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RETIRO de CUARESMA1
I. ¡Vamos hacia el Padre!
1. Los caminos de la inquietud personal: “Me levantaré e iré a mi
Padre” (Lc 15, 18).
Existen muchos modos de
rechazar al Padre y el camino
hacia él. El más común (y el más
escondido en el inconsciente) es
el de rechazar la muerte. Y sin
embargo todos, sin distinción,
estamos caminando en un viaje
breve
o
largo,
que
inexorablemente nos llevará
hacia ella. Vivir es también
convivir con la idea de que todo, tarde o temprano, terminará. Hay quien
se consuela pensando que cuando venga la muerte ya no existiremos
más y que mientras existimos ella no existe. Pero se trata de un
consuelo frágil. En realidad, la muerte está en cada instante de nuestra
vida, está en la forma de la pregunta: ¿qué será de mí después de la
muerte? ¿Qué sentido tiene para mí la vida? ¿Adónde voy con todo el
peso de mis esfuerzos, de mis penas, de mis pobres consolaciones?
En tales preguntas, la muerte aparece como un desafío radical al
pensamiento humano, un desafío del cual nace una reflexión seria. Es
como un centinela que hace guardia al misterio. Es como la roca dura
que nos impide profundizar desde la superficialidad. Es una señal a la
cual no se puede eludir y que nos obliga a buscar una meta por la cual
valga la pena vivir. Es “la última frontera” (E. Montale) de la cual nos
viene, como en contragolpe, la necesidad de luchar contra el aparente
Extracto de la carta pastoral: “ME LEVANTARÉ E IRÉ A MI PADRE”. Retorno
al Padre de todos. 1998-1999
Cardenal MARTINI, arzobispo de Milán
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triunfo de la muerte y una exigencia profunda de buscar el sentido de la
vida, de justificar el cansancio de cada día.
Pienso que algunos, leyendo estas palabras, estarán tentados de
refutarlas: ¿por qué comenzar con un argumento tan serio y tan poco
lleno de esperanza de las Escrituras? Y sin embargo no he hecho otra
cosa que remitirme a la narración de Jesús en la parábola de los dos
hijos. Es, cuando el menor, que ha querido irse de casa y ha
despilfarrado sus bienes, se encuentra tocando fondo (“habría querido
saciarse con las bellotas que comían los cerdos; pero nadie se las daba”
Lc 15, 16) y entonces, casi de contragolpe, recuerda que existe una casa
del padre, donde aún los siervos tienen vida, dignidad y “pan en
abundancia” (Lc 15, 17). La experiencia de la miseria le consiente mirar
de frente el camino de la muerte que está recorriendo y rebelarse.
Cuando nos sentimos solos, cuando nadie parece querernos más y
nosotros mismos tenemos razones para despreciarnos o estar
desilusionados de nosotros, cuando la perspectiva de la muerte o de una
pérdida grave nos espanta y nos arroja a la depresión, he aquí que,
desde lo profundo del corazón emerge el presentimiento y la nostalgia
de un Otro que nos puede acoger y hacernos sentir amados, más allá de
todo y no obstante todo.
El Padre es en este sentido, -si se quiere un sentido todavía laico y
mundano-, la imagen de alguien a quien confiarnos sin reservas, el
puerto donde hacer reposar nuestros cansancios, seguros de no ser
rechazados. Su figura tiene al mismo tiempo, características paternas y
maternas: se puede hablar del Padre en cuyos brazos se está seguro,
como de la Madre a quien anclar la vida proveniente de ella. Es, por lo
tanto una evocación del origen, del seno materno, de la patria, de la
casa, del hogar, del corazón al cual remitimos todo lo que tenemos, del
rostro al cual miramos sin temor. La necesidad del Padre es por lo tanto
equiparable a la necesidad de una referencia y de un refugio paterno y
materno y puede ser expresado indiferentemente con metáforas
masculinas y femeninas.
Bajo esta luz, la parábola del hijo pródigo “Me levantaré e iré a mi
padre” expresa la exigencia de un origen en el cual reconocerse, de una
compañía en la cual sentirse amados y perdonados, de una meta hacia la
cual tender. La angustia radical de estar destinados a la muerte, casi
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“lanzados” hacia ella y la nostalgia del Padre-Madre a quien gritar para
que nos salve, son dos aspectos de un mismo proceso que se cumple en
nuestro corazón, aun cuando no asuma tintes dramáticos, presente
también en las pequeñas esperanzas y ansiedades de cada día. En
cuanto todos estamos marcados más o menos por la angustia, todos
somos peregrinos hacia el Padre, habitados por la nostalgia de la casa
materna y paterna, en la cual reencontrarnos con la certeza de ser
comprendidos y acogidos.
El Padre-Madre del cual hablamos aquí
es metáfora del Otro misterioso y último, a
quien nos confiamos sin miedo, en la certeza
de ser acogidos, purificados, perdonados.
Este reflejo del rostro de un Padre-Madre
capaz de amarnos sin reservas ha sido vivido
por muchos de nosotros en experiencias
felices de relaciones paternas y maternas. Y
aún, quien ha tenido sólo en parte estas
experiencias, quien ha tenido sobre todo
experiencias negativas, tiene en el corazón, quizá todavía más
fuertemente, la nostalgia del totalmente Otro a quien abandonarse.
Este Otro que se ofrece a todos como Padre-Madre en el amor,
como “Tú” de misericordia y fidelidad, es aquel que nos ha sido revelado
en Jesucristo. No es una pura aspiración, un auspicio, un vano suspiro
interior: es una realidad que nos ha sido manifestada, en la cual
podemos apoyarnos como en una roca que no cede, como en unos
brazos que nos estrechan, como a un corazón que palpita por nosotros.
Es ciertamente legítimo llevar al encuentro con la Palabra
reveladora de Dios nuestras angustias, debilidades y miedos, con el peso
de una esperanza humana y en la expectativa de un Otro que todo esto
comporta. La revelación de Dios Padre se cruza con nuestras ansias y
expectativas; pero no deriva de ellas, está primero que ellas, tiene su
verdad histórica incontestable. Providencialmente nos sale al encuentro
y da sentido a aquel retorno, a aquel redescubrimiento del Padre que es
el camino de todo hombre y mujer sobre la tierra.
2. La vida como un peregrinar hacia el Padre.
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¿Cómo facilitar la percepción del Espíritu? ¿Cómo redescubrir el
rostro del Padre, como rostro verdadero y atrayente? ¿Cómo restituir a
nuestra época el gusto por la referencia última, misteriosa y amorosa,
regazo originario en el cual moverse y obrar capaz de dar sentido a la
vida?
Allí donde el hombre se encierra en sí mismo o pretende abrazar al
mundo entero en el pequeño horizonte de sus proyectos, triunfan la
angustia, el no-sentido, la soledad. Allí donde la persona acepta buscar y
abrirse a un horizonte más grande, la figura de un Padre nos sale al
encuentro y nos llama.
Estamos por lo tanto invitados a mirar la vida y la historia como un
peregrinar hacia el Padre: no se vive para la muerte, sino para la vida, y
este arribo final está ligado a Alguien que nos sale al encuentro y nos
garantiza nuestro porvenir como un pacto de alianza con Él. Donde nos
abrimos al Otro, que nos visita y nos hace salir de nuestros temores y de
nuestros egoísmos para vivir para los otros y con ellos, nacen pactos de
paz, encuentros nuevos, diálogos antes tenidos por imposibles. La
existencia es camino hacia la tierra prometida, que nos sale al encuentro
como el Misterio santo al cual nos confiamos y por el cual nos dejamos
atrapar y salvar.
Es necesario volver al Padre que nos hace libres y nos llama a la
libertad, a aquella figura que nos invita a ser nosotros mismos, a
construir con responsabilidad nuestro provenir y que lo edifica con
nosotros. Se trata, en fin, de pensar al Padre según la imagen que nos da
la
parábola
de
la
misericordia: respetuoso
de la libertad del hijo
menor hasta sufrir por
amor y por espera;
esperanzado
en
el
retorno del mismo hijo y
feliz por este retorno
suspirado y deseado, sin
con todo haberse inmiscuido son embargo en sus decisiones; pronto al
perdón y a la vida nueva sin recriminaciones o lamentos.
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“Me levantaré e iré a mi Padre”: es sobre esta decisión de hacernos
peregrinos y de ir al encuentro del abrazo del “Otro” que te recibe,
donde se juega el camino de liberación de nuestra vida y la superación
de la crisis del secularismo.
Levantarse, ir hacia quiere decir no dejarse atrapar por la nostalgia
de un pasado existente sólo en nuestra mente, ni por la seducción de un
presente donde permanecer anclados en nuestras pequeñas
seguridades o en el lamento de nuestros fracasos. Levantarse, ir hacia
quiere decir aceptar estar siempre en búsqueda, a la escucha del Otro,
dispuestos ir hacia el encuentro que nos sorprende y cambia, deseosos
finalmente de “obedecer” de modo adulto. (Cfr. Mt 21, 28-31 -la parábola
de los dos hijos-). Levantarse, ir hacia quiere decir recomenzar a vivir de
esperanzas, en la esperanza. “Somos unos pobres mendigos, ésta es la
verdad”: esta frase -atribuida a LUTERO agonizante- es no sólo la
confesión honesta del límite experimentado, sino también la declaración
de un proyecto de vida que busca fuera de sí, en el Otro, en el PadreMadre, en el amor el sentido de la vida y de la historia.
Caminamos entonces hacia el Padre para escuchar la Palabra en la
cual Él mismo nos ha revelado.
II. Escuchemos la revelación del Padre
3. El Padre de Israel
La parábola del retorno del Hijo de Lc 15 nos presenta un rostro de
Dios que está en profunda continuidad con el Dios de la fe de Israel.
El motivo del “retorno” es aquel que subyace en la palabra hebrea
shuv, que expresa justamente la “conversión”, el cambio del corazón y
de la vida, con la imagen de “volver”, rehacer al revés un camino
equivocado.
El padre de la parábola recoge en sí las características más
originales del Dios de la fe hebrea: es humilde, porque respeta las
decisiones del hijo aún a costa del propio dolor. El Dios de Israel ama
tanto a su pueblo y respeta sus elecciones hasta achicarse para dar
espacio a la libertad de su criatura amada.
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La humildad divina se une al sufrimiento de amor de este padre:
también el Dios de la promesa no permanece jamás indiferente frente a
los comportamientos de su pueblo y sufre por su infidelidad. Su amor no
está sólo expresado por la palabra hesed, que significa amor fuerte,
tenaz, fiel en las pruebas, sino también por la palabra rachamim, que
significa amor materno, visceral hacia sus propios hijos. “Sión ha dicho: El
Señor me ha abandonado, el Señor me
ha olvidado. ¿Se olvida acaso una
mujer de su niño, de modo de no
conmoverse por el hijo de sus
entrañas? Aunque si esta mujer se
olvidase, yo en cambio no me olvidaré
jamás de ti. Yo te he dibujado en las
palmas de mis manos” (Is 49, 14-16).
Releyendo la parábola parece casi releer entre líneas que el retorno
del hijo es de algún modo “necesario” para que el padre sea tal. ¿Cómo
podría vivir sin el hijo, él que pasa todo el día oteando el horizonte para
estar pronto a salir al encuentro de aquel que vuelve (Lc 15, 20)? De
todos modos el amor de Dios es para nosotros tan grande que Él ha
escogido no ser más él mismo sino con nosotros: el nombre que Dios se
ha atribuido es siempre “Dios-con-nosotros” (Mt 1, 23; Ap 21, 3).
El Padre de Israel es también Madre: es el Otro en quien se puede
confiar absolutamente, el Dios fiel a la promesa de amor, la roca sobre la
cual edificar la vida sabiendo que no quedaremos defraudados
Este Padre humilde, compasivo, capaz de sufrimiento por amor, es
también rico en esperanza y generoso en el perdón: él espera en la
ventana el retorno del hijo y no duda en salir al encuentro de todos y de
sus dos hijos, para acogerlos en la fiesta de su amor. Un Padre que sale
de sí, se proyecta hacia su creatura, se hace peregrino y mendigo del
amor. Cuando el hijo mayor, enojado, rehúsa tomar parte en el
banquete, “el padre entonces salió a rogarle” (Lc 15, 28). Un hombre que
participa en la historia de sus hijos con una pasión que es tan respetuosa
como auténtica y profunda, es un Padre que hace libres y quiere hacer
participar a todos de la fiesta. Su alegría es debida al hecho de que este
hijo “que estaba muerto, ha vuelto a la vida”, o sea, se ha reencontrado a
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sí mismo y ha reencontrado la verdad de su existencia, “estaba perdido y
ha sido encontrado”, es decir, ha vuelto a la casa paterna.
Así el Dios de Israel ama a su pueblo elegido: lo ama con un amor
apasionado, que lo hace partícipe
de sus alegrías y de sus dolores, y
lo hace desear ante todo el bien
de amado, que es también,
subordinadamente, la fiesta de su
corazón de padre. “Mi pueblo es
duro para convertirse: llamado a
mirar hacia lo alto, ninguno puede
aguantar la mirada. ¿Cómo podré
abandonarte,
Efraín,
como
entregarte a otros, Israel?... Mi corazón se conmueve dentro de mí, en lo
íntimo tiemblo de compasión” (Os 11, 7-8).
¿Qué nos dice todo esto? Ante todo, para nosotros los cristianos el
primer espejo en donde aprender a leer el verdadero rostro del Padre es
la Biblia de los hebreos, ésa que nuestra Iglesia ha recibido con humildad
y gratitud como su primer libro sagrado. Rezando y meditando con la
Biblia caminaremos hacia el Padre de todos. También nos dice que
somos llamados por Jesucristo a contemplar en este Padre de Israel a su
Padre, el Padre de toda la humanidad, a aquel que nos quiere hijos en el
Hijo.
4. Abbá: el Padre de Jesús.
Existe entre la fe de Israel y lo que Jesús nos revela del Padre una
diferencia decisiva: que él, el Nazareno, es el Hijo eterno, que nos hace
una sola cosa con él y nos enseña a ser hijos. Ninguno puede en verdad
ser “hijo” si no en él. Todo “rechazo del Padre” no será superado
plenamente sino encontrándolo a él. Jesús, en efecto, nos ha hecho
partícipes de su misma condición filial: por esto nos pone en nuestra
boca el Padre nuestro, la oración de los hijos, y nos da su Espíritu que
grita en nosotros la palabra que más que cualquier otra expresa el amor
filial: ¡Abbá, Padre! (Rm 8, 15 y Gal 4, 6). La percepción que el cristiano
tiene del misterio del Padre no es expresable en palabras, se apoya en la
percepción que de Él tiene Jesucristo como Hijo, y es confiada a la gracia
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del Espíritu Santo. Este misterio del Padre va, por lo tanto, más allá de
todo pensamiento y concepto, no puede ser contenido en palabras, está
siempre “más allá”. Todo lo que nos ha sido dado captar parte siempre
de la palabra de Jesús: ¡Abbá!
Jesús pronuncia esta palabra también en su agonía, mientras está
próxima la suprema entrega de sí que hará en la hora de la cruz:
“Llegaron a un huerto llamado Getsemaní, y él dijo a sus discípulos:
Siéntense aquí mientras yo oro”. Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan
y comenzó a sentir miedo y angustia. Jesús les dijo: “Mi alma está triste
hasta la muerte. Quédense aquí y vigilen”. Después, yendo más adelante,
se postró en tierra y oraba que, si fuese posible, pasase esta hora. Y
decía “¡Abbá, Padre! ¡Todo te es posible, aleja de mí este cáliz! Pero que no
se haga mi voluntad sino la tuya” (Mc 14, 32-36). En su dolorosísima
agonía Jesús nos enseña a ser hijos: lo hace ante todo asumiendo sobre
sí la angustia que el corazón experimenta ante la muerte. Jesús no dirige
esta angustia contra el Padre, como haciéndolo culpable de haberle
dado aquella vida que ahora se precipita hacia el abismo. El Padre no es
la contraparte hacia quien lanzar el rencor del rechazo; es en cambio, el
confidente a quien dirigir la extrema invocación, confiando sin reservas
en su designio, por más oscuro y misterioso que sea. La palabra de la
confianza y de la ternura, el apelativo de “Abbá” que en hebreo
expresaba en el lenguaje cotidiano una relación de confianza con el
propio padre terreno, es ahora la expresión de la experiencia filial que
Jesús vive y de la cual nos hace partícipes más allá de cualquier
posibilidad nuestra.
Él se confía a Dios aún en la
hora del aparente abandono
por parte de Dios: entrega su
alma en las manos del Padre
aún en el momento en el cual la
oscuridad cubre toda la tierra y
el velo del templo se desgarrará
por el medio: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
El hecho de que tales palabras sean una cita del Salmo 31, 6 evidencia
una vez más la continuidad entre la figura del Padre a quien Jesús se
dirige y el Padre de la fe de Israel, pero al mismo tiempo el hecho de ser
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pronunciadas por él, el Hijo único hecho hombre, les da un sabor y una
potencia nuevos.
Gracias al Hijo también nosotros podemos hacer nuestras aquellas
palabras y transformar la angustia en abandono, el rechazo en confianza
liberadora. Jesús ha habitado en la oscuridad de la angustia y en lo
tenebroso de la muerte para que nosotros pudiésemos vivir la vida y la
muerte en el abandono al Dios fiel. El Padre que parece abandonarnos
como lo ha hecho con su Hijo –“¿Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado?” (Mc 15, 34)- acoge en realidad nuestro abandono, como
ha acogido aquel del Crucificado muriente, entregado por nosotros.
La buena nueva que la Cruz anuncia es que el Hijo ha compartido
hasta el fondo nuestra condición de seres mortales, débiles, angustiados
y que ahora somos hijos en el Hijo, que tenemos un Padre que está en el
cielo y que no deja nunca de amar con ternura fiel a sus hijos peregrinos
hacia Él.
El descubrimiento práctico de Dios como Padre se produce, por lo
tanto, para nosotros en Jesucristo: sólo él
nos lo revela en plenitud. Tal
descubrimiento nos lleva a pensar y a
sentir a Dios no sólo como altísimo
dominador y Señor sino a la vez como
acogedor benévolo, atento a cada
pequeñísimo
paso
mío,
accesible,
providente, perdonador. La mención Padre
no quita, en efecto, el sentido de los otros
nombres como Dios y Señor con todo lo
que estos nombres significan de poder
creador, de fundamento primero y fin
último de todo; más bien da a estos
atributos la connotación de benevolencia, ternura, perdón,
perseverancia en el amor etc.
5. Con los pobres
El Padre de Jesús es el Padre de los pobres: lo es no sólo porque
Jesús ha querido ser pobre y ha declarado: “felices los pobres, porque
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de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3), sino también porque sólo
quien es pobre de corazón puede abrirse a la entrega incondicional de sí
mismo a Dios. Ciertamente, la pobreza no es de por sí condición
suficiente para encontrar a Dios como Padre: sobre todo cuando es
carencia de bienes necesarios, materiales o espirituales, la pobreza
puede inducir a la desesperación y a la rebelión contra el Padre. Este
tipo de pobreza -que sería más justo llamarla “miseria”- está contra la
voluntad del Padre que da de comer a los pájaros del cielo y viste los
lirios del campo y quiere que a ninguna de sus criaturas le falte lo
necesario (Mt 6, 25 ss).
La relación del discípulo con el Padre exige una doble actitud frente
a la pobreza. Por una parte, la pobreza del corazón como apertura y
abandono a la providencia del Padre es necesaria para una auténtica
experiencia del amor misericordioso del Dios de Jesús. Por la otra, el
discípulo deberá hacer de todo para que la pobreza como miseria no
ofenda la imagen del Padre en ninguno de sus hijos.
El retorno al Padre implica por lo tanto, con la conversión del
corazón, un serio y perseverante compromiso de los creyentes en Él
para crear las condiciones de dignidad para todos, de modo que a nadie
falte el conjunto de condiciones mínimas para reconocer y adorar al
Padre en espíritu y en verdad.
La opción preferencial por los últimos, que muchas veces la Iglesia
de nuestro tiempo ha profesado en diversos contextos, no es una
distracción respecto a lo único necesario, que es la gloria del Padre; es
más bien una forma de la realización histórica de la incondicional
obediencia a Dios como Padre de todos. En este sentido se comprende
la urgencia para los cristianos de denunciar situaciones en las cuales la
dignidad de la persona humana es ultrajada y ofendida a causa de la
injusticia y de la miseria o de pretensiones que aparecen irrealizables en
lo concreto de la vida de los pobres. Es la invitación hecha por el Papa en
la Tertio Millenio Adveniente, de reflexionar sobre una “consistente
reducción”, sino de la “total condonación”, de la deuda externa de los
países más pobres, “que pesa sobre el destino de muchas naciones”
(TMA, n.15).
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Pero no es sólo en las relaciones internacionales que el retorno al
Padre compromete a los creyentes a
hacerse promotores de justicia y
promoción humana: hay una realidad
cotidiana de relaciones que hay que
tener presente y donde debe mirarse
a los otros como hijos del mismo
Padre, hermanos en la humanidad y
en la gracia.
Quisiera referirme en particular a la exigencia de superar lógicas de
encerramiento egoísta, según las cuales se considera necesario
defender los propios derechos contra las pretensiones de otros, más
necesitados. La grandeza de una civilización se mide también por su
capacidad de acogida y del compartir los propios recursos con quienes
tienen necesidad de ellos. La acogida de los inmigrantes, dando por
supuesto importancia a una debida vigilancia y respeto a las leyes, es
una de las formas de reconocimiento de la igual dignidad humana frente
al único Padre, como lo es la solidaridad hacia los más débiles y los más
olvidados de nuestra compleja sociedad. El rechazo de clausuras
selectivas y de actitudes discriminatorias es igualmente fruto del
reconocimiento del Padre de todos: no se debe dudar en reconocer el
peligro de un pecado profundo de egoísmo y de blasfemia contra Dios
como Padre común en estas actitudes que van envenenando aquí y allá
nuestra cultura.
El reclamo al compromiso de
caridad y de justicia, el llamado a
superar todo sectarismo y todo
racismo de cualquier signo,
corresponden a la invocación del
Padre nuestro que nos hace pedir
que la voluntad del Padre se
cumpla en la tierra, como en el cielo: Dios nos quiere a todos iguales en
dignidad ante Él, hermanos en la variedad de las posibilidades y de los
recursos, pero también en la participación común a lo que está
destinado para todos. El Padre de los pobres nos hace mirar con
amplitud de corazón las necesidades del otro e identificar en ellos -sobre
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todo en las necesidades de los más débiles- los derechos fundamentales
de la persona humana que a nadie le es lícito dejar de lado o conculcar.
La fraternidad cristiana es más que un sentimiento vago o una
dimensión espiritual sin consecuencias ni relaciones históricas: como lo
testimonia la escena de la primera comunidad cristiana en los Hechos de
los Apóstoles, el anuncio de la buena nueva de Dios Padre funda una
nueva praxis que supera las soledades y se esfuerza en limar los
conflictos, para crear condiciones de dignidad y de desarrollo para todos
según el designio de Dios.
Algunas preguntas para la revisión de vida personal y
comunitaria
- ¿Qué imagen tengo de Dios Padre? ¿Confío totalmente en Él, poniendo
en sus manos mis angustias y temores?
- La prueba de lo que sientes o no de Dios como Padre, Padre tuyo y de
todos: ¿puedes verificarla? ¿Das gracias por todo lo que te acontece?
¿Puedes dominar la angustia y las preocupaciones por las cosas que te
incumben sin perder contacto con las situaciones reales? ¿Eres capaz de
soportar una injusticia sin recriminar continuamente en tu corazón,
justificándote y defendiéndote? ¿Eres capaz de decir “me abandono a la
fidelidad de Dios ahora y siempre” Sal 52, 10...?
- ¿Soy una creyente negligente o pensante? ¿Cómo escucho a la no
creyente que está dentro de mí o a mi alrededor? ¿Respeto la búsqueda
de quien no cree? ¿Lo estimulo con mi testimonio?
- ¿Cómo vivo/vivimos la fraternidad que nace del reconocernos hijas del
único Padre? en particular, ¿cómo acogemos a los más pobres y qué
hacemos para expresar la solidaridad con ellos? ¿Qué atención hay en mí
y en la comunidad por los pobres de la tierra, especialmente por las
situaciones de dependencia, de violencia y de hambre?
- ¿Cómo irradio con la palabra y la vida mi fe en Dios Padre? ¿Cómo
sucede esto en nuestra comunidad? ¿Puedo decir a quien no conoce al
Dios de Jesús: ven y ve?
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