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Una reparación histórica Damiana/Krygi volvió a su tierra Aché, mujer, adolescente. Recibió tres nombres y un número de inventario. La secuestraron cuando era niña, después de matar a su familia. La esclavizaron. La “estudiaron”. La fotografiaron desnuda. Convirtieron sus huesos en parte de una “colección”. 114 años después, el Museo de La Plata permitió que volviera con su comunidad. Por Daniel Badenes Tuvo tres atributos que la hicieron objeto de las peores vejaciones: era indígena, era mujer y era niña. Tuvo tres nombres: uno lo ignoramos, el segundo lo pusieron sus verdugos y el tercero lo decidió su comunidad hace muy poco, al protagonizar una reparación emblemática. “Ya no es Damiana, es Krygi… Hace muchos años que la llamamos Damiana, pero ahora tendremos que pasar de como la denominaron sus apropiadores a como la denomina la comunidad”, dice Patricia Arenas, la antropóloga que hace años rescató del olvido la historia de la niña secuestrada tras la masacre de su familia y otros integrantes de un campamento aché, al sur del Ybytyruzú, en el territorio que -desde hace un par de siglos- se conoce como Paraguay. Ahora les decimos aché, que significa “los que hablan, las personas”; pero los conquistadores les decían “guayaquí”, que en guaraní significa “ratón de campo”. Constituyen una de las veinte etnias que conviven en Paraguay, hoy reducidas a siete comunidades, tras las persecuciones vividas tanto en el siglo XIX como en el XX, durante la feroz dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989). Habían llegado a ocupar 30.000 km2 del actual territorio paraguayo. Hoy son unas 350 familias y no superan las 1500 personas. El mes pasado, dos vinieron a La Plata para llevar a su tierra a la niña de tres nombres, 114 años después de la masacre. La vergüenza Las páginas de esta revista contaron la historia de ¿?/Damiana/Krygi hace casi cuatro años (La Pulseada 43), al recordar el ignominioso origen de las “colecciones” del Museo de La Plata, que atesora unos 10.000 restos humanos obtenidos durante el exterminio de comunidades originarias, con el saqueo de cementerios y con asesinatos cometidos, en algunos casos, por los propios empleados del Museo. Todo consta en sus publicaciones y registros. También la historia de la niña aché: “La pequeña Damiana, abandonada en el transcurso de esa escena de carnicería, fue de inmediato apañada y conducida a Sandoa donde hoy es educada por los matadores de los suyos”, relató primero Charles de la Hitte, allegado al antropólogo Herman Ten Kate, que trabajó en el Museo de La Plata a fines del siglo XIX. En 1900 la niña fue a parar a la casa del filósofo Alejandro Korn en San Vicente, como sirvienta. Allí la visitó el jefe de antropología del Museo, el alemán Robert Lehmann-Nitsche, para medirla y fotografiarla desnuda. Damiana, según el nombre que recibió aplicando el santuario católico al día de su captura, nunca se adaptó a la moral de sus apropiadores. Tenía una conducta sexual incontrolable, dicen los relatos. Entonces la internaron en un psiquiátrico. Las vejaciones no terminaron ni siquiera con su temprana muerte. Su cuerpito fue enviado al Museo. Le cortaron la cabeza para obsequiársela a la Sociedad Antropológica de Berlín. En La Plata siguieron manoseando sus huesos. Pasó a tener un número de inventario: 5602. Durante más de un siglo padeció ese frío anonimato, dentro de un cajón del nauseabundo subsuelo del Museo platense, hasta que un integrante del Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social (GUIAS) puso el ojo sobre un catálogo inédito que asociaba el número con un nombre, y supo relacionar aquel nombre nefasto con la historia que había leído escrita por Patricia Arenas. Formado algunos meses antes de ese hallazgo, GUIAS es un grupo de estudiantes y graduados que con prepotencia de trabajo impulsa la restitución de restos humanos a sus comunidades de origen. La institución ubicada en el Bosque, que tuvo en exhibición a algunos de ellos hasta fines de 2006, venía siendo bastante reticente a esos reclamos. En los pasillos todavía se escuchan voces indignadas que hablan de una “pérdida del patrimonio”. Hace un par de años, tras una nota que recordaba la historia de Damiana/Krygi (La Pulseada 58), acusaron a esta revista de una “campaña infundada” de “difamación gratuita”. La institución acababa de recibir un pedido de la Liga Nativa por la Autonomía, la Justicia y la Ética (LINAJE), representante de la comunidad aché, preparada con la colaboración de Patricia Arenas y los integrantes de GUIAS. Pasaron tres años, entre trabas burocráticas y gestiones saludables, hasta que se logró la reparación histórica. “Este es un hecho inédito. Es la primera vez que se está haciendo esta clase de restitución. Nunca hubo en Paraguay”, remarcó Emiliano Mbejyvagi, coordinador general de la Federación Nativa Aché, en un acto realizado en ese “lugar triste donde murieron muchos hermanos”. “Esto puede ser el inicio, para que todos los pueblos indígenas de mi país también tomen conciencia de la importancia de la recuperación de la memoria histórica de cada pueblo”. En el propio Museo platense quedan huesos aché que serán reclamados, entre tantos que podrán pedir otras comunidades. Los trámites deberían agilizarse ya que en mayo pasado la Presidenta de Argentina firmó el largamente postergado decreto reglamentario de la ley que promueve esas restituciones. La reparación La restitución tuvo varios actos. El primero, bien formal. Con títulos pomposos y trajes. Con protocolo, discursos leídos y actas notariales. Allí, quienes identificaron los restos y batallaron su devolución eran meros “estudiantes que colaboraron con la División de Antropología en la restitución de los restos”. En la monocorde presentación, el locutor olvidó una de las presencias más significativas: la madre de Plaza de Mayo Adelina de Alaye. Cierta analogía era inevitable, pero recién se puso en palabras en el segundo acto, menos burocrático y más militante, convocado por GUIAS, con Patricia Arenas y los representantes aché como principales oradores. Se habló del genocidio, de la apropiación, de la restitución de una identidad. Alguien señaló la ausencia de Pascual Pichún, el colega mapuche que también difundió el reclamo por las colecciones del Museo y hoy está detenido por una causa política en Chile, donde la persecución a las comunidades originarias todavía es moneda corriente. También fue muy simbólica la recepción en Paraguay, realizada en el Museo de las Memorias de Asunción, montado sobre la vieja oficina de inteligencia de la dictadura de Stroessner. Mientras sonaba una canción ancestral, un aché relató entre lágrimas horrores sin tiempo preciso: “Hoy nuestra hermana está de vuelta, pero no podemos dejar de sentir dolor. El dolor se volvió parte permanente de nuestros recuerdos. Estamos de luto". Finalmente, los ancianos de la comunidad dieron el entierro final en Ypetîmi, en los bosques Caazapá, testigos de las masacres cometidas durante dos siglos. “Creo que no vamos a ser los mismos después de este acompañamiento, que lo hicimos como pudimos, pensando, escribiendo, acompañando. Cada restitución es un mundo”, sugirió Patricia Arenas, la investigadora que tuvo que pasar muchas pruebas antes de lograr la confianza de los aché, y que no se cansa de reclamar “una antropología distinta, con otra ética”. “Estaba pensando: todo lo que se hizo en nombre de la ciencia, fue burlarse de la dignidad que tiene un pueblo”, planteó Mbejyvagi en La Plata. El representante aché vivió apesadumbrado el hito histórico de una restitución que traspasó las actuales fronteras de estados nacionales. En rigor, el logro no concluye ningún reclamo. “Vamos a ir pidiendo todos los huesos que están dentro de museos del Paraguay, me parece este un buen ejemplo donde un país reconoce el reclamo legítimo de un pueblo originario”, anunció en nuestra ciudad, donde también recordó demandas pendientes: la devolución de otros restos humanos aché y de todos las objetos de esa comunidad que integran las colecciones etnográficas, ya que “fueron obtenidas de manera ilegal, violenta, tal como el saqueo del campamento de Krygi”. Algunas de esas piezas están expuestas en la renovada sala que el Museo promociona como símbolo del respeto intercultural, aunque todavía se nombra a aquella comunidad como ratones de campo.