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PÓRTICO
LA MADRE MARÍA IGNACIO EN
EL AÑO 1827
Todas las cartas que poseemos de Claudina
Thévenet pertenecen a los diez últimos años de
su vida. La más antigua es de alrededor de
1827. Es la época de su plenitud. Plenitud humana y plenitud religiosa; plenitud como Fundadora, como Madre, Maestra y Formadora. Plenitud en la misión que Dios le confió y que
generosamente procuró cumplir sencillamente
pero con energía.
1827. Nueve años después de aquel 6 de
octubre de 1818 en que siguiendo la voz de
Dios manifestada por el Padre Andrés Coindre,
había dejado definitivamente su hogar para darse del
todo a Dios y al bien de las jóvenes, para
Ponerse al frente del pequeño grupo que « debían
reunirse en comunidad». Nueve años después
de aquella primera noche en Pierres-Plantées en
que superó heroicamente la tentación de creer que
“se había comprometido en una empresa loca y
presuntuosa que no tenía ninguna garantía de
éxito”. Después, y siempre apoyada EN Dios y
sostenida por los consejos y dirección del Padre
Coindre, había ido venciendo las dificultades. En
1820 fue el traslado a la « Angélica », hermosa
propiedad en la colina de Fourviere, frente al
santuario de la Virgen. En 1821, su obra se había
ampliado con la casa de Belle-ville y, al año
siguiente, con la de Monistrol; en 1825, la
comunidad de esta última pasaba a Le Puy.
Tras largos años de deseos y espera humilde,
Claudina había visto llegar el momento de la
aprobación canónica de su Congregación, y el 25
de febrero de 1823, en Monistrol, pudo pronunciar
públicamente los votos con sus primeras
compañeras. Al día siguiente era elegida oficialmente Superiora general.
Claudina Thévenet se había transformado ya
desde hacía un tiempo, en Madre María Ignacio.
Había tomado para sí este nombre cuando las
autoridades eclesiásticas de Lyon, para resarcirlas
de la imposibilidad en que se encontraban de
autorizar una nueva Congregación religiosa, les
habían permitido tener el Santísimo en casa y
vestir un hábito religioso.
Además de la dirección de la Congregación, de sus
hijas y de sus obras, la Madre María Ignacio
trabajaba con el P. Coindre en la redacción de las
Constituciones y Reglas. Sin prisas. Debían ser
fruto de la experiencia. « Se necesita tiempo para
que una comunidad naciente pueda asentarse
sólidamente sobre los fundamentos necesarios . . . ;
las leyes y los reglamentos no alcanzan su
perfección hasta que la experiencia ha enseñado lo
que se debe hacer y lo que se debe evitar », decía el
Padre Coindre. Pero, «por cuanto los bienes
inmensos de Dios no caben ni caen sino en corazón
vacío y solitario, por eso la quiere el Señor, porque le
quiere bien, bien sola, con ganas de hacerle Él toda
compañía » (San Juan de la Cruz, Carta a Leonor de
San Gabriel, Segovia, 8 de julio de 1859>. Y sola
quiso el Señor a la Madre. El de mayo de 1826 moría
inesperada y trágicamente, a los 39 años de edad, el
Padre Fundador. La Congregación de los Sagrados
Corazones de Jesús y de María —nombre primitivo
de la Congregación— no llevaba aún ocho años de
existencia real, y sólo tres de vida canónica. Claudina
se encuentra sola ante la ingente tarea de llevarla
adelante. ¡Otra noche oscura! Su alma quedó
sumergida en el dolor y la desolación. Pero
reaccionando de nuevo, afianzó su entrega y su
confianza en Dios Padre, y dijo de corazón: “En
adelante, sólo en Vos esperaremos, sólo a Vos
recurriremos en nuestras penas! »
Aunque tuvo el apoyo del Superior de la comunidad,
el vicario general de Lyon, Rdo. Juan Cholleton,
sacerdote de gran virtud, y más tarde la de su sucesor
Rdo. Simón Cattet, le faltaba la ayuda del
Fundador, tan esencial. Más tarde. y durante seis
años, de 1829 a 1835, tendrá la ayuda del santo
capellán de la casa, el Siervo de Dios José Rey. La
confianza en Tij s de Claudina no fue vana: « La
generosa lionesa no tuvo que arrepentirse jamás de
su loca decisión del 6 de octubre de 1818».
En 1827, la Congregación posee la máxima
extensión que alcanzó en vida de la Fundadora:
Providencia y pensionado en Fourviére, en Belleville y en Le Puy.
Claudina Thévenet, aunque entregada a su nueva
familia religiosa y a la obra que había emprendido
por Dios, no había olvidado a los suyos; en su gran
corazón seguía vivo el amor a sus familiares, y
compartía sus penas y sus alegrías. Las cartas nos van
a hablar también de este aspecto importante de su
vida y que, sin ellas, hubiéramos desconocido casi por
completo.
Muy escasa la correspondencia que de Claudina
nos ha llegado, pero creo que podemos afirmar que es
de lo mejor que hoy tenemos en nuestras manos para
llegar a conocer « ese conjunto de dones que Dios se
complace en derramar ordinariamente sobre quienes
Él destina para fundar una gran familia religiosa ».