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DOVELAS – 53 (febrero, 2017) TEXTO: UN CRUCE DE CAMINOS El canto alegre de los peregrinos que se dirigían al templo llegó hasta sus oídos: - ¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne gritan de júbilo por el Dios vivo…! Y ella, que se había sumado tantas veces a aquel canto de peregrinación, lo escuchaba ahora con amargura. El abatimiento había ahogado su júbilo y su cuerpo humillado arrastraba su corazón hacia la desesperanza. La impureza de su enfermedad pesaba sobre ella como un lastre y la alejaba, no sólo de los atrios del Señor, sino hasta de sus parientes y conocidos, que evitaban rozarla por miedo a contaminarse. Se había vuelto temerosa y esquiva, consciente de que nunca podría volver a cantar: “Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos”: ella era un pájaro sin nido y nunca necesitaría buscar cobijo para unos hijos que su dolencia le negaba. Recordó la aclamación: “¡Dichosos los que encuentran en ti su fuerza!”, y sintió que su desdicha se avivaba: aquella bienaventuranza no le estaba destinada y no se sentía digna de volver a acudir al Dios “que nunca niega sus bienes a los de conducta intachable”. Porque ella había buscado la fuerza fuera de él, y por eso ningún médico había sido capaz de curarla. Mientras repetía el final del salmo: “Señor de los ejércitos, dichoso quien confía en ti…”, llegó hasta ella el barullo de la muchedumbre que se acercaba. Le dijeron que se trataba de un profeta galileo que había curado a muchos y puesto en pie de nuevo sus vidas. En aquel momento le asaltó la pregunta: ¿y si moraba en aquel hombre la fuerza del Señor y ella conseguía alcanzarla? Sintió en su corazón un impulso como el que la llevaba cada año a peregrinar a Jerusalén, una convicción misteriosa de que, si conseguía rozarle, quedaría curada. Se abrió paso entre el gentío, avanzó y empujó hasta que su mano tocó el borde de su manto. Y sintió en ese instante que había cruzado el umbral y se adentraba en el ámbito de la salud y de la bendición. Cuando se acercó a él, temblando, escuchó sus palabras: - ¡Ánimo, hija! Tu fe te ha salvado… ¿De qué fe estaba hablando? Ella se sabía indigna y vacía, portadora únicamente de una pobreza reconocida y asumida, pero él le hablaba de una fuerza que la habitaba, a la que atribuía su sanación. La que se sentía abandonada por todos y 1 caminando hacia la muerte recibía el nombre de “hija”, como anuncio de un nuevo nacimiento que hacía de ella una mujer que comenzaba ahora a vivir. Volvió a su casa y al día siguiente se unió a la caravana de los peregrinos, sumando con alegría su voz a sus canciones de subida: - Dichosos los que encuentran en ti su fuerza, dichoso quien confía en ti… Y en lo más hondo de su corazón susurró una nueva bienaventuranza: “Dichoso el que posee la fuerza de la fe. Y bendito aquel que me lo ha hecho conocer…”. CUESTIONES: Esta es mi historia. Cuando rezar el Credo se me hace difícil, releo esta escena del Evangelio y acudo a Jesús desde mi pobreza y mis límites, confiando en que él es una fuente de sanación siempre a mi alcance. Es una manera de tocar el borde de su manto como hizo aquella mujer. Compartiendo nuestra fe. Compartiendo nuestra fe. Jairo se dirigió a Jesús en público y a través de la palabra; la mujer lo hizo desde el anonimato y tocando su manto silenciosamente. Cada uno de nosotros posee su propio “lenguaje” en relación con el Señor: compartirlo en el grupo puede ensanchar nuestro horizonte y hacernos más tolerantes y comprensivos con la pluralidad eclesial. BUENA NUEVA: Mc 5,21-43 [Cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se le reunió mucha gente, y él se quedó en la orilla. Llegó entonces uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, que al ver a Jesús se echó a sus pies suplicándole con insistencia: – Mi hija se está muriendo: ven a poner tus manos sobre ella, para que sane y viva. Jesús fue con él, y mucha gente le acompañaba apretujándose a su alrededor].Entre la multitud había una mujer que desde hacía doce años estaba enferma, con hemorragias. Había sufrido mucho a manos de muchos médicos, y había gastado cuanto tenía sin que le hubiera servido de nada. Al contrario, iba de mal en peor. Esta mujer, al saber lo que se decía de Jesús, se le acercó por detrás, entre la gente, y le tocó la capa. Porque pensaba: Tan sólo con que toque su capa, quedaré sana.” Al momento se detuvo su hemorragia, y sintió en el cuerpo que ya estaba sanada de su enfermedad. Jesús, dándose cuenta de que había salido de él poder para sanar, se volvió a mirar a la gente y preguntó: – ¿Quién me ha tocado? Sus discípulos le dijeron: – Ves que la gente te oprime por todas partes y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’ Pero Jesús seguía mirando a su alrededor para ver quién le había tocado. Entonces la mujer, temblando de miedo y sabiendo lo que le había sucedido, fue y se arrodilló delante de él, y le contó toda la verdad. Jesús le dijo: –Hija, por tu fe has sido sanada. Vete tranquila y libre ya de tu 2 enfermedad. [Todavía estaba hablando Jesús, cuando llegaron unos de casa del jefe de la sinagoga a decirle al padre de la niña: –Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro? Pero Jesús, sin hacer caso de ellos, dijo al jefe de la sinagoga: –No tengas miedo. Cree solamente. Y sin dejar que nadie le acompañara, aparte de Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, se dirigió a casa del jefe de la sinagoga. Allí, al ver el alboroto y la gente que lloraba y gritaba, entró y les dijo: –¿Por qué alborotáis y lloráis de esa manera? La niña no está muerta, sino dormida. La gente se burlaba de Jesús, pero él los hizo salir a todos, y tomando al padre, a la madre y a los que le acompañaban, entró donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: –Talita, cum (que significa: “Muchacha, a ti te digo: levántate.”) Al momento, la muchacha, que tenía doce años, se levantó y echó a andar. Y la gente se quedó muy impresionada. Jesús ordenó severamente que no se lo contaran a nadie, y luego mandó que dieran de comer a la niña.] ORACIÓN: FRAGMENTOS DE EVANGELIO Creer de corazón y de palabra. Creer con la cabeza y con las manos. Negar que el dolor tenga la última palabra. Arriesgarme a pensar que no estamos definitivamente solos. Saltar al vacío en vida, de por vida, y afrontar cada jornada como si tú estuvieras. Avanzar a través de la duda. Atesorar, sin mérito ni garantía, alguna certidumbre frágil. Sonreír en la hora sombría con la risa más lúcida que imaginarme pueda. Porque el Amor habla a su modo, bendiciendo a los malditos, acariciando intocables y desclavando de las cruces a los bienaventurados. (José Mª Rodríguez Olaizola, sj) 3