aún en las relaciones entre el Gobierno y la Jerarquía de la
Iglesia Católica. Ésos son, ciertamente, temas importantes; pero ni son
lo primario ni es el tema que nos atañe más directamente como
miembros de la Iglesia que, a la vez, formamos parte de esta sociedad.
Los encuentros y desencuentros entre la Iglesia y la sociedad los
vivimos en carne propia quienes formamos parte de la una y de la otra.
A nosotros nos toca gestionar responsablemente esos encuentros y
desencuentros. No caigamos en el «complejo de Recaredo», pensando
que basta que se convierta el Rey (o el Gobierno o el Legislador) para
vivir en un reino en el que nuestra fe sea la doctrina oficial. Son las
personas que viven en sociedad los interlocutores primordiales de la
Iglesia, y sólo de forma derivada los poderes públicos.
Viniendo de la historia de la que venimos, la Iglesia tiene que
achicarse, dejar espacio para que otros miembros de la sociedad lo
sean de pleno derecho sin pedirle permiso a ella. Los no creyentes y
quienes tienen otras creencias tienen todo el derecho a no sentirse
tutelados ni coaccionados por la Iglesia Católica. Pero la toma de
posición de los creyentes y de la Jerarquía sobre asuntos públicos no
constituye ningún acto de coacción ni de tutela, por crítico y
discrepante que sea. En democracia, todas las propuestas y opiniones
no sólo tienen derecho a ser expresadas y debatidas.
Por su parte, la sociedad tiene que aprender a gestionar muchos
elementos que antes gestionaba la Iglesia sin convertirse en Iglesia:
los ritos del nacimiento, el matrimonio y la muerte y otras
celebraciones se irán haciendo plurales. El Estado, al retraerse la
Iglesia, cae fácilmente en la tentación del estatismo, de invadir un
terreno que no le corresponde; puede pretender gestionar las
convicciones y considerarse fuente última de legitimidad.
Se dice que el Estado es laico. Más exacto sería decir, como hace
la Constitución, que ninguna confesión tiene carácter estatal, o que el
Estado es aconfesional. Hasta ahí, todos de acuerdo. Pero eso se
malinterpreta y deriva hacia el laicismo cuando la no confesionalidad
del Estado y de los poderes públicos se convierte en una nueva
confesionalidad oficial, en una forma de militancia contra toda
manifestación confesional en el espacio público o, si se prefiere decir
de esta otra manera: cuando pretende construir desde el Estado una
sociedad laica. La sociedad actual no es laica, sino plural. El Estado
debe no sólo respetar esa pluralidad, sino fomentar la colaboración
con todos los grupos y tradiciones en un proyecto compartido.
En Francia, tras un siglo de laicismo duro y beligerante, el
Presidente de la República ha abogado por una laicidad positiva, por
la que el Estado laico no deja de serlo cuando reconoce, valora
positivamente y colabora con lo que las religiones en general y la
Iglesia Católica en particular han aportado a la historia y a la cultura
de Francia, a la formación de una conciencia cívica y solidaria, a la
enseñanza, al cuidado de los enfermos y personas dependientes,
etcétera.
La ética y la bioética: el aborto
Los temas éticos en general, los temas de bioética en particular y el
tema del aborto muy en especial son lugares de desencuentro entre la
Iglesia y una parte de la sociedad, entre la Iglesia y el Estado. Desde la
perspectiva que hemos adoptado, lo más preocupante es la aceptación
social del aborto, la cultura y mentalidad que reclama absoluta
prioridad para la libertad y conveniencias de la mujer embarazada
frente a la acogida incondicional de la vida incipiente.
Para propios y extraños, especialmente para quienes desean pasar
página lo antes posible y remitirse a lo que cada vez aceptan más
países, considero que es difícil que la conciencia cristiana llegue a
apaciguarse algún día con la mentalidad que acepta el aborto como
derecho de la mujer embarazada, o con el Estado que mira para otro
lado cuando se destruye la vida embrionaria. Para la Iglesia, ésta no es
una cuestión reciente que se resuelva con el tiempo. Ya la Carta a
Diogneto1 señalaba en este tema una de las diferencias entre los
cristianos y los paganos:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el
lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida.
Ellos, en efecto no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar
insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no
ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres
estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en
autoridad de hombres... Igual que todos, se casan y engendran hijos,
pero no se deshacen de los hijos que conciben. T i e n e n la mesa en
común, pero no el lecho...».
El aborto es un caso paradigmático de desencuentro entre los
principios éticos que la Iglesia Católica considera vinculantes para
todos y el liberalismo moral que sólo acepta los límites a la libertad
que impone la necesidad de respetar la misma libertad de los otros.
Para la Iglesia y quienes están en plena comunión con ella en este
tema, es una cuestión que toca los fundamentos de la vida humana y
de la convivencia. Está en juego el respeto absoluto a toda vida
humana, sin el cual ni siquiera llegaría a ser posible la libertad. El
aborto no puede ser visto como un asunto que sólo compete a la mujer
embarazada o en el que los poderes públicos puedan decidir
ateniéndose a los vaivenes de opinión de la sociedad.
Todas las personas, sostengan unas opiniones u otras, tienen igual
dignidad y son merecedoras de igual respeto; pero eso no significa que
sus opiniones sean igualmente válidas y respetables. A las personas se
las respeta, a todas sin excepción; las opiniones que se estima que no
son válidas, se cuestionan, sobre todo si niegan valor y dignidad a otra
vida humana, aunque sea en el estadio de gestación y aunque interfiera
con los planes de vida de la mujer gestante. Sobre las atribuciones del
poder político y sobre el modo de ejercerlo los poderes públicos, sobre
las leyes, la evolución social y cultural o las innovaciones
biotecnológicas cabe dar juicios acerca de si son éticamente
aceptables o no. Y esos juicios, si son certeros, sirven para cuestionar
las opiniones contrarias.
En la medida en que la ética sea objetiva y racional, es vinculante
para la conciencia y libertad de los sujetos y para los poderes públicos.
También es verdad que debe ser universalmente accesible al ejercicio
de la razón guiada por la buena voluntad2. También es igualmente
verdad que ese orden no se posee, menos aún en régimen de
monopolio interpretativo, sino que se apela a él, cualquiera puede
apelar a él. No es lo mismo buscar la verdad y servirla que servirse de
la verdad creyendo poseerla y en régimen de monopolio, lo que
equivale a servirse de ella. Aquí valen los versos de Machado:
«¿Tu verdad?
No, la verdad;
y ven conmigo a buscarla,
la tuya guárdatela».
El Estado, por más que tenga el monopolio de la legalidad (y de la
legislación), no tiene el monopolio de la legitimidad. En una sociedad
pluralista, tampoco la Iglesia puede reclamar dicho monopolio; el
horizonte de legitimidad en una sociedad pluralista es de todos los que
contribuyen a buscar la verdad de los asuntos humanos. Eso hace que
todo Estado y todas sus leyes estén y deban estar bajo el veredicto de
aprobación o desaprobación del conjunto de la sociedad y de cualquier
miembro de la misma3.
A falta de alternativa, la regla de la mayoría es fuente aceptable de
legitimidad para elegir a las élites gobernantes y a los cuerpos
legislativos. Pero no basta con invocarla de manera fáctica, remitiendo
cualquier decisión y cualquier legislación acometida al refrendo de las
urnas en las últimas elecciones. Tiene que ser posible prestar atención
al proceso de cómo se generan y transforman las mayorías.
Ciertamente, la Iglesia y los fieles tenemos que aceptar convivir en
libertad y en democracia con muchos que no comparten nuestros
valores ni nuestras «verdades». Pero esa aceptación no nos obliga a
renunciar ni a nuestros valores ni a nuestras verdades, ni siquiera a
poder proponerlos como valiosos para todos y como verdades
vinculantes para todos, aunque no se puedan ni deban imponer.
Una escuela plural
Uno de los principales escenarios a los que se ha llevado el conflicto
entre laicismo y cristianismo es la escuela. Es triste, pero era
previsible. La Educación para la Ciudadanía y la clase de Religión
escenifican el desencuentro y conflicto entre confesionalismo y
laicismo. Mantengo una postura escéptica y reticente frente a los
enfoques –hoy tan en boga– de «educación para», en este caso la
ciudadanía o la religión. La Formación del Espíritu Nacional no nos
hizo más franquistas; la clase de religión, incuestionada durante
decenios, tampoco contribuyó muy positivamente a hacer buenos
cristianos, ni siquiera personas bien informadas en temas religiosos;
previsiblemente, tampoco la Educación para la Ciudadanía hará más
cívicos a los futuros ciudadanos.
Lo más eficaz que podemos hacer para lograr que los jóvenes
lleguen a ser buenos ciudadanos es ofrecerles una ciudadanía adulta
capaz de convivir en paz, libertad y justicia. Eso supone apostar
decididamente por una «ciudadanía compleja» en la que caben, se
respetan y aprecian todas las diferencias. La escuela tiene un papel
propio, modesto pero importante, de mediación intergeneracional.
Para facilitar ese papel de la escuela es necesario que se entiendan las
familias, los grupos sociales, las iglesias, el Estado... de forma que
ninguna de estas instancias pretenda imponer un monopolio educativo
al conjunto de la sociedad. Sólo desde un espíritu de concordia y
compromiso que esté bien asentado en la cultura pública adulta será
posible arbitrar y llevar a cabo una educación para una ciudadanía
plural y compleja en la escuela. No cuestiono el poder y deber de los
poderes públicos de fomentar la educación de los ciudadanos en temas
de ciudadanía; pero eso no faculta a dichos poderes para introducir
ideologías que vayan contra las convicciones de conciencia de los
padres en temas puntuales como el matrimonio homosexual o la
ideología de género.
Se suele decir –lo dicen también muchos cristianos– que el lugar
de la enseñanza de la religión no es la escuela pública, sino la
catequesis familiar y parroquial o, en el mejor de los casos, la escuela
confesional privada. No comparto esta visión ni como cristiano ni
como ciudadano. Abogo por la presencia de la religión confesional en
la escuela.
Como creyente y como ciudadano, me resisto a la argumentación
que arrincona, reduce al silencio o descalifica en el ámbito público la
identidad religiosa y su articulación en la escuela. Como creyente,
porque abogo por una fe que esté en condiciones de expresarse y dar
razón en el ámbito de la cultura y de la ciencia; por supuesto, también
de la acción social y de la vida pública. Hay formas de presencia
pública que no suponen ningún tipo de imposición ni de secuestro. El
testimonio, la propuesta, la participación en el debate público y en la
actividad política y ciudadana no tienen por qué identificarse con una
imposible vuelta al régimen de cristiandad.
También como ciudadano me resisto a que las identidades
religiosas propias y ajenas queden reducidas al silencio y al
anonimato; me preocupa que la marginación de la religión en la
escuela contribuya a que las identidades religiosas se hagan sectarias y
clandestinas. Necesitamos unas identidades religiosas que dialoguen y
convivan con quienes no comparten esa identidad; pedimos
igualmente que quienes se identifican como agnósticos o no creyentes
dialoguen y convivan con quienes se identifican (nos identificamos)
como creyentes. Sólo desde la pluralidad dialogante, no desde el
silencio y el ostracismo, se construye la ciudadanía compleja capaz de
convivir en paz y libertad. Negar el pan y la sal de la legitimidad
moral e intelectual a las identidades e iglesias cristianas puede
conllevar el efecto perverso de la proliferación de fundamentalismos
salvajes intra-, para- y extra-cristianos.
Lo que hace desaconsejable la presencia de las distintas opciones
no es lo que son, sino la animosidad de unas hacia otras. El velo de las
jóvenes musulmanas en la escuela no constituye problema alguno
cuando no se hace de él un instrumento de lucha o de conflicto contra
otros, ni se toma por esos otros como una declaración de guerra
ideológica. Lo mismo cabe decir del crucifijo.
Es una anécdota que he contado en otro lugar, pero que merece ser
repetida aquí. En el taller de artes plásticas de un colegio público de
Vallecas un alumno quiso hacer un crucifijo de escayola para
regalárselo a su abuelo. Hacia el final del curso, se organizó una
sencilla exposición con los trabajos que habían hecho todos los
alumnos. Entre los objetos expuestos estaba también el crucifijo de
escayola. Una pintada anónima escribió al lado: «¡Esto va contra mis
convicciones!». El alumno que había hecho el crucifijo escribió
debajo: «A mí me hiere tu anonimato. Preséntate y hablamos». El
director del centro decidió que se retirase el crucifijo para evitar
discordias.
Símbolos, fiestas y celebraciones: el crucifijo
Las fiestas y celebraciones son un lugar de encuentros y desencuentros
entre creyentes y no creyentes, y entre creyentes de diferentes credos.
El domingo, día del Señor, no se cuestiona, pero ya es únicamente una
parte integrante del fin de semana y, en ocasiones, un pilar sobre el
que se edifican los puentes. La fiesta del Corpus se traslada al
domingo..., menos en Toledo. A nadie se le ocurre cuestionar que san
Isidro sea fiesta en Madrid, o el Viernes Santo en toda España. Eso
permite poblar las playas de Levante cuando hace buen tiempo en esas
fechas. La fiesta de la Constitución y la de la Inmaculada son
unánimemente vividas como «puente»; aquí la discrepancia está en
que unos los llaman «el puente de la Constitución», otros «el Puente
de la Inmaculada», y los más ecuménicos y precisos «el puente de la
Constitución y de la Inmaculada».
Esta enumeración sirve para poner de manifiesto la complejidad
de la relación entre Iglesia y sociedad en temas de celebraciones. Más
problemático es el tema de las celebraciones litúrgicas que, de una u
otra forma, tienen carácter estatal. Parece plausible que un funeral de
Estado se celebre según la adscripción confesional del difunto y de su
familia. En la laica Francia no hay ningún reparo en que se celebren
los funerales de De Gaulle o de Pompidou en Notre Dame. En cambio,
parece poco acorde con el pluralismo religioso de las víctimas del
atentado del 11 de marzo de 2004 que, aun celebrándose en la
Catedral de la Almudena por ser católica la mayoría de las víctimas,
no hubiese ninguna representación de otras confesiones y de los
credos de otras víctimas en la ceremonia.
La cruz o, todavía mejor, el crucifijo, la imagen del Crucificado,
es el símbolo por excelencia de los cristianos. En otros tiempos lo era
de toda la sociedad. Sería empobrecedor eliminar de nuestras
catedrales y de nuestros museos todas las obras de arte que han
plasmado esta imagen y este símbolo. Está presente en nuestras
iglesias, en las pinturas, en la orfebrería... Ciertamente, es un símbolo
identitario. Sirve tanto para que nos identifiquemos con él los que nos
sentimos cristianos como para distanciarse de él los que no se sienten
cristianos. Hoy hay personas y grupos que abogan por que se retire de
los espacios públicos, de las escuelas, de los ayuntamientos, de los
ministerios, del juramento que hacen los cargos públicos al
asumirlos...
Los cristianos que hacemos la señal de la cruz no acabamos de
entender cómo se pueden sentir ofendidos por la imagen de un
inocente ajusticiado que para nosotros es el Hijo de Dios, pero que
para cualquiera es alguien que selló con su vida sus enseñanzas, que
ha servido y sirve de inspiración a tantos como han dado su vida
mirando al que traspasaron. Es triste y lamentable, pero es. Y tal vez
ese desapego tenga más que ver con nosotros, los que nos llamamos
cristianos, que con Él. Con la cruz en el pecho se hicieron las
cruzadas, y otros pueden interpretar que los crucifijos presidiendo los
espacios públicos pretenden prolongar un predominio social y
religioso «oficial» que ya no es real.
Nuestro modo de llevar y de mostrar la cruz a la sociedad tiene
que ser otro. Parafraseando a san Pablo en su Primera Carta a los
Corintios (1,18), hemos de testimoniar –con palabras, ciertamente,
pero mucho más con nuestro hacer y padecer– que Cristo crucificado
no es ciertamente un símbolo de la Ilustración que aprecian los cultos,
ni es tampoco precisamente un despliegue de magia y taumaturgia, de
experiencias extraordinarias que interrumpen las leyes de la naturaleza
y de la historia a las que pretende sustraerse una religiosidad que
busca experiencias excitantes. Lo acepten o no los unos y los otros –
¡lejos de nosotros negarles el derecho a hacerlo!–, los que queremos
ser seguidores del Crucificado consideramos que esa locura y ese
escándalo terminan siendo profunda sabiduría de Dios ofrecida a los
hombres.
Una derrota convertida en victoria, una víctima inocente que con
su vida entregada nos recuerda los límites de todo poder y nos invita a
mirar la historia desde las víctimas, y cómo en el mismo morir se
puede amar y perdonar, y cómo de la muerte sale vida. Para los
cristianos, Cristo crucificado es un símbolo de universalidad ofrecido
a todos, por el que ninguno tendría que sentirse amenazado o
desplazado. Pero el hecho es que es objeto de desaprobación, y hay
voces que promueven su remoción de los espacios públicos.
Lamentándolo por lo que se pierden quienes abogan por ello, y más
aún por lo que se pierde una sociedad que no quiere mirar a las
víctimas inocentes, ni siquiera a aquella que ha inspirado muy
profunda y prolongadamente la propia historia, no tenemos que
aferrarnos ni intentar imponer lo que es ofrecido y no aceptado, ni
menos aún convertir este asunto en una nueva forma de cruzada.
Cuando, en las primeras décadas del siglo XX, se planteó primero
y se llevó a cabo después la retirada de los crucifijos de las escuelas,
san Pedro Poveda escribió a las maestras teresianas: vosotras sois
crucifijos vivientes. Lo importante no es tanto la imagen del
Crucificado, sino el seguimiento y la imitación de quienes están
dispuestos a dar sus vidas –más cotidianamente, a desvivirse– por la
vida del mundo. Si nos quitan el significante que creíamos y
queríamos compartir con todos, trataremos nosotros de no perder ni
esconder el significado de ser nosotros seguidores del Crucificado,
crucifijos vivientes que prefieren padecer injusticia que cometerla y
que saben que no hay más armas para extender el cristianismo que el
testimonio.
«El muerto es tan suyo como mío»
Así como en el campo cultural e ideológico la confrontación entre la
Iglesia y quienes en la sociedad propugnan posturas laicistas entran en
competencia y conflicto, hay una zona amplia de inevitable y deseable
colaboración en todos los temas de atención social a las personas
vulnerables y dependientes, como son los ancianos y enfermos y las
personas en situaciones de marginación social, como los «sin techo»,
los drogodependientes, a quienes en las caritas parroquiales nunca se
les pregunta por su adscripción religiosa, sino por lo que necesitan. En
este terreno, al igual que en el de la cooperación al desarrollo para
erradicar la pobreza en el mundo, Iglesia, sociedad y Estado están
llamados a colaborar –sin dejaciones, subcontratas ni parasitismos– en
bien de los desfavorecidos de todo el mundo. Son muchos los
cristianos que se implican en esta lucha solidaria dentro y fuera de las
instituciones de Iglesia.
Hay una anécdota significativa de San Juan de Dios, el carismático
fundador, en el siglo XVI, de la Orden Hospitalaria que lleva su
nombre. Acababa de morir en Granada uno de los indigentes a los que
él atendía. Como nadie se hacía cargo de su entierro, y Juan de Dios
no tenía medios económicos para pagar el ataúd ni la tumba, acudió al
Gobernador; como éste pretendiese desentenderse del tema y dejarlo
en manos de la generosidad de otras personas, San Juan de Dios le
dijo rotundamente: «El muerto es tan suyo como mío». Ni él se
desentendía ni permitía que los poderes públicos se desentendiesen del
tema.
Efectivamente, la atención a los enfermos mentales, a los
drogadictos, a los sin techo, a los desplazados e indigentes, a los
enfermos incurables que sólo necesitan cuidados paliativos, etc., es
competencia de cualquier persona y de cualquier organización que
quiera cuidarlos y atenderlos; la Iglesia considera que eso es algo suyo
que no puede dejarse arrebatar, ni quiere desentenderse de ello. Pero
eso no significa que los poderes públicos puedan desentenderse del
tema. «El muerto es tan suyo como nuestro».
Esto tendría que tener su traducción en términos económicos. No
es de recibo que una plaza en un hospital psiquiátrico privado sea
subvencionada con la cuarta parte de lo que le cuesta al Estado esa
misma plaza en un centro público. Si desapareciesen los hospitales
psiquiátricos privados de enfermos crónicos, las unidades de cuidados
paliativos, las residencias de ancianos, los comedores de indigentes,
los albergues para los sin techo..., esas mismas prestaciones tendrían
que ser dadas por las administraciones públicas con elevados costes de
personal, así como con disminución de la dimensión vocacional y
carismática y la cohesión corporativa de quienes vienen ejerciendo ese
tipo de prácticas con una larga tradición y reconocimiento social. En
interés de todos, y en especial de los necesitados de atención, es
importante que las administraciones públicas y la iniciativa social –
entre ellas la iniciativa eclesial– busquen formas de colaboración y
entendimiento en estos temas.
*
1.
2.
Profesor de Ética. Universidad Comillas. Madrid.
La «Carta» a Diogneto es un escrito apologético cristiano de autor anónimo que
se estima pudo ser escrito a finales del siglo II o comienzos del III y que fue
redescubierto y publicado en los años 20 del siglo XX.
Apelar para justificar los juicios éticos a la «ley natural» –como suele hacerse
desde la doctrina oficial católica– genera confusión y rechazo, por faltar una
mediación sobre cómo se entiende hoy la naturaleza y como la entiende la moral
católica y la tradición que apelaba a ella. Otra fuente de rechazo y malentendido
lo constituye el hecho de ser la Iglesia la única que apela a ese orden natural y se
considera a sí misma su intérprete autorizado y vinculante para todos.
3.
He desarrollado este tema en «Ética y religión en la modernidad reflexiva», en (I.
Murillo [ed.]) Religión y Persona. V Jornadas de Diálogo Filosófico, Ediciones
Diálogo Filosófico, Colmenar Viejo (Madrid), 2006, 591-609.