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Sal Terrae 97 (2009) 217-228 Ser Iglesia en esta sociedad Augusto HORTAL ALONSO, SJ* Venimos de unos tiempos en los que Iglesia y sociedad eran prácticamente coincidentes. Pocos niños quedaban sin bautizar; todos o casi todos se casaban por la Iglesia y eran enterrados en sagrado. Hoy no es así. La Iglesia es sociedad; pero no toda la sociedad es Iglesia. Iglesia y sociedad no son dos entidades separadas ni separables, aunque tampoco es posible identificarlas ni confundirlas. Se hace necesario no sólo aclarar conceptos, sino vivir activamente una lenta evolución histórica que en los últimos tiempos se ha venido acelerando. Venimos de una cierta confusión y entrelazamiento; la distinción y separación está siendo difícil y conflictiva. Los cristianos sabemos de sobra que la Iglesia ya no engloba a toda la sociedad; pero queremos vivir en una sociedad que no discrimine ni margine, que no reduzca al silencio ni a la irrelevancia a la Iglesia a la que pertenecemos. Las vaporosas fronteras de la Iglesia La primera fuente de desencuentros y malentendidos en el tema que nos ocupa es que en España hoy no están claras las fronteras de la Iglesia. En sentido estrictamente teológico, nunca lo estarán del todo; pero desde el punto de vista sociológico e incluso pastoral, convendría que las fronteras permitiesen saber con mayor aproximación quién está dentro y quién está fuera. Según las encuestas, siguen siendo más de tres cuartos de la población española los que se consideran católicos (los bautizados son más todavía), aunque ya hay minorías significativas de creyentes de otras religiones (sobre todo musulmanes), de otras confesiones cristianas y de no creyentes. Mirando más detenidamente el grupo de los que se consideran católicos, sólo una minoría dicen ser practicantes; si de ahí pasamos a sopesar el grado de coincidencia con la enseñanza católica en temas de fe y de moral, las cifras disminuyen todavía más. Todo lo anterior no es sólo un problema cuantitativo; es, además, un problema entitativo. No resulta fácil ser Iglesia en esta sociedad cuando no está nada claro con quién contamos para serlo. En España, según el momento y el tema de que se trate, casi todos somos católicos... y casi nadie es católico. Muy pocos se sienten completamente fuera de la Iglesia, y muy pocos se sienten plenamente dentro, identificados con ella. Supongo que los lectores de Sal Terrae están entre los que sí nos sentimos Iglesia y nos relacionamos con otros muchos que también se sienten Iglesia. Es probable que entre nosotros haya muchos que se sientan Iglesia en unos temas y que se desentiendan o marquen distancias de la «Iglesia oficial» en otros temas. Éste es otro gran tema que incide de modo determinante en la relación de la Iglesia con la sociedad y de la sociedad con la Iglesia: la tenue comunión eclesial hacia dentro y la tímida confesión de la propia identidad eclesial hacia fuera. Jerarquía, clero y laicado tenemos que trabajar por intensificar la comunión eclesial hacia dentro y la confesión de identidad cristiana eclesial hacia fuera. Esa comunión hay que promoverla mediante un diálogo que se atenga al lema atribuido a san Agustín: «In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas» [En lo necesario unidad, en lo dudoso libertad, en todo caridad]. Identidad eclesial de los cristianos en una sociedad pluralista El enfoque que proponemos no se centra en la relación Iglesia-Estado; menos aún en las relaciones entre el Gobierno y la Jerarquía de la Iglesia Católica. Ésos son, ciertamente, temas importantes; pero ni son lo primario ni es el tema que nos atañe más directamente como miembros de la Iglesia que, a la vez, formamos parte de esta sociedad. Los encuentros y desencuentros entre la Iglesia y la sociedad los vivimos en carne propia quienes formamos parte de la una y de la otra. A nosotros nos toca gestionar responsablemente esos encuentros y desencuentros. No caigamos en el «complejo de Recaredo», pensando que basta que se convierta el Rey (o el Gobierno o el Legislador) para vivir en un reino en el que nuestra fe sea la doctrina oficial. Son las personas que viven en sociedad los interlocutores primordiales de la Iglesia, y sólo de forma derivada los poderes públicos. Viniendo de la historia de la que venimos, la Iglesia tiene que achicarse, dejar espacio para que otros miembros de la sociedad lo sean de pleno derecho sin pedirle permiso a ella. Los no creyentes y quienes tienen otras creencias tienen todo el derecho a no sentirse tutelados ni coaccionados por la Iglesia Católica. Pero la toma de posición de los creyentes y de la Jerarquía sobre asuntos públicos no constituye ningún acto de coacción ni de tutela, por crítico y discrepante que sea. En democracia, todas las propuestas y opiniones no sólo tienen derecho a ser expresadas y debatidas. Por su parte, la sociedad tiene que aprender a gestionar muchos elementos que antes gestionaba la Iglesia sin convertirse en Iglesia: los ritos del nacimiento, el matrimonio y la muerte y otras celebraciones se irán haciendo plurales. El Estado, al retraerse la Iglesia, cae fácilmente en la tentación del estatismo, de invadir un terreno que no le corresponde; puede pretender gestionar las convicciones y considerarse fuente última de legitimidad. Se dice que el Estado es laico. Más exacto sería decir, como hace la Constitución, que ninguna confesión tiene carácter estatal, o que el Estado es aconfesional. Hasta ahí, todos de acuerdo. Pero eso se malinterpreta y deriva hacia el laicismo cuando la no confesionalidad del Estado y de los poderes públicos se convierte en una nueva confesionalidad oficial, en una forma de militancia contra toda manifestación confesional en el espacio público o, si se prefiere decir de esta otra manera: cuando pretende construir desde el Estado una sociedad laica. La sociedad actual no es laica, sino plural. El Estado debe no sólo respetar esa pluralidad, sino fomentar la colaboración con todos los grupos y tradiciones en un proyecto compartido. En Francia, tras un siglo de laicismo duro y beligerante, el Presidente de la República ha abogado por una laicidad positiva, por la que el Estado laico no deja de serlo cuando reconoce, valora positivamente y colabora con lo que las religiones en general y la Iglesia Católica en particular han aportado a la historia y a la cultura de Francia, a la formación de una conciencia cívica y solidaria, a la enseñanza, al cuidado de los enfermos y personas dependientes, etcétera. La ética y la bioética: el aborto Los temas éticos en general, los temas de bioética en particular y el tema del aborto muy en especial son lugares de desencuentro entre la Iglesia y una parte de la sociedad, entre la Iglesia y el Estado. Desde la perspectiva que hemos adoptado, lo más preocupante es la aceptación social del aborto, la cultura y mentalidad que reclama absoluta prioridad para la libertad y conveniencias de la mujer embarazada frente a la acogida incondicional de la vida incipiente. Para propios y extraños, especialmente para quienes desean pasar página lo antes posible y remitirse a lo que cada vez aceptan más países, considero que es difícil que la conciencia cristiana llegue a apaciguarse algún día con la mentalidad que acepta el aborto como derecho de la mujer embarazada, o con el Estado que mira para otro lado cuando se destruye la vida embrionaria. Para la Iglesia, ésta no es una cuestión reciente que se resuelva con el tiempo. Ya la Carta a Diogneto1 señalaba en este tema una de las diferencias entre los cristianos y los paganos: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres... Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. T i e n e n la mesa en común, pero no el lecho...». El aborto es un caso paradigmático de desencuentro entre los principios éticos que la Iglesia Católica considera vinculantes para todos y el liberalismo moral que sólo acepta los límites a la libertad que impone la necesidad de respetar la misma libertad de los otros. Para la Iglesia y quienes están en plena comunión con ella en este tema, es una cuestión que toca los fundamentos de la vida humana y de la convivencia. Está en juego el respeto absoluto a toda vida humana, sin el cual ni siquiera llegaría a ser posible la libertad. El aborto no puede ser visto como un asunto que sólo compete a la mujer embarazada o en el que los poderes públicos puedan decidir ateniéndose a los vaivenes de opinión de la sociedad. Todas las personas, sostengan unas opiniones u otras, tienen igual dignidad y son merecedoras de igual respeto; pero eso no significa que sus opiniones sean igualmente válidas y respetables. A las personas se las respeta, a todas sin excepción; las opiniones que se estima que no son válidas, se cuestionan, sobre todo si niegan valor y dignidad a otra vida humana, aunque sea en el estadio de gestación y aunque interfiera con los planes de vida de la mujer gestante. Sobre las atribuciones del poder político y sobre el modo de ejercerlo los poderes públicos, sobre las leyes, la evolución social y cultural o las innovaciones biotecnológicas cabe dar juicios acerca de si son éticamente aceptables o no. Y esos juicios, si son certeros, sirven para cuestionar las opiniones contrarias. En la medida en que la ética sea objetiva y racional, es vinculante para la conciencia y libertad de los sujetos y para los poderes públicos. También es verdad que debe ser universalmente accesible al ejercicio de la razón guiada por la buena voluntad2. También es igualmente verdad que ese orden no se posee, menos aún en régimen de monopolio interpretativo, sino que se apela a él, cualquiera puede apelar a él. No es lo mismo buscar la verdad y servirla que servirse de la verdad creyendo poseerla y en régimen de monopolio, lo que equivale a servirse de ella. Aquí valen los versos de Machado: «¿Tu verdad? No, la verdad; y ven conmigo a buscarla, la tuya guárdatela». El Estado, por más que tenga el monopolio de la legalidad (y de la legislación), no tiene el monopolio de la legitimidad. En una sociedad pluralista, tampoco la Iglesia puede reclamar dicho monopolio; el horizonte de legitimidad en una sociedad pluralista es de todos los que contribuyen a buscar la verdad de los asuntos humanos. Eso hace que todo Estado y todas sus leyes estén y deban estar bajo el veredicto de aprobación o desaprobación del conjunto de la sociedad y de cualquier miembro de la misma3. A falta de alternativa, la regla de la mayoría es fuente aceptable de legitimidad para elegir a las élites gobernantes y a los cuerpos legislativos. Pero no basta con invocarla de manera fáctica, remitiendo cualquier decisión y cualquier legislación acometida al refrendo de las urnas en las últimas elecciones. Tiene que ser posible prestar atención al proceso de cómo se generan y transforman las mayorías. Ciertamente, la Iglesia y los fieles tenemos que aceptar convivir en libertad y en democracia con muchos que no comparten nuestros valores ni nuestras «verdades». Pero esa aceptación no nos obliga a renunciar ni a nuestros valores ni a nuestras verdades, ni siquiera a poder proponerlos como valiosos para todos y como verdades vinculantes para todos, aunque no se puedan ni deban imponer. Una escuela plural Uno de los principales escenarios a los que se ha llevado el conflicto entre laicismo y cristianismo es la escuela. Es triste, pero era previsible. La Educación para la Ciudadanía y la clase de Religión escenifican el desencuentro y conflicto entre confesionalismo y laicismo. Mantengo una postura escéptica y reticente frente a los enfoques –hoy tan en boga– de «educación para», en este caso la ciudadanía o la religión. La Formación del Espíritu Nacional no nos hizo más franquistas; la clase de religión, incuestionada durante decenios, tampoco contribuyó muy positivamente a hacer buenos cristianos, ni siquiera personas bien informadas en temas religiosos; previsiblemente, tampoco la Educación para la Ciudadanía hará más cívicos a los futuros ciudadanos. Lo más eficaz que podemos hacer para lograr que los jóvenes lleguen a ser buenos ciudadanos es ofrecerles una ciudadanía adulta capaz de convivir en paz, libertad y justicia. Eso supone apostar decididamente por una «ciudadanía compleja» en la que caben, se respetan y aprecian todas las diferencias. La escuela tiene un papel propio, modesto pero importante, de mediación intergeneracional. Para facilitar ese papel de la escuela es necesario que se entiendan las familias, los grupos sociales, las iglesias, el Estado... de forma que ninguna de estas instancias pretenda imponer un monopolio educativo al conjunto de la sociedad. Sólo desde un espíritu de concordia y compromiso que esté bien asentado en la cultura pública adulta será posible arbitrar y llevar a cabo una educación para una ciudadanía plural y compleja en la escuela. No cuestiono el poder y deber de los poderes públicos de fomentar la educación de los ciudadanos en temas de ciudadanía; pero eso no faculta a dichos poderes para introducir ideologías que vayan contra las convicciones de conciencia de los padres en temas puntuales como el matrimonio homosexual o la ideología de género. Se suele decir –lo dicen también muchos cristianos– que el lugar de la enseñanza de la religión no es la escuela pública, sino la catequesis familiar y parroquial o, en el mejor de los casos, la escuela confesional privada. No comparto esta visión ni como cristiano ni como ciudadano. Abogo por la presencia de la religión confesional en la escuela. Como creyente y como ciudadano, me resisto a la argumentación que arrincona, reduce al silencio o descalifica en el ámbito público la identidad religiosa y su articulación en la escuela. Como creyente, porque abogo por una fe que esté en condiciones de expresarse y dar razón en el ámbito de la cultura y de la ciencia; por supuesto, también de la acción social y de la vida pública. Hay formas de presencia pública que no suponen ningún tipo de imposición ni de secuestro. El testimonio, la propuesta, la participación en el debate público y en la actividad política y ciudadana no tienen por qué identificarse con una imposible vuelta al régimen de cristiandad. También como ciudadano me resisto a que las identidades religiosas propias y ajenas queden reducidas al silencio y al anonimato; me preocupa que la marginación de la religión en la escuela contribuya a que las identidades religiosas se hagan sectarias y clandestinas. Necesitamos unas identidades religiosas que dialoguen y convivan con quienes no comparten esa identidad; pedimos igualmente que quienes se identifican como agnósticos o no creyentes dialoguen y convivan con quienes se identifican (nos identificamos) como creyentes. Sólo desde la pluralidad dialogante, no desde el silencio y el ostracismo, se construye la ciudadanía compleja capaz de convivir en paz y libertad. Negar el pan y la sal de la legitimidad moral e intelectual a las identidades e iglesias cristianas puede conllevar el efecto perverso de la proliferación de fundamentalismos salvajes intra-, para- y extra-cristianos. Lo que hace desaconsejable la presencia de las distintas opciones no es lo que son, sino la animosidad de unas hacia otras. El velo de las jóvenes musulmanas en la escuela no constituye problema alguno cuando no se hace de él un instrumento de lucha o de conflicto contra otros, ni se toma por esos otros como una declaración de guerra ideológica. Lo mismo cabe decir del crucifijo. Es una anécdota que he contado en otro lugar, pero que merece ser repetida aquí. En el taller de artes plásticas de un colegio público de Vallecas un alumno quiso hacer un crucifijo de escayola para regalárselo a su abuelo. Hacia el final del curso, se organizó una sencilla exposición con los trabajos que habían hecho todos los alumnos. Entre los objetos expuestos estaba también el crucifijo de escayola. Una pintada anónima escribió al lado: «¡Esto va contra mis convicciones!». El alumno que había hecho el crucifijo escribió debajo: «A mí me hiere tu anonimato. Preséntate y hablamos». El director del centro decidió que se retirase el crucifijo para evitar discordias. Símbolos, fiestas y celebraciones: el crucifijo Las fiestas y celebraciones son un lugar de encuentros y desencuentros entre creyentes y no creyentes, y entre creyentes de diferentes credos. El domingo, día del Señor, no se cuestiona, pero ya es únicamente una parte integrante del fin de semana y, en ocasiones, un pilar sobre el que se edifican los puentes. La fiesta del Corpus se traslada al domingo..., menos en Toledo. A nadie se le ocurre cuestionar que san Isidro sea fiesta en Madrid, o el Viernes Santo en toda España. Eso permite poblar las playas de Levante cuando hace buen tiempo en esas fechas. La fiesta de la Constitución y la de la Inmaculada son unánimemente vividas como «puente»; aquí la discrepancia está en que unos los llaman «el puente de la Constitución», otros «el Puente de la Inmaculada», y los más ecuménicos y precisos «el puente de la Constitución y de la Inmaculada». Esta enumeración sirve para poner de manifiesto la complejidad de la relación entre Iglesia y sociedad en temas de celebraciones. Más problemático es el tema de las celebraciones litúrgicas que, de una u otra forma, tienen carácter estatal. Parece plausible que un funeral de Estado se celebre según la adscripción confesional del difunto y de su familia. En la laica Francia no hay ningún reparo en que se celebren los funerales de De Gaulle o de Pompidou en Notre Dame. En cambio, parece poco acorde con el pluralismo religioso de las víctimas del atentado del 11 de marzo de 2004 que, aun celebrándose en la Catedral de la Almudena por ser católica la mayoría de las víctimas, no hubiese ninguna representación de otras confesiones y de los credos de otras víctimas en la ceremonia. La cruz o, todavía mejor, el crucifijo, la imagen del Crucificado, es el símbolo por excelencia de los cristianos. En otros tiempos lo era de toda la sociedad. Sería empobrecedor eliminar de nuestras catedrales y de nuestros museos todas las obras de arte que han plasmado esta imagen y este símbolo. Está presente en nuestras iglesias, en las pinturas, en la orfebrería... Ciertamente, es un símbolo identitario. Sirve tanto para que nos identifiquemos con él los que nos sentimos cristianos como para distanciarse de él los que no se sienten cristianos. Hoy hay personas y grupos que abogan por que se retire de los espacios públicos, de las escuelas, de los ayuntamientos, de los ministerios, del juramento que hacen los cargos públicos al asumirlos... Los cristianos que hacemos la señal de la cruz no acabamos de entender cómo se pueden sentir ofendidos por la imagen de un inocente ajusticiado que para nosotros es el Hijo de Dios, pero que para cualquiera es alguien que selló con su vida sus enseñanzas, que ha servido y sirve de inspiración a tantos como han dado su vida mirando al que traspasaron. Es triste y lamentable, pero es. Y tal vez ese desapego tenga más que ver con nosotros, los que nos llamamos cristianos, que con Él. Con la cruz en el pecho se hicieron las cruzadas, y otros pueden interpretar que los crucifijos presidiendo los espacios públicos pretenden prolongar un predominio social y religioso «oficial» que ya no es real. Nuestro modo de llevar y de mostrar la cruz a la sociedad tiene que ser otro. Parafraseando a san Pablo en su Primera Carta a los Corintios (1,18), hemos de testimoniar –con palabras, ciertamente, pero mucho más con nuestro hacer y padecer– que Cristo crucificado no es ciertamente un símbolo de la Ilustración que aprecian los cultos, ni es tampoco precisamente un despliegue de magia y taumaturgia, de experiencias extraordinarias que interrumpen las leyes de la naturaleza y de la historia a las que pretende sustraerse una religiosidad que busca experiencias excitantes. Lo acepten o no los unos y los otros – ¡lejos de nosotros negarles el derecho a hacerlo!–, los que queremos ser seguidores del Crucificado consideramos que esa locura y ese escándalo terminan siendo profunda sabiduría de Dios ofrecida a los hombres. Una derrota convertida en victoria, una víctima inocente que con su vida entregada nos recuerda los límites de todo poder y nos invita a mirar la historia desde las víctimas, y cómo en el mismo morir se puede amar y perdonar, y cómo de la muerte sale vida. Para los cristianos, Cristo crucificado es un símbolo de universalidad ofrecido a todos, por el que ninguno tendría que sentirse amenazado o desplazado. Pero el hecho es que es objeto de desaprobación, y hay voces que promueven su remoción de los espacios públicos. Lamentándolo por lo que se pierden quienes abogan por ello, y más aún por lo que se pierde una sociedad que no quiere mirar a las víctimas inocentes, ni siquiera a aquella que ha inspirado muy profunda y prolongadamente la propia historia, no tenemos que aferrarnos ni intentar imponer lo que es ofrecido y no aceptado, ni menos aún convertir este asunto en una nueva forma de cruzada. Cuando, en las primeras décadas del siglo XX, se planteó primero y se llevó a cabo después la retirada de los crucifijos de las escuelas, san Pedro Poveda escribió a las maestras teresianas: vosotras sois crucifijos vivientes. Lo importante no es tanto la imagen del Crucificado, sino el seguimiento y la imitación de quienes están dispuestos a dar sus vidas –más cotidianamente, a desvivirse– por la vida del mundo. Si nos quitan el significante que creíamos y queríamos compartir con todos, trataremos nosotros de no perder ni esconder el significado de ser nosotros seguidores del Crucificado, crucifijos vivientes que prefieren padecer injusticia que cometerla y que saben que no hay más armas para extender el cristianismo que el testimonio. «El muerto es tan suyo como mío» Así como en el campo cultural e ideológico la confrontación entre la Iglesia y quienes en la sociedad propugnan posturas laicistas entran en competencia y conflicto, hay una zona amplia de inevitable y deseable colaboración en todos los temas de atención social a las personas vulnerables y dependientes, como son los ancianos y enfermos y las personas en situaciones de marginación social, como los «sin techo», los drogodependientes, a quienes en las caritas parroquiales nunca se les pregunta por su adscripción religiosa, sino por lo que necesitan. En este terreno, al igual que en el de la cooperación al desarrollo para erradicar la pobreza en el mundo, Iglesia, sociedad y Estado están llamados a colaborar –sin dejaciones, subcontratas ni parasitismos– en bien de los desfavorecidos de todo el mundo. Son muchos los cristianos que se implican en esta lucha solidaria dentro y fuera de las instituciones de Iglesia. Hay una anécdota significativa de San Juan de Dios, el carismático fundador, en el siglo XVI, de la Orden Hospitalaria que lleva su nombre. Acababa de morir en Granada uno de los indigentes a los que él atendía. Como nadie se hacía cargo de su entierro, y Juan de Dios no tenía medios económicos para pagar el ataúd ni la tumba, acudió al Gobernador; como éste pretendiese desentenderse del tema y dejarlo en manos de la generosidad de otras personas, San Juan de Dios le dijo rotundamente: «El muerto es tan suyo como mío». Ni él se desentendía ni permitía que los poderes públicos se desentendiesen del tema. Efectivamente, la atención a los enfermos mentales, a los drogadictos, a los sin techo, a los desplazados e indigentes, a los enfermos incurables que sólo necesitan cuidados paliativos, etc., es competencia de cualquier persona y de cualquier organización que quiera cuidarlos y atenderlos; la Iglesia considera que eso es algo suyo que no puede dejarse arrebatar, ni quiere desentenderse de ello. Pero eso no significa que los poderes públicos puedan desentenderse del tema. «El muerto es tan suyo como nuestro». Esto tendría que tener su traducción en términos económicos. No es de recibo que una plaza en un hospital psiquiátrico privado sea subvencionada con la cuarta parte de lo que le cuesta al Estado esa misma plaza en un centro público. Si desapareciesen los hospitales psiquiátricos privados de enfermos crónicos, las unidades de cuidados paliativos, las residencias de ancianos, los comedores de indigentes, los albergues para los sin techo..., esas mismas prestaciones tendrían que ser dadas por las administraciones públicas con elevados costes de personal, así como con disminución de la dimensión vocacional y carismática y la cohesión corporativa de quienes vienen ejerciendo ese tipo de prácticas con una larga tradición y reconocimiento social. En interés de todos, y en especial de los necesitados de atención, es importante que las administraciones públicas y la iniciativa social – entre ellas la iniciativa eclesial– busquen formas de colaboración y entendimiento en estos temas. * 1. 2. Profesor de Ética. Universidad Comillas. Madrid. La «Carta» a Diogneto es un escrito apologético cristiano de autor anónimo que se estima pudo ser escrito a finales del siglo II o comienzos del III y que fue redescubierto y publicado en los años 20 del siglo XX. Apelar para justificar los juicios éticos a la «ley natural» –como suele hacerse desde la doctrina oficial católica– genera confusión y rechazo, por faltar una mediación sobre cómo se entiende hoy la naturaleza y como la entiende la moral católica y la tradición que apelaba a ella. Otra fuente de rechazo y malentendido lo constituye el hecho de ser la Iglesia la única que apela a ese orden natural y se considera a sí misma su intérprete autorizado y vinculante para todos. 3. He desarrollado este tema en «Ética y religión en la modernidad reflexiva», en (I. Murillo [ed.]) Religión y Persona. V Jornadas de Diálogo Filosófico, Ediciones Diálogo Filosófico, Colmenar Viejo (Madrid), 2006, 591-609.