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Fernando Castañeda Sabido Laura Baca Olamendi Alma Imelda Iglesias González Coordinadores Léxico de la vida social Universidad Nacional Autónoma de México Editores e Impresores Profesionales, S.A. de C.V. 2016 Directorio Universidad Nacional Autónoma de México Enrique Luis Graue Wiechers Rector Leonardo Lomelí Vanegas Secretario General Leopoldo Silva Gutiérrez Secretario Administrativo Mónica González Contró Abogada general Javier Martínez Ramírez Director General de Publicaciones y Fomento Editorial Facultad de Ciencias Políticas y Sociales Fernando Castañeda Sabido Director Claudia Bodek Stavenhagen Secretaria General José Luis Castañón Zurita Secretario Administrativo María Eugenia Campos Cázares Jefa del Departamento de Publicaciones 4 Esta investigación, arbitrada por especialistas en la materia, se privilegia con el aval de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Léxico de la vida social Primera edición: febrero de 2016 Coordinadores: Fernando Rafael Castañeda Sabido, Laura Baca Olamendi y Alma Imelda Iglesias González Cuidado de la edición: Alma Imelda Iglesias González, Gabriela Monserrat Espejo Pinzón, Éber Josué Carreón Huitzil, Luz Andrea Vázquez Castellanos, Uriel Armando Pérez Ramos, Alejandra Vela Martínez Diseño de interiores y portada: Ernesto Morales Escartín y David Palacios Plasencia Reservados todos los derechos conforme a la ley D.R. © UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, México, D.F. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, México, D.F. D. R. © EDITORES E IMPRESORES PROFESIONALES, EDIMPRO, S.A. DE C. V. Tiziano 144, Col. Alfonso XIII, Delegación Álvaro Obregón, C.P. 01460, México, D. F. ISBN UNAM: 978-607-02-7633-0 ISBN SITESA: 978-607-7744-79-5 Queda prohibida la reproducción total o parcial, directa o indirecta, del contenido de la presente obra, por cualquier medio, sin la autorización expresa y por escrito del titular de los derechos patrimoniales, en términos de lo así previsto por la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales aplicables. Impreso y hecho en México / Made and printed in Mexico 6 Índice Presentación Introducción A 11 13 Actitud15 Fernando Castaños Zuno Álvaro Caso Acuerdo21 Administración de justicia 24 Administración pública 27 Fernando Castaños Zuno Álvaro Caso Angélica Cuéllar Vázquez Roberto Oseguera Quiñones Omar Guerrero Orozco Cambio político 81 Capital social y cooperación 87 Laura Hernández Arteaga René Millán Ciudadanía Lucía Álvarez Enríquez Ciudadanía liberal Ana Luisa Guerrero Guerrero 93 100 Civilización Julio Horta 104 Clases sociales 112 Massimo Modonesi María Vignau Antisemitismo Silvana Rabinovich 31 Clientelismo Patricia Escandón Bolaños 116 Aprobación presidencial 35 Cohesión social 120 Asociaciones voluntarias 39 Competencia electoral 126 Autonomía 48 Comportamiento cívico 131 B 53 Comunicación y cultura 137 Bienestar Mariano Rojas 57 Comunidad internacional 143 Bullying 61 Confianza Pier Paolo Portinaro 149 C Cambio climático 67 Cooperación internacional 154 Cambio global 72 Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación 163 Ricardo Román Gómez Vilchis Ricardo Tirado Yolanda Angulo Parra Autoridad pública Daniel Sandoval Cervantes Nathalie Melina Portilla Hoffmann Tizoc Fernando Sánchez Sánchez Edit Antal Gilberto Giménez Montiel Germán Pérez Fernández del Castillo Rosa María Mirón Lince Rosa María Mirón Lince Delia Crovi Druetta José Luis Valdés Ugalde Roberto Peña Guerrero Gabriel Pérez Salazar 7 Cultura de masas Estado interventor D Deliberación171 F Familia269 Democracia directa 176 Familia y diversidad 273 Democracia económica 180 Familias e intercambios 280 Democracia representativa 186 Democratización política 191 Regina Crespo 168 Fernando Castaños Zuno Rodrigo Páez Montalbán Alejandra Salas-Porras Gerardo Cruz Reyes José Luis Velasco Cruz Derechos de los jóvenes Alma Iglesias González Derechos humanos Ariadna Estévez López Derechos políticos Alma Iglesias González 197 203 208 G Gabriel Campuzano Paniagua 264 Fátima Fernández Christlieb Rosario Esteinou Cecilia Rabell María Eugenia D’Aubeterre Género285 Marta Lamas Gerencia social Miguel Ángel Márquez Zárate 291 Globalización 295 Gobernabilidad 301 Gobernanza Carlos Chávez Becker Edgar Esquivel Solís 305 Gobierno democrático 311 Hegemonía del Estado 317 Ruslan Vivaldi Posadas Velázquez Alfonso Arroyo Rodríguez Desigualdad 214 Discurso 218 E 226 H Educación Georgina Paulín Pérez Gabriel Siade Paulín 231 Hermenéutica 321 Ejercicio del poder 239 Heteronomía Silvana Rabinovich 332 Epistemología social 243 Historia cultural 336 Espacio académico 247 Humanidad 344 Espacio público 252 I Ideología 352 Iglesia 355 8 María Cristina Bayón Fernando Castaños Zuno Ecología política Mina Lorena Navarro Trujillo Fernando Ayala Blanco Adriana Murguía Lores Humberto Muñoz García Ricardo Uvalle Berrones Estado de bienestar Rina Marissa Aguilera Hintelholher 258 Jorge Márquez Muñoz Massimo Modonesi Jesús Suaste Rosa María Lince Campillo Mauricio Sánchez Menchero Georgina Paulín Pérez Julio Horta Gabriel Siade Paulín Julio Muñoz Rubio Hugo José Suárez Instituciones políticas y sociales 362 Instituciones públicas 365 J Justicia distributiva 372 Cristina Puga Espinosa Lourdes Álvarez Icaza Rina Marissa Aguilera Hintelholher Paulette Dieterlen Memoria376 M Gilda Waldman Mitnick N Nacionalismo382 Negociación política Fernando Vizcaíno Guerra Luisa Béjar Algazi Adriana Báez Carlos 387 Organismos internacionales Carlos Eduardo Ballesteros Pérez Organización P Cristina Puga Espinosa 403 408 Parlamentarismo414 Israel Arroyo Pensamiento político Víctor Alarcón Olguín 419 Políticas públicas R Racionalidad435 Ricardo Uvalle Berrones 424 Francisco Valdés Ugalde Razón de Estado 440 Redes sociales 448 José Luis Orozco Alcántar Matilde Luna Ledesma 456 Víctor Manuel Muñoz Patraca Matilde Luna Ledesma José Luis Velasco 460 Resistencia civil no violenta 465 S Salud pública 472 Irene M. Parada Luz Arenas-Monreal Sistemas sociales 476 Sistemas sociales emergentes 488 Sociología del derecho 495 Nuevas tecnologías de la 391 información y la comunicación ( ntic ) Alejandro Méndez Rodríguez Régimen autoritario 454 Germán Pérez Fernández del Castillo Pablo Armando González Ulloa Aguirre Representación política Ocio398 O Demetrio Valdez Alfaro Reforma del Estado Pietro Ameglio Patella José Antonio Amozurrutia Silvia Molina y Vedia del Castillo Antonio Azuela Solidaridad 502 Subalternidad 510 T 513 Fernando Pliego Carrasco Massimo Modonesi Teoría de la burocracia Gina Zabludovsky Kuper Totalitarismo 518 U Unión Europea 524 Vida cotidiana 527 Vida social 532 Voluntad 538 V Pilar Calveiro Garrido Beatriz Nadia Pérez Rodríguez Teresa Pérez Rodríguez Amelia Coria Farfán Fernando Rafael Castañeda Sabido Slaymen Bonilla Núñez 9 Presentación Anthony Giddens escribió, en la introducción de sus Nuevas reglas del método sociológico, que el “fracaso de las ciencias sociales, cuando son pensadas como una ciencia natural de la sociedad, es manifiesta no sólo en la ausencia de un corpus integrado de leyes abstractas […]; es evidente en las respuestas del público lego”. Para Giddens, las objeciones de los legos a los descubrimientos de las ciencias naturales son el resultado de que desafían su sentido común; la creencia en que la tierra era plana hacía difícil aceptar que la tierra fuera redonda; por el contrario, en las ciencias sociales el problema no es que desafíen su sentido común, sino que de alguna manera éste les dice que es algo que ya saben. La diferencia radica en que el mundo natural no está construido por ellos, mientras que el mundo social es creado y recreado por cada uno de los hombres y mujeres que lo conforman, para lo cual el sentido común es un elemento fundamental. Habría que decir que la obra misma de Giddens no es fácil de entender para los legos y, en ocasiones, ni siquiera para los expertos. Sin embargo, tiene razón cuando señala que el mundo social es una construcción de las habilidades prácticas de cada uno y de todos los seres humanos que formamos el mundo de la vida social. El secreto y el gran reto para las ciencias sociales es precisamente la complejidad que surge de un mundo, cuerpo extremadamente complejo de instituciones, sistemas y espacios, que enfrentamos como si fuera una realidad externa que, como decía Durkheim, se nos impone (particularmente en una sociedad tan vasta e intrincada como la sociedad moderna), aunque al mismo tiempo, su existencia sea el resultado de la interpretación y recreación que hacen todos y cada uno de sus miembros. Parece una gran paradoja —y lo es— que la vida social como un todo no pueda existir sin la actividad consciente y deliberada de sus miembros y que, al mismo tiempo, sus crisis políticas y económicas, la desigualdad, el desempleo, las diversas formas de exclusión social, la corrupción y la violencia en todas sus manifestaciones se nos presenten como calamidades que nos exceden. Las promesas que la Modernidad ha hecho para la redención de los retos y desafíos de nuestra sociedad actual parecen constantemente superadas, rebasadas y, quizás, es así. La vida social es un ente en movimiento, en constante proceso de invención y reinvención. El conocimiento que se produce en su interior es parte constitutiva de esa recreación permanente. Estamos convencidos de que las ciencias sociales son, sin duda, la invención y el reto más importante que la Modernidad se ha propuesto. Que ésta trate de explicarse a sí misma a través del pensamiento que se genera en su interior, y que ese conocimiento sea un instrumento para dar sentido a muchas de sus deficiencias y tensiones, es un desafío lleno de paradojas y complicaciones, pero vale la pena emprenderlo. No seríamos mujeres y hombres de nuestro tiempo, en el pleno sentido de la palabra, si no sintiéramos la pulsión de enfrentar esos retos. El Léxico de la vida social que les presentamos es el trabajo colectivo de académicos y especialistas de las ciencias sociales que viven y sienten el reto de pensar su mundo, de interpretar su entorno, de reflexionar en su tiempo. Como hemos señalado, la vida social es una entidad en perpetuo movimiento y, por lo tanto, en permanente invención y reinvención, y los conceptos que sirven para entenderla están, a su vez, en constante proceso de reelaboración e interpretación. Un léxico como éste pretende dar a conocer a estudiantes, profesores y gente interesada en las ciencias sociales algunos conceptos centrales que sirven para interpretar la vida social tal como la vivimos hoy. Los términos son explicados por académicos que trabajan en la investigación y, por lo tanto, llevan en su esclarecimiento la experiencia y la interpretación que han hecho de ellos en su propia práctica académica. La relevancia de este libro radica precisamente en la reinterpretación que hacen ellos de estas nociones a la luz de su experiencia actual, desde el horizonte donde observan la vida social al tratar de dar cuenta de ella. El Léxico contiene 96 vocablos y cuenta con la participación de 94 académicos provenientes de prestigiosas instituciones mexicanas especializadas en la investigación y difusión del conocimiento. Quiero agradecer el trabajo de todos los académicos que participaron. El esfuerzo de involucrar a tantos investigadores se lo debemos a Laura Baca. El esfuerzo de ponerlo a punto fue el resultado del trabajo monumental de Alma Iglesias y de su equipo: Gabriela Espejo Pinzón, Luz Andrea Vázquez Castellanos y Éber Carreón Huitzil. Al ver la obra concluida, volteamos atrás y observamos todas las etapas de su evolución con cierto sentimiento de sorpresa y admiración y, como en el mito de Sísifo, listos para volver a escalar la montaña. Ahora sólo queda el juicio crítico de los lectores. Fernando Rafael Castañeda Sabido 11 Introducción Éste es un libro hecho para los que desean estudiar y comprender la vida social. Entenderla y, más aún, incidir en ella, requiere no sólo reunir toda la información asequible al respecto, sino relacionarla, compararla, hacer inferencias: convertirla en conocimiento. Implica, también, admitir la dificultad que representa responder con coherencia cuando alguien nos pregunta: “dime, con toda sinceridad, ¿a qué te refieres?”. “La verdad es simplemente —decía Chesterton— que la lengua no es un instrumento fiable como un teodolito o una cámara”. El Léxico de la vida social atiende a la importancia de la conceptualización y la creación de categorías en la construcción del conocimiento, y a la capacidad de éstas para ayudarnos a imbricar la información y la razón para, como decía Wright Mills, “conseguir recapitulaciones lúcidas de lo que ocurre en el mundo” y, quizá, de lo que sucede en nosotros. Retoma, así, la provocación de este autor cuando asegura que “el nuestro es un tiempo de malestar e indiferencia, pero aún no formulado de maneras que permitan el trabajo de la razón y el juego de la sensibilidad […]; en vez de problemas explícitos, muchas veces hay sólo el desalentado sentimiento de que nada marcha bien”. Este libro apela a la sensibilidad con la que nos enfrentamos al lenguaje en el difícil ejercicio de desarrollar lo que este teórico llamó la imaginación sociológica, y de dar realidad a su promesa. Sabemos que esta tarea es social, puesto que nos urge a identificar lo que hay de común en nuestras propias experiencias con las de todos los individuos con los que compartimos circunstancias y a reconocer que, al tratar esta íntima relación, los problemas que podamos indagar trascienden la inquietud personal y se convierten en un asunto público. Así, nuestras definiciones vienen de un debate y provienen de una historia concreta. En otras palabras, sabemos que esta empresa no se resuelve en soledad ni de una vez por todas, lo que el filósofo Bajtín llevó a sus últimas consecuencias cuando dijo que “todo hablante es de por sí un contestatario, en mayor o menor medida: él no es un primer hablante, quien haya interrumpido por vez primera el eterno silencio del universo”. Por eso pensamos que es necesario ofrecer a los lectores interesados una obra de consulta en la cual puedan revisar un panorama introductorio a los términos que han servido para describir uno o varios aspectos de la vida social. Puesto que los términos con los que diseccionamos un objeto de estudio fueron creados en innumerables discusiones, el Léxico de la vida social es, en cierto sentido, un ponerse al día en una compleja conversación. En él se aborda ampliamente el qué es de los nombres o conceptos cuya sola mención invoca una tradición completa de reflexiones y preguntas, y que funcionan como pivotes de las discusiones que constituyen disciplinas como la Ciencia Política, las Relaciones Internacionales, la Filosofía, la Administración Pública y la Sociología, todas ellas intrínsecamente ligadas a la vida social. Nuestro lector podrá comprobar que, como opinan muchos de los autores que escriben en este libro, los conceptos contenidos en el Léxico (y en otras tantas obras) no se agotan, ya que responden y se amoldan a una realidad que cambia. No son inamovibles ni cerrados. En muchas ocasiones, su definición es apenas una hipótesis. De la misma manera, la vida social es inagotable y el corpus de este libro no pretende ser de carácter exhaustivo, sino una muestra de los temas que se investigan, ahora, principalmente en la academia mexicana. Es una selección de textos con los que se sientan las bases para diálogos futuros más complejos. En cada uno de ellos, se hace el ejercicio de delimitar una noción, de observar cómo se ha modificado y de reseñar los debates actuales en torno a ésta. Estas tres tareas complementarias —definir, preguntarse y no reificar—, tan importantes para conocer, tienen cada una su lugar en los apartados: Definición, Historia, teoría y crítica y Líneas de investigación y debate contemporáneo. Aunque cada artículo puede leerse por separado, muchas entradas de este libro, cuyos textos se presentan conforme al orden alfabético, se relacionan entre sí, pues se critican, se complementan, se refutan. El lector deberá estar atento a estos vínculos en los que, por ejemplo, la “Heteronomía” apela a la “Autonomía” o en que, en cierto sentido, la “Salud pública” es una parte de la “Administración pública”, la cual, a su vez, es motivo de reflexión en la “Teoría de la sociedad burocrática”. O a las levísimas divergencias que hay entre el “Estado de bienestar” y el “Estado interventor”, ambos muy apegados al dilema de la filosofía que se expone en “Justicia distributiva”. A veces ocurre que se puede reconstruir una clara adscripción a una escuela de pensamiento, entre, por ejemplo, las voces “Ideología”, “Hegemonía del Estado” y “Subalternidad”. Otras tantas, dos o más textos tienen preocupaciones en común, como sucede con “Discurso” y “Hermenéutica”. En fin, aunque el corpus es heterogéneo, es posible reconstruir afinidades. El carácter variado y distinto de las voces, por su parte, nos ayuda a vislumbrar la diversidad de formas de aproximarse a un objeto, de posturas ante el mismo y de prácticas de investigación. Los vínculos de los que hemos hablado, además, no sólo tienden hacia el propio contenido del libro, sino, como su título —un tanto ambicioso— lo explica, a la vida humana, entendida como un hecho que necesariamente se constituye a partir de relaciones sociales. La conceptualización es un arma cargada de futuro; como la imaginación sociológica, “parece prometer de la manera más dramática la comprensión de nuestras propias realidades íntimas en relación con las más amplias realidades sociales”. En este sentido, el esclarecimiento de los conceptos no es sólo discursivo, sino también es una reflexión sobre hechos concretos, que nos permite actuar e intervenir en el mundo con una mayor conciencia de lo que es y lo que esperamos que sea, de lo que hacemos y decimos. Bajo la idea de que aún tiene vigencia aseverar, como lo hacía Mills, que “la primera tarea política e intelectual del científico social consiste hoy en poner en claro los elementos del malestar y la indiferencia contemporáneos”, hoy, en México, cuando pareciera haber una profunda divergencia entre lo que se dice del país y lo que realmente sucede, urge agudizar nuestra sensibilidad lingüística y teórica, y alertar los sentidos para explorar los discursos con los cuales se describe nuestra realidad social, indagar de dónde vienen, qué prácticas sociales generan. El ejercicio de definir es más que necesario, como también lo es revisar nuestras categorías y sus alcances, sus interpretaciones implícitas, sus suposiciones. Comité editorial, 2016 13 Aa ACTITUD Fernando Castaños Zuno Álvaro Caso Definición En la comunicación cotidiana, la palabra actitud se emplea muchas veces para hacer referencia a una disposición de ánimo que se manifiesta en una manera de estar, un modo de actuar o una forma de hablar. En consonancia con esta acepción, se utilizan como sinónimos parciales de ella voces que aluden a tales modalidades, como postura, talante, aire o tono. En ensayos de cierta índole, también se usan como equivalentes restringidos palabras que remiten más directamente a la proclividad anímica, como orientación o inclinación.1 En otra acepción común, actitud denota una reacción constante a un tipo de objetos o una respuesta generalizada ante una clase de hechos. Los sinónimos que podríamos encontrar cuando se adopta este sentido son construcciones con verbos que indican la intención de acercarse o alejarse, como buscar o evitar. No hay sustantivos que designen tipos específicos de actitudes; pero éstas tienden a agruparse, por medio de frases hechas, en función de sus grados de definición. Se habla, por ejemplo, de actitudes claras o inciertas. También, con el mismo tipo de recursos, se suelen esbozar clasificaciones que toman en cuenta la consideración que tienen unos sujetos por otros, o las relaciones que entablan entre sí. Se dice, en ese tenor, que una persona tiene una actitud cooperativa o dominante. De lo anterior podría desprenderse que, generalmente, una actitud entraña una valoración del objeto que la suscita. No es extraño que esto se haga explícito cuando se dice que el objeto despierta actitudes favorables o adversas; también es frecuente que se califique al sujeto o a la actitud misma, que se diga que alguien es positivo o negativo, o que tiene actitudes buenas o malas. En el mundo académico se jerarquizan y complementan los rasgos de las acepciones cotidianas, de manera que se enfocan mejor fenómenos determinados, como veremos más adelante. Pensamos que puede ser útil agrupar estos enfoques en dos grandes conjuntos, de acuerdo con los intereses y las perspectivas de las disciplinas que se han ocupado de la materia: en el primer conjunto, incluiríamos los tratamientos de la psicología social, la sociología política, la demoscopia y la psicología laboral; en el segundo, los de la lógica, la filosofía del lenguaje, la lingüística y los estudios del discurso. En el campo de la psicología social, el término actitud tiene una carga teórica importante y se considera como un factor principal y definitorio de un conjunto de opiniones. 1 En más de una ocasión, Octavio Paz utilizó estos equivalentes parciales de la palabra actitud para hablar de rasgos de la personalidad de otros poetas. Ver, por ejemplo, su ensayo biográfico sobre Xavier Villaurrutia (1978). A la vez, la actitud está determinada, en buena medida, por un valor. Estas ideas se representan frecuentemente por medio de una pirámide invertida. En la parte inferior, que es la más pequeña, se encuentra un valor; en la parte media, un conjunto de actitudes y en la parte superior, que es la más extensa, un número grande de opiniones. En este esquema se puede apreciar cómo de un valor se desprende una serie más grande de actitudes y cómo, análogamente, una actitud genera un número vasto de opiniones. En la sociología política y la demoscopia, actitud es un término central y tiene un significado derivado del que recibe en la psicología social, lo que se reconoce explícitamente en los informes de investigaciones básicas, cuyas metodologías o cuyos resultados sustentan los marcos de referencia de otras investigaciones. Más aún, la teoría de que las opiniones son variables dependientes de las actitudes y éstas, a su vez, dependientes de los valores, ha orientado, al menos en parte, la interpretación de los datos en algunos de los trabajos académicos más importantes de estas disciplinas. Sin embargo, en esos campos, la necesidad de contar con definiciones operacionales que guíen el análisis de información cuantitativa y cualitativa, obtenida tanto a través de encuestas, como por medio de entrevistas abiertas o de discusiones en grupos de enfoque, ha llevado a introducir o dar preponderancia a ciertos rasgos observables que puedan diferenciar las actitudes, por un lado, de los valores, y por el otro, de las opiniones. El principal rasgo ha sido el de la duración: se considera que un valor tiene mayor permanencia que una actitud, y que ésta es menos cambiante que las opiniones. Se piensa, por ejemplo, que un grupo social continuará teniendo una actitud favorable al tipo de políticas que promueva un partido en un periodo, aunque adopte una opinión negativa acerca de la implantación de una de esas políticas. Análogamente, el grupo continuaría identificándose con los valores que suscriba el partido, aunque dejara de tener una actitud favorable a ese tipo de políticas. Ligado al rasgo de duración, está el de variabilidad contextual, que es también de carácter escalar, por lo que en relación con él se pueden establecer diferencias de grado entre las opiniones, las actitudes y los valores. Qué tan favorables son las opiniones acerca de un político puede depender tanto de los temas que se están tratando en el momento en que se expresan, como de con quién o quiénes se compare a este político. En cambio, las actitudes acerca de un partido se conservan para espectros temáticos y rangos comparativos más amplios. Los valores ligados a una orientación política tienen alcances aún mayores. Cabría, quizá, resumir estas concepciones diciendo que las actitudes tienen profundidad, duración y alcance medios en un marco de valoración estratificado o jerarquizado. Además de tratar las actitudes de esta manera, en la psicología laboral se considera útil distinguir entre dos actitudes de dedicación: una productiva, que conduce a una distribución eficaz de los esfuerzos, y otra estéril, que lleva al agotamien- Actitud 15 a to y no produce resultados. Reflexiones más elaboradas en este campo conducen a definir lo que llamaríamos actitudes de segundo orden, es decir, actitudes acerca de las actitudes. Sería positiva la actitud de quien está preparado para cambiar y aprender si su manera de acercarse al trabajo no es productiva; en otras palabras, la de quien asume las dificultades como retos por superar. En las disciplinas en que se ha desarrollado el segundo conjunto de enfoques académicos, se parte de una distinción entre dos tipos de información o de contenidos que son comunicados por medio de las estructuras de las palabras: la proposición y la actitud del hablante. En primer lugar, cuando un enunciado expresa una proposición, nos dice cómo es o qué ocurre con algo. En términos técnicos, formular una proposición es asociar un predicado con un argumento o una serie de argumentos. Un argumento representa una entidad, concreta o abstracta, y normalmente es un nombre propio, un pronombre o una frase nominal. Un predicado representa una cualidad, una acción o una relación; comúnmente involucra un verbo y puede comprender adjetivos y preposiciones. Entonces, una proposición es una construcción que se puede afirmar o negar, y que se puede juzgar como cierta o falsa. Estrictamente, una proposición sería verdadera si el hecho al que corresponde es como dice que es, y falsa si es de otra manera. En un discurso hacemos referencia a las proposiciones expresadas anteriormente o en otros discursos, por medio del verbo decir acompañado de la conjunción que. Así, por ejemplo, (1) refiere una proposición expresada por Alberto acerca de Juan y (2) una formulada por Josefina acerca del libro y la mesa: (1) (2) Alberto dijo que Juan había venido; Josefina dijo que el libro estaba sobre la mesa. En segundo lugar, un enunciado expresa una posición de aquél que habla respecto de la proposición. En (3), por ejemplo, el enunciador hace patente que considera la proposición de Alberto como verdadera, mientras que en (4) el hablante muestra reservas sobre la proposición de Josefina: (3) (4) Estoy seguro de que Juan había venido; No sé bien si el libro estaba sobre la mesa. El segundo contenido del enunciado, es decir, la actitud del o de la hablante, atañe a la relación entre éste y la proposición (y lo hemos ejemplificado con la seguridad de (3) y con la duda de (4)). En la lógica y la filosofía del lenguaje, cuyas reflexiones han dado gran fuerza a la distinción entre los dos tipos de contenidos, se subraya que dos oraciones distintas pueden expresar la misma proposición y que con la misma oración se puede expresar proposiciones distintas. El par (5) y (6) ejemplifica lo primero: (5) (6) a 16 El Rey Sol gobernó Francia desde 1643 hasta 1715; Luis XIV gobernó Francia entre 1643 y 1715. Actitud Si imaginamos que (7) se hubiera pronunciado, tanto en 1700, como en 1785, tendremos un buen ejemplo de lo segundo: (7) El rey de Francia tiene un carácter débil. En las dos fechas la oración hubiera expresado proposiciones distintas, una falsa y otra verdadera, porque en 1700 “el rey de Francia” se referiría a Luis XIV y en 1785, a Luis XVI. En la lógica y en la filosofía del lenguaje se observa también que una proposición se puede expresar en diferentes idiomas,2 como ocurre con (8) y (9): (8) (9) La nieve es blanca; Snow is white. A partir de ello, se subraya que una proposición es una entidad abstracta y que es verdadera (o falsa) independientemente de quién la exprese; en suma, que tiene un carácter objetivo. La actitud, en cambio, es subjetiva; incluso algunos filósofos importantes la consideran como un estado mental del hablante que depende no sólo de quién pronuncia o escribe el enunciado, sino de cuándo y en qué circunstancias lo hace: así como una persona puede estar convencida de la verdad de una proposición y otra puede dudar de ella, alguien más puede aceptarla con distintos grados de confianza en diferentes momentos.3 En (10) y (11) se manifiestan distintas actitudes acerca de la misma proposición: (10) Te digo que allí está; (11) Me parece que allí está. En la lingüística y los estudios del discurso, se concibe la actitud de manera similar a como se hace en la lógica y la filosofía del lenguaje, y en buena medida por influencia de estas disciplinas, aunque más indirecta que directa. En esos campos, la actitud no es materia de discusión explícita, ni objeto de definición formal, pero las actitudes se examinan implícitamente al considerar el conjunto de recursos que las manifiestan, el cual se denomina modalidad. En la mayoría de los enunciados, la modalidad depende primordialmente del modo sintáctico. En español, por ejemplo, con el modo indicativo tienden a expresarse aseveraciones que implican actitudes de compromiso con la verdad de la 2 Se señala también que la traducción perfecta no existe. Por ejemplo, John Lyons (1979) ha afirmado que se puede traducir todo lo que dice una oración o sólo lo que dice ella, pero no todo y sólo lo que dice: siempre se agrega o se suprime algo. Pero esto no demerita el punto principal aquí señalado, sino que lo subraya: en lo que expresan las dos formas distintas hay algo común. 3 Por su importancia potencial para entender las dinámicas del pensamiento, se ha buscado indagar de diversas maneras la variabilidad de las actitudes acerca de una proposición, e inclusive aprehenderla por medio de formalizaciones simbólicas; ver, por ejemplo, Richard, 1990. proposición; con el modo subjuntivo tienden a expresarse conjeturas o deseos y a describirse condiciones esperadas o hipotéticas, en otras palabras, planteamientos que implican actitudes no acerca de lo que es, sino de lo que puede ser. Entre los recursos modales se encuentran adverbios, como francamente o quizá, y frases adverbiales, como en verdad o tal vez. Muchas veces la modalidad depende también de manera importante del significado léxico de verbos que se denominan modales, entre los que se encuentran los siguientes: creer, pensar, saber, dudar. Por supuesto, habría que agregar decir al conjunto, así como otros verbos de comunicación. A partir de análisis gramaticales sobre las posiciones en las que pueden aparecer y las conjugaciones que pueden tener, se incluye entre los verbos modales otros como poder, deber, querer, tener. Las combinaciones entre los modos sintácticos y los significados léxicos de los verbos modales pueden dar lugar a diferencias de modalidad sutiles, que implican, a su vez, distinciones finas entre actitudes. Por ejemplo, tanto con el modo indicativo como con el subjuntivo se pueden exponer, con los verbos mencionados, valores de probabilidad o grados de convicción, como en (12) y (13): (12) Yo sé que Rosa puede venir; (13) Que yo sepa, Rosa puede venir. Con el modo imperativo, se pueden conformar modalidades desiderativas, además de las propiamente imperativas, como en (14) y (15): (14) (15) ¡Ven pronto! Eso es lo que quiero; ¡Vengan inmediatamente! Tiene que ser. Si comúnmente las diversas actitudes que expresan los hablantes son claras para los usuarios de la lengua, cabe advertir que no hay entre los expertos un acuerdo sobre la taxonomía de las actitudes.4 Los problemas y las polémicas que hay al respecto se indicarán en la siguiente sección. Por ahora basta decir que no todos los autores proponen el mismo número de categorías de clasificación, ni las mismas subdivisiones para cada una de ellas. Historia, teoría y crítica Como se expuso en el apartado anterior, el primer enfoque académico —el que plantea el esquema de opiniones, actitudes y valores como predisposiciones estratificadas— se sustenta principalmente en la idea de que la actitud, como respuesta o tipo de respuestas, es relativamente constante (véase p.11). Esta noción fue esbozada en la psicología social, la sociología y la demoscopia a finales de los años veinte y principios de los treinta del siglo xx en diversos textos; sin embargo, los investigadores toman como punto de partida 4 De hecho, no hay tampoco una taxonomía definitiva de las modalidades. el de Gordon Allport, en el que se enfatiza que las actitudes dirigen el comportamiento (1935). Tal idea se desglosa y complementa en las décadas de los años sesenta y setenta por medio de modelos estadísticos, de los cuales el más influyente en su momento fue el que propusieron Martin Fishbein e Icek Ajzen (1975), para quienes expresar una opinión era una forma de comportarse. De acuerdo con sus planteamientos, qué tan favorable o desfavorable es una actitud ante un objeto es algo que puede medirse en una escala elaborada en función de dos variables también cuantificables: la creencia de que el objeto posee un rasgo determinado y la valoración que se tiene de ese rasgo. El modelo de Fishbein y Ajzen delinea un espacio de las actitudes con dos dimensiones, una cognoscitiva y otra apreciativa, ambas importantes desde un punto de vista científico; distinguirlas brinda bases para realizar observaciones más claras y reflexiones más rigurosas que las que se tenían antes. Sin embargo, en las últimas décadas han tenido mayor difusión modelos que no reconocen esta distinción, pero que se consideran útiles para tratar temas de gran interés para la sociología política aplicada, por lo que han recibido gran atención. Es notorio que actualmente el principal modelo en el campo de la investigación sea el de la pirámide invertida, descrito en la sección anterior, cuyo primer exponente, Daniel Yankelovich (1991), buscaba explicar el cambio como un producto de comunicaciones recibidas y de procesos “internos”, propios del sujeto individual. Él consideraba que los procesos internos estaban impulsados por una necesidad de resolver lo que Leon Festinger (1957) llamara “disonancias cognoscitivas”, es decir, estaban motivados por la necesidad de modificar las ideas para que formaran sistemas armónicos o coherentes. Sin embargo, al postular que en la base de las actitudes están los valores, Yankelovich asimiló la dimensión de las ideas y la cognición al campo de lo apreciativo, lo que consideramos equivocado. Lo que logró Yankelovich fue sintetizar planteamientos diversos de autores distintos, de tal manera que se pudieran comunicar y recordar con relativa facilidad, por lo que su modelo piramidal resultó de utilidad considerable.5 Es importante, sin embargo, consignar aquí que su propósito era poder enfocar una materia que parecía dispersa y que, al estipular su esquema, el autor advertía que no debería atribuirse un carácter rígido a las relaciones entre los tres estratos de la pirámide. Él tenía claro que un cambio de valores generalmente conlleva cambios de actitudes; pero sabía que, en ocasiones, algunas actitudes cambian sin que lo hagan otras afines al estado anterior. Entendía también que, inclusive, 5 Por ejemplo, cuando se prepara un cuestionario, el modelo obliga a seleccionar o diseñar más de una pregunta de opinión para medir una misma actitud, lo que generalmente proporciona a los resultados una confiabilidad mayor que cuando se utiliza una sola pregunta como indicador de una variable. Actitud 17 a las modificaciones de las actitudes podrían conducir a una transformación de los valores. Desafortunadamente, sobre la posición prudente y, en parte, crítica de Yankelovich, se ha impuesto la fuerza icónica de su modelo, en la que se apoya el punto de vista que confiere a la duración media el carácter de rasgo definitorio de las actitudes. La precaución aconsejaría dejar la temporalidad de una actitud (posiblemente variable) como un dato empírico por explicar. La investigación contemporánea se apoya generalmente en variantes del modelo de Yankelovich, que muchas veces se combina con ideas de Allport o de Fishbein y Ajzen. La herencia conjugada de estos autores se explicita muchas veces, no sólo en introducciones de informes de encuestas sobre temas diversos, sino también en los títulos de las publicaciones que se derivan de ellas.6 Ahí se revela la persistencia de las inconsistencias teóricas aludidas arriba; por ejemplo, cuando se incluyen los valores en una jerarquía cognoscitiva o las ideas en una valorativa. No cabría concluir, sin embargo, que la influencia de dichas herencias sea dominante, en un sentido estricto. Muchas veces proporciona una orientación inicial, o queda como un sustrato implícito que facilita la comunicación entre expertos; pero la manera en que se obtienen los datos de cada estudio no sólo depende de ella sino también, y con cierta frecuencia en mayor medida, de procedimientos de control metodológico,7 como la prueba de preguntas de cuestionario en levantamientos piloto y en sesiones de grupos de enfoque. Estos procedimientos permiten mejorar, por ensayo y error, los instrumentos de medición imperfectos debido a las limitaciones de la teoría.8 Así como esto ocurre con la obtención de los datos, la interpretación de los mismos está guiada por la experiencia de los investigadores en la producción de los instrumentos. En el segundo grupo de disciplinas —es decir, el de la lógica, la filosofía del lenguaje, la lingüística y los estudios del discurso—, algunas de las nociones que definen el análisis sobre la actitud tienen orígenes ancestrales y han cobrado forma a lo largo de los siglos mediante análisis heterogéneos —sobre todo gramaticales, retóricos y epistemológicos— acerca del concepto de modo. 6 Ver, por ejemplo, Vaske y Donnelly, 1999. 7 Al respecto, ver, por ejemplo, las investigaciones de la llamada Encuesta mundial de valores (World Values Survey), nombre de una red de investigadores sociales que, desde 1981, ha realizado cinco rondas u “olas” de encuestas a muestras representativas de sociedades que comprenden el 90% de la población mundial (http://www.worldvaluessurvey.org/). Entre 2010 y 2012 se condujo la sexta ola de la serie. Considérese también la investigación que dio origen al libro Los mexicanos de los noventa (iis, 1996). 8 Al respecto, ver, por ejemplo, cómo procede el Pew Research Center for the People and the Press (http://www.people-press. org/). a 18 Actitud La discusión que propiamente da forma al enfoque recibe su primer impulso de Bertrand Russell, en sus indagaciones sobre el significado (1905) y sobre el conocimiento (1984 [1913]). El filósofo británico buscaba construir una teoría que permitiera analizar cualquier afirmación a partir de las conjunciones o negaciones de lo que llamó “proposiciones atómicas”: oraciones simples que fueran constatables en la realidad empírica por medio de la observación. Esta teoría permitiría establecer, por ejemplo, si la afirmación (16) es verdadera o no, una vez que se constate si las proposiciones (17) y (18) son ciertas o falsas: (16) Los dos libros de química están sobre la mesa; (17) El primer libro de química está sobre la mesa; (18) El segundo libro de química está sobre la mesa. Pero Russell, que era crítico y autocrítico, muchas veces encontraba problemas que ponían en cuestión sus propios planteamientos. Se dio cuenta de que podemos explicar la verdad o la falsedad de una construcción como (19) cual si fuera el producto de la verdad o la falsedad de unidades más simples, como (20) y (21): (19) El (20) El (21) El gato y el perro son jóvenes; gato es joven; perro es joven. No obstante, también advirtió que no podemos descomponer (22) de la misma manera: (22) Creo que el gato es joven. La proposición (22) puede ser cierta aunque (20) sea falsa; entonces, dar cuenta del significado de afirmaciones con verbos como creer en función de proposiciones atómicas verdaderas no resulta tan fácil como explicar el significado de afirmaciones con verbos como ser. En consecuencia, el significado de verbos como creer es de naturaleza diferente al significado de verbos como ser. En la terminología que se ha derivado de estas consideraciones, con los primeros verbos se refieren estados mentales y con los segundos, hechos objetivos. Lo interesante y lo importante es observar que, de algún modo, el significado de (22) sí depende de los significados de creer y de ser; en otras palabras, sí hay algo que vincula el estado mental y el hecho objetivo. Para tratar de esclarecer ese vínculo, Russell propuso la noción de “actitud proposicional”: una relación entre el sujeto que habla y lo que dice acerca del mundo. La afirmación, como la negación o la duda, constituye una actitud acerca de lo que dice; un compromiso con la proposición que se expresa. El problema para el atomismo era, entonces, dar cuenta de la combinación de las palabras que significan actitudes y las palabras que significan proposiciones. Este tipo de esclarecimiento inicial del problema de la relación entre el significado y la verdad ha sido de gran tras- cendencia para la filosofía. Aunque no hay consenso sobre su solución, discutirlo ha impulsado, tanto a seguidores como a críticos de Russell, a indagar asuntos clave para comprender el uso del lenguaje en la actividad mental y en la interacción social. Un punto importante en las discusiones que han surgido es que se ha validado la concepción de proposición que expusimos en la primera sección (véase p.12), que consiste en la asociación de un predicado con uno o más argumentos. Ésta fue adoptada, aunque sin claridad suficiente, por Russell a partir de tratamientos seculares y de aportaciones de Gottlob Frege en el campo de la filosofía de las matemáticas (1950 [1893 y 1903]), y fue precisada posteriormente por John Searle a partir de señalamientos críticos de Peter Strawson y John Austin. Strawson hizo ver que las teorías del significado y la verdad que Russell procuraba construir requerían que se distinguiera más claramente entre la oración y lo que se dice con la oración (1950), porque lo que se dice puede variar conforme al contexto en el que se usa la oración, como ya se señaló en la primera sección. Austin (1962), por su parte, mostró que no siempre que se emplea una oración se hace una afirmación acerca de un hecho constatable, sino que se puede hacer también una pregunta sobre el hecho o una exclamación, las cuales lo suponen pero no lo aseveran. Incluso la oración puede constituir el hecho, como cuando se le da un nombre a una persona. En otras palabras, cuando hablamos normalmente llevamos a cabo distintos tipos de actos, y una teoría del significado como la de Russell, si fuera correcta, sólo explicaría un tipo: el de las afirmaciones. Determinar qué tipo de acto se realiza depende, entre otras condiciones, de la intención que tiene el hablante cuando pronuncia la oración o —deberíamos acotar nosotros— de la intención que es válido atribuirle al hablante. Searle (1969) reúne las aportaciones de Strawson y Austin y, en consecuencia, distingue entre la oración, el acto y la proposición. Una oración contiene elementos que expresan intenciones y que le dan la fuerza de acto, además de elementos que expresan argumentos y predicados y que le dan carácter de formulación proposicional. Entonces, podemos ver las intenciones de Austin y Searle como una extensión de las actitudes de Russell. Junto con la teoría patrimonial del modo, éste es uno de los sustratos de la concepción lingüística contemporánea de modalidad, que tiene su impulso inicial en los años setenta y ochenta del siglo xx, como se puede ver en la obra del semántico John Lyons (1977; 1981). Vistos así los asuntos en cuestión, habría que mantener claras las distinciones, primero, entre actitud y modalidad y, luego, entre modalidad y modo. La actitud es un estado del hablante, mientras que la modalidad es un conjunto de recursos de la lengua que, conjugados, expresan la actitud, y el modo, solamente uno de esos recursos (el cual reside en la conjugación de los verbos). Cada vez es más aceptado que la organización del discurso como tal contribuye también a la identificación de las actitudes del autor; es decir, que la expresión de éstas no depende sólo de las propiedades gramaticales de las oraciones. Por ejemplo, si a un hecho se le da la condición de consumado, luego aparece el conector por y después sigue una frase que hace referencia a una acción, se entenderá que para el hablante la acción es la causa, y que no duda de ello, aunque la frase no venga acompañada de ningún verbo conjugado, y no haya, por lo tanto, modo alguno. En este caso, hay un carácter afirmativo que se transmite de la descripción del efecto a la expresión de la causa. Más aún, las actitudes pueden ser tácitas, asumirse por el contexto, estar expresadas por la entonación o encontrarse sugeridas por gestos y ademanes. La frase (23) podría ser empleada, por ejemplo, después de (24), para solicitar la ubicación de un producto al dependiente de un supermercado y, después de (25), para responder la pregunta de un amigo: (23) Y también los cereales; (24) Quería preguntarle dónde se (25) ¿Están caras las frutas aquí? encuentran las salsas; Si se mantiene la distinción entre actitud y modalidad, es relativamente sencillo explicar que los recursos empleados en (23) permiten expresar distintas actitudes o, incluso, que éstas se dan a conocer aún si divergen de lo que estos recursos significan canónicamente. Pero si se equiparan la actitud y la modalidad, resulta caprichoso decidir a qué modalidad corresponde la frase (23), si a la interrogativa (en cuyo caso se pregunta por la ubicación de los cereales) o a la afirmativa (en cuyo caso es respuesta a la pregunta de (25)). El problema es mayor si se confunden la modalidad y el modo, como ocurre en algunas clasificaciones que postulan los modos condicional, negativo, optativo, potencial o interrogativo, además del indicativo, el subjuntivo y el imperativo.9 En cuanto al problema de la taxonomía de las actitudes mencionado en la sección anterior (véase p.13), se debe considerar que si se toma la modalidad sólo como guía para elaborarla, pero éstas se categorizan en sus propios términos, no se buscará una correspondencia biunívoca entre modalidades y actitudes. Entonces, las actitudes se dividirán inicialmente en un número limitado de clases y, posteriormente, esas clases se subdividirían en otras. De esta forma, el primer nivel de clasificación coincidiría con el primero (también) de una clasificación de los actos de habla, aunque esto no quiere decir que las taxonomías de las actitudes y los actos sean paralelas, pues, por un lado, en la categorización de los actos intervendrían otros elementos además de las actitudes imputables y, por el otro, en el discurso se pueden expresar muchos grados de actitudes cuyas diferencias no se traducen en distinciones de actos. 9 Aunque en estudios gramaticales de los últimos lustros, como el de Emilio Ridruejo (1999), se mantiene la distinción aquí sustentada, la confusión que se señala se ha extendido más de lo que pudiera pensarse, y se refleja, por ejemplo, en entradas actuales de la Wikipedia (“Modo gramatical”, s.f.). Actitud 19 a Desde la perspectiva esbozada en el párrafo anterior, consideramos que hay tres clases básicas de actitudes.10 Las primeras son las actitudes que interesaron originalmente a Russell: se ubican en el espacio del conocimiento y tienden a ser denominadas como epistémicas. Una actitud epistémica es aquélla en que el hablante da a entender qué tan seguro está de la verdad o la falsedad de la proposición que formula. Las segundas son actitudes respecto a los derechos y las obligaciones relacionados con el hecho que representa la proposición y se denominan deónticas. Una actitud deóntica es aquélla en que un hablante indica que un hecho es permitido, prohibido u obligado. Las terceras se ubican en otro espacio diferente de los anteriores y, aunque tienen diversas denominaciones, nosotros preferiríamos llamarlas simplemente valorativas. Las actitudes de este tipo corresponden a las ocasiones en que los hablantes manifiestan si un contenido proposicional es importante o no y si es positivo o negativo. El punto es que uno puede considerar una proposición como verdadera o como falsa independientemente de que vea el hecho como permitido o prohibido y deseable o indeseable; es decir, se puede combinar cualquier actitud epistémica con cualquier actitud deóntica y con cualquier actitud valorativa. En otras palabras, estamos hablando de tres dimensiones lógicamente independientes y, por lo tanto, si las tomamos como base de la taxonomía, ésta será exhaustiva y rigurosa. Líneas de investigación y debate contemporáneo Para las disciplinas que, como la psicología social, la sociología política y la demoscopia, ven una actitud como un haz de opiniones o como un rasgo común de un conjunto de opiniones, el problema de la temporalidad continuará impulsando la investigación, y probablemente recibirá aún mayor atención de la que ha tenido. Es de preverse que se buscará entender por qué la duración de una respuesta no siempre corresponde a su posición en la jerarquía de valores, actitudes y opiniones; por qué, por ejemplo, en ocasiones, una actitud permanece, pero el valor que supuestamente la regía cambia. Un caso ilustrativo es el de ciertos países en los que se sigue apreciando el matrimonio religioso aunque la religiosidad disminuya. Otro problema, en parte ligado al anterior, es el de la dirección del cambio: se desea saber cuándo las modificaciones de las actitudes conducen a cambios de opiniones y viceversa. Se supone que de la identificación con un partido se sigue la preferencia por un candidato, pero en ocasiones el hecho de preferir a un candidato hace que grupos de votantes se identifiquen con su partido, de la misma manera que rechazarlo produce un distanciamiento con el partido. ¿De qué depende que estas divergencias se resuelvan en un sentido o en otro? 10 Esta posición se basa en consideraciones expuestas en Castaños, 1997. a 20 Actitud Tales problemas empíricos quizás se traduzcan en preocupaciones teóricas, ya que en los ejemplos expuestos lo que se pone en cuestión es la predicción que se desprende de las conceptualizaciones básicas. Si las predicciones son dudosas, se deberían revisar las conceptualizaciones. Cabría pensar, por ejemplo, que una opinión no se deriva de una actitud, sino que en una opinión se conjugan diversas actitudes sobre los distintos asuntos que están en juego en el enunciado. Luego, habría que pensar en un modelo de redes que sustituyera el de la pirámide. Para indicar la posible dirección de la investigación futura en las disciplinas que, como la filosofía y la lingüística, adoptan un enfoque como el segundo (tratado en las primeras secciones de este artículo), es decir, que distinguen entre el contenido proposicional de un enunciado y la relación de su autor con ese contenido, sería útil identificar dos problemas que tienen cierta afinidad con los anteriores. Uno de ellos es el de las actitudes implícitas. Dado que no están codificadas en la lengua, sino que se recuperan a partir de las estructuras discursivas que se forman con los elementos lingüísticos y en función de las condiciones en que se produce el discurso, esas actitudes no sólo se dirigen hacia el contenido proposicional, sino también hacia el contexto discursivo y hacia la situación de enunciación. No tiene la misma fuerza afirmar públicamente que alguien ha cometido una falta que hacerlo en privado, ni postular una causalidad en un artículo científico que plantearla en una conversación informal, porque la afirmación no tiene las mismas consecuencias en unos casos que en los otros. Cuando atribuimos una actitud proposicional que no está marcada explícitamente, estamos suponiendo que el o la hablante asume lo que esa actitud implica para él o ella, es decir, estamos haciendo una inferencia retrospectiva que va de los efectos a la actitud. Sería importante, entonces, indagar cómo se relacionan las actitudes proposicionales con las actitudes discursivas y las situacionales. El otro problema es el de la imposibilidad de la paráfrasis total. Como la distinción misma entre proposición y actitud de donde parte, la discusión sobre la tipología de las actitudes se apoya en equivalencias de frases u oraciones. Los filósofos y los lingüistas abstraen la noción de proposición cuando encuentran que en dos enunciados distintos se hace referencia a la misma entidad y se dice lo mismo de ella; asimismo, ellos aíslan la noción de actitud cuando ven que con dos frases diferentes un autor se compromete de una misma manera con cierta proposición. No obstante, nunca dos estructuras sintácticas dicen estrictamente lo mismo; en el caso de la traducción, por ejemplo, siempre se minimiza o se subraya algún punto y se añade o se suprime algún matiz.11 Cuando tratamos dos frases como equivalentes, lo que hacemos es destacar lo que tienen en común y dejar fuera de consideración lo que las distingue. Así que, advertir que se manifiesta una actitud implica reconocer un horizonte y una jerarquía de actitudes posibles. Ello indica que, para 11 Ver nota 2, p. 12. profundizar en el conocimiento del campo, un tema importante sería el de la interacción entre las consideraciones que pertenecen a las tres dimensiones identificadas en la sección anterior: epistémica, deóntica y valorativa. Parece sugerirse, por ejemplo, que el rango de opciones valorativas que importan no necesariamente es el mismo cuando hay una expectativa de que ocurra un hecho que cuando se piensa que es imposible que suceda. Asimismo, dar a un acto el carácter de obligación, en lugar de verlo como derecho, podría modificar el grado de pertinencia que tiene juzgar si el acto existe o no. Al ver todos estos problemas en conjunto, cabría imaginar que un diálogo entre los investigadores de cada uno de los enfoques sería muy productivo. Entender cómo se conjugan las predisposiciones acerca de los diferentes elementos que se tratan en un enunciado y comprender cómo lo hacen las posturas epistémicas, deónticas y valorativas acerca de la proposición formulada en él son tareas que pueden iluminarse mutuamente. Lo mismo puede decirse del cambio de valores y de la rejerarquización de opciones. Sin embargo, las rutas de investigación asociadas a los dos enfoques han estado separadas tanto tiempo, que no podríamos calificar el diálogo que se propone como probable, sino sólo como deseable. Bibliografía Allport, Gordon W. (1935), “Attitudes”, en Carl Allanmore Murchison (ed.), A Handbook of Social Psychology, Massachusetts: Clark University Press, pp. 798-844. Austin, John Langshaw (1962), How to Do Things with Words, Oxford: Clarendon. Castaños, Fernando (1997), “Observar y entender la cultura política: algunos problemas fundamentales y una propuesta de solución”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 59, núm. 2, pp. 75-91. 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Yankelovich, Daniel (1991), Coming to Public Judgment: Making Democracy Work in a Complex World, New York: Syracuse University Work. ACUERDO Fernando Castaños Zuno Álvaro Caso Definición En el lenguaje ordinario, la palabra acuerdo tiene diversas acepciones, que pueden agruparse en torno a dos significados básicos. En primer lugar, denota una relación de afinidad o conformidad entre planteamientos. Es común emplearla en este sentido para sustentar una predicción; se dice, por ejemplo: “De acuerdo con esta información, los precios van a bajar”. Se utiliza, también, en una especie de inferencia retrospectiva, para subrayar una evidencia contraria a un supuesto de forma que sea posible cuestionarlo: “De acuerdo con su idea, la mayoría debería haber asistido; pero vinieron pocos”. En el ámbito de esa denotación, muchas veces se usa acuerdo para expresar la compatibilidad entre la forma en que una persona percibe un hecho o un objeto y un planteamiento acerca de este hecho u objeto, así como para referir la actitud epistémica de esa persona frente a dicha proposición. Se advierte, por ejemplo: “Tu testimonio está de acuerdo con lo que ella ha dicho” o “ella está de acuerdo con eso”, para indicar que ella considera que eso es verdadero. Acuerdo 21 a Como sustitutos de la palabra en su primer significado o, mejor dicho, de la frase de acuerdo con, se utilizan, entre otros, los siguientes: según, en concordancia con y de conformidad con. Como antónimos, se tienen: en desacuerdo con, en discrepancia con y en contra de. Por supuesto, en ciertos contextos se puede parafrasear tanto la relación positiva como la negativa, por medio de conectores que indican consonancia y disonancia. Para el primer caso, tenemos, por ejemplo, adverbios de secuencia, sobre todo los que funcionan como conjunciones ilativas, por ejemplo luego; para el segundo, locuciones adversativas, como sin embargo. En segundo lugar, acuerdo tiene como significado básico el de ‘resolución conjunta’. Entre las acepciones que lo conforman se encuentra la de compromiso pactado. Se dice, por ejemplo, “se pusieron de acuerdo”, para indicar que se llegó a una decisión aceptada por las partes involucradas y que, en consecuencia, cada una ha adquirido obligaciones determinadas. En tales casos suele suponerse que el resultado es producto de alguna negociación y pone fin a una disputa. Una acepción del segundo grupo de significados que tiene ecos del primero es la de ‘consenso logrado’. Cuando se usa la palabra en este sentido, aparece en frases como “alcanzaron un acuerdo”. Entonces, tiende a implicarse que, además de la negociación, hubo alguna deliberación. Es decir, la palabra da pie para pensar que se tomaron en cuenta las razones de las partes y no sólo sus intereses. Es de señalarse que el uso de la palabra acuerdo en sus acepciones cotidianas generalmente tiene implicaciones de honestidad, aunque éstas pueden variar, dependiendo de la acepción y del contexto de uso. Por ejemplo, si se dice que un número de personas están de acuerdo con una observación acerca de un hecho, se entiende que la palabra adquiere entonces su sentido epistémico y que todas las personas referidas suscriben genuinamente la observación. Si alguna de ellas es insincera, entonces lo que describe la palabra es falso. Por otro lado, si por medio de la palabra se informa que dos partes han tomado una resolución conjunta, se implica entonces que ambas se obligan a cumplir con lo establecido en dicha resolución. Por supuesto, se sugiere aquí que ambas tienen una buena opinión acerca de la medida concertada entre las dos, pero no hay un compromiso estricto al respecto: pueden desviarse de su mejor opinión, precisamente para alcanzar una resolución. Además, no porque alguna de las partes haya sido insincera, con respecto a la opinión, o aún con respecto a la voluntad de asumir la obligación, la obligación deja de existir; lo que la palabra informa es cierto. La palabra acuerdo también tiene algunos significados especializados, relacionados en distintos grados con los cotidianos o con las implicaciones de éstos. En ciertos ámbitos —prototípica pero no exclusivamente en el parlamentario y el diplomático—, designa el contenido de una resolución o la materia de un consenso. También puede denominarse así al documento en que se asientan los puntos de vista comunes a actores diversos o las responsabilidades asumidas por ellos en un proceso. Cuando esto ocurre, es común que la palabra, a 22 Acuerdo en singular o en plural, vaya acompañada del nombre del lugar en el que se firma el documento y que la frase resultante se convierta en el título del mismo, como en el caso de “los Acuerdos de Yalta”. Acuerdo se usa también para nombrar la disposición de una autoridad colegiada o de un funcionario de alto rango en el Estado, en una asociación privada o en una organización civil. Aquí, lo importante es que la decisión es vinculante para otros: estipula un curso de acción o define un conjunto de derechos y cometidos. En otras palabras, tiene el carácter de mandato o de precepto. Quizá por derivación de esos significados especializados, aunque ya con cierta distancia de los usos ordinarios, en el medio gubernamental se llama acuerdo a la reunión periódica entre un funcionario y su superior. Se espera que en cada ocasión éste apruebe o dicte objetivos y líneas de trabajo, de modo que el primero se sujete a ellos. En este sentido, se dice “mañana tengo acuerdo” y “voy a mi acuerdo”. Entre los expertos en estudios de opinión surgió, hace no más de veinte años, otra acepción que ha sido retomada en ocasiones por conductores de radio y televisión; ésta es la de “calificación del desempeño presidencial”. Cuando se le da ese sentido, por “el acuerdo”, se entiende la respuesta promedio —en una escala cualitativa o numérica— a preguntas como la siguiente: “¿Qué tan de acuerdo o en desacuerdo está usted con la forma en que gobierna el Presidente?”. Historia, teoría y crítica Aunque la palabra acuerdo no es en el mundo académico un vocablo técnico, tiene algunas de las propiedades de los términos científicos. No es objeto de definiciones formales y no ha sido materia de controversias importantes; sin embargo, tiene poca variabilidad y se le trata con cuidado considerable. En la filosofía y en la lingüística, se tiende a emplear la palabra en un sentido epistémico vinculado con la relación de afinidad o conformidad entre planteamientos de la que hablábamos al principio, aunque más preciso. Generalmente, cuando se dice que dos ideas están de acuerdo, se implica que una se puede inferir de la otra siguiendo las reglas de la lógica, o bien que las dos son compatibles y que ambas serían una consecuencia natural de supuestos válidos.1 También se puede entender que una de las ideas es análoga de la otra y, entonces, se pueden poner en correspondencia los elementos de una y otra. Por lo tanto, usar la palabra en este sentido supone que se han examinado y juzgado las ideas con cierto detenimiento, como en el siguiente ejemplo: “Esencialmente de acuerdo con el comité de vecinos, el ingeniero piensa que sí se puede reparar el puente”. 1 Quizá el uso precursor de la palabra en estos sentidos sea el de John Locke cuando la emplea para definir el conocimiento (ver el capítulo I del libro IV de su Ensayo sobre el entendimiento humano, 2009 [1609]). En la sociología política y la historia política, acuerdo tiene una acepción muy similar a la diplomática especializada: hace referencia al pronunciamiento de dos o más actores.2 Aquí se subraya que quienes lo suscriben quedan sujetos a la sanción mutua y, sobre todo, son agentes de responsabilidad pública. Visto así un acuerdo, son materia de juicio, primero, el proceso que conduce a la resolución y, luego, el contenido de la misma; pero lo es también, posteriormente, el comportamiento de las partes en relación con el objeto del acuerdo. Por una parte, el actor político que procura y logra un acuerdo legítimo es encomiable; el que no lo consigue es decepcionante; el que busca uno ilegítimo es despreciable. Por otra parte, cuando el acuerdo es legítimo, quien lo honra merece la confianza de sus pares, y quien lo incumple ve disminuidas sus posibilidades de entablar uno posterior. Ahora bien, la opinión de la ciudadanía es tanto o más importante que la inclinación de los actores políticos para emprender iniciativas conjuntas. En el paradigma ideal, el actor que cumpla con lo estipulado recibirá el apoyo de los votantes; el que no, su rechazo. Como podría suponerse, ese sentido de la palabra acuerdo es muy cercano a algunas nociones clave en el pensamiento sociológico, como las de pacto y contrato. Al igual que éstas, el término que nos concierne se utiliza cuando se piensa que la coordinación y la cohesión de los grupos dependen, en buena medida, de las normas que adoptan, aunque, a diferencia de ellas, sugiere que la óptica desde la cual se ven las cosas es también importante. Como pacto, el acuerdo pone en el telón de fondo los intereses de los actores; pero, como contrato, da prominencia a la posible sanción por incumplimiento. En comparación con ambos, el pacto y el contrato —que pueden ser tácitos o evidentes, haber sido creados por los signatarios o ser de antemano constitutivos del orden social—, el acuerdo casi siempre se manifiesta con claridad y se toma en un momento dado. Por tales razones, hay contextos en los que las tres palabras son intercambiables y otros en que sus peculiaridades cuentan.3 Aún considerando esas sutilezas, comprender qué es un acuerdo no ha sido un problema académico, propiamente, y no hay un campo de investigación teórica dedicado al acuerdo. Las áreas de estudios empíricos y aplicados en las que éste es un tema importante tienden, por lo tanto, a ser de carácter interdisciplinario y se concentran, bien en las condiciones que producen y mantienen acuerdos, bien en los efectos de ellos. De dichas áreas, la principal es, quizá, la de la resolución de conflictos, que en las últimas décadas se ha abocado sobre todo a caracterizar el papel de los mediadores en la obtención de acuerdos y a identificar las mejores estrategias para lograrlos.4 Otra que ha recibido atención considerable es la de las relaciones corporativas, donde se ha visto que los acuerdos 2 Ver, por ejemplo, cómo emplea Marwick (1964) la palabra. 3 Ambas condiciones pueden apreciarse en Biddle et al., 2000. 4 Ver, por ejemplo, Kressel y Pruit, 1985, o Wallensteen y Sollenberg, 1997. modifican las posibilidades de representación de intereses y pueden reducir las inequidades en los procesos de decisión.5 Líneas de investigación y debate contemporáneo Es de esperarse que la investigación aplicada cobre aún mayor impulso en los próximos lustros y que se especialice en función de los ámbitos y las materias de los acuerdos. Ya se observan tendencias más o menos claras en varios terrenos, como el de la terminación de confrontaciones armadas y el de la separación matrimonial. Algunos de esos estudios están conduciendo a la elaboración de modelos sobre el cambio en las posiciones de los actores involucrados en un conflicto, los cuales tienen pretensiones de rigor analítico y de sustento empírico. Son de interés especial los que buscan captar las relaciones entre los marcos de compresión y las formas de entablar acuerdos.6 Es probable que en el campo de los estudios parlamentarios se desarrolle uno de tales terrenos especializados. Aunque no puede preverse si será en diálogo con los otros campos ya mencionados o independientemente de ellos, sí puede anticiparse que responderá a la motivación de mejorar la toma de decisiones en contextos de gobiernos divididos.7 Probablemente será promovido en parte también por la investigación sobre la deliberación, que a su vez recibe impulso académico de los estudios sobre el discurso y sobre la democracia. La deliberación propicia la identificación de premisas comunes y, por consiguiente, confiere legitimidad a los consensos, aún entre quienes representan identidades e intereses confrontados. Además, en una democracia, las decisiones basadas en la deliberación conllevan, por ese solo hecho, la obligación de cumplirlas. En otras palabras, el acuerdo está implícito en ellas y, si se hace explícito, adquiere la mayor fuerza posible. Bibliografía Biddle, Jesse, Vedat Milor, Juan Manuel Ortega Riquelme, Andrew Stone (2000), Consultative Mechanisms in Mexico, Washington: The World Bank (psd Occasional Paper, 39). Hernández Estrada, Mara, José del Tronco, José Merino (2009), “Mejores prácticas en negociación y deliberación. Reflexión final y lecciones aprendidas”, en Un congreso sin mayorías, México: Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Centro de Colaboración Cívica, pp. 357-386. Kressel, Kenneth y Dean G. Pruitt (1985), “Themes in the Mediation of Social Conflict”, Journal of Social Issues, vol. 41, núm. 2, pp. 179-198. 5 Ver, por ejemplo, Schmitter, 1992. 6 Ver Thompson, Neale y Marwan, 2004. 7 Varios libros publicados recientemente en nuestro país reflejan esta preocupación. Ver, por ejemplo, Hernández, del Tronco y Merino, 2009. Acuerdo 23 a Locke, John (2009 [1609]), An Essay Concerning Human Understanding, en Works of John Locke [edición Kindle], s.l.: Halcyon Press. Marwick, Arthur (1964), “Middle Opinion in the Thirties: Planning, Progress and Political ‘Agreement’”, The English Historical Review, vol. 79, núm. 311, pp. 285-298. Schmitter, Philippe C. (1992), “Corporatismo (corporativismo)”, en Matilde Luna y Ricardo Pozas (eds.), Relaciones corporativas en un periodo de transición, México: Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 1-21. Thompson, Leigh, Margaret Neale y Marwan Sinaceur (2004), “The Evolution of Cognition and Biases in Negotiation Research: An Examination of Cognition, Social Perception, Motivation, and Emotion”, en Michele J. Gelfand y Jeanne M. Brett (eds.), The Handbook of Negotiation and Culture, Stanford, California: Stanford University Press, pp. 7-44. Wallensteen, Peter y Margareta Sollenberg (1997), “Armed Conflicts, Conflict Termination and Peace Agreements, 1989-96”, Journal of Peace Research, vol. 34, núm. 3, pp. 339-358. ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA Angélica Cuéllar Vázquez Roberto Oseguera Quiñones Definición El formalismo jurídico concibe la administración de justicia como el acto de organizar y ejercer la función jurisdiccional por parte del Estado. Desde esta perspectiva, podemos decir que la administración de justicia tiene como objeto la resolución de conflictos entre dos o más actores mediante la implementación de mecanismos institucionales que impidan el deterioro del tejido social. Jurídicamente, la resolución de conflictos se conoce como impartición de justicia y la figura encargada de dirimir el conflicto mediante la aplicación e interpretación de las leyes es el juez. Sin embargo, más allá de la perspectiva formalista, el término administración de justicia resulta ambiguo y su utilización obliga a reflexionar sobre una serie de problemas de corte sociológico: ¿es posible administrar la justicia?, ¿la justicia es un bien que existe en la sociedad y que es posible administrar o dosificar?, ¿se define socialmente?, ¿quién o quiénes definen lo que es justicia? En este trabajo se abordarán la historia del concepto, sus antecedentes históricos y las críticas y debates que ha suscitado. a 24 Administración de justicia Diversos autores (Fix-Zamudio, 1992: XXI) sostienen que el término administración de justicia es utilizado en dos sentidos: en primer lugar, se emplea como sinónimo de función jurisdiccional y, en segundo lugar, hace referencia al gobierno y a la administración de los tribunales; incluso hay quienes sostienen que comprende a todos los órganos encargados de ejercer la función jurisdiccional con independencia de que se ubiquen dentro o fuera del poder judicial (Ovalle, 2006: 67). Entonces, el concepto administración de justicia tiene, formalmente, una doble dimensión: por un lado, funcional, al referirse a las acciones de impartición de justicia y, por otro, instrumental, al hacer alusión a la organización de las instituciones. El término adquiere un sentido más amplio, se podría decir que de carácter social, cuando la definición rebasa los límites estatales y niega el monopolio del poder judicial como único órgano encargado de administrar la justicia. Como ejemplo, pensemos en formas tradicionales o alternativas de solución de conflictos que no se rigen por el derecho positivo y que están enclavadas en la legitimidad de quienes ejercen la función jurisdiccional. En suma, se trata de un término polisémico envuelto en controversias que se desprenden del hecho de que la administración de justicia se relaciona siempre con la existencia de realidades inequitativas; esto es, sociedades en las que, formalmente, la ley cumple la tarea de resolver los conflictos que enfrentan los ciudadanos, pero en las que, en realidad, no todos gozan del estatus ciudadano, por lo que tienen que recurrir a mecanismos informales o alternativos para encontrar solución a conflictos de diversa índole. Historia, teoría y crítica La administración de justicia ha existido en todo grupo humano en el que la preocupación por controlar los conflictos sociales haya alcanzado formas institucionales. La manera de administrar la justicia ha cambiado a lo largo de la historia. Con el paso del tiempo, las formas religiosas fueron paulatinamente sustituidas por formas laicas. En las sociedades modernas —es decir, en aquellos sistemas sociales en que el mundo de la vida ha sido colonizado por el derecho—, la tradición poco a poco perdió su lugar como eje organizador de lo social; en su lugar se pretendió que fuera el derecho el que legitimara la acción de los gobernantes y el que orientara el accionar de los individuos. De este modo, la ley se separó de la tradición y se impuso como sistema normativo que funciona de manera autónoma. Con la llegada de la Modernidad, las sociedades alcanzaron el ideal de obedecer la ley y no al hombre. Ésta es la función simbólica más importante del derecho y la que, en teoría, le otorga legitimidad. Sin embargo, la actividad jurisdiccional nunca ha estado completamente separada de las otras esferas de gobierno; dicho en otros términos, la administración de justicia siempre ha estado ligada al ejercicio del poder político. En sociedades antiguas como Mesopotamia, Egipto y el pueblo hebreo, el rey era sumo sacerdote y al mismo tiempo cumplía la función de juez. Incluso, en una primera etapa de la historia romana, la actividad jurisdiccional estaba reservada a los sacerdotes. Poco a poco el derecho romano pasó por un proceso de se cularización que tuvo como resultado el surgimiento de un grupo de juristas laicos que se ocupaban de dar respuesta (responsas) a cuestionamientos o problemas planteados por el pueblo. El prestigio de estos consultores romanos creció paulatinamente, lo que posibilitó la incipiente institucionalización de un ius romano. En el Imperio romano se creó una estructura jurídica dirigida por el emperador y operada por órganos y figuras de carácter político e inclusive militar. Con la aparición de los pretores y magistrados, encontramos indicios de la constitución de figuras jurídicas encargadas de resolver los conflictos entre particulares mediante un proceso de interpretación de las leyes y no sólo de su aplicación. El caso del derecho romano es un ejemplo útil de la evolución de la administración de justicia, pues es, sin duda, el que más ha influido en el desarrollo de los órdenes jurídicos modernos. El concepto administración de justicia está ligado a tres principios que le dan sentido: la independencia, la eficacia y la accesibilidad. Idealmente, estos principios deben estar presentes en el ejercicio y en el espíritu de la administración de justicia. Cada uno de ellos acota y describe lo que podríamos llamar una buena administración de justicia. Sin embargo, si pensamos en las sociedades contemporáneas, nos encontramos con que estos principios no se cumplen a cabalidad. Las razones son múltiples y dependen de cada país y cada contexto, pero eso es materia de otra discusión. Estos principios que acotan la administración de justicia en las democracias modernas tienen una función social y política muy importante: dan legitimidad a las decisiones emanadas de la actividad jurisdiccional. En la construcción teórica ideal de la administración de justicia, la legitimidad acompaña siempre a la legalidad: lo que resuelven los tribunales es legal porque se apega a la ley y porque emana de los procedimientos que ésta señala, y es legítimo porque la sociedad cree que la aplicación de la ley es un sinónimo de hacer justicia. El principio de independencia establece la separación de la función judicial de cualquier otra actividad gubernamental o política. Implica la no subordinación del proceso de administración de justicia a otros procesos de los poderes constituidos; esto con la intención de proteger las decisiones judiciales de intromisiones de otro orden que no sea el jurídico, de forma que se pueda establecer la neutralidad y objetividad de su labor. De acuerdo con la definición clásica de Montesquieu (2003), el poder judicial es el encargado de la administración de la justicia. Para que ésta sea legítima, tiene que gozar de protección y de una relativa insularidad, lo que en muchas ocasiones no sucede. La eficiencia de la justicia es el principio que establece la necesidad de que el juzgador cumpla con su tarea dentro de tiempos y condiciones marcados por la ley. Si la administración de justicia se lleva a cabo respetando los procedimientos que protegen a las partes en conflicto, se puede decir que la justicia tiene posibilidades de realizarse y que los juicios son verdaderamente justos. Cuando no se cumplen, la administración de justicia pierde legitimidad frente a los ciudadanos. Si el poder judicial es incapaz de respetar o hacer valer el principio de eficiencia, la sociedad opta por recurrir a mecanismos informales que le permitan la resolución de los conflictos. Por otro lado, la accesibilidad se refiere a la posibilidad de que cualquier ciudadano, sin importar su condición social, resuelva sus controversias a través de las instituciones jurisdiccionales. Esta cara de la administración de justicia es de suma importancia, pues tener o no acceso a la justicia determina la calidad ciudadana de los individuos y la calidad democrática de una sociedad. El acceso a la justicia es uno de los derechos fundamentales en las democracias modernas, y el Estado está obligado a otorgarlo y respetarlo. Sin embargo, en una sociedad donde la desigualdad social es el signo dominante, el acceso a la justicia deja de ser un derecho universal y se convierte en un privilegio del que gozan las élites con poder económico y político. Muchos analistas (Baratta, 1986; Melossi y Pavarini, 1984) coinciden al señalar que los sectores menos favorecidos de las sociedades sólo conocen la faceta punitiva-represiva de los sistemas de justicia; en otras palabras, grandes sectores de la población mundial viven el derecho como una amenaza latente y no como una institución protectora que vela por sus intereses y los dota de una calidad ciudadana. A manera de ejemplo, podemos mencionar los importantes trabajos de la escuela italiana de criminología crítica en los que se denuncia que la situación de pobreza, y no necesariamente la criminalidad, es el común denominador de la población penitenciaria. Líneas de investigación y debate contemporáneo En muchos países de América Latina el proceso de reforma y fortalecimiento de los poderes judiciales se considera un requisito indispensable en el camino de la consolidación de las democracias liberales. Sin embargo, los programas de reformas a los poderes judiciales de la región, promovidos por organismos internacionales como el Banco Mundial, no han podido corregir los problemas estructurales de la función jurisdiccional. En la mayoría de los casos, los tribunales y juzgados no son instituciones cercanas a la sociedad y no ejercen su labor de acuerdo con los principios de independencia, eficiencia y acceso universal. Como ya hemos visto, el problema de la ambigüedad se hace presente al hablar del término administración de justicia. En algunos contextos, hace referencia a las instituciones estatales creadas con la finalidad de ejercer el dominio de la actividad jurisdiccional. En otros casos, se utiliza para referirse a la actividad jurisdiccional misma. Finalmente, algunas personas utilizan administración de justicia como sinónimo de Administración de justicia 25 a la organización de los bienes y recursos que se requieren para ejercer la actividad jurisdiccional. Para el formalismo jurídico y los abogados formados bajo esta corriente de pensamiento, es la clave para el equilibrio social. Desde esta perspectiva, una buena administración de justicia, entendida en su triple acepción, permite el mantenimiento de la paz social y el funcionamiento de la sociedad en su conjunto. La premisa aquí es que la ley produce orden per se y, por tanto, los tribunales que administran la justicia son pieza clave para la estabilidad política de una nación. Sin embargo, existen otros espacios en los que se hace uso del término. Desde el sistema político, nociones como administración de justicia, y muchos otros relacionados con la idea de un Estado de derecho, son utilizados con la intención de dar contenido y legitimidad a los discursos y acciones de los actores políticos. Hablar de la obediencia irrestricta a las decisiones emanadas de los tribunales, o decir que una decisión de gobierno se realizó con apego a derecho, representa estrategias de las que se echa mano en contextos donde las políticas o acciones emprendidas por un gobierno resultan impopulares o donde la manera de resolver un conflicto social de manera justa no se apega a derecho. Hablamos entonces del uso político de la administración pública y el derecho, pero no sólo de las palabras y conceptos, sino del peso y prestigio de las instituciones, utilizadas para legitimar decisiones autoritarias o contrarias a los intereses de una nación. Se piensa que para obtener el apoyo de la ciudadanía basta con transmitir la idea de que nada puede ser más justo que una resolución judicial. La ley y la justicia se empatan y el fetichismo del concepto aparece con toda claridad: aplicar la ley y tomar una resolución apegada a derecho son, en este discurso, sinónimo de justicia. La ley produce justicia, los jueces que resuelven de acuerdo a derecho lo hacen también de manera justa. Los regímenes militares en América Latina siempre buscaron apoyar sus decisiones en la ley para legitimar decisiones autoritarias. El problema es entonces cómo se compone el poder, qué clase de regímenes organizan la administración de justicia y cómo la utilizan políticamente. Desde esta óptica, el anhelo de la división de poderes plasmado en la teoría de los pesos y contrapesos de Montesquieu no es más que un ideal inalcanzable. A pesar de que la división de poderes es entendida como un elemento fundamental de las democracias modernas, su existencia formal no garantiza una situación de ciudadanía plena en la que todos los individuos estén obligados a cumplir la ley y estén protegidos por los derechos que ésta les brinda. A pesar de que a nivel simbólico se concibe la administración de justicia como una suerte de escudo institucional que en todo momento preserva los derechos ciudadanos, lo cierto es que las decisiones judiciales están cruzadas por valoraciones extrajurídicas de todo tipo. Es cierto que, en muchas ocasiones, los operadores del derecho resuelven de acuerdo a la ley, pero también es cierto que en el momento en que llevan a cabo el encargo que les fue conferido por la sociedad, a 26 Administración de justicia estos actores no pueden evadirse de la carga valorativa que los configura como individuos con preferencias políticas. En suma, la administración de justicia condensa los mecanismos, formales e informales, mediante los que una sociedad organiza el disenso, el conflicto, la injusticia y la inequidad; por ello, su función es fundamentalmente política. El viejo debate de la administración de justicia se centra en el papel que juegan los jueces en la aplicación del derecho. Por un lado, tenemos una corriente que concibe a los operadores del derecho como funcionarios que no hacen otra cosa que subsumir en la ley los hechos específicos causantes de un conflicto. Desde esta perspectiva se considera a los jueces como meros ejecutores o aplicadores del derecho, inclusive se habla de ellos como la bouche de la loi, haciendo referencia a su supuesto carácter neutral y despolitizado. Por otro lado, tenemos a aquéllos que defienden la figura de los jueces como agentes con poder, personajes con capacidad de movilizar recursos simbólicos y materiales. Desde esta visión, se concibe al juez como creador de derecho; el juez no sólo aplica la ley, sino que la interpreta y la recrea con su labor jurisdiccional. Naturalmente, este debate tiene una arista política; en países donde se practica el common law, los jueces son electos y tienen un amplio margen de acción al construir sus decisiones a partir de la interpretación que hacen de la ley; en este caso la legitimidad del sistema se relaciona de manera estrecha con la reputación de los agentes y con el respeto a las tradiciones y costumbres del grupo social. En los países que, como México, se guían por el régimen románico, normalmente se nos dice que la función de los operadores del derecho está restringida a la mera aplicación de la ley, por lo que se suele pensar en los jueces como personajes alejados de la política e incluso de la realidad que día a día viven los ciudadanos. En este caso, la legitimidad se construye a partir de la percepción de efectividad, puesto que la mayoría de los ciudadanos desconocen a los funcionarios judiciales y no los consideran servidores públicos. Hoy en día, la reflexión en torno a la administración de justicia necesariamente pasa por la discusión sobre la forma de mejorar el funcionamiento y la imagen de las instituciones judiciales así como sobre su papel en el proceso de consolidación de sistemas democráticos. Hablando de la realidad latinoamericana, en las últimas décadas muchos de los recursos ofrecidos por las agencias de ayuda internacional fueron invertidos en programas de modernización de los poderes judiciales. Grandes cantidades de dinero se gastaron en la realización de diagnósticos, capacitación de funcionarios, creación de escuelas judiciales y mejoramiento de infraestructura. Sin embargo, estos programas no tuvieron el impacto esperado, las naciones con regímenes en transición o con regímenes autoritarios no transitaron hacia la ansiada y prometida democracia; los diagnósticos realizados habían fallado: no reflejaron la forma compleja en la que los poderes judiciales se articulan con la sociedad, la economía y la política. El fracaso de estos programas deja en claro que la cultura de la legalidad no ha permeado en nuestros países; la impunidad y la corrupción siguen siendo una realidad cotidiana y desgraciadamente forman parte de la estructura institucional en nuestras sociedades. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que existen algunos avances prometedores en la región. Algunos países, como Argentina y México, utilizan ya, aunque de manera precaria, los juicios orales con la intención de avanzar hacia una mayor eficiencia y accesibilidad que, como ya hemos mencionado, se consideran elementos indispensables para una correcta administración de justicia. La forma en que se resolverán los casos al pasar de un modelo basado en la integración de expedientes a uno de escenificaciones casi teatrales, será objeto de investigación en los próximos años. Sin duda, es importante que el estudio y análisis de la administración de justicia forme parte de una agenda de investigación en los países latinoamericanos. Estudiar los tribunales, hacer un diagnóstico sobre su independencia, eficacia y accesibilidad; analizar la actuación de los jueces, su forma de pensar y la manera en que ésta se ve reflejada en sentencias y resoluciones, son temas que hoy en día no pueden soslayarse. La administración de justicia es un asunto sensible que involucra los sistemas de gobierno y la manera en que en una sociedad se procesan el disenso y el conflicto. Sabemos que no hay sociedad exenta de estos problemas, por ello es que no hay una que no haya desarrollado, por más precaria que sea, alguna forma de administración de justicia. Si se trascienden los límites impuestos por el formalismo jurídico, se debe entender que la administración de justicia rebasa la acción jurisdiccional y la mera administración de las instituciones judiciales; la administración de justicia es un rasgo estructural que permite observar las características de la organización específica que cada grupo social desarrolla para dar curso a los conflictos que se gestan en su interior. Bibliografía Baratta, Alessandro (1986), Criminología crítica y crítica del derecho penal: introducción a la sociología jurídico-penal, México: Siglo xxi. Cárcova, Carlos María (1996), Derecho, política y magistratura, Buenos Aires: Biblos. Concha, Hugo, Julia Flores y Diego Valadés (2004), Cultura de la Constitución en México. Una encuesta nacional de actitudes, percepciones y valores, México: Universidad Nacional Autónoma de México, Tribunal Federal Electoral. Concha, Hugo Alejandro y José Antonio Caballero (2001), Diagnóstico sobre la administración de justicia en las entidades federativas. Un estudio institucional sobre la justicia local en México, México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México. Cuéllar, Angélica (2008), Los jueces de la tradición. Un estudio de caso, México: Universidad Nacional Autónoma de México, Sitesa. Di Donato, Flora (2008), La costruzione giudiziaria del fatto. Il ruolo della narrazione nel processo, Milano: Franco Angeli. Dworkin, Ronald (2005), El imperio de la justicia. De la teoría general del derecho, de las decisiones e interpretaciones de los jueces y de la integridad política y legal como clave de la teoría y práctica, Barcelona: Gedisa. Fix-Fierro, Héctor (2006), Tribunales, justicia y eficiencia. Estudio sociojurídico sobre la racionalidad económica en la función judicial, México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México. Fix-Zamudio, Héctor (1992), “Administración de justicia”, en Diccionario Jurídico Mexicano, México: Porrúa, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México. Foucault, Michel (1999), La verdad y las formas jurídicas, Barcelona: Gedisa. Habermas, Jürgen (2008), Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso, Madrid: Trotta. _____ (2002), Teoría de la acción comunicativa, 2 tomos, México: Taurus. 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ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Omar Guerrero Orozco Definición La voz administración pública emerge en los años de la Revolución francesa, dentro de los textos legislativos de entonces, así como en las primeras compilaciones que dieron origen al derecho administrativo. Pero su conceptuación primigenia dentro de un libro se debe a Charles-Jean Bonnin, quien en 1808 acuñó el término para referir la gestión de los asuntos del ciudadano como miembro del Estado. En efecto, la administración pública significa la gestión de los asuntos de la ciudadanía como integrante del Estado en lo referente a su persona, acciones y cosas. En cuanto a su persona, entraña la condición de miembro de la comunidad en forma indivisible, es decir, con el carácter de colectivi- Administración pública 27 a dad. La gestión pública, entonces, significa la provisión de los servicios que esa comunidad requiere y que asumen la forma de bienes indivisibles. Conceptos como interés público, patrimonio público y utilidad pública retratan nítidamente ese sentido de comunidad que adoptan los servicios para la totalidad social. Públicos son el agua, el ambiente, las playas, los caminos y los canales, así como los edificios y otras construcciones hechas para satisfacer necesidades con finalidades públicas. En cuanto a la persona del ciudadano, la administración pública entraña las relaciones del individuo con la comunidad y de ésta con cada uno de sus integrantes, es decir, un ámbito donde las necesidades de la persona y lo público se tocan y se conjugan. De modo que en lo referente a la persona, la administración pública observa al ciudadano como participante en la comunidad, es decir, como conscripto, contribuyente o sujeto a una carga pública (fungir como jurado, por ejemplo). Reclama, pues, su intervención en pro de la patria, o le exige su contribución a los gastos públicos, o en beneficio de la administración de justicia. Puede exigirle asumir una tarea obligatoria y gratuita que, como miembro de la comunidad, se juzga inexcusable. Esta última, la carga pública, sin deponer su significado oneroso para quien la asume o la padece fue, sin embargo, el origen del célebre autogobierno británico (self-government). En calidad de propietario privado, el ciudadano puede ser reclamado para participar en el sostenimiento del país, definiéndose sus cosas como objeto del apetito fiscal del Estado. Pero la definición de la administración pública es todavía más extensa, pues también abraza a la persona del individuo no tanto como integrante de la comunidad ni en términos de sus vínculos con el espacio público, sino puramente en su existencia privada. En efecto, su persona, sus acciones y sus cosas le interesan por cuanto puedan afectar a la vida: al generar un perjuicio, producir un riesgo o amenazar la vida en común. Aquí la administración pública se mueve en el terreno flexible donde convergen el derecho individual y el derecho de todos, porque toda acción singular que afecta al interés público reclama una acción preventiva o reparadora. Por ejemplo, respeta a quien por gusto propio fuma, pero se asegura de que el humo no afecte la salud de aquéllos que no lo consumen. La administración pública respeta el gusto del comensal, pero procura evitar el exceso que lleva al sobrepeso y la obesidad por ser causa de enfermedad que, siendo del fuero individual, repercute en la salud pública y las finanzas estatales. Hay que apuntar que la administración pública suele ser un convidado perpetuo en todas las sociedades, a partir de aquéllas que pasaron la etapa de la comunidad gentilicia, es decir, que estaban basadas en vínculos familiares. Una vez surgido el liderazgo, aparece al mismo tiempo el personal administrativo que de un modo tan nítido retrató Max Weber (1959); se trata del Estado, cuya imagen conlleva irremediablemente el sello indeleble de la administración pública. Como lo sentenció Dwight Waldo (1961), el Estado es administrativo o no es Estado. Incluso la Comuna de París, que en 1871 proyectó sustraerse del Estado, no intentó siquiera abo- a 28 Administración pública lir a la administración pública, sino más bien reformarla de fondo, convirtiendo a los ministerios en comisariatos. Como lo asegura José Posada de Herrera (1978), la administración pública es de todos los tiempos y de todos los lugares; es, en suma, una institución, un arte y una ciencia. Hasta aquí, las palabras precedentes contemplaron la noción como institución. Ahora la entenderemos como arte, es decir, como actividad continua con un sistema de aprendizaje por parte de aquellos actores que son los administradores públicos, a quienes, hoy en día, se les atribuye el imperativo de dominar su arte, cultivándolo y, obviamente, elevándolo a la condición de ciencia. Quizás haya sido Johannes Althusius (1990), quien en 1603, como un conocedor profundo del derecho romano, fuera el primero en distinguir dos tipos de administración: una universal y otra particular; llamando a la primera administración pública, y a la segunda administración privada. Mientras que en la primera, el magistrado supremo está relacionado con el cuerpo total del Estado, en la segunda se vincula con sus miembros y con las partes del mismo. Si bien es cierto que esta concepción del término resulta inmadura, es un precedente digno de mención. Sin embargo, la Ilustración fue la atmósfera intelectual en la cual se concibió la administración pública moderna, principalmente por los ideales basados en los derechos del hombre y del ciudadano, por su proyecto racionalista en la construcción de las organizaciones sociales y por el sentido deliberado que le atribuye a esa construcción. Como otras organizaciones de Estado —el parlamento o el poder judicial— la administración pública se edifica deliberada y racionalmente. Ya no es la cuna—la sangre y la estirpe—, ni los estamentos ni las corporaciones, sino los ciudadanos quienes sirven de fuente al reclutamiento de los servidores públicos puestos al servicio de ellos mismos. De modo que el administrador público no “nace” sino que se “hace”; el arte de administrar se ha elevado a un proceso de aprendizaje que corre en paralelo a la educación cívica. La administración pública, como la entendemos hoy en día, sólo es comprensible plenamente como tal a partir del Siglo de las Luces y la evolución que brotó entonces. Historia, teoría y crítica En cuanto a su historia, la administración pública es la biógrafa de sí misma, sea como institución, arte o disciplina. Como institución, es observable que el motor de su desarrollo son principalmente las crisis, hecho significativo que resalta, pues es sabido que el carácter distintivo de la administración pública es la estabilidad. En realidad, su tendencia a la continuidad obedece a etapas sucesivas de estabilización necesaria —y hasta indispensable— para proveer los servicios públicos, motivo por el cual genera y perfecciona tantas organizaciones como esos servicios demandan: la seguridad exterior, la justicia, la defensa, la hacienda y la administración interior. Pero, merced al límite del desempeño de sus organizaciones, es frecuente su deterioro y su asincronía con los tiempos emergentes y, por consiguiente, el asomo de una crisis que demanda soluciones imperativas y cambios urgentes. De aquí la emergencia de nuevas organizaciones y la reforma de las existentes. De un modo muy general, se puede hallar el origen de la administración pública en Asia Menor más o menos como la conocemos y a pesar de sus borrosos orígenes. Más precisamente, sus fuentes se remontan al Imperio sasánida de Persia, imperio que fue enriquecido con la cultura griega, por lo que la administración pública se erige como tributaria del helenismo. La reforma administrativa emprendida por el emperador romano Diocleciano en el siglo iii, tuvo allí su inspiración, copiando al visirato —cuna del primer ministro actual— y a las oficinas sasánidas, mismas que, después del Imperio romano, llegaron hasta nuestros días. Ahora bien, desplomada la parte occidental, el progreso de la administración pública continúa en Oriente con Bizancio y de allí, gracias a los emigrantes de Constantinopla, al Renacimiento italiano, merced a la cultura clásica así preservada. Durante la Edad Media, Venecia también desarrolla y lega las instituciones oligárquicas que le dan vida por casi mil años, así como las semillas de la gerencia económica estatal. En Italia se descubre el Código de Justiniano durante el siglo xiii (elaborado durante el siglo v en Constantinopla) que sirve directa y decisivamente en el desarrollo del absolutismo, y que hace revivir el ánima del Estado romano por doquier. Así, su heredero, el Estado absolutista, reasume muchas de sus instituciones y concibe otras más, hasta su derrumbe a finales del siglo xviii y la erección del Estado moderno como creación de la Revolución francesa. De Francia, merced a la obra de Bonnin, el modelo napoleónico se proyecta sobre Alemania, España, Portugal e Hispanoamérica. Pasado el tiempo, su influjo diferido se deja sentir en los Estados Unidos a finales del siglo xix y en Gran Bretaña a principio del xx. A mediados de este siglo, la colonización imperial en África, Asia y otros países universalizan a la administración pública, toda vez que las misiones de expertos extienden y culminan esa labor. Al mismo tiempo se desarrollaron los servicios civiles que convierten el arte administrativo en una disciplina para la formación de los funcionarios públicos. Es entonces que a partir de la década de 1940, proliferan escuelas fundadas para esa finalidad, emergen asociaciones civiles nacionales e internacionales para congregar a científicos y practicantes, se instituyen revistas, aparecen libros de texto en administración pública, y los profesionales y académicos se reúnen en congresos multinacionales. Como ciencia, la administración pública tiene su propia prosografía que reposa en el caudaloso manantial de huellas de su devenir, comenzando con el Arthasastra de Kautilya, tratado de gobierno que se remonta al siglo iv a.C., cuyo capítulo más extenso trata sobre la administración pública. Destaca singularmente la Noticia de las dignidades (Notitia Dignitatum), un magno documento que retrata el edificio entero del Bajo Imperio romano, así como la crónica sobre sus funcionarios, De las magistraturas de la Constitución Romana, elaborada por Juan de Lidia, quien fuera un distinguido estadista de la época de Justiniano. Hay que agregar un manual sobre las precedencias bizantinas, el Kletorologion, preparado por el oficial áulico Filoteo a mediados del largo existir del Imperio bizantino. Del mismo género es el Diálogo del Exchequer, un tratado medieval británico elaborado por Fitz-Nel, empleado de la corte. Otros testimonios más advierten de riesgos y peligros, como lo hace saber el defterdar —ministro de finanzas otomano— Sari Mehmed Pasha, o se proyectan como consejos de estadistas experimentados a jóvenes prospectos, por ejemplo, el testamento intelectual del célebre Nizam al Mulk —gran visir del Impero turco seljuk durante la Edad Media—. Todos los personajes mencionados fueron estadistas, es decir, servidores del Estado, administradores públicos de profesión que delinearon los principios del “buen gobierno”, basándose en el razonamiento práctico. Los principios con proyección explicativa basados en fines científicos quizá tengan su primer precedente con Al Mawardi, pensador administrativo del medioevo musulmán, cuyas Ordenanzas del gobierno apuntaron al desarrollo de categorías y generalizaciones trascendentes al simple obrar práctico. Pero habrá que esperar hasta el siglo xviii, cuando el alemán Johann Heinrich von Justi defina con precisión asombrosa el concepto policía, preámbulo de lo que luego será administración pública, que destila al grado de diferenciarla como campo del saber diverso (y próximo) al de la política, más allá de la economía y las finanzas. Para dicha época, se empieza hablar de la ciencia de la policía (policeywissenschaft). Fue ésta, la primera creación de la Ilustración, algo necesario pero insuficiente. Es con Bonnin —como lo anotamos—, cuando la administración pública asume su estatuto científico. Desde entonces, se han sucedido progresiva y dialécticamente las contribuciones universales a la ciencia de la administración pública. En Francia, luego de Bonnin, destacaron Louis Marie de La Haye Cormenin, Alexis de Tocqueville y Alexandre Vivien, después, hacia el presente, Georges Langrod y Bernard Gournay. En España son memorables Alejandro Oliván, José Posada de Herrera, Manuel Colmeiro y Penido, Adolfo González Posada y, hoy en día, Mariano Baena del Alcázar y Alejandro Nieto. En Italia la figura mayúscula fue Carlo Ferraris y, hacia nuestros días, Giuseppe Cataldi. En Alemania brillaron Robert von Mohl, Lorenz von Stein, Kaspar Bluntschli (de origen suizo), Otto Hintze y Max Weber. En los Estados Unidos surgieron grandes pensadores, comenzando con Woodrow Wilson, Frank Goodnow, W. F. Willoughby, Leonard White y, hacia la actualidad, Herbert Simon, Fred W. Riggs y Dwight Waldo. En Gran Bretaña se debe mencionar a Harold Laski, Herman Finer y W. H. Moreland y, más recientemente, a E. N. Gladden y Richard Warner. En la cultura iberoamericana, son grandes pensadores administrativos el colombiano Florentino González y el mexicano Luis de la Rosa, ambos del siglo xix. Más próximos a nuestro tiempo: Lucio Mendieta y Núñez (México), Rafael Bielsa (Argentina), Pedro Muñoz Amato (Puerto Administración pública 29 a Rico), Wilburg Jiménez Castro (Costa Rica) y Aníbal Bascuñán (Chile). Todos ellos son cultivadores de la teoría de la administración pública y algunos, grandes críticos, innovadores e incluso iconoclastas (como Simon, Waldo y Riggs). Líneas de investigación y debate contemporáneo El futuro de la administración pública está ligado íntimamente a su desarrollo como disciplina científica, tanto en su sentido estático por el conocimiento acumulado y sistemático, como en lo referente al significado dinámico a manera de actividad de investigación continua. De modo que, por principio, se deben fortalecer los carriles epistemológicos de su progresión como disciplina independiente, es decir, afianzar lo que Waldo denomina ciertamente su “autoconciencia”. Una vez en vías del eclipse de la nueva gerencia pública —que presentó un desafío tendente a desplazarla, más que a reemplazarla—, la administración pública debe asimilar la experiencia pasada y sacar frutos de ese duelo epistemológico. En efecto, una vez que el peso de la realidad mostró la inoperancia del mercado sin regulaciones mínimas en el ámbito económico, resulta claro que, en el terreno político y en el de la administración pública, poco puede ofrecer. Lo mismo se puede esperar de los conceptos competencia, mercado, empresario, gerente y cliente, propuestos por la nueva gerencia como sustitutos de régimen, hechura de política, político, funcionario y ciudadano. Habida cuenta del dominio de aquellas nociones, categorías como Estado y gobierno padecieron del estigma, el abandono y la distorsión, lo mismo que la voz administración pública. De modo que las líneas de investigación en curso deben retomar un camino parcialmente torcido, comenzando por la reivindicación de la teoría del Estado, principalmente redoblando los estudios sobre Estado de derecho regulador, lo que no es otra cosa que gobernar todo aquello que el interés público exige. Por extensión, el gobierno debe resituarse en su esencia sin menoscabo del uso actual de antiguas fórmulas derivadas del mismo, como gobernanza —que evoca las nociones de coordinación horizontal carentes de autoridad—. El gobierno, como organización del poder, hace comprender el significado de los regímenes y, por lo tanto, las modalidades que en su seno asume la administración pública. Al comprender un Estado que gobierna y un gobierno que administra, se entiende mejor una administración pública que gestiona la cosa pública. La ciudadanía se ubica sólidamente como una línea de investigación que, lamentablemente, ha sido abandonada en la era del neoliberalismo, en provecho de la clientela. La ciudadanía sirve no sólo como centro gravitacional, como formadora del Estado, sino también como expresión plena de sus derechos, tanto de los humanos como de los políticos, los cuales han dado vida a nuevas organizaciones de la administración pública. El Estado resurge como una “gran corporación ministrante de servicios público”, como lo llamó Herman Finer (1994: 14-15), dotado de un ánimo reforzado para proveer de los servicios fundamentales a la sociedad. Si a 30 Administración pública bien es cierto que la administración pública no hará todo y de todo, pues dejará espacio a la iniciativa individual, una vez que va desapareciendo el entusiasmo por la privatización de los deberes públicos, que los particulares fueron incapaces de desempeñar, la administración pública los reasume con sentido de responsabilidad. Dentro de la agenda emergente, en la década pasada, destaca el cultivo de temas que, siendo de interés ancestral para la administración pública, obtuvieron renovado interés y enriquecimiento conceptual. Destacan la rendición de cuentas y la transparencia, dos fórmulas que favorecen la publicitación del actuar administrativo, así como la transparencia de lo que aún son opacos espacios del trabajo burocrático. Un tópico más consiste en la idea de administración por resultados como contraparte del usual procedimiento de apego al reglamento, es decir, del ritualismo imperante en las faenas gubernamentales. Repunta igualmente el beneficio indudable de sincronizar y hacer coherente el perfil del puesto en la administración pública, que el salario no sólo sea justo, sino también adecuado, pues en la administración pública los cargos y los medios de administración por cuanto públicos deben separarse entre quienes los ocupan y procesan. Asimismo, se requiere de la formulación de nuevas categorías, como de la renovación de otras, por ejemplo: ordnung, voz alemana que significa ‘orden regulado’, y polity, que denota regímenes factuales que emanan de usos, prácticas, costumbres. Conceptos como los referidos pueden colaborar para replantear la interacción entre el mercado y la regulación, esta interacción ha hecho brotar nuevos entes administrativos dedicados a dicha regulación junto con una diversidad de organizaciones públicas autónomas. Es muy significativa la reorganización del orden político mundial, como una contraparte de la reorganización del orden económico mundial. Del mismo modo, la cultura administrativa planetaria, junto con las culturas administrativas nacionales, podrán dar cabida a nuevos estudios comparados y acercamientos teóricos que faciliten el intercambio de información sobre experiencias de los países, sin restricciones debidas a férulas de alcance global. Nos referimos al Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos, cuyos lineamientos marcaron las rutas de las reformas neogerenciales en la administración pública. Bibliografía Althusius, Johannes (1990), La política: metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales. Baena del Alcázar, Mariano (1985), Curso de ciencia de la administración, Madrid: Tecnos. Bielsa, Rafael (1937), Ciencia de la administración, Rosario: Universidad Nacional del Litoral. Bluntschli, M. (s.f.), Derecho público universal [1876], 2 tomos, Madrid: J. Góngora Impresor [Ver particularmente tomo II, cap. XIII, “La Administración”, pp. 247-259]. Bonnin, Charles-Jean (2004), Principios de administración pública, México: Fondo de Cultura Económica. Debbasch, Charles (1981), Ciencia administrativa, Madrid: Instituto Nacional de Administración Pública. 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ANTISEMITISMO Silvana Rabinovich Definición Entendido generalmente como antagonismo hacia la igualdad social y política u hostilidad contra los judíos como colectivo, el término antisemitismo designa a la ideología que estigmatiza a los descendientes de Sem (hijo de Noé de cuyo linaje nació Abraham, padre de Isaac e Ismael). La generalidad de los autores entiende el antisemitismo exclusivamente como odio a los judíos (descendientes de Isaac), aun cuando hay otros pueblos que se inscriben en el mismo linaje bíblico y hablan lenguas semíticas y hoy son ostensiblemente discriminados, como por ejemplo los árabes, descendientes de Ismael (y si de discriminación religiosa en Occidente se trata, hoy sobresale el caso del Islam). Para dirimir las discusiones suscitadas por su uso, el odio a los judíos ha sido especificado como judeofobia (Pierre-André Taguieff, quien retoma a León Pinsker, 1882) y, asimismo, hoy podemos constatar la islamofobia y la arabofobia (Martín Muñoz y Grosfoguel, 2011). Con Hannah Arendt, es posible definir el antisemitismo como una idea secular que se dio a conocer con fuerza en los años setenta del siglo xix y que, según la autora, no debe confundirse con el odio religioso a los judíos. Se trata de un concepto político y social alimentado, entre otros, por prejuicios religiosos. Debido a su aplicación a fenómenos sustancialmente diversos a lo largo de la historia, el Diccionario de política de Norberto Bobbio propone hablar de antisemitismos en plural, que refieren a los diferentes tipos de hostilidad contra la etnia judía como conjunto, aunque no incluye casos puntuales, ni la crítica política contra la corriente dominante en el movimiento sionista, así como tampoco contra la política coyuntural del gobierno de Israel. Resulta erróneo considerar el antisemitismo como un fenómeno histórico unitario; de ser así, debería entenderse como un problema esencial al judaísmo. Por lo tanto, no es correcto aplicar el término a cualquier disidencia con las políticas seguidas por los representantes de las comunidades judías del mundo. Es necesario distinguir entre antisemitismo y aquello que se denomina deslegitimación de las políticas del Estado de Israel. Filosóficamente, desde el punto de vista ético, el antisemitismo tiene un sentido universal y no particularista. El filósofo Emmanuel Levinas (1987) considera que antisemitismo es el odio al otro ser humano por su diferencia, que llega —por medio de su deshumanización— hasta el asesinato. En este sentido (que excede las fronteras del pensamiento eurocéntrico), todo genocidio —pertenezca o no la víctima a una etnia semita— es una forma de antisemitismo. Antisemitismo 31 a Historia, teoría y crítica No es posible datar con certeza el primer uso del término antisemitismo (que sugeriría la preexistencia de una contraparte: el semitismo). A raíz de las discusiones que tuvieron lugar en el siglo xix en torno al origen de los diversos grupos lingüísticos, que distinguen las lenguas semíticas de las indoeuropeas (estas últimas en inglés reciben el nombre de arias), el par de opuestos ario-semita pasa de la gramática comparativa (Franz Bopp) al campo de la reflexión étnica (Christian Lassen, Ernest Renan). En 1864, el teólogo Rudolf F. Grau publica Semitas e indogermanos en su relación con la religión y la ciencia. Una apología del cristianismo desde el punto de vista de la psicología de los pueblos.1 En ese libro, cuyo objetivo es rescatar al cristianismo de la amenaza pagana, el teólogo caracteriza como femenino (en el particular sentido de ‘ajeno a la ciencia y a la vez legador del monoteísmo’) al elemento aportado por los descendientes de Sem; mientras que la estirpe de Jafet lleva la marca de la virilidad que el autor considera propia del espíritu científico. Su propuesta consiste en las nupcias de ambas partes, lo que daría como resultado cierto afeminamiento (semitización) del cristianismo. Contrariamente a la intención de Grau, estas caracterizaciones sirvieron más tarde al racismo para inventar el antagonismo entre arios y semitas. Ambos nacen, respectivamente, como descendientes de Jafet y Sem (hijos de Noé). Los orígenes de la hostilidad contra los judíos pueden ubicarse en la Biblia, particularmente en el libro de Esther (3:8), donde se narra que, bajo el dominio persa, el pueblo judío fue pasible de un intento abortado de exterminio, motivado por su característica de dispersión y por su diferenciación religiosa. Esta diferenciación, además de la prohibición de unirse en matrimonio con determinados pueblos y del goce de ciertas libertades económicas prohibidas por otras religiones, frecuentemente ocasionaba la irritación de los pueblos y credos vecinos contra los judíos. Estas características distintivas suscitaron sospechas y alimentaron el odio religioso hacia los judíos, consumado institucionalmente por la iglesia católica en el Medioevo, a través de las Cruzadas y de la Inquisición. El odio religioso se encarnizó durante la Alta Edad Media y se tradujo en prácticas de segregación y persecución que llegaron incluso a la expulsión y a la tortura (tanto de judíos como de musulmanes). Se puede hablar de antisemitismo (político y ya no de odio religioso) a partir de las libertades proclamadas en la Revolución francesa, que afectaron la hegemonía del yugo religioso y trajeron aparejada la emancipación en el seno del judaísmo. En el siglo xviii con la emancipación, los judíos europeos comenzaron a liberarse de las restricciones legales y económicas que hasta entonces habían limitado sus derechos. Es importante aclarar que el epicentro de esta corriente emancipadora se encuentra en Europa, donde más tarde se planteará 1 Véase: Olender, 2005. a 32 Antisemitismo como un problema la presencia de los judíos y su deseo de integrarse a las naciones europeas. Entre los cristianos, los jesuitas ya habían abonado a la desconfianza en materia religiosa y, en Alemania, las secuelas de la crisis económica de 1873 se hicieron sentir en las elecciones de julio de 1878. Éstas marcaron el inicio abierto del antisemitismo de la mano de los socialistas cristianos (Adolf Stocker), que percibían la emancipación de los judíos alemanes como un peligro para la cultura y la economía alemanas, y demandaban establecer un límite para su presencia en determinados puestos. La ideología antisemita se invistió de apariencia científica y se apoyó en las teorías del racismo como las de Gobineau o Von Treitschke. En Hungría, el caso del asesinato de la niña Esther Solimosy (1882), atribuido a judíos, tuvo gran repercusión. En Austria, Georg von Schönerer fundó un partido antisemita en 1882. Paralelamente, el odio religioso a los judíos alimentaba el antisemitismo: ese mismo año se difundió la lectura del panfleto de Der Talmud-Jude, escrito en 1871 por el profesor Rohling de la Academia Católica de Münster, con objeto de sustentar la calumnia según la cual el Talmud indica la utilización de sangre cristiana en ciertos rituales judíos, en una especie de reedición de los libelos de sangre medievales. En 1899, el asesinato de Agnes Hruza en Polna, Bohemia, marcó otra escalada de antisemitismo. En Francia, Édouard Drumont, quien posteriormente dirigirá el periódico nacionalista La libre parole, cuyo subtítulo era “Francia para los franceses”, publicó en 1886 La France juive, que en 1894 recibió como respuesta L’antisémitisme, son histoire, ses causes, de Bernard Lazare. En 1895 el capitán Alfred Dreyfus fue acusado de traicionar al ejército francés a favor del alemán. El caso Dreyfus azuzó aún más la polémica frente a la cual se alzaron las voces de figuras como Georges Clemenceau, Émile Zola, Bernard Lazare, Jules Guérin, en contra de una abrumadora mayoría antidreyfusista. En Rusia, si bien se habían registrado algunos pogromos en Odesa durante el siglo xix, la persecución de los judíos y la destrucción de sus aldeas en el territorio ruso imperial (que incluía Polonia, Ucrania y Moldavia) se desataron entre los años 1881 y 1884, después del asesinato del zar Alejandro II, y se recrudecieron luego entre 1903 y 1906. Esta persecución estuvo acompañada de leyes que restringieron las actividades y los puestos permitidos a los judíos. También en Rumania éstos fueron expulsados de las escuelas y despojados de sus actividades económicas. Debe destacarse la aparición, en la Rusia zarista, del panfleto “Los protocolos de los sabios de Sión”, de 1903, que compendia en 24 protocolos la idea antisemita acerca de la existencia de un plan judío para dominar al mundo. El autor anónimo atribuye la redacción de este panfleto antisemita a los participantes del Congreso Sionista de 1897, en Basilea. A pesar de que fue probado largamente que se trata de un fraude, el texto ha sido traducido a muchas lenguas y actualmente puede consultarse en internet. Antes de la Primera Guerra Mundial, el antisemitismo se debilitaba en la Europa occidental. Sin embargo, el racismo “científico” cobraba fuerza en Europa oriental. En Alemania, el antisemitismo resurgió debido a la necesidad de contar con un chivo expiatorio luego de la grave crisis de 1918. En 1921 Hitler asumió la conducción del partido nacionalsocialista y erigió a la postura antisemita en uno de los pilares de su plataforma política, con el fin ganarse la simpatía de los diversos estratos sociales. Con el triunfo electoral de 1933, la ideología antisemita se invistió de ley. Durante la Segunda Guerra Mundial, y a causa de los proyectos expansionistas de los nacionalismos europeos, el antisemitismo pareció convertirse en el destino inexorable de Europa y de sus colonias. En los Estados Unidos, también se desarrollaron las ideas antisemitas, que cobraron su máxima intensidad en 1929, como consecuencia de la crisis económica. En 1920, Henry Ford publicó El judío internacional. El primer problema del mundo. Sin embargo, las noticias sobre la persecución y el exterminio de los judíos europeos modificó la percepción de la opinión pública estadounidense que, de forma mayoritaria, expresó su solidaridad para con los judíos. En la urss, por otras razones, el gobierno stalinista sospechaba que el internacionalismo de los judíos los convertía en parte de los “pueblos potencialmente subversivos”, por lo que reforzó los prejuicios antisemitas en tierras fuera de Europa (incluso más allá de la penetración que el nazismo tuvo en otros continentes). En los países árabes el odio a los judíos, ligado al antisionismo, emergió a raíz de los conflictos políticos y territoriales ocasionados por el surgimiento del Estado de Israel. Si bien el antisionismo es una ideología política, a veces apela a elementos religiosos, y es esgrimida por los movimientos extremistas islamistas de resistencia como Hamas (aunque no debe desdeñarse la existencia de pequeños movimientos antisionistas israelíes, algunos religiosos y otros laicos, desde la guerra de 1967, ni tampoco las expresiones altisonantes de arabofobia e islamofobia en la derecha israelí). Cabe destacar que el antisemitismo se reconoce en el negacionismo, corriente historiográfica que pretende negar la realidad histórica del Holocausto nazi (sería importante pensar en estos términos también la negación de la Nakba palestina por parte del oficialismo israelí). En la corriente negacionista de la destrucción de los judíos europeos se inscribe Robert Faurisson, quien ha sido denunciado por Pierre Vidal-Naquet por pretender que hay dos escuelas históricas de igual validez, la “revisionista” que él integra, y la “exterminacionista”. El historiador Saul Friedländer (2004), quien distingue entre antijudaísmo (hostilidad) y antisemitismo (patología), considera que la persecución y el exterminio de los judíos perpetrados por los nazis se explica no sólo por factores culturales y sociales, sino también psicológicos. El sociólogo Zygmunt Bauman (2007) considera que el nombre antisemitismo, al igual que su contraparte, el filosemitismo, deben enmarcase como variantes del alosemitismo, esto es, un fenómeno que consiste en acotar a los judíos como pueblo completamente distinto de los demás. Se trata de una ambigüedad que reta al orden. Ubica este fenómeno con características que difieren según la época y considera que la posmodernidad hace que el lugar del Otro (allos) no sea hoy ocupado exclusivamente por los judíos, sino que otros grupos lo ocupan de manera más notoria. Líneas de investigación y debate contemporáneo En su monumental Historia del antisemitismo, León Poliakov (1980-1986) plantea una continuidad desde los orígenes del odio religioso a los judíos por parte de los padres de la iglesia católica hasta el exterminio provocado por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Por su parte, Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1999) se opone a esta continuidad y considera el carácter propiamente moderno del antisemitismo político, que se vincula al terror como forma de gobierno. Arendt tampoco está de acuerdo con la reducción del fenómeno antisemita a una situación de víctima propiciatoria que se explicaría por una causa económica y, en consecuencia, social. Según esta postura, la falta de asimilación de los judíos a la sociedad gentil facilitaría su utilización como foco de atención para ocultar los verdaderos motivos de las tensiones sociales. Por otra parte, la filósofa se sorprende de que tantos historiadores judíos se apeguen a la idea de un “eterno antisemitismo”, pues de ese modo no reparan en el peligro que implica el hecho de plantear el odio antisemita como elemento aglutinante y como factor de conservación del pueblo judío (idea que el filósofo Jean Paul Sartre desarrolló en “Reflexiones sobre la cuestión judía”, texto en que su crítica del antisemitismo reclama asumir responsabilidad social y política por parte de la sociedad y de los legisladores franceses). La misma preocupación de Arendt acerca de la hipótesis del antisemitismo como factor de conservación del pueblo judío es planteada por Abraham Burg (2007) (ex director de la agencia judía y de la organización sionista mundial) quien en su libro Vencer a Hitler, dedicado a Arendt, sostiene que el Holocausto nazi no puede seguir teniendo un papel fundamental en toda la vida judía y del Estado de Israel. Lejos de todo negacionismo e incluso del antisionismo, Burg manifiesta su preocupación por un país cuya política tiende a olvidar los principios morales que la inspiraron, velados por el tabú que constituye la amenaza de la repetición del horror nazi, pero esta vez fuera de Europa. Adorno y Horkheimer, en la Dialéctica de la Ilustración (2009), conciben el antisemitismo como parte integral de las ambigüedades propias de la modernidad ilustrada y lo definen como un caso de falsa proyección, ya que proyecta lo más íntimo y familiar como característica del enemigo y se expresa como odio feroz a la diferencia. Según estos autores, el antisemitismo forma parte de un curioso fenómeno en la recepción, ya que la burguesía, desde un lugar que se pretende exterior a esa animadversión y que aspira a la ecuanimidad, plantea la necesidad de culpabilizar también a la víctima, pese a que al mismo tiempo reconozca el error de percepción por parte del antisemita. Antisemitismo 33 a En la actualidad, pueden mencionarse dos grandes corrientes: por un lado, los que identifican el antisemitismo con el antisionismo y con la denominada deslegitimación de las políticas del Estado de Israel y, por otro, aquéllos que los consideran como fenómenos diferenciados, asumiendo una perspectiva que replantea la relación entre política y ética y abriendo así un espacio a la crítica. Un exponente del primer grupo es Pierre-André Taguieff (2003), quien asocia la “nueva judeofobia” con los discursos antisionistas, los islamistas y los propalestinos, que reemplazan al objeto de odio étnico por el estado nacional judío. El autor asocia dos neologismos: israelofobia y palestinofilia, considerando la incompatibilidad de estar a favor del pueblo palestino y del israelí. El “nuevo antisemitismo”, según Taguieff, utiliza el discurso antirracista (antiimperialista y hostil a la globalización) con fines antijudíos (antisionistas). El autor descalifica a los judíos críticos como “judíos antijudíos”. En las antípodas de esta definición restringida a la insitucionalidad del judío, Paul Mendes-Flohr (2007), inspirado en el pensamiento de Martin Buber, amplía el horizonte, recordando la intersubjetividad como espacio hospitalario de los diferentes que constituye un elemento vital de cualquier institución. En México, Judit Bokser (2001) retoma el argumento de judeofobia de Taguieff, inscribiéndolo en una noción más abarcadora que comporta un antisemitismo unitario y de gran alcance cuya singularidad se basa en la continuidad de las fundamentaciones religiosa, cultural y racial, y que por lo tanto desbordan el mero racismo. Actualmente, Bokser aborda esta cuestión tanto desde la judeofobia como desde la deslegitimación del Estado de Israel y del antisionismo, y lleva adelante un rastreo y una clasificación de las publicaciones mexicanas que pretenden ejercer alguna crítica a las situaciones bélicas concernientes al Estado de Israel. Cualquier mención considerada imprudente de resonancias del exterminio judío en la actualidad es descalificada por esta corriente como banalización del exterminio. De esta forma, se preserva la unicidad (no sólo la indiscutible singularidad) de este acontecimiento, con el nombre bíblico de Shoah. Otra voz afín que puede escucharse en Latinoamérica es la de Gustavo Perednik (2008), quien retoma el término judeofobia de Taguieff y lo adosa al antisionismo al sostener que, en la práctica, quien es antisionista resulta necesariamente judeofóbico, pues el antisionismo propone acciones que llevarían a la muerte de millones de judíos. En las antípodas de la corriente recién descrita, se encuentran varios intelectuales israelíes (considerados por aquéllos como fenómenos de auto-odio). El primer caso, anteriormente mencionado, es el de Abraham Burg (2007) cuyo libro es inquietante, entre otras cosas, por su trabajo fino de análisis del discurso político israelí. En esa misma línea se inscribe el libro de Idith Zertal, La nación y la muerte. La Shoah en el discurso y la política de Israel. En Estados Unidos se conocen los trabajos de Gil Anidjar (2003), quien en The Jew, the Arab, sigue el pensamiento filosófico de Jacques Derrida, a partir del cual plantea elaborar, desde el reverso, la historia a 34 Antisemitismo del enemigo como inherente a Europa. Según este autor, el antisemitismo se encuentra con estos dos descendientes de Sem (también de Abraham), alternadamente, que ocupan el lugar del paria (a propósito del epíteto musulmán que se utilizaba para designar a los parias del campo de exterminio nazi). Entre el judío y el árabe, según este pensador, se halla lo mesiánico como condición para pensar en el vínculo entre religión y política. El historiador israelí Ilán Pappé, descalificado como un caso más de auto-odio pese al reconocimiento académico internacional del que gozan sus textos, también busca escribir la historia desde el reverso. En su libro La limpieza étnica de Palestina aborda la memoria de la Nakba, que en árabe significa ‘catástrofe’ y que comparte la fecha con lo que en hebreo se llama “guerra de independencia”. Cabe mencionar tanto a Noam Chomsky como a Judith Butler, ambos académicos estadounidenses que, en tanto judíos, critican la reducción del antisemitismo al servicio de los intereses geopolíticos del Estado de Israel. La filosofía ayuda a ampliar el horizonte de este difícil debate actual. En su búsqueda de lo universal, siempre parte de lo particular, pero debe mantenerse sensible a la singularidad. Jean François Lyotard en Heidegger y “los judíos”, no se refiere a éstos como “el judaísmo” (una esencia) ni como una nación particular, sino como la figura de alteridad que obsesiona a Europa y su horizonte de pensamiento basado en la identidad. Gustavo Perednik (2008) descalifica esta definición como judeofobia encubierta. Asimismo desde la filosofía, inspirado en Emmanuel Levinas y en Michel Henry, Alain David (2001) escribe, con un prefacio de Jacques Derrida, un ensayo filosófico fenomenológico en torno al reverso de los conceptos de racismo y antisemitismo. Al constatar que el activismo voluntarista no alcanza para combatir el antisemitismo, el filósofo ofrece una contribución ética desde la fenomenología que atañe a una exigencia de justicia incondicional, heredera de las reflexiones derridianas en torno a un compromiso con “lo imposible”, como en el caso de la hospitalidad sin condiciones. En otras palabras, la ética heterónoma heredera de Levinas y Derrida permite pensar una política en tanto arte de lo imposible. En este marco, el antisemitismo —entendido en su sentido amplio como el odio al otro ser humano por causa de su otredad— no se combate con buenas intenciones ni con un estado de alerta permanente (que por supuesto son necesarios) sino con un respeto infinito por la alteridad. Bibliografía Adorno, Theodor y Max Horkheimer (2009), Dialéctica de la Ilustración, Madrid: Trotta. Anidjar, Gil (2003), The Jew, the Arab. A History of the Enemy, Stanford, California: Stanford University Press. _____(2008), Semites. Race, Religion, Literature, Stanford, California: Stanford University Press. “Anti-semitism” (2002-2011), en Jewish Encyclopedia. Disponible en: <http://www.jewishencyclopedia.com/view.jsp?artid=1603&letter=A>. Arendt, Hannah (1999), Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Taurus. 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Los estudios que la han analizado se centran en dos preguntas: 1) ¿en qué piensa la ciudadanía cuando aprueba o rechaza lo que hace el presidente?, y 2) ¿de qué le sirve la aprobación presidencial al Ejecutivo? La primera pregunta se enfoca en las determinantes de la aprobación presidencial, es decir, en su análisis como varia- Aprobación presidencial 35 a ble dependiente. La segunda busca examinar los efectos de la aprobación presidencial, esto es, su estudio como variable independiente. A continuación se describen y desarrollan ambas perspectivas. Historia, teoría y crítica Los primeros estudios enfocados en el análisis de las determinantes de la aprobación presidencial se realizaron en Estados Unidos durante los años setenta. Éstos retoman los postulados de la literatura sobre el comportamiento político del votante, es decir, de las escuelas de Columbia (Berelson et al., 1954), Michigan (Campbell et al., 1960) y la de elecciones racionales (Downs, 1957). De tal forma, se asume que el ciudadano aprueba al presidente cuando considera que éste ha hecho un buen trabajo en materia de políticas públicas, principalmente en el manejo de la economía, el desempleo y la inflación. En principio, se encontró un efecto directo sobre la aprobación presidencial de las condiciones económicas, los indicadores de la inflación y el desempleo. La lógica era simple: al aumentar el desempleo o la inflación, el ciudadano consideraba que el Ejecutivo no hacía un buen trabajo y lo castigaba con una baja aprobación. En caso contrario, si el desempleo o la inflación disminuían, la gente pensaba que el presidente realizaba una buena labor; por lo que, se le recompensaba con una alta aprobación. Estos primeros estudios asumen que las principales determinantes de la aprobación presidencial son los indicadores objetivos de la economía y que, a partir de ellos, se puede inferir que el ciudadano es capaz de percibir cambios en el contexto económico, valorarlos y tomarlos en consideración para evaluar al presidente. Las críticas a estos enfoques indicaban que era necesario “medir” de manera directa la percepción del ciudadano sobre la economía, en vez de limitar el análisis a los efectos que los indicadores económicos tenían en el votante cuando éste juzgaba el trabajo del Ejecutivo. Si bien es cierto que el debate comenzó a centrarse en cómo la percepción sobre la economía afectaba la forma en que el ciudadano evaluaba al presidente, las líneas de investigación fueron diversas. Algunos autores (Downs, 1957; Markus, 1988) enfatizaron que la opinión del votante sobre el presidente dependía principalmente de cómo el ciudadano percibía su economía personal, en otras palabras, qué tan bien le iba a su bolsillo (en inglés a este enfoque se le conoce como pocketbook). En contraste, otros investigadores (Clarke y Stewart, 1994; Kenski, 1977) subrayaron que la apreciación de la ciudadanía sobre qué tanto el Estado conserva la economía de la nación (visión sociotropic en inglés) era la variable que tenía mayores efectos sobre la aprobación presidencial. Asimismo, otros estudiosos de este campo han centrado la discusión en la perspectiva temporal de la que parte el ciudadano cuando juzga el trabajo del presidente a partir de la economía. Para algunos (Fiorina, 1981; Fiorina et al., 2003), el votante piensa principalmente en el estado de la economía en los últimos meses cuando aprueba o rechaza el trabajo del presidente, es decir, maneja a 36 Aprobación presidencial una visión retrospectiva (en inglés retrospective). Para otros (Kinder y Kiewiet, 1979; MacKuen et al., 1992), el ciudadano está concentrado en qué ocurrirá con el futuro de la economía cuando evalúa la labor del Ejecutivo; se utiliza una visión prospectiva (prospective). De tal forma, desde una visión economicista los análisis de la aprobación presidencial pueden utilizar cuatro diferentes enfoques: pocket retrospective, pocket prospective, sociotropic retrospective y sociotropic prospective. Otros especialistas en el comportamiento político, si bien reconocen la importancia de la economía como determinante clave de la opinión ciudadana sobre el presidente, ponen énfasis en que las variables políticas y los atributos “personales” del Ejecutivo afectan la aprobación presidencial. Estos trabajos han utilizado diversos enfoques que subrayan, entre otros aspectos, la política exterior (Kernell, 1978), los escándalos (Ostrom y Simon, 1989), la difusión de noticias a través de los medios de comunicación (Miller y Krosnick, 2000), el conocimiento político del votante (Baum, 2005), la identificación y empatía que siente el votante por el presidente (Thomas et al.,1984), los discursos presidenciales (Ragsdale, 1987), los viajes del Ejecutivo (Ostrom y Simon, 1989), la relevancia de los temas de interés nacional en la opinión pública (Edwards et al.,1995), los problemas políticos (Nadeau et al.,1999), las instituciones políticas como el gobierno dividido (Nicholson et al., 2002), por mencionar sólo algunos. Desde el punto de vista metodológico, estos trabajos pueden concentrar su análisis en el nivel individual (la opinión del ciudadano) o en el agregado (la evaluación de la nación en su conjunto sobre el presidente). Recientemente, algunas investigaciones (Cohen, 2002; Cohen y Powell, 2005) han optado por utilizar un punto intermedio: ni el nivel individual ni el nacional, concentrando su atención en la evaluación que las entidades federativas —los estados— hacen del Ejecutivo. Líneas de investigación y debate contemporáneo Si bien es cierto que la gran mayoría de los análisis ya mencionados sobre la aprobación presidencial se han enfocado en las llamadas democracias consolidadas, principalmente en Estados Unidos, desde la política comparada, los esfuerzos por comprender qué determina la aprobación presidencial en otros contextos son cada vez más frecuentes. La evidencia empírica muestra que en Perú (Arce, 2003), los ciudadanos aprueban al Ejecutivo tomando en cuenta lo que éste ha hecho en materia económica, pero también ponderan las políticas públicas del presidente orientadas a terminar con la guerrilla. En Brasil (Geddes y Zaller, 1989) los votantes de menor conocimiento político y que han sido expuestos a los medios son los más susceptibles a los mensajes del presidente. En Argentina y Venezuela, el impacto que tiene la percepción sobre la economía en la aprobación presidencial es afectado por el grado de institucionalización del sistema de partidos (Gélineau, 2007). Uno de los primeros trabajos sobre la aprobación presidencial en México muestra que la gente juzga la labor del presidente usando su identificación partidista y sus percepciones sobre lo que el Ejecutivo hace para reducir la corrupción (Davis y Langley, 1995). A pesar de este descubrimiento, en México, la mayoría de las investigaciones se han centrado en el impacto que las variables económicas, los indicadores objetivos y las percepciones de la ciudadanía sobre la economía, tienen en la aprobación presidencial. Buendía (1996) sostiene que el apoyo del votante hacia el presidente depende de la variación de las condiciones objetivas de la economía, por ejemplo, los niveles de la inflación y el desempleo. Dicho estudio utiliza variables principalmente a nivel agregado. La lógica es sencilla: si el desempleo o la inflación aumentan, la gente se disgusta con el Ejecutivo y lo castiga con una baja aprobación; si no ocurre así, y la economía resulta próspera, el ciudadano “premia” al presidente y aprueba su trabajo. Villarreal (1999) muestra resultados similares a los de Buendía (1996), pero utiliza variables a nivel individual, como la percepción del ciudadano. Agrega una variable clave en su análisis, que estadísticamente resulta significativa: la opinión de la gente sobre el Tratado de Libre Comercio (tlc) (Villarreal, 1999). Magaloni (2006) logra, en cierto modo, conjuntar los resultados de Buendía (1996) y de Villarreal (1999), ya que incluye en su investigación variables a nivel agregado y a nivel individual. Confirma que la economía tiene fuertes efectos cuando el ciudadano juzga la labor del presidente. Otros estudios han explorado los efectos que la aprobación presidencial tiene sobre la intención del voto en México, entre otros: Domínguez y McCann (1995), Kaufman y Zuckermann (1998) y Moreno (2009). En general, se argumenta que una alta aprobación influye para que los ciudadanos voten por el partido del presidente. Como se mencionó al principio, los estudios sobre la aprobación presidencial, además de discutir sus determinantes, pueden también centrarse en la siguiente pregunta: ¿de qué le sirve la aprobación presidencial al Ejecutivo? Desde esta perspectiva, el análisis se centra en los efectos de la aprobación presidencial, es decir, en su funcionamiento como variable independiente. Si bien es cierto que desde los años ochenta se sabe que la aprobación presidencial afecta la preferencia electoral —una alta aprobación del Ejecutivo hace que el ciudadano tienda a votar por el partido del presidente (Clarke y Stewart, 1994; Fiorina, 1981; MacKuen et al., 1992) —, otro tipo de investigaciones han tratado de “rastrear” si la aprobación presidencial tiene otros efectos, además de influir en el voto. En específico, varios autores (Edwards, 1976; Pritchard, 1983; Rivers y Rose, 1985) se han preguntado si el hecho de que el presidente cuente con el respaldo del votante, esto es, con una alta aprobación, influye en las decisiones de los congresistas al evaluar una iniciativa que el Ejecutivo respalda. En este debate, hay dos posiciones principales: la primera sostiene que la aprobación presidencial le “sirve” al Ejecutivo cuando envía o respalda una iniciativa que se discute en el Congreso (Canes-Wrone y De Marchi, 2002; Edwards, 1976; 1989). Los legisladores utilizan la aprobación presidencial como una señal de las preferencias de los ciudadanos en materia de políticas públicas. De tal forma, una alta aprobación sugiere que el ciudadano apoya las políticas del Ejecutivo y al presidente mismo, por lo que, para “avanzar” en su carrera política, los congresistas tienden a votar a favor de la iniciativa presidencial. De no existir una alta aprobación presidencial, el legislador interpreta que la gente no apoya al presidente ni a sus iniciativas; por lo tanto, los congresistas no votan en favor de las iniciativas enviadas por el Ejecutivo. El segundo enfoque (Bond y Fleisher, 1980; Cohen et al., 2000) cuestiona los efectos de la aprobación presidencial; señala que si existen tales efectos, éstos deben ser marginales cuando el Congreso evalúa las iniciativas del Ejecutivo. A continuación, se presentan con mayor detalle ambos enfoques. Uno de los primeros trabajos fue el de George Edwards (1976), quien encuentra una fuerte correlación entre la aprobación presidencial y el apoyo legislativo para el presidente. Este autor intenta depurar su análisis en otra investigación (Edwards, 1989); al desagregar los resultados que obtuvo en un principio halla que en la Cámara de Diputados la aprobación presidencial afecta el voto de los congresistas, pero sus efectos son menores en el Senado. En este mismo estudio, Edwards (1989) descubre que la aprobación presidencial tiene mayores efectos en los legisladores que pertenecen al partido del presidente, que en los congresistas de la oposición. Pritchard (1983) descubre resultados similares a los de Edwards (1976), con un aporte principal: los efectos de la aprobación presidencial en el comportamiento legislativo son más evidentes en materia de política interior que de política exterior. Siguiendo esta misma línea de investigación, Canes-Wrone y De Marchi (2002) realizan un estudio pormenorizado sobre los efectos de la aprobación presidencial en el comportamiento legislativo. Estos autores sostienen que los efectos de la aprobación presidencial dependen de que la iniciativa promovida por el presidente sea “sobresaliente” y “compleja”. En el primer caso, un legislador podrá ser influido por una alta aprobación presidencial sólo si la iniciativa apoyada por el presidente toca un tema relevante para la opinión pública. De no ser así, el congresista estará inmune a los efectos de la “popularidad” del Ejecutivo. En el segundo caso, el tema debe ser lo suficientemente complejo, es decir, la ciudadanía debe mostrar una opinión cambiante en torno a la temática que compete a la iniciativa; de tal manera, si hay una alta aprobación presidencial, los legisladores podrán asumir que el votante apoya la iniciativa del Ejecutivo y lo respalda, por lo que el legislador dará un voto a favor en el Congreso. Del otro lado del debate, un grupo de estudiosos sostiene que los efectos de la aprobación presidencial son nulos o marginales. Bond y Fleisher (1980) encuentran que en sí misma la aprobación presidencial no afecta el comportamiento legislativo, ya que sus efectos dependen de quien controla alguna de las Cámaras. Si el partido del presidente tiene una amplia mayoría en el Congreso, la aprobación presidencial posee Aprobación presidencial 37 a efectos positivos en el voto de los legisladores. Si la oposición es mayoría, la aprobación presidencial posee efectos negativos sobre el comportamiento de los legisladores, quienes —al pertenecer a un partido distinto al del presidente— cuentan con incentivos para frustrar los planes de un Ejecutivo que resulta popular entre la ciudadanía. Cohen, Bond y Fleisher (2000) sostienen que, si existen, los efectos de la aprobación presidencial son de tipo indirecto, es decir, pueden influir en el voto de los congresistas, pero sólo por medio de la identidad partidista. Los legisladores más vulnerables son entonces aquéllos que pertenecen al partido del presidente. Las investigaciones y hallazgos sobre la aprobación presidencial, sus determinantes y efectos, han concentrado sus esfuerzos en el análisis de la figura presidencial en las democracias consolidadas, en específico de Estados Unidos. Lo anterior contrasta con los estudios desde la perspectiva de la política comparada, los cuales se reducen a esfuerzos mínimos, como es el caso del estudio de la aprobación del Ejecutivo en democracias emergentes. Todavía se desconoce si la aprobación presidencial en estos países tiene las mismas determinantes (indicadores objetivos de la economía y la percepción de la ciudadanía sobre el trabajo del presidente en materia económica) que en las viejas democracias. Puede suponerse que en contextos caracterizados por altos índices de criminalidad y corrupción, como los de las nuevas democracias, los indicadores económicos no son las mejores variables para predecir la aprobación presidencial, y que los temas políticos como el crimen y la corrupción guían la mente del votante cuando evalúa al Ejecutivo. Por otro lado, las investigaciones sobre los efectos de la aprobación presidencial en contextos distintos a los de las democracias consolidadas son materialmente inexistentes. 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El de la libre asociación es un derecho que se ganó contra los poderes constituidos que se oponían a que los súbditos se asociaran con independencia de su autoridad para deliberar y acordar sobre lo que les pareciera. En efecto, tanto en Inglaterra como en Francia y Estados Unidos, surge y se expande a lo largo del siglo xviii una esfera de lo público en la forma de logias secretas y francmasonería; de cafés y salones; de prensa, clubes de lectura y un público lector; de sitios e instancias en que se conversaba y se comunicaban opiniones e ideas sobre los más diversos asuntos: artes, literatura, economía, política, etcétera (Habermas, 1981). Pero a esta expansión se opuso una parte de los filósofos, teóricos e ideólogos liberales; por ejemplo, Rousseau (2007: 39-40) sostuvo que entre el gobierno y los ciudadanos no debía haber sociedades parciales que estorbaran la voluntad general del pueblo soberano. Tal vez por eso la Constitución de Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no reconocieron el derecho a la libre asociación. Y en el campo económico fue muy drástica la hostilidad a las asociaciones de productores, sobre todo de trabajadores. Smith, por ejemplo, sostuvo que deberían prohibirse las asociaciones de quienes practican la misma actividad económica (1976: 142). Pronto las leyes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos prohibieron las organizaciones de trabajadores. Sólo después de intensas luchas a lo largo del siglo xix los trabajadores lograron el reconocimiento de su libertad por sindicalizarse. De cualquier manera, después de las revoluciones estadounidense y francesa, las otras asociaciones voluntarias no encontraron mayores obstáculos, y el derecho de libre asociación se hizo de fervientes defensores. El más destacado de ellos fue Tocqueville (1984), quien durante su viaje por Estados Unidos en la tercera década del siglo xix quedó fascinado por la gran cantidad de asociaciones que los norteamericanos habían creado y por los grandes beneficios que ese espíritu asociacionista había traído para la admirable democracia americana. En suma, las luchas y revoluciones victoriosas y las elaboraciones teóricas de grandes autores clásicos influyeron para que el derecho de las personas a constituir asociaciones libres, permanentes e independientes de las autoridades gubernamentales y de otros poderes forme parte de la cultura mundial y esté reconocido en las constituciones políticas de prácticamente todos los Estados. En esa brega, se forjaron los conceptos de organización intermedia, asociación voluntaria y sociedad civil, y los de sus relaciones con la civilización, la sociedad en general, la li- Asociaciones voluntarias 39 a bertad y la democracia, y el poder y el Estado. A ese acerbo se han añadido recientemente nuevos conceptos, ideas y teorías que se refieren a la opinión, el espacio, la esfera y la deliberación públicos; las redes y los movimientos sociales; la gobernanza; el tercer sector o sector voluntario, y los nuevos y renovados arreglos grupales, como las organizaciones no lucrativas y las no gubernamentales, los grupos ciudadanos y las agrupaciones virtuales en internet. Hay además un gran debate en las ciencias sociales, y más allá de ellas, sobre el sentido y los alcances de la sociedad y esfera civiles; sobre sus componentes y relaciones con el mercado y el Estado, y sobre sus consecuencias y posibilidades para el futuro de la civilización humana (Habermas, 1992; Cohen y Arato, 2000; Alexander, 2006). Aunque muchos autores aluden a las asociaciones voluntarias, la gran mayoría de ellos se refieren a las relaciones entre la sociedad civil y las asociaciones, pero no existe, propiamente hablando, un corpus teórico, una “sociología de la asociación”, como proponía Weber (1972), que centre su atención específicamente en ella y la investigue como un arreglo social con una dinámica propia. Tal vez la primera aproximación sólida sea la distinción de Tönnies entre comunidad y sociedad, que se basó en el criterio de que en cada uno de estos arreglos o agrupamientos sociales intervienen diferentes tipos de voluntad de los participantes (Heberle, 1937), distinción afín a la de solidaridad mecánica y solidaridad orgánica de Durkheim (1973), postulada en una de sus obras clásicas poco tiempo después. Retomando el trabajo de Tönnies, Weber distinguió entre relaciones sociales “asociativas” y relaciones sociales “comunitarias”. Las comunitarias son aquéllas en que el sentido de la acción social de los participantes está basado en un sentimiento subjetivo, afectivo o tradicional, de pertenencia colectiva. En cambio, en las asociativas, la acción se funda en un acuerdo o compensación de intereses racionalmente motivado, ya sea que el juicio racional se base en valores absolutos o en razones de conveniencia (1974, I: 33-35). Con estos elementos, puede hablarse de arreglos asociativos que en principio son racionales, intencionales y elegidos, y de arreglos comunitarios que son más bien “naturales”, adscriptivos e involuntarios, y tradicionales o emotivos. Aunque ambos son claramente distintos, entre ellos puede situarse una serie de arreglos que van variando poco a poco y en algún punto intermedio se confunden. Retomando estos elementos, considero que un buen criterio para distinguir entre tipos de arreglos es el de la voluntad de participar en los arreglos, la cual se manifiesta en la libertad de ingresar o de salir de una agrupación, sea por vías de derecho o de hecho. Esto último se refiere a situaciones en que, si bien no hay una norma que obliga a ingresar o permanecer en el arreglo, sí hay consecuencias fácticas negativas de consideración que pueden compeler a estar en él a quienes en realidad no querían ingresar o quedarse (Unir Hirschman, 1977). A ese criterio añado el de la verticalidad u horizontalidad del gobierno en cada arreglo, considerando que un gobierno es horizontal si a 40 Asociaciones voluntarias la autoridad emana y se sustenta en los participantes, y vertical cuando la autoridad es jerárquica o no depende de la aceptación de los participantes. De ese modo, podemos distinguir dos tipos polares de agrupamientos o arreglos sociales: son éstos, por un lado, los agrupamientos tradicionales en que son involuntarios el ingreso y la permanencia y tienen gobiernos verticales, como las tribus, las comunidades, las familias y las iglesias. Hay arreglos en que se nace, y sólo lentamente se va tomando clara conciencia de la pertenencia a ellos. Además, rige ahí la autoridad vertical impositiva de los ancianos, los padres, los pastores, los patriarcas, los jerarcas, los jefes, etcétera, y no se sale fácilmente de ellos. En el extremo opuesto, se encuentran los arreglos de ingreso y salida voluntaria y gobierno horizontal, como las redes de acción, los movimientos sociales y las asociaciones voluntarias, arreglos en que los participantes han ingresado porque así lo decidieron, y pueden desertar de ellas cuando lo deseen, sin que esto les acarree mayores consecuencias; por otro lado, sus dirigencias se sustentan en la aceptación de los participantes. Un tipo de organización muy importante se halla en medio de los dos antes analizados: la organización de trabajo (empresa y agencia gubernamental) porque en ella se entra y sale libremente, pero se tiene un gobierno vertical. Ya en el campo mismo de las asociaciones, es necesaria otra diferencia fundamental que se refiere al grado de complejidad de las asociaciones. Hay asociaciones de alta complejidad que se caracterizan porque sus miembros son muy autónomos —debido a que cada socio controla muchos recursos (económicos, políticos, culturales, simbólicos, etcétera)— y su ingreso y permanencia en las asociaciones son también muy libres y voluntarios porque, como tienen muchas oportunidades de todo tipo, pueden también asumir los costos de estar fuera. Todo esto incide en que las asociaciones que los afilian son también muy autónomas respecto de otros actores del entorno en que están insertas. En cambio, las asociaciones de baja complejidad tienen miembros poco autónomos porque cada uno de ellos controla pocos recursos. Lo anterior incide en que los asociados tienen, en general, un margen de libertad menor para ingresar y salir de las asociaciones, pues sus oportunidades de todo tipo son pocas y no quieren/pueden cargar con las consecuencias de estar fuera. Todo lo anterior repercute en que sus asociaciones sean menos autónomas. Lo relevante de esta distinción es que la lógica de cada tipo de asociación tendrá consecuencias en su desempeño, de modo que sus formas de cohesión, de legitimación, de gobierno y de dirigencia serán distintas (reda, 2009). Hechas las prevenciones anteriores, se puede hacer el análisis de las asociaciones, recurriendo a los conocimientos que han generado los estudios organizacionales, disciplina que, con los ajustes necesarios, es útil para analizar a las asociaciones. Esos estudios han desarrollado tres grandes perspectivas analíticas: 1) 2) 3) la racionalista-instrumentalista-utilitarista, la realista-naturalista, y la del sistema abierto o ecológica. Cada una de ellas se centra en uno de los tres grandes problemas típicos de las organizaciones y las asociaciones voluntarias. Al abordar algunos de esos problemas, introduciré elementos analíticos muy útiles, que provienen de otras fuentes. La perspectiva racionalista centra su atención en las actividades que necesariamente tiene que realizar la asociación para alcanzar sus fines. La intuición básica de este enfoque es que la organización es, ante todo, un medio racional para lograr los objetivos propuestos, un instrumento que debe estar construido y ser usado óptimamente para alcanzar esos fines. Destacan en esta aproximación, cuyo modelo básico es la empresa privada, la alta formalización de la organización en estatutos y regulaciones que establecen con claridad cuáles son los objetivos, la estructura y jerarquía de sus autoridades, los medios para alcanzar sus metas (planes y programas de trabajo) y los mecanismos de control que aseguren que los participantes (quienes son vistos como subordinados sustituibles) cumplan sus tareas (Scott, 2003; Pfeffer, 1992). Un supuesto que no se explicita suficientemente es que el accionista-director de la empresa posee todo el control y la autoridad de la organización y ésta tiene que plegarse a su visión, sus intereses y su voluntad. La afiliación a la asociación es voluntaria, pero esta voluntad no es ciega, pues se tiene una misión convenida y explícita. Este objetivo constituye la razón misma de la existencia de la asociación: es ella en lo que los interesados se han puesto de acuerdo, lo que los decide a afiliarse y a actuar concertadamente para lograrlo. En ese sentido, sin duda, la motivación y el impulso para alcanzar la meta declarada resulta un gran motor de la asociación, y las desviaciones que impiden o retardan la acción para alcanzarlo van en gran detrimento de ella, porque sin frutos, el interés y la moral de los socios decaen. Por lo contrario, el avance de las metas propuestas es un gran estímulo para la asociación y sus miembros, porque los éxitos refuerzan la motivación, la cohesión y las capacidades para el desempeño futuro. Como la acción para el logro del fin resulta difícil o costosa, la posibilidad de repartir el costo o el trabajo total entre todos los participantes representa una opción racional para facilitarla. Sin embargo, al mismo tiempo, la adhesión a la asociación muestra que en su simiente hay un rasgo de solidaridad que se expresa en la disposición a actuar junto con los otros miembros; a sumar la contribución propia a las que aporten los demás, aunque no se sepa bien en qué proporciones y tiempos lo harán, y aunque no haya una garantía de éxito, ni sea segura la obtención de una retribución por el esfuerzo que se realizará. Por tanto, la decisión de ingresar a la asociación entraña, de un lado, la decisión solidaria de contribuir al esfuerzo común y, por otro, un cálculo racional de que los otros podrían aportar algo que uno no puede. Se trata de una expectativa de reciprocidad que incluye tanto altruismo como interés propio a largo plazo (Taylor, en Putnam, 2003: 175). Debe aquí considerarse el problema del free rider, según el cual los individuos “racionales”, “autointeresados”, no cooperarán en la acción colectiva para la producción de bienes públicos, pues se comportarán como polizones o “gorrones” para maximizar sus beneficios, es decir, se beneficiarán de la acción que otros realicen sin cubrir las aportaciones que les corresponderían si todos participaran proporcionalmente en su producción (Olson, 1971). Como se está hablando aquí de las asociaciones voluntarias en las que ya se han inscrito los miembros voluntarios dispuestos a cooperar, el problema del llamado polizón o gorrón no es directo, pero sí está presente, ya que, no obstante haber ingresado a la asociación, los miembros pueden luego portarse como “gorrones” y no cooperar. Es, en cambio, muy evidente este problema cuando existen personas que no se afilian a las asociaciones y no contribuyen desde luego a su acción, pero pueden, de todos modos, beneficiarse de los bienes públicos que la asociación produzca, tal y como sucede, por ejemplo, en una asociación de vecinos que, con el trabajo de los socios, mejora la seguridad pública local. Todo apunta a que en la medida en que un bien puede ser consumido por cualquier individuo, independientemente de que haya participado o no en su producción, será más difícil que haya personas dispuestas a producirlos sin ser recompensadas (Hechter, 1987). Por otra parte, la decisión de ingresar a una asociación con determinados objetivos supone que los fines de la asociación no podrán modificarse, salvo que se reconstituya a fondo la asociación y todos los miembros puedan reconsiderar el seguir en ella. Al ingresar a la asociación, aunque los socios coincidan en los objetivos de ésta, no renuncian a tener y procurar otros fines e intereses y, por tanto, a mantener entre ellos esas diferencias. Por eso, la asociación no puede demandar pertenencia y dedicación exclusiva a ella, y válidamente se puede pertenecer simultáneamente a varias asociaciones, cada una con sus propósitos diferentes. Además, el vínculo entre el miembro y la asociación es también revocable en cualquier momento; por ello, quienes disienten de lo que hace su asociación sólo tendrán que liquidar su compromiso y podrán salir de inmediato. En la práctica se observa, sin embargo, que muchas asociaciones son desviadas hacia fines distintos de los suyos, y los socios son usados para otros propósitos. Esto, como se verá adelante, tiene que ver con las formas de participación de los miembros en las asociaciones, que en algunos casos es muy baja y deja hacer demasiado a sus dirigentes, con lo cual las asociaciones empiezan a deslizarse hacia arreglos distintos de la asociación voluntaria. Como la asociación existe para realizar un objetivo conjugando los esfuerzos individuales de los miembros solidarios, requiere de una instancia distinta del agregado de los socios que coordine las acciones para alcanzar el fin. Esta instancia, Asociaciones voluntarias 41 a que puede ser mínima o grande, es el gobierno de la asociación, y es necesaria porque sin ella las acciones y los recursos movilizados individualmente por el conjunto de los asociados correrían un riesgo muy grande de dispersarse desordenada e improductivamente. Sin gobierno, la asociación podría quedar al garete, pues no habría un custodio o encargado “natural” de ella. Debe entonces construirse un gobierno y un orden social interno que quedarán plasmados en reglas formales que tracen las fronteras asociacionales, es decir, que determinen quién pertenece a la asociación y cómo se puede ingresar a ella; que creen órganos de autoridad y fijen competencias, y que indiquen cómo se tomarán las decisiones más relevantes, qué responsabilidades tiene cada quien y de qué modo se ejecutarán los acuerdos; que establezcan las previsiones sobre transparencia de los procedimientos, sobre la rendición de cuentas de lo que cada quien hace y del uso que da a los recursos que se le confían. Lo exhaustivo de la reglamentación necesaria depende de las dimensiones de la entidad; no debe ser excesiva, pero tampoco deficiente. Las reglas necesitan cierto grado de formalidad, por lo que generalmente estarán escritas y constituirán, de ese modo, el estatuto o constitución de la asociación. La falta de reglamentación suficiente y explícita es generalmente signo de que la asociación adolece de precariedad. De acuerdo con la perspectiva racionalista que consideramos, toda asociación deberá dar respuestas a las clásicas preguntas: ¿dónde estamos?, ¿adónde vamos?, y ¿cómo hacemos para ir de aquí a allá? Es decir, requerirá de un plan racional de acción para el logro de su misión. Pero esas decisiones, a diferencia de lo que sucede en las organizaciones de trabajo, no pueden ser tomadas unilateralmente por quien dirige una asociación voluntaria. En efecto, la organización de trabajo tiene empleados que reciben órdenes, mientras que la asociación tiene socios voluntarios que deben ser convencidos, de ahí que —a diferencia de la organización jerárquica, en la que el director traza una estrategia y ordena su implementación— la asociación voluntaria tiene que propiciar la comunicación, mitigar las tendencias centrífugas y alentar la cohesión para construir el consenso y asegurar la cooperación de los miembros a fin de desplegar la acción colectiva. Por eso, las reglas deberán promover la producción de acuerdos, siguiendo un proceso que, en principio, deberá ser más o menos así: las ideas, opiniones, opciones, intereses y preferencias de los asociados son procesadas internamente, desplegando ante todo influencia normativa, que es la capacidad de obtener una decisión por convencimiento entre quienes son solidarios con un sistema colectivo (Warren, 2001). Para construir las decisiones colectivas, el gobierno asociacional necesita estar sostenido por la base de sus asociados, es decir, debe ser legítimo. En la medida en que las asociaciones son más complejas y los miembros más autónomos —es decir, en que controlan más recursos propios (económicos, culturales, políticos, sociales, simbólicos)—, la cohesión necesaria deberá basarse en la confianza (técnica, a 42 Asociaciones voluntarias normativa o estratégica), y en una mera dirigencia legal-racional eficaz y equitativa.2 En cambio, si los miembros de la asociación carecen de recursos de todo tipo para lograr la cohesión, la dirigencia deberá ir más allá de lo burocrático-racional y asumirse como un liderazgo social. El liderazgo social se basa en la identidad de la asociación, que fortalece el sentido de pertenencia y las interacciones solidarias entre los miembros, todo lo cual potencia a la asociación para desplegar acción colectiva; en otras palabras, un liderazgo en cuya acción se puedan reconocer los miembros y que, por una parte, pueda convocar a la comunicación, la visualización del camino, el trazo de la estrategia, la concertación de la acción y que invite al compromiso individual y puntual de los afiliados. Asimismo, debe abocarse a evitar las rupturas, destrabar y aliviar las tensiones entre los socios y, cuando llegue el caso, colaborar para resolver el conflicto. Otra característica lógico-política de la asociación voluntaria, que se desprende de la libre afiliación de los socios es, como se adelantó antes, la horizontalidad de la coordinación o gobierno asociacional. Por ello, al considerar este aspecto de la asociación, debe uno apartarse de la perspectiva racionalista de las organizaciones. Puesto que los voluntarios libres que se agrupan en la asociación lo hacen como individuos iguales, generan en el interior de la asociación una especie de “ciudadanía asociacional” de la que resultan también derechos y obligaciones originales, que son iguales para todos. La constitución de la asociación por iguales logra que todos ellos, con el mismo título, sean “los dueños” de la asociación, lo cual se traduce en que el conjunto de las decisiones competen originalmente a todos en los mismos términos, y que la coordinación o gobierno de la asociación sea un gobierno surgido del colectivo paritario de los asociados. El corolario de lo anterior es que en la asociación la autoridad emana del conjunto de todos los afiliados, de la base o asamblea “soberana” de los miembros. Se trata de una “soberanía” relativa que posee, desde luego, los claros límites del orden jurídico del entorno y de la legalidad asociacional misma. Ningún socio tiene per se la obligación de responsabilizarse de la asociación, y nadie tiene tampoco el derecho a hacerlo. Esto es, no existe en el arreglo una autoridad predeterminada como el padre, el patriarca y otros jefes de los arreglos comunitarios tradicionales, ni tampoco existen los directores designados desde arriba, como en las empresas y las agencias gubernamentales. Por lo tanto, en la asociación la autoridad tiene que construirse internamente y depende de la base; es decir, la legitimidad de la autoridad asociacional emana de los socios. De ese modo, se puede sostener que, por sus características propias, la asociación posee una vocación democrática, entendida aquí la democracia solamente como una correspondencia 2 Sobre estas asociaciones de gran complejidad, véase Luna y Velasco, 2010. básica que une a la autoridad con la membresía y privilegia el uso de las distintas formas de influencia o deliberación y convencimiento entre los socios. Esta liga democrática entre la ciudadanía y el gobierno asociacionales puede concretarse en distintas formas de gobierno, siempre y cuando la membresía constituya el sustento que asegure legitimidad a los dirigentes. Lo anterior significa que es propio de la asociación que las conductas de los socios se generen por convencimiento y no por la emisión de órdenes, por intercambios o por coacciones extralegales. Ante todo, debe convencerse a los socios para que se asuman las obligaciones colectivas, como pagar cuotas y el cumplimiento de las responsabilidades individuales aceptadas, por ejemplo: desempeñar comisiones y realizar ciertos trabajos, rendir cuentas y, en su caso, acatar las sanciones que, por haber incumplido, señale el ordenamiento legal asociacional. En consonancia con todo lo mencionado, es práctica común que los estatutos de las asociaciones establezcan un régimen democrático de gobierno, basado en un órgano principal: la asamblea de los socios, en la que cada persona cuenta con un voto igual al de los demás. El planteamiento es lógico-jurídico y político, pero la realidad social, como ha sido documentada en muchos estudios, muestra que la participación de los miembros en la vida de las asociaciones resulta muy diferenciada. Es muy frecuente que, junto a pocas personas muy participantes, exista una mayoría de miembros que tienen bajos niveles de participación y deja que un pequeño número de dirigentes tomen las principales decisiones. Este fenómeno, sin embargo, no elimina la lógica de la figura ni los derechos de los afiliados, quienes permanecen latentes en una especie de reservorio de derechos al que los miembros pueden recurrir en cualquier momento para participar e interpelar a quienes dirigen unilateralmente la asociación. Ahora bien, a partir de la igualdad original, en el espacio y el orden social interno, el conjunto de los socios construye consensualmente el gobierno asociacional, dividiendo el trabajo, repartiendo responsabilidades, creando competencias, cargos y autoridades legítimas que participarán en el control de los recursos asociacionales y en la toma de decisiones. En este proceso de construcción social, las habilidades, talentos, destrezas y, en general, los recursos de los diferentes miembros surtirán efectos. Tendencialmente, quienes tienen más recursos se proyectarán hacia la dirección de la organización. Si esos recursos que controlan los socios son exageradamente desiguales, muy probablemente la vida asociacional será dominada por los más afluentes. La idea básica de la perspectiva naturalista-realista se enfoca en la naturaleza eminentemente social de la organización, y sostiene que la realidad genera una estructura y un orden diferentes de la propuesta racional inscrita en la estructura y en los fines definidos formalmente, ya que los participantes tienen motivaciones diversas. Frente a los postulados individualistas, voluntaristas y racionalistas del primer enfoque, esta aproximación reconoce que el peso de la realidad social se impone a la organización de manera conflictiva (Brunsson y Olsen, 1998). En otras palabras, la organización (y esto vale para toda asociación) es un arreglo social forjado por consensos y disensos, por conflictos y, en ese sentido, la coordinación de la organización se topará con realidades que la constriñen y ante las que tendrá que adaptarse, al grado tal que la estructura informal de relaciones entre los participantes puede ser más influyente en su conducta real que la formal. De ahí surgirá un equilibrio inestable entre las iniciativas de la coordinación y las de los otros participantes: socios, empleados, militantes, miembros, etcétera (Scott, 2003; Pfeffer, 1992). De ese modo, dicha perspectiva se ocupa de los problemas de la cohesión y de las diferencias y los conflictos consustanciales a la organización. Vuelvo al punto de partida: el elemento central del concepto de asociación voluntaria es que se trata de un arreglo libre e igualitario, es decir, se constituye por personas que libremente deciden fundar una asociación o afiliarse a ella porque desean actuar juntos y en ello se reconocen como iguales. Ya que la pertenencia a la asociación no es adscriptiva ni obligada y sí elegida, sólo ingresarán y permanecerán en la asociación quienes quieran hacerlo y mientras quieran hacerlo. Lo propio de la asociación es una voluntad individual básicamente libre de adherirse o salir de ella. Por eso, las verdaderas asociaciones no se “inventan”, sino que nacen de la concurrencia activa de los interesados. Si la voluntad de afiliación y participación es ficticia, si una parte importante de los socios no está por voluntad propia o forma en realidad una masa pasiva, debe considerarse que la asociación es débil o el arreglo realmente existente es de otro tipo, aunque a veces logre grandes realizaciones, sea porque cuenta con muy abundantes recursos económicos (o de otro tipo) o porque tiene dirigentes excepcionales. Sin embargo, como destaca el enfoque realista, muchas veces la voluntad individual de afiliación no es tan pura, pues suele empañarse por las presiones de otras personas para que los individuos se inscriban, o por los ingresos que se deciden colectivamente y hacen que la gente se afilie —o no abandone— al sentirse comprometida. Es también conocido que el entusiasmo inicial mostrado al fundar las asociaciones o ingresar a ellas, por muy diversas causas, disminuye luego y sobreviene un desinterés que se refleja en baja participación, abandono de los compromisos, ausentismo y, finalmente, deserción. Estas tendencias centrífugas propias de la asociación tienen muy diversas causas, pero una, que sin duda cuenta mucho, es la ausencia de realizaciones. Por ello, en las asociaciones de personas con menos recursos, en las que por lo mismo es más difícil que se alcancen metas pronto, la baja participación tiende a ser más alta. En contraste, en las asociaciones en que los miembros controlan muchos recursos, es más probable que las agrupaciones avancen más rápido Asociaciones voluntarias 43 a en el logro de sus objetivos. Puede así afirmarse que hay una relación tendencial muy directa entre las características personales de los afiliados y sus recursos, y la capacidad de acción de las asociaciones, porque de algún modo las características intrínsecas a los socios se trasladan de ellos a las agrupaciones. Algunas investigaciones han concluido que el factor que más determina el compromiso cívico y la participación en las asociaciones es el nivel educativo; esto es, a mayor capital cultural, se dará mayor participación en las asociaciones (Bekkers, 2005). Dicho de otro modo, la capacidad de asociarse eficazmente replica la capacidad de los miembros aislados. Otra explicación de los distintos niveles de participación es la relación individual que establecen los miembros con la misma asociación y su fin declarado. Puede decirse que el vínculo de cada asociado con la asociación es específico. Cada socio se vincula a su manera, pues construye o percibe su pertenencia y se involucra y conecta con la asociación de modo diferente (Einarsson, 2008). Esto suele mostrarse en el hecho de que los miembros no se entienden entre sí, no contribuyen al objetivo en la misma forma, les interesan más otras cosas que el fin declarado, etcétera. Por otra parte, como la fundación de la asociación no es un acto de autoridad ni un pacto entre desiguales jurídicos (aunque no se haga del todo explícito), este tipo de arreglo supone la libre decisión de contribuir, en los mismos términos del fin acordado, con los otros que también quieren hacerlo con carácter de socios iguales. Es este principio de la voluntad libre e igualitaria el que más determina la lógica de la figura, el más definitivo de su orden social y su marco regulatorio, y del que se desprenden las más importantes consecuencias. Una de ellas es que los socios son, con su motivación, participación y decisión de actuar, el principal resorte específico de la acción de la asociación. Si no existe verdadera membresía o ésta es accesoria o prescindible, entonces la asociación es, en tanto tal, precaria o inexistente. El colectivo de los socios es un conjunto unido, en principio, por la voluntad de alcanzar el objetivo común declarado que los identifica. Pero aunque en derecho todos los miembros sean iguales, en la realidad social no ocurre lo mismo, tanto por los recursos de que disponen como por las adscripciones, pertenencias y compromisos sociales que tienen y que se expresan en sus distintas motivaciones. Vale recordar la clasificación weberiana de las motivaciones de la acción social, según la cual pueden diferenciarse, de modo no exhaustivo, cuatro grandes rubros: la acción “racional con arreglo a fines”, que procura el logro de “fines propios racionalmente sopesados y perseguidos”; “la acción racional con arreglo a valores”, que está dirigida a la consecución de una idea; la acción “afectiva”, en la que el proceder está bajo el imperio de un estado emotivo o sentimental, y la acción “tradicional”, que se lleva a cabo bajo el influjo de la costumbre y el hábito (Weber, 1974, I: 20-21). De este modo, aunque presumiblemente los afiliados participan en la asociación para que se logren los fines decla- a 44 Asociaciones voluntarias rados, también persiguen otros objetivos que pueden poseer algunas incompatibilidades con los explícitos, e incluso, en el extremo, pueden ser opuestos. Es indudable que los diferentes individuos que integran la asociación, además de los propósitos compatibles con ésta, tienen otros fines distintos a los de ella, y esto también tiene consecuencias, en diferentes grados, en la misma asociación. Lo anterior manifiesta algo que sostiene la perspectiva de análisis naturalista: en la asociación, se manifestarán diferencias y ésta tenderá a dividirse; en parte, porque se introducen otros objetivos ajenos o incompatibles con los declarados, o porque se entienden de diversas maneras el objetivo común o los medios de acción para obtenerlo. Dichas diferencias tienden a generar tensiones y conflictos en los que suelen formarse grupos, alineamientos y coaliciones que intentan influir en los procesos de toma de decisiones a favor de distintos intereses o preferencias. Una cuestión central a este respecto es que si los miembros de la asociación son muy distintos en los recursos que controlan y sus pesos de poder son relativos, las relaciones que se establecerán entre ellos no serán de interdependencia ni más o menos equilibradas, sino que quienes tienen muchos más amplios recursos tenderán a ser más independientes, llenarán espacios de poder más amplios y terminarán por imponerse a los otros.3 En principio, las luchas por el control tienen dos componentes principales que generalmente se imbrican y articulan entre sí: las disputas con un contenido que se explica sobre todo por la confrontación entre distintas propuestas de política y las que se explican más bien por la procuración del poder por el poder mismo. En el primer caso de conflicto, las partes se reúnen en coaliciones con distintas propuestas de gobierno y luchan por modificar o consolidar la distribución del poder que permite utilizar los recursos de la asociación para favorecer determinados proyectos o preferencias. En el segundo caso, se vuelven especialmente importantes los otros motivos —no declarados— que tienen los miembros para participar en la asociación y que son diferentes del logro de los fines asociacionales. Éstos pueden muchas veces ser inocuos, pero en otras pueden producir consecuencias graves para el desempeño asociacional. Así como el fin no explicitado para algunos es “disfrutar de la vida asociativa”, otros intentan obtener ventajas personales para ellos o para un grupo. En relación con este fenómeno, se constata frecuentemente que grupos minoritarios se instalan y controlan el poder en las asociaciones. Tan conocido es este problema, que Michels (1996) postuló la “ley de hierro de la oligarquía”, según la cual todas las organizaciones terminan por ser dominadas por minorías. Muchos estudios empíricos confirman que, en efecto, en muchas asociaciones se han impuesto grupos que las controlan. 3 Investigaciones en ciertas organizaciones arrojaron este tipo de resultados. Véase, por ejemplo: Tirado, 2006. En los patrones de prácticas de interacción entre los asociados pueden aprehenderse los mecanismos mediante los cuales se procesa la toma de las decisiones, pero a veces los asuntos verdaderamente importantes discurren por otras vías. Por eso, metodológicamente es relevante analizar las coyunturas en que se tomarán decisiones muy importantes para el futuro de las asociaciones, pues entonces se produce una intensificación de las luchas entre las distintas coaliciones y personalidades que se disputan en la asociación. En esas coyunturas críticas suelen revelarse los mecanismos decisorios que en verdad rigen en la asociación. En la medida en que la asociación ha previsto reglas y métodos de toma de decisiones, los conflictos y las luchas tendrán cauces de resolución y podrán resolverse sin poner en peligro la estabilidad de la asociación. Un primer modo de decidir puede llamarse “previo” porque en realidad toma “decisiones” desprendiéndolas de supuestos, ambientes, creencias, ideologías, saberes y un sentido común tan acendrado en quienes deciden, que ni siquiera perciben a las decisiones como tales (así lo plantean Foucault y otros autores). Los asuntos ordinarios suelen resolverse por medio del método “rutinario”, que decide los asuntos mediante la aplicación “automática” de cánones, reglas y prácticas repetidas, y el modo “legal-racional” (o burocrático, en el sentido weberiano), que resuelve aplicando la regla abstracta al caso específico previsto, con una “lógica de lo apropiado” (March, 1997). No obstante, para tomar las decisiones más importantes, los procedimientos más recurrentes son los siguientes: 1) 2) 3) El consenso activo, que genera decisiones a través de la deliberación en debates que recurren a argumentos para convencer. Este modo puede también dar lugar a resoluciones de los asuntos mediante negociaciones que componen los intereses en juego a través de concesiones mutuas. La votación, en la que cada socio emite un voto enterado y gana la opción que obtiene la mayoría o la totalidad de los votos. Debe resaltarse que éste y el anterior son procesos que suponen la participación activa de los afiliados a través de deliberaciones para que se tomen decisiones legítimas en la asociación, por medio de consensos activos, pactos y votaciones. Son estos tres —usando la voz, diría Hirschman (1977)— los procesos de decisión más adecuados a la lógica de la asociación voluntaria, sobre todo en asociaciones muy complejas, porque se corresponden bien con la libre voluntad igualitaria y la correspondencia democrática que las legitima. Sin embargo, muchas veces funcionan otros procesos de toma de decisiones en los que la membresía participa menos activamente. La dirigencia carismática. Por este medio, un líder carismático es el gran protagonista que toma a su arbitrio las decisiones de la asociación y los demás miembros lo apoyan con ardor (Weber, 1974, I: 193 ss.) 4) 5) Él conduce y ellos lo siguen con entusiasmo. No hay debate, ni voz, ni deliberación, pero hay apoyo activo. El consenso pasivo o “autoridad delegada”. También existe y opera de manera muy generalizada el proceso de toma de decisiones en el que los socios dejan que una persona o un grupo decidan unilateralmente; es decir, aquí hay un mero consenso o aceptación pasiva de los afiliados, quienes descargan en los dirigentes la responsabilidad de decidir la vida asociacional. Hirschman (1977) observa que cuando en las asociaciones se toman decisiones, los disidentes y los inconformes que pierden optan generalmente por salir de ellas. Es lo que se ha llamado coloquialmente “votar con los pies”. Antes que usar la voz luchando en la asociación por un cambio de gobierno, quienes no están de acuerdo desertan. La sangría de socios puede matar a la asociación o reducirla al tamaño de un grupo inocuo, pero la salida de los opositores puede también tener el efecto interno de compactar a la asociación en torno a su dirigencia que, desembarazada de la traba de los inconformes, podrá actuar con mayor agilidad y contundencia. Y no por estas dirigencias protagónicas se rompe necesariamente la correspondencia básica entre la autoridad y la membresía de la asociación voluntaria, pues la adhesión de quienes permanecen, así sea pasiva, sigue siendo el sustento legítimo. Incluso puede acrecentarse si los dirigentes unilaterales son ahora más eficaces para alcanzar los fines asociacionales. Es éste, por tanto, un procedimiento válido y, de hecho, es un modo muy común de operar y decidir en las asociaciones voluntarias: un dirigente conduce y los miembros pasivos lo dejan hacer. El control por una oligarquía. En este caso, los dirigentes se han separado de los socios, controlan la asociación y la usan para sus propios fines ante la impotencia de los afiliados, que aunque eleven la voz no pueden cambiar las cosas, tal como lo mostró Michels (1996). Debe agregarse que los métodos usados por los oligarcas no necesariamente implican el uso de la fuerza para prevalecer sobre la gran mayoría, sino que pueden basarse en el uso de recursos como la información y el conocimiento, a través de la división del trabajo, las estructuras jerárquicas y la ocupación de los puestos claves por expertos pagados que se hacen indispensables. Los miembros no quieren a sus dirigentes, pero no pueden desplazarlos porque éstos los derrotan una y otra vez. Se trata de un caso de negación del principio asociacional de legitimidad por aceptación del gobierno por la base, y es de esperarse la deserción de los socios o, quizá, la permanencia, porque, a pesar de todo, aprecian los beneficios que reciben y no cuentan con alternativas. Esto es indicio de que la Asociaciones voluntarias 45 a 6) asociación no es ya voluntaria y de que se trata más bien de una corporación u organización de afiliación constreñida. El control autoritario. Para concluir esta parte sobre la toma de decisiones, debe hacerse referencia a otro método de decisión: el autoritario, a través del cual un dirigente o grupo de dirigentes imponen coactivamente sus decisiones a una membresía que no las comparte. Desde luego que aquí también se niega la correspondencia entre gobierno y base. Sin duda, un arreglo social de este tipo, sin legitimidad, pone en cuestión que se trate realmente de una asociación voluntaria. De hecho, la permanencia de los socios en una “asociación autoritaria” hace suponer que se trata de una corporación, desde luego, autoritaria. Estos cuatro últimos tipos de procesos de toma de decisiones suelen encontrarse más en las asociaciones de baja complejidad, donde los socios que carecen de recursos están dispuestos a soportar dirigencias que se apartan un tanto —y a veces plenamente— de la correspondencia entre la base y la dirigencia de las asociaciones voluntarias. Es decir, se trata de dirigencias sin legitimidad. La tercera perspectiva de análisis organizacional, la perspectiva del sistema abierto o ecológica se funda en la intuición de que la organización está enraizada en un ambiente o entorno en que operan factores heterogéneos que la penetran, influyen y arrastran. Considera a la organización como un sistema abierto en que operan coaliciones de participantes con intereses cambiantes, enraizados en ambientes más amplios. Esta visión es útil sobre todo para analizar cómo se articulan la agrupación, sus participantes y sus dirigentes en el entorno social y en los distintos actores políticos y sociales; su inserción en el conjunto de las instituciones; los efectos que la inserción genera y la dinámica que ese entorno le imprime a la agrupación; la construcción relacional de su identidad, la efectividad social de su simbología, los límites de su autonomía y el componente extragrupal de sus procesos de toma de decisiones, sus estrategias y sus acciones; y permite evaluar cuestiones como el impacto, la relevancia y la pertinencia sociales de la agrupación, así como su legitimidad externa. Desde el punto de vista de la perspectiva teórica ecológica, las asociaciones están penetradas por “factores externos” y la vida asociacional está interferida por ellos. En otras palabras, esos factores “externos” no lo son del todo, pues intervienen o inciden en sus procesos internos, ya sea mediante agentes que actúan en ellas o a través de procesos sociales que las atraviesan y arrastran, o a través de los vínculos que establecen con otras organizaciones. Pero el entorno actúa también directa y cotidianamente, a través, por ejemplo, de las actitudes, expectativas y motivaciones que portan los miembros al seno de las asociaciones (Scott, 2003; Pfeffer, 1992). No obstante todo ello, de la libre afiliación y la participación activa de la membresía proviene otra característica importante de la a 46 Asociaciones voluntarias asociación: la autonomía. En su lógica social, la asociación voluntaria debe erigirse como un espacio de decisión relativamente autónomo. Si no presenta las resistencias necesarias a lo externo, desaparecerá. Autonomía significa que hay autodeterminación o capacidad de tomar las propias decisiones y ponerlas en práctica, lo cual implica distancia y separación respecto de otras entidades, aunque éstas, desde luego, no sean plenas y totales, pero sí suficientes para que pueda deslindarse un espacio apreciable de responsabilidad y agencia propios. Una extensión o una parte dependiente de otro centro de decisiones no son real y efectivamente asociaciones autónomas, aunque jurídicamente lo sean. Por otro lado, la autonomía permite atribuir a la asociación una conducta propia, separada de la de sus afiliados y de la de otras entidades. Por eso, la asociación tenderá a producir un punto de vista, una propuesta, un proyecto y hasta un autointerés propio, que será distinto de los individuales de sus miembros. Este “común denominador”, como lo llama Greenwood (2000), implicará un posicionamiento institucional que contribuirá a dar a la asociación una identidad propia que la distinguirá de otras entidades. A la identidad propia se añade la personalidad jurídica, ficción que da a ciertas entidades colectivas un trato similar al de las personas y las habilita para constituirse en sujetos de derechos y obligaciones, así como para contar con un patrimonio propio. Más aun, les permite a las asociaciones actuar por sus afiliados, representarlos y tener ellas mismas representantes que expresen “su voluntad” y actúen en su nombre. De todo esto se desprende que la asociación debe luchar por su autonomía y cuidarla, midiendo bien el tipo de compromisos que asume. La identidad social de una asociación puede llegar a tener una carga simbólica tan fuerte que, dadas las creencias y percepciones socialmente construidas, puede operar eficazmente y a distancia, como si fuera una “fuerza mágica” (Bourdieu, 1997), y el vigor de esa identidad social alimenta el grado de su autonomía. Una fuerte identidad es, por otra parte —sobre todo en las asociaciones poco complejas de miembros que controlan pocos recursos— una fuente de cohesión y de capacidad para generar liderazgos sociales capaces de articular consensos y solidaridad entre los miembros. Tanto la autonomía como la cohesión de la asociación voluntaria le permitirán desempeñarse con solvencia en medio del entorno, proveyéndola de recursos para desplegar estrategias y acciones que la protejan de las tendencias negativas que afectan a su desempeño, y también le permitirán aprovechar las ventajas que el mismo entorno le ofrece para avanzar en sus objetivos, cuidando siempre que la asociación no se destruya en esos intentos (reda, 2009). Líneas de investigación y debate contemporáneo El auge de los conceptos de sociedad civil, esfera pública, esfera civil y muchas otras ideas surgidas más o menos a partir de la tercera ola democrática que multiplicó enormemente el número de naciones democráticas, empezando con la transición a la democracia que puso fin a las dictaduras y los regímenes autoritarios del sur de Europa y de América Latina y el derrumbe del socialismo en Rusia y Europa oriental, ha tenido varios correlatos en el campo de las asociaciones voluntarias, a las que todos reconocen un lugar fundamental en el seno de la sociedad y esfera civiles. Por un lado, existe el crecimiento acelerado de muchas agrupaciones voluntarias; muchas de ellas, ligadas a los grandes movimientos sociales de los derechos civiles, el feminismo, de defensa del medio ambiente, etéctera. Junto con éstas, destacan las conocidas como organizaciones no gubernamentales, que en todo el mundo se han ocupado de los más diversos problemas. En general, las asociaciones del más diverso tipo se han constituido como un contrapoder frente a las fuerzas del Estado y del mercado. Por otro lado, surgió y maduró el concepto de capital social impulsado por teóricos de diversas escuelas (Bourdieu, Coleman y Putnam) y entendido, de manera muy amplia y general, como complejos de relaciones sociales en las que anidan la confianza y las expectativas de reciprocidad. Ligado a lo anterior, se ha desarrollado el llamado “neotocquevillianismo”, en el que destaca Putnam (2002) y sus preocupaciones por el declive histórico del asociacionismo en sociedades como la norteamericana y su propuesta de entender a las asociaciones como productoras “naturales” de capital social. Se ha criticado a esta propuesta que, en el conjunto de las asociaciones, deben diferenciarse las asociaciones vertidas sobre sí mismas (por ejemplo, un club de fiestas), que no participan para nada en el debate cívico, político y social, de las que podríamos llamar civiles o “cívicas”, que sí participan comunicando activamente en la sociedad civil.4 A esas asociaciones que no participan en el debate público deben agregarse, en principio, las asociaciones del tercer sector, cuyo objetivo es la producción de bienes y servicios a través de organizaciones no lucrativas: empresas sociales, fundaciones, instituciones de asistencia, etcétera. En relación con este sector, se ha planteado la llamada “responsabilidad social empresarial” y la nueva filantropía empresarial que, en algunos casos, ha comprometido para ello cantidades colosales. Otros debates y propuestas vinculados a las asociaciones voluntarias se relacionan con lo que se ha llamado “el segundo circuito de la ciudadanía”, asumiendo que en la sociedades contemporáneas es indiscutible y necesaria la participación de un conjunto de organizaciones que intervengan en todo tipo de redes, incluidas las de gobernanza. A estas propuestas se han añadido consideraciones sobre el financiamiento 4 Véase: Alexander, 2006: 99 ss. de esas organizaciones, con el supuesto de que no deben depender —para su financiamiento— de “la buena disposición” de ciertos donantes, sino que deben construirse mecanismos bien estructurados a través de los cuales, mediante procedimientos sujetos a la transparencia y la más estricta rendición de cuentas, se les canalicen fondos públicos autorizados por los ciudadanos mediante manifestaciones individuales de su voluntad sobre el destino de una parte de los impuestos que pagan. Lo anterior, desde luego, incluye un debate sobre las modalidades y posibilidades de las organizaciones civiles y su financiamiento, su régimen interno, y la transparencia y rendición de cuentas.5 Bibliografía Alexander, Jeffrey C. (2006), The Civil Sphere, Oxford: Oxford University Press. Arditi, Benjamín (2005), ¿Democracia post-liberal? El espacio político de las asociaciones, Barcelona: Anthropos, Universidad Nacional Autónoma de México. Bekkers, René (2005), “Participation in Voluntary Associations: Relations with Resources, Personality, and Political Values”, Political Psychology, vol. 26, núm. 3, pp. 439-454. Bourdieu, Pierre (1997), Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Barcelona: Anagrama. Brunsson, Nils y Johan P. Olsen (1998), “Organization Theory: Thirty Years of Dismantling, and Then...?”, en Brunsson y Olsen (eds.), Organizing Organizations, Bergen: Fagbokforlaget, pp. 13-43. 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En Madame Bovary, personaje de la famosa novela de Flaubert, encontramos el tema de la búsqueda de autonomía y libertad en un entorno signado por una sociedad rígida, que condena la transgresión de las buenas costumbres y la moral. Si bien el personaje flaubertiano lucha por romper las ataduras costumbristas, no se le puede otorgar la cualidad de actuar autónomamente, porque su comportamiento no es producto de una reflexión crítica, sino de impulsos incontrolados presuntamente motivados por la rigidez de una forma de vida impuesta por la moral de su tiempo y grupo social. Sin embargo, si para Milan Kundera Flaubert “descubrió la necedad” en la persistencia de Emma de ser libre en el amor y, pese a la adversidad, nosotros podemos encontrar en ella —72 años después de que Kant publicara la Fundamentación para la metafísica de las costumbres— un atisbo de búsqueda de autonomía moral. El concepto de autonomía aparece en la literatura y se estudia en disciplinas como la filosofía, la psicología, la pedagogía, la estética, la ciencia jurídica y la política, así como en la práctica científica y legal.1 Atendiendo a su etimología, la palabra proviene del griego autos (por uno mismo) y nomos (norma o ley) e ilustra claramente su significado: alguien que se impone sus propias normas o leyes, sin influencia externa. Así, en teoría jurídica, un Estado es soberano cuando diseña e impone sus propias leyes, sin presión de fuerzas extrañas, y una universidad es autónoma cuando se rige por sus propios reglamentos internos; la filosofía logró autonomía cuando se deslindó de la religión. El desarrollo de la ciencia es autónomo si responde a investigaciones y métodos libres de coacción de agentes interesados, como gobiernos o empresas. La autonomía 1 En la cultura occidental, disciplinas que hoy son independientes formaban parte de la filosofía, pero con el paso del tiempo fueron deslindándose de ella, aunque coinciden en entender la autonomía como autogobierno del individuo capaz de tomar decisiones libremente. a 48 Autonomía pedagógica se entiende por lo menos en dos sentidos: la realización de planes de estudio y procedimientos de enseñanza-aprendizaje de cada institución educativa, libre de presiones externas y, atendiendo a sus objetivos, como señala Paulo Freire, educar para liberar y no para satisfacer necesidades del mercado u otras instituciones. No obstante, la autonomía es relativa, pues resultaría prácticamente imposible escapar del influjo de la sociedad, la política, el mercado o desatender demandas populares que restringen el grado de autonomía. La filosofía, en su vertiente ética, reflexiona sobre las decisiones y actos del sujeto, en torno al bien y el mal, lo justo y lo injusto, de manera que la autonomía queda estrechamente vinculada con otras nociones éticas como razón, voluntad, deber, libertad, responsabilidad, dignidad humana y conciencia. El concepto opuesto al de autonomía es heteronomía, también proveniente del griego heteros (otro) y nomos (norma o ley), lo cual significa que obedece a normas impuestas por otros. En algunas éticas, la separación entre autonomía y heteronomía no queda tajantemente escindida, pues se reconoce la imposibilidad de hacer abstracción de los usos, costumbres y demandas del entorno social, aunque pasen por el tamiz de la reflexión filosófica. En el lenguaje ordinario, se entiende como persona autónoma la que actúa por sí misma, en forma racional, sin depender de otros, capaz de dar cuenta de sus actos y responsabilizarse de ellos frente a los demás. Esta concepción no es ajena a la de la ética filosófica, aunque ésta desarrolla discursos racionales, vocabularios específicos, producto del estudio riguroso y profundo del ser humano, la sociedad, la política y la historia, expresados en argumentos racionalmente fundamentados. Es indispensable señalar que ni la autonomía en tanto concepto, ni el sujeto —individuo, Estado o institución— son abstracciones que pasan en una continuidad y progreso histórico, experimentando sólo cambios relativos. Desde una perspectiva genealógica, basada principalmente en Nietzsche y Foucault, la hipótesis de este artículo es que las categorías, conceptos y los mismos sujetos están inmersos en procesos históricos, políticos y sociales con rupturas y discontinuidades. Tal enfoque abandona la idea de un sujeto ahistórico que transita en el tiempo sin que su “esencia humana” se modifique. En este tenor, el concepto de autonomía se aborda desde una perspectiva filosófico-genealógica, tomando en consideración vínculos con la política, la economía y la historia. Historia, teoría y crítica La autonomía, como concepto de la filosofía moral, estrictamente hablando, surgió en la Modernidad con Kant; sin embargo, desde el enfoque genealógico-filosófico, dicha noción emerge en un lugar y momento histórico específicos, producto de determinadas condiciones, esto es, ciertas prácticas sociales, una conformación especial de relaciones de poder, saberes emergentes y juegos de verdad.2 Por consiguiente, no existen significados únicos, universalmente válidos, sino que todo concepto adquiere su sentido y función dependiendo de las condiciones sociales en donde se expresa y usa. Analizaremos nuestro concepto en algunos autores y épocas relevantes del mundo occidental. En el siglo v a.C., Antígona —personaje de la tragedia de Sófocles que lleva el mismo nombre— se considera precursora de un acto autónomo. En una querella por el trono de Tebas, Polinices y Eteocles, ambos hermanos de Antígona, murieron uno en manos del otro. Creonte, rey de Tebas, declara a Polinices traidor a la patria y ordena que no sea enterrado, pero Antígona, desafiando a la autoridad, le otorga los honores fúnebres y sufre las consecuencias: “Pero ahora Polinices, por recubrir tu cadáver, mira lo que me gano […] pese a haberte dedicado los más altos honores de acuerdo con tal ley, Creonte entendió que ese mi comportamiento constituía un delito y una osadía tremenda” (Sófocles, 1988: 162).3 Posteriormente, sabemos por Platón que para Sócrates, sin existir formalmente el concepto de autonomía, el autogobierno era una cualidad de los hombres libres, la cual debían cultivar, especialmente quienes aspiraban a un puesto en la política, pues para gobernar a los otros era condición previa gobernarse a sí mismo: “al prescribirse el conocimiento de ‘sí mismo’, lo que se nos ordena es el conocimiento de nuestra alma” (1981: 131c-258). El conocimiento de la propia alma (psyche) no es un fin, sino un medio para poder llevar a cabo el cuidado de sí o proceso transformador del ser. Por tanto, la introspección es necesaria para hacerse cargo del alma, de su verdad (aletheia) y de su pensamiento (phronesis) (Hadot, 2006: 97). En la concepción aristotélica y las escuelas helenísticas, la autarquía (del griego autos, sí mismo y arkéo, bastar), esto es, ‘autosuficiencia’ o ‘bastarse a sí mismo’, es un bien al que se debe aspirar y la vía para alcanzarlo es la no dependencia del exterior, bastarse a sí mismo y alcanzar la felicidad. El desapego de las cosas materiales conduce a la tranquilidad del alma (ataraxia), la libertad, la felicidad (eudaimonia) y la virtud (areté); tal es la situación del sabio. Sin embargo, para Aristóteles sólo el Estado es autárquico, porque es el único que puede bastarse a sí mismo. La tarea de la política consiste entonces en desarrollar la virtud en todos los ciudadanos para que la felicidad sea posible en una polis donde reine el bien y la justicia. Corrientes filosóficas posteriores al socratismo perfilaron principios éticos de independencia moral e intelectual. Las escuelas filosóficas de la época helenística y romana (del iii a.C. al iii d.C.), como cínicos, escépticos, epicúreos y estoicos, se centraron en la vida interior —aún no 2 La genealogía a la que nos referimos está basada en la obra de Michel Foucault. 3 Finalmente, Antígona se suicidó para evitar la sentencia de ser enterrada viva. Autonomía 49 a considerada como autonomía— con tintes éticos y políticos, cuyo objetivo consistía en imponerse su propia ley para lograr independencia de la polis pero sobre todo de sí mismo, liberándose de pasiones, instintos y deseos mediante la práctica constante del autogobierno. Para los estoicos, la filosofía no consistía en el estudio de nociones abstractas, sino en el arte de vivir, el cultivo de un estilo de vida y la transformación del ser para mejorar. Escépticos y epicúreos buscaban la ataraxia, que se logra por la meditación y la concentración. Fueron tal vez los cínicos quienes llevaron la idea de autosuficiencia al extremo. Se dice que Antístenes, filósofo fundador de la escuela cínica (cinosarges), sostenía que el autocontrol era la base de la virtud. Para ellos, la condición indispensable de libertad era reducir sus necesidades al mínimo, con el fin de evitar hasta donde fuera posible cualquier tipo de dependencia. De ahí proviene la fama de Diógenes de Sinope —y supuestamente también el nombre de cínico—, apodado “el perro” (kinicós) porque emulaba la vida de los perros callejeros, que sobreviven de desperdicios, lo cual significaba para Diógenes un alto grado de libertad. En general, con las variantes propias de cada filósofo, los cínicos se acercaban a la autosuficiencia mediante la constante práctica del ejercicio físico y de la ascesis como preparación contra la adversidad que produce el hambre, el frío y la pobreza, así como de males que no dependen de uno mismo. Aunque en la filosofía de la Antigüedad clásica se practicaba la introspección, la meditación y ciertos ejercicios espirituales, no han emergido aún las condiciones para afirmar que se trata de autonomía. Pese a las similitudes conceptuales de distintas épocas, las investigaciones coinciden en señalar que en sentido estricto la autonomía es producto de la Modernidad, ya que su emergencia se debe a la confluencia de ciertas prácticas sociales y del proceso histórico que lo posibilita. En el siglo xvii se da una ruptura con la moralidad medieval fundada en Dios; Montaigne abandona la idea de la moral como obediencia, concibiéndola como condición de posibilidad de autogobierno y autocreación, y se experimenta un cambio en la significación de los valores. Si en la Edad Media los valores se consideraban universales, fungiendo como principios para la toma de decisiones y la acción, Max Weber señala que la Modernidad surge en conjunción con la autonomía y la voluntad subjetiva, de manera que son los individuos, a través de sus elecciones y actos, quienes dotan de sentido a las cosas. En virtud de que los valores tradicionales ya no se interpretan como independientes del sujeto, puesto que la racionalidad instrumental moderna no toma en cuenta fines ni valores, tal emancipación conlleva el peligro de desembocar en un decisionismo de la libre elección. Y aunque la autonomía y la libertad posibilitan que el individuo sea un creador de sentido y valores, sólo unos cuantos ilustrados podrán gozar de esa capacidad, lo cual se convierte en un asunto elitista. Pero, afortunadamente, no todo es a 50 Autonomía pesimismo en Weber puesto que “la autonomía de la voluntad permite liberarse de la tradición y la aceptación del hecho de que, en principio, la toma de decisiones se basa en el compromiso con todos los valores” (Hall, 1994: 36).4 Las éticas autónomas modernas sientan como principio la voluntad de un sujeto racional que actúa conforme a las leyes o normas que le dicta su conciencia; es un sujeto moral reflexivo, creativo, siempre alerta, que toma decisiones atendiendo a la “buena voluntad”, como lo expresa Kant. En pocas palabras, se da a sí mismo su ley moral. Se podría suponer que una ética autónoma conduciría a un relajamiento o anarquía moral en donde cada quien actuara conforme a sus deseos, inclinaciones o instintos. Sin embargo, es lo contrario, pues el sujeto moral autónomo se ha comprometido con su propia ley, producto de un proceso deliberativo de buena fe, que toma en consideración a los otros. Además —y ésta es la propuesta fuerte kantiana— como todo el proceso se basa en la buena voluntad, en el momento de tomar una decisión de naturaleza moral, el sujeto debe preguntarse si estaría dispuesto a que su acto se convirtiera en una máxima aplicable a todos los seres humanos; es decir, si quisiera que todos actuaran de la misma forma. Kant llamó a este precepto “imperativo categórico”, que reza: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal” (1983: 39); y ofrece una segunda versión: “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza” (40). El querer es ahora más contundente, pues se menciona la voluntad, es decir, una voluntad buena porque obra por deber, no por gustos o inclinaciones individuales, y es fundamento de la autodeterminación. La tercera versión dicta: “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (45). Aquí aparece el tema de la dignidad humana, que consiste en reconocer a cada individuo como un fin en sí mismo, con un valor intrínseco absoluto y que por consiguiente nunca se le debe utilizar como medio para propósitos personales. La autonomía kantiana, como “principio supremo de la moralidad”, consiste entonces en que la voluntad se determine libremente. Desde siglos antes de nuestra era, la famosa regla de oro “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan” ha existido en muchas culturas, en el marco de religiones tan diversas como el hinduismo, el budismo, el judaísmo, el confucionismo y el cristianismo.5 En la época moderna, Jeremy Bentham y John Stuart Mill sustentaron la regla de 4 Mi traducción del original en inglés. 5 Es preciso considerar que aquí se hace una generalización de un tema mucho más complejo. Por ejemplo, existe controversia en torno a si el Islam alberga la regla de oro; además, también se deben tomar en cuenta las variables en la forma como se sustenta y aplica. Para mayores referencias, véase: P.S.B., 2012. oro, pero sería un error genealógico equiparar sus distintas versiones con la filosofía moral de Kant, quien, por cierto, la rechazó. En el primer caso se trata de un imperativo hipotético, resultado de un cálculo de consecuencias. En cambio, el imperativo categórico de Kant es de naturaleza universal, se basa en la autonomía de la voluntad que a su vez descansa en una ley universal, expresada por la razón práctica, esto es, la libertad. Una limitante de la regla de oro es que generalmente se expresa en su versión negativa, que consiste en no dañar a los demás, sin prescribir ninguna obligación, así como su carácter emotivo, subjetivista y sentimentalista, versus el intelectualista de Kant. Otra crítica a este mandato señala que todos los seres humanos son diferentes, de tal forma que lo que disgusta a uno puede no coincidir con lo que a otro disgusta; así, se considera conveniente considerar la versión positiva, que indica: “trata a los demás como desearías que te trataran a ti”. De cualquier forma, la aplicación de esta norma surge más del deseo que de la razón;6 por eso Freud critica la regla de oro en las religiones, cuyos principios se establecen apelando al amor y no a la razón, como por ejemplo “ama a tu prójimo como a ti mismo”, ya que el amor es un sentimiento que no se puede forzar; con base en la razón es posible respetar y ayudar al prójimo, pero no amarlo. Si bien la concepción ética kantiana y la regla de oro han prevalecido durante largo tiempo, es preciso abordar otras vertientes que incluyen enfoques como el histórico, el político y el económico, además del moral. Un ejemplo relevante es el marxismo; aunque el uso literal del término autonomía sea poco frecuente en la literatura marxista —especialmente en el propio Marx—, en forma implícita, tanto en su obra como en la de Engels, es un concepto importante. El trabajo teórico de ambos filósofos tiene por objeto la superación del capitalismo, sustentado en que las fuerzas históricas, económicas y políticas lo harán posible. En el contexto marxiano, la cuestión de la autonomía está fuertemente ligada a la economía y la política, por lo que es preciso distinguirlo del concepto de emancipación. En la obra juvenil de Marx, la emancipación no será posible en tanto la actividad vital del obrero —el trabajo— pertenezca a otro como trabajo enajenado: “Cuanto más se mate el obrero a trabajar, más poderoso es el mundo ajeno, de objetos creados por él en contra suya, más se empobrece él mismo y su mundo interior, menos le pertenece éste a él” (1982: 596). En el sistema capitalista, la producción se desarrolla en vínculos de dependencia de personas y cosas, ya que dicho sistema “crea, por primera vez, y al mismo tiempo que la universalidad de la enajenación del individuo frente a sí mismo y a los demás, la universalidad y la multilateralidad de sus relaciones y de sus habilidades” (1980: 89-90). El 6 Para una disertación más amplia sobre esta diferencia, véase Alcoberro, s.f. individuo y su trabajo vivo están subordinados a la producción, de manera que la única forma de liberarse es en una sociedad comunista, puesto que “el libre cambio será entre individuos asociados sobre la base de la apropiación y control común de los medios de producción” (86). La emancipación de la clase obrera conduce a la libertad del trabajo vivo, es decir, del trabajador en su actividad vital, quien al apropiarse del proceso de producción habrá logrado su autonomía. Sin embargo, no se trata de un acto solipsista, sino de un proyecto económico, político y social sustentado en la abolición del capitalismo para dar pie al comunismo, modo de producción superior que Marx denomina el reino de la libertad. La autonomía es un logro al que se llega socialmente, en el proceso de trabajo, donde los sujetos establecen sus normas y logran la autodeterminación. En el sentido de clase, la emancipación es condición de posibilidad del ejercicio de poder del proletariado, y la autonomía, la capacidad de realización del obrero en su actividad vital. El concepto clave para el proceso de emancipación es el trabajo vivo que está subsumido al capital en el proceso de producción, y al Estado y a las clases dominantes como sujeto. Desde la perspectiva foucaultiana, se deduce que —a diferencia de otros enfoques, como el kantiano— para Marx, el objetivo es la constitución de una nueva forma de subjetividad, una vez que el trabajo vivo haya pasado por un proceso de subjetivación a través de la lucha emancipatoria en un nuevo modo de producción. La autonomía tiene una función política importante, pues no sólo implica al sujeto individual sino, como señala Rosa Luxemburgo, se trata de una “autonomía de clase”, en el transcurso de una autodeterminación progresiva (Modonesi, 2011: 3). Arriesgando una generalización a partir de las diferentes corrientes, pero centrada en Marx, se podría decir que para alcanzar la autonomía se requiere la consecución de tres momentos: emancipación del trabajo vivo en el proceso de producción capitalista; independencia del proletariado de la clase dominante (burguesía), y emergencia de una nueva forma de subjetividad autónoma. Considerando lo anterior, la autonomía se inscribe en el marco de la tríada saber, poder y sujeto: primero, el proletariado tiene el saber específico del proceso de producción; segundo, la emancipación exige un ejercicio del poder sobre sí mismo (autogobierno) y sobre los demás (gestión);7 por último, del resultado dependerá la emergencia de una nueva forma de subjetividad autónoma. La discusión sobre la autonomía presenta el doble aspecto de la “autonomía individual” marxista y de una “nueva forma de subjetividad” de la clase trabajadora. Es individual porque el sujeto se 7 Esta perspectiva foucaultiana erradica la concepción habitual del poder como cosa y negatividad para concebirlo como relaciones de poder, incluyendo su aspecto “positivo”, es decir, que produce algo. Autonomía 51 a transforma a sí mismo, y social porque al mismo tiempo implica una transformación social. Dando un vuelco hacia un individualismo moral, es importante abordar la filosofía de Nietzsche, gran filósofo de la libertad y, por tanto, de la autonomía. El famoso pasaje de las tres transformaciones del espíritu en Así habló Zaratustra es importante para entender el proceso que lleva a los hombres hacia la autonomía. Nietzsche ilustra la primera transformación con la figura del espíritu de carga; la sumisión, que se arrodilla para recibirla, como si se tratara de un camello, representa los valores cristianos impuestos por la familia, la sociedad y las instituciones. La segunda transformación la lleva a cabo el león que tira la carga porque quiere ser libre, peleando con el dragón que representa los valores tradicionales, para efectuar el tránsito del “tú debes” al “yo quiero”. Por último, la tercera transformación, representada por el niño, ilustra el espíritu capaz de crear nuevos valores, logrando el espíritu autónomo: “Inocencia es el niño y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí” (Nietzsche, 2000: 55). La rueda que se mueve por sí misma es el espíritu libre, autónomo, la voluntad capaz de deshacerse de la carga milenaria del deber de una moral impuesta, para finalmente crear una ética de la libertad. No se puede pasar por alto el periodo existencialista cuya principal temática gira en torno a la libertad. Ilustraremos esta corriente con Jean Paul Sartre, quien trató el tema de la autonomía tanto en su obra literaria como filosófica.8 El existencialismo ateo9 de Sartre es una forma radical de concebir la autonomía. Partiendo de la premisa de que Dios no existe, tampoco hay una esencia humana, de manera que cada individuo debe crearla a lo largo de su vida. Sartre lo resume en la famosa sentencia: “la existencia precede a la esencia”. En esto consiste la radicalidad del sujeto autónomo, en la plena libertad para dotarse a sí mismo de una esencia, sin depender de un ser supremo que se la haya dotado. Por tanto, “no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad” (1973: 27). En sentido estricto, no existe una separación tajante entre autonomía y heteronomía. La autonomía no se reduce a la auto-imposición de la ley moral independiente de toda sujeción externa, sino que es la capacidad de vincu- lar reflexivamente las normas heterónomas con decisiones autónomas. La concepción kantiana de dotarse de una ley moral universal deslindada del contexto histórico, político, jurídico y social ha quedado un tanto rezagada. Una forma interesante de abordar esta controversia es la del filósofo norteamericano John D. Caputo, que ofrece una alternativa a la disyuntiva autonomía/heteronomía introduciendo el término heterología, el cual significa lógica de la diferencia. El modo heterológico “significa reconocer las necesidades urgentes de los que son diferentes” (Caputo, 1993: 115), admitiendo y acudiendo al llamado de otro en desgracia. Caputo critica la postura autónoma porque corresponde a un modelo cognitivo, como si un soldado en solitario se ufanara de acatar órdenes. Sin embargo, acudir al llamado de la víctima de un desastre podría interpretarse como acto autónomo porque es la propia voluntad la que se obliga.10 En una línea diferente, Foucault critica la noción de sujeto epistemológico con una esencia inamovible que transita por la historia siempre igual y, por el contrario, sostiene que el sujeto forma parte activa de la historia, transformándose en el devenir. Atendiendo a esa premisa, se requiere de nuevas categorías para reconfigurar la noción de autonomía, lo cual se está llevando a cabo volviendo la mirada al carácter práctico de la filosofía antigua. El proyecto consiste en difundir lo que Foucault llama “estética de la existencia” y surge de la necesidad de enfrentar la problemática que aqueja a las sociedades contemporáneas, agobiadas por autoritarismos, corrupción y sujeción, y cuya solución se vislumbra en la transformación del ser individual. Aunque el trabajo de Foucault no tuvo intenciones de que se llevara a la práctica, él mismo dio la pauta para ver la filosofía como “caja de herramientas” destinadas a construir algo. A partir de ahí y de sus últimas publicaciones, se vislumbra el proyecto de elaborar una ética centrada en la idea de que cada uno es su propia obra de arte y debe construirla de la mejor manera posible, una obra bella. No obstante, si bien la constitución del propio ser es un trabajo autónomo, íntimo, está destinado al mejoramiento político y social. El Diálogo Alcibíades de Platón resulta pertinente para el proyecto; en él se plantea la relación entre el arte de gobernar y el cuidado de sí. Alcibíades expresa a Sócrates su intención de gobernar Atenas y éste responde que quien no es capaz de autogobierno no puede gobernar a los demás, instándolo a que primero se aboque al conocimiento de sí mismo, para estar en condiciones de transformar su ser.11 8 A pesar del influjo que el existencialismo tuvo en una época, hoy parece olvidado y, no obstante, ha marcado la subjetividad occidental actual. 9 El existencialismo tuvo dos vertientes: el cristiano, entre cuyos representantes están Søren Kierkegaard, Gabriel Marcel y Karl Jaspers, y el ateo, signado por Jean Paul Sartre, Simmone de Beauvoir y Albert Camus. 10 La obligación proviene de la naturaleza (estoicos), de la ley divina (cristianismo), de la voluntad buena (Kant), del otro (Levinas). 11 La inscripción en el templo de Apolo en Delfos rezaba “Conócete a ti mismo”, “cuida de ti” (Gnothi seauton, epimeleia heautou). Relacionando ambas sentencias, Foucault describe que para Platón, en las escuelas helenísticas y romanas, la Líneas de investigación y debate contemporáneo a 52 Autonomía Así es que el sujeto debe adquirir el arte, la techné, para saber gobernar a los demás. En otra línea, la filosofía práctica como consultoría filosófica ayuda individualmente a personas que presentan problemas no patológicos, lo que Lou Marinoff llama “mal-estares”1 (1983: 4), personas psicológicamente sanas que requieren ayuda para encontrar sentido a la vida, resolver problemas morales, reconocer y manejar emociones, liberarse de la dependencia de otros para ser autónomos y otros similares. En otra vertiente, se trata de enseñar lo que Pierre Hadot llama “la filosofía como forma de vida” y Foucault, “constitución del sujeto moral”. La autonomía consiste en volver la mirada al interior, no para buscar la ley moral, sino para encontrar la verdad del yo y modelar el ser. La sabiduría antigua ayuda a la autoformación guiada por un filósofo, con técnicas diseñadas para conducir el trabajo de interiorización, conversión y transformación del sujeto.2 En suma, la autonomía contemporánea consistiría en “promover nuevas formas de subjetividad que se enfrenten y opongan al tipo de individualidad que nos ha sido impuesta durante muchos siglos” (Foucault, 1994: 31) y estar preparados para resistir fenómenos de dominación de cualquier tipo. Bibliografía Alcoberro, Ramón (s.f.), “¿Por qué el imperativo categórico de Kant no es equivalente a la Regla de Oro?”, Filosofia i pensament. Disponible en: <http://www.alcoberro.info/planes/ kant34.html>. Angulo Parra, Yolanda (2013), “La ética como florecimiento del ser: un programa de therapeia filosófica”, en María del Rosario Lucero Muñoz, René Vásquez García, José Antonio Mateos Castro (coords.), Miradas éticas a la sociedad contemporánea, Tlaxcala: Universidad Autónoma de Tlaxcala, pp. 121-146. 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Véase: Angulo Parra, 2013. ller, en Fernando Álvarez-Uría (trad. y ed.), Hermenéutica del sujeto, Madrid: La Piqueta, pp. 99-116. _____ (1994), Hermenéutica del sujeto, Fernando Álvarez-Uría (trad. y ed.), Madrid: La Piqueta. _____ (2012), Hermenéutica del sujeto. Curso en el Collège de France 1981-1982, México: Fondo de Cultura Económica. Hadot, Pierre (2006), Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Madrid: Siruela. _____ (1995), Philosophy as a Way of Life, Oxford: Blackwell. Hall, David L. (1994), Richard Rorty. Prophet and Poet of the New Pragmatism, New York: State University of New York Press. Kant, Immanuel (1983), Fundamentación de la metafísica de las costumbres, México: Porrúa. Kundera, Milan (1990), El arte de la novela, México: Vuelta. Marinoff, Lou (1983), Therapy for the Sane, New York, London: Bloomsbury. 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AUTORIDAD PÚBLICA Daniel Sandoval Cervantes Definición La siguiente definición constituye una buena introducción al concepto de autoridad pública: [...] se reputa autoridad a aquel órgano de gobierno del Estado que es susceptible jurídicamente de producir una alteración, creación o extinción en una o varias situaciones, concretas o abstractas, particulares o generales, públicas o privadas, que puedan presentarse dentro del Estado, alteración, creación o extinción que Autoridad pública 53 a se lleva a cabo imperativamente, bien por una decisión aisladamente considerada, por la ejecución de esa decisión, o bien por ambas conjunta o separadamente (Burgoa, 1992:188).3 La anterior definición nos adentra en varios temas que han sido clave para la concepción de autoridad pública a lo largo de la época moderna, porque pone énfasis en la centralidad de la ley (el derecho estatal) para la determinación de las características que debe tener un órgano para ser considerado como autoridad pública, y porque, por otro lado, destaca una de las características fundamentales del derecho desde los inicios de la Modernidad: la equiparación entre lo público y el Estado. De manera que, según esta definición ampliamente aceptada, no existe otra forma de delimitar la autoridad pública, si no es a través de la figura del derecho estatal. A la primera definición podemos ahora agregar otra diametralmente opuesta: “[…] por ‘autoridades’ se entiende a aquellos órganos estatales de facto o de jure, con facultades de decisión o ejecución, cuyo ejercicio engendra la creación, modificación o extinción de situaciones generales o particulares, de hecho o jurídicas, o bien produce una alteración o afectación de ellas, de manera imperativa, unilateral y coercitiva” (Burgoa, 1992: 191). Esta segunda definición es interesante pues, a diferencia de la primera, establece dos criterios diferentes para identificar qué es una autoridad pública. Por un lado, elimina el requisito fundamental de que para serlo, el individuo debe actuar en nombre de un órgano que forma parte del Estado, de tal manera establece una disociación entre lo público y lo estatal. Por otro lado, no constriñe el concepto de autoridad al campo de las normas jurídicas, ya que permite considerar como autoridad pública a aquellas personas que tengan un poder de hecho sobre los demás, de tal manera que disocia el concepto de autoridad pública de su construcción exclusivamente jurídica. Historia, teoría y crítica Cualquiera de las dos definiciones del concepto de autoridad pública antes citadas pudo sólo surgir después de la aparición del Estado moderno. Esto no significa que en épocas anteriores el derecho y la autoridad no hayan sido parte fundamental de la vida social, sino que, simplemente, se concebían de una manera muy diferente. En la antigua Grecia, por ejemplo, a pesar de que la vida pública y las leyes griegas eran de fundamental importancia para la identidad misma de los individuos, el concepto de autoridad pública no coincide con las definiciones antecedentes, porque como los cargos públicos eran rotativos y se ocupaban por sorteo (por ejemplo, en los tribunales), y como todo ciudadano podía y debía participar en la asamblea (lo que no significa que fuera una institución incluyente), el concepto de autoridad se refería más bien a una autoridad común y la noción de publicidad 3 Cf. Fraga, 1968. a 54 Autoridad pública no era impersonal y abstracta como se indica en las definiciones ofrecidas al principio (Sabine, 2003). También en la época romana —tanto en el Imperio, como en la República— el concepto de autoridad pública se percibió de manera similar a la señalada para la época de la antigua Grecia: no había una distinción nítida entre lo público, entendido como una actividad de un sector especializado y puesto fuera del sistema de producción, y lo privado. A esto podemos añadir que, en dicha época, no existía el monopolio estatal del ejercicio de la violencia legítima y que la producción normativa tenía su centro más importante en la jurisprudencia, la cual era flexible y no estaba codificada (Touchard, 1990; Correas, 2003). Durante la Edad Media, por otra parte, se presentó el problema de la pluralidad de jurisdicciones. Esto se debió, por un lado, a la lucha entre la jurisdicción de los nobles y la de la iglesia y, por otro, a la gran multiplicidad de jurisdicciones nobles, lo que, evidentemente, dificulta la identificación de órganos que puedan ser interpretados como autoridades públicas en el sentido plenamente moderno y estatal del término, el cual implica una unidad claramente definida. Además, durante el periodo medieval, la autoridad era determinada por el linaje y, al final del periodo, por la capacidad económica de los individuos; no por normas jurídicas con pretensión de distribuir los puestos de autoridad con base en méritos y conocimientos individuales. No había contenidos plenamente codificados y estables de la competencia de las autoridades, un requisito necesario para interpretar a la autoridad pública como el ejercicio legal de poder. A todo esto se suma que existía una distinción estamental para la aplicación de los múltiples regímenes jurídicos (Bloch, 1958; Ferrajoli, 2000). Solamente con el advenimiento de la época moderna se han podido consolidar las definiciones de autoridad pública similares a las ofrecidas en el principio de este artículo. En primer término, porque sólo con el paso de la Edad Media a la Modernidad, con la consolidación de las monarquías absolutas nacionales y con el ascenso de la burguesía al poder político-jurídico, ha podido surgir el concepto de Estado-nación y, a través de él, la unidad y la monopolización estatal de la producción de normas jurídicas (Foucault, 2006; Weber, 2000; Luhmann, 1993).4 La monopolización es, sin duda, una de las condiciones necesarias para que la noción de lo público, desde los inicios de la Modernidad hasta nuestros días, sea equiparada con la idea de derecho y de Estado, ya que da pie a una idea de lo público que tiene más que ver con una generalidad abstracta y definida a través del Estado, que con la comunidad y la participación activa de los individuos en su definición y su actuar (Bourdieu, 2007). Únicamente después de que este concepto de lo público fue socialmente reconocido, se hizo posible el surgimiento del aparato burocrático, es decir, de un grupo social especializado y separado de la produc4 Cf. Hart, 1998; Ferrajoli, 2000. ción; encargado de crear y aplicar las normas jurídicas en nombre de la generalidad (Correas, 2003; Bourdieu, 2007; Weber, 2000). Sin duda, es gracias al surgimiento de este aparato que ha cobrado fuerza la idea del control objetivo y neutral del poder a través del derecho. Siguiendo esta línea de argumentación, se ha reforzado también la idea de que la autoridad pública proviene de su determinación a través de la ley estatal, incluida, en la actualidad, en la constitución (Aragón, 2002; Ferrajoli, 2000). La teoría dominante sobre la noción de autoridad pública ha sido la que se deriva de la primera definición dada: la autoridad pública como producto de los actos de un órgano establecido jurídicamente y encargado de aplicar normas legales. Para esta teoría, los individuos solamente son los ejecutores de las competencias legales de los órganos que representan y únicamente, en tanto que apliquen las disposiciones jurídicas, serían considerados como autoridad pública (Kelsen, 2004). En oposición a esta teoría, encontramos la que se deriva de la segunda definición de autoridad pública ofrecida en la primera sección, la cual amplía la noción para incluir a aquellos grupos o individuos que tienen el poder suficiente para determinar la acción de otras personas, que estarían en un estado de indefensión frente a las primeras (Vega, 2002). Esta definición surge, precisamente, dentro del campo de la protección jurisdiccional de los derechos fundamentales, con el objetivo de incluir en ella acciones de individuos que, con base en la primera definición, que es más restrictiva, no quedarían incluidos dentro del concepto de autoridad pública; por ejemplo, en México, dentro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 1935, y en Colombia, cuyo caso es el más importante y mejor definido. Por tanto, las violaciones contra derechos fundamentales que se cometan no podrían ser directamente corregidas y anuladas por el Estado (Estrada, 2000). Aunque esta última forma de concebir a la autoridad pública amplía y posibilita nuevos sectores para la protección de los derechos fundamentales más allá de las violaciones y actos cometidos por instancias estatales, procede en su contra una crítica que se basa en la apropiación del estado de la definición de lo que es una autoridad pública. Si bien se acepta que no solamente el Estado puede violar los derechos fundamentales —los sujetos con poder, de hecho, también pueden ser responsables de estas violaciones—, la determinación de la violación, su alcance y la forma de resarcir a las víctimas continúan siendo responsabilidad estatal. Son las cortes y los tribunales constitucionales —con base en los textos jurídicos y los desarrollos jurisprudenciales que interpretan y utilizan para justificar sus decisiones— los encargadas de definir los contenidos de los derechos fundamentales (Bourdieu, 2000; 2007). Siguiendo cualquiera de las dos definiciones, las concepciones distintas de la autoridad pública que provienen de formas comunitarias no estatales (por ejemplo, las que provienen de las comunidades indígenas) se encuentran excluidas de una participación directa en la determinación de lo que es una autoridad pública, sobre todo, en la determinación de sus competencias y atribuciones (Correas, 2007; Wolkmer, 2006; Santos, 2009b). No hay que olvidar que esta segunda definición de lo que es una autoridad pública es válida únicamente dentro de sectores reducidos (bien por la materia específica en la que surge, bien por el hecho de que solamente en algunos países se ha aceptado su aplicación jurídica), de manera que la primera definición, más estrecha, continúa siendo la que domina y se aplica de forma más extendida. Líneas de investigación y debate contemporáneo La línea de investigación más reciente y con perspectivas de progreso más importantes (debido al poder subordinante cada vez más importante en manos de sujetos no estatales, como, por ejemplo, las empresas trasnacionales) opta por una ampliación, más allá del Estado, de los sujetos que pueden ser considerados como autoridad pública. El desarrollo del concepto autoridad pública en la época contemporánea sigue una lógica de continua expansión ya que, desde hace algunas décadas, se ha aplicado a entidades, grupos e individuos que, aun no teniendo legalmente ninguna competencia para aplicar normas jurídicas, son considerados, para efecto de la protección jurisdiccional de los derechos humanos, como autoridades públicas. El criterio para tal atribución de autoridad pública a sujetos no estatales se justifica argumentando que éstos se encuentran en una posición de hecho tal que, en un sentido extralegal, tienen el poder frente a otros individuos para obligarlos a realizar alguna acción. Es posible observar que en esta relación hay una posición de supraordinación entre ambos sujetos, que deja a los subordinados sin medios de defensa, jurídicos o no, que resulten efectivos. Por esta razón, la extensión de la protección jurídica en estos casos es vista como una necesidad, extensión que implica, para ser aplicable jurídicamente, un nuevo concepto de autoridad pública más amplio (Estrada, 2000; Vega, 2002). Hay que tener en cuenta que estos últimos avances no son actualmente aceptados por la mayoría de los Estados y de los órdenes jurídicos: todavía impera la visión tradicional moderna de que el poder solamente puede ser ejercido de forma socialmente reconocida a través de las competencias legales. Por tanto, aún nos encontramos frente a una lucha entre dos maneras distintas, y con distintos efectos, de concebir a la autoridad pública. Esta nueva teoría amplía de manera importante el concepto de autoridad pública y tiene consecuencias de gran alcance en un campo tan importante como en el de la protección de los derechos fundamentales. Adoptando un concepto ampliado de autoridad pública se pueden reconocer como violaciones a los derechos humanos no solamente aquéllas cometidas por el Estado, sino también aquéllas cometidas por quienes ejercen un poder de hecho, contrario a lo que sucede si se sigue una teoría tradicional. Autoridad pública 55 a Esta ampliación de los sujetos que pueden ser considerados como autoridades públicas para efecto de la protección de los derechos humanos no pone énfasis en una de las cuestiones que, en tiempos más recientes, ha cobrado gran importancia: la disociación entre lo jurídico y el Estado en su concepción moderna (Estrada, 2000). Incluso cuando se amplía el quién puede ser considerado como autoridad pública, ello se hace con una finalidad restringida: la de ampliar la protección de los derechos humanos y, sobre todo, la aplicabilidad de las garantías procesales (como el juicio de amparo) a ámbitos en los cuales antes no resultaban ejercitables, que incluyan sectores no estatales. Esta ampliación sigue subordinando la definición jurídica de lo que es autoridad pública a su definición estatal: el concepto ampliado de autoridad pública ha surgido lentamente a través de las resoluciones judiciales (principalmente de las cortes constitucionales, como la Suprema Corte de Justicia de la Nación), siguiendo su desarrollo dentro de los cauces y las categorías del derecho estatal (Correas, 2004). Uno de los trabajos más interesantes y prometedores es la reconceptualización de lo que es la autoridad pública: ello implicaría un cuestionamiento extenso de la identificación entre lo jurídico y el Estado moderno, de manera que se ponga a discusión la posibilidad de existencia de normas jurídicas no producidas estatalmente (Correas, 2003 y 2007; Wolkmer, 2006). Sin duda, una reconceptualización como la que se propone se encontraría con mayor resistencia que la teoría jurídica dominante, pues implica un cuestionamiento más profundo y con efectos más generales que la simple ampliación del concepto de autoridad pública para el efecto de la protección jurisdiccional de los derechos humanos frente a particulares. Esto conduce a una concepción de lo jurídico que va más allá del derecho producido estatalmente, con lo cual cambiaría radicalmente la manera en que, hasta el día de hoy, se define lo que es autoridad pública. Los casos de pluralismo jurídico son un ejemplo de fenómenos actuales que nos llevan a afirmar esta posibilidad de reconceptualización. En ellos, parte de la teoría jurídica tradicional plantea que las autoridades comunitarias de los pueblos indígenas tienen, con base en los sistemas normativos propios (y no los estatalmente determinados), el carácter de persona de derecho público y, en este sentido, aplican una nueva —y mucho más amplia— definición de autoridad pública en la que está implícita (al menos en parte) la discusión de las autonomías originarias de las comunidades jurídicas (Correas, 2007). Una de las finalidades de esta discusión es que posibilita una definición de la autoridad pública basada en los lazos comunitarios más que en la abstracción de la legalidad estatal. Constituye una forma de acercar la definición y la identificación de lo que es una autoridad pública a la participación de los individuos y a las prácticas sociales existentes (Santos, 2009a; 2009b; Wolkmer, 2006). a 56 Autoridad pública Bibliografía Aragón, Manuel (2002), Constitución, democracia y control, México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México. Bloch, Marc (1958), La sociedad feudal. Las clases y el gobierno de los hombres, Eduardo Ripoll Perelló (trad.), México: Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana. Bourdieu, Pierre (2000), Poder, derecho y clases sociales, Bilbao: Desclée de Brouwer. _____ (2007), Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Thomas Kauf (trad.), Barcelona: Anagrama. Burgoa, Ignacio (1992), El juicio de amparo, México: Porrúa. Correas, Oscar (2003), Acerca de los derechos humanos. 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Por ejemplo, no se aspira al bienestar para poder comprar una casa o para tener un ascenso laboral, ni las personas aspiran al bienestar para casarse. Por el contrario, las personas se casan porque con ello esperan un mayor bienestar, y es por esta misma razón que desean tener su casa propia y obtener un ascenso laboral. Cualquier ascenso laboral y cualquier matrimonio se volverían poco atractivos para las personas si éstas creyeran que con ello se daría una caída de su bienestar. De esta forma, el bienestar define lo que son bienes y males para las personas. El bienestar también motiva la acción humana. Las personas toman sus decisiones motivadas por la consecución de un mayor bienestar; decisiones tan importantes como qué carrera laboral seguir, cambiar o no de ciudad de residencia, migrar al extranjero y con quién casarse se toman con base en la expectativa de bienestar. La procura del bienestar es el objetivo manifiesto de la política pública, de la acción de organismos internacionales, de los programas de las organizaciones no gubernamentales e incluso de las ayudas de las instituciones de caridad. El trabajo de muchos funcionarios, expertos y consultores tiene por propósito final contribuir al bienestar de la población. La contribución a un mayor bienestar es también el objetivo manifiesto de la gran mayoría de las industrias del sector privado, desde la industria de la provisión de servicios de salud hasta la industria de la moda y la cosmetología. Basta mirar la televisión para observar cómo las compañías privadas intentan asociar la compra de un determinado producto al bienestar de los niños, las madres, los padres y la población en general. Conceptos y concepciones La distinción entre conceptos y concepciones es importante en el estudio del bienestar. El concepto hace referencia a un término que es conocido pero que también es inherentemente vago; por ejemplo, a términos tales como democracia, progreso y bienestar. Por su parte, la concepción hace referencia a una especificidad en la comprensión de un concepto: la democracia se puede definir como alternancia en el poder, separación de poderes, elecciones generalizadas, referéndum y muchos más. De igual forma, el concepto de bienestar podría tener muchas concepciones, tales como acceso a ciertos servicios, satisfacción de necesidades consideradas como básicas, plenitud humana y otras más. Un mismo concepto puede tener varias acepciones; sin embargo, el tema central en la definición de una noción específica de bienestar es su relevancia para los seres humanos. Durante las últimas décadas ha adquirido preeminencia el entendimiento de bienestar como vivencia. Así, el bienestar deja de ser un constructo —sofisticado— de académicos, funcionarios públicos y expertos nacionales e internacionales, para pasar a ser la vivencia cotidiana de bienestar que tienen las personas. Desde esta perspectiva, el bienestar deja de ser un tema ajeno a las personas, ya que son ellas quienes lo viven y lo conocen. Se vuelve innecesario —e incluso riesgoso— el acudir a expertos para saber cuál es el bienestar de las personas. Historia, teoría y crítica Dos grandes tradiciones dominaron por siglos la concepción y estudio del bienestar: la tradición de imputación y la tradición de presunción del bienestar (Leite, 2007; Rojas, 2007; 2014). En los últimos años ha adquirido relevancia una nueva tradición que se acerca al bienestar como vivencia de los seres humanos y que, por lo tanto, afirma que el bienestar le sucede a los sujetos y no a los objetos. Esta tradición postula que el bienestar es inherentemente subjetivo, pues no puede acontecer sin la presencia del sujeto que lo vive, y por ello se le conoce como la tradición del bienestar subjetivo, o bien, del bienestar como vivencia. Las tradiciones de imputación y presunción del bienestar La tradición de la imputación parte de que es el experto —por lo general un académico o comité de especialistas, pero también una organización— quien define qué es la buena vida y cuáles son sus atributos. Es con base en esta definición y en los atributos —observables— que el experto imputa un bienestar a las personas (Nussbaum, 2011). Tanto los filósofos como los moralistas basan su posición en Bienestar 57 b una argumentación convincente acerca de qué es la buena vida y de cómo se obtiene (Collard, 2003). En el proceso de imputar el bienestar de los demás, el experto está limitado por aquellos atributos (posesiones y acciones de la persona) que le son observables. Por ello, dentro de esta tradición, el bienestar termina siendo definido como una lista de atributos observables para un tercero. Un problema con este enfoque es que se define el bienestar con base en su medición, en vez de en su conceptualización. Resulta interesante saber que muchos filósofos griegos creían que la felicidad de una persona no podía ser evaluada mientras la persona estuviera viva, pues el capricho de los dioses griegos era tal que cualquier situación de dicha o sufrimiento podía revertirse en un instante (McMahon, 2006). Esta creencia dejaba fuera de cualquier posibilidad el que la persona juzgara su vida. Por ello, esta tradición de imputación sustenta la práctica de que sean otros quienes terminen juzgando el bienestar de los demás. Esos otros basarán su juicio en su propia definición de bienestar y en lo que pueden observar de los demás: lo que las personas poseen (activos) o no poseen (carencias) y lo que hacen o dejan de hacer (Sen, 1985; 1987). Es dentro de esta tradición de imputación donde se ubican los estudios de bienestar en los que un comité de expertos es nombrado para proponer los criterios que midan el bienestar de las personas, y donde luego se clasifica a las personas en grupos de alto, medio y bajo bienestar a partir de la información que se observa. Este enfoque predomina en los estudios de marginación, en los que no se consulta a las personas sobre su propia evaluación de vida. De igual forma, este enfoque ha predominado en los llamados regímenes de bienestar, donde el énfasis se pone en el acceso de la población a un largo listado de servicios y coberturas. La segunda tradición es la de presunción del bienestar. Se basa en la propuesta de teorías disciplinarias que asocian el bienestar a alguna variable clave de la disciplina; por ejemplo, la disciplina económica gira en torno a la explicación de variables que miden el poder de compra o capacidad de consumo de las personas. El ingreso —tanto personal como nacional— adquiere una enorme relevancia para la disciplina económica y, con ello, se tiende a asumir que la relación entre el ingreso y el bienestar de las personas es muy cercana, al punto que se llega a creer que el ingreso es la mejor variable para estimar el bienestar de los seres humanos. Este sesgo disciplinario no es exclusivo de la economía; por ejemplo, la ciencia política tiende a centralizar su estudio en factores como el ejercicio del voto, la transparencia electoral y la separación de poderes, incluso se llega a creer que éstas son variables fundamentales para el bienestar de las personas. El listado específico y la importancia de cada uno de los factores depende más de la inclinación y énfasis disciplinario del experto, así como de sus valores y perspectiva. Por ejemplo, en el estudio de la pobreza ha predominado una visión económica que asume una relación muy cercana entre bienestar e ingreso (Rojas, 2015). De igual forma, esta tradición es dominante b 58 Bienestar en el paradigma de progreso como crecimiento económico y de desarrollo como alto ingreso per cápita (Rojas, 2009). Tanto la tradición de imputación como la de presunción se basan en medir el bienestar de las personas a partir de un juicio realizado por una tercera persona, con base en variables que le son observables. Esto ha llevado a concebir el bienestar como un listado de atributos —posesiones, carencias y acciones— y no como una vivencia de las personas. El énfasis se ha puesto en la medición de objetos y no en la medición de la experiencia de bienestar del sujeto. Se ha llegado incluso a confundir el bienestar con sus potenciales factores explicativos. En consecuencia, dentro de estas tradiciones de presunción e imputación, el bienestar se ha medido en el mundo de los objetos, lo cual resulta paradójico, pues el bienestar es un asunto de seres vivos. También en estas tradiciones de presunción e imputación proliferan los listados de variables que se consideran como factores constitutivos del bienestar; además, se corre el riesgo de que este listado refleje más los intereses, valores y perspectivas de quien los propone que aquéllos de cuyo bienestar se está hablando. Por ello, se ha dicho que estos listados reflejan más el alma de quien hace el juicio que el bienestar de aquellas personas a las que el juicio hace referencia. El bienestar como vivencia. Experiencias esenciales de bienestar La tradición del bienestar como vivencia —también conocida como tradición de bienestar subjetivo— afirma que el bienestar relevante para los sujetos es aquél que experimentan todos los días y que, por ello, no les es ajeno. Es este bienestar como vivencia el que a las personas les resulta familiar; es por ello que entienden y pueden conversar extensamente acerca de su situación de bienestar y de si la están pasando mal o bien, y en qué grado, pues está en la condición humana experimentar bienestar y malestar. A grandes rasgos, puede hablarse de cuatro tipos de experiencias esenciales de bienestar que los humanos pueden vivir: primero, las experiencias sensoriales asociadas al dolor y al placer. Está en la condición humana distinguirlos, e incluso diferenciar intensidades. Los cinco sentidos —tacto, olfato, gusto, vista, oído— juegan un papel fundamental para tener estas experiencias de bienestar. En distinto grado, los olores, sonidos, texturas, sabores y visiones pueden clasificarse como placenteros o dolorosos. El placer contribuye al bienestar, y el dolor, al malestar, por ello, a no ser que medien circunstancias especiales —como la existencia de consecuencias de mediano y largo plazo— los seres humanos tienden a evitar el dolor y a acercarse al placer. Segundo, las experiencias afectivas asociadas a la vivencia de emociones y estados de ánimo. Una frase popular dice que los seres humanos no son de piedra, que tienen corazón. Las personas experimentan de manera cotidiana muchas emociones y estados de ánimo, tales como preocupación, tristeza, ansiedad, soledad, miedo, irritación, ira, angustia, vergüenza, aburrimiento, envidia, depresión, amor, cariño, aprecio, orgullo, entusiasmo, alegría, etcétera. Con no mucha creatividad, los psicólogos han clasificado los afectos en positivos y negativos; puede hablarse en términos generales de vivencias de gozo y de sufrimiento, las primeras contribuyen al bienestar y las segundas, al malestar. A no ser que medie alguna circunstancia especial, las personas buscan acercarse a las experiencias de gozo y alejarse de las de sufrimiento. Tercero, las experiencias evaluativas asociadas a la capacidad humana de plantearse metas y de juzgar el alcance de las mismas. Las aspiraciones humanas pueden ser muchas y pueden diferir sustancialmente tanto entre culturas como dentro de un mismo país; sin embargo, indistintamente de cuáles sean esas metas y aspiraciones, los seres humanos son capaces de evaluar su desempeño en el alcance de sus propósitos y aspiraciones. Dependiendo de la importancia que la persona asigne a las metas que se ha propuesto y del nivel de realización o alcance de éstas, se viven, con distintos grados de intensidad, los logros y fracasos. En general, los logros contribuyen al bienestar, mientras que los fracasos lo reducen. Un cuarto tipo de experiencia, menos estudiada, es la mística. La experiencia mística implica un estado de absorción o involucramiento total para la persona, quien alcanza un estado de flujo que la energiza (Csíkszentmihályi, 1996). Estas experiencias de bienestar son muy cercanas a los seres humanos. Por ejemplo, cuando se camina con los hijos en un parque de la ciudad pueden tenerse de manera simultánea muchas experiencias. Se puede experimentar placer visual al contemplar árboles coloridos y lagos serenos, placer auditivo al escuchar el canto de los pájaros, el placer de olfatear el agradable olor de los cipreses y de sentir en el rostro el calor del sol del mediodía. De igual forma, al jugar en el parque con los hijos puede haber sentimientos de amor y de orgullo. Aún más, podría pensarse que las decisiones de haber aceptado un trabajo en la ciudad y de haber comprado una casa en un vecindario cercano al parque son correctas, lo cual da una evaluación de logro importante de vida. En general, todas estas experiencias afectivas, sensoriales y evaluativas contribuyen de manera favorable al bienestar, y es bastante probable que contribuyan a que la persona esté a gusto consigo misma, que esté satisfecha con su vida y que, incluso, pueda afirmar que es feliz. No obstante, el recorrido por el parque pudo haber sido totalmente distinto. En ese recorrido la persona pudo haber escuchado el ruido molesto de la música estridente que quiere llamar su atención —y la de sus hijos— para venderle cosas que no necesitan. La basura esparcida por todo el parque no sólo es desagradable a la vista, sino que también huele mal y, en el peor de los casos, puede ser una fuente de insalubridad que al padre le hará pasar varias malas noches —debido al desvelo, cansancio y preocupación que puede sufrir— atendiendo a sus hijos enfermos. Aún más, puede ser que durante el recorrido se experimente miedo a consecuencia de la desolación del lugar; exponerse a un robo a mano armada contribuye a la angustia. La persona podría estar frustrada y considerar que ha tomado la decisión incorrecta de vivir en esa ciudad y de haber comprado una casa en la zona; podría incluso llegar a pensar que es una fracasada y que no le está dando a sus hijos el tipo de vida que desea para ellos. En general, todas estas experiencias contribuyen a que la persona no esté a gusto consigo misma, que esté insatisfecha con su vida y que afirme ser muy infeliz. Como puede observarse, este tipo de experiencias las tienen todas las personas, todos los días. Las experiencias pueden ser muchísimas y se dan en todas las actividades: en el trabajo, en el oficio religioso, en el hogar, en el metro, en la clase de yoga. Se dan también entre semana y en los fines de semana; cuando se está solo, rodeado de seres queridos, o cuando se es parte de una multitud en un estadio de futbol. Al final, son experiencias de bienestar que viven todos los seres humanos en su vida cotidiana. El bienestar como vivencia. La felicidad o satisfacción de vida Los seres humanos tienen la capacidad de realizar una síntesis acerca de qué tan bien marcha su vida; esta síntesis se resume en frases del tipo “estoy a gusto conmigo mismo”, “estoy satisfecho con mi vida”, “mi vida marcha bien” y “soy feliz”. Las experiencias esenciales de bienestar constituyen el sustrato a partir del cual la síntesis es realizada por la persona (Veenhoven, 2009; Rojas y Veenhoven, 2013). En muchos casos, la síntesis se hace a partir de eventos que generan experiencias que confluyen en su contribución al bienestar; sin embargo, no pocas veces los eventos generan experiencias en conflicto. Una persona puede estar a dieta y tener una meta de peso para fin de año; no obstante, un pastel de chocolate, alto en calorías, constituye una tentación para su paladar. En este caso la experiencia sensorial entra en conflicto con la experiencia evaluativa. Las circunstancias donde se presentan conflictos en las experiencias esenciales de bienestar no son pocas y cada persona actúa y aprecia su vida con base en la importancia que da a cada uno de estos tipos de experiencias. La capacidad de realizar una síntesis de vida es fundamental para la acción humana, ya que es ésta la que permite a las personas evaluar la conveniencia de opciones de vida, repetir ciertas acciones y tomar decisiones. El bienestar como vivencia. Su medición Por mucho tiempo se creyó que la medición del bienestar de las personas debía ser realizada por comités de expertos, los cuales, se asumía, tenían no sólo el conocimiento sino también la autoridad para juzgar el bienestar de las personas. Sin embargo, tal y como se ha argumentado, el bienestar no es un constructo académico ni un concepto complicado cuyo conocimiento es de difícil acceso para las personas. Por el contrario, el bienestar —y el malestar— es una experiencia cotidiana de las personas, por ello, no hay que explicarles si tienen bienestar o no, y mucho menos llamar a expertos para que les digan si lo están experimentando. Las personas viven el bienestar y por ello son la autoridad para juzgarlo. En consecuencia, la mejor forma de conocer el bienestar de una Bienestar 59 b persona es mediante la pregunta directa. En efecto, si lo que se quiere es saber cuál es el bienestar de la persona, lo correcto es preguntar a quien lo experimenta. Así, durante las últimas décadas ha adquirido relevancia medir el bienestar a partir de la pregunta directa. Es común preguntar acerca de la satisfacción de vida: “Tomando todo en cuenta, ¿qué tan satisfecho está usted con su vida?”; así como realizar otras preguntas para indagar sobre los estados afectivos, sensoriales y evaluativos de la persona. Dentro de este enfoque, la labor del experto deja de ser el juzgar el bienestar de las personas y pasa a ser el entenderlo. Líneas de investigación y debate contemporáneo El bienestar puede ser conceptualizado de diversas maneras. Sin embargo, es importante distinguir entre aquellas concepciones que son relevantes para las personas y aquéllas que sólo parecen relevantes para quienes las proponen. Una queja frecuente de los representantes políticos es que sus representados no muestran el mismo entusiasmo por los indicadores de bienestar que aquel entusiasmo mostrado por quienes proponen y construyen estos indicadores. En las tradiciones de imputación y de presunción se corre el riesgo de trabajar con constructos académicos que son elegantes y sofisticados, que satisfacen propiedades matemáticas, pero que son ajenos a la vivencia cotidiana de las personas. El reconocimiento de que el bienestar relevante para las personas es aquél que éstas experimentan y de que las mediciones de bienestar deben reflejar la experiencia de bienestar de las personas constituye un cambio paradigmático en el estudio del bienestar. Este cambio plantea nuevas preguntas y abre nuevos retos de investigación y de acción pública. Algunas de las preguntas que emergen son: ¿cómo medir el bienestar que las personas experimentan?, ¿qué tan robusta resulta ser la medición del bienestar a partir de las preguntas realizadas?, ¿qué tipo de preguntas deben hacerse? Ya hay alguna investigación al respecto; por ejemplo, la oecd publicó sus lineamientos para medir el bienestar subjetivo (oecd, 2013), la oficina de estadística del Reino Unido ya mide el bienestar subjetivo y realizó una amplia investigación al respecto. En América Latina ya se ha discutido al respecto (Rojas y Martínez, 2012). Algunas oficinas nacionales de estadística —incluyendo la de México— ya realizan la medición de la vivencia de bienestar. Ahora se dispone de una mayor información que permitirá profundizar en el estudio del bienestar y de sus factores explicativos. La investigación pionera se realizó a partir de bases de datos relativamente pequeñas y, en su gran mayoría, de corte transversal. Los hallazgos obtenidos apuntan a que la satisfacción de vida y los estados afectivos y evaluativos dependen fundamentalmente de las relaciones humanas — en especial de las relaciones familiares—. Esto es, aquellas personas que logran tener relaciones gratificantes de pareja, con sus hijos y con sus padres tienen una alta probabilidad de b 60 Bienestar disfrutar de muchos estados afectivos positivos (gozo), pocos estados afectivos negativos (sufrimiento) y procesos evaluativos favorables (logro); esto aumenta la posibilidad de que estén satisfechos con su vida. Se ha encontrado que también es importante disfrutar de buena salud, disponer de tiempo libre y utilizarlo de manera gratificante, tener una ocupación que no sólo genere ingreso sino que también satisfaga necesidades psicológicas de realización, competencia y amistad con colegas y amigos, y no estar en una situación económica de penuria que genere angustia y evaluación de fracaso (Rojas, 2006). Los factores de entorno también pueden ser importantes; por ejemplo, se ha encontrado que ser víctima de un delito y sufrir maltrato por parte de seres queridos tiende a reducir el bienestar experimentado. La disponibilidad de una mayor información permitirá profundizar en el estudio del bienestar experimentado por las personas. Bases de datos de gran tamaño permitirán estudiar la situación y los factores relevantes para el bienestar de distintos grupos etarios. Se sabe muy poco acerca del bienestar de los niños y de cómo la escuela puede contribuir a que disfruten un mayor bienestar en el presente, así como qué tipo de pedagogías y educación contribuyen a que estos niños tengan las destrezas y valores que coadyuven a una vida adulta satisfactoria. También se sabe muy poco acerca de los factores relevantes para el bienestar de la creciente población de adultos mayores. Estudios culturales y transculturales darán más información acerca de la relación entre identidad, cultura, valores y la experiencia de bienestar. De igual forma, se hace necesario realizar una mayor investigación cualitativa para profundizar en la comprensión de los vínculos entre diversos factores y el bienestar. De especial relevancia es el replanteamiento de las políticas públicas y programas sociales a la luz de esta reconsideración de lo que es el bienestar de las personas. El enfoque de presunción del bienestar dio una gran importancia al ingreso como un indicador, al punto de que el crecimiento económico llegó a equipararse al concepto de progreso social. Dentro de este paradigma, la acción pública se enfocó a lograr mayores tasas de crecimiento económico. Temas como la productividad, la inversión, la competitividad y el capital humano adquirieron una gran importancia. El enfoque de imputación generó un interés por listados de acceso a bienes y servicios, y la política pública se enfocó a alcanzar metas de cobertura, como la de agua potable, acceso a internet, etcétera, así como a atender los largos listados de carencias. El bienestar como vivencia destaca la importancia de los factores de habitabilidad en el entorno y de las habilidades para desempeñarse en éste. La acción pública puede contribuir mediante la creación de un entorno habitable para las personas, en donde destacan factores como parques y espacios públicos que posibiliten no sólo la recreación sino también la interacción social y el establecimiento de relaciones humanas genuinas y duraderas. También puede contribuir mediante una educación que no sólo dé habilidades para insertarse en el proceso productivo sino, principalmente, habilidades para llevar una vida satisfactoria; destacan las habilidades y conocimiento que sirven para relacionarse con familiares, amigos, colegas y conciudadanos (prácticas de convivencia), así como para hacer un uso gratificante del tiempo libre y desarrollar comportamientos que reduzcan la exposición a problemas de salud. Dentro del paradigma de bienestar como vivencia, todos estos factores son medios para el bienestar, su pertinencia depende de su capacidad para impactar en la experiencia de bienestar de las personas. Durante los últimos años ha crecido el interés por replantearse la concepción de progreso, pasando de una concepción de progreso como crecimiento económico a una de crecimiento como felicidad o bienestar (Rojas, 2011). Esta nueva concepción permitirá hacer acciones públicas y privadas para que el avance social no sólo se vea en los tableros de indicadores sociales sino, sobre todo, que la población realmente lo experimente como un mayor bienestar. Well-being and Quality of Life, New York, London: Springer, pp. 317-350. Rojas, Mariano e Iván Martínez, coords. (2012), La medición, investigación incorporación en política pública del bienestar subjetivo: América Latina. Reporte de la Comisión para el Estudio y Promoción del Bienestar en América Latina, México: Foro Consultivo Científico y Tecnológico. Rojas, Mariano y Ruut Veenhoven (2013), “Contentment and Affect in the Estimation of Happiness”, Social Indicators Research, vol. 110, núm. 2, pp. 415-431. 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Estudiarla y detenerla son esfuerzos para demostrarnos que no estamos determinados por el homo homini lupus.1 La escuela, al ser un espacio de formación cultural y eminentemente humana, es, sin duda, un terreno de investigación e interés para entender e intervenir desde el concepto de violencia. El término bullying, que emana de los estudios sobre la violencia, es hoy conocido por la mayoría de las personas que tienen algún contacto con el medio educativo: estudiantes, profesores, padres de familia, etcétera. Sin embargo, el uso de éste resulta inexacto, al menos en el ámbito cotidiano. Bull- 1 “El hombre es el lobo del hombre”, frase célebre de Hobbes que se puede encontrar en el Leviatán. Bullying 61 b ying es un anglicismo que en español se traduce como acoso escolar. En este texto, ambos se usarán de manera indistinta.2 Definición Antes de pasar a una definición, es importante anotar ciertos puntos en que el lector deberá procurar no tropezar para entender cabalmente el término bullying: en primer lugar, la ya mencionada incorporación de esta palabra al lenguaje popular y el consiguiente desgaste en la precisión de su significado. En segundo lugar, el hecho de que, como toda categoría de análisis, requiere un acercamiento riguroso para decidir en qué casos puede utilizarse como una herramienta científica y no sólo como un elemento passe-partout del sentido común, como sucede algunas veces. En tercer lugar, que como veremos más adelante, este constructo responde a una situación específica, estudiada desde una postura puntual, por lo cual posee alcances y limitaciones inherentes a su utilización. Si se revisa la historia, se sabe que fue tras varios casos de suicidios de estudiantes en Suecia cuando se empezó a explicitar el problema del acoso escolar; por esto empezó una preocupación por el fenómeno, que si bien no era nuevo, sí se volvió tema de interés. Algunos académicos pudieron responder ante tal coyuntura gracias a un trabajo previo. Al volverse asunto público, recibió atención de los medios, del gobierno y de sectores más amplios de la academia. El Dr. Dan Olweus, investigador noruego, acuñó el término bullying durante su estudio del fenómeno. Tomó la raíz bully, que alude al matón, al valentón o al abusón, y al acto to bully, que implica intimidar o tiranizar, y creó así una nueva categoría en el estudio de la violencia escolar (Monjas y Avilés, 2006: 14). Según Olweus, “el fenómeno de acoso escolar (bullying) se puede describir como”: • • • comportamiento agresivo o querer ‘hacer daño’ intencionadamente; llevado a término de forma repetitiva e incluso fuera del horario escolar; en una relación interpersonal que se caracteriza por un desequilibrio real o superficial de poder o fuerza (Olweus, s.f.: 2). Hay autores que agregan otros elementos. El propio Olweus, en publicaciones más recientes (2004), considera un cuarto elemento en el que sugiere que los casos en que la víctima provoca al agresor también son bullying. Monjas 2 El acoso escolar a veces se confunde con la violencia escolar o violencia en la escuela. El bullying es sólo una forma de violencia en la escuela. Cabe advertir al lector que los términos violencia en las escuelas y violencia escolar no son sinónimos. El segundo describe la violencia estructural que ejerce la escuela en tanto parte de un sistema sobre los miembros de la comunidad escolar. En este caso, ningún término se subordina al otro, sino que refieren fenómenos simultáneos en el espacio escolar. El bullying, en cambio, es un tipo de violencia en la escuela. b 62 Bullying y Avilés (2006) consideran que es requisito que los actos de acoso sean desconocidos por los adultos para considerarlos maltrato. Asimismo, puede afirmarse que existe consenso sobre que en el bullying hay una intencionalidad agresiva que se presenta de manera repetitiva, en el marco de relaciones asimétricas. Otros elementos fundamentales sobre el concepto de acoso escolar, según se considere quiénes y cómo se lleva a cabo esta práctica de violencia en la escuela, son los actores; hay tres participantes: el agredido, el agresor y los espectadores. Sobre los agredidos, dice Olweus que “un alumno es agredido y se convierte en víctima cuando está expuesto, de forma repetida y durante un tiempo, a acciones negativas que lleva a cabo otro alumno o varios de ellos” (2004: 25). Según el mismo autor, por acción negativa se entiende incomodar, herir o causar un daño de manera intencional. Suelen ser muchachos con baja autoestima, introvertidos, ansiosos e inseguros. Su cautela y tranquilidad son interpretadas como signos de que no responderán a agresiones. Es también frecuente que estos niños tengan relaciones muy cercanas o de sobreprotección con sus familias. Los agresores, siguiendo aún a Olweus, pueden distinguirse en activos y pasivos. Los activos toman la iniciativa en el acoso y tienden a ser belicosos no sólo con sus compañeros, sino en ocasiones también con los adultos. Suelen ser también imperiosos, impulsivos y con una alta opinión de sí mismos (Olweus, 2004; Harris, 2006).3 Los pasivos participan en el acoso una vez que alguien ya lo ha iniciado y pueden presentar rasgos tanto propios de los agresores como de los agredidos; incluso, no es inusual que muchachos agredidos sean en ocasiones agresores. El bullying guarda una consecuencia grave para los agresores, en tanto que hay una correlación entre la comisión de actos de acoso en la infancia y de actos criminales en la juventud y adultez, cuando los primeros no son atendidos (Harris y Petrie, 2006; Viscardi, 2011). Aunque ello no quiera decir que todo agresor es un potencial criminal, sí demuestra que la desatención de estos comportamientos a largo plazo resulta nociva no sólo para la víctima. Una característica que notó Olweus en sus investigaciones en escuelas noruegas es que en los primeros niveles de la educación formal, los agresores ganan popularidad entre sus compañeros, dinámica que se va invirtiendo con el paso de los años (2004). Finalmente, los espectadores son testigos que pueden variar en su reacción frente al acoso, reacción que puede ensalzar y alentar al acosador, ya sea por una aceptación explícita de su actitud o, al contrario, por una falta de reacción visible. Según Harris y Petrie (2006), estos últimos tienden 3 Olweus (2006) señala, ante la difundida noción de que los agresores esconden una autoestima baja, que sus propios estudios y los de Pulkkinen y Tremblay (1992) no encuentran evidencia al respecto. Hay, por otro lado, informes como los de O’Moore y Kirkham (2001) que, con análisis elaborados a partir de grandes muestras de población, reportan lo contrario. No parece haber un consenso aún a este respecto. a sentir empatía por la víctima, lo que los hace experimentar sentimientos de tristeza o impotencia al no poder ayudar a la víctima. A mediano plazo, los lleva a desensibilizarse ante el acoso, ya que abre paso a su normalización. Si bien las características presentadas por los individuos que mencionamos suelen ser previas a las conductas de acoso, pueden también aparecer después y como consecuencia de éste; es decir, un muchacho con rasgos de personalidad distintos de los del agredido no está necesariamente a salvo de ser agredido, aunque seguramente las desarrollaría después de serlo. Los rasgos individuales de personalidad no garantizan que un estudiante se convierta en agresor, agredido o espectador. Esto depende de la respuesta, buena o mala, que encuentren en el ambiente escolar de convivencia y disciplina. Lo cierto es que, ya establecida una relación de acoso, ésta acentúa los rasgos descritos y éstos, a su vez, fortalecen la relación. Es necesario destacar que, como los elementos hasta aquí presentados sugieren y como el mismo Olweus explica (2004: 25-26), la definición de bullying está construida para excluir otros tipos de violencia que sean ocasionales y, según sus propios términos, “no graves”. Sin embargo, puede expresarse con diferentes esquemas, en que tanto las formas de agresión como la frecuencia varían de acuerdo con las características de agresores y agredidos. Alcances y limitaciones Es importante notar que, tanto por la razón que condujo a visibilizar el acoso escolar como por los criterios de definición, el protagonismo recae en personas específicas y no en estructuras sociales. Todo el peso se enfoca en el individuo; él es quien lo sufre; él es quien lo provoca; él es quien lo presencia. Así nació el concepto y así es definido. En los escritos que trabajan con el individuo, ya sea para reconocer alguna situación de bullying, ya sea para investigar el mismo fenómeno o para realizar programas de intervención, resalta el uso de listas de características de los tres actores principales —el agresor, el agredido y el espectador—, elaboradas con el fin de definirlos. Esto recuerda el uso de los listados de síntomas que permiten identificar patologías; se reconoce, entonces, una perspectiva clínica enfocada en el individuo. El término bullying es muy específico como categoría de análisis. Es importante reconocer esto porque de aquí derivan tanto sus alcances como sus limitaciones. En efecto, a partir de éste se pueden identificar y clasificar situaciones de acoso, así como pensar y diseñar intervenciones muy específicas enfocadas en la responsabilidad y margen de acción de las personas en un ambiente escolar limitado a las cuatro paredes de una institución escolar, por ejemplo. Olweus no sólo teorizó y categorizó el fenómeno, sino que también realizó una propuesta de programa de intervención en el que destacan los principios siguientes para “la creación de un ambiente escolar —e idealmente también del hogar— caracterizado por: • • • • cordialidad, interés positivo e implicación por parte de los adultos; límites firmes ante un comportamiento inaceptable; una aplicación consistente de sanciones no punitivas y no físicas por comportamientos inaceptables o violaciones de las reglas; adultos que actúen con autoridad y como modelos positivos” (s.f.: 10). Desde esta perspectiva psicológica, todo recae en un adecuado manejo de situaciones interpersonales. Sin embargo, a la par de una lectura encapsulada en espacios delimitados, existen organizaciones e instituciones gubernamentales que exponen el acoso escolar como un problema de índole social. En caso de plantear el problema desde ahí, debería también interpretarse a partir de sus componentes socioestructurales, lo que no siempre sucede, ya que el concepto mismo no lo permite. Aquí se encuentran algunos límites para interpretar una realidad desde el concepto de bullying. Éste no proporciona un sustento teórico para entender el problema del acoso escolar desde un espectro más amplio. Por ejemplo, a partir de dicho concepto no podemos entender las condiciones materiales, sociales y de justicia que llevan al desarrollo de fenómenos de acoso escolar. Por lo mismo, no puede entonces pensarse en una intervención de índole social, sino más bien en repeticiones de un mismo programa de intervención educativa en espacios limitados. Historia, teoría y crítica La historia de la violencia escolar es reciente, al menos tan reciente como la escuela que conocemos hoy, si bien es cierto que se tiene conocimiento de actos violentos en la escuela desde la antigua Mesopotamia y de los castigos que allí se utilizaban (Galino, 1960). Es también cierto que los conflictos estudiantiles se remontan, por lo menos, a las confrontaciones de estudiantes con los pobladores o con el ejército desde el siglo xiii (Bowen, 1985). Sin embargo, las formas de violencia que dieron lugar al concepto de bullying, así como al de otros enfoques sobre el tema, tienen raíces que pueden trazarse con seguridad en la Modernidad, antes de volverse demasiado difusas. El cambio fundamental que traen los siglos xviii, xix y xx occidentales es la creación de la propia escuela como hoy la conocemos, es decir, como territorio encapsulado que busca, con sus propias verdades y dinámicas, crear un espacio de excepción en la sociedad y que sería escenario de los eventos violentos. Si bien antes hubo instituciones educativas, fue a partir de las ideas ilustradas que la escuela contemporánea conformó su formato escolar.4 4 La noción de formato escolar tiene sus antecedentes en otras dos: cultura escolar ( Julia, 1995) y gramática escolar (Tyack y Cuban, 2001). Referirse a cada una supone aludir a discusiones y matices que se relacionan con la perspectiva y los propósitos de cada autor. Sin embargo, se puede decir, de modo general, Bullying 63 b A continuación, se delinean brevemente sólo tres elementos propios de la escolaridad moderna, rescatados de Pineau (1999), con ellos se pretende sentar las bases para explicar cómo se conformó la violencia escolar como objeto de estudio. Primero, la escuela se volvió una institución pública, es decir, a cargo del gobierno, que buscaba atender a los futuros ciudadanos. El respaldo otorgado por el Estado garantizó la legitimidad de las acciones emprendidas para reunir generaciones enteras bajo un mismo esquema de conocimientos transmitidos intramuros, así se creó un espacio donde se pudiera desarrollar un tipo específico de violencia, con actores y relaciones únicas, que, por surgir en un espacio de carácter nacional, sería de interés público y social. En segundo lugar, la legitimidad de las acciones se extendió necesariamente a la intención de intervenir sobre el comportamiento de los estudiantes, de guiarlos no sólo hacia ciertos conocimientos, sino también hacia ciertas nociones morales. Con esta intención, se instituyó una escuela que pretendía apartarse de la sociedad y que, mediante el confinamiento en las aulas, evitaba la permanencia de los niños en entornos no controlados, que podrían permearlos de concepciones nocivas sobre el modo en que es correcto comportarse con el prójimo. Aquí reencontramos ambos elementos: la posibilidad de violencia escolar dada por el confinamiento de grupos de niños y la importancia de estudiarla porque irrumpe en un espacio que —se supone— carece de influencias indeseables. Ya que la escuela cumple con una función social, exige una reflexión de los académicos sobre su rumbo y sobre lo que sucede en ella. En tercer lugar, se encuentra la necesidad de conocimiento específico para orientar la operación de los establecimientos escolares, que hizo surgir materias de estudio especializadas en lo educativo, desde ramas específicas de la psicología, la sociología y la filosofía, hasta nuevas áreas de conocimiento, como la pedagogía o la didáctica. La existencia de este tipo de campos de conocimiento, junto con el respaldo estatal, permitieron que existieran las condiciones cognitivas e institucionales para reconocer, comenzar a estudiar y, posteriormente, intervenir en las primeras etapas de la contemporánea violencia escolar. Lo anterior sucedió en la década de 1970, con los estudios del Dr. Olweus en Noruega. Pero, ¿cuál era el contexto en que este concepto llegó a México? Como ya se dijo, no es que el acoso escolar empeque las tres nociones se refieren a formas de organización del tiempo y espacio escolar, las cuales incluyen prácticas, normas y modos de relación de los sujetos, sedimentadas a lo largo de la historia de la escuela y los procesos de escolarización, y han definido a la escuela como la conocemos. De ese formato da cuenta por ejemplo, la caracterización que hace Trilla (1985), en la que la escuela: es una realidad colectiva; está ubicada en un espacio específico; supone actuación en unos límites temporales determinados; define los roles de docente y discente; predetermina y sistematiza contenidos; lleva a cabo una forma de aprendizaje descontextualizado. Afirma Trilla que así es la escuela en sí misma. b 64 Bullying zara a existir a partir de su conceptualización. En México ya se presenciaban escenas de acoso escolar en las escuelas antes de que pudieran ser nombradas. Sin embargo, su visibilización ha permitido reflexionar y construir ciertos modelos de intervención. Hay que contextualizar el pensamiento y la racionalidad de los siguientes argumentos; que un tema tal como el acoso escolar provenga de un país como Noruega se debe a que existe un contexto socioeconómico y cultural que permitió su estudio. Enfocarse sobre una temática tan específica, que no se basa en problemas más apremiantes, ya sea de injusticia o desigualdad, es posible sólo cuando cuestiones más urgentes han sido ya solucionadas. Ciertamente, en Noruega ya no había problemas con la masificación del acceso y permanencia en la escuela; podía agregarse a la agenda un nuevo tema, que antes no era prioritario, para mejorar las escuelas en el ámbito de la convivencia. Desde este contexto, el trabajo sobre el acoso escolar se hizo público y tuvo un amplio alcance, ya que permitió que en otros países, como el nuestro, que aún no se habían adentrado en el estudio del tema, pudieran comprender parte de los acontecimientos violentos que sucedían en sus recintos escolares. México, sin embargo, era aquejado por otros problemas no resueltos: aún había que pensar en que se matriculara el 100% de los niños y niñas, la permanencia escolar era (y es) otro tema pendiente, al igual que la justicia y la igualdad, puntos neurálgicos en la construcción del ámbito educativo formal. El acoso escolar aparece, entonces, como un tema “más sencillo” para ser abordado, en el sentido de que —desde su definición— no implica una visión estructural del fenómeno educativo y, por lo tanto, las intervenciones para evitarlo, tampoco; no obstante, no puede olvidarse que el acoso escolar es un problema entre muchos otros. Además de las tres condiciones necesarias que se presentaron al principio para identificar el acoso escolar, hay numerosos conceptos entretejidos en torno a este constructo, y sus relaciones pueden llegar a ser confusas. Abordaremos algunos de los más relevantes, con la intención de establecer sus límites y evitar confusiones. Atendiendo al marco más general del acoso escolar, es importante referirnos a la violencia en la escuela. Se trata de un fenómeno más amplio que el bullying, que sólo es una de las posibles formas de violencia escolar. En términos generales, la violencia en la escuela denota cualquier acto de violencia que estalle dentro del recinto escolar o en sus inmediaciones, y necesariamente tiene como protagonistas a los miembros de la comunidad escolar. Bullying indica sólo los modos de violencia con las características descritas en el apartado anterior: intencionalidad, constancia y desequilibrio de poder entre pares. En el marco de la violencia en la escuela, aparece también el conflicto. El conflicto no es bullying, aunque bullying sí es conflicto. En el lenguaje coloquial, ambos términos podrían parecer intercambiables. Incluso suele llamarse conflicto al acto violento, a la pelea en que se involucran los escolares, como en: “Señora directora, hubo un conflicto entre dos alumnos de tercero; se golpearon en el patio”. En el léxico especializado, existe una diferencia. Los conflictos son los desacuerdos producidos cuando se encuentran distintos puntos de vista o criterios, y no implican necesariamente el uso de la fuerza. Los conflictos son naturales en la convivencia humana y suceden también fuera de la escuela. Discutir con un amigo sobre la ruta para llegar a una reunión es un conflicto. Si el conflicto es solucionado por consenso y con la ayuda de un mapa y del informe vial, puede afirmarse que fue resuelto de manera pacífica y productiva. Sólo cuando se recurre a la imposición forzosa de un punto de vista para resolverlo, puede decirse que se ha llegado a la violencia; en tanto que esta imposición supone obligar al otro a actuar en contra de sus convicciones o de su voluntad, necesita ser respaldada mediante la coacción, sea de la fuerza física o por vías emocionales, verbales y psicológicas, lo que siempre causa un daño. Como se dijo anteriormente, el bullying se define como una conducta que tiene la intención expresa de causar daño, así que no depende necesariamente del surgimiento de un conflicto. El acoso suele surgir sin ninguna provocación por parte del agredido. A veces, incluso, puede premeditarse un conflicto artificial para que el agresor lo use como excusa y justifique su acoso sobre el agredido. La categorización del acoso escolar, según sus formas, atiende a los medios por los que el agresor ejecuta el acoso sobre el agredido. Grosso modo, pueden considerarse las siguientes formas: las físicas, que son directas cuando se agrede a la persona —como golpear— y son indirectas cuando se dirigen a sus pertenencias —como robar, dañar o esconder—; las verbales, que son directas cuando implican insultar a la persona en su presencia o por medio de notas, mensajes de texto o correos electrónicos dirigidos a ella, y son indirectas cuando se recurre a la dispersión de rumores sobre la persona; la social, que es la exclusión de la persona de uno o más grupos. Un estudiante puede ser víctima de una o más formas de acoso al mismo tiempo. Todas las formas, físicas o no, causan daños emocionales y psicológicos que pueden trasladarse a otros ámbitos, como los grupos de interacción del niño o el espacio cognitivo. Las diferencias en cuanto a las características de las formas de acoso escolar son particularmente evidentes según el género: la tendencia entre los chicos es estar más expuestos al acoso físico directo, ejercido de manera abierta y explícita ante el grupo, mientras que las chicas se hallan más expuestas al acoso verbal indirecto y al social. Los hombres son también los principales agresores, tanto de otros hombres, como de mujeres. Ya que han quedado expuestas, de modo general, las características del bullying, es importante insistir sobre un punto mencionado al principio. Las limitaciones del término y la perspectiva que lo origina no lo hacen problemático en sí mismo, no obstante, es importante insistir en que se debe diferenciar bien el uso que pueda hacerse de este término en el discurso educativo de la definición que se establece a partir del sentido común. Líneas de investigación y debate contemporáneo En torno al estudio de la violencia en la escuela se han articulado tres grandes campos de investigación que toman como objeto de estudio distintos elementos de esta violencia y que difieren en sus métodos y construcciones teóricas y conceptuales. Hay, además, numerosas líneas de investigación que específicamente pretenden identificar los vínculos entre la violencia en la escuela y otros factores de los entornos social, familiar o comunitario. Los campos generales de estudio son: a) b) c) Bullying. Concepto nacido en Noruega y con amplia difusión en México y en el resto del mundo; se concentra en aspectos psicológicos de quienes se involucran en situaciones de acoso escolar entre pares (Carrillo y Prieto, 2013). Convivencia. Su investigación es particularmente fuerte en España y Argentina desde la década de 1990; en México se comenzó a estudiar a partir de la década del 2000. Según Furlán, analiza las relaciones entre pares o con adultos en el marco de la escuela como espacio de encuentro. Este autor considera a la convivencia como “la situación y al mismo tiempo la vía para que se produzca el aprendizaje de valores en términos de acción” (2003: 249). Este tema suele vincularse a las teorías democráticas de la educación. Disciplina e indisciplina. Campo escasamente visitado en México y en el ámbito internacional. Tiende a enfocarse en la disciplina como la disposición para construir aprendizajes, y en la indisciplina como “episodios que dificultan el trabajo de enseñanza” (249). Sus definiciones se traslapan con las de convivencia y violencia en dos sentidos: por un lado, hay casos en que las conductas disruptivas de la enseñanza pueden ser también conductas de violencia entre pares; por otro, para quienes consideran que la escuela no enseña sólo contenidos, sino también moral en tanto formas de convivencia, toda conducta violenta es una interrupción que va en contra de los principios mismos de la enseñanza. La mera existencia de estos campos constituye ya un punto del debate contemporáneo, debido a que los últimos dos mencionados están en construcción y sus límites pueden ser difusos. Aunque poseen núcleos de proposiciones fundamentales, la cercanía entre sus objetos de estudio como elementos comunes de la realidad de la violencia en la escuela coloca a los campos en un constante intercambio de realidades y temas. Bullying 65 b Las líneas específicas de estudio pueden compartir algunos aspectos con los campos anteriores, pues suelen abordar la relación entre la violencia en las escuelas y otros fenómenos que, si bien no conciernen directamente al fenómeno de acoso escolar, forman parte de la realidad social en que se desenvuelve este tipo de violencia en la escuela. Por esto, se presenta a continuación una recopilación —no exhaustiva pero sí informativa— de los problemas que permitan aprehender más aspectos de la realidad escolar:5 a) b) c) Consumo de drogas. Se revisa la relación entre el consumo de drogas legales o ilegales y la comisión de actos violentos cuando éstas se convierten en necesidades para los individuos. Se estudia a las drogas como factor de violencia entre los miembros de la comunidad, pero también se considera el hecho de que el consumo de drogas es un aprendizaje que puede suceder dentro del espacio escolar y que en sí mismo representa una conducta de violencia autodirigida. Esta línea aborda uno de los problemas de más veloz crecimiento en tanto que los jóvenes son el principal grupo de consumo. Narcotráfico. Tema emergente en México, no en cuanto a su existencia, sino en cuanto a la reciente atención que le han dedicado los investigadores. Esta línea indaga los modos en que la violencia y la cultura originadas en los grupos de narcotraficantes se desplazan a los espacios escolares. Según Benítez, González e Izunza (2013), la violencia relacionada con el narcotráfico posee tres vertientes que se relacionan con la escuela: las balaceras en entornos escolares; las extorsiones, secuestros y robos dirigidos a docentes, y la exaltación por parte de los estudiantes de los símbolos del narcotráfico. El peligro de la narcoviolencia radica fundamentalmente en este último punto, en la medida en que promueve entre los estudiantes la violencia como una forma de vida. Exclusión. Esta línea muestra dos dimensiones superpuestas en la relación entre la violencia y la exclusión: por un lado, la exclusión como forma de violencia entre los individuos; por otro, la exclusión como forma de violencia del sistema. En ambos casos, la diversidad se identifica como el motivo de exclusión. Para la violencia intersubjetiva, la diferencia representa el motivo que dispara la exclusión de individuos específicos de los grupos conformados dentro de la escuela. La violencia sistémica viene del no reconocimiento de la diferencia en la planeación y estructuración del sistema educativo, el monolingüismo en los programas de estudio, las construcciones no aptas para distintos tipos de cuerpo, la carencia de perspectiva de género o la 5 Las líneas aquí presentadas fueron recuperadas de Furlán, 2003; 2013. b 66 Bullying d) e) f ) g) poca accesibilidad en lugares remotos, por ejemplificar brevemente. La consecuencia puede ser imposibilitar la permanencia en el sistema educativo a sectores enteros de la sociedad. Poder. Es una línea muy cercana al campo de Disciplina e indisciplina y al estudio de la didáctica. Aborda las relaciones de poder desde perspectivas predominantemente foucaultianas. Se estudia la estructuración de jerarquías y el uso de tecnologías del control dentro de la estructura escolar. Una vertiente de esta línea se enfoca en cuestiones estructurales de violencia institucional. Construcción de identidades. Entiende la identidad no como un atributo aislado del sujeto, sino con una dimensión colectiva, y busca los elementos que permean tal dimensión en el entorno social. Esto es, cómo la cultura en que se desarrollan los estudiantes le empuja a mantener relaciones de algún nivel de violencia con sus pares. En esta línea se cuentan estudios en las categorías de medios, diversidad y género. Propuestas de intervención. Recupera y sistematiza información sobre el diseño, aplicación y resultados de proyectos de intervención. Políticas públicas. Analiza los proyectos de dependencias gubernamentales. En este rubro, confluyen proyectos de tres tipos: los educativos impulsados desde el sector educación; los de seguridad escolar, desde el sector de seguridad pública, y los promovidos desde el sector salud. Han quedado fuera de este listado algunas líneas de investigación, como las que conciernen a la convivencia por medio de las nuevas tecnologías o las que tratan acerca de los menores infractores, pero las expuestas son suficientes para demostrar la complejidad del entramado de objetos de estudio secundarios y, con ellos, la multifactorialidad propia de la violencia en la escuela. Aunque el concepto y estudio del bullying se limita a los factores más inmediatos al sujeto, el fenómeno mantiene relaciones necesarias con su entorno más amplio. Consideraciones finales De los muchos problemas que se vinculan a las situaciones de acoso escolar, desde los de control del grupo hasta los de daños psicológicos, el más grave probablemente sea que “en realidad, afecta a nuestros principios democráticos fundamentales […] ¿Qué opinión sobre los valores sociales se formará un estudiante que es objeto de las agresiones repetidas de otros alumnos sin que los adultos intervengan? Lo mismo puede preguntarse sobre los alumnos a quienes, durante periodos prolongados de tiempo, se les permite que hostiguen a otros […]” (Olweus, 2004: 69). Desde esta perspectiva social, es importante señalar un riesgo en la tipificación de la violencia como propia de los individuos. La criminalización de los jó- Cc venes puede ser una respuesta fácil, y hasta lógica, al ignorar el hecho de que responde a factores sociales que permean las circunstancias personales y escolares. Permitir que sucedan conductas de acoso, o bien resolverlas por vías inadecuadas, genera por igual, entre los estudiantes, la normalización de la violencia, que es la imposición de unos sobre otros para el beneficio de los primeros. Ninguna sociedad que pretenda atender el bienestar de sus miembros puede funcionar sobre esa lógica. Permitir la naturalización de las violencias interpersonales en el aula es predisponer a los individuos para la invisibilización de violencias sociales más amplias y graves, con las que todos nos enfrentamos tarde o temprano, y que pesan sobre todo egresado de las escuelas. Bibliografía Benítez Lourdes, Elda González y Patricia Izunza (2013), “Narcoviolencia en las escuelas”, en Alfredo Furlán y Terry Spitzer (coords.), Convivencia, disciplina y violencia en las escuelas: 2002-2011, México: Consejo Mexicano de Investigación Educativa, pp. 437-456. Bowen, James (1985), Historia de la educación, Barcelona: Herder. Carrillo José, José Jiménez y Ma. 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De acuerdo con el último informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático, la temperatura de la tierra y de la superficie de los océanos se ha calentado en promedio 0.85 °C durante el periodo de 1880 a 2012 (ipcc, 2014). Los océanos y las plantas, llamados sumideros, cumplen la función de extraer los gases gei de la atmósfera, fenómeno que se conoce como secuestro de carbón. Dado que la deforestación también ha avanzado tras la Revolución Industrial, el secuestro de carbono ha disminuido notablemente. Se trata de un fenómeno meteorológico extremadamente complejo cuya evolución se atribuye a más de 200 variables. La modificación climática obedece tanto a causas naturales como humanas. La concepción del cambio climático como un fenómeno político —un problema del medio ambiente— surge precisamente con el reconocimiento por parte de la comunidad científica de que las causas humanas —también llamadas antropogénicas— muy probablemente desempe- Cambio climático 67 c ñan un papel importante en el calentamiento global que se observó a lo largo del siglo pasado. Las principales consecuencias del cambio climático son el aumento del nivel de los mares, los cambios radicales en el patrón de la precipitación pluvial, importantes transformaciones en la agricultura, el traslado de cultivos hacia los polos, modificaciones en la localización de las zonas donde se ubican las enfermedades y la aparición de refugiados ambientales. Dichos cambios del clima generan enormes consecuencias económicas, sociales y políticas. Sin embargo, este texto sólo se enfocará en el problema del cambio climático como un objeto de estudio para las ciencias sociales y, en particular, en su vínculo con las relaciones internacionales y con las políticas públicas. La importancia del cambio climático como asunto político en el ámbito global se deriva del hecho de que éste afecta directamente la posibilidad de crecimiento de todas las áreas de la economía. Además, plantea un problema muy complicado en el ámbito internacional: el de la justicia. ¿Cuáles son los países que pueden crecer, en el futuro, y en qué grado? La complejidad de la cooperación radica en que se trata de establecer un mecanismo en el ámbito mundial, que podría definir el tipo de desarrollo y ponerles límites a los niveles del crecimiento económico en el mundo. Las dificultades políticas aumentan aún más porque la solución para el cambio climático debe ser necesariamente de naturaleza global y de alcance a largo plazo. Estas características —ser un problema global y a largo plazo— convierten a las políticas de cooperación sobre el cambio climático en un asunto muy complejo. Otro elemento importante en torno a la cooperación internacional sobre el cambio climático es lo relativo a la capacidad diferenciada de los países para enfrentarse al desafío ambiental. Historia, teoría y crítica El problema del cambio climático como fenómeno natural empezó a estudiarse de forma sistemática y dirigida durante los años setenta, pero fue a finales de los ochenta cuando se identificó el efecto invernadero causado por ciertos gases —principalmente bióxido de carbono (co2), clorofluorocarbonos (cfc), metano (ch2) y óxido nitroso (n2o)—. En 1987, el Informe Brundtland —llamado urgente al mundo que, por primera vez, utiliza el concepto del desarrollo sustentable en el sentido de satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones— dio un impulso definitivo al proceso de traducir el problema ambiental del cambio climático en el lenguaje propio de la política. Un año más tarde se creó, por iniciativa de las Naciones Unidas, el Panel Intergubernamental del Cambio Climático. En 1992, en Río de Janeiro, fue tratado en la Cumbre de la Tierra, por primera vez en la historia, el asunto del medio ambiente con la participación de los mandatarios de los principales países. En esta ocasión, los líderes de las naciones c 68 Cambio climático industrializadas se comprometieron a reducir las emisiones de gei y a transferir recursos financieros y tecnológicos para que los países en vías de desarrollo también puedan disminuir la contaminación ambiental. Entre otros asuntos ambientales de primera importancia, en Río de Janeiro nació la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (cmnucc) con el fin de establecer un régimen multilateral de mitigación de emisiones de los gei. Su objetivo principal es reducir las emisiones de los gei, principalmente el bióxido de carbono, y, para ello, se negoció un tratado conocido como Protocolo de Kioto (pk). El mecanismo de reducción propuesto por el Protocolo se basa en el principio de responsabilidades comunes, pero diferenciadas, entre los países. Lo anterior implica aceptar que las naciones desarrolladas son las principales responsables por el cambio climático, dado que son las que, en el pasado, contaminaron el mundo al haber quemado demasiadas energías de origen fósil, como el carbón, el petróleo y el gas. La filosofía del Protocolo de Kioto es que los países industrializados se hallan en condiciones de financiar las nuevas tecnologías de energías limpias y renovables para que los países en vías de desarrollo no repitan el proceso de industrialización contaminante. Lo anterior implica que las naciones desarrolladas asuman el compromiso de pagar los costos de la descarbonización no solamente de sí mismas, sino también, en parte, de los países en vías de desarrollo. Dado que los Estado Unidos —el principal contaminador y, en aquel momento, responsable por emitir una cuarta parte de las emisiones de gei en el mundo— se muestra reticente a aceptar dicha filosofía, es el gran ausente en el tratado mundial sobre el cambio climático. El Protocolo de Kioto se firmó en 1997 y, en este mismo año, el senado de los Estados Unidos aprobó una resolución que sostiene que Estados Unidos no puede firmar ningún tratado que dañe su economía y que, además, no comprometa de la misma forma a los países en vías de desarrollo. Como consecuencia, en 2001 Estados Unidos se retiró del tratado, y cuando el protocolo finalmente entró en vigor en 2005, la Unión Europa resultó ser el actor principal que se hizo cargo de los compromisos internacionales sobre el cambio climático, asumiendo una posición de liderazgo en el mundo en materia ambiental (Antal, 2004). El Protocolo de Kioto —que establece las normas y obligaciones respecto de la reducción de las emisiones entre 2008 y 2012, fiel a la filosofía ya mencionada— establece que sólo los 35 países más industrializados del mundo deben asumir el compromiso de reducir en 5.2% las emisiones de gases de efecto invernadero. Desde el punto de vista de la cooperación ambiental en el ámbito internacional, una de las mayores novedades del pk es que introduce los llamados mecanismos flexibles como instrumentos comerciales de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Dichos mecanismos permiten reducir las emisiones no solamente de manera directa, sino también indirecta; esto es, realizar proyectos de reducción de las emisiones en otros países, con o sin compromiso, y acreditarlas como propias a través de un sistema de certificación, así como crear un mercado de bonos de carbón, una especie de permiso de contaminación mercantilizado. Los mecanismos flexibles son de tres tipos: comercio de emisiones, aplicaciones conjuntas y mecanismos del desarrollo limpio. El comercio de emisiones permite la compraventa de certificados de emisiones; las aplicaciones conjuntas permiten, bajo ciertas reglas, cumplir las obligaciones de reducción en otro país, y los mecanismos del desarrollo limpio permiten certificar reducciones de emisión mediante la realización de proyectos de mitigación que transfieren tecnologías limpias a los países en vías de desarrollo. La inclusión de estos tres mecanismos en el pk ha generado discusión al confrontar dos argumentos: por un lado, sus proponentes sostienen que, sin estos mecanismos, el pago de los costos de la reducción no sería realista y, por otro, sus críticos cuestionan la efectividad ambiental de estos instrumentos. De manera general, los puntos más contenciosos durante la negociación del pk han sido el carácter comercial de los permisos de contaminación, la equidad en relación con el Norte-Sur y las instituciones a cargo de administrar y financiar los mecanismos flexibles. A fin de cumplir sus obligaciones, la Unión Europea ha decidido crear un mercado europeo de carbón que funciona sobre la base de bonos repartidos entre los países miembros de acuerdo con sus capacidades diferenciadas en cuanto al nivel del desarrollo. Desde 2005 —con la entrada en vigor del pk—, el asunto del cambio climático ha recibido una fuerte retroalimentación: una serie de estudios científicos han confirmado la dimensión del riesgo ambiental y económico de las consecuencias del calentamiento global del planeta. El Informe Stern, trabajo esencialmente económico publicado en 2006, ha desempeñado un papel vital para demostrar que existe la necesidad de enfrentar el cambio climático con urgencia. Este informe sostiene que si el mundo se dispone a hacer un esfuerzo ahora, el costo de la reducción de emisiones podría representar el 1% del pib mundial, mientras que, en caso contrario, los sacrificios podrían implicar un retroceso del 20% de la economía mundial. El informe, junto con otros factores que abogan en favor de la acción impostergable frente al cambio climático, ha conducido a que el principal opositor del pk, Estados Unidos, empiece a cambiar de visión sobre sus responsabilidades en el asunto del cambio climático. Desde principios de 2007, el presidente de los Estados Unidos comenzó a aceptar la existencia del problema del cambio climático, a pesar de la amplia difusión de argumentos científicos, generados en este país, que niegan el factor antropocéntrico como causa del calentamiento global. El cambio se ha reflejado en el hecho de que el presidente George W. Bush presentó una estrategia alternativa al pk que consiste en crear —y, desde luego, liderar— una alianza para combatir el cambio climático con los países de Asia Pacífico. Bajo presión de los líderes del mundo, a finales de 2007, los Estados Unidos se comprometieron a participar en un nuevo tratado para reducir emisiones de carbón que sustituye, a partir de 2012, el Protocolo de Kioto. Este compromiso —a pesar de no incluir límites duros en la reducción de las emisiones y de basarse principalmente en la siembra de árboles que absorben el carbón— incluye medidas para preservar los bosques tropicales y ayudar a los países pobres a adaptarse a una economía más verde, y debe considerarse como un progreso en la postura de los Estados Unidos. Por su parte, el gobierno de Obama ha colocado en el centro de su propuesta presidencial el asunto del cambio climático en estrecha relación con temas de primera importancia, como el problema de la seguridad energética y el relativo atraso de los Estados Unidos en tecnologías de energía renovable. Con ello, el asunto del cambio climático ha empezado a adquirir una nueva dimensión que considera el desarrollo tecnológico de energías renovables como una las principales fuentes de grandes oportunidades de mercado en el futuro. Sin embargo, lo anterior de ninguna manera implica que los cuerpos legislativos de los Estados Unidos — sobre todo el Senado— estén de acuerdo en aprobar una ley que ponga límites duros y precio a las emisiones del carbón. Los intereses de la industria petrolera, carbonera y manufacturera, así como la agricultura, siguen siendo muy poderosos, y la generación de una ley sobre cambio climático no será fácil. Hasta que no se logre una ley de esta naturaleza, los Estados Unidos no estarán en condiciones de dar un paso decisivo, ni en el plano nacional ni en el global, para abatir los efectos del cambio climático. En Norteamérica, en el nivel local, es decir, en los estados y en las grandes ciudades, ocurre la mayor actividad para reducir las emisiones de los gei principalmente mediante la creación de redes de mercados voluntarios de carbono. En este caso, en términos ambientales, lo decisivo es asegurar que las ganancias obtenidas de la compraventa de los bonos de carbono se utilicen para mejorar el medioambiente. En el plano mundial, desde finales de 2009 comenzaron las negociaciones sobre la segunda fase del Protocolo de Kioto —el llamado Kioto II— con el fin de trazar las nuevas líneas de acción. Se espera que esta negociación defina qué países tienen obligaciones de reducir emisiones de gei, los mecanismos y las nuevas metas de la reducción. Se cree que como mínimo los principales emisores de los países en desarrollo —que pueden ser China, India, Brasil, Sudáfrica y México— también tendrán que asumir compromisos, y que las metas de reducción serán diferenciadas entre 80% y 50% para 2050. El punto de partida de las negociaciones actuales es que, dado que la temperatura en 2012 —según un estudio de la nasa— fue 0.6 °C mayor que la temperatura promedio de mediados del siglo xx, si sigue la misma tendencia de incremento, para 2050 la temperatura sería del 3.7 °C. El objetivo actual es evitar el aumento de la temperatura global de más Cambio climático 69 c de 2 °C y para ello se estima que es necesario reducir al menos 50% las emisiones de gei para 2050. La cop 21, que se realizará en París en diciembre de 2015, buscará un acuerdo vinculante que permita limitar el calentamiento global justamente a un nivel por debajo de 2 °C y que se aplique para todos los países. Lo importante de esta reunión está en que con ella se da fin a la ronda de negociaciones post Kioto y, por tanto, habrá de obtener el instrumento que lo sustituya. Las expectativas no son muchas en el sentido de alcanzar un acuerdo jurídicamente vinculante sobre objetivos de reducción específicos. Es más realista esperar negociaciones basadas en acciones nacionales poco armonizadas en el marco de un sistema de promesas de compromisos previstos de un sistema de revisión y control poco claras. Se espera que la vigencia de este nuevo acuerdo sea en 2030. De allí se deriva que los principales retos ya no serán fijados en el ámbito global, sino mediante un acuerdo acerca de las así llamadas contribuciones nacionales determinadas. La diferencia entre los países, sobre todo los principales emisores, ha sido persistente a lo largo de las negociaciones anteriores y ésta no será la excepción. No parece haber consenso en torno a la extensión y al alcance de las contribuciones nacionales entre la Unión Europea y los Estados Unidos, Rusia, Japón, Canadá y Nueva Zelanda. Otro punto de discordia gira en torno a que los países en desarrollo agrupados en el g77+ China continúan sosteniendo que no aceptarán compromisos de reducción de emisiones a menos que cuenten con financiación internacional para llevarlos a cabo. Enfoques teóricos Las corrientes de pensamiento más interesadas en el estudio de cambio climático han sido las de tendencia liberal, y, particularmente, las relacionadas con el concepto de interdependencia compleja (Keohane y Nye, 1977). Una de las teorías que más se ha utilizado para estudiar el cambio climático es la teoría de regímenes internacionales, que surge durante los años ochenta y constituye uno de los desarrollos conceptuales más significativos que, en el marco del debate entre neorrealismo y neoliberalismo, tiene lugar entre los académicos estadounidenses. La creación de los regímenes internacionales ambientales, empezando con el Protocolo de Montreal sobre ozono, siguiendo con el del cambio climático, constituye una expresión concreta de la interdependencia compleja. El politólogo Stephen D. Krasner define el régimen internacional como un conjunto de principios, normas, reglas y procedimientos en la toma de decisiones sobre un asunto específico en que las expectativas de los actores convergen (Krasner, 1983). Este concepto es novedoso para las relaciones internacionales, ya que, en cierto sentido, sustituye otros instrumentos formales, como los organismos internacionales y el derecho internacional. Al mismo tiempo, el concepto de régimen internacional abre la puerta a la participación de actores no tradicionales en las relaciones internacionales, como los no estatales, las empresas y las ong. c 70 Cambio climático Otros autores —Haggard, Simmons y Keohane, por ejemplo— centran su atención en el estudio de las condiciones bajo las cuales nacen, se mantienen y cambian los regímenes internacionales (Haggard y Simmons, 1987; Keohane, 1982). Richard Little tiene una recopilación muy útil para el estudio del concepto de régimen internacional (Little, 1997). Por su parte Peter Haas propone el concepto de las comunidades epistémicas para estudiar el papel que desempeñan el conocimiento y las comunidades científicas en los regímenes. Este autor se refiere al estudio de las redes de científicos o expertos de reconocida competencia en un tema particular que tenga relevancia para la política, con lo que toca el tema muy importante de la traducción de un problema científico en el lenguaje de la política (Haas, 1992). Como ya se ha mencionado, uno de los temas más estudiados al que se ha aplicado la teoría de los regímenes sin duda ha sido el medio ambiente, tanto para el caso del ozono como para el del cambio climático, pero también de biodiversidad. La investigación de estos temas ha contribuido al enriquecimiento de la construcción teórica-conceptual. Dos estudios que sobresalen en la aplicación de la teoría del régimen internacional para el caso del cambio climático son el de Matthew Paterson —muy puntual en los datos empíricos, el análisis, el proceso de toma de decisiones y las líneas de negociación— y el de Oran Young, quien coloca el régimen del cambio climático en el contexto de la gobernanza global (Paterson, 1996; Young, 1996; 1997). El concepto de gobernanza global ambiental también ha sido muy desarrollado por otros enfoques desde la perspectiva de la sociedad civil, por ejemplo, en los trabajos de Ronnie Lipschutz con Judith Mayer, y el de Margaret Keck y Kathryn Sikking. Desde un principio, la teoría de regímenes internacionales tuvo sus críticos. Por el lado realista, Susan Strange, por ejemplo, cuestiona la voluntad de cooperar de los Estados y, con ello, pone serios límites al alcance de esta teoría (Strange, 1982). Desde la perspectiva del estudio del medio ambiente, es muy relevante la discusión en torno a la voluntad y capacidad de cooperación en el caso de los bienes globales comunes. El texto de Garrett Hardin sobre la tragedia de los comunes, que sostiene que los recursos compartidos serán sobreexplotados, así como el libro de John Vogler sobre los bienes globales en relación con el análisis de los regímenes internacionales, son lecturas obligatorias para estudiar la contaminación atmosférica en el caso del cambio climático (Hardin, 1968; Vogler, 1996). En español, Edit Antal ha estudiado a fondo el régimen del cambio climático desde sus orígenes y, muy específicamente, la comparación de las posturas entre la Unión Europea y los Estados Unidos desde un enfoque constructivista (Antal, 2004). En cuanto al enfoque de gobernanza, vale la pena mencionar el número especial de la revista Norteamérica que publica una serie de estudios realizados en este marco conceptual (Antal, 2012). Líneas de investigación y debate contemporáneo Tal vez la línea de investigación más importante sobre al cambio climático como régimen internacional es la relativa a la capacidad de cooperación en un ámbito multilateral y, específicamente, en el caso de los Estados Unidos. El principal argumento de los Estados Unidos para no cooperar con el Protocolo de Kioto es que los compromisos no son válidos para todos: en primer lugar, para los principales contaminadores como China e India, pero también para otros importantes contaminadores, como Brasil y México. En este orden de ideas, la pregunta más importante sobre el cambio climático es ¿quiénes tienen que cooperar y bajo qué condiciones?, ¿qué reglas se deben fijar para después de 2012, cuando termine el protocolo de Kioto? Los críticos, al hacer sus cuentas en montos de emisiones, afirman que, como China a lo largo de los años ya ha rebasado en emisiones a los Estados Unidos, no es posible que carezca de obligaciones de reducción. Lo que no toman en cuenta es que la causa del cambio climático que hay que combatir es el hombre a través de su actividad económica, y, por tanto, que las emisiones han de ser medidas no por la cantidad total sino por las emisiones per capita. De esta forma, China, por ejemplo, queda en el lugar 122, e India en el lugar 164 en la lista de los principales emisores del mundo, mientras que los Estados Unidos encabezan la lista tanto en emisiones per capita como en suma histórica. Existen algunas señales positivas del cambio de postura en los Estados Unidos, aunque no está claro hasta dónde pueden llegar. Desde el surgimiento del liderazgo demócrata en el Senado y en el Congreso (2006), un elevado número de iniciativas han sido presentadas sobre el cambio climático sin lograr hasta la fecha avances sustanciales en el ámbito federal; sin embargo, en el local sí puede observarse adelantos: el estado de California, en septiembre de 2006, aprobó la primera ley en las Américas, que impone un límite legal a las emisiones de carbón y que tiene como objetivo reducir en un 25% para 2020 los gases de efecto invernadero, y en un 80% para 2050. Se han impulsado iniciativas similares también en otros estados e incluso en una serie de municipios. Otra línea de investigación es sobre el funcionamiento de los mecanismos hasta ahora implementados por el pk. En México, ha tenido una particular importancia la implementación exitosa de proyectos de Mecanismos del Desarrollo Limpio. Existen dudas sobre la capacidad de los gobiernos y las sociedades para realizar proyectos concebidos en términos del Banco Mundial que sean efectivos, tanto económica como ambientalmente. Asimismo, se investiga otra tendencia relacionada con la tecnología que deberá utilizarse en el futuro a fin de sustituir el petróleo, el gas y el carbón. Hay avances científicos casi en todos los ámbitos de la energía renovable —carbón limpio; energía nuclear, solar y eólica; hidrógeno y biocombustibles, entre otros—. Sin embargo, aún no está claro cuál de estos recursos energéticos podría reemplazar las energías de origen fósil en un futuro en términos de costos y hasta qué punto. Lo que sí está claro es que, para estimular la generación de las nuevas tecnologías, se requiere un programa público que contenga estímulos económicos, beneficios sociales y que otorgue recursos. La línea de investigación sobre políticas públicas en materia de ciencia y tecnología, así como de regulación energética que cada país propone en función de sus capacidades, recursos naturales y tecnológicos, responde precisamente a esta necesidad. Ante el fracaso de avanzar el régimen internacional o la gobernanza en el ámbito global, los enfoques no liberales y a menudo relativos a la política comunitaria y local han ido proliferando. Éstos suelen ser críticos al crecimiento económico y muchas veces se identifican con la corriente de la justica ambiental, o más precisamente, climática. En estos casos, en el centro del análisis, se encuentra el hecho de que el cambio climático resulta un problema de carácter global pero de naturaleza asimétrica en el sentido de que no son los mismos quienes más gases de efecto invernadero (gei) emiten y quienes más sufren las consecuencias de dichas emisiones acumuladas tanto histórica como geográficamente. De allí que aquí, además de la mitigación, cobra gran relevancia el asunto de la adaptación e incluso de la resiliencia y, con ello, la dimensión del Norte-Sur del problema del cambio climático. Estos enfoques tienen en común criticar la postura dominante de que, como el origen del cambio climático está en una falla del mercado, la solución debe buscarse en la internalización del costo de carbón en el precio de los productos y los servicios (Klein, 2015; Hamilton, 2011; McKibben, 2007). Las visiones críticas sobre el cambio climático tienen como premisa un concepto no utilitario de la naturaleza, una relación armónica entre hombre y medioambiente y rechazo a fenómenos inherentes del sistema capitalista, como el consumismo y el crecimiento económico constante. Por lo anterior, estos enfoques necesariamente plantean algún tipo de límite al crecimiento económico y modelos de desarrollo distintos, en ocasiones inspirados en sistemas indígenas y comunitarios. 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En nuestro caso, el calificativo global añade una precisión referida a la amplitud y a la escala geográfica en que se visualiza los procesos de cambio: se trata de lo que suele llamarse un “cambio societal” —abarcador de todas las dimensiones de la vida social— observado a escala planetaria. Para nuestros propósitos, resulta útil distinguir dos modalidades posibles del cambio así definido y calificado, según el criterio de su mayor o menor grado de radicalidad: la transformación y la mutación o ruptura (Ribeil, 1974: 142 ss.; Bajoit, 2003: 156 ss.). La transformación se entiende como un proceso adaptativo y gradual que transcurre en la continuidad, sin afectar significativamente la estructura de un sistema. La mutación, en cambio, supone la alteración cualitativa del sistema, es decir, el paso de una estructura a otra (Giménez, 1977). Historia, teoría y crítica El cambio global ha interesado a las ciencias sociales desde sus inicios. Los clásicos de la sociología lo concibieron como un progresivo proceso de modernización de las sociedades, perceptible en el largo plazo multisecular, y lo describieron como el tránsito de lo simple a lo complejo, del mito a la ciencia (Comte), de la comunidad tradicional a la sociedad contractual (Tönnies), de la sociedad tradicional a la sociedad racional burocratizada (Max Weber), de la solidaridad por semejanza a la solidaridad por interdependencia (Durkheim), de las sociedades precapitalistas a la sociedad capitalista burguesa (Marx), de la costumbre a la ley y, en fin, del particularismo al universalismo (Parsons) (Giménez, 1995). De un modo más general, puede afirmarse que en un primer momento el cambio global ha sido explicado en términos evolucionistas, siguiendo las huellas de autores de fines del siglo xix, como Herbert Spencer, Lewis Henry Morgan y Edward Burnett Taylor, entre otros. La evolución social se entiende como un proceso de cambio que comporta una secuencia direccional. 1 Parte de este artículo retoma el trabajo realizado por el autor en Giménez, 2005. c 72 Cambio global Las teorías evolucionistas fueron acremente criticadas y entraron en receso durante las primeras décadas del siglo xx, pero resurgieron con fuerza desde los años 1940 con autores como Leslie White (1949), Julian Steward (1977), Gerhard Lenski (1966; 2005) y, sobre todo, Talcott Parsons (1966; 1971), quien acuñó el concepto de universales evolutivos (como la tecnología, por ejemplo) para explicar los sucesivos estadios de adaptación evolutiva de las sociedades y mejorar sus niveles de eficiencia funcional. En la actualidad, el evolucionismo cuenta con figuras muy relevantes, como Stephen K. Sanderson y su “materialismo evolucionista” (1991; 1999), y Jonathan Turner (1985; 1995), cuya teoría apunta a los procesos de diferenciación social provocados en última instancia por el crecimiento demográfico. De modo general, los evolucionistas utilizan como marco un esquema de grandes etapas en la evolución global, partiendo de los orígenes de la agricultura y terminando con el ascenso de los Estados y la transición al capitalismo moderno en sus diferentes fases. En los años setenta, surge y se consolida lo que hoy llamamos sociología histórica, ocupada precisamente del cambio global entendido en una amplia perspectiva histórica, y recuperando de este modo las preocupaciones iniciales de la sociología clásica. Se trata de una verdadera “revolución histórico-comparativa”, cuyos representantes más conspicuos fueron, entre otros, Perry Anderson (1974a; 1974b), Michael Mann (1986; 1993) y Randall Collins (1999).2 Pero el autor más destacado en este campo fue, sin duda, Immanuel Wallerstein (1983; 2003), quien elaboró un nuevo y revolucionario paradigma en sociología histórica: la teoría de los sistemas-mundo (world-systems analysis), o también, economías-mundo. Esta teoría constituye ciertamente el antecedente más cercano de la teoría de la globalización. El presupuesto básico de la teoría en cuestión es el de que las sociedades del pasado y del presente no deben considerarse como entidades aisladas e independientes, sino como insertas en amplias redes intersocietales que constituyen precisamente lo que el autor denomina sistemas-mundo, jerárquicamente organizados. El autor postula que alrededor de 1450 comenzó a formarse en Europa y en otros lugares un sistema-mundo específicamente capitalista. Por lo tanto, la Revolución Industrial del siglo xviii no marcó el inicio del sistema-mundo capitalista, como opinan muchos autores, ya que sólo representó una fase más de la lógica inherente al desarrollo capitalista que comenzó a desplazar las formas precapitalistas de vida social por lo menos dos siglos y medio antes. El sistema-mundo capitalista o economía-mundo se fue organizando jerárquicamente según el siguiente diseño: 1) un centro constituido por países económica y políticamente desarrollados; 2) una amplia periferia conformada por países subordinados y explotados que proveen al centro mano de obra barata, acceso a recursos importantes y materia prima para la exportación; 3) una semiperiferia o zona intermediaria más integrada al centro, constituida por países a la vez explotados y explotadores de la periferia. Esta teoría es también evolucionista en el sentido de que especifica la tendencia direccional de largo plazo en la historia del sistema-mundo. Esta tendencia apunta, según el autor, a la profundización y expansión siempre creciente del desarrollo capitalista, como expresión de la lógica mercantilista —basada en el valor de cambio— en toda la economía, y aun en las demás esferas de la vida social. Pero como todo ciclo de larga duración, también el sistema-mundo capitalista llegará un día a su fin para dar paso a un nuevo sistema-mundo dominado por el sistema socialista.3 Dos seguidores de esta corriente, Chase-Dunn y Hall (1991), han tratado de fundamentar históricamente el sesgo evolucionista de la teoría de Wallerstein, afirmando que por milenios se han sucedido varios tipos de sistemas-mundo en la historia de la humanidad, entre los cuales se pueden destacar tres tipos principales: sistemas-mundo de base étnica (fundados en el parentesco), sistemas-mundo tributarios y el sistema-mundo moderno. Los autores explican la transición de un tipo a otro en términos culturales y materialistas. Su modelo puede esquematizarse aproximadamente del siguiente modo: emigración à circunscripción territorial à conflicto, formación de una jerarquía e intensificación del proceso. 2 Los precursores fueron, entre otros, S.N. Eisenstadt (1963) y Barrington Moore (1966). 3 Se encontrará una excelente y amplia introducción a la macrosociología de Wallerstein, en Aguirre, 2003. Líneas de investigación y debate contemporáneo A partir de las dos últimas décadas, el cambio global ha sido interpretado y procesado en forma generalizada a través de un nuevo concepto: la globalización. Este nuevo término ha ido cobrando popularidad creciente no sólo en el ámbito académico, sino también en el político, en los medios masivos de comunicación y en el mundo de los negocios y la publicidad. En la literatura académica, la globalización suele asociarse a la idea de interconexión e interdependencia crecientes, cada vez más amplias y densas, entre países, regiones e instituciones estatales y no estatales a escala mundial. “Vivimos en una sociedad de redes”, ha dicho Manuel Castells (1999, vol. I, passim). Ya que se trata de un concepto controvertido —como veremos más adelante—, ofrecemos aquí una definición operacional, de carácter más bien descriptivo, inspirada en autores como Held (1999; 2000) y Scholte (2005). En esta perspectiva, la globalización podría definirse como ‘un conjunto de procesos que conducen a la extensión, intensificación e interpenetración crecientes de las relaciones económicas, políticas y culturales —en forma de redes de interacción, interconexión e integración— por encima de las fronteras Cambio global 73 c nacionales, regionales y continentales’. Este carácter transfronterizo, transnacional y transregional de la globalización suele caracterizarse también como desterritorialización o supraterritorialidad. Así, en una definición completamente homologable a la precedente, Scholte entiende por globalización “el proceso de desterritorialización de sectores muy importantes de las relaciones sociales” a escala mundial o, lo que es lo mismo, “la multiplicación e intensificación de relaciones supraterritoriales” (2005: 46), es decir, de flujos, redes y transacciones que desbordan los constreñimientos territoriales y la localización en espacios delimitados por fronteras. La globalización implica, por lo tanto, la reconfiguración del espacio y el fin del “territorialismo” entendido como un “espacio macrosocial totalmente organizado en términos de unidades tales como distritos, poblados, provincias, naciones y regiones” (47). La condición de posibilidad de la globalización así entendida ha sido la formación de una infraestructura global constituida principalmente por las nuevas tecnologías de comunicación e información de alta velocidad —telecomunicaciones electrónicas, internet, sistema satelital, cable, etcétera— que permiten la operación de las redes globalizadas en la simultaneidad del tiempo real, mediante la supresión o la reducción radical de las distancias. Es lo que suele llamarse “compresión del tiempo y del espacio” (Harvey, 1990), que se usa para designar dos conceptos: 1) la aceleración de los ritmos de vida ocasionada por las nuevas tecnologías como las telecomunicaciones y los transportes aéreos continentales e intercontinentales, los cuales han modificado la topología de la comunicación humana; 2) la alteración que todo esto ha acarreado a nuestra percepción del tiempo y del espacio (Thrift, 2000: 21). El resultado de este fenómeno ha sido la polarización entre un mundo acelerado, el mundo de los sistemas flexibles de producción y de refinadas pautas de consumo, y el mundo lento de las comarcas rurales aisladas, de las regiones manufactureras en declinación, y de los barrios suburbanos social y económicamente desfavorecidos. Así entendida, la globalización es pluridimensional, y no sólo económica, aunque muchos admiten que la dimensión económico-financiera es el motor real del proceso en su conjunto (Mattelart, 2000: 76). Hemos de distinguir, entonces, por lo menos tres dimensiones principales: la económica, la política y la cultural (Waters, 1995). La globalización económica se vincula con la expansión de los espacios financieros mundiales y de las zonas de libre comercio, con el intercambio global de bienes y servicios, así como también con el rápido crecimiento y expansión de las corporaciones multinacionales o transnacionales. La integración económica global —cuestionada por algunos historiadores de la economía como Hirst y Thompson, (1999)— se vuelve particularmente visible en la red mundial de los llamados servicios avanzados a la producción (producer services), que ha sido estudiada, mapeada e incluso medida recientemente por algunos equipos de investigadores (Taylor, c 74 Cambio global 2004). Según Saskia Sassen, estos servicios —que no debe confundirse con los servicios al consumo— constituyen el sector líder de la economía mundial. Se trata de servicios altamente especializados, administrados por compañías presentes a través de sus filiales en todas las ciudades llamadas “mundiales”, y que son subcontratadas por las corporaciones transnacionales, por ejemplo: servicios de contaduría, de publicidad, de asistencia legal, de seguro, de consultoría administrativa, etcétera, pero sobre todo servicios bancarios y financieros. Cabe destacar particularmente este último sector de servicios, ya que en su ámbito se ha formado una especie de “economía electrónica” por la que los bancos, las corporaciones, los administradores de fondos y los inversionistas individuales pueden desplazar enormes sumas de dinero de un continente a otro con un click de ratón de una computadora. A este respecto, Saskia Sassen (2007: 92) ha hablado de una “financialización” de la economía, es decir, del peso creciente de los criterios financieros en las transacciones económicas. La globalización política se relaciona con el relativo desbordamiento del Estado-nación por organizaciones supranacionales como las Naciones Unidas, las organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales (ong), el Fondo Monetario Internacional (fmi), la Organización Mundial de la Salud (oms), etcétera, a los que deben añadirse las numerosas reuniones anuales de funcionarios de alto nivel en forma de “cumbres” y de congresos. La interacción compleja entre estas instituciones supraestatales ha dado lugar a lo que se llama gobernanza global, que se refiere a procesos de coordinación política entre gobiernos, agencias intergubernamentales y agencias transnacionales (públicas o privadas) para tomar decisiones de alcance mundial. Lo que tenemos de nuevo en este nivel de la globalización es una notable institucionalización de redes intergubernamentales y transnacionales de interacción política que se expresa, entre otras cosas, a través de la multiplicación de organizaciones formales, como la onu y Greenpeace, por ejemplo, y otras más informales, como los contactos regulares entre funcionarios de los bancos centrales de los países más poderosos del planeta o los carteles transnacionales de tráfico de drogas. Hemos pasado entonces, según McGrew (2000: 132), de un sistema “westfaliano” de Estados a una notable internacionalización de los Estados y a la transnacionalización de la política. Lo anterior no significa, según el mismo autor, el fin de la autonomía y de la soberanía del Estado-nación, sino sólo su reconfiguración y redefinición, en la medida en que en el futuro se hallarán imbricadas cada vez más en un sistema multi-estratificado de gobernancia global (142). La globalización cultural suele entenderse, en primera instancia, como la difusión a escala mundial de un conjunto de productos culturales que circulan a través de las redes electrónicas de comunicación y que son producidos, manufacturados y distribuidos por un puñado de corporaciones mediáticas radicadas habitualmente en los Estados Unidos, Europa y Japón. Es lo que en los años 1960 se llamaba “cultura de masa” y actualmente “culturas populares”, no en su acepción clasista, sino en razón de la amplitud de su audiencia. Cabe aquí toda la gama de los productos llamados recorded culture por algunos sociólogos norteamericanos (Crane, 1992), es decir, la “cultura grabada” y por eso mismo reproducible, exportable y archivada en periódicos, libros, magazines, discos, películas, videos y otros medios electrónicos. Desde el punto de vista que nos ocupa, estos productos culturales han entrado de lleno en la dinámica de la globalización, desde el momento en que responden cabalmente al criterio de la supraterritorialidad. En efecto, escapan a la lógica de la distancia y de las fronteras territoriales, y exhiben, en su mayor parte, las características de la instantaneidad en tiempo real. Esta manera de concebir la “cultura globalizada” ha derivado, por un lado, en el tema de la “aldea global” (McLuhan) que hace posible la comunicación instantánea y sin barreras entre todos los habitantes del planeta, y por otro, en el del “imperialismo cultural”, que subraya la tendencia a la homogeneización de la cultura a escala mundial en detrimento de las culturas particulares y en beneficio de los Estados Unidos y de las naciones occidentales. Los temas de la “americanización” y de la “macdonaldización” del mundo son derivaciones de la tesis anterior. Pero este enfoque excesivamente mediático de la cultura, que parece responder a la óptica de los comunicólogos, ignora la persistencia de las culturas particulares —que, según algunos sociólogos, representan todavía la cultura de las nueve décimas partes de la humanidad—, minimiza su capacidad de resistencia y deja en la sombra sus múltiples formas de interacción con las industrias culturales —coexistencia pacífica, conflicto, resistencia, compromiso, interpenetración, etcétera— (Giménez, 2007: 245 ss.). Más aún, en virtud de una especie de etnocentrismo urbano-mediático, tiende a confundir toda la cultura con una sola de sus especies: la que circula a través de los medios masivos de comunicación. El panorama de la cultura en tiempos de globalización es mucho más complejo. Lo que se puede afirmar con toda certeza es que la globalización —montada como está en las nuevas tecnologías de información y comunicación— ha provocado en primera instancia la copresencia de todas las culturas (incluidas, por supuesto, las particulares), pero no de manera estática y pasiva, sino en interacción permanente las unas con las otras (tesis del interculturalismo). Esta interacción, a su vez, ha provocado fenómenos contradictorios y complejos como, por ejemplo, homogeneización tendencial, pero también resistencia y polarización entre mundos culturales diferentes (Barber, 1995; Huntington, 1996); hibridización cultural (global mélange) (Pieterse, 2004), pero también demarcación fundamentalista en defensa de supuestas purezas prístinas o de supuestas identidades amenazadas; adicción generalizada a la cultura consumista mass-mediada, pero también recepción diferenciada y resignificada de ésta en contextos culturales locales (Thompson, 1995: 173 ss.); actitudes cosmopolitas o “ecuménicas” frente a la pluralidad cultural (multiculturalismo), pero también resurgencia de neolocalismos y de nacionalismos inveterados. En resumen, homogeneización tendencial, polarización, recepción diferenciada de productos culturales masivos, hibridación intercultural: tal es el léxico básico que nos ayuda a descifrar el panorama complejo de la cultura en tiempos de globalización. Un aspecto fundamental de la globalización es lo que Saskia Sassen llama “subversión de las jerarquías escalares” (2007: 14). Esto significa que ya resulta insostenible la jerarquía: local/nacional/global, implícitamente centrada en el primado del Estado-nación, porque la globalización es un fenómeno multiescalar en la medida en que se halla incrustada a la vez en lo local (“glocalización”) y en lo nacional-estatal. En efecto, por un lado, lo global se encarna en lo local, puesto que las localidades pueden insertarse directamente en redes transnacionales o supraterritoriales, sin pasar por la mediación o la jurisdicción nacional, como es el caso de las “ciudades mundiales”, y por otro, porque en lo global habita también parcialmente lo nacional, en la medida en que ciertos territorios e instituciones tradicionalmente considerados como “nacionales” participan también bajo algún aspecto en la agenda de la globalización. Según Saskia Sassen, este fenómeno implica la “desnacionalización parcial” de algunos componentes de lo nacional (los bancos centrales, por ejemplo), como resultado de la interacción entre lo nacional y lo global (2007: 51). En la escala global subnacional, se destacan particularmente las llamadas “ciudades mundiales”, nudos estratégicos de las redes financieras globales y de las que tienen que ver con los “servicios avanzados” a la producción (producer services). Las ciudades mundiales o globales4 no se definen como tales por sus atributos particulares, como su historia, su tamaño o su población, sino por su interconexión con otras ciudades, y forman en conjunto una tupida red metropolitana de cobertura global. Esta red opera —sobre todo en el ámbito económico-financiero— por encima de las fronteras y de las jurisdicciones nacionales (Friedman, 1986; Sassen, 2001; Johnston et al., 2000; Abrahamson, 2004; Taylor, 2004). Estas ciudades son centros donde se aglomeran las mayores compañías de servicios avanzados a la producción (bancos, bufetes de abogados, compañías de seguro, empresas de publicidad, etcétera), juntamente con la corporaciones transnacionales más importantes a las que prestan apoyo, así como las organizaciones internacionales de envergadura mundial, las organizaciones mediáticas más poderosas e influyentes, los servicios internacionales de información y las industrias culturales. Peter Taylor (2004) y su grupo (gawc) 4 Saskia Sassen explica que prefiere hablar de global cities y no de world cities, porque estas últimas pueden referirse también a ciudades históricamente importantes, como las capitales de los antiguos imperios, que en nuestros días pueden no formar parte de la red de ciudades globales (2007: 24). Cambio global 75 c clasifican y jerarquizan las ciudades mundiales según su grado de conectividad, tomando como patrón de medida la conectividad de Londres, la ciudad más conectada del mundo. Según las primeras clasificaciones del gawc, en América Latina ninguna de las ciudades consideradas mundiales alcanza la categoría α, que es la más alta; y sólo la Ciudad de México y São Paulo alcanzan la categoría β. Por lo demás, del examen de éstas y otras formas de clasificación de las ciudades mundiales, se desprende claramente el predominio de la región Nord-atlántica como centro de gravedad de la economía mundial. Para concluir, cabe señalar todavía dos características fundamentales de la globalización, que podemos sintetizar en estas dos proposiciones: 1) la globalización tiene historia; 2) la globalización es un proceso desigual y polarizado que genera ganadores y perdedores. La globalización no constituye un fenómeno dramáticamente nuevo, como creen los globalistas radicales, sino en todo caso la aceleración de tendencias preexistentes en fases anteriores del desarrollo histórico mundial. Como señala Jhonston et al., “[…] la globalización es más bien una continuación antes que una novedad, más bien algo que tiene que ver con una ampliación de escala, antes que una nueva y específica forma de globalidad” (2000: 8). Esto significa que la globalización tiene una historia y se ha realizado por ciclos, como ya lo habían anticipado los analistas de los sistemas-mundo, como Wallerstein. Historiadores de la economía como Hirst y Thompson (1999) han señalado incluso que en la belle époque, es decir, en el ciclo que va de 1870 a 1914, la economía mundial estaba más integrada todavía, bajo ciertos aspectos, que en la actualidad. Según una expresión pintoresca de estos autores, los cables submarinos eran en esa época “la Internet de la Reina Victoria”. Esta tesis, que relativiza drásticamente la novedad de la globalización, ha acabado por ser aceptada incluso por los analistas del Banco Mundial, quienes hablan ahora de las “oleadas sucesivas de globalización” (Collier y Dollar, 2002: 23 ss.). Una característica central de la globalización es su carácter polarizado y desigual; la consideración de esta característica es fundamental para cualquier acercamiento crítico al fenómeno que nos ocupa. En efecto, no todos estamos conectados por internet, ni somos pasajeros frecuentes de las grandes líneas aéreas intercontinentales. El mundo de la inmensa mayoría sigue siendo el mundo lento de los todavía territorializados; no el mundo hiperactivo y acelerado de los ejecutivos de negocios, de los funcionarios internacionales o de la “nueva clase internacional de productores de servicios” de la que habla Leslie Sklair (1991). Lo que vemos es que sólo un pequeño porcentaje de la población mundial forma parte de la network society de Castells (1999). Para comprobarlo, basta mencionar un indicador estratégico: la “brecha digital” entre países, grupos étnicos y géneros. En efecto, según una encuesta de la nua Internet Surveys, en 2002 sólo el 10% de la población mundial te- c 76 Cambio global nía acceso a internet. Y mientras los europeos cuentan con el 32% del total de usuarios en el mundo, América Latina sólo cuenta con el 6%, y el Medio Oriente juntamente con África, sólo con el 2%.5 Más aún, según un reporte de Zillah Einsenstein, “aproximadamente el 80% de la población mundial carece todavía de acceso a la telecomunicación básica […]. Hay más líneas telefónicas en Manhattan que en toda África subsahariana…” (2000: 212). Pero además “sólo alrededor del 40% de la población mundial tiene acceso a la electricidad” (212). En cuanto a la “brecha económica”, un autor la sintetiza lapidariamente así: 1.3 billones de personas, es decir, el 22% de la población mundial, viven por debajo de la línea de pobreza […]. Y como consecuencia de tan severa pobreza, 841 millones de personas (14%) se encuentran hoy subalimentadas; 880 millones (15%) no tienen acceso a los servicios de salud; un billón (17%) carece de vivienda adecuada; 1.3. billones (22%) carecen de agua potable; dos billones (33%) carecen de electricidad; y 2.6 billones (43%) carecen de instalaciones sanitarias en sus hogares (Pogge, en Held, 2000: 164). Entre nosotros, Manuel Garretón ha señalado con especial hincapié no solamente el carácter desigual de la globalización, sino también su dinámica excluyente: La exclusión fue un principio constitutivo de identidades y de actores sociales en la sociedad clásica latinoamericana, en la medida en que fue asociada a formas de explotación y dominación. El actual modelo socioeconómico de desarrollo, a base de fuerzas transnacionales que operan en mercados globalizados, aunque fragmentarios, redefine las formas de exclusión, sin eliminar las antiguas: hoy día la exclusión es estar al margen, sobrar, como ocurre a nivel internacional con vastos países que, más que ser explotados, parecen estar de más para el resto de la comunidad mundial (Garretón, 1999: 10). El concepto de globalización ha sido objeto de un intenso debate en el campo de las ciencias sociales en las dos últimas décadas. Los protagonistas de este debate suelen distribuirse en tres categorías: globalistas, tradicionalistas y transformacionalistas (Held, 2005: 22 ss.; Scholte, 2005: 17 ss.; Giddens, 2001: 58 ss.).6 Los globalistas interpretan el cambio global de nuestro tiempo en términos de una mutación radical y dramática. La globalización sería un fenómeno real y tangible cuyos impactos se dejan sentir en todos los rincones del mundo. Las 5Véase, nua Internet Surveys, “How Many Online?”. 6 En lo que sigue glosamos libremente la exposición de Held en el lugar citado. interconexiones globales habrían vuelto irrelevantes las fronteras nacionales, y las culturas, las economías y las políticas nacionales habrían sido subsumidas en las redes de los flujos globales de bienes, capitales y servicios. En consecuencia, las diferencias nacionales y la soberanía de los Estados se habrían eclipsado irremediablemente para dar lugar a una economía globalmente integrada y a una cultura globalmente homogénea. De este modo, habría surgido un nuevo orden global cuyas reglas determinan lo que los países, las organizaciones y la gente pueden hacer. Según esta perspectiva, la globalización constituye un proceso inevitable, frente al cual todo intento de resistencia está condenado al fracaso. Held introduce todavía una distinción entre globalistas positivos, que enfatizan los beneficios de la globalización así entendida —mejora del nivel y de la calidad de vida, mayor libertad de elección en el consumo, mayor facilidad de comunicación y, por lo tanto, mayor posibilidad de entendimiento entre los pueblos, etcétera—, y globalistas pesimistas que, en contraste, enfatizan la dominación de los países del Norte que son capaces de imponer su agenda al resto del mundo, así como el lamentable debilitamiento de la soberanía y de las identidades nacionales. En el polo opuesto, los tradicionalistas afirman que la globalización es “el gran mito de nuestro tiempo”, ya que no existe evidencia alguna de que se haya producido un cambio sistémico en las relaciones sociales a nivel global. Lo que estamos presenciando sería una simple continuación y progresión de tendencias y vínculos internacionales ya observados desde el siglo pasado en el campo económico, político y cultural. Más aún, la economía mundial habría estado más integrada todavía hacia fines del siglo xix que en la actualidad. Además, hoy en día las relaciones económicas y políticas se desarrollan más bien a escala regional y no global, como lo comprueba el caso de la Unión Europea (tesis de la “triadización” EE.UU., Europa, Japón). En consecuencia, el Estado-nación estaría lejos de haber perdido su autonomía y su soberanía para maniobrar a favor de sus intereses y prioridades económicas. Los transformacionalistas, por su parte, asumen una posición intermedia en este debate, e interpretan el cambio global de nuestro tiempo en términos de transformación, en el sentido definido más arriba, y no de mutación sistémica. De acuerdo con esta posición, la globalización representa un cambio real y significativo, pero sin la exageración hiperbólica de los globalistas ni el escepticismo injustificado de los tradicionalistas. No se puede subestimar las consecuencias de las interacciones globales contemporáneas, que son complejas, diversificadas e imprevisibles, pero tampoco se puede admitir que el curso de la globalización, tal como la conocemos hoy, sea inevitable, irreversible e irresistible. El Estado-nación sigue siendo fuerte —si no es que más fuerte que nunca—, y conserva todavía en gran parte su autonomía y considerables márgenes de acción, pero es verdad que esa autonomía ha sido acotada por formas de poderes transnacionales que no son únicamente los que reflejan los intereses de las grandes corporaciones, ni la necesidad imperiosa de competir en los mercados globales. Dichos poderes resultan más bien de un conjunto complejo de interconexiones a través de las cuales el poder se ejerce, en su mayor parte, de modo indirecto. Para corregir las formas indeseables del ejercicio de tales poderes, los transformacionalistas postulan una mayor democratización de las instituciones globales y un sistema también más democrático de gobernancia global. Si bien ha sido aceptada por la mayor parte de los analistas la definición de la globalización en términos de interconexiones e interdependencias crecientes a escala global, se le ha reprochado muchas veces su carácter extremadamente general y abstracto, hasta el punto de que, en opinión de algunos autores, no nos dice nada radicalmente nuevo en relación con lo que ya sabíamos —desde el Manifiesto de Karl Marx— sobre la dinámica inconteniblemente expansiva y transnacional del desarrollo capitalista (Alasuutari, 2000: 259-260). Se le ha reprochado también el haber dejado en la sombra los fenómenos de localización de los procesos globales, al enfatizar sólo la creciente interdependencia y la formación de instituciones globales (Sassen, 2007: 3). Se requiere, por lo tanto, mayor investigación empírica sobre las modalidades concretas de inserción de los procesos globales en los espacios locales y en los flancos de las instituciones nacionales (tesis sasseniana de la “desnacionalización” parcial).7 Por lo demás, importa tener siempre presente que la definición citada sólo describe y compendia —bajo la etiqueta del término-ómnibus globalización— dinámicas y tendencias reales, pero a la vez diversas y heterogéneas, no necesariamente conectadas entre sí, las cuales difícilmente pueden reducirse a un denominador común. Esto quiere decir que hay que descartar por completo la idea de que la globalización implica una dinámica única, homogénea y lineal, capaz de explicar todos los cambios que se producen o se han producido en diversas partes del mundo. Por lo que toca al debate entre globalistas, tradicionalistas y transformacionalistas, ha sido y sigue siendo extremadamente útil al conformarse como un amplio foro para intercambiar puntos de vista sobre los grandes cambios de nuestro tiempo por encima de las fronteras geográficas y disciplinarias. Ha servido, además, para renovar las ciencias sociales, elevando la escala de su objeto más allá de los espacios nacionales. En efecto, la discusión sobre globalización cuestiona implícita o explícitamente dos presupuestos de la sociología clásica: 1) el Estado-nación como contenedor exclusivo de los procesos sociales; 2) todo lo que está dentro del territorio nacional es nacional. Por el contrario, para la mayor parte de los analistas, los procesos atribuidos a la 7 Vale la pena notar que los teóricos latinoamericanos de la globalización, como Octavio Ianni (1996) y Renato Ortiz (1997), tuvieron muy presente la concreción local de los fenómenos globales. Para Ortiz, por ejemplo, la dimensión de la mundialización es un “proceso que atraviesa los planos nacionales y locales, cruzando historias diferenciadas” (57-58). Cambio global 77 c globalización trascienden el marco nacional y en parte se incrustan en los territorios y en las instituciones nacionales. El debate en cuestión no debería conducirnos a tomar partido por una de las posiciones con exclusión total de las otras, como si se tratara de facciones políticas irreconciliables. La actitud más sensata es ponderar y tomar en serio los argumentos esgrimidos por cada una de ellas, evaluando su capacidad heurística, su coherencia lógica y su adecuación empírica. Y esto por dos razones: 1) porque cada una de las posiciones nos ofrece algo que aprender y puede ayudarnos a iluminar diferentes aspectos del problema de cómo entender las transformaciones globales en curso, y 2) porque las tres posiciones referidas no son necesariamente contradictorias entre sí, ya que a pesar de sus notorias diferencias, podrían ser parcialmente complementarias. En efecto, todas comparten en el fondo un presupuesto común que Held explicita del siguiente modo: [...] la existencia de un cambio significativo en las relaciones entre las comunidades políticas. A saber, que se ha ampliado considerablemente la interconexión entre Estados y regiones, aunque con desiguales consecuencias para diferentes países y localidades; que han surgido problemas transnacionales y transfronterizos, como los relacionados con la regulación del comercio y de los flujos financieros, que se han vuelto cada vez más apremiantes en el mundo entero; que ha crecido exponencialmente el número y el papel de las organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales, así como de los movimientos sociales en los asuntos regionales y globales; que los mecanismos políticos e institucionales existentes, anclados en los Estados naciones, se han vuelto insuficientes para afrontar aisladamente los apremiantes desafíos de los problemas globales y regionales como son los que se centran, por ejemplo, en la pobreza y en la justicia social (2000: 176-177). Según el mismo autor, las diferencias provendrían de las diversas interpretaciones de estos hechos, así como de las apreciaciones divergentes de sus implicaciones sociales y políticas de fondo. Debido a la complejidad y a la pluridimensionalidad de su contenido, el concepto de globalización ha abierto innumerables avenidas para la investigación, dentro de un marco obligadamente interdisciplinario o, mejor, transdisciplinario. La línea de investigación más prometedora y más desarrollada en los últimos años ha sido, sin duda alguna, el estudio de la red de ciudades mundiales. A este respecto, ha sido determinante la contribución de Peter J. Taylor (2004) y su grupo de investigación (gawc)8 en el Departamento de 8 Globalization and World Cities Research Group and Network. Se trata de un grupo de investigación local, pero también de un centro virtual (www.lboro.ac.uk/gawc) que concentra y c 78 Cambio global Geografía de la Universidad de Loughborough, Reino Unido, en la medida en que fueron los primeros en dar un amplio sustento empírico a las hipótesis iniciales de John Friedman (1986), posteriormente desarrolladas por Manuel Castells (1999) y Saskia Sassen (2001). En efecto, Taylor y su grupo se adjudicaron tres logros estratégicos: 1) la primera recopilación masiva de datos empíricos relacionales9 para documentar la conexión reticular entre ciudades; 2) la elaboración de un ingenioso dispositivo estadístico-factorial para medir el grado de conexión entre éstas; 3) el diseño de los primeros cartogramas de la interconexión global que ilustran la “nueva geografía” de la globalización. En México, esta línea de investigación, que ha revolucionado los estudios urbanos, ha tenido poco eco. Pero cabe señalar dos excepciones importantes: 1) los estudios seminales del austríaco Cristof Parnreiter (1998; 2002) —exalumno del urbanista Sergio Tamayo en la uam-Iztapalapa y de Saskia Sassen en la Universidad de Chicago— sobre la Ciudad de México como ciudad mundial; 2) el reciente trabajo de Margarita Pérez Negrete (2008) sobre el mismo tema, pero desde una perspectiva más latinoamericana y, sorprendentemente, no en el marco de la teoría de la globalización, sino en el del sistema-mundo de Wallerstein. Hay que señalar que esta línea de investigación puede desdoblarse, a su vez, en múltiples sublíneas que permiten estudiar bajo otra luz, por ejemplo, fenómenos como la polarización urbana, la informalidad y el multiculturalismo urbano. Se pueden señalar todavía otras muchas líneas de investigación en curso, siguiendo las diferentes dimensiones de la globalización. Por ejemplo, en la dimensión cultural, una de las agendas de investigación más interesantes es el estudio de las diferentes modalidades de interacción entre los flujos culturales mediáticos y las culturas particulares (Lull, 2006: 44-58). En la dimensión política, una agenda de investigación muy interesante es la referida al estudio de la “gobernanza global”, o de la “transnacionalización de la política”, en expresión de Antony McGrew (2000), y su impacto sobre la autonomía y la soberanía de los Estados —tesis de la “era de gobernanza post-soberana” (Scholte, 1997: 72)—. En la dimensión económica, muchos autores coinciden en la necesidad de una mayor investigación empírica sobre los cambios en la naturaleza y forma de los mercados financieros globales —tesis de la “financialización” de la economía—, como contrapeso al pesimismo de los historiadores de la economía, como Hirst y Thompson (1999), sobre la realidad y coordina la interacción entre investigadores comprometidos en esta línea de investigación en el mundo entero. En tanto centro virtual, el gawc ofrece una página electrónica de fácil acceso: gawc Research Bulletins. 9 Como observa Taylor, existe abundante información sobre las relaciones entre el Reino Unido y Francia, pero muy poca información sobre las relaciones entre Londres y París. la novedad de una “economía global más integrada” desde el punto de vista de la producción y del comercio. En esta misma dimensión, existe ya una abundante literatura sobre los cambios inducidos por la globalización en el mundo del trabajo. Los temas del “pos-fordismo” y de la “japonización”, juntamente con los de la “flexibilización” y “precarización” del trabajo, han sido abordados frecuentemente por los economistas que analizan los mercados del trabajo (Cohen y Kennedy, 2000: 60-77). En fin, en el plano de lo que hemos llamado infraestructura global, se han multiplicado en nuestros días las investigaciones sobre las nuevas tecnologías de información y comunicación (Freedman, 2006: 275), y muy particularmente de internet, que ha generado espacios digitales de acceso público y de acceso privado, vinculados estos últimos con usos financieros y transnacionales. Se puede hablar ya de una incipiente “sociología de los espacios digitales globales” (Sassen, 2007: 232). Por último, queremos destacar por su particular relevancia la agenda de investigación propuesta por Saskia Sassen a la sociología en su reciente libro A Sociology of Globalization (2007). Partiendo de la tesis de que lo global —trátese de una institución, de un proceso, de una práctica discursiva o de un imaginario— simultáneamente trasciende el marco exclusivo de los Estados naciones y en parte se incrusta en los territorios e instituciones nacionales, Sassen propone estudiar los fenómenos globales localizados dentro de los Estados nacionales con los métodos tradicionales de la sociología. De aquí derivan las siguientes líneas posibles de investigación: 1) 2) 3) 4) El estudio de la “incipiente desnacionalización de componentes específicos de las instituciones nacionales” que participan cada vez más en la agenda de la globalización, como los bancos centrales (cada vez menos dependientes de las autoridades estatales y más volcados a los mercados del capital global) y los ministerios de finanzas (como la Secretaría de Hacienda, en México) (36, 51). El presupuesto subyacente es el papel y la participación creciente del Estado en el desarrollo de una economía global y, en menor medida, de otras formas de globalización (48). El estudio de las ciudades mundiales (línea de investigación examinada más arriba). El estudio de las migraciones internacionales, en la medida en que éstas —bajo algunos aspectos— dependen parcialmente de procesos globales. En este rubro, Saskia Sassen propone superar la explicación tradicional de las migraciones en términos de “factores de expulsión y de atracción” (130 ss.). El estudio de las nuevas clases globales emergentes, que incluye no sólo a la nueva élite de los altos ejecutivos y de los profesionales transnacionales, sino también a la nueva clase que surge de la proliferación de redes transnacionales de funcionarios 5) 6) gubernamentales (redes de expertos, de autoridades judiciales, de funcionarios de inmigración, de oficiales de policía, etcétera) y a la clase emergente de trabajadores y activistas de escasos recursos, desfavorecidos por el sistema, en la que se incluyen también sectores claves de la sociedad civil global, redes diaspóricas y comunidades transnacionales de inmigrantes (164 ss.). El estudio de los actores locales (no estatales), individuales y colectivos, que participan activamente en los foros de política global valiéndose de las nuevas tecnologías de información y comunicación, como internet (activismo electrónico). Aquí se incluye los movimientos ecologistas, los altermundistas, el movimiento zapatista y las numerosas organizaciones no gubernamentales (ong). El estudio de las redes digitales, particularmente de las que dan soporte a lo que Saskia Sassen llama “subeconomía interconectada” (networked subeconomy), en buena parte digitalizada y ampliamente orientada a los mercados globales, que opera desde diferentes partes del mundo (226 ss.). Como puede apreciarse, la simple enumeración de los puntos incluidos en esta amplia agenda de investigación propuesta por Saskia Sassen manifiesta la profunda renovación que la problemática de la globalización ha provocado no sólo en el campo de la sociología, sino también en el de las ciencias sociales consideradas en su conjunto. Bibliografía Abrahamson, Mark (2004), Global Cities, New York, Oxford: Oxford University Press. Aguirre Rojas, Carlos Antonio (2003), Immanuel Wallerstein. Crítica del sistema capitalista, México: Era. 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Distinguió entre los cambios que conciernen al régimen al desplazar una forma por otra —el cambio de una democracia por una oligarquía, por ejemplo—, el que sucede cuando la forma política es la misma y sólo se le agregan funciones, y cuando sólo cambia alguna parte del régimen, como una magistratura. Estas consideraciones están magistralmente expuestas en su famosa teoría de las revoluciones, en el libro V de la Política.1 1 De frente a la pregunta de cuáles son los modos de destrucción y cuáles los medios de conservación de los regímenes, y sobre las causas naturales que originan estos cambios, Aristóteles responde que la “causa de que existan varios regímenes es que toda ciudad tiene un número grande de partes” y que a veces Más allá de las diferencias epocales que median entre las consideraciones del estagirita y los problemas y complejidad del cambio político en las sociedades en que estamos insertos hoy en día, entre gobiernos de los hombres y gobiernos de las leyes, lo cierto es que desde la Antigüedad las ciencias de la sociedad se han entregado a la tarea de teorizar sobre el cambio en general y sobre el cambio político en particular. Este concepto se aborda desde la distinción cambio/estabilidad. El énfasis que los estudiosos le han puesto a uno de los dos lados de tal distinción da paso a la construcción de una propuesta teórica sobre la estabilidad, por un lado, y sobre el cambio, por otro. El cambio político implica una variación en la forma del sistema político, ya sea que se conciba de manera más omniabarcadora, desde una perspectiva sistémica o estructural, o focalizada a cambios institucionales, estructurales o conductuales específicos. En la construcción de los argumentos sobre estas consideraciones, están presentes las distintas interpretaciones y enfoques sobre el cambio político. Ello, posiblemente, da cuenta de la dificultad para encontrar en la ciencia política o en sociología política una teoría general del cambio político. De entrada, existen dos grandes perspectivas sobre el cambio: una gradualista y otra radical o revolucionaria. Este trabajo versará sobre una noción de cambio político de tipo gradualista. Gradualismo no es inmovilismo. Los recientes desarrollos del concepto en cuestión han manifestado que se trata de un gran dinamismo y de convergencias temáticas. Leonardo Morlino ha realizado un esfuerzo de teorización relevante en esta materia; define cambio político como “cualquier transformación que acontezca en el sistema político y/o en sus componentes” (comunidad política —ideologías y creencias, partidos, sindicatos, corporaciones y élites políticas—, régimen político —instituciones y autoridades políticas, normas, ideologías y valores— y autoridad). El cambio, agrega, se deduce de la comparación entre un estado precedente y otro sucesivo del sistema o de sus partes (1985: 47). En su propia tipología, los cambios pueden ser continuos o discontinuos. Para ello hay un umbral de transformación mediante el cual un cambio continuo se convierte en discontinuo, y uno pacífico, en violento. Historia, teoría y crítica Posterior a la Segunda Guerra Mundial, la ciencia política norteamericana destinó sus esfuerzos intelectuales al estudio sobre el desarrollo y cambio político en el contexto de la emergencia de Estados soberanos que exigían respuestas ante problemas sociales tan diversos, además de enfrentar a la forma de organización política que les cohesionaría como participan en el gobierno todos y en otras, menos (Aristóteles, 2000: 180). Cambio político 81 c Estados propiamente dichos. La mayoría de los países en procesos de descolonización adoptaron como sistema de gobierno la democracia liberal en un entorno de conflictividad social y económica. En este marco, se exigía encontrar herramientas que coadyuvaran a minar los factores de desestabilización. En palabras de Gabriel Almond, la academia de esos años enfrentaba “el reto de predecir en qué forma aquellas nuevas naciones en vías de desarrollo accederían a la modernidad” (Almond, 1999: 299). En este sentido, emerge una serie de teorías cuya focalización es la promoción de políticas de modernización en sociedades tradicionales —del “Tercer Mundo”— y de la democracia como su forma de organización política. En 1954, se crea el Social Science Research Council’s Committee on Comparative Politics bajo el liderazgo de Gabriel Almond, cuyo objetivo era promover investigaciones comparadas sobre países occidentales y países en vías de desarrollo. En este marco, se publicó una serie de trabajos ya clásicos, como el estudio de Gabriel Almond y Sidney Verba, The Civic Culture, The Political Man, de Seymour M. Lipset o Political Order in Changing Societies, de Samuel Huntington (Martí I Puig, 2001: 102). En opinión del propio iniciador de esta serie de trabajos, la iniciativa “nació de la convicción de que el desarrollo en el Tercer Mundo exigía no solamente una miscelánea de políticas económicas, sino también instituciones políticas capaces de movilizar y actualizar recursos materiales y humanos” (Almond, 1999: 301). La teoría de la modernización sostiene que, apenas una sociedad alcanza un cierto nivel de desarrollo, están garantizadas las condiciones para promover la democracia y garantizar su estabilidad y permanencia; los niveles más altos de educación, alfabetización y urbanización se hallan relacionados con el desarrollo económico, lo cual beneficia las prácticas democráticas. Almond toma para su análisis el concepto de sistema político formulado por David Easton y considera que los conceptos de sistema y función interactúan, por lo que le permiten plantear una teoría del desarrollo político como teoría empírica; toma variables como los patrones de socialización, cambio en la contratación en los cargos políticos, en el funcionamiento de los grupos de interés, los partidos políticos y los medios de comunicación. Desde su perspectiva, una teoría del desarrollo político o de la modernización política debe también dar cuenta de los procesos mediante los cuales los líderes toman decisiones y resuelven problemas. Para su estudio, considera las condiciones ambientales que limitan las opciones disponibles (1969: 455). Por su parte, David E. Apter ha afirmado que la mejor prueba para un sistema político es su capacidad de fomentar el desarrollo económico (Pasquino, 1970: 297). Seymour Martín Lipset es otro exponente de esta perspectiva de análisis. En “Algunos requisitos sociales de la democracia: desarrollo económico y legitimidad política”, publicado originalmente en 1959, vincula a la democracia con el c 82 Cambio político desarrollo socioeconómico. En su opinión, una mayor riqueza y educación sirven a la democracia, pues reducen el influjo de ideologías extremistas en los estratos más bajos (1992: 83). La teoría de la cultura política, por su parte, sostiene que un cierto número de creencias y de normas compartidas por una sociedad es fundamental para el surgimiento y desarrollo de la democracia. En su The Civic Culture (1963), Almond y Verba plantean que la modernización económica y social requiere la difusión y arraigo de valores; correlacionan una determinada cultura política con una estructura política específica. Por ejemplo, una cultura política parroquial corresponde a una estructura tradicional descentralizada, donde no existen las funciones e instituciones específicamente políticas. La cultura política de sujeción o subordinación corresponde a una estructura autoritaria y centralizada, y se refiere sobre todo a los aspectos administrativos y a una actitud pasiva del ciudadano. Por el contrario, una cultura política de participación corresponde a una cultura política democrática. La congruencia entre estas dos categorías garantiza, a decir de los autores, la estabilidad del sistema político.2 Cabe subrayar la ambición holística de estos desarrollos teóricos; sus pretensiones explicativas están hermanadas con la propuesta weberiana y parsoniana. A decir de Josep Colomer, una de las deficiencias centrales del enfoque estructuralista de las teorías de la modernización —entre las que está la del desarrollo político y la cultura cívica— es el empleo de una noción premoderna de causalidad, en la que la génesis se identifica con la función, de modo que las llamadas precondiciones de la democracia son consideradas causa de su estabilidad (1994: 245). Con el propósito de dar un giro a las interpretaciones causalistas de la modernización, Dankwart A. Rustow, en “Transition to Democracy: Toward a Dinamic Model”, publicado en 1970 en Comparative Politics, se formuló dos preguntas en relación con la democracia: ¿cuáles son las condiciones que hacen posible la democracia? y ¿cuáles son las que la hacen florecer? En su opinión, se han dado tres respuestas al respecto. La primera fue vertida por Seymour Martin Lipset, quien relaciona “a la democracia estable con ciertas precondiciones económicas y sociales”; otra explicación es la ofrecida por el enfoque cultural que se focaliza en la idea de que los ciudadanos “deben poseer ciertas actitudes psicológicas o creencias comunes”, en ciertos “principios fundamentales o sobre los procedimientos de las reglas del 2 Almond y Verba desarrollan una investigación comparativa sobre el comportamiento político de cinco países: Gran Bretaña, Estados Unidos, Alemania, Italia y México. Las principales críticas a esta perspectiva le reclaman su relativo determinismo metodológico, pues desde su perspectiva la socialización política genera actitudes políticas que, a su vez, originan comportamientos políticos y fundamentan la estructura política (Almond, 1999: 202), con lo cual se están eludiendo las interacciones sociales, la perspectiva sobre las instituciones y cómo se originan las situaciones en que se despliegan los comportamientos (ver: Badie y Hermet, 1993: 37). juego”, y la tercera “se centra en los rasgos de la estructura política y social” (Rustow, 1992: 151-152). De frente a estos planteamientos, considera que toda construcción de una teoría sobre la transición a la democracia debe considerar, metodológicamente hablando, la distinción entre la función y la génesis. Para ello, Rustow se propone “derivar un modelo tipo ideal de la transición a través de un examen detallado de dos o tres casos empíricos que puedan contrastarse a través de su aplicación al resto” (161). Dicho modelo consta de cuatro fases: las condiciones iniciales del país, la fase preparatoria, la de las decisiones y la de habituación. Considera como una condición inicial y determinante la unidad nacional, pues “la democracia es un sistema de gobierno en manos de mayorías temporales. Para que los gobernantes y las políticas puedan cambiar con libertad, las fronteras deben perdurar, la composición de la ciudadanía debe ser continua” (165). Este criterio de distinción, a su vez, le permite desmarcarse de las teorías que vinculan economía y democracia. “Señalar la unidad nacional como la única condición previa implica que no es necesario un nivel mínimo de desarrollo económico o de diferenciación social como prerrequisito para la democracia” (166). Lo que él denomina un modelo dinámico de la transición hacia la democracia, considera las siguientes proposiciones: 1) 2) 3) 4) 5) 6) 7) 8) 9) Los factores que mantienen a una democracia estable pueden no ser los que la llevaron a existir: las explicaciones sobre la democracia deben hacer una distinción entre función y génesis. La correlación no es lo mismo que la causación: una teoría genética debe concentrarse en este último aspecto. No todos los eslabones causales van de los factores sociales y económicos a los políticos. No todos los eslabones causales van de las creencias y actitudes a las acciones. La génesis de la democracia puede no ser geográficamente uniforme: puede haber muchos caminos hacia la democracia. La génesis de la democracia no tiene que ser temporalmente uniforme: diversos factores pueden resultar cruciales durante fases sucesivas. La génesis de la democracia no necesita ser socialmente uniforme: incluso en el mismo lugar y tiempo, las actitudes que la promueven pueden no ser las mismas para los políticos que para los ciudadanos comunes. Los datos empíricos que apoyen a una teoría genética deben cubrir, para cualquier país dado, un periodo que vaya desde justo antes hasta justo después del advenimiento de una democracia. Con el objeto de examinar la lógica de la transformación al interior de los sistemas políticos, podemos dejar a un lado (hacer abstracción de) los países en donde el ímpetu mayor proviene del exterior. Se puede derivar un modelo tipo ideal de la transición a través de un examen detallado de dos o tres casos empíricos que pueden contrastarse a través de su aplicación al resto (160-161). Entretanto, en América Latina surgió una perspectiva crítica a la visión de la modernización de las sociedades no desarrolladas. La teoría del desarrollo expuesta por la Comisión Económica para América Latina (cepal) problematizó acerca del impacto negativo de los procesos de crecimiento económico en los regímenes políticos de los países subdesarrollados. El enfoque estructuralista cepalino demuestra que mayor integración económica de un país en el mercado internacional no necesariamente conlleva modernización ni democratización y, menos aún, desarrollo. En contraste, preconizó la industrialización mediante sustitución de importaciones y una modernización de la economía a través de una intervención activa del Estado y del despliegue de una política proteccionista. En una versión más radical de esta visión, con influencias del marxismo, el análisis se desplaza a las condiciones históricas y estructurales que caracterizan la inserción de las economías regionales en la economía mundial. La así llamada teoría de la dependencia, expuesta por Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, en Dependencia y desarrollo en América Latina: Ensayo de interpretación sociológica, publicado originalmente en 1969, explica las desigualdades estructurales. Entre estas economías se da un “intercambio desigual” que explica la riqueza en los países ricos y la pobreza en los pobres. Los autores conciben a la dependencia como relacionada “directamente con las condiciones de existencia y funcionamiento del sistema económico y del sistema político, mostrando las vinculaciones entre ambos niveles en lo que se refiere al plano interno de los países como al externo” (1983: 24). Entre otros autores de esta corriente, figuran André Gunder Frank, Osvaldo Sunkel y Theotonio dos Santos, Peter Evans y Ruy Mauro Marini. Este último señaló, como objetivo de sus trabajos, la elaboración de una teoría marxista de la dependencia. Una variedad en esta constelación es el estudio de Guillermo O’Donnell acerca del autoritarismo democrático. Este autor sostuvo que son “los propios procesos de industrialización los que tendían a producir regímenes autoritarios, como instrumentos para hacer frente a los levantamientos populares que aquellas mismas transformaciones económicas suscitaban” (Colomer, 1994: 245). Los procesos de democratización experimentan una ola expansiva desde mediados de los años setenta. América Latina también se vio inmersa en este proceso que se inició en España, Portugal y Grecia. Como producto de este hecho, surgió una serie de reflexiones sobre el avance de la democracia liberal. Para algunos autores, la extensión de la democracia se ha visto precedida, a su vez, por breves periodos de regresión autoritarios. John Makroff apunta que “lo que define a una oleada democrática o antidemocrática es que durante un cierto trecho histórico-temporal las transformaciones de 10) Cambio político 83 c los gobiernos son, de forma preponderante, de una forma u otra” (1996: 18). Precisamente, en el marco de lo que se conoce como la tercera ola democratizadora, Huntington realiza un estudio sobre el desarrollo político del mundo desde finales del siglo xx. Observa la transición de regímenes no democráticos a democráticos de los años setenta a los noventa y los visualiza como parte de una ola de democratizaciones. Según este autor, una ola de democratización es un conjunto de transiciones de un régimen no democrático a otro de carácter democrático, cuya manifestación se da en un cierto periodo de tiempo; en este marco pueden darse casos de procesos liberalizadores o de parcial democratización (1994: 26). Como se puede apreciar, la discusión sobre el cambio político se desliza a la dimensión del régimen político. Para decirlo con Leonardo Morlino, puede cambiar el régimen sin que cambien la comunidad política y las autoridades. El cambio de régimen precede o sigue a cambios en la comunidad política. Pueden cambiar los valores, las creencias y las ideologías vigentes en la comunidad política; los líderes o los grupos activos e incluso la influencia de los grupos políticos activos; las distintas estructuras intermedias, como los partidos, sindicatos y otras organizaciones (1985: 84). En esta lógica conceptual puede insertarse el análisis de la teoría de las transiciones a la democracia. A finales de los años setenta, bajo los auspicios de la Latin American Program del Woodrow Wilson International Center for Scholars, se organizó en Washington un seminario sobre “salidas del autoritarismo”. A mediados de los años ochenta se publicó el libro Transitions from Authoritarian Rule: Tentative Conclusions about Uncertain Democracies, editado por Guillermo O’Donnell y Phillipe C. Schmitter (1986). Para estos autores, los tres procesos que identifican a la transición son la liberalización del régimen autoritario, la democratización política y la democratización social. Ciertamente, durante el proceso de transición que abarca las etapas ya referidas, puede observarse la emergencia de diversos actores e intereses, cuyos cursos de acción tienen impacto en la forma que adquiere la democratización propiamente dicha, tanto en la configuración de las instituciones de la democracia como en el desarrollo mismo de la consolidación democrática. O’Donnell, Schmitter y Whitehead definen la transición como el intervalo entre un régimen político y otro. Sus límites son el momento del inicio de la disolución de un régimen autoritario y el de instauración de alguna forma de democracia, de un nuevo retroceso autoritario o de un cambio revolucionario. Los autores distinguen entre la primera fase de la transición, denominada “liberalizadora” del viejo régimen autoritario, y la segunda, “democratizadora”, sea bajo la dirección de la élite o mediante elecciones fundacionales. De tal modo, la liberalización es el proceso de redefinición y ampliación de ciertos derechos que protegen a individuos y grupos sociales ante los actos arbitrarios o ilegales cometidos por el Estado. En cambio, la democratización consiste en generar y extender al conjunto de la sociedad la condición c 84 Cambio político de ciudadanía, es decir, el derecho a la igualdad de oportunidades (1986). El signo de que una transición del autoritarismo ha comenzado es cuando los propios líderes autoritarios empiezan a modificar sus propias reglas del juego en tanto proveen más garantías en los derechos políticos, individuales y grupales. Durante el proceso de transición, las reglas del juego no sólo no están definidas, sino que están en cambio continuo; se da una lucha entre los actores políticos por redefinirlas en búsqueda de beneficios inmediatos y futuros. En el cuarto volumen de la serie mencionada, subtitulado “Conclusiones tentativas sobre las democracias inciertas”, Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter señalan la relevancia del estudio de los procesos de transición en varios países porque este enfoque comparativo les permitió colegir que en los procesos transicionales de un régimen a otro resulta difícil si no es que “casi imposible especificar ex ante qué clases, sectores, instituciones y otros grupos adoptarán determinados roles, optarán por tales o cuales cuestiones o apoyarán una determinada alternativa” (1986: 17). La teoría de las transiciones visualiza el cambio político. En su investigación, se acentúa el papel de los actores políticos que propician y encabezan el cambio, así como en el proceso a partir del cual ellos mismos confeccionan las nuevas reglas de juego.3 Esta perspectiva estratégica ha resultado productiva por los aportes metodológicos de las teorías de la agencia y del nuevo institucionalismo. Las primeras “aportan herramientas que complementan el programa de investigación de la elección racional en tanto que otorga una notable autonomía a los actores políticos presentes en la arena política. Precisamente por ello se otorga gran importancia al fenómeno del liderazgo” (Martí I Puig, 2001: 117). La teoría neoinsitucionalista, por su parte, también se ha convertido en un recurso teórico interpretativo para la explicación del cambio político, en especial del cambio institucional. Desde esta óptica, las instituciones son reglas del juego político que determinan quiénes son portadores de derechos políticos, los actores que compiten por el poder político y los incentivos o inhibiciones que las instituciones fomentan y que impactan en la decisión de los actores. Desde esta perspectiva teórica, las instituciones cambian porque para algunos las variables “contingentes” ocasionan “accidentes” o factores no previstos; para otros autores, el cambio evolutivo es la razón principal de las reformas, y otros más consideran las innovaciones en el marco legal e institucional como resultado de un diseño intencional por parte de los actores estratégicos en busca de óptimos beneficios. Las distintas corrientes4 que convergen en esta escuela coinciden en que las reformas en las instituciones son un 3 Una lectura que resume a la vez que critica esta teoría puede consultarse en Prud’Homme y Puchet, 1989. 4 Entre ellas, figuran: el neoinstitucionalismo normativo, cuyos autores representativos son James G. March y Johan P. Ol- proceso gradual, el así llamado cambio incremental. En suma, el cambio institucional conlleva el entrelazamiento de las interacciones, producto de la relación entre instituciones y organizaciones que han sido creadas por la evolución política, en un horizonte de estructuras de incentivos proporcionada por las instituciones (Parra, 2005: 54-55).5 Líneas de investigación y debate contemporáneo Las perspectivas de investigación sobre cambio político se han imbuido de una u otra manera del espíritu de la época, es decir, de sociedades cada vez más complejas que requieren —para su autoconocimiento— la convergencia de saberes y de ámbitos de especialización. En ese sentido, en la literatura especializada se encuentran estudios que abren derroteros de investigación en los que confluyen la ciencia política, la sociología, la antropología y la economía. La bibliografía sobre el tema da cuenta de la relevancia que ha tenido el estudio sobre las transiciones en los análisis sobre el cambio político. Puede observarse un desplazamiento al estudio sobre los problemas relacionados con la consolidación de las democracias y la calidad de éstas. En dicho contexto, se han puesto en la mesa de discusión temas que parecían superados. Tal es el caso de la relación entre economía y democracia, expuesta líneas arriba en el contexto de la teoría del desarrollo político; el papel de las instituciones, su naturaleza, características y contribución al proceso de democratización; el de las organizaciones no gubernamentales en el cambio de actitudes y construcción democrática, así como sen; el de la rational choice, con autores como Elinor Ostrom, Kenneth Shepsle y William Niskanen; el neoinstitucionalismo histórico, donde se ubican autores como Theda Skocpol; también puede ubicarse este enfoque interpretativo en la teoría de la organización, con autores como John W. Meyer, Brian Rowan y Lynn G. Zucker. Véase: Peters, 2003. 5 “En coherencia con el supuesto metodológico de individualismo y con fundamentos tomados de la microeconomía, las interacciones decisivas pueden ser más apropiadamente modeladas mediante el uso de las herramientas analíticas proporcionadas por la teoría de juegos, incluyendo aspectos como amenazas y promesas, pactos fundamentados en la carencia de información y la asunción de riesgos y garantías para el futuro. En numerosas aportaciones, este instrumental teórico, que se ocupa sobre todo de elecciones y estrategias, se ha mostrado ya muy adecuado para analizar procesos que se caracterizan por una gran incertidumbre de los actores acerca del futuro, un predominio de comportamientos estratégicos y significativos problemas de estabilidad del resultado. Éste es particularmente el caso de la fase entre la liberalización, que permite la definición de posiciones y la identificación de los actores, y las primeras elecciones libres, que suelen establecer una relación de fuerzas más precisa y tienden a trasladar la interacción de los grupos al interior de las instituciones estatales” (Colomer, 1994: 251). el papel de la izquierda en los procesos democráticos y en la construcción de una nueva agenda pública. Estos temas muestran que el estudio del cambio político se abre a una perspectiva multidimensional y cada vez más compleja, por lo cual requiere la suma de esfuerzos intelectuales para su abordaje y reflexión. De hecho, la bibliografía muestra cómo la teoría del desarrollo político ha aprendido de sus limitaciones y se ha alejado de esa visión que la etiquetó como una perspectiva que entendía el desarrollo como un proceso teleológico aplicado en un contexto de descolonización (Hagopian, 2000: 880). La razón central para rechazar cualquier visión teleológica es que no hay leyes de hierro del desarrollo político, pues la sociedad política es contradictoria y desigual. Asimismo, los sistemas políticos se desarrollan en ritmos y direcciones diferenciadas. En las nuevas circunstancias, la teoría del desarrollo político debe considerar en sus análisis la creciente pluralidad y complejidad de las sociedades contemporáneas e incorporar la representación de intereses, la diversidad cultural y los derechos humanos, es decir, debe atender a la interacción entre instituciones y ciudadanos, entre Estado y sociedad, y entre lo regional, lo nacional y lo supranacional (905-906). En esta línea de relación entre democracia y economía, Jordan Gans-Morse y Simeon Nichter (2008) muestran el impacto que tuvo la reforma económica liberalizadora —impulsada en los años ochenta y noventa en América Latina—6 en la democratización de estos países. Afirman que aquellos países que aplicaron reformas económicas de ese carácter experimentaron, en el corto plazo, un deterioro temporal en la democracia debido a los efectos de desestabilización social por la aplicación de políticas restrictivas; no obstante, en el largo plazo estas políticas reforzaron las instituciones democráticas. De igual manera, otros estudios sobre la democratización han destacado el papel de las élites políticas y los pactos en la transición a la democracia. En opinión de Zhang Baohui (1994), se ha puesto escasa atención en las condiciones institucionales para determinar el éxito del pacto y las decisiones entre las élites. Con base en el estudio de los casos de Brasil, España, la Unión Soviética y China, el autor demuestra que sólo ciertos tipos de regímenes autoritarios tienen la posibilidad histórica de seguir una transición pactada; en especial, los regímenes corporativos resultan con mayores ventajas, debido al control de ciertas instituciones políticas y estructuras sociales. También existe literatura sobre el capital social, el grado de confianza de la sociedad entre sus instituciones y ciudadanía, el desarrollo de asociacionismo y cooperación 6 La sistematización de datos y su análisis se orientó a los siguientes países: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. Cambio político 85 c interpersonal, la desafección ciudadana y el debilitamiento del alineamiento partidario. Por ejemplo, Peter Ho (2007) estudia el surgimiento de movimientos sociales en la China semiautoritaria. Desde una perspectiva de la acción colectiva, analiza el impacto del movimiento ambientalista en el proceso de empoderamiento del movimiento social en una situación claramente paradójica, ya que persiste un régimen semiautoritario. De igual forma, la izquierda en los países de reciente democratización ha tenido que adaptarse a ese entorno de cambio político. En América Latina y países del Este asiático,7 la izquierda ha aprovechado la liberalización política y económica para que el Estado provea los bienes públicos, y se ha sumado como un actor más en el juego democrático, abandonando su concepción marxista radical. De tal forma, se ha erigido en la defensora de la asignación democrática de bienes públicos. Resulta interesante observar cómo en el proceso de deliberación democrática, la oposición de izquierda ha sustituido la lucha ideológica radical y ha incorporado en su agenda de política pública temas como el medio ambiente, la corrupción, la igualdad de género y demás causas progresistas que en la década de los sesenta hubieran sido impensables (Wong, 2004: 1225). Larry Diamond y Leonardo Morlino (2004), por su parte, ponen sobre el tintero un tema de relevancia y actualidad: cómo garantizar la calidad de las democracias, sobre todo en contextos sociales y económicos diferenciados. Una democracia de calidad se caracteriza por el ejercicio pleno de las libertades de expresión y tránsito, la vigencia del Estado de derecho, una rendición de cuentas vertical y horizontal, la igualdad, pero también la participación y competencia políticas, la transparencia y la efectividad de la representación. Con base en las encuestas sobre la calidad de la democracia, los autores afirman que el actual desencanto hacia la democracia se refiere a los procedimientos y al desempeño de las instituciones, pero también a una mayor información sobre los errores del gobierno, sobre todo por las altas expectativas que el ciudadano tiene respecto de la democracia, en materia de rendición de cuentas, transparencia y vigencia del Estado de derecho. Los autores sugieren que si los ciudadanos se movilizan con eficacia para lograr concretar estas aspiraciones, se podrá alcanzar una democracia de mayor calidad (Diamond y Morlino, 2004: 30-31). Shin Doh y Jhee Byong-Kuen (2005) analizan los resultados de encuestas nacionales sobre los primeros diez años de democracia en Corea del Sur y observan que, si bien ha habido un desplazamiento hacia una ideología de izquierda motivada por el ejercicio de las libertades democrático-liberales, sus valores políticos conservan el legado de prácticas autoritarias. Por ello, la democratización del pensamiento y de las actitudes políticas es de mayor aliento en el tiempo que las instituciones políticas propiamente dichas. 7 En el estudio, se centra en los siguientes países: Taiwán, Corea del Sur, Brasil y Chile. c 86 Cambio político Como puede apreciarse, varias son las perspectivas que han enriquecido el estudio sobre el cambio político. Antes de concluir, cabe agregar que la teoría de sistemas sociales cuenta con todos los recursos teóricos para abrir una línea de investigación sobre el cambio político en las sociedades complejas. Si bien se trata de una teoría ambiciosa y con un alto nivel de abstracción, o precisamente por ello, ofrece todo un andamiaje conceptual para analizar a la sociedad y la política latinoamericanas y sus transformaciones en contextos históricos de mayor alcance. De hecho, en la literatura sobre el tema hay ya trabajos que analizan la especificidad de América Latina mediante la teoría de la diferenciación por funciones (Mascareño, 2000; 2003; 2009; Millán, 2002; 2008; Neves, 1996; 2001; Hernández, 2009). Bibliografía Almond, Gabriel (1969), “Political Development: Analytical and Normative Perspectives”, Comparative Political Studies, vol. 1, núm. 4, pp. 447-469. _____ (1999), Una disciplina segmentada. Escuelas y corrientes en las ciencias políticas, México: Fondo de Cultura Económica. Aristóteles (2000), Política, Madrid: Gredos. Badie, Bertrand y Guy Hermet (1993), Política comparada, México: Fondo de Cultura Económica. Baohui, Zhang (1994), “Corporatism, Totalitarianism and Transitions to Democracy”, Comparative Political Studies, vol. 27, núm. 1, abril, pp. 108-136. Cardoso, Fernando Henrique y Enzo Faletto (1983), Dependencia y desarrollo en América Latina, 18a ed., México: Siglo xxi. 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La utilidad analítica del concepto radica en el papel que juega en la conformación de condiciones que facilitan la cooperación voluntaria para la atención de asuntos o problemas comunes (administrar un condominio, democratizar una institución o una sociedad, mantener una cooperativa, una asociación o realizar una empresa). Para entender su relación con las formas de cooperación social conviene tener presente el supuesto, muy arraigado en la teoría de la elección racional (rational choice), de que es inconveniente colaborar con otros porque es posible incrementar la utilidad propia dada la disposición de ciertos bienes (por ejemplo, al no pagar impuestos y usar de todos modos el “bien” calle) o al protegerse ante la posibilidad de que nadie coopere en asuntos de beneficio común. Frente a ese supuesto, la perspectiva del capital social pregunta: si es irracional cooperar, ¿por qué los individuos emprenden acciones colectivas para atender problemas comunes según se constata todos los días? El problema de la inconveniencia de la cooperación, sostenida por la teoría de la elección racional, se ejemplifica con claridad en dos modelos analíticos: el dilema del prisionero y la tragedia de los bienes comunes. A partir de ellos también es factible mostrar el vínculo íntimo entre capital social y cooperación. En el conocido dilema del prisionero, dos cómplices de un delito se mantienen separados y se le ofrece a cada uno que si delata a su compañero, tendrá una reducción sustantiva de la pena. Se configura así una matriz de pagos o costos: si los dos cooperan entre sí, tendrán una bonificación de un año porque no podrán ser fácilmente incriminados; si ambos se delatan, alcanzarán un año de pena más; si uno delata y el otro no, el primero logrará una bonificación de dos años pero el segundo, al cargar con toda la responsabilidad, acumulará dos años adicionales de castigo. Como no pueden coordinar sus acciones y carecen de información sobre el comportamiento mutuo, lo más razonable es no cooperar, independientemente de lo que el otro haga, porque así se obtendrá el mayor beneficio (Hardin, 1991). La racionalidad de esa estrategia no cooperativa puede ser modificada al menos bajo dos condiciones. En primer lugar, si el vínculo entre ambos prisioneros estuviese mediado por una institución (la mafia, la familia, el ejército), seguramente el costo de la deserción se incrementaría y los incentivos para la colaboración, también. En segundo lugar, el dilema Capital social y cooperación 87 c del prisionero es un “juego de una sola movida”. Si el juego se repitiera y los actores se comunicaran, ellos incrementarían su información sobre el mutuo comportamiento y, poco a poco, se iría anticipando la posibilidad de la cooperación como la mejor opción. Para que la colaboración se estableciera de modo más o menos persistente (a lo largo de los distintos interrogatorios), se requeriría la generación de confianza entre los implicados en el dilema, ya que de ese modo se facilitaría calcular la actuación del otro. La confianza es, precisamente, uno de los componentes más importantes del capital social. En la tragedia de los bienes comunes, dos pastores comparten un mismo terreno para alimentar a sus ovejas. Dos tipos de estrategias se presentan de inmediato. En una, ambos buscan maximizar su utilidad, por lo que tratan de que sus ovejas consuman el mayor pasto posible. En esa lógica, la extinción definitiva del bien común (common-pool resources), es decir, el pasto, será el resultado más seguro. En la otra estrategia, se puede acordar un número de horas o áreas para pastar, pero si ninguno está seguro de que se cumplirá con el pacto, el resultado será seguramente el mismo que el de la primera estrategia. La tragedia también es factible de modificarse. El Estado puede obligar a los actores a que asuman una actitud de colaboración para beneficio de ambos y del propio bien mediante determinadas prescripciones o normas. La intervención reduciría la incertidumbre sobre el uso del bien. Sin embargo, la regulación externa impone determinados costos para garantizar su cumplimiento; por ejemplo, para supervisar quién incumple y aplicar las sanciones que correspondan. Si la regulación no considera la interacción entre pastores, será más gravosa y menos eficiente. Si la cooperación es forzada, y no voluntaria, cuando muchos individuos participan del usufructo de un bien común —como en la sociedad— los costos para garantizar los acuerdos se elevan y, en consecuencia, se incrementan también los costos de las transacciones a las que dan lugar. Si se requiriese un policía por ciudadano a fin de cumplir con las disposiciones de tráfico, el costo podría superar el beneficio. Además, como después de cierta escala no es posible ni conveniente un monitoreo así de amplio, se incrementa el free rider —por ejemplo, el inquilino que no paga cuotas de mantenimiento, que no coopera con los otros, pero que goza de los beneficios comunes—. La expansión del free rider desequilibra el balance entre pagos y beneficios y genera una serie de incentivos que reducen las posibilidades de una estrategia colaborativa. En cambio, si existiese confianza entre los pastores y a partir de ella se construyeran reglas o normas recíprocas para el usufructo del bien, se incrementarían las posibilidades de generar una cooperación voluntaria y sostenida. La confianza y las normas de reciprocidad son los elementos más relevantes del capital social. Aunque no es su intención, los modelos del prisionero y de la tragedia de los comunes nos dan luz sobre una cuestión vital para el capital social. A través de esos modelos se aprecia cómo el problema de la cooperación plantea también la cuestión de las condiciones que pueden facilitarla voluntariamente, sin c 88 Capital social y cooperación una solución hobbesiana capaz de modular coercitivamente —y sin importar sus costos— todas las conductas (North, 1993), pues se requieren otros elementos más allá o adicionales a la intervención del Estado. Una estrategia cooperativa se estimula si se cuenta con un contexto institucional que facilita la resolución de conflictos de forma voluntaria; también si está presente un ambiente social que favorece la confianza y normas de reciprocidad entre las personas; del mismo modo, si con base en ese ambiente se construye voluntariamente un conjunto de reglas prácticas para operar y sostener la colaboración. Con ella, se reducirían el peso de implementación y vigilancia de acuerdos y los costos de las transacciones, por ejemplo, en el cumplimiento de acuerdos o contratos (North, 1993). Así ocurre, normalmente, en redes de amigos o cívicas, es decir, si hubiese capital social. Instituciones, reglas, redes y, sobre todo, confianza y normas de reciprocidad constituyen los elementos constitutivos del capital social. No hay, sin embargo, una definición única del término, ya que cada autor acentúa ciertos elementos. No obstante, existe un aspecto común: el capital social es un grupo agregado de factores que incentivan la cooperación voluntaria, que promueven la conformación de estructuras de interacción o de estrategias cooperativas. Facilita, en ese sentido, coordinar acciones con los otros para atender problemas comunes. Es por eso que la confianza y las normas de reciprocidad constituyen su principal elemento, pues adelantan una estructura de expectativas de comportamiento mutuo, predecible y calculable. Para operar, la confianza necesita confirmarse en las distintas “movidas” de una interacción. Si no se confirma, la confianza decrece o desaparece. El capital social, entonces, no equivale a la agrupación de individuos o a una organización de cualquier tipo; no es participación, tampoco es cualquier tipo de cooperación. Es posible estar afiliado y participar de manera obligatoria: porque se es empleado o miembro del ejército. El capital social no tiene un estatuto mágico: no es suficiente para enfrentar cualquier problema de acción colectiva o para resolver conflictos adicionales que pueden presentarse en la conformación de trayectos cooperativos. No debe presuponerse que suple la importancia de ciertas instituciones, como el Estado, en la promoción de la cooperación que una sociedad requiere. Sin embargo, hay que admitir que esas instituciones solas, o por sí mismas, tampoco son suficientes para garantizar esa cooperación. Es prudente considerar una relación compleja: determinados contextos institucionales pueden reforzar al capital social y, al mismo tiempo, la fortaleza de éste robustecer dichos contextos. Historia, teoría y crítica Algunos autores atribuyen a Hanifan (1920) las primeras referencias intuitivas al concepto. Para él, la buena voluntad, el compañerismo y la empatía son factores que mejoran la calidad de grupos y comunidades. Sin embargo, el concepto no evolucionó consecutivamente y quedó más o menos en el olvido. En todo caso, han sido sobre todo Coleman, Putnam y Ostrom quienes lo han refinado y lo impulsaron a partir de finales de los ochenta del pasado siglo. Son ellos los que principalmente han configurado el cuadro de discusión sobre el capital social, si bien existen otros importantes desarrollos (Fukuyama, 2001; Lin, 2001; Bourdieu, 1983). Además, prevalece una variedad de posiciones que, sin embargo, pueden agruparse gruesamente en dos espacios conceptuales: el que considera al capital social básicamente como el acceso personal a redes que reportan beneficios individuales (Bourdieu, 1983; Lin, 2001) y cuyos efectos sobre el resto de la sociedad pueden ser negativos (Portes, 1996). Este espacio considera que el capital social tiene un “lado oscuro”. En cambio, el otro lo entiende —como vimos— como un factor ligado a colaboraciones colectivas con un efecto previsiblemente positivo en las posibilidades de resolución de problemas de acción colectiva y en la formación y mantenimiento de bienes públicos o comunes. Tendría, en este caso, un “lado virtuoso”. A la primera posición, Ostrom (2003) la denomina minimalista; a la segunda, expansionista. Por ese carácter, los expansionistas trazan un horizonte de análisis que posibilita un tratamiento más coherente de los niveles analíticos micro, medio y macro. En la relación de estos tres niveles, la dificultad es de orden conceptual antes que metodológica. James S. Coleman (1990) es un típico caso de análisis intermedio. Su interés fue vincular las estrategias individuales, de acuerdo con la elección racional, con la posibilidad de que, bajo determinadas estructuras de interacciones, se generasen beneficios colectivos. Para él, el capital social es un recurso para la acción conjunta que se orienta a atender metas comunes y tienen un papel central en la posible articulación entre acción individual —conforme a parámetros de la elección racional— y las estructuras sociales. Textualmente, dice: “La concepción de capital social como recurso para la acción es una manera de introducir estructura social en el paradigma de la acción racional” (1988: 95). Bajo esta consideración, cooperar sería entonces racional. Coleman piensa al capital social a partir de un delicado equilibrio entre su cualidad de bien público (porque es un recurso para la cooperación y su resultado es positivo para la mayoría) y su generación conforme a intercambios de cierta utilidad individual. Con ese propósito, distingue conceptualmente entre la estructura de la interacción y la acción individual (y su intención de maximizar). Cuando un grupo de amigos acuerda reparar sus casas por turnos, ocurre una cooperación y un intercambio que beneficia a todos. Si se asume que se intercambia sólo trabajo (como un bien privado), no se entendería dónde está el beneficio: si, con la cuota de trabajo aportado individualmente, cada quien podría arreglar su propia casa sin más inconvenientes, o si la aportación excediese ese requerimiento, no sería racional colaborar. Lo que ocurre, según Coleman, es que se intercambia un bien privado (trabajo) por el derecho de control sobre las acciones (Millán y Gordon, 2004): el dueño de cada casa coordina las acciones para repararla. Se produce así, entre los amigos, una estructura de interacción (e intercambio) que genera capital social, que permite alcanzar metas de beneficio general y rendimientos individuales indiscutibles porque con una cuota de trabajo individual menor, la colaboración en grupo ofrece los resultados esperados. Si entre los amigos no existiese confianza en que se actuara recíprocamente, de manera que el primero que logra reparar su casa con la ayuda de los otros continuara colaborando hasta concluir todas, la cooperación no sería posible. Eso es capital social. Si ese capital no existe, la cooperación tiene menos posibilidades de verificarse. Es importante notar que en el ejemplo anterior se intercambian trabajo y derechos de control de acciones pero no capital social. Éste permanece como una dimensión que facilita ese intercambio precisamente porque es un atributo de la estructura de la interacción misma. Por esa naturaleza, no puede ser intercambiado y no es propiedad de quien se beneficia de él. El capital social no se aloja en los individuos, es inherente a la estructura de relación entre las personas, al tipo de vínculos que ellos sostienen. En este sentido, cuando existe, como las calles, es un bien público y, por consiguiente, se obtienen beneficios de él sin poseerlo de forma privada. Hay varias formas que fortalecen aquella estructura en términos de capital social. Entre otras, se pueden señalar (Millán y Gordon, 2004): a) b) c) d) Normas. En especial, normas que regulan y distribuyen derechos que se incrustan en la estructura de relaciones, por ejemplo, tratos recíprocos como sujetos de derechos políticos. Obligaciones y expectativas. La reciprocidad de expectativas, asumidas en la interacción como obligatorias, da certeza a la posibilidad de intercambio (“trabajo hoy en tu casa y tú mañana en la mía”). Relaciones de autoridad. Ésas se instituyen cuando se ceden voluntariamente derechos de control sobre determinadas acciones. Clausura de relaciones. La clausura se representa como una estructura de relaciones en la que, a diferencia de las lineales, todos los individuos que participan tienen contacto entre sí. De ese modo se fijan determinadas obligaciones en todas las interacciones, como ocurre entre una red de amigos, porque quien no las cumpla está mayormente expuesto a ser sancionado. Para Coleman, muchas formas de capital social se crean —y también se destruyen— como un “subproducto” de otras actividades, algunas de las cuales se traslapan. Putnam (1994; 2002) es quien más ha influido en el debate del capital social y se ha vuelto un referente para su discusión y crítica. Gran parte de su éxito se debe a las conclusiones (polémicas) que extrajo de algunos de sus trabajos: el compromiso cívico es la variable más consistente para en- Capital social y cooperación 89 c tender el desempeño institucional democrático; del mismo modo, el capital social lo es para explicar dicho compromiso. El capital social adquirió así una dimensión clave en la vida cívico-política de las sociedades y en sus posibilidades de desarrollo. Para Putnam, los vínculos entre las personas de una comunidad y la forma en que se organizan tienen un valor indiscutible porque su calidad influye en la productividad social para atender problemas colectivos. El capital social es, entonces, un activo almacenado en la calidad de las relaciones entre individuos, de sus vínculos. Esa calidad se distingue por ciertas características como la confianza, las normas de reciprocidad y su organización: redes. La confianza y las normas de reciprocidad son los factores que más coadyuvan a la cooperación. La confianza estabiliza vínculos porque permite cálculos sobre los otros y, en la medida en que opera, sólo si esos cálculos se cumplen repetidamente. Éstos dan información sobre con quién se interactúa, de ahí que se conforme como una estructura relacional en la que los participantes tienen claridad sobre los incentivos que los motivan. La confianza en los demás es esencial para determinar la decisión de colaborar o no. Y como dimensión social tiene dos fuentes: la reciprocidad generalizada y las redes de participación civil. A diferencia de la reciprocidad específica que se basa en intercambios inmediatos y de valor equivalente (un favor por otro o estrategia Tit for tat), la generalizada reposa en la expectativa compartida de que el beneficio que hoy se otorga será devuelto en el futuro y no necesariamente por la persona que fue beneficiada en el intercambio original; por ejemplo, cuando yo respeto el lugar de alguien en la fila y dos días después alguien respeta el mío. Las comunidades que imponen esas reglas acotan los comportamientos oportunistas (y al free rider) y resuelven mejor problemas de acción colectiva, como cuando alguien no coopera para seguir los criterios de asignación de un bien (la asignación de un boleto, el uso de un recurso o el ejercicio de un derecho). La formación de la reciprocidad está asociada a densas redes de intercambio social. Densidad significa frecuencia de contactos, éstos generan información sobre los otros. Si se espera que la confianza no sea traicionada, es más probable que la cooperación fluya. Además de densas, las redes deben ser horizontales, y no verticales para que se promueva la reciprocidad. Son las redes de compromiso cívico (asociaciones de vecinos, cooperativas, clubes deportivos) las que cumplen con esas dos condiciones. Según Putnam, ellas condensan el éxito de colaboraciones anteriores, entrenan a la gente en la coordinación de acciones para atender asuntos públicos o comunes y son fuente esencial de capital social. Las redes verticales, en cambio, no promueven la confianza ni la reciprocidad; la información es menos confiable y controlada. Las redes clientelares, por ejemplo, por más densas que sean, sostienen intercambios y obligaciones mutuas pero asimétricas. Aunque resuelven problemas de acción colectiva, las redes verticales socaban las bases de una colaboración voluntaria —que es posible sólo por los vínculos de confianza c 90 Capital social y cooperación y reciprocidad que la mantienen—. Las redes verticales (y clientelares) no son capital social. Además de densas y horizontales, las redes deben mantener cierto tipo de lazos sociales, o vínculos, para formar capital social. La familia —y grupos semejantes— puede actuar coordinadamente porque mantiene lazos fuertes. Esos lazos agregan individuos homogéneos en grupos, pequeños y horizontales, que encapsulan la cooperación dentro de esas redes. Las redes de compromiso cívico, al regirse por lazos débiles, enlazan a miembros de distintos grupos de manera que se refuerzan las posibilidades de una colaboración más amplia. A diferencia de las fuertes, las débiles (Granovetter, 1999) amplían los horizontes de intercambio y comunicación de una comunidad. Una estructura social basada exclusivamente en redes densas —horizontales pero con lazos fuertes— promueve una sociedad segmentada, restringe la conectividad social y circunscribe, en esas redes, la capacidad de resolver problemas de acción colectiva. En suma, merma la capacidad de cooperación social amplia. El tipo de lazo en que se basa el capital social influye notablemente en la amplitud de las posibilidades de cooperación de una sociedad, en su conectividad interna y en la intensidad de su compromiso cívico. Densidad, horizontalidad y lazos débiles distinguen a las redes de compromiso cívico como capital social. Ha sido E. Ostrom (2000; 2005) quien, hoy, ha refinado más la dimensión teórica del capital social. Lo considera una pieza clave en la construcción de una teoría de segunda generación de la relación entre elección racional y acción colectiva. Rechaza tanto la imposibilidad de la cooperación como un a priori conceptual como el hecho de que se subestimen los fuertes dilemas que se enfrentan al actuar conjuntamente. Admite que hay varios tipos de individuos (no sólo egoístas, como la teoría de la elección racional postula) que tienen motivaciones diversas y desarrollan estrategias múltiples para enfrentar dilemas de acción colectiva o cooperación. Para Ostrom, un dilema es una situación donde hay un interés común que está en tensión o en conflicto con el interés individual de los que participan en esa situación. Sostener acciones coordinadas en el tiempo presupone, también, encontrar un equilibrio entre esos dos extremos. Resolver ese problema es la tarea clave y primera de cualquier acción colectiva porque si no se resuelve no habrá acción conjunta. El capital social es, para Ostrom, todo aquello que acreciente las habilidades para tal fin. En particular se identifican tres formas: confianza y normas de reciprocidad, redes de participación cívica y reglas o instituciones formales e informales. La confianza preestructura una oportunidad para que quienes interactúan puedan obtener un beneficio; es un requisito para que se agilice un buen número de transacciones (por ejemplo, dos conocidos acuerdan un trato comercial). Como en Putnam, la confianza es incentivada en redes densas de carácter cívico: aunque las interacciones entre dos individuos no sean repetidas, la presencia de otros miembros y la información que fluye elevarán las posibilidades de que ambos se comporten confiablemente, incluso si se mueven por moti- vaciones egoístas, pues, de otro modo, reducirían sus posibles transacciones futuras con cualquier miembro de la red a la que pertenecen. En otros términos, la red (cívica) conforma un ambiente que equilibra el interés individual, incluso por motivaciones utilitarias de largo término, de manera que la confiabilidad y la reciprocidad para cooperar se hacen posibles. En este sentido, la reciprocidad es una norma moral que preconfigura un patrón de intercambio social: quien es recíproco es confiable. En una sociedad donde la reciprocidad está afirmada como una norma social y, por tanto, como un patrón que regula cierto tipo de interacciones, funciona —en términos de teoría de juegos— como un marco que da certeza y produce un equilibrio más o menos eficiente ante una situación conformada como un dilema por la falta de información entre los participantes. Así, por ejemplo, es más fácil cooperar (para una transacción, para generar un acuerdo, para compartir un taxi) con extraños. El aspecto más importante y original de la perspectiva de Ostrom es el papel de las reglas o instituciones en la formación de capital social. Es innegable que un conjunto de normas que institucionalizan un sistema político pueden inhibir o estimular la disposición ciudadana a atender voluntariamente sus problemas de acción colectiva (en un barrio, por ejemplo). De ahí la relevancia de las reglas formales. No obstante, es imposible —por su nivel general— que esas reglas contengan todos los elementos para atender todas las situaciones particulares que se definen por un dilema de cooperación (como ocurre cuando se administran bienes comunes, por ejemplo, en una cooperativa). Por ello, los individuos tienden a construir reglas prácticas (o working rules) para saber cómo conducirse. Si no contravienen el orden jurídico formal, tanto su elaboración como el empeño en ellas es una forma de capital social clave: facilitan la cooperación y su mantenimiento. Para producir reglas prácticas hay que resolver, antes, otro dilema de acción colectiva: las reglas de discusión y acuerdo para su elaboración. En ese sentido, el tipo de reglas que anteceden a las que están en construcción expresan determinados patrones de autoridad, justicia y reciprocidad que pueden ser, o no, convenientes para el nuevo momento. Las normas articulan varias áreas o niveles de actividad —desde lo cotidiano hasta problemas constitucionales— y, en consecuencia, las pautas de confianza y reciprocidad dependerán también de normas más generales. Las reglas y su construcción, en ese sentido, pueden generar o destruir capital social. Dos factores adicionales modulan la eficacia para resolver problemas colectivos, más allá de ese capital: el tipo de bien en torno al cual se interactúa y la experiencia, el “saber cómo”, de los participantes que desean cambiar las reglas o estructuras de interacción para resolver más apropiadamente los problemas de cooperación que se presentan. Finalmente, del conjunto de este cuadro conceptual se desprende, con claridad, que el capital social se asienta en normas de reciprocidad compartidas, confianza, reglas de uso y saberes comunes. Líneas de investigación y debate contemporáneo Puntualmente, las principales críticas hacia el capital social se resumen en los siguientes puntos. No todas son acertadas pero permiten adelantar unas áreas de interés para la investigación. a) b) c) d) Ciertas perspectivas aseguran que el concepto de capital social es muy ambiguo pues se compone de diversos elementos y su objeto analítico es impreciso. Sin embargo, como vimos, es delimitable y su objeto son las posibilidades de cooperación. Lo realmente interesante es avanzar, aún más, en lógicas de operacionalización del concepto y en un registro más amplio de sus formas. El capital social, se asegura, tiene un “lado oscuro”: la mafia y otros grupos tienen capital social y le imponen efectos negativos a la sociedad mientras logran beneficios propios. En general, se acepta que todo capital (físico, económico) tiene efectos negativos: la formación de una empresa puede destruir un bosque o contaminar un río. Para el capital social esos efectos tienen más probabilidad de verificarse si las redes no cumplen con las características de compromiso cívico, reciprocidad, confianza, lazos débiles; y si no hay, como quiere Ostrom, un marco institucional que lo fomente o incentive. En ese sentido, un área de investigación importante es definir qué tipo de condiciones sociales favorecen vínculos o interacciones que estén regidas por el conjunto o la mayoría de los componentes del capital social. Comúnmente se asegura que hay redes con mucho capital social y otras con poco, lo cual favorece la desigualdad. Esta crítica, de hecho, se basa en la distribución del capital social, no en su importancia o utilidad. El capital humano (educación) tampoco está bien distribuido pero su importancia es incuestionable. Es importante buscar formas institucionales y sociales para el incremento del capital social como bien público o determinar qué circunstancias lo pueden disminuir. Es decir, es necesario investigar qué factores favorecen —como diría Coleman— una subinversión en él. La investigación empírica no encuentra siempre la vinculación postulada (Putnam) entre redes voluntarias y confianza, reciprocidad y compromiso cívico. Ciertamente, esa relación no se verifica siempre ni con la misma intensidad. Al parecer, varía según la estructura de redes, los contextos institucionales y culturales, en el sentido de Ostrom. La exploración de qué asociaciones voluntarias (clubs, voluntariado, partidos, ong) propician realmente la formación de capital social y una educación cívica constituye Capital social y cooperación 91 c e) hoy el tema de un gran número de investigaciones. Ese interés contrasta con la escasa investigación en América Latina. El capital social no es una condición suficiente para garantizar el éxito de la cooperación. Esto es absolutamente cierto. Tanto como el hecho de que no pretende serlo. Como hemos indicado, es sólo un factor (notablemente importante) que preconfigura condiciones favorables para las posibilidades de cooperación. Indagar cómo lo hace en contextos específicos es de vital importancia. El conjunto de líneas de investigación que hemos indicado arriba, como resultado de las críticas al capital social es susceptible de sintetizarse y, al mismo tiempo, es posible ampliarlo con otros temas que se desprenden de campos de interés en distintas áreas y que han desarrollado ya un buen número de investigaciones. Entre esos temas destacan: a) b) c) d) e) c 92 Se requiere investigación empírica para comprobar si los fundamentos y asociaciones conceptuales que el capital social postula se verifican y en qué grado y en qué contextos. Es importante realizar investigación comparada para verificar si ciertos tipos de sistemas políticos e instituciones amplían el capital social y elevan sus efectos en la cooperación. Por ejemplo, analizar si el tipo de sistemas políticos y de cultura cívica entre ciudadanos o partidos, así como las estrategias de colaboración entre ellos, o no, tienen relación con formas de capital social o son dimensiones totalmente independientes. Se precisa investigación empírica y comparada para entender el papel que juega —según un buen número de autores— el capital social en desarrollo económico o comunitario. De particular importancia es el análisis de las instituciones y factores culturales que promueven o inhiben esa vinculación. Es importante investigar si el capital social —como se ha sostenido— eleva la eficiencia de políticas públicas (salud, pobreza, infraestructura) porque abre espacios de colaboración entre autoridades y usuarios y una construcción conjunta de políticas. Es de vital importancia indagar cuáles componentes del capital social actúan en el éxito o fracaso de esas políticas. Es necesario investigar cómo interviene el capital social en el mantenimiento de bienes comunes (cooperativas, sistemas de riego). Ésta es una de las ramas más explorada. De particular interés es la indagación de la relación entre tipos de bien (madereros, pesqueros) y capital social, así como su papel con la configuración de reglas prácticas que regulan las interacciones en torno al bien común de que se trate. Capital social y cooperación f ) g) h) Es preciso investigar si el capital social eleva la capacidad de una comunidad para afrontar problemas de desarrollo local y determinar si su papel es importante o no en la consecución de proyectos conjuntos. Es impostergable investigar comparadamente diversos tipos de redes sociales para explicar si los intercambios, soportes a individuos y formas de colaboración que en ellas se dan dependen o no del tipo de capital social. Igualmente es interesante y prioritario indagar de manera empírica si el tipo de redes se vincula con una mayor conectividad o con una menor segmentación social según formas de capital social. Se precisa investigar el bienestar subjetivo para identificar si el capital social, especialmente bajo su forma de incremento de relacionales entre individuos, incrementa la satisfacción con la vida. Bibliografía Bourdieu, Pierre (1983), “Forms of Capital”, en John G. Richardson (comp.), Handbook of Theory and Research for the Sociology of Education, New York: Greenwood Press, pp. 241-258. Brehm, John y Wendy Rahn (1997), “Individual-Level Evidence for the Causes and Consequences of Social Capital”, American Journal of Political Science, vol. 41, núm. 3, pp. 999-1023. Coleman, James S. (1987), “Norms as Social Capital”, en G. Radnitzky y P. Bernholz (eds.), Economic Imperialism: The Economic Approach Applied Outside the Field of Economics, New York: Paragon House. _____ (1988), “Social Capital in the Creation of Human Capital”, American Journal of Sociology, vol. 94 (supl. 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Por esto, resulta necesario situar y comprender la evolución de este concepto, y asumir que, en la actualidad, éste no admite un sólo contenido y no se atiene a una única circunstancia, sino a varias a la vez; de aquí que probablemente hoy resulte más pertinente hablar de ciudadanías, en plural, que de una noción que lo abarque todo. Considerando lo anterior, se puede decir, sin embargo, que, en sus diversas variantes, la ciudadanía alude sustancialmente a la pertenencia de los individuos y los grupos sociales a una comunidad política. Pero existen muchas maneras de concebir la ciudadanía, pues esta definición depende en buena medida del tipo de sociedad y de comunidad política a la cual se pertenezca. La ciudadanía ha sido entendida, por ejemplo, como la “cualidad y derecho de ciudadano” y como “un conjunto de ciudadanos de un pueblo o nación” (rae, 2014: “Ciudadanía”); también se ha referido a la condición de “natural o vecino de una ciudad”, y a la del “habitante de las ciudades antiguas o de los Estados modernos, como sujeto de derechos políticos” (rae, 2014: “Ciudadano”). En otros ámbitos, el nacional y el de la ciudad, la ciudadanía se refiere al estatus de “ser ciudadano” y a la membresía a una comunidad en donde los ciudadanos son también responsables ante ésta. En la tradición inglesa, la noción original de ciudadanía, citizenship, y en la tradición francesa, la de citoyenneté, fueron referidas por los juristas al asunto de la pertenencia, emparentada ésta con la nacionalidad, y a una condición que identifica el estatus del ciudadano vinculado al reconocimiento de derechos y obligaciones. De este modo, la noción original de ciudadanía guarda una relación directa con dos dimensiones: como vínculo entre personas que tienen algo en común, sea esto una actividad, un gobierno o una posesión, y como pertenencia de los individuos a un lugar (ciudad), o a una comunidad política (Estado, nación). En términos generales, la ciudadanía trata de una condición que remite por principio, como se reconoce comúnmente, a derechos y obligaciones, a la plena competencia de los individuos ante su comunidad, a la existencia de reglas compartidas y observadas (los principios de la res publica) y a Ciudadanía 93 c la vigencia de la igualdad de los individuos ante la ley. Pero el asunto de fondo de la ciudadanía es el de la inclusión, y la relación inclusión/exclusión es uno de sus referentes fundamentales. Quiénes forman parte y quiénes no, es un tema central que acota y dimensiona la noción. El “nosotros” establece los alcances y los límites de la comunidad; el “los otros”, la distinción con respecto a otras comunidades y otras ciudadanías. La pertenencia y la plena competencia de los individuos se registra y verifica en la capacidad inclusiva que ofrecen la comunidad, el Estado, el régimen político; en la capacidad de integrar a los diferentes, así como de distribuir beneficios, de compartir atribuciones, de construir en común; y se verifica también en la capacidad de los individuos para asumir las exigencias de la vida pública. Refiere a prácticas y condiciones que, en la doble dirección de dar y recibir, promueven y afirman idealmente una inclusión integral, que trasciende los contornos de la exclusiva igualdad individual ante la ley. En esta perspectiva, el concepto de ciudadanía pone el acento también en una doble condición, una de orden jurídico-formal y otra de carácter activo-participativo. En el primer caso, se exalta la condición legal de los individuos ante la ley y, en el segundo, se remite a un ideal político igualitario; esto se traduce, por una parte, en el reconocimiento de un estatus, a través de la ya mencionada relación de pertenencia de los individuos a una determinada comunidad política, relación asegurada en términos jurídicos; y, por otra, en la identificación de una práctica política y social, en el ejercicio de una participación activa de los individuos en la vida pública. La primera condición refiere al vínculo jurídico que liga al individuo con el Estado del que es miembro, y se trata, por tanto, de una condición que le otorga el derecho de tomar parte en las decisiones mediante el voto, así como la posibilidad de ser votado para su participación en cargos públicos, es decir, le concede al individuo la capacidad de ejercer los hoy reconocidos derechos políticos. Ésta es una dimensión en la que el concepto de ciudadanía se equipara con el de nacionalidad, y se llega a emplear incluso como sinónimo, distinguiendo claramente a los que son ciudadanos de los que no lo son dado que el ejercicio de estos derechos sólo compete a los ciudadanos, situación que no siempre ocurre con otro tipo de derechos, como los cívicos, los sociales y los culturales, que son reconocidos también por algunos Estados para los extranjeros. La segunda condición alude a la parte activa de la ciudadanía que involucra la participación de los individuos y los grupos sociales en los procesos de carácter político y social, más allá del ejercicio del voto y de la intervención en cargos públicos; esto es, en las prácticas de la llamada democracia participativa. Tales prácticas involucran distintos aspectos referidos a la creación de las condiciones para hacer efectivos los derechos ciudadanos y para hacer valer también el carácter protagónico de los individuos como miembros plenamente competentes ante su comunidad política. Esto supone, por una parte, la existencia de espacios y prácticas c 94 Ciudadanía reglamentadas de participación que posibiliten la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos: políticas públicas, gestión social, agenda social, contraloría ciudadana, vigencia de derechos, etcétera. Y, por otra, poner de relieve la aspiración inherente al concepto de ciudadanía, de generar la igualdad de condiciones entre los distintos miembros de la comunidad para el ejercicio de sus derechos, de modo que éstos no sean desconocidos o desvirtuados por situaciones de desventaja o vulnerabilidad, y de evitar entonces la exclusión política, económica, social y cultural. En este último sentido, más recientemente, la ciudadanía ha sido definida también de manera extensa como la lucha de los individuos y los actores por la reducción de las exclusiones (San Juan, 2003), y como “conjunto de prácticas (jurídicas, políticas, económicas y culturales) que definen a toda persona como miembro competente de su sociedad, y que son consecuencia del flujo de recursos de personas y grupos sociales de dicha sociedad” (Turner, 1993a: 2). Esta definición: […] enfatiza la idea de práctica en orden a evitar una definición netamente jurídica de ciudadanía como una mera colección de derechos y obligaciones [...] sitúa el concepto adecuadamente en torno a la desigualdad, diferencias de poder y clase social, porque la ciudadanía está inevitablemente ligada con el problema de la inequitativa distribución de recursos en la sociedad (2-3). De este modo, la ciudadanía ha sido referida a diversas condiciones y ha sido objeto de diversas acepciones. Se le ha concebido, señala Charles Tilly (1996), como categoría, que refiere a un conjunto de actores agrupados por un criterio común; como vínculo, en tanto relación en la que los participantes de una comunidad comparten experiencias de memoria, derechos, obligaciones, responsabilidades y concepciones de vida; como identidad, que se construye como resultado de experiencias políticas o vivenciales en común, o como un rol, que refiere a distintos vínculos asignados o referidos a un actor particular. Historia, teoría y crítica El concepto de ciudadanía tiene una larga historia en la tradición occidental, que se reconoce en una doble raíz: la griega y la latina. Es de corte más bien político, en el primer caso, y de carácter más jurídico, en el segundo. De ella han emanado diversas escuelas y tendencias teórico-políticas que hasta nuestros días se expresan en las dos principales tradiciones vigentes: la liberal y la republicana. La ciudadanía, entendida como una relación política, es decir, como vínculo entre el individuo y la comunidad política de pertenencia, es una idea presente tanto en los griegos como en los latinos; sin embargo, existen diferencias sustantivas entre ambas concepciones pues el carácter del vínculo y sus implicaciones en la vida política fueron y son hasta hoy, en las tradiciones derivadas, muy distintos. Los griegos ponen el énfasis en la participación directa de los ciudadanos en la vida política, mientras que los romanos formulan la participación mediante la representación. En la concepción griega, los individuos, en tanto parte dinámica de la comunidad política, debían participar de manera activa y propositiva en su seno; no se podía ser ciudadano sin ocuparse de las cuestiones públicas y sin invertir tiempo y dedicación en los asuntos del bien común, el cual era parte de la construcción ciudadana y a él se dedicaban importantes esfuerzos. La vida privada ocupaba un plano secundario y la vida pública era la parte constitutiva de la polis. Entre los atenienses, la mejor vía para atender los asuntos públicos era mediante la deliberación, el debate abierto y el intercambio de ideas y posiciones en el ágora, que era el centro de la vida pública. En la cultura griega la ciudadanía estuvo muy ligada también a la virtud; el ciudadano no era sólo un individuo activo y participativo, sino también un ser virtuoso, consciente, preocupado por la comunidad, por el bienestar de los otros y por la construcción del bien común; de ahí que únicamente se podía ser virtuoso si se tomaba parte en la política y se participaba en el ámbito público. Lo político significaba, igualmente, que todos los problemas y los asuntos públicos se trataban por medio de la palabra y de la persuasión; la fuerza y la violencia, así como las modalidades despóticas, eran consideradas formas prepolíticas que sólo se empleaban al margen de la polis, en el hogar o en el seno de la familia (Arendt, 2001). Para Aristóteles, “sólo el hombre entre los animales tiene lógos” (palabra) (1986: 24) y por eso puede, mediante ésta, manifestar lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo perjudicial. Para él, el ciudadano poseía una doble categoría: distinguía al “ciudadano en sentido absoluto” de los “ciudadanos degradados o desterrados”; el primero era el que tenía el derecho de participar en el poder deliberativo o judicial de la ciudad, y el que por ello estaba exento de “los trabajos necesarios de la vida” (116); en tanto que los otros eran ciudadanos con restricciones, que tenían a su cargo la realización de todos los trabajos relacionados con la provisión de los bienes materiales necesarios para la vida, ya fuesen tareas de producción o de distribución. De ahí que el término ciudadano en estricto sentido quedaba reservado a “quien tiene parte en los honores públicos” (117), y la ciudad era concebida por él como “el cuerpo de ciudadanos capaz de llevar una existencia autosuficiente” (109). Otro aspecto relevante sobre la ciudadanía en la tradición griega lo constituye la creación de la ciudad-Estado, que significó la institucionalización de la vida pública frente a las formas naturales de organización, como el hogar (oikia) y la familia; y con ésta, la concreción del reconocimiento de la capacidad del hombre, exaltada por los griegos, de organizarse políticamente. En este reconocimiento subyacía la consideración, apuntada por Aristóteles, en relación con que el ser ciudadano significaba también el ser gobernante y súbdito a la vez; esto quiere decir que el ciudadano tomaba parte en los asuntos públicos en una doble dimensión: en la deliberación de los asuntos de la polis, como autoridad, y en el reconocimiento de la necesidad de obedecer y observar las resoluciones establecidas previamente por otros. En esto radica lo sustantivo de la noción aristotélica; en que los ciudadanos participan y toman decisiones, pero también están obligados a respetar y obedecer las limitaciones que les impone el gobierno, dado que han sido ellos mismos quienes han participado en el establecimiento de ese gobierno y de esas leyes. Los alcances de esta noción han sido relevantes y han trascendido hasta nuestros días; sin embargo, vale la pena señalar también al menos dos de las principales críticas que se le han hecho. Éstas se refirieren al carácter restringido de la misma, al considerar dentro de esta condición únicamente a los varones, adultos e hijos de padre y madre atenienses; es decir, estaba reservada a las personas que gozaban de cierto estatus y representaba una situación virtual de privilegio, de la que estaban excluidas las mujeres, los niños, los extranjeros y los esclavos. Esto hacía de la ciudadanía una noción que en última instancia poseía un carácter fuertemente excluyente. La otra consideración crítica que dificulta su vigencia en la actualidad, se refiere a la circunstancia de que la democracia directa que emana de ella es una modalidad posible únicamente en comunidades reducidas, donde las prácticas pueden llevarse a cabo cara a cara en ejercicios de asamblea, lo cual escapa a las condiciones de masividad de las sociedades contemporáneas. La tradición romana avanza en un sentido distinto de la ateniense, y radica principalmente en que ser ciudadano en Roma significaba actuar bajo la ley y, por lo tanto, ser protegido por la misma a lo largo y ancho del territorio del Imperio; significaba también ser miembro de una comunidad que compartía la ley y que podía identificarse, o no, con una comunidad territorial (Cortina, 2003). La ciudadanía se convierte, en el Imperio romano, en un estatuto jurídico en el que se reconocen y demandan ciertos derechos y no existe una exigencia manifiesta de cumplir con obligaciones respecto a la ciudad. De este modo hay un tránsito del zóon politikón de Aristóteles al homo legalis romano; del ciudadano participativo de los griegos al ciudadano protegido y representado de los latinos. La extensión adquirida por el Imperio romano hasta diversos y lejanos pueblos conquistados, sin duda, contribuyó a que la noción y circunstancia de ciudadano en esta cultura se circunscribiera a un reconocimiento jurídico y a una protección legal. Este reconocimiento se daba mediante tratados y decretos, y no era necesario haber nacido en sus dominios para obtenerlo y tampoco gozar de propiedades o de cierta fortuna. El concepto de ciudadano se fundaba en el derecho de actuar dentro del sistema jurídico y de la ley, en donde participaban todos los habitantes de Roma, incluidas las mujeres. Los habitantes de los pueblos conquistados se convertían en ciudadanos del Imperio, por lo cual se dio una integración masiva que se reconocía en términos jurídicos pero que operaba también en términos socioeconómicos. La Ciudadanía 95 c capacidad de inclusión de la ciudadanía romana funcionó de forma semejante a como opera el concepto de nacionalidad, es decir, mediante la incorporación de todos los habitantes en un marco legal común. Bajo el Imperio romano, la calidad de ciudadano era otorgada por la clase gobernante, así como los privilegios emanados de ésta, que eran a su vez un medio a través del cual los gobernantes mantenían el control sobre sus gobernados y obtenían de éstos el apoyo hacia el Imperio. Mediante este mecanismo se estableció en Roma una jerarquía timocrática (basada en función de la propiedad), en donde los ciudadanos eran clasificados de acuerdo con jerarquías de órdenes y clases. Esta jerarquía se estructuró teniendo en la cima a los ciudadanos de primera clase, los patricios, que eran, como se sabe, la clase gobernante; y en la base social a los plebeyos, que gozaban de derechos restringidos, económicos y legales. Los plebeyos podían mejorar su condición y aumentar sus privilegios con su participación en las guerras en defensa del Imperio. Después de ellos estaban los esclavos, excluidos de todo reconocimiento ciudadano y de todo privilegio. La ciudadanía no estaba basada en un contenido político participativo, sino en un vínculo jurídico que implicaba el sometimiento al derecho romano y a sus leyes; de ahí que esta noción se despojó en buena medida de su contenido político y activo y adquirió un carácter más bien pasivo y legal. El ciudadano romano, a diferencia del griego, no tenía noción de sus derechos individuales y no gozaba de plena libertad; estaba más bien regulado, dirigido y protegido por la ley. No obstante, en la legislación romana se dieron las bases para el reconocimiento de los derechos políticos (recuperados más adelante por la Ilustración), derivados de la instauración del sistema de elecciones con el que operó posteriormente la República: el derecho a votar (ius sufragii) y a ser votado para los cargos públicos (ius honorum). Aquí se erigen los principios del liberalismo y del sistema de representación. Estos principios fueron recuperados en los siglos xvii y xviii en los albores de la sociedad capitalista y al calor de las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa. Fue la época de la expansión de la tradición iusnaturalista, en la que se clamaba por la construcción de una modalidad de Estado capaz de defender y proteger la vida, la integridad y la propiedad de sus miembros; de ella emergió el Estado nacional moderno, en el seno del cual toma forma la concepción liberal de ciudadanía que conocemos hasta nuestros días. En el Estado moderno, los ciudadanos son los miembros de pleno derecho, es decir, los que forman parte de este Estado porque adquieren la nacionalidad, entendida como el estatuto legal por medio del cual una persona afirma su pertenencia a un Estado determinado. La adscripción a éste se daba por dos vías: la residencia (ius soli) y el nacimiento (ius sanguinis), y esta adscripción significaba la obtención de la ciudadanía legal, sustentada en la nacionalidad, que otorgaba derechos y beneficios al ciudadano a cambio de la aceptación del sometimiento de éste a la coacción del Estado. c 96 Ciudadanía El concepto liberal moderno de ciudadanía tuvo su origen en las ideas de la Ilustración francesa, que tuvieron como punto de partida la defensa de la emancipación y libertad del individuo, y la crítica a la concentración del poder, los abusos y la corrupción del régimen monárquico. Defendían la idea de un Estado regido por leyes y no por decisiones arbitrarias, y cuestionaban profundamente la condición del súbdito, en tanto sujeto oprimido por las condiciones de la monarquía y sometido a la voluntad del monarca. En contraposición al súbdito, exaltaban la concepción del ciudadano como individuo sujeto de derechos y capaz de tomar decisiones en el marco de las leyes del Estado. La construcción de la legalidad constituía para ellos una meta universal, que debía establecer las condiciones de la convivencia del Estado y los derechos ciudadanos, y debía también ser igual para todos los miembros de éste. Los principios de libertad e igualdad adquirían sentido y vigencia únicamente en el marco de las leyes. Voltaire consideraba que la libertad se alcanzaba cuando se dependía únicamente de las leyes, y para Montesquieu tal libertad se conseguía mediante el conocimiento que los individuos tuvieran de la legislación; por otra parte, las leyes protegían los derechos ciudadanos, los cuales eran la condición para hacer posible la libertad de los individuos. En cuanto a la igualdad, ésta era identificada en distintos planos por los ilustrados; para Montesquieu, la igualdad se situaba básicamente en el ámbito de la legalidad, donde las leyes eran iguales para todos; en tanto que para Rousseau, la igualdad se expresaba en el derecho de todos los ciudadanos a la propiedad. Para este último, el derecho de cada individuo sobre su tierra se relaciona directamente con el propio trabajo; hacer producir la tierra es el medio para poseerla, pero este derecho está supeditado al derecho de toda la comunidad sobre el territorio. En El contrato social, Rousseau planteó la posibilidad de una distribución y una organización comunal de la tierra en la que el interés de la comunidad estuviera por encima del interés individual. Los principios de libertad e igualdad de la Ilustración fueron la base para la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, emanada de la Revolución francesa de 1789, en donde se asienta, en al artículo 4º, que: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña al otro” (ddhc). La libertad manifiesta coincide aquí con la igualdad implícita reconocida en el hecho de que el “no dañar al otro” significa que todos, sin distinciones, poseen los mismos derechos. Se establecen también los derechos de ciudadanía, entendidos como la igualdad ante la ley y la ratificación de los “derechos naturales” de libertad, de propiedad y de seguridad por parte del Estado. Sin embargo, pese a su sentido de inclusión, la idea del ciudadano que emergió de la Revolución francesa reconoció al menos tres exclusiones: la de los extranjeros, la de los no propietarios y la de las mujeres; esto dio lugar a una diferenciación y a una desigualdad en la condición del ciudadano en Francia, al reconocerse ciudadanos activos (los propietarios) con derecho al voto, y ciudadanos pasivos, sin acceso a este derecho. Así la propiedad se convirtió en una condición indispensable de la ciudadanía liberal plena. La ausencia de esta condición implicó el reconocimiento únicamente de los derechos civiles para todos y excluyó a los desposeídos y a las mujeres de los derechos políticos, con lo que el principio de igualdad quedó restringido a una parte de la población adulta. En sintonía con esta tradición liberal, tenemos ya en el siglo xx los aportes del inglés Thomas Humphrey Marshall, quien se ha convertido en uno de los referentes obligados de la concepción de ciudadanía. En su conocida obra Citizenship and Social Class, concibe la ciudadanía básicamente como la posesión de derechos, aunque desde una perspectiva amplia que lo coloca, junto a Rawls y Dworkin, dentro del liberalismo igualitario, promotor de la justicia distributiva y de las políticas de bienestar social. Marshall fue un defensor de la vida civilizada y entendía por esto, fundamentalmente, “el ser admitido como parte de la herencia social, lo cual implica la completa aceptación como miembro pleno de derechos de una sociedad, esto es, como ciudadano” (1965: 76). Su concepción lleva implícito el reconocimiento de una verdadera igualdad en la condición ciudadana que subyace tras la desigualdad económica y social, real característica de la sociedad de clases. Su definición tiene que ver básicamente con el tipo de vínculo que define la membresía de un individuo con su comunidad; la ciudadanía es así, “un estatus conferido a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Todos los que poseen este estatus son iguales con respecto a los derechos y deberes, a través de los cuales, éste es conferido” (92). Para Marshall, la ciudadanía es una condición que se desarrolló en perspectiva histórica y que adquirió en el siglo veinte una triple dimensión, al ser constituida por tres componentes sustantivos acuñados a lo largo de tres siglos: el civil (derechos civiles, siglo xviii), el político (derechos políticos, siglo xix) y el social (derechos sociales, siglo xx). Cada una de estas dimensiones estaba acompañada de la creación de las instituciones encargadas de hacerlos valer. La dimensión civil está constituida por los derechos indispensables para el pleno reconocimiento y el ejercicio de la libertad individual: la libertad de expresión, de pensamiento, de profesar el culto religioso de elección, así como el derecho de propiedad, el de establecer contratos y el derecho a la justicia. Las instituciones directamente vinculadas al ejercicio de estos derechos son los tribunales de justicia. La dimensión política comprende el derecho de los individuos a tomar parte en el ejercicio del poder político, a votar y a ser votado, sea esto “como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miembros” (79). Las instituciones correspondientes son “el parlamento y las juntas del gobierno local” (79). Y la dimensión social, la más extensa, se refiere a un abanico muy amplio que comprende desde “el derecho a la seguridad y a un mínimo de bienestar económico” (79), hasta el derecho de “compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad. Las instituciones relacionadas son, en este caso, el sistema educacional y el de servicios sociales” (79). De acuer- do con la concepción de Marshall, cada individuo debe ser tratado como un miembro de pleno derecho de una sociedad de iguales, y la mejor forma de asegurar la pertenencia de los individuos a su comunidad consiste en otorgar un número creciente de derechos de ciudadanía (Kymlicka y Norman, 1994). De este modo, es a través de los derechos expandidos que la ciudadanía adquiere pleno sentido. Dentro de la tradición liberal, la concepción de Marshall abre el espectro a una ciudadanía más plena, que supera con mucho a la ciudadanía civil y política; sin embargo, desde las tradiciones marxistas y conservadoras ha sido cuestionada por el hecho de no incluir en esta perspectiva a los derechos económicos y culturales, así como al derecho de participación activa en los asuntos públicos, indispensables para el ejercicio de una condición realmente plena de ciudadanía. Igualmente, el concepto de Marshall ha sido objeto de otras críticas relevantes, como es la ausencia de una explicación política y social acerca de cómo se da el proceso de expansión de derechos en la sociedad de clases y en el marco de la tensión permanente entre capitalismo y democracia. Este autor ubica esta expansión a través de la asignación progresiva de derechos mediante la política del Estado de bienestar, pero no considera el papel de las clases y de los movimientos sociales en este proceso. De la misma manera, en su visión no resulta claro el papel de la ciudadanía ante el modo de vida capitalista; falta precisión con respecto a si la ciudadanía contradice al capitalismo al suponer la redistribución de la riqueza sobre la base de la necesidad; si la ciudadanía únicamente es una tensión permanente ante el capitalismo atemperando el impacto del mercado, o bien, si la ciudadanía contribuye a apoyar al capitalismo al inhibir las contradicciones mediante la integración de la clase trabajadora al sistema, a través del Estado de bienestar (Turner, 2001). En una perspectiva semejante se encuentra la visión de Rawls (1996), quien parte de la idea de que la justicia tiene primacía sobre el bien y, por tanto, los derechos individuales no pueden sacrificarse por el bien común; asimismo, los principios de justicia que establecen esos derechos no pueden ser impuestos por ninguna concepción particular de la vida buena. Para este autor, el Estado es neutral ante las distintas concepciones de vida de los ciudadanos, y éstos deben guiarse en su vida cotidiana por los principios de justicia y establecer una clara diferencia entre los asuntos privados y los públicos. De aquí que el ser ciudadano signifique “adoptar una cierta perspectiva de justicia frente al mundo y gobernar el propio comportamiento de acuerdo a los principios derivados de ella” (Miller, 1997: 75). Consiste además “en verse a sí mismo como uno entre muchos individuos libres e iguales y en reconocer que la sociedad política a la que pertenece tiene que ser gobernada por principios aceptados por todos” (75). Así, el ciudadano es el que suscribe un conjunto de principios mediante los cuales rige su vida cotidiana, y es quien reconoce a los otros como agentes morales, libres e iguales, racionales y razonables (Rawls, 1996). En abierta diferenciación con los republicanos, Rawls no considera importante que existan Ciudadanía 97 c ciudadanos participativos; esta cualidad sólo es relevante en la medida en que contribuya a proteger los derechos y las libertades básicas de las personas. En contraposición con el liberalismo distributivo y con el Estado de bienestar, surgió también en la segunda mitad del siglo xx otra tendencia dentro de esta tradición, reconocida como liberalismo libertario (o la nueva derecha), de la que forman parte autores como Hayek, Nozick, Fullinwinder y Mead. Entre éstos existe la visión de que la ciudadanía, más que estar sustentada en los derechos, debe estar orientada a fortalecer sus obligaciones, principalmente en la esfera privada. Los individuos son los principales responsables de su bienestar y del de su familia, y deben por ello tomar un papel activo para llevar a la práctica sus deberes sociales. Para esta tendencia, la ciudadanía consiste básicamente en el derecho a tener o asumir responsabilidades y obligaciones; y es necesario fomentar en los ciudadanos, además de los derechos, la responsabilidad de ganarse la vida, la autosuficiencia y una ética del trabajo. Ésta es una visión emparentada directamente con el régimen neoliberal. En una perspectiva muy distinta a las anteriores se ubican los autores republicanos, que constituyen toda una tradición proveniente de la cultura griega y, en particular, de la escuela aristotélica. Actualmente existen al menos dos tendencias claramente diferenciadas: la del republicanismo liberal y la del republicanismo cívico o comunitarista. La primera sostiene que la participación y el compromiso ciudadano poseen un carácter instrumental en la medida en que colocan a los ciudadanos en la posición de defender sus derechos y de contener la corrupción de los gobiernos; estas ideas se sustentan en pensadores clásicos como Maquiavelo, Tocqueville, Jefferson y Harrington, y que han sido recuperadas más recientemente por autores como Skinner, Pettit y Sunstein. La segunda tendencia es la que se deriva más claramente del pensamiento aristotélico, destacando que la participación política y las virtudes cívicas son un valor en sí mismas y representan auténticas cualidades ciudadanas que es importante exaltar, al igual que las identidades comunitarias. En esta tendencia destacan autores como Arendt, Sandel y Taylor. La característica sustantiva de esta tradición consiste en poner de relieve al ciudadano como alguien más que un simple elector, como un participante activo y responsable que, mediante su participación, ejerce sus derechos al mismo tiempo que sus obligaciones y compromisos con la sociedad de la que forma parte. La participación política es entendida por esta corriente como la intervención de los individuos en la res publica, esto es, en las distintas tareas de orden público que atañen a los cargos, las políticas y la organización de la sociedad. Los republicanos consideran que las elecciones son necesarias, pero no suficientes, y que los ciudadanos deben participar en el control de los procesos electorales y en la vigilancia de los representantes, para lo cual deben acudir a otras modalidades de hacer política como lo son las asambleas, los referendos, las consultas públicas, la deliberación y la movilización. De este modo, se defiende una idea fuer- c 98 Ciudadanía te de la democracia y una concepción activa de ciudadano, que reconoce a la ciudadanía más como una práctica y un ejercicio que como un mero estatus pasivo; el ciudadano no es únicamente un receptor de derechos sino un ejecutor, promotor y defensor de los mismos. Estos planteamientos suponen la existencia de un nuevo modelo de democracia, una democracia participativa, sustentada en la deliberación, la intervención y el vínculo estrecho entre la ciudadanía, la esfera pública y las decisiones políticas. Líneas de investigación y debate contemporáneo Más recientemente las dos tradiciones clásicas sobre ciudadanía han sido recuperadas por diversos autores, en versiones complejas, que responden a las características de las sociedades contemporáneas. Por una parte, tenemos a O’ Donnell, emparentado con Marshall pero con un énfasis republicanista, que defiende la idea de ciudadanía integral y considera que para que los ciudadanos puedan tener acceso a los derechos elementales, cívicos y políticos, es indispensable que cuenten con un mínimo de condiciones económicas y sociales —los derechos sociales— para que puedan ejercer su capacidad de agencia, esto es, su cualidad de participación en las decisiones de la vida pública (2004). De este modo, es defensor de la ciudadanía integral, en relación a la cual advierte que “los individuos tienen derecho a al menos un conjunto básico de derechos y capacidades (sociales, civiles y políticos) para funcionamientos que son consistentes con, y consecuentemente facilitadores de, su agencia” (2004: 45). Por otra parte, este autor se sitúa en el centro del debate sobre ciudadanía pasiva y activa al considerar que ésta, en realidad, posee una naturaleza combinada; por una parte es activa, en relación a los derechos políticos y al régimen democrático, y por otra es pasiva, en relación a que es adscriptiva y otorgada desde el Estado, como nacionalidad. En una perspectiva distinta se encuentra Turner (citado al inicio de este texto), más cercano al republicanismo, quien pone de relieve el aspecto participativo de la ciudadanía al destacar la participación política y las obligaciones del ciudadano con la comunidad; pero la participación a la que él alude es toda aquella que tiene que ver con la vida de la comunidad, no únicamente la inscrita en el ámbito político, de ahí que se trate de una participación integral, relacionada con el conjunto de relaciones entre la ciudadanía y la sociedad, entendidas éstas como un todo. En este sentido, la ciudadanía, para Turner, [...] tiene que ver con derechos y obligaciones, por un lado frente al Estado, y, por otro, su responsabilidad frente y para con la comunidad. Esta noción incluye un conjunto de prácticas que constituyen a los individuos como miembros competentes de su comunidad, expresando un paquete de prácticas sociales, legales, políticas y culturales. Por otra parte, estas prácticas lo constituyen más que definen al ciudadano, que con el tiempo llegan a institucionalizarse como arreglos sociales normativos que determinan la membresía a la comunidad (1993a: 3). El enfoque de este autor resulta importante y sugerente porque, al poner el acento en las prácticas sociales, reconoce que la ciudadanía puede ser generadora de solidaridad, pero también de conflictos al crear expectativas sobre la distribución que no se cumplen y al propiciar prácticas sociales —movimientos— que luchan por acceder a los recursos. De aquí surge el cuestionamiento acerca de si existe una sola forma de ciudadanía o formas diversas ubicadas en contextos históricos y sociales distintos. Turner admite, incluso, que las diversas formas de ciudadanía pueden generarse desde arriba o desde abajo y ser activas o pasivas, o desarrollarse en el espacio público o en el privado (1993a: 8-9), con lo cual la diversidad se amplía. Él reconoce también que en las sociedades contemporáneas han surgido distintas formas de ciudadanía que han evolucionado bajo diferentes circunstancias de modernización política y social. Con estas precisiones abre un espectro amplio de indagación sobre la multidimensionalidad de la ciudadanía. Otra vertiente interesante es la que propone Chantal Mouffe, reconocida promotora de la democracia radical y defensora de la tradición republicana. Esta autora sitúa la problemática de la ciudadanía en el terreno de lo político y en el marco de la comunidad política, entendida ésta como un modo de asociación política que, aunque no postule la existencia de un bien común sustancial, sí reconoce la existencia de un “vínculo ético que crea un lazo entre los participantes de la asociación” (Mouffe, 1999: 96). De esto deriva una idea de ciudadanía entendida sustancialmente como “la identidad política que se crea a través de la identificación con la respublica” (101), es decir, ya no se trata de un estatus legal sino de un tipo de identidad. “Es una identidad política común de personas que podrían comprometerse con muchas empresas diferentes de finalidad y que mantengan distintas concepciones del bien, pero que en la busca de sus satisfacciones y en la promoción de sus acciones aceptan el sometimiento a las reglas que prescribe la respublica” (101). Y enfatiza la naturaleza del vínculo: “Lo que los mantiene unidos es su reconocimiento común de un conjunto de valores ético-políticos” (101). Esto consiste en un principio de articulación que afecta a las diferentes posiciones subjetivas del agente social, pero reconociendo la existencia de una pluralidad de lealtades específicas y el respeto también a la libertad individual. Lo relevante de esta visión está en el reconocimiento de las diferencias que integran la comunidad, individuos y comunidades diversas y en su adscripción, desde la diversidad, de intereses e identidades particulares a la comunidad política. Para Mouffe lo importante radica en que “se tomen en cuenta las diferentes relaciones sociales y las distintas posiciones subjetivas que son pertinentes: género, clase, raza, etnicidad, orientación sexual, etcétera” (103). Finalmente, otro autor contemporáneo significativo es, sin duda, Will Kymlicka, quien, partiendo del reconocimiento del fenómeno de la diversidad cultural existente en las sociedades contemporáneas, ha distinguido dos tipos de Estados multiculturales: los “Estados multinacionales”, en lo que la diversidad cultural surge de la incorporación de culturas que anteriormente poseían gobierno propio y estaban concentradas territorialmente en un Estado mayor, y los “Estados poliétnicos”, en los que la diversidad cultural proviene de la inmigración individual y familiar (Kymlicka, 1996). El autor advierte que tales circunstancias han sido generadoras de formas de violencia y discriminaciones interétnicas e interculturales, y que es necesario por tanto admitir la existencia de una ciudadanía diferenciada “cuando en una sociedad se reconocen los derechos diferenciados en función del grupo, en donde los miembros de determinados grupos se incorporan a la comunidad política no sólo en calidad de individuos, sino también a través del grupo, y sus derechos dependen, en parte, de su propia pertenencia al grupo” (240). Esta reflexión da lugar a la identificación de tres conjuntos de derechos que constituyen la ciudadanía diferenciada: derechos de autogobierno, derechos poliétnicos y derechos especiales de representación. Con esto, el aporte de Kymlicka aborda una de las principales problemáticas de las sociedades contemporáneas: la multiculturalidad, y pone el énfasis en la reflexión sobre uno de los principales retos para el reconocimiento de las ciudadanías actuales. 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Ahora bien, con relación al adjetivo liberal, su referente teórico está delimitado por el liberalismo, que es un término que lejos de significar una sola teoría política y filosófica, amén de una económica, supone una serie de valores que no pueden ser enlistados de manera total sin que se contribuya a su mayor ambigüedad y confusión. Por ello, sin pretender agotar los sentidos del concepto mismo, podemos entender a la ciudadanía liberal como una condición civil y política del individuo que el Estado protege, el cual se comprende con ciertas funciones que no traspasan los derechos de sus ciudadanos, por ejemplo, sus libertades de opinión, consciencia, culto, expresión, tránsito, acceso a tribunales de justicia, proyecto de felicidad, seguridad y propiedad, así como a sus derechos políticos. Se puede decir, por lo tanto, que la ciudadanía liberal remite a la relación del individuo, poseedor de derechos inalienables, con el poder establecido llamado Estado-nación. De ahí que la ciudadanía liberal se distinga también de otros conceptos de ciudadanía occidentales y modernos, por ejemplo, del correspondiente a la ciudadanía social que se inscribe en un modelo de Estado intervencionista y planificador que, a diferencia del liberal, participa activamente en la puesta en marcha de los derechos que no podrían ser objeto de políticas públicas sin su injerencia como los derechos al trabajo, la salud, la educación y la vivienda, los cuales requieren más presencia del Estado y no podrían llevarse a cabo mediante la intromisión mínima que presupone el modelo liberal. La ciudadanía liberal tiene que ver tanto con la concepción de una forma de vida enmarcada por las libertades individuales, como también con las libertades y derechos que protegen la vida política, es decir, con los derechos del ciudadano a ser elegido para ocupar funciones de gobierno y representar a sus conciudadanos, o bien, el derecho de elegir libremente a sus representantes. Históricamente, la ciudadanía liberal se diferencia de la ciudadanía perteneciente a otros momentos históricos porque sus orígenes son modernos, situados en un contorno social que favorece la práctica política que tanto en la Grecia clásica como en la etapa perteneciente al republicanismo renacentista no se observó, pues en tales ciudadanías la participación en asuntos públicos se ejerció desde el interés colectivo y no en consideración de los intereses de los individuos, como es el caso de la ciudadanía liberal. En este tipo de ciudadanía, los derechos políticos coexisten con la dimensión de los derechos del individuo a una vida o ámbito privado protegido y respaldado por la fuerza del Estado. Por eso se dice que a los teóricos de la tradición —como Platón, Aristóteles o Santo Tomás— les resultaría inconcebible la valoración positiva de la separación de la vida pública del ciudadano para cultivar ese espacio en el que tiene lugar la realización personal, sin que por ello su calidad de ciudadanía se pierda o se vea descalificada. La ciudadanía liberal presenta una tensión entre la vida pública y la privada, a pesar de que las prácticas políticas protejan la libertad personal y sus derechos específicos, pues el antagonismo, la pluralidad y el conflicto son parte de ella. Para sintetizar lo dicho anteriormente, la ciudadanía liberal forma la identidad colectiva fincada en el “nosotros”, en cuanto conjunto de ciudadanos de una nación, y que son los sujetos tutelados por el Estado moderno, mínimo o liberal, el cual administra política y jurídicamente el territorio en el que se desarrolla el “nosotros” como una nación y cuya estructura favorece el imaginario de una misma trayectoria histórica a favor de la unión de ciudadanos, en una comunidad, que comparten una nacionalidad. El Estado moderno y liberal tiene la obligación de asegurar el disfrute del ámbito privado en tanto libertades y derechos del individuo, puesto que lo privado se convierte en el lugar legalmente blindado de las intromisiones de los demás ciudadanos y del Estado mismo. Historia, teoría y crítica Para comprender el aspecto histórico de la ciudadanía liberal, es necesario y pertinente acudir al pensamiento filosófico de John Locke,1 figura central de la tradición liberal, ya que su perspectiva nos permite ubicar la ciudadanía liberal como aquella proveniente de un contrato a través del cual se inaugura la sociedad civil y política. En consecuencia, el Estado se compromete a asegurarle a su ciudadano la libertad en la persecución de sus fines. La pertenencia a la comunidad civil y política como efecto de un contrato, se traduce en la formación del bien público que significa proporcionar el dis- 1 John Locke es considerado el padre del liberalismo político y ético, pero nunca empleó el término de liberalismo ni tampoco el de ciudadanía liberal. El liberalismo es un término empleado en el siglo xix. frute seguro de sus derechos naturales a la libertad, igualdad y propiedades de los contratantes. El concepto de ciudadanía liberal tiene una relación estrecha con la concepción individualista de los derechos de propiedad que sirvió de sustento, a su vez, a la aparición y fortalecimiento del Estado liberal o mínimo capitalista. Sin embargo, esta afirmación tiene que ser matizada, ya que los procesos sociales que condujeron a relaciones políticas modernas en las que la ciudadanía liberal aparece, no fueron idénticos ni se originaron del mismo modo, así como tampoco se obtuvieron los mismos resultados en todos los países en los que surgió dicha forma de organización. La presencia de un individuo dueño de una vida privada, protegida y reivindicada desde la vida pública como un ámbito de realización humana, revela rasgos existenciales propios de la ciudadanía liberal que, por supuesto, dejan ver la peculiaridad del espacio de las relaciones sociales y políticas en donde la vida privada es un derecho inalienable. Se puede decir que el liberalismo ético-político tiene un sustrato económico ya que, en su conjunto, el liberalismo es una postura filosófica que proviene de la acción de una nueva clase social que transformó a los hombres pertenecientes a estamentos jerárquicos diferenciados como terratenientes, eclesiásticos, campesinos, artesanos, guerreros y aristócratas, etcétera, en asalariados, banqueros, comerciantes e industriales. Acudiendo nuevamente a Locke para ilustrar la nueva concepción de la propiedad que utiliza el liberalismo, él expone en su obra que ella descansa en una idea de Dios: “Él es quien ha dado la Tierra a los hijos de los hombres”, a la humanidad en común, aunque la persona humana no forma parte de lo común pues cada hombre tiene la propiedad de su persona (1952: 16). Por ende, lo que el individuo, mediante su esfuerzo y trabajo, se apropie es siempre legítimo. Es importante enfatizar que para comprender el papel de la ciudadanía liberal, hay que señalar que el individuo tiene que ser protegido por un poder que institucionalice su igualdad para la libertad. Locke, al tener en mente tal cosa, propuso la división del poder de la siguiente manera: legislativo, ejecutivo y federativo. Él pensó que con esta división los derechos del individuo no podrían ser transgredidos y el poder estaría a favor de la comunidad de individuos, y no de los intereses particulares de los gobernantes. El proceso histórico europeo en el que se gestó la ciudadanía liberal vino a centrar la riqueza como una posesión individual y a considerar su acumulación como un bien moral. Al Estado, por otro lado, no le adjudica el derecho de intervenir en las propiedades de sus ciudadanos; por esta razón, a la propiedad se le interpretó como el elemento nuclear de la posición ético-política del individuo en la comunidad. El barón de Montesquieu admiró el pensamiento político de Locke y prosiguió su idea de la división de poderes en su propia obra, con la intención de proteger la dimensión de los derechos individuales, como por ejemplo: la libertad de hacer lo que la ley permite. Desde aquí, la ciudadanía liberal es perfilada con mayor claridad dentro del marco de la ley y de Ciudadanía liberal 101 c la estructura jurídico-política. Concepciones filosóficas que serán incorporadas en el lema revolucionario francés: “todos los hombres son iguales y libres ante la ley”. Por otro lado, para reforzar la perspectiva histórica del concepto de ciudadanía liberal, su aparición va aparejada al fenómeno político que comprende a la humanidad repartida en naciones; concepción que obvia ciertas implicaciones que tienen que ser esclarecidas, pues el Estado-nación no nació del sublime propósito humano del concepto de dignidad, que se empleó en su justificación filosófica, sino de fuerzas ciegas fuera de control, y no se basó en principios perfectamente definidos, sino que fue originado por determinados cambios económicos y sociales que ocurrieron en Europa entre los siglos xiii y xvi, como bien lo han señalado especialistas como Richard Crossman. Es pertinente, en este momento, señalar que el Estado moderno ha tenido distintas fases: en sus inicios en Europa no fue liberal, es decir, no nació así. La nueva economía que modificó las prácticas medievales —como las prácticas gremiales que no perseguían el interés económico por sí mismo— sufrió procesos que fueron entendiendo la riqueza con distintos significados hasta que es sometida al servicio del poder despótico centralizado, el cual cobijó el nacimiento de nuevas relaciones económicas y sociales llamadas burguesas. Es decir, el Estado centralizado y absoluto tuvo lugar en el momento en que se dieron prácticas económicas diferentes a las del régimen aristocrático que se identificaron con los intereses del soberano y de su exclusiva administración. Por medio de las luchas burguesas se lograron fracturar y trastocar los cimientos del poder absoluto, al mismo tiempo que dividieron republicana y constitucionalmente el poder, lo que no se convirtió en un compromiso con un bien común por parte de estos revolucionarios. Esta situación se dio porque el liberalismo no es sinónimo ni de un poder democrático ni tampoco de uno igualitario, ya que no tiene la vocación de incluir en sus intereses el bienestar común, sino solamente la defensa de la igualdad para la libertad. Por todo lo anterior, el Estado que lo “administra todo”, se convirtió en opositor de los intereses de esta nueva clase social, llevándole a crear un Estado concebido para administrar lo menos posible; así, el ciudadano defensor de este ente político se emancipó de las reglamentaciones estatales que se opusieron a sus prácticas de laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar), y que se convirtieron en la base de la vertiente liberal. Harold Laski afirmó que la ética del capitalismo se resume en dar cuenta de los momentos que condujeron al poseedor de los instrumentos de producción, hasta su emancipación de toda obediencia a las reglas que coartan la explotación cabal de quienes no los poseen (1994: 22-23). Como ya se señaló anteriormente, la carga ideológica de la ciudadanía liberal tiene que ver con la existencia de un poder que no se excede ante los derechos individuales. Además, la ciudadanía liberal que detenta derechos civiles se contempla a sí misma complementaria de los derechos políticos que, en conjunto, son los derechos humanos individuales o la primera c 102 Ciudadanía liberal generación de derechos. Asimismo, la idea de dignidad que se utiliza en el liberalismo es una nueva concepción ética en el pensamiento occidental, ya que anteriormente la dignidad estaba dada por el lugar de nacimiento: si acaso éste era un lugar superior, a la persona se le calificaba como digna; en su defecto, si era inferior se le valoraba como indigna, o bien, según las actividades valiosas que desempeñara se le distinguía llamándole digno. Una de las grandes aportaciones de Kant al pensamiento liberal es su concepto de dignidad como intrínseca al individuo, que no se adquiere por el lugar o por las obras: para Kant, el individuo es un fin en sí mismo, no tiene precio, es miembro de una comunidad donde todos son fines y no medios. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres dice que la dignidad es aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines (1999: 438.7-439.4). El individuo o ciudadano es libre al obedecer la ley, pues contribuyó en su creación, siendo de este modo obediente y libre al mismo tiempo (aquí se oyen los ecos de Rousseau y de su concepción de la voluntad general). La filosofía liberal tiene en Kant al gran defensor del sentido moderno de dignidad que va más allá de todo poder, pero que ha sido cuestionado como una idea abstracta que en la realidad sólo funciona para un grupo de humanos, aspecto que también se puede ilustrar con la idea de ciudadano activo y pasivo que el mismo Kant estableció en su obra. El liberalismo percibe a la ciudadanía no sólo desde una base económica y una forma jurídica que la protege, sino también, y esto es muy importante, desde una dimensión moral que se interpreta como bienestar o con la palabra inglesa Welfare State. Esta idea reúne a autores distintos como Benjamin Constant, Wilhelm Humboldt y Adam Smith, para quienes la libertad es un valor moral personal, que hace del individuo un ser moral, creador de principios, de autonomía y que es autolegislador. El bienestar del individuo no tiene que ver con la idea de que se apruebe la retirada del ciudadano al disfrute de sus bienes como la actitud de un individuo apático, pues en Kant los bienes provienen de su actividad y de la competencia; es por esto que el espacio privado es valorado desde los esfuerzos del trabajo que produce bienes. Esta justificación kantiana de la competencia que desarrolla este individuo no contempla que al mismo tiempo se justifica el deterioro de otro individuo que es vencido por la “laboriosidad de aquél”. Es en este punto donde podemos mencionar nuevamente las diferencias entre los valores de igualdad y libertad, puesto que para un liberal la igualdad no significa el desarrollo de la comunidad, o la igualdad económica, etcétera, sino la posibilidad de la libertad para todos. En el siglo xix, encontramos que hay una evolución del liberalismo que ya no va a fundamentar su apoyo del Estado mínimo y de la ciudadanía liberal apelando a la existencia de derechos naturales. El utilitarismo de Jeremy Bentham sostuvo una concepción del Estado no intervencionista, pero no fue un autor iusnaturalista; es más, argumentó lo absurdo que es afirmar que hay derechos previos a la sociedad. Con este autor, la felicidad se entiende como la ausencia de dolor y en ella sustenta su teoría del utilitarismo, que es la filosofía ética que acompañó al liberalismo en la defensa del poder limitado. Esta misma filosofía va a ser desarrollada por otro gran filósofo, John S. Mill, quien se ocupó de los parámetros para justificar la protección de la vida privada y la vida pública. El individuo, según Mill, es el único que puede ser juez de su vida personal, de su propia condición física y espiritual. Por otro lado, en el mismo siglo también se presenta la influencia del libro de Alexis de Tocqueville, La democracia en América, en el que dio cuenta de la situación social y política de la democracia en Estados Unidos que, a diferencia de Francia, no tiene un pasado que le obstaculice su tránsito a la igualdad y a la democracia. Sin embargo, Tocqueville denunció el peligro para la libertad que se suscita del exceso de igualdad, ya que para él en Estados Unidos se favorecía la servidumbre, es decir, lo opuesto a la libertad. Las opiniones de Tocqueville significan una fuerte crítica a la democracia opuesta a la libertad del individuo, ya que el ciudadano que solamente persigue la igualdad sobre todas las cosas obtiene igualdad de condiciones, como es el caso del ciudadano norteamericano, que luego se dedica a sus propios intereses económicos en detrimento de los intereses públicos, lo que en lugar de fomentar una forma de gobierno libre contribuye a propiciar la llegada al poder de un tirano, o bien la tiranía de las mayorías, o un poder centralizado, todas ellas formas de poder de las que el ciudadano no se dará cuenta hasta que lo empiecen a oprimir. En La democracia en América dice: “He querido poner en claro los peligros que la igualdad hace correr a la independencia humana, porque creo firmemente que son los más imprevistos” (1957: 641), y en otro lugar sostiene: “la igualdad aísla y debilita a los hombres […] la igualdad quita a cada individuo el apoyo de sus vecinos” (638). La solución y el remedio para esta situación, según Tocqueville, no se encuentran fuera de la esfera liberal o de la ciudadanía liberal, sino dentro de ella, en sus derechos, es decir, en el derecho de conciencia, de creencia y de opinión, que, al ser ejercidos en la libertad de prensa, se puede activar la participación en la vida pública, y afirma: “la prensa es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad” (638). Su enorme aportación, desde este horizonte de preocupaciones, se define en que previene de la despolitización como fenómeno de una ciudadanía que se transforma en desinterés y pierde con ello la posibilidad de incidir en la vida pública; además, también puso en la mesa la discusión sobre las posibles alianzas entre libertad y democracia. A partir de esta revisión conceptual histórico-filosófica de la ciudadanía liberal, se abordarán algunos de los ejes que dan pauta a pensar el significado de ella, pues la propiedad de la que se hizo alusión en el liberalismo del que hemos hablado, se ha desplazado para darle paso a los monopolios y a una nueva derecha conocida como neoliberalismo. De esto nos ocuparemos en el apartado siguiente. Líneas de investigación y debate contemporáneo El socialismo como proyecto político antitético al liberalismo, y sus implicaciones para la ciudadanía liberal, no es un tema que vayamos a desarrollar aquí, ni las posibles relaciones de la democracia tanto con el socialismo como con el liberalismo, tampoco del liberalismo igualitario o de la socialdemocracia. Pero sí se hará mención de la ciudadanía liberal desde lo que se ha llamado nueva derecha, es decir, abordaremos las tendencias y debates actuales sobre la ciudadanía liberal desde algunos datos del llamado neoliberalismo. Con esta consideración, un asunto de interés para la ciudadanía liberal es que la concepción de la propiedad de la que Locke se ocupó, se ha transformado por las consecuencias de la revolución industrial y por la presencia de los monopolios surgidos en la última parte del siglo xix. Centrándonos en el siglo xx y xxi, en el neoliberalismo, la perspectiva económica tiene preeminencia sobre el enfoque ético-político, pero no por ello deja de haber una teorización desde este ámbito que representa una defensa de ciertas libertades, y que vienen a proponerse como independientes de ese estrato económico, aunque a ciencia cierta no pueden ser comprendidas y analizadas sin considerar ese sustrato económico. En el neoliberalismo, la ciudadanía liberal del liberalismo clásico se desdibuja al mismo tiempo que el Estado-nación también sufre cambios al interior y al exterior, pues ya no tiene el poder para la creación de normatividad y de políticas en beneficio de los intereses del ciudadano liberal ya descrito, sino que ahora las empresas trasnacionales le hacen sombra. Un autor mexicano, José Luis Orozco, analiza el entorno del liberalismo en el siglo xx y xxi y ofrece pistas para ubicar el tema de la ciudadanía liberal y del liberalismo. Apelando a las palabras de Dewey, Orozco señala que la tragedia del primer liberalismo aparece cuando el problema de la organización social era urgente y que los liberales no pudieron aportar a su solución nada que no fuera la concepción de que la inteligencia es una posesión individual. Se prepara una nueva organización del capitalismo para afrontar el déficit del liberalismo y, todavía, el poder económico se convierte en otro poder frente al Estado con más eficiencia. A su vez, la corporación, dice el autor, se convierte en una formación dominante de organización social que desplaza al Estado. En consecuencia, “la propiedad de la riqueza sin control apreciable y el control de la riqueza sin propiedad apreciable parecen ser el resultado lógico del desarrollo corporativo” (1995: 61). Frente a esta condición, ¿qué puede decirse de la ciudadanía liberal?, ¿se puede mantener la vida privada y la ciudadanía liberal como los elementos de un individuo dueño de sí mismo, autónomo y autolegislador? Las líneas de reflexión que sugieren estas interrogantes nos conducen a pensar sobre el sujeto liberal —del que se ha dicho que ha muerto—, así como sobre la incomprensión de la política desde los símbolos que anteriormente la definieron. Asimismo, se necesita reflexionar acerca de la ausencia de proyectos Ciudadanía liberal 103 c políticos revolucionarios que incorporen a las masas y que, a su vez, provocan manifestaciones de “indignados” que surgen como consecuencia de la exclusión en la que el gobierno ha dejado a millones de jóvenes. Las crisis son constantes y diversas, de ahí que la realidad virtual sea más próxima a la vida privada. Existe, además, un gran déficit político que ha dejado el lugar a las transnacionales para que ellas se ocupen de los derechos de los individuos, con lo cual los derechos humanos no cuentan con la fuerza del Estado —pues ésta está fuera de él en las reglas del mercado— y, por si fuera poco, con la presencia del narcotráfico y el crimen organizado, fuerzas tan poderosas como las trasnacionales. Por lo anterior, es necesario que se vuelva a reflexionar sobre el sujeto de la ciudadanía, pues sin la reivindicación de la política como la actividad civilizadora por excelencia, no hay posibilidades del antagonismo tan relevante para la defensa de proyectos políticos. El asunto es que también hay una contribución genuina, que proviene de centros culturales como las comunidades de pueblos originarios que, siendo discriminados e insuficientemente protegidos en sus derechos culturales, luchan por mantenerse, por defender sus formas de ser y de vivir. Tal vez habría que volver a ellas y no sólo a la conformación de regionalismos neoliberales como la Unión Europea. A partir de las contribuciones de las comunidades pequeñas podríamos aprender el valor y la decisión de que existen otras formas de pensar y de vivir la ciudadanía. Bibliografía Anderson, Matthew S. (2000), La Europa del siglo xviii (1713-1789), México: Fondo de Cultura Económica. 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En este sentido, el concepto civilización, dentro del imaginario social moderno, se vincula con la idea de progreso frente al devenir general de la humanidad, y en esta dirección se revela el conjunto de rasgos propios que determinan la identidad histórica de un pueblo. Esta connotación permite considerar la civilización como el pináculo del curso de desarrollo racional alcanzado progresivamente por una sociedad y que, en virtud de esto, se opone de manera determinante a condiciones históricas anteriores (propias o ajenas). La valoración positiva hacia la racionalización de la estructura del Estado moderno manifiesta la conciencia de una colectividad que se sabe a sí misma civilizada, en razón de que ha llegado a un alto grado de su propia realización. Precisamente, este sentido nos remite a los contenidos que subyacen en la génesis de la voz inglesa civilization (derivado de las voces antiguas civilize y civilized), en cuya tendencia inicial se aludía al carácter de ‘procedimiento’, pero que más tarde, y como consecuencia ante el influjo del término francés civilisation, adquiere una orientación particular hacia las formas más altas de la vida de un pueblo. En el esbozo del concepto construido por Émile Benveniste (2004), se retoman las conversaciones de Boswell con el doctor Johnson, registradas en el New English Dictionary, donde se reconoce la diferencia entre el término civility, relacionado con ‘civilidad’, ‘cortesía’, y la noción civilization, vinculado a ‘contrario de barbarie’. De ahí que la religión, la ciencia, la técnica, el arte, como estructuras de organización social, se consideren señales claras del más elevado desarrollo en la formación civilizada de lo humano. Siguiendo con esta perspectiva, el vocablo francés civilisation (proveniente de civiliser y civilicé) nos arroja hacia aspectos diferentes del concepto: por un lado, estrechamente vinculado con las nociones sociedad, usos, obligaciones, decencia, conducta…, se aborda su significado como práctica judicial depositada en el hecho de volver civil un proceso criminal. Por otro, y relacionado con el pensamiento reformista de la nobleza campesina, se asocia como parte del planteamiento teológico que el conde de Mirabeau utiliza para considerar la institución religiosa como freno de las pasiones y primer resorte de la civilización. Empero, Mirabeau establece una clara posición crítica, en tanto que considera que la civilización se encuentra estrechamente vinculada con la virtud: no sólo es la dulcificación de las costumbres, la cortesía y los conocimientos de las buenas maneras, no sólo es la forma de la urbanidad, sino que debe tener el contenido de la virtud (Elias, 1987: 85). En todo caso, este rasgo formativo del término circunscribe su función social hacia la idea de “proceso”, cuyo resultado se manifiesta en la conciencia de “ser civilizado”. De acuerdo con Norbert Elias, la civilización como proceso tiene la función específica de expresar la “autoconciencia” que Occidente tiene de sí mismo, de ahí que se edifique una creencia determinante en la sociedad occidental, que se justifica en el aparente estado de avanzada evolución respecto de los periodos sociales anteriores, o bien frente al estadio de las sociedades contemporáneas “más primitivas” (57). La autoconciencia, como resultado del proceso civilizatorio, es la condición que posibilita la expansión de los límites fronterizos y la integración de los diferentes pueblos bajo la denominación racional de “ser civilizados”. Esta generalización de las diversas sociedades es el producto latente de la expansión capitalista, y en ello se evidencia el carácter transformador de la civilización: la regulación coactiva de comportamientos específicos, que condiciona y sublima las pulsiones generadas en la vida social; es la manifestación de la fuerza episódica de un proceso de transformación que construye el devenir mismo de un pueblo, afirmado en el paulatino cambio en los modos y costumbres de cada sociedad. Siguiendo la línea de este ejercicio de reflexión, podemos acotar además que el proceso de transformación histórica de una sociedad no ocurre de manera aislada, sino más bien en el contexto del necesario vínculo transnacional entre las sociedades. La unidad moral de las diferentes civilizaciones en una única “sociedad cosmopolita” (utopía), o bien la creciente desintegración moral de sociedades aisladas por efecto del totalitarismo (distopía), son ideas que nos muestran que el vínculo transnacional es una condición necesaria para el desarrollo de una civilización. Por ello, puede afirmarse que, en su realidad histórica, toda civilización se constituye por el reconocimiento de lo que, en sí misma, no es: una dialéctica que supone al otro (por diferencia y distancia, no civilizado) como fundamento del juicio de conciencia depositado en saberse civilizado. Finalmente, esta última consideración nos permite llegar a un concepto antropológico de civilización: a saber, como resultado de un proceso acumulativo de intercambios simbólicos, tecnológicos y económicos, gracias a lo cual es posible afirmar que “ninguna cultura se encuentra sola; siempre viene dada en coalición con otras culturas, lo que permite construir series acumulativas” (Lévi-Strauss, 2012: 92). En consecuencia, una civilización está conformada por la necesaria coexistencia histórica de las diferentes sociedades, en donde los límites de lo propio-original y lo ajeno se desdibujan progresivamente, ya que asisten a permanentes “coaliciones” y choques que reestructuran los núcleos culturales que les otorgan consistencia. Ahora bien, en las líneas subsiguientes se trabajará en esta revisión temática en dos sentidos: por un lado, se mostrará, desde un punto de vista filosófico, el vínculo estrecho entre civilización, cultura y progreso, para exponer de manera problemática las implicaciones ontológicas del término civilización; por otro, se mostrará que dicho concepto, a nivel epistemológico, refiere en lo social una realidad semiótica compleja en que la identidad de una sociedad está determinada por sistemas sígnicos. Historia, teoría y crítica El vocablo francés civilisation es, al parecer, la referencia más antigua que se tiene del término civilización, acuñado por el conde de Mirabeau en 1756 en su manuscrito L’ami des hommes ou Traité de la population, y utilizado de nueva cuenta en su texto inconcluso L’ami des hommes ou Traité de Civilización 105 c la civilisation (Benveniste, 2004: 211). Si bien el estudio del léxico presentado por Benveniste no resulta exhaustivo ni determinante, en cambio nos ofrece caminos posibles para interpretar el nacimiento de la palabra y su relación con la noción alemana cultura. En cuanto al término inglés civilization, las direcciones expuestas en Problemas de lingüística general I no alcanzan para vislumbrar una correspondencia precisa de la voz inglesa con la francesa. Los contenidos conceptuales de la lengua inglesa anteriores a Boswell (1772), para quien civilización es lo contrario de barbarie, declaran el sentido de la palabra como un estado de progreso y avance, de gradual refinamiento de las artes y sujeción a las disposiciones de gobierno (Benveniste, 2004: 214). Esta dirección del pensamiento anglosajón encontraría terreno fértil en los principios liberales del economista escocés Adam Smith en cuya obra, An Inquiry into the Nature and Causes of Wealth of Nations (1776), considera favorable el desarrollo de la técnica y la ciencia armamentista, necesarias para la preservación y consecuente extensión de la civilización (Benveniste, 2004: 215). Así pues, la civilización en la historia de la humanidad, como señalamiento contrario al estado de barbarie, sería uno de los temas en la filosofía de la historia, con especial acento en la crítica realizada por el pensamiento alemán ilustrado. Si partimos ahora del estudio de Norbert Elias (1987), el término civilización, considerado prima facie como manifestación de una conciencia de lo nacional, resulta entonces familiar en los ámbitos francés e inglés, pero el concepto con el cual el alemán se interpreta a sí mismo es cultura. Dentro de esta distinción, civilización designa hechos políticos, religiosos, económicos… que determinan la “conducta” de los individuos y atenúa las diferencias entre los pueblos como parte de un proceso racional. En cambio, para el alemán cultura determina una posición estática que alude a realizaciones concretas, artísticas y espirituales, a la manera de productos culturales que tienen significado en el contexto de su propia realidad social. De ahí se desprende una distinción importante: en el pensamiento alemán, las sociedades se distinguen por su manifestación espiritual, es decir, por los productos culturales y estéticos que expresan la moral del espíritu de un pueblo. Sin embargo, considerando la sociogénesis del concepto, la distinción entre ambas nociones se cimienta sobre una base común. Ambos conceptos (civilización y cultura) son el resultado del proceso de “autoconciencia” que acontece en los sujetos-ciudadanos dentro del espacio de lo nacional, pero que tiende hacia la universalización de sus modos de actuar y sus costumbres. Desde esta perspectiva, para Elias no resulta de importancia la diversidad de formas implicadas en esta autoconciencia —ya sea el alemán que hable con orgullo de su cultura, al igual que el inglés y francés que piensan también con orgullo su civilización—; en todo caso, ambas posturas consideran como algo completamente normal el hecho de que éste es el modo en que el mundo social ha de considerarse como una totalidad. c 106 Civilización Precisamente, en la teoría de la civilización los términos autoconciencia y proceso implican necesariamente su concreción en el devenir histórico como entidades fenomenológicas que se materializan empíricamente en el desarrollo de los pueblos. La identificación de la historia como el ámbito de realización de lo humano ha sido motivo de reflexión filosófica, en tanto proceso dirigido hacia la autoconciencia de la humanidad y su consecuente unificación. En términos de Mattelart (2000), esta unificación de lo humano sería una suerte de “utopía planetaria” que busca en la integración de las sociedades una paz universal. En este sentido, la filosofía de la historia, en su indagación fenomenológica acerca del devenir del hombre, desarrolla los medios interpretativos que permiten la comprensión y unidad de lo humano, en la diversidad de acontecimientos que conforman el horizonte de su historia. Durante la Ilustración, en el contexto de aparición de los conceptos civilización y cultura, los estudios de filosofía vincularían el desenvolvimiento histórico del hombre dentro del sentido universal de progreso. En razón de esto, en el siglo xviii la postura teleológica del idealismo alemán aportaría un pensamiento integrador —metafísico— de los diferentes periodos de la humanidad: a diferencia de las corrientes anteriores de pensamiento, la postura fenomenológica no negaba el valor epistemológico del periodo medieval, y buscó definirlo como una etapa que contribuyó significativamente al desarrollo racional humano. En esta dirección, el idealismo alemán se esforzó por construir una teoría universal del hecho histórico, caracterizando sus realidades sociales particulares a través de leyes, principios y relaciones propias. Desde esta perspectiva, la distinción entre civilización y cultura en el pensamiento de Kant resulta próxima a la consideración crítica de Mirabeau acerca de la civilisation como las buenas formas y costumbres que enmascaran la virtud; para el filósofo alemán, la idea de moralidad pertenece a la cultura. Sin embargo, la civilización sólo muestra un parecido externo con lo moral, pues el uso que se hace de esta idea (moralidad) en la civilización se reduce sólo al cultivo de lo aparente, a la forma del pundonor y a las buenas costumbres externas, es decir, a los protocolos, buenos modales y maneras. Para Kant, el fin primordial en el decurso de la historia del hombre es constituir “seres moralizados universales”, en plena libertad, pero capaces de trascender las particularidades de las costumbres. El planteamiento kantiano es determinante: el fin del proceso civilizatorio consiste en la realización de aquello que constituye la especificidad de lo humano, a saber, la cualidad de ser racional. En este sentido, Kant considera que la Naturaleza funciona de manera orgánica, es decir, que dispone de mecanismos, fines y medios para desarrollar en cada especie el fin que le es propio. En el caso del hombre, para llegar al más alto grado de racionalidad, el “plan de la Naturaleza” consiste (como suprema causa) en establecer una sociedad que administre y piense en el derecho general, no en lo particular. En esta dirección, una sociedad justa y libre es condición necesaria para el desenvolvimiento del estado racional del hombre. El proceso de civilización queda circunscrito entonces al progreso orgánico de la naturaleza, es decir, al desarrollo de los fines dispuestos para cada especie. En el caso del hombre, para alcanzar el más alto grado de racionalidad —y por ende llegar al más alto grado de moralidad y civilidad— la naturaleza ha dispuesto de la “insociable sociabilidad” como el medio para lograr el pleno desarrollo de las disposiciones humanas, y así conducir por grados al hombre hacia el nivel más alto de humanidad (Kant, 2004: 57). Este último desarrollo encamina al ser humano hacia la sociabilidad, por efecto necesario de la insoportable libertad indeterminada, hasta llegar posteriormente hacia la sociabilidad universal de la especie dentro de una “sociedad cosmopolita”. La realización histórica del hombre, en la que no se puede suponer ningún “propósito racional” en su curso contradictorio, se piensa entonces en sentido teleológico, dada una causa natural que dirige los actos la formación de un Estado, cuyo grado de civilización permite el desenvolvimiento pleno de las disposiciones naturales en la especie humana (Horta, 2008: 90). En otra dirección, la interpretación de la filosofía hegeliana ha sido terreno fértil para la formulación de diversas críticas cuyo sustento parece negar, en principio, el sentido dialéctico hacia la conciencia que una civilización tiene de sí misma. En el ámbito de la filosofía de la historia, el esquema explicativo de Hegel plantea un punto coyuntural: el desarrollo teleológico del espíritu de un pueblo implica el carácter determinante de progreso, en el que el espíritu absoluto como “resultado” conlleva un proceso determinado por un fin absoluto, a saber, la formación de un pueblo civilizado. Al hablar de la historia de un pueblo, Hegel pone énfasis en que el movimiento dialéctico de la conciencia de sí (del autosaber) no plantea un fin (final) como el término de un comienzo; en todo caso, es un desarrollo histórico cíclico en continuo movimiento, una espiral ascendente en la cual el proceso de realización y reconocimiento de la conciencia de una civilización está en constante superación. En consecuencia, espíritu de un pueblo, como absoluto, no significa enajenación, sino la pura realización, donde el individuo particular se desarrolla en el proceso dialéctico del espíritu general de su pueblo. En este ámbito, la “formación” y “realización” del individuo son momentos necesarios del devenir, pues el espíritu, en cuanto totalidad real, es la unidad de la intersubjetividad en que la autoconciencia del yo (sujeto) se logra a través del momento en que se supera y reconoce a sí mismo en el ser otro o lo otro (dentro de una sociedad y frente a otra sociedad), como reconocimiento mutuo entre los individuos. Y es precisamente este momento la condición misma para la realización de la libertad dentro de una civilización. En el proceso histórico de reconocimiento de sí mismo como pueblo se revela de manera particular en las instituciones que conforman una civilización. Por ello, “en cada una de las etapas en que se manifiesta el espíritu, se constituye asimismo el espíritu particular de un pueblo, como autoconciencia de su verdad y su esencia; y cuya forma, bajo la cual produce todo cuanto existe, es su cultura misma” (Horta, 2008: 92), de ahí que la filosofía hegeliana nos permite reafirmar que la idea de progreso, asociada a la noción de civilización, nos refiere un proceso histórico donde el reconocimiento y negación del otro es una condición necesaria para la conciencia de saberse civilizado. En relación con este particular modo de concebir el progreso de una civilización, para Hegel, en Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, “la idea especulativa muestra cómo lo particular está contenido en lo universal” (Hegel, 1980: 255). De hecho, desde el momento en que los pueblos son una forma particular, su existencia es una determinación particular de su esencia espiritual. Por ello, “lo que es en sí mismo existe de modo natural: así el niño es hombre en sí, y siendo niño, es hombre natural, que sólo posee las disposiciones para ser, en sí y por sí mismo, hombre libre” (255). Este planteamiento permite hacer una descripción fenomenológica acerca del devenir interno en la conformación de una civilización. El proceso de autoconciencia del espíritu racional de una sociedad tiene lugar en el escenario de la historia, es decir, deviene históricamente en la realización y superación concreta de sí mismo (en su ser particular-histórico como sociedad, pueblo, civilización), donde se vislumbran las formas particulares del espíritu racional (su concepto de sí mismo) y su consecuente desarrollo. Es decir, la síntesis dialéctica es devenir, pues es la unidad del ser y el no ser en un proceso de autodesarrollo que deviene activamente en la historia (Horta, 2008: 92). Se realiza entonces el progreso como la continuidad del espíritu de una cultura, una civilización, un pueblo… en la comprensión de sus propias particularidades, como “el alma que dirige los acontecimientos”, los individuos; “el guía de los pueblos” (Hegel, 1980: 252). Si seguimos esta línea de reflexión, podremos comprender las nociones civilización y cultura como parte del proceso de construcción de la idea del hombre dentro de la sociedad: no como representaciones individuales, sino en un sentido de colectividad e intersubjetividad (Horta, 2011: 40). Si bien la historia es el ámbito en que se manifiesta y realiza una sociedad, la idea del “devenir absoluto”, como desarrollo racional necesario —pero involuntario y alienante—, permite justificar la noción de civilización como el pináculo de la racionalización y moralización del ser humano. En esta dirección, el término civilización adquiere un carácter determinista: describe el progreso histórico de una sociedad, independiente de la voluntad y deseos de los individuos que constituyen a esa misma sociedad. A partir de este punto, los filósofos posteriores buscarían cuestionar la marcha absolutista de la historia hacia la constitución de una civilización. En este sentido, Nietzsche comienza su crítica hacia la Modernidad con una postura “pesimista” que se extiende hacia todos los ámbitos que conforman la cultura y su consecuente idea de civilización. Esta filosofía es, en realidad, un cuestionamiento acerca de la condición “ilusoria” Civilización 107 c de los elementos culturales que articulan y dan forma a la civilización moderna, a saber, la ciencia, la ética, la estética y la religión (1959: 145). Desde de esta perspectiva, la civilización es una idea mediadora, que distancia al hombre moderno de la fuerza vital que constituye el verdadero valor de la vida, a saber, la voluntad de los individuos. En cambio, la civilización moderna ha ocultado tras su velo la realidad de la cosa, la verdad del mundo que constituye el impulso volitivo. Así pues, Nietzsche encuentra ciertos “servicios” que los estudios históricos le pueden brindar a la vida, pues de acuerdo con sus propios fines, fuerzas y necesidades, cada civilización tiene necesidad de un cierto conocimiento del pasado (1959: 110). Bajo este supuesto, lo útil tiene sentido sólo si se fundamenta sobre el terreno de lo vial; en otras palabras, de aquello que es útil para la vida cotidiana de las personas, pueblos y civilizaciones. Frente al idealismo y su carácter instrumental de la historia, Nietzsche resulta contundente en su crítica, pues advierte invariablemente de los peligros de la alienación y negación de lo humano que la historia universal trae consigo. Por ello, “consideraciones como éstas han habituado a los alemanes a hablar de un proceso universal y justificar su propia época viendo en ella el resultado necesario de este proceso universal. Consideraciones como éstas han destronado a los otros poderes intelectuales, el arte y la religión, para poner en su puesto a la Historia” (Nietzsche, 1959: 145). La crítica nietzscheana parte de un hecho histórico, que tiene implicaciones ontológicas en lo fáctico: de hecho, el devenir absoluto implica necesariamente la destrucción de la “fuerza vital” (voluntad) de los individuos, generando en ellos una posición de escepticismo frente a su propia voluntad. Pero quizá la consecuencia más grave que advierte Nietzsche en la civilización moderna es el estado de cinismo que genera, pues en esta circunstancia los individuos pierden interés hacia sí mismos y hacia los demás, lesionando con ello al ser íntimo que conforma la propia individualidad, propiciando un detrimento de la personalidad y la fuerza de decisión. En un esfuerzo por superar esta inclinación de la historia, la crítica nietzscheana busca edificar el advenimiento de una nueva concepción de cultura y civilización. Desde una posición diferente, plantea una misión vital para la civilización: trabajar en aras de la realización propia del hombre, para ayudar a esta naturaleza a liberarse de sí misma a través de la manifestación concreta del filósofo, el artista y el santo. La consecuencia es clara: el individuo debe utilizar la fuerza vital vertida en sus deseos y aspiraciones, y a través de ellos elevarse a un estadio superior. Como puede intuirse, la postura filosófica de Nietzsche lleva hacia una consideración negativa de civilización. Esta postura negativa parte de una dirección contraria a los planteamientos de la filosofía moderna; a saber, no considera la construcción de la civilización como un proceso histórico de progreso hacia un estado de racionalidad; más bien, como un devenir que ha tenido como resultado la negación de lo humano y la constitución de la irracionalidad como fundamento c 108 Civilización de la vida social. Esta posición crítica puede abordarse desde dos posiciones que han conformado el fundamento de la visión crítica del siglo xx hacia los procesos de racionalización que acontecieron en siglos anteriores. Por un lado, para Nietzsche el devenir de la historia, y su consecuente negación del individuo, dirige el proceso civilización hacia la regresión en un “estado de barbarie”, con lo cual puede afirmarse, en esta dirección, que la civilización moderna no es propiamente algo vivo, en tanto que no propicia la generación de una vida en sociedad que permita el desarrollo y la madurez de la voluntad de los individuos que la constituyen. En este sentido, la cultura queda reducida a “lo culto”, es decir, a un conocimiento de la cultura, que en todo caso es una idea intelectualizada de cultura, sin llegar ni a su comprensión ni a su vivencia. Para explicar este sentido negativo y contradictorio de la civilización y la cultura, Nietzsche parte de suponer que el origen del estado de barbarie está en la antinomia entre “ser íntimo” frente al “ser externo”. En el ámbito histórico, este carácter antinómico del devenir tiene como resultado una escisión ontológica, en la que el hombre no asiste a una cultura que le sea propia, al tiempo que es negado como individuo por esa misma cultura. Esta contradicción ontológica imposibilita a los individuos a tomar las riendas de su vida, pues una vez construida esta contradicción en el terreno de lo social, la forma aparece como una convención, un disfraz y una simulación, mientras que el contenido, incapaz de hacerse manifiesto en lo externo, podría llegar a volatilizarse. En todo caso, esta contradicción, nacida de la ilusión y de lo ausente, es la manifestación patente del abismo cultural en las sociedades modernas: escisión edificante que distancia la civilización (objeto externo que construye el mundo) del ser íntimo (sujeto que vive y hace su civilización). Por supuesto, para Nietzsche el individuo debe emerger como sujeto libre, capaz de salir del abismo de la civilización moderna y comenzar a edificar su propio destino. De este modo, resulta necesario que el [...] impulso oscuro sea remplazado por la voluntad constante, emanada de las relaciones puras y desinteresadas de aquellos individuos culturales liberados, críticos y liberadores; pues sólo la indispensable felicidad en la tierra hace necesaria la existencia de una cultura, de una civilización: pero sólo si ésta es entendida como la unidad del estilo artístico en todas las manifestaciones vitales de un pueblo (1959: 113–114). La crítica filosófica hacia la Modernidad está encaminada a mostrar la insuficiencia de la razón para lograr la unidad social y la constitución plena de la moralidad. En esta dirección, para Nietzsche resulta necesario despertar la “fuerza plástica” de una civilización, es decir, un proceso estético en que la cultura misma obligue el nacimiento de una fuerza vital presente, capaz de liberar a los individuos de la pesantez del proceso civilizatorio moderno y su consecuente contradicción. Este punto específico de la crítica hacia la condición de una civilización moderna no ha sido exclusivo de la filosofía vitalista. La otra vertiente que condicionó una visión crítica hacia el proceso de civilización moderna tiene como fundamento la filosofía de la cultura de la Escuela de Frankfurt. Desde esta perspectiva, la crítica filosófica parte del concepto dialéctica negativa, con el que se describe el proceso de la civilización como una dialéctica escindida, en la que el progreso tiene como consecuencias la instrumentalización de la razón, el reposicionamiento del arte y la fe en los límites epistemológicos. Para la Escuela de Frankfurt, la consecuencia de la civilización moderna es clara: la instrumentalización de la razón tiene como efecto fortalecer el proceso de producción y consecuentemente la alienación ideológica de los sujetos. En este sentido, la civilización busca formar sujetos que se circunscriban a su función como trabajadores, instrumentalizando sus modos de vivir y pensar e impidiendo su crecimiento como “hombres de cultura”. La crítica esbozada por T. Adorno y M. Horkheimer busca resaltar las contradicciones que subyacen en los planteamientos filosóficos que afirman el carácter apodíctico de la razón moderna y el espíritu científico. Las filosofías de la historia, a la manera de Kant y Hegel, buscan ensalzar la dialéctica histórica como un proceso necesario de realización, en el que una civilización se desarrolla progresivamente hasta llegar al más alto grado de racionalidad y, por ende, de moralidad. Sin embargo, para los filósofos críticos de Frankfurt, los hechos históricos muestran evidentes contrafácticos que permiten pensar que, en realidad, el progreso histórico que planteaba la filosofía moderna no ha devenido en la libertad de la razón. En esta dirección, una dialéctica negativa implica un momento de desarrollo que, con esta misma idea de proceso histórico, llega a un callejón sin salida: surge como inevitablemente un proceso histórico incompleto en que el espíritu de una civilización alcanza un progreso parcial y, por lo tanto, irracional. De este progreso histórico escindido surge una clara paradoja: la razón moderna produce, inevitablemente, la irracionalidad del pensamiento. Como consecuencia, la ciencia implica en su propio progreso la instrumentalización de la razón. Por tanto, colocar el arte y la fe en los límites del conocimiento ha sido, para los críticos de la Escuela de Frankfurt, la apuesta por un retorno hacia lo perdido, por la construcción del sentido primigenio y la salvación de la oscuridad acaecida por la contradicción analítica en el lenguaje moderno. Retomando a Schelling: “el arte comienza ahí donde el saber abandona al hombre”, pues el arte es “el modelo de la ciencia, y donde está el arte, allí debe llegar aún la ciencia” (Adorno, 2006: 73). Sin embargo, ahí donde las formas y usos de un lenguaje existen a la par de la edificación de la civilización, no siempre se da una coexistencia armoniosa y enriquecedora entre sus hablantes; por ello, aparecen procesos político-sociales de imposición y dominio que unifican e integran el orden del mundo civilizado. Pero en el ejercicio de la imposición para dar unidad a lo civilizado, se evidencia una paradoja de las sociedades modernas: la fe, como instrumento de dominio, ha llevado a los hombres a la más alta irracionalidad, conduciendo a la humanidad por entero hacia un estado de “barbarie”, cada vez más desarrollado en su artificialidad. Aún en el conocimiento más elevado se contiene la conciencia de la distancia que existe frente a la verdad, una distancia construida por la naturaleza analítica del lenguaje moderno, la antinomia en la cultura y la civilización. Líneas de investigación y debate contemporáneo Si bien la reflexión filosófica de la historia nos ha permitido describir los atributos que constituyen (de manera problemática) la noción de civilización, el estudio de los objetos y ámbitos que por “extensión”1 están circunscritos dentro del concepto nos lleva a proponer puntos de vista teórico-metodológicos que permitan el estudio de las civilizaciones. En este apartado, se expondrán dos líneas de investigación, a saber, sociológicas y semióticas, cuyos estudios han permitido nuevas maneras de comprender los procesos sociales implicados en la constitución de una civilización. En la línea del sociólogo Norbert Elias, un concepto, en tanto símbolo, es una “síntesis progresiva” de sentidos y significados que se acumulan en los signos a través de un proceso histórico. La síntesis progresiva, en su manifestación lingual, se materializa en la realidad significativa de un término que resulta cristalino en su uso dentro de su propio contexto social y que expresa la conciencia que una sociedad tiene de sí misma. El estudio sociológico del proceso civilizatorio implica un sentido problemático: el carácter integrador de la noción civilización supone la reducción y designación de diversos hechos sociales bajo un concepto. Si bien el símbolo es una síntesis histórica progresiva, en todo caso está circunscrita al uso dentro de un contexto social específico, de suerte que palabras como la francesa e inglesa civilización o la alemana cultura tienden a delimitar un espacio específico que resulta integrador y excluyente, pues si bien son designaciones transparentes en el uso interno de la sociedad a la que pertenecen, 1 Vale la pena hacer una acotación de índole semiótica al margen de este texto: la relación de un concepto con sus atributos predicables corresponde a lo que se denomina intensión o significado del término (civilización = progreso, proceso, desarrollo histórico...); en cambio, la relación de dicho término con el conjunto de objetos que designa, se denomina relación de extensión (las sociedades, culturas, comunidades, sujetos… que se designan como civilizadas). Por ello, este trabajo se elaboró en dos sentidos: primero ofrece un significado del término civilización, y define sus atributos dentro de la filosofía de la historia; luego, en el presente apartado, se busca mostrar las herramientas teórico-metodológicas que permiten el estudio de los objetos implicados en la noción civilización. Civilización 109 c todo lo que comprenden, su forma de representar una parte del mundo, la naturalidad con que delimitan ciertos ámbitos y excluyen otros, asimismo resultan difícilmente comprensibles para quien no forma parte de las sociedades en cuestión. Pero en un sentido positivo, para el estudio del “proceso” histórico, los conceptos civilización y cultura son categorías de análisis necesarias con las que se caracterizan la interrelación entre los cambios en la constitución de una sociedad y los cambios en el comportamiento de los individuos y grupos de esa sociedad. Por ello, en tanto categorías, permiten establecer explicaciones hipotéticas iniciales para el estudio del fenómeno social en su carácter histórico, pues en todo caso, la indagación sociológica no reflexiona sobre el concepto mismo, sino sobre el objeto que éste refiere, a la manera de un “bosquejo” inicial que debe nutrirse progresivamente de los estudios concretos (histórico-sociales). Desde la reflexión marxista contemporánea, Bolívar Echeverría considera una perspectiva problemática diferente: civilización es un “sujeto sustancializado” (junto con otros términos como nación, Occidente, Oriente…), que dirige y conforma una identidad capitalista en ciertas sociedades, pero cuyo carácter generalizante corrompe la condición dialéctica de la cultura, a saber, el acontecer de una forma singular de lo humano en una circunstancia histórica específica (2000). Para superar las determinantes de estos sujetos, se alude a la noción de ethos histórico como categoría para interpretar una cultura específica en el espacio de su propia historicidad, y desde ahí, se puede llegar a sobrepasar el conflicto de la diversidad asumida dentro de sujetos históricos sustancializados. No obstante, para establecer los criterios pertinentes a través de los cuales caracterizar este ethos, resulta necesario antes construir el marco conceptual sobre el cual se pueda pensar esta noción. En principio, hay que definir el concepto mismo de cultura, el cual, de acuerdo con Bolívar Echeverría, se define como el cultivo de lo singular, la edificación de una forma de humanidad inmersa en una circunstancia histórica determinada (2000: 161). En otras palabras, es la vida misma en tanto uso o habla particular del código universal la que define lo humano. Este uso mismo alude al núcleo donde acontece la formación de aquello que en el interior se delimita como lo humano, la construcción formal de la “mismidad” que implica el conflicto entre los diferentes comportamientos que integran un momento histórico en la cultura. Atendiendo a estas consideraciones, el ethos histórico es un comportamiento social estructural en que se repite a lo largo del tiempo la misma intención que guía la constitución de las distintas formas de lo humano. En este sentido, el ethos histórico puede ser entendido como principio de organización en la vida social y de la construcción del mundo. Así pues, la Modernidad establece una determinada forma de ethos histórico, en cuanto que introduce una problemática particular en el trabajo dialéctico que la propia cultura lleva a cabo sobre la identidad social. Allí, el ethos moderno busca c 110 Civilización neutralizar el conflicto y viabilizar la transformación que la misma modernidad obliga. En la Modernidad, el comportamiento cotidiano implica asumirse en el hecho capitalista, en el cual el modo de ser de la vida práctica entra en una contradicción: el conflicto entre la vida social, en tanto proceso de trabajo y disfrute referido a valores de uso, y la reproducción de la riqueza, en tanto proceso de acumulación del capital. En este esquema, hay diferentes maneras de naturalizar el hecho capitalista en el seno de la sociedad moderna, lo cual nos lleva a considerar diferentes ethos históricos (social-natural, espíritu de empresa, clásico…). Se pude llegar a concebir la cultura como “una historia de acontecimientos concretos de actividad cultural, singularizados libremente, sobre un plano de diferenciación abierto, ajeno a todo” intento de determinismo (Echeverría, 2000: 166). En este espacio, el ethos centra su atención en el motivo de un acontecimiento de larga duración, en las diferentes maneras en que tal motivo es asumido en el comportamiento cotidiano de una sociedad, y con ello el concepto de ethos histórico permite reflexionar en una realidad histórica concreta acerca de la actividad cultural específica. Y en esta dirección, no recurre a las determinaciones de un “sujeto sustancializado”, pues la noción de ethos busca conformar lo singular de lo humano que está dentro de una cultura. Ahora bien, desde un punto de vista semiótico, este mismo autor considera que una civilización se conforma por medio de un proceso de “mestizaje cultural”, en el que las diferentes civilizaciones se constituyen por la interacción e influencia recíproca de las unas con las otras (20). En este sentido, el mestizaje tiene como fundamento la expansión de un proyecto de civilización: el proyecto eurocentrista que desde el descubrimiento de América ha generado nuevos espacios de interacción entre culturas que en principio resultaban ajenas. Pero leído en clave semiótica, este proceso histórico de civilización puede entenderse como necesaria interacción entre culturas, cuyo resultado consiste en la imposición de códigos, o bien, de sistemas de lenguaje. En estos códigos se cifran los símbolos que determinan el modo de comprender el mundo que, en lo peculiar de cada cultura, resulta de la imposición e interacción con los códigos externos que conforman a otras civilizaciones. Desde esta perspectiva, “las subcodificaciones o configuraciones singulares y concretas del código de lo humano no parecen tener otra manera de coexistir entre sí que no sea la de devorarse las unas a las otras; la de golpear destructivamente en el centro de la simbolización constitutiva de la que tienen enfrente y apropiarse en sí, sometiéndose a sí mismas a una alteración esencial” (52). La dinámica de estas configuraciones particulares que cada sociedad edifica constituye los límites de lo propio de una civilización, pero siempre incluyendo lo ajeno: aquello que caracteriza a otras sociedades. En este sentido, el “cerco cognitivo” que planteaba Castoriadis para delimitar los límites de lo que puede ser conocido y conocible dentro de un imaginario social resulta indistinguible. Desde la postura de Echeverría, cada civilización o cultura enfrenta un proceso histórico de mestizaje cultural, lingüístico, religioso… en el que las fronteras que delimitan lo propio-ajeno tienden a asimilarse mutuamente. Por ello, el intérprete-traductor de una civilización crea necesariamente una situación comunicativa en la que se establece un nuevo código intermedio; en otras palabras, el código edificado para esta específica situación comunicativa contiene las estructuras de las civilizaciones que están en contacto y, por tanto, los textos-traducciones que se generan dentro de esta situación serán nuevos. Así, dentro de una situación comunicativa que dispone un intercambio simbólico entre al menos dos civilizaciones, “ser intérprete no consiste solamente en ser un traductor bifásico, de ida y vuelta entre dos lenguas, desentendido de la reacción meta lingüística que su trabajo despierta en los interlocutores. Consiste en ser el mediador de un entendimiento entre dos hablas singulares, el constructor de un texto común para ambas” (21). Finalmente, desde la perspectiva de la semiótica de la cultura, Yuri Lotman propone un aparato teórico-metodológico que permita describir con mayor claridad el proceso de asimilación o mestizaje entre culturas (1996). Para ello, utiliza el término “semiósfera”, como constructo teórico2 que permite describir los procesos sociales de configuración de una cultura. En esta dirección, la postura lotmaniana resulta importante, pues permite entender las transformaciones internas y externas que constituyen el núcleo de una cultura: por ello, una semiósfera debe entenderse, en primera instancia, como el espacio delimitado por fronteras de conocimiento, dentro de las cuales se codifica el sentido de la realidad social, pero que, al mismo tiempo, permite en el interior generar nuevos sentidos, asimilando la información que viene de más allá de esos límites fronterizos. En la descripción teórica de Lotman, la semiósfera tiene una función determinante: es la condición necesaria para la generación de vínculos comunicativos. Estos vínculos tienen como fundamento las relaciones de sentido que surgen y se solidifican dentro de la semiósfera. Sin embargo, desde esta perspectiva, el “sentido” no es un resultado específico; es en todo caso un proceso dinámico (“semiosis”) que consiste en la codificación permanente de productos culturales. En razón de lo anterior, la semiósfera es el ámbito donde se realizan las relaciones comunicativas y, por tanto, el lugar donde se construye el conocimiento; es, en palabras del autor, “una determinada esfera que posee los rasgo distintivos que se atribuyen a un espacio. Sólo dentro de éste (espacio) es posible la comunicación y la producción de nueva información. […] es 2 Y se habla de constructo, pues en realidad el autor trata de ser cuidadoso al no proponer “categorías”. La posición del autor, proveniente de la Escuela de Tartú, no es plantear categorías que cosifiquen y determinen la realidad social por estudiar, sino más bien constructos teóricos que permitan describir situaciones y relaciones entre elementos sociales. el espacio semiótico fuera del cual es imposible la existencia de la semiosis” (Lotman, 1996: 33). Los productos culturales en permanente y dinámica codificación son lo que llama Lotman “textos”, a saber, un conjunto de elementos significativos (signos, símbolos…), relacionados entre sí, que se encuentra codificado en al menos dos sistemas de lenguaje o códigos. En otras palabras, es un conjunto sígnico codificado en al menos dos lenguajes, que forman parte de la estructura misma de la semiósfera. Los textos se producen dentro de la semiósfera, pero no necesariamente contienen sólo la información inherente a esa esfera. El choque entre civilizaciones produce un intercambio de información que, desde la frontera semiósica, pasa a constituirse como parte de un texto en el interior de una civilización. En este proceso de codificación de la información externa, Lotman refiere una “fuerza centrípeta” que en el interior de la semiósfera genera procesos dinámicos de codificación de textos que van desde la frontera semiósica hacia el centro. Pero, en sentido inverso, hay “fuerzas centrífugas” que buscan distanciar, decodificar los textos del centro hacia la frontera. Lotman denomina a este proceso de codificación interna “ley centro-periferia”, y constituye una descripción teórica de la dinámica semiótica que acontece en el espacio de una civilización o cultura. La identidad de una civilización o cultura depende del modo en que se construyen los sentidos y que determinan sus propios límites de conocimiento. Por ello, para establecer la dinámica de estos límites, el autor plantea la noción de “frontera” como espacio teórico hipotético desde el cual se pueden describir las fases de asimilación de la información externa proveniente de otras civilizaciones. Un componente esencial de la frontera semiósica es la noción de “agente traductor” y su función como “filtro-traductor”. Este agente es aquél que establece un espacio de interacción con al menos dos semiósferas: es un vínculo capaz de filtrar y hacer comprensible la traducción de una semiósfera externa hacia la que le es propia. En esta descripción, el agente traductor es condición necesaria para la creación de nuevos sentidos y, en consecuencia, resulta indispensable para el progreso de una civilización. En términos teóricos, la frontera no es un espacio empírico, sino una abstracción que refiere los límites cognoscitivos de una cultura; por ello, “puesto que el espacio de la semiósfera tiene carácter abstracto, no debemos imaginar la frontera de ésta mediante los recursos de la imaginación concreta […] la frontera semiótica es la suma de los traductores filtros bilingües, pasando a través de los cuales un texto se traduce a otro lenguaje (o lenguajes) que se halla fuera de la semiósfera dada” (Lotman, 1996: 24). En todo caso, mirar el proceso de constitución de una civilización tiene un valor epistemológico importante: nos muestra que la posición de un investigador como observador de la cultura implica realizar una labor de interpretación y traducción de sentidos ajenos, en un proceso dentro del cual se busca establecer analogías en razón de los códigos o sistemas de significación que constituyen su propia realidad social. Esta afirmación no sólo relativiza las pretensiones de Civilización 111 c conocimiento verdadero del científico social, sino que además nos muestra los límites epistemológicos y ontológicos de lo que podemos conocer. En palabras de Lévi-Strauss, “las otras culturas nos resultan estacionarias, no necesariamente porque lo sean, sino porque su línea de desarrollo no significa nada para nosotros, o no tiene sentido, [pues] no es ajustable a los términos del sistema de referencia —códigos— que nosotros utilizamos” (2012: 67). CLASES SOCIALES Bibliografía Existen pocos conceptos en las ciencias sociales tan intensamente debatidos como el de clase social. Para la sociología, el debate en torno a la naturaleza y determinación de las clases sociales se inscribe, a grandes rasgos, en un intento por explicar y comprender los sistemas de desigualdad social de las sociedades modernas en su historia, su funcionamiento, sus dinámicas, sus conflictos y sus contradicciones. Más allá de esta preocupación general, los distintos usos y acepciones del concepto implican diferentes apuestas teóricas por ordenar la realidad y, por lo tanto, tienen implicaciones y llevan a conclusiones muy distintas. Examinaremos a continuación algunas de las distintas conceptualizaciones que han destacado en el debate, haciendo alusión a distintas tradiciones o corrientes de la disciplina sociológica. Adorno, Theodor y Max Horkheimer (2006), Dialéctica de la Ilustración 8a ed., Juan José Sánchez (trad.), Madrid: Trotta. Benveniste, Émile (2004), “Léxico y cultura”, en Problemas de lingüística general 23a ed., 2 tomos, Juan Almela (trad.), México: Siglo xxi. Castoriadis, Cornelius (1988), Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona: Gedisa. Echeverría, Bolívar (2000), La modernidad de lo barroco, México: Era. 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Aunado a ello, el marxismo asume a la lucha de clases como el motor de la historia pues, a través del antagonismo clasista, se desarrollan las contradicciones de la estructura económica capitalista y se transforma la sociedad. A pesar de la indiscutible centralidad de la categoría, existe amplia ambigüedad en su uso. Ello es evidente en la vasta producción y desarrollo posterior a Marx que los teóricos y militantes marxistas realizaron en sus intentos por esclarecer el concepto y en la polémica que se ha generado entre las corrientes que conforman la tradición marxista contemporánea. Podemos rastrear el origen de dicha ambigüedad en los propios escritos de Marx en donde se refiere a las clases sociales en la estructura económica (como la expresión de la contradicción capital/trabajo), cuando, en otras ocasiones, pareciera no admitir la existencia de las clases plenamente constituidas más que en la lucha política organizada. Estas distintas condiciones o situaciones de clase pueden ordenarse en torno a la distinción establecida por Marx en la Miseria de la Filosofía entre clase en sí y clase para sí, lo que Poulant- zas llama una “escisión teórica de una doble situación de clase” (1998: 66). Para Marx, la clase en sí se refiere a la ubicación estructural de los individuos en su relación con los medios de producción en la dinámica de la estructura económica, siendo por lo tanto la existencia objetiva y reconocible de la clase que expresa la contradicción capital/trabajo y que está en relación con la propiedad que los sujetos tienen de los medios de producción y el lugar que les corresponde en las relaciones sociales de producción. Por su parte, la clase para sí se refiere a la existencia política, subjetiva e incluso ideológica de la clase. Es la clase que posee conciencia de clase (asumiendo y actuando en función de sus intereses de clase) como el ingrediente que configura su disposición y su capacidad de lucha de clases (Marx, 2006). Para examinar los debates en el marxismo contemporáneo en torno al concepto de clase social se mantendrá la distinción de clase en sí y clase para sí, ilustrando las preguntas y desarrollos que han existido en cada frente. Clase en sí Como ya se mencionó, la clase en sí se refiere a la existencia estructural, objetivamente reconocible, concreta y material; clase constituida, de acuerdo con Marx, en función de la propiedad de los medios de producción y su colocación en las relaciones de producción correspondientes. En este sentido, Marx distinguió dos clases principales: la burguesía, como los propietarios de los medios de producción, y el proletariado, como los que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo. Sin embargo, hay que notar que incluso en esta primera definición marxista empírica de las clases, Marx se movió entre una definición teórica y abstracta, en donde tendencialmente el sistema capitalista giraba en torno a dos clases y su conflicto, y una aproximación más empírica, histórico concreta, en la cual aparecían otras clases —como el campesinado, los terratenientes o fracciones de clases—. Esta primera distinción, realizada a mediados del siglo xix, ha sido particularmente discutida desde los años setenta cuando, en medio de transformaciones estructurales que implicaron una relativa desindustrialización en los países del capitalismo avanzado y la expansión de los mercados financieros, pareció invertirse la tendencia hacia la polarización entre dos clases donde una “es dueña de los medios de producción” y otra “vende su fuerza de trabajo”. En efecto, el desplazamiento de los procesos productivos manufactureros hacia la periferia, en un contexto en donde a la proletarización en sí no correspondían automáticamente los procesos de subjetivación clasistas, obligó a un debate sobre la validez del concepto. En este sentido, preguntas tales como ¿cuáles son las formas de existencia real de las clases en la actualidad?, ¿qué tanta diversificación puede tolerar la polarización abstracta capital/trabajo?, o, en otros términos, ¿quién es el obrero, el trabajador y el patrón del siglo xxi?, siguen pendientes y son objeto de debate actual. Ante esta problemática, muchos marxistas han buscado dar solución a la definición empírica de las clases sin abandonar aquello que caracteriza al análisis marxista de las clases, esto es, la primacía de las relaciones de producción, la contradicción capital/trabajo y la existencia de la lucha de clases. Son muchos y muy variados los desarrollos que ha habido en años recientes en esta veta, por lo que hacer un recuento de todos ellos sería imposible en este momento. Sin embargo, es posible ejemplificar esta producción reciente con dos propuestas teóricas antitéticas; en tanto la primera defiende la vigencia del concepto de clase trabajadora, la segunda pretende superarla. Ricardo Antunes, destacado sociólogo brasileño, en su libro Los sentidos del trabajo (2005), reconoce la problemática socioeconómica anteriormente mencionada y, en una búsqueda de otorgar validez contemporánea al concepto marxista de clase trabajadora, la reconceptualiza para enfatizar su sentido actual como clase-que-vive-del-trabajo, incluyendo en este concepto amplio a la totalidad del trabajo colectivo asalariado, a formas de trabajo que son productoras de plusvalía aunque no sean directamente manuales, al proletariado rural, a los trabajos part time y a los trabajadores de la economía informal. De igual forma, como toda noción de clase, esta versión abierta e incluyente se define también en función de lo que excluye: “a los gestores del capital, a los que viven de la especulación e intereses y a aquellos altos funcionarios que detentan la función del control en el proceso de trabajo, valorización y reproducción del capital” (94). Por otro lado, la propuesta de Negri y Hardt ejemplifica el abandono de la noción de clase, no sólo por su desdibujamiento en el capitalismo posindustrial, sino porque la clase ya no es considerada como agente de transformación. En su lugar, los autores proponen el concepto de multitud, una entidad social que surge del trabajo inmaterial y cognoscitivo y creativo, plural y múltiple que se compone de singularidades y que actúa partiendo de lo común (2004: 127-130). Clase para sí Como se mencionó anteriormente, la clase para sí se refiere a la existencia política, subjetiva y consciente de la clase; aunado a ello, la noción hace referencia a la acción consciente en función de los intereses de clase. Sobra decir que, para el marxismo, la temática de la clase para sí es fundamental por su carga y connotación política y por la dimensión estratégica que tiene tanto en el andamiaje teórico marxista como en la acción militante. Es también importante mencionar que, para esta corriente de pensamiento, la existencia de la clase para sí hace referencia implícitamente a la lucha de clases; es decir, a pesar de los debates que existen en el marxismo alrededor de esta temática, la certeza de la existencia de la lucha de clases o de conflicto y antagonismo de las clases es irreductible en los análisis marxistas. Los debates y discusiones en torno a la clase para sí tienen que ver con su surgimiento, en otras palabras, con la respuesta Clases sociales 113 c a la pregunta ¿cómo se pasa de la clase en sí a la clase para sí ? Si la clase para sí es la existencia consciente y subjetiva de la clase (a diferencia de su existencia meramente objetiva en el plano de la producción material), las discusiones en torno a ella bien podrían ser los debates en torno al surgimiento de la conciencia de clase. Es importante mencionar que la conciencia se refiere al pasaje de la existencia material de la clase al reconocimiento de intereses de clase y las formas de acción que de ello se desprenden. Al igual que con la noción de clase en sí, son muchos los trabajos (y las polémicas) que se han generado en torno al problema del surgimiento de la clase para sí. Siendo imposible revisarlos todos aquí, mencionaremos brevemente tres autores fundamentales: Rosa Luxemburgo, Lenin y Antonio Gramsci. Para Rosa Luxemburgo (2003), si bien la conciencia es un estado que implica conocimiento y racionalidad, su raíz y su nacimiento tiene que rastrearse en formas de espontaneidad, a través de las experiencias colectivas de luchas y de confrontación clasista. En este sentido, la concepción de la marxista polaca refiere a una conciencia que se gesta al interior del movimiento obrero, al calor de sus prácticas. Es importante resaltar esto porque, más allá de la influencia relativa de la obra de Luxemburgo, la perspectiva más influyente al interior del marxismo propone que la conciencia de clase es llevada al proletariado desde afuera, por el partido, por la fracción más politizada y por medio del conocimiento del marxismo como clave de comprensión de la existencia de clase a contrapelo de su ocultamiento por la ideología burguesa. Después de Kautsky, Lenin y Gramsci son dos autores que, con aproximaciones algo diferentes, argumentan la exterioridad de la conciencia. Lenin (1981) habla del partido de vanguardia como aquél que porta y cataliza la conciencia de las masas proletarias mientras que Gramsci (2000), sin abandonar la idea de partito, insiste en el papel central que ocuparían los intelectuales orgánicos como agentes de construcción ideológica y de formación y politización de las clases. En esta veta, preguntas como ¿de dónde viene la conciencia de clase?, y ¿cómo se constituyen los sujetos? son algunos de los cuestionamientos que quedan pendientes y sobre los cuales existe mucha discusión y desarrollo contemporáneo. La clase como proceso Finalmente, es importante mencionar que no sólo existen problemas con las conceptualizaciones y operacionalizaciones de la clase en sí y la clase para sí sino que su presentación como condiciones o situaciones escindidas y duales representa un problema que se ha reproducido en muchos trabajos de la tradición marxista: en algunos momentos de la reflexión marxista se ha definido a la clase sólo en términos de su determinación económica o su determinación estructural, mientras que en otras ocasiones la clase sólo se ha reconocido en cuanto su existencia política y consciente. En este sentido, y para terminar el esbozo de los debates en la tradición marxista en torno al concepto de clase social, c 114 Clases sociales es importante rescatar la concepción de Edward Palmer Thompson por la innovación que representa su propuesta y por el logrado intento de evitar el dualismo antes mencionado. El historiador marxista inglés, en su trabajo La formación de la clase obrera en Inglaterra (1989), reconoce que las relaciones de producción tienen consecuencias objetivas fundamentales al distribuir a los individuos en situaciones de clase, siendo éste el inicio y no el final de la formación de clase: los individuos experimentan esas condiciones objetivas y, a través de esa experiencia, identifican intereses de clase, pensando y actuando de forma clasista (esto es, en otras palabras, la “disposición a actuar como clase”). La clase es entonces algo dinámico, un proceso y una relación. Siguiendo esta argumentación, las personas “se comportan y valoran de manera clasista incluso antes, y como condición, de que haya formaciones ‘maduras’ de clase con sus instituciones y valores conscientemente definidos” (Wood, 2000: 98). Para Thompson, entonces, la conciencia de clase debe entenderse también como un proceso histórico que se forma cuando se experimentan las situaciones de clase y las presiones objetivas —tales como la explotación y los conflictos de intereses de clase—. Además de la marxista, que adopta el concepto de clase como un pilar teórico, existen otras corrientes de pensamiento sociológico que utilizan esta noción. La tradición estructural-funcionalista y los “teóricos de la estratificación” Esta tradición está usualmente relacionada con la sociología norteamericana parsoniana, cuya influencia fue determinante en el desarrollo de la sociología durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Para diversos autores de esta tradición, el concepto de clase social es equiparado con el de estrato social, que hace referencia a un ordenamiento jerárquico de la población de una sociedad. El trabajo más representativo de esta corriente es el realizado por los sociólogos norteamericanos Davis y Moore, Algunos fundamentos de la estratificación (1945). En él, se argumenta que las estratificaciones son universales y se basan en la distribución desigual de derechos y obligaciones en una sociedad de acuerdo a ciertos criterios cualitativos y cuantitativos —el sistema de estratificación dependerá de los criterios que se utilicen—. Bajo este esquema y conceptualización, la desigualdad es funcionalmente necesaria para mantener el sistema social, en otras palabras, las clases no son antagónicas y se sustentan mutuamente por conexiones funcionales; así, la principal implicación de esta concepción de clase social es que la desigualdad se justifica a partir de la noción de igualdad de oportunidades del liberalismo económico. Líneas de investigación y debate contemporáneo Los intentos por definir a las clases sociales también han incluido esfuerzos por establecerlas empíricamente a partir de agregados estadísticos que categorizan a los individuos de una sociedad en distintos grupos —los criterios utilizados para crear estos esquemas son muy variados; son utilizados por ejemplo ingresos, consumo, ocupación, etcétera—. Dentro de este grupo encontramos a autores como Goldthorpe y Wright —quien busca construir un esquema de clases ocupacional marxista—. Es importante mencionar que esta definición y concepción de las clases sociales es usualmente descriptiva y busca ser una clasificación o categorización de individuos. Otras conceptualizaciones: Weber, Dahrendorf, Giddens y Bourdieu Max Weber conceptualiza a las clases sociales en relación con las oportunidades de vida, dando importancia decisiva a la propiedad en el análisis de clase. De acuerdo con Weber, “el término clase se refiere a cualquier grupo de individuos basado en la misma situación de clase [donde] las categorías básicas de toda situación de clase son propiedad y carencia de propiedad” (2000: 242). En este sentido, Weber tiene una concepción pluralista de las clases que son negativa o positivamente privilegiadas por lo que respecta a la propiedad y a la adquisición. Dahrendorf, uno de los representantes de los llamados “teóricos del conflicto”, presenta en su trabajo Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial (1959) una concepción muy distinta de las clases sociales: para este autor, más que posesión o no posesión de propiedad, la clase debe definirse a partir de la posesión o exclusión de autoridad. Por tanto, existe una distribución diferencial del poder y la autoridad, convirtiéndose ésta en el factor de definición de la clase social. En su trabajo La estructura de clases en las sociedades avanzadas (1973), Anthony Giddens parte de una crítica a la sobredeterminación estructural en sociología a favor de la estructuración activa de las relaciones de clase. Para este autor, una clase social “se refiere a un conjunto de formas de estructuración basadas en niveles comúnmente compartidos de capacidad de mercado” (1973: 121). En este sentido, existen tres capacidades de mercado importantes: la posesión de la propiedad de los medios de producción, la posesión de cualificaciones educativas o técnicas y la posesión de fuerza de trabajo manual. Así, la estructuración de clase representa el modo a través del cual las disparidades en la capacidad de mercado se convierten en realidades sociales y, por lo tanto, condicionan o tienen influencia en la conducta social del individuo. La existencia de estructuración de clases presupone siempre un reconocimiento de clase e implica así la existencia de diferentes “culturas” de clase dentro de una sociedad. Giddens afirma entonces que, “en tanto que la clase es un fenómeno estructurado, existirá la tendencia a un reconocimiento común y a aceptar unas actitudes y creencias similares, ligadas a un estilo de vida común, entre los miembros de la clase” (126). La conceptualización de las clases sociales del sociólogo francés Pierre Bourdieu, abordada, en su mayoría, en La distinción (1979), no está dada únicamente a partir de una relación económica (ya sea de producción, ingresos, ocupa- ción, etcétera), sino de las relaciones sociales en general, en otras palabras, tienen una naturaleza diversa y socialmente construida. Al identificar cuatro formas de capital —económico, cultural, social y simbólico—, Bourdieu argumenta que éstas proporcionan o despojan a los agentes en su lucha por las posiciones en el espacio social; como consecuencia, las clases individuales desarrollan y ocupan un habitus similar. En otras palabras, al ocuparse de los procesos activos de formación de clase y de diferenciación social, Bourdieu utiliza el concepto de clase social para identificar a aquellos grupos sociales que se distinguen por sus condiciones de existencia y sus respectivas disposiciones; las condiciones de existencia están dadas tanto por el capital económico —que refiere el nivel de recursos materiales— como por el capital cultural —adquirido principalmente a través de la educación—. Una reflexión final sobre la actualidad e importancia del análisis de clase Si bien en las últimas décadas la noción de clase social parece haber perdido peso e importancia explicativa en las ciencias sociales, ello no debe ser atribuido sólo a un problema teórico o a la ambigüedad antes mencionada —que por otra parte, como quisimos señalar, opera como apertura y por lo tanto enriquece el alcance del concepto—. Razones políticas ligadas a una crisis política del marxismo dogmático vinculado al mundo del llamado socialismo real y, su contraparte, la proliferación de perspectivas teóricas que exaltan nociones liberales como la de ciudadano, operan en contra de la reflexión sociológica en torno a las clases sociales sostenida históricamente por el marxismo crítico. Al mismo tiempo, a nuestro parecer, el concepto de clase ya no como paradigma preestablecido sino como campo y marco de hipótesis sigue ofreciendo una entrada fecunda al análisis de las profundas contradicciones y desigualdades presentes en nuestras sociedades. Además, en un terreno que rebasa lo descriptivo, siendo la noción de clase social profundamente crítica, permite rescatar aquella vertiente sociológica que concentra sus esfuerzos en poner en evidencia las contradicciones, las perversiones y las miserias que se ocultan detrás de las apariencias de las sociedades capitalistas contemporáneas. Por último, aun cuando en el terreno subjetivo es donde el desdibujamiento de la eficacia explicativa e interpretativa de la noción de clase parece ser más real, es innegable que, del lado de los grupos dominantes, operan poderosos factores de cohesión y de identidad a nivel cultural como político y, del lado de los grupos subalternos, aún en medio de una relativa dispersión y fragmentación se dan, esporádicamente o con persistencia según el momento y el lugar, procesos de agregación y de acción colectiva que pueden y deben leerse en clave clasista. Bibliografía Antunes, Ricardo (2005), Los sentidos del trabajo, Buenos Aires: Herramienta. Clases sociales 115 c Bordieu, Pierre (1988), La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid: Taurus. Borja, Jordi (1971), “La confusión sociológica sobre las clases sociales”, en Norman Birnbaum et al. (eds.), Las clases sociales en la sociedad capitalista avanzada, Barcelona: Península, pp. 5-14. Bottomore, T.B. 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Esto obedece a la variedad de interpretaciones que antropólogos, sociólogos, politólogos e incluso historiadores han hecho sobre tal fenómeno desde mediados del siglo xx a la fecha. Sin embargo, en términos generales, puede afirmarse que el clientelismo es una relación que vincula a un individuo de jerarquía política o socioeconómica superior, a quien se denomina patrón, con otro u otros que, respecto de él, mantienen una posición subalterna, a quienes se suele llamar clientes o clientela. Tal vínculo asimétrico e instrumental entre ambas partes supone un intercambio recíproco de apoyo, lealtad, asistencia y recursos, entre otras cosas. Es decir, en función de su estatus preeminente y de su influencia —que le permiten el acceso o la disposición de bienes públicos, materiales o inmateriales—, el patrón está en posibilidad de distribuirlos o canalizarlos, y a veces sólo de prometerlos, de manera selectiva, entre su clientela, a cambio del respaldo y los servicios que ésta pueda prestarle para llevar a cabo sus objetivos o proyectos particulares, habitualmente de orden político. Aunque tradicionalmente se ha aseverado que el clientelismo es un sistema de relaciones sociopolíticas característico de sociedades básicas o prioritariamente rurales (como las de Europa del Sur, Medio Oriente y América Latina), hoy se acepta de manera más general que su presencia se registra prácticamente en todo el mundo, aun cuando tal aserto no esté exento de controversias y discusiones respecto de si las prácticas clientelares constituyen un ingrediente legítimo o legitimado del contexto institucional entre las sociedades más tradicionales, tales como las arriba citadas, y como un fenómeno informal del ámbito institucional en sociedades industrializadas y democráticas (Estados Unidos y otros países). Historia, teoría y crítica Desde la aparición de la palabra y la figura en la antigua Roma, el cliente o cliens era el romano, o el extranjero, que se ponía voluntariamente bajo la protección de un hombre de rango superior al suyo: el patronus. Cliente y patrón quedaban entonces ligados por una serie de obligaciones: el cliente debía a su patrón fidelidad política y sostén incondicional para sus planes y actividades; a cambio, el patrón debía protegerlo, brindarle asesoría legal, facilitarle la resolución de problemas prácticos y ayudarlo moral o económicamente. En la sociedad romana —profundamente jerarquizada y dividida entre patricios y plebeyos—, los clientes desempeñaban un papel importantísimo para la vida política. A mayor dimensión de la clientela, mayor poder y prestigio alcanzaban los clanes nobles y los pater familias que los encabezaban; de ahí que éstos se enorgullecieran de tener bajo su tutela a grandes cantidades de clientes. No fue raro el caso en que un pueblo, incluso una ciudad completa, dependió de un patronus. La expansión imperial de Roma difundió en otras comunidades mediterráneas la cultura y las instituciones latinas, entre ellas la institución clientelar. En el caso particular de España, este hecho es perceptible en la legislación medieval de las Siete partidas, de Alfonso X, el Sabio, texto de derecho común y fundamento de la legislación castellana. En la cuarta partida se incluyen las regulaciones para la familia, dirigida por la autoridad absoluta del padre. También se incluyen las relativas al vínculo existente entre los que “crían” —esto es, los padres o señores— y sus “criados” o dependientes; luego aparecen las que hay entre señores y vasallos y, finalmente, las que existen entre los amigos de hombres ricos y poderosos. De su lectura, se concluye que lo que hizo la ley alfonsina a este particular no fue inventar novedades, sino únicamente reglamentar para sus territorios la naturaleza de unas relaciones preexistentes, que venían de muy atrás. Sin embargo, mientras que la relación de vasallaje suponía un rito y un juramento que la Corona validaba formalmente y cuyo rompimiento por parte del vasallo equivalía a la comisión de un delito (felonía), la del poderoso señor y su clientela (o conjunto de “criados”, es decir, personas que se habían formado en su casa y bajo su amparo, o el de sus amigos) era una liga estrictamente privada, personal, por lo que, aun reconocida como lícita, quedaba fuera del control y de la sanción gubernamentales. El señor o patrón y sus criados, amigos o clientes mantenían una relación asimétrica, en función de la jerarquía de uno y otros, y compartían una serie de obligaciones que quedaban hasta cierto punto bajo el control discrecional del señor. Ya en la era moderna, más de un tratadista político español formuló los principios de la relación clientelar en términos que aludían a un vínculo “natural”, sancionado por Dios, quien fungía como primer y gran patrón de la humanidad, a la que había creado. A semejanza suya, los monarcas sólo podían labrarse reputación de grandeza y poder a partir de la confección de “criaturas” propias que le sirviesen, siguiesen y respetasen, es decir, de la creación de una casta nobiliaria. Sucesivamente, los nobles y grandes señores debían hacer otro tanto, favoreciendo a personas que se constituyesen en criados y servidores y que, a cambio, podrían recibir de sus patrones gracias y beneficios. A este respecto, conviene tener presentes ciertas premisas acerca de la constitución social y política de esa época. Primera, que si la sociedad se concebía como un conjunto dispar en que era indispensable una organización jerárquica, la armonía social no requería de igualdad entre sus miembros. Segunda, que la administración debía ser mediatizada y no central, pues entre la cabeza, que era el monarca, y los súbditos que formaban la sociedad debía haber forzosamente instancias de poder intermedias, correas de transmisión que hicieran efectivo el ejercicio del poder. Desde que la Corona castellana estableciera en el Nuevo Mundo su soberanía, los conquistadores, colonos y oficiales reales que en oleadas sucesivas arribaron a sus costas tenían perfectamente internalizados estos esquemas con los que modelaron su visión del mundo y su vida en comunidad. Entre ellos, señaladamente, existía la convicción de que para hacer fortuna y carrera, aparte de los méritos personales, resultaba decisivo el patrocinio de un poderoso señor, es decir, la relación clientelar. Que la presunción era cierta lo demuestran las prácticas de los virreyes y otros funcionarios en la distribución de oficios públicos y beneficios materiales (encomiendas y mercedes) que habitualmente recaían en sus allegados y servidores. Por otro lado, reiterativamente y a partir del último cuarto del siglo xvi, la legislación indiana prohibió a los magistrados de ultramar, así como a sus hijos, que contrajeran matrimonio en las jurisdicciones de su asignación. En un medio en que los vínculos de parentesco (biológicos o rituales) tenían una fuerza determinante y servían de base para la confección de poderosas redes políticas y económicas, las leyes trataban de impedir que los oficiales establecieran lazos familiares que sesgaban o torcían el recto cumplimiento de sus funciones. Empero, tal política aislacionista no fue ni medianamente exitosa, pues los emparentamientos entre la alta burocracia peninsular y las élites criollas fueron muy comunes, y con ellos la constitución de nuevos grupos clientelares. El periodo de dominación española modeló en Hispanoamérica una sociedad basada en una relación de poder entre los distintos cuerpos y estratos sociales y en la consideración prioritaria del orden jerárquico, la autoridad, el prestigio y el honor. Por otra parte, si no puede hablarse con propiedad de una “debilidad” de las instituciones centrales de control, sí habrá que conceder que el ejercicio de la soberanía metropolitana dependía y gravitaba en torno a un sistema de pactos, pesos y contrapesos que, si bien resultó altamente funcional para el mantenimiento de los vínculos de lealtad entre las comunidades coloniales, también propició la atomización de las relaciones de poder en los espacios regionales y locales. Con ello, igualmente favoreció la propagación de las relaciones clientelares a diferentes esferas y ámbitos sociales. En los distritos, las oligarquías terratenientes y mercantiles no sólo disponían de un amplísimo potencial económico, sino que además se habían adueñado —generacional y casi patrimonialmente— de los oficios e instituciones municipales, lo que les confería poder político, de modo tal que su posición preeminente les permitía disponer de una numerosa clientela e igualmente negociar sus posiciones e intereses con la autoridad central. En el seno de estos grupos de cultura política jerárquico-patriarcal se fue gestando la figura del cacique u “hombre fuerte”, característica del mundo iberoamericano. En el siglo xviii, las llamadas reformas borbónicas intentaron, en el plano político, reordenar, profesionalizar y moralizar la administración colonial, así como debilitar o socavar el poder de individuos o corporaciones que pudiesen Clientelismo 117 c oponerse a la “racionalización” de los nuevos lineamientos. En el orden gubernamental, se optó por un funcionariado y un cuerpo de burócratas de carrera cuya selección y promoción se determinó —al menos en teoría— por criterios meritocráticos y no por la condición de nacimiento; lo anterior iba en detrimento, sobre todo, de los viejos patriciados locales. Cabe señalar que, en este sentido, ciertamente se afectaron intereses de grupos y clientelas tradicionales, sin que en el fondo se erradicasen las antiguas prácticas, toda vez que los nuevos administradores y sectores favorecidos construyeron sus propias redes clientelares. Más bien puede afirmarse que hubo relevo de personas e instituciones, pero no cambios sustanciales en las modalidades de relación sociopolítica o en los mecanismos de acceso al poder y los recursos. Las guerras de independencia, la desintegración del antiguo Imperio español y el posterior surgimiento de Estados nacionales en el siglo xix tampoco fueron acontecimientos que modificaran de raíz las cosas, aunque sin duda les confirieron un cariz distinto. La novedad estribó en la aparición de nuevas estructuras políticas y en los mecanismos de selección de los cuadros dirigentes de las flamantes repúblicas: con presidentes y congresos o parlamentos elegidos por votación, se presenció el desarrollo de relaciones clientelares en el seno de los partidos políticos y de la burocracia estatal. El referente e indicador de la lealtad y el compromiso, la moneda de cambio en la relación patrón-cliente fue, en adelante, el sufragio. Con todo, la debilidad institucional de los nuevos Estados aún permitió la coexistencia de estas vertientes con las formas más antiguas del clientelismo autoritario. En el ámbito rural, particularmente en la unidad productiva conocida como “hacienda” o “estancia”, los hombres fuertes, los grandes propietarios, hacían valer su poder económico y político, tanto al determinar selectivamente qué integrantes de sus propias clientelas tendrían acceso a la tierra y a otros medios de subsistencia y beneficios, como al decidir en qué sentido orientarían su voto para la elección de candidatos a puestos de elección locales, distritales o nacionales. En el decurso posterior de la historia de América Latina, la del siglo xx y la del incipiente siglo xxi, tanto los regímenes autoritarios como los democráticos han echado mano indiscriminadamente de las relaciones clientelares como mecanismos eficaces para fincar, extender o conservar su base social de apoyo por la vía comicial. Adicionalmente, la opción por formas de economía mixta, es decir, la participación directa de los Estados en los procesos productivos, en la creación y apropiación de empresas, ha favorecido igualmente la expansión del clientelismo a través de la concesión de cargos públicos y del sostenimiento de una burocracia creciente, pero no profesionalizada y de bajos ingresos. Líneas de investigación y debate contemporáneo Como objeto de estudio académico para las ciencias sociales, el tema del clientelismo tiene poco más de sesenta c 118 Clientelismo años. Aunque los sociólogos funcionalistas empezaron por destacar la relación de mutuo beneficio entre partes para el sostenimiento del equilibrio social, fueron los antropólogos quienes abrieron camino con los estudios realizados durante los años cincuenta y sesenta del siglo xx entre las sociedades rurales del Mediterráneo (Andalucía, Grecia e Italia) y América Latina (sobre todo México). Su enfoque definió la relación patrón-cliente como un contrato “diádico”, es decir, como un vínculo que, voluntariamente, ligaba a un individuo dotado de poder, dinero y prestigio con otro que carecía de ellos. El patrón utilizaba su posición privilegiada para proteger o beneficiar a su cliente que, a cambio, prestaba servicios a su patrón. Cuanto más se profundizaba en el análisis, más necesario fue tomar en cuenta que las sociedades rurales, objeto de tales estudios, no constituían entidades cerradas y que, en consecuencia, era indispensable ampliar las perspectivas hacia sus relaciones con ámbitos más amplios y con otros protagonistas. Ahí se apreció la importancia de la figura o el concepto del intermediario (broker), sujeto que interconectaba a patrones y clientes, que los representaba indistintamente y que, a cambio, recibía beneficios personales. El crecimiento del influjo del Estado en las comunidades rurales determinaba su surgimiento en escena y el relieve de su papel. Así, en la medida en que en las sociedades contemporáneas la injerencia estatal no amengua sino que, por el contrario, se fortalece prácticamente en todos los espacios, el peso de la actuación de los intermediarios o mediadores de la relación clientelar sigue siendo considerable y aún tiende a aumentar. Las principales objeciones a la formulación de este modelo provinieron, entre los años sesenta y setenta, de la antropología marxista, que señaló que las relaciones clientelares así definidas no eran sino una tergiversación de un modo de explotación del medio rural. Según este punto de vista, los intercambios clientelares no resultaban significativos frente a la coerción que ejercía el patrón sobre su clientela, mediante el mercado de trabajo. El patronazgo no era un tipo de relación, sino una forma de opresión y una ideología al servicio de la clase dominante, y era posible por una “debilidad” en la conciencia de clase y porque constituía la única forma en que las “clases desposeídas” podían acceder a los bienes y servicios del Estado. Desde el último tercio del siglo xx a la fecha, la sociología y la ciencia política han dado un giro y una mayor apertura a las interpretaciones que le precedieron. En principio, ya no apuntan a la existencia de la relación patrón-cliente como un fenómeno derivado del subdesarrollo o de la estructura de clases, ni —como se dijo antes— asumen que sea un rasgo privativo de las sociedades rurales tradicionales, sino que las consideran variantes de conducta presentes en la mayoría de las comunidades del mundo. En función de que este tipo de relaciones tiene que ver con aspectos fundamentales de la estructuración y regulación del orden social, se presenta como una materia de estudio mucho más compleja, que rebasa los estrechos marcos de los enfoques disciplinarios y que debe ser abordada desde un punto de vista integral. Esta perspectiva —junto con los aspectos quizá más tangibles de los centros neurálgicos de control y las periferias, de la influencia política, de la organización de los mercados y de las perspectivas vitales de los individuos— debe considerar igualmente una interacción o imbricación con los códigos axiológicos, las formas culturales y las creencias de las sociedades. De ahí que hoy se haya hecho bastante hincapié en los estudios comparativos y multidisciplinarios. Finalmente, y puesto en términos llanos, la cuestión es de muy amplio espectro, pues se trata de dilucidar quién, cómo y dónde dispone del poder y de los recursos, así como de esclarecer mediante qué mecanismos los distribuye selectivamente entre quienes carecen o aspiran a ellos. Aun cuando también se concede la pervivencia de las relaciones clientelares autoritarias, no son éstas las que reciben mayor atención por parte de los especialistas. Actualmente, y sobre todo a partir de la difusión en escala planetaria de los regímenes democráticos, lo que se prioriza es el estudio del clientelismo electoral o de las llamadas democracias clientelares. Empero, el consenso entre los expertos es que no se trata de un asunto que se limite meramente a la cuestión del voto en periodos electorales y tampoco es una cuestión que pueda expresarse —con cierta ingenuidad— en términos de “manipulación política” de unas masas inertes y receptivas. El planteamiento se dirige preferentemente al estudio de la conformación y mantenimiento más o menos permanente de bases de apoyo para los partidos o sus candidatos y de la participación conscientemente asumida de sus clientelas en los procesos. En este sentido, la figura de los mediadores o brokers ha captado mayor atención, dado que ellos son el medio de materialización del vínculo entre los patrones y las clientelas; son el contacto personal, directo, cotidiano y visible entre los dos protagonistas de la relación. Para los círculos superiores, la funcionalidad y utilidad del mediador está en relación directa con su capacidad para penetrar y persuadir a los grupos subalternos de integrarse a una clientela, en tanto que para estos últimos, la legitimidad y el poder del intermediario se hallan determinados por su aptitud para mantener el flujo continuo y selectivo de beneficios (bienes, servicios, participación en programas o políticas sociales, etcétera). Por otro lado, entre las interpretaciones académicas contemporáneas sobre el clientelismo que gozan de mayor aceptación, se encuentran las que parten del supuesto de que la incertidumbre política y social, y la estrechez económica en el subcontinente latinoamericano, así como la naturaleza transitoria de la interacción social y de las oportunidades de mejoría en el nivel de vida son causa de que la gente busque continuamente medios que les proporcionen una seguridad institucional y personal. Esto no se consigue mediante compromisos identitarios “de clase”, es decir, entre aquéllos que se ubican en estatus socioeconómicos similares (vínculos horizontales), sino que se apela, en forma fragmentada y puntual, al establecimiento de lazos verticales y desiguales con los estratos superiores, que son los que pueden garantizar —así sea de modo contingente— la seguridad y los beneficios que se persiguen. Una relación clientelar se establece siempre y cuando los agentes superiores (patrón o mediadores) puedan asegurar la movilidad de recursos, y siempre y cuando haya un contacto social continuo y fluido con la potencial clientela. No obstante, como tampoco puede garantizarse la estabilidad o permanencia en las jerarquías ni, consecuentemente, su poder para canalizar de modo indefinido los beneficios a los sectores dependientes, la incertidumbre permea por igual a todos los estratos sociales y los estimula a constituir incesantemente relaciones clientelares que les permitan mejorar o mantener sus posiciones en el entramado social y político, de ahí también que los cambios sociales no necesariamente socaven la existencia del clientelismo. Bibliografía Auyero, Javier, comp. (1997), ¿Favores por votos? Estudios sobre el clientelismo político contemporáneo, Buenos Aires: Losada. Clapham, Christopher, ed. 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Para la Unión Europea, lo relevante del tema radica en la necesidad de acercar a los ciudadanos europeos entre ellos y en crear una suerte de identidad supranacional, sin suprimir los nacionalismos ni los regionalismos propios de cada país. En el caso de América Latina (considerada la región más desigual del mundo), la cohesión social es importante, ya que resulta necesario crear mecanismos para acotar la brecha entre ricos y pobres puesto que las políticas económicas no siempre bastan para lograr una redistribución más justa de la riqueza. Ante esta realidad, algunos gobiernos de América Latina han puesto en marcha políticas de fomento a la cohesión social, en aras de resarcir los daños provocados por la mala distribución de la riqueza. Pero vayamos por partes. En un plano más sustancial y general, el concepto de cohesión social es importante porque nos ayuda a comprender si el contrato que sustenta a una sociedad es satisfactorio y eficiente para la población (referenciada en sus símbolos, identidades, instituciones y recompensas económicas). En función de la cohesión social, el Estado utiliza e instrumenta mecanismos a través de sus instituciones, con el fin de amortiguar la atomización social derivada de la modificación de las formas simbólicas y reales en el intercambio social, institucional y económico, producidas por la globalización —que se expresa, entre otros fenómenos, en la pérdida de relaciones densas (familia, amigos), en exclusión y en desigualdad—, pero también da cuenta de la eficiencia institucional en ámbitos clave de todo contrato social, como la elección de nuestras autoridades (legitimidad de origen) y la procuración e impartición de justicia. Esto es, la mayor o menor igualdad e inclusión social, legitimidad de autoridades, procuración e impartición de justicia e intensidad de redes sociales densas tendrá como resultado una mayor o menor cohesión social. En cada uno de estos c 120 Cohesión social rubros intervienen instituciones estatales y, desde luego, la interacción de la sociedad misma. La cohesión social, como parece obvio, no da cuenta solamente de la relación del Estado con la sociedad. El estado que guarda la cohesión social describe las relaciones horizontales en su dinámica cultural y económica en dimensiones como confianza-desconfianza, participación-aislamiento, certidumbre-incertidumbre, entre otras. Sin embargo, ese estar de la sociedad es afectado de manera inevitable por políticas públicas como las de índole laboral o social, por lo que el estatus de lo social se ve afectado de modo determinante por las acciones u omisiones del Estado, por la eficiencia o ineficiencia de sus instituciones. De esta manera, “[…] la cohesión social incorpora tanto la dimensión estructural como la subjetiva, y puede entenderse como la dialéctica entre mecanismos instituidos de inclusión/exclusión sociales y las respuestas, percepciones y disposiciones de la ciudadanía frente al modo en que ellos operan” (Hopenhayn, 2006: 39). La cohesión social puede manifestarse en forma de algún comportamiento particular o en valoraciones concretas que pueden ser positivas o negativas. En el primer caso, se observa un mejoramiento en la confianza en las instituciones; tiene un sentido de pertenencia que se expresa a través de la participación; alimenta el sentido de un espacio público fortalecido desde la perspectiva democrática y robustece la creencia de que sus esfuerzos son recompensados y reconocidos socialmente. La “gente” obtiene seguridad subjetiva al verse rodeada de relaciones de confianza y solidaridad que, según los estudios de Norbert Lechner (1990), forman parte esencial de la estrategias de salida de eventuales crisis, sean éstas de índole emocional, económica o jurídica (un argumento similar ha sido propuesto por Robert Putnam, aunque para este sociólogo norteamericano es el capital social el principal repertorio de medios no materiales que le permite a la gente afrontar sus crisis). Asimismo, la seguridad objetiva se relaciona estrechamente con el reconocimiento de espacios —públicos y privados— como vivibles, disfrutables y utilizables, sin temor a la delincuencia, pero en todo caso, con la confianza de que si alguien viola la ley en mi perjuicio, existe un aparato institucional que me protege y que hará justicia. La procuración e impartición de justicia es de vital importancia para la cohesión social porque toca los fundamentos mismos de todo Estado liberal, así sea entendido el Estado en su mínima expresión, como la organización que detenta la obligación de velar por la vida y la propiedad de sus ciudadanos. A través de la cohesión social, se puede replantear los términos del contrato social con vistas, por un lado, al mejoramiento de la responsabilidad cívica, que genera respeto por las normas y confianza entre los individuos y en las instituciones; por otro, a la inclusión y eficacia institucional para fomentar la equidad, el bienestar y la protección. Para lograr tal propósito, la sola idea de cohesión social debe derivar en políticas persuasivas que detonen una voluntad movilizada por parte de la sociedad. La cohesión es, pues, a la vez fin y medio de las acciones institucionales en búsqueda de condiciones mínimas de bienestar: Como fin, provee contenido y sustancia a las políticas sociales, por cuanto éstas apuntan, en sus resultados como en su proceso de gestión y aplicación, a reforzar tanto la mayor inclusión de los excluidos como mayor presencia de éstos en la política pública. […] sociedades más cohesionadas [entendiendo cohesión social como medio] proveen un mejor marco institucional para el crecimiento económico, fortalecen la gobernabilidad democrática y operan como factor de atracción de inversiones al presentar un ambiente de confianza y reglas claras (Hopenhayn, 2006: 40). El conjunto formado por la desigualdad (expresada en un aumento de la brecha económica y la mala distribución del ingreso), la legitimidad deteriorada de las autoridades y el desmantelamiento de un espacio público sólido minan la construcción social de la vida pública y orillan a que la sociedad, como conjunto, se fracture, produciendo un individualismo extremo en función del miedo al “otro” y de la desconfianza en las instituciones, especialmente en aquéllas encargadas de la seguridad. Estudiar el concepto de cohesión social responde a la necesidad de conformar una sociedad capaz de interrelacionarse consigo misma de forma pacífica y legítima en un contexto extremadamente complejo, plural y multicultural, diverso y desigual, como lo es el de la mayoría de las sociedades contemporáneas. La globalización, aunada a las reformas de los años ochenta orientadas al mercado, mostraron “[...] que el cambio social hace languidecer los vínculos comunitarios y otras formas de sociabilidad que alimentan la confianza y el sentido de pertenencia” (Peña, 2010: 7). Estas condiciones de desintegración posteriormente fueron el principal motivo de preocupación de los hacedores de políticas y de las agencias internacionales durante las últimas décadas. Para definir el concepto de cohesión social, se busca, a la par de una construcción con validez teórica, una definición capaz de apelar a la voluntad y de movilizar las acciones sociales. En el caso de las ciencias sociales, el carácter performativo de su lenguaje hace que la descripción del fenómeno contribuya a su propia formación. La cohesión social evoca a las redes sociales densas (familia y amigos), consistentes en el entramado de referentes que fortalecen la confianza y solidaridad de los ciudadanos en sus vecinos y familias. Hablar de redes sociales densas es hablar del patrimonio simbólico de una comunidad que fortalece el manejo de normas, redes y lazos de confianza. Asimismo, refuerza la idea de lo colectivo como pertenencia derivada de la reciprocidad en el trato. Son redes que dotan de estrategias de salida de crisis (económicas, sociales, jurídicas o emocionales), solidaridad, protección y civilidad a las relaciones sociales y grupales. Es necesario entender la cohesión social no como una variable aislada, sino a partir de la conjunción de diferentes teorías y enfoques analíticos. Tres son los que nos ofrecen explicaciones extensivas de este concepto: 1) 2) Explicaciones económicas y de entorno social. Según esta concepción desarrollada por Robert Putnam y sustentada en el neoinstitucionalismo, el desarrollo económico y la cohesión social forman un círculo virtuoso en la medida en que uno y otro se condicionan en un juego que no es de suma cero. A mayor equidad, inclusión e institucionalidad, habrá mayor capital social, humano y mayor desarrollo económico. Por su parte, el desarrollo económico presenta mejores oportunidades de integración social, menor pobreza, mayor democracia y mejores instituciones. Esta perspectiva —hay que decirlo— tiene el problema de fundamentarse en una abstracción normativa y utilitaria que redunda en la imposibilidad de ofrecer una distinción clara entre redes negativas y positivas; por ejemplo, entre la delincuencia organizada y aquellas redes socialmente productivas. Lo anterior, porque en su construcción prevalecen criterios utilitarios de rendimiento económico, lo que lógicamente las hace indiferenciables. Explicaciones enfocadas en el sistema político. La cohesión social aumenta si los resultados de las políticas socialmente esperadas a través del discurso, de las promesas y de los planes de gobierno cumplen con las expectativas de los ciudadanos; es decir, si las instituciones públicas son eficientes, justas, honestas, imparciales y predecibles. Este enfoque, aunque muy poderoso, tiene el problema de imaginar un mundo global predecible, cuando la realidad nos indica todo lo contrario. La crisis desatada en un país, con frecuencia echa por tierra los planes de desarrollo de otros situados a muchos miles de kilómetros. Lo que sucede en China, Europa, Japón o Estados Unidos no solamente tiene influencia decisiva sobre estos países, sino que arrastra tras de sí al resto del mundo. La crisis de 2008, por ejemplo, al afectar a los Estados Unidos, redundó en el fracaso de los planes económicos en la mayoría de los países de América Latina. Esto es, la eficiencia institucional de un Estado, por ejemplo, en términos económicos o de seguridad, frecuentemente no depende de los Estados mismos, sino del contexto internacional en que se desarrollan. Lo anterior expresa de una manera plástica los claros límites a la soberanía y con ello al desplante institucional eficiente, sobre todo de los países emergentes. Esto describe los límites objetivos de un análisis institucionalista que no observa las limitantes derivadas de la interconexión global. Cohesión social 121 c 3) Explicaciones enfocadas en el individuo. Se fundamentan en el debilitamiento de la cohesión social, relacionado con el desencanto, la individualización, la desconfianza, el menor grado de interés en la política y en los medios de información, y en la disminución de las redes sociales densas. Esta concepción, fundamentalmente culturalista, intenta (no siempre con éxito) relacionar la subjetividad vulnerada con fenómenos institucionales como la ausencia de Estado, las políticas públicas erróneas y algunos fenómenos relacionados con la globalización (por ejemplo, la percepción de que el mundo es convulso y colabora en el sentimiento de fragilidad e inseguridad). Aquí el problema radica en la dificultad tanto de la medición como de la clarificación causal de los sentimientos y la variedad de hechos que los causan, desde la familia y los amigos, hasta lejanos conflictos percibidos a través de los medios. Cada uno de estos enfoques hace hincapié en lo económico, lo político o lo subjetivo, por lo que todos tratan sólo partes del problema. Por el contrario, la cohesión social debe ser entendida como un universo complejo cuyos elementos se interrelacionan y condicionan permanentemente. Las tres dimensiones planteadas arriba podrían ser tratadas mediante cinco categorías: redes sociales densas, legitimidad electoral, justicia, equidad e inclusión, que, en su conjunto, engloban el concepto de cohesión social. La legitimidad–no legitimidad de autoridades nos remite a lo subjetivo y a lo económico, aunque primordialmente a lo político. De igual forma, la inclusión o la desigualdad contienen elementos tanto subjetivos como políticos o económicos. Por otra parte, cada una de las cinco categorías cuenta con instrumentos analíticos para medir el grado de cohesión social en una comunidad. Todo ello resulta importante porque la cohesión es la única forma de conocer el estado que guarda la eficacia y la vigencia del contrato social; esto es, de la gobernanza y la gobernabilidad. La legitimidad electoral es importante al hablar de cohesión social, pues expresa la vigencia y fortaleza del vínculo de legitimidad entre las instituciones políticas y los ciudadanos dentro del Estado. Al tener elecciones creíbles y justas se da una mejor relación entre los dos actores claves de la cohesión: el Estado y la sociedad. Sin la necesaria legitimidad de las autoridades, se rompen las bases mínimas de la democracia, del contrato y de la cohesión social. La falta de legitimidad democrática de autoridades produce movilizaciones, desobediencia civil, distanciamiento entre quienes defienden y quienes atacan al gobierno. Ello deja poco margen a una mínima cohesión social, sobre todo si se toma en consideración la amenaza que implica la crisis de representatividad que aqueja a las democracias contemporáneas. Uno de los productos directos de la legitimidad electoral se refleja en el sistema de justicia. En el contexto de un Estado de derecho, la cohesión social se nutre de un contrato social c 122 Cohesión social que promueve un sistema de impartición y procuración de justicia eficiente. La cohesión aumenta si los resultados de las políticas implementadas cumplen con las expectativas de los ciudadanos; es decir, si las instituciones públicas están basadas “[...] en la promoción y protección de todos los derechos humanos, como también en la no-discriminación, la tolerancia, el respeto por la diversidad, la igualdad de oportunidades, la solidaridad, la seguridad, y la participación de todos, incluyendo a los grupos y personas en situación de desventaja y vulnerabilidad” (Hopenhayn, 2006: 38), y si, además, son eficientes, justas, honestas, imparciales y predecibles. La equidad es una de las categorías principales de la cohesión social. No es posible hablar de cohesión en una sociedad desigual en extremo y, además, excluyente. Una sociedad con alto grado de cohesión es aquella donde sus integrantes saben que no existen distinciones excesivas entre ellos respecto de su papel dentro de la dinámica social, pues se les da a los individuos reconocimiento y retribución por su participación en la vida social. Ello redunda en que el individuo reproduzca un alto grado de confianza en el sistema social, en sus valores, principios y elementos de identidad que éste le proporciona a través del sistema educativo y de las redes sociales densas, como la familia y los amigos. Por último, para poder hablar de equidad es necesario referirse a la inclusión no sólo en el sentido formal, sino también en el material; es decir, ya sea a través de la inserción de los grupos vulnerables dentro de una comunidad, o a través de políticas públicas —no solamente asistencialistas— que consideren su papel como de vital importancia en el tejido social. Para ello, es esencial la existencia de espacios públicos que ofrezcan oportunidades laborales, de socialización, de construcción de redes sociales densas y de convivencia, espacios que fortalezcan los lazos entre individuos y generen la cercanía que estimule la cohesión y asegure la vigencia del contrato social. Historia, teoría y crítica Se ha reiterado que la cohesión social se halla estrechamente unida al contrato social. Desde Hobbes, el contrato social —opuesto al estado de naturaleza— fue ideado como un arreglo mediante el cual el individuo cedería parte de su soberanía, de su libertad, en función de su seguridad. Esto es: en el estado de naturaleza, el hombre es libre de disponer de las propiedades y de la vida misma del otro. Por el contrario, en el estado civil, bajo un contrato social, todos renuncian a la libertad total y se someten a normas que la limitan. De ese momento en adelante, yo no podré matar a nadie, pero nadie me podrá matar a mí. De igual manera, yo deberé controlar mi ambición sobre los bienes ajenos, sabiendo que el otro hará lo mismo. Se trata de un contrato por la seguridad, en un inicio y como mínimo, sobre la propiedad y la vida, cuyo garante es el Estado. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y los medios de todos, como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común (Hobbes, 1984: 181). Rousseau modifica sustantivamente el fundamento del contrato social. Si para Hobbes el resultado del contrato es la cesión de la soberanía al gobernante, Rousseau inaugura el tema de la representación política. El contrato social se amplía a un sinnúmero de actividades humanas. A diferencia de Hobbes, para Rousseau la soberanía ya no radica en el monarca, sino en el pueblo, por lo que éste podrá modificar los términos del contrato cuando así lo desea. Aquí cabe destacar dos elementos. El primero es que las instituciones del Estado deben funcionar correcta y eficientemente; de otra manera, la delegación de soberanía hecha por el pueblo deja de tener sentido. La obligación primordial del Estado radica justamente en proteger no sólo las propiedades y la vida, sino todo el conjunto que expresa la “voluntad general”, que no siempre coincide con la voluntad de todos, pero que en términos de representación supera la diferencia en el momento de la elección. En todo caso, para este autor queda claro que un Estado que no cumple con esa obligación es un Estado que propicia la ruptura del pacto social, porque obliga a la defensa propia e invita a la venganza. Entonces se rompe con el Estado de derecho y florece la impunidad y la violencia. El segundo elemento que se destaca es la clara relación entre el buen funcionamiento del contrato social y la cohesión social. El buen funcionamiento de un contrato social trae consigo cohesión porque da certidumbre a nuestras transacciones, implica reciprocidad, confianza y, desde luego, la deliberación pública sobre la base de un sentido mínimo de comunidad, y busca cómo mejorar los elementos de nuestra vida social. Se cuenta con legitimidad de autoridades, con una razonablemente buena impartición y procuración de justicia, con redes sociales densas y con inclusión y equidad en las relaciones sociales. El contrato social, según los contractualistas clásicos, se rompe cuando las instituciones del Estado no funcionan adecuadamente y, por consiguiente, cuando deja de prevalecer la norma. Para éstos “una sociedad cohesionada es una sociedad que, sobre la base de ciertas regularidades, presenta las características normativas de ser bien ordenada” (Peña, 2010: 43). Sin embargo, hay autores para quienes no es necesariamente la ineficiencia institucional la que puede dar por resultado la ruptura de la normatividad y la falta de cohesión social. Me refiero al estructuralismo francés en general y al concepto de anomia de Emile Durkheim en particular. La complejidad de las labores en el interior de una sociedad genera una creciente especialización y la consecuente premisa de que no todos sus miembros pueden hacerse cargo de todas las tareas. Por una parte, la existencia de posiciones definidas dentro de una estructura da pie a conferir a los agentes sociales cierto margen de maniobra individual para llevar a cabo sus acciones; sin embargo, por otra parte, el que no todos puedan encargarse de todo implica que unos dependan de otros en tanto que el producto de su trabajo —y, sobre todo, la función que cumplen dentro de la estructura— sea indispensable para la conservación de ese todo: Cuanto más solidarios son los miembros de una sociedad, más relaciones diversas sostienen, bien unos con otros, bien con el grupo colectivamente tomado, pues, si sus encuentros fueran escasos, no dependerían unos de otros más que de una manera intermitente y débil […] el número de esas relaciones es necesariamente proporcional al de las reglas jurídicas que las determinan […] la vida social, allí donde existe de una manera permanente, tiende inevitablemente a tomar una forma definida y a organizarse, y el derecho no es otra cosa que esa organización” (Durkheim, 2007: 74). Toda sociedad está compuesta por distintos estratos; en cada uno existen ciertos referentes que nos hablan de la normatividad. Un obrero, dentro de ese preciso estrato, posee límites hacia arriba y hacia abajo; hacia abajo, él sentirá que su trabajo no es justamente compensado; pero si sus límites se rompieran hacia arriba, tampoco sería bien visto por los demás obreros. De esta manera, al igual que con los extremos en los ingresos, se guarda una normatividad social que abarca muchas dimensiones, como la cultural, la política, la cívica, la familiar y con sus amistades. Cuando las cosas funcionan así, podría decirse que no hay anomia; cada quien desempeña su papel porque hay previsibilidad y confianza en las acciones propias y de los propios. En suma: “no puede haber sociedad —decía Durkheim— si no hay una afirmación constante de los sentimientos colectivos y de las ideas colectivas que hacen su unidad y personalidad” (Lechner, 1990: 126-127). Pongamos como ejemplo algunos Estados democráticos consolidados (como fueron los países de Europa occidental hasta los años ochenta). En esos sistemas, cada quién desempeñó su papel y podría prever los resultados de su actuar. Ello, porque en general las condiciones económicas, sociales y políticas eran controlables por los gobiernos y por la sociedad en sus distintos ámbitos. Se contaba con mecanismos institucionales de seguridad social y estabilidad en el empleo, y este último era “para toda la vida”. Si bien había poca movilidad social y urbana, los papeles y el estatus social se otorgaban en el barrio, la familia o el empleo, en mayor o menor medida, de acuerdo con su rendimiento social, pero siempre en el interior de una estructura social más bien cerrada. Con el advenimiento de la globalización, se rompen las estructuras de valoración y la normatividad misma, y se impone al mercado como único elemento estabilizador de lo social. Pero al perderse las estructuras y las formas de valoración social, que daban como premio estima y estatus, el único Cohesión social 123 c valor que permanece es el éxito económico. El panorama se abre. Nacen cuantiosas fortunas en unos años y otras se desvanecen en pocas semanas. La solidaridad es sustituida por la competencia y los referentes se pierden. Políticamente, se le sigue responsabilizando al Estado de estos desajustes, pero en realidad la globalización es un fenómeno que ningún Estado, ninguna industria, ningún banco puede controlar. La globalización, a grandes rasgos, significa ausencia de Estado mundial. Más concretamente: “sociedad mundial sin Estado mundial y sin gobierno mundial. Estamos asistiendo a la difusión de un capitalismo globalmente desorganizado, donde no existe ningún poder hegemónico ni ningún régimen internacional, ya de tipo económico, ya político” (Beck, 1999: 32). Sus efectos son devastadores para las formas de interrelación vigentes hasta hace apenas treinta años. Este descontrol es estructural y difícilmente habrá políticas de Estado que puedan modificar sus dinámicas. El concepto de anomia de Durkheim justamente da cuenta de la ruptura de valoraciones, referentes, normatividades de cada una de las diversas estructuras sociales, que dejan a la deriva al individuo normal y por ello atentan contra la cohesión social y contra el contrato social mismo. En palabras de Durkheim: La anomia [...] procede de que, en ciertos puntos de la sociedad hay falta de fuerzas colectivas, es decir, de grupos constituidos para reglamentar la vida social. Resulta, pues, en parte, de ese mismo estado de disgregación de donde proviene también la corriente egoísta. Sólo que esta misma causa produce diferentes efectos, según que su punto de incidencia actúe sobre las funciones activas y prácticas o sobre las funciones representativas. Exalta y exaspera a las primeras, desorienta y desconcierta a las segundas (1928: 429). Líneas de investigación y debate contemporáneo Resulta particularmente apremiante el análisis detallado de las nuevas condiciones de la cohesión social dentro del Estado. En la medida en que las dinámicas de la globalización ponen en jaque la base espacial característica de la estatalidad moderna y plantean retos que sólo es posible atender eficazmente actuando de manera conjunta con otros Estados (por ejemplo, con la delincuencia organizada), se plantea la necesidad de reconceptualizar al contrato sobre el cual se funda. Lo anterior fuerza a un ejercicio necesario y simultáneo de redefinición del estado social y sus políticas de cohesión. La geometría de la globalización, tal cual es concebida en la actualidad, supone condiciones de exclusión social e inequidad para el sector que concentra a los diferentes tipos de población vulnerable, condiciones cuyas repercusiones están caracterizadas por la fractura del edificio social. Surgen abismos entre los países postindustriales y los que están en vías de desarrollo, así como entre los grupos sociales en el interior de cada país. c 124 Cohesión social De igual forma, con la globalización se socavan elementos fundamentales para la estabilidad de una nación, como la confianza entre los ciudadanos, a partir de la difusión de “[...]un imaginario o representación negativa respecto del funcionamiento de la sociedad, de los poderes y de quienes lo detentan” (Machinea, 2006: 12), de los términos en los que es entendido y observado el contrato social, la esfera de las redes sociales densas, las oportunidades de inclusión social y la eficiencia en la impartición de justicia. Gran parte de las relaciones sociales del mundo actual se caracteriza por la prevalencia de un individualismo exacerbado y, por consiguiente, de la anteposición de una clase de egoísmo como plataforma de oportunidad para alcanzar el beneficio personal: La gente que vive de un proyecto a otro, la gente cuyo sistema de vida está parcelado en una sucesión de proyectos de breve duración, no tiene tiempo para difundir descontentos que cristalicen en una puja por un mundo mejor […]. Esta gente deseará un aquí y ahora diferente para cada cual en lugar de pensar seriamente en un futuro mejor para todos. En el esfuerzo cotidiano sólo dirigido a mantenerse a flote, no hay ni tiempo ni espacio para vislumbrar la “sociedad buena” (Bauman, 2005: 79). En parte se trata de la reacción inmediata del individuo ante una sociedad fracturada que difícilmente aspira a un mayor grado de cohesión, pero es también un fenómeno producido por la ausencia de un Estado suficientemente fuerte —además de responsable— que articule, coordine, opere y accione políticas públicas encaminadas a recomponer el tejido social, actualmente roto por diferentes crisis. De forma reiterativa se han señalado carencias que afectan componentes importantes de la cohesión social. En Europa, por ejemplo, se pone énfasis en la inclusión-exclusión social y en el mantenimiento de redes sociales densas. Se ha construido la idea de cohesión social para la Unión Europea como parte de un discurso evocativo–normativo que busca reforzar los valores de solidaridad y equidad. De esta manera: El objetivo de la cohesión social implica una reconciliación de un sistema de organización basado en las fuerzas de mercado, libertad de oportunidad y de emprendimiento, con un compromiso con los valores de solidaridad y apoyo mutuo, lo cual asegura acceso abierto a los beneficios y a proveer protección para todos los miembros de la sociedad (Peña, 2010: 26). En el proceso de formación de una “nación europea” con lenguajes, razas, culturas, religiones y tradiciones diferentes, la inclusión es una conditio sine qua non para la cohesión social, y esta última es condición también para lograr un sentido de pertenencia. Ni lógica ni políticamente puede hablarse de cohesión social en un país donde la sociedad se segmenta geográfica, urbanística, política, económica y culturalmente. Por su parte, América Latina ha producido realidades situadas al margen de lo razonable en varias vertientes de la cohesión social. En la región, la exclusión social aún se manifiesta en la forma más primitiva: a través del racismo y la segregación abierta hacia amplias capas de la población, como los pueblos originarios o los negros. También se observa exclusión social contra los grupos vulnerables y minoritarios, como la población en situación de pobreza, los homosexuales o las personas con capacidades diferentes: No existe en América Latina esa cohesión social e ideología igualitaria que Tocqueville descubrió en la base de la democracia norteamericana. […] en ausencia de un referente colectivo por medio del cual la sociedad puede reconocerse a ‘sí misma’ en tanto orden colectivo, la diversidad social no logra ser asumida como pluralidad, sino que es vivida como una desintegración cada vez más insoportable (Lechner, 1990: 92). En ese sentido, la pobreza característica de la región latinoamericana, que alcanza un 40% de la población (Cecchini y Uthoff, 2007: 14), no propicia un sentido de pertenencia ni solidaridad, ni otorga sentido de justicia. Por el contrario, da cuenta de una sociedad atomizada, extremadamente individualista, en que se violenta un principio sustantivo de toda doctrina liberal: la igualdad de oportunidades como fundamento de su categoría central, la competencia. Todo ello, sin un Estado capaz de nivelar las oportunidades (educación, salud, entre otras), sin lo cual ningún país podría saldar mínimamente ese problema. Pero además, para el caso específico de algunos países latinoamericanos, la ausencia de procuración e impartición de justicia eficiente ha tenido efectos devastadores en la cultura del respeto a la norma. Los resultados no son menores. El cálculo costo–beneficio se inclina favorablemente hacia la corrupción, la violación de la norma, aun las cívicas, y hacia la impunidad. Entre las respuestas a esta problemática, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal) han ampliado el concepto de cohesión social con elementos que dan cuenta de la solidaridad y el valor de las relaciones sociales que incluyen la confianza y la ayuda mutua. Las ideas de inclusión y exclusión social están acompañadas de las de igualdad y desigualdad social, que abarcan lo referente a la pobreza, el empleo y la redistribución de la riqueza (Machinea, 2006: 10-11). Hay dos respuestas principales a la cuestión de cuál debe ser la estrategia para enfrentar las fisuras en el edificio social y en el contrato en que se sostiene, así como el actor que las promueva a partir de políticas más completas y eficaces. Mientras que algunas posturas dan prioridad al “regreso” del Estado como principal agente de la cohesión social, otras apuntan a la capacidad de los actores subestatales y a las políticas “de abajo hacia arriba” como factores clave que conferirán cercanía suficiente para reconstituir el tejido social. Es necesario hacer hincapié en la introducción de una tercera perspectiva, que ha sido hasta ahora poco tratada académicamente: la opción de la articulación multinivel de perspectivas, actores y estrategias, de entre los cuales deberán manejarse con particular atención los propios del ámbito global —del cual emanan las condiciones que llaman a replantearse el significado mismo de las nociones con que pretende integrarse el estudio del contrato y la cohesión sociales—. Tanto en una como en otra perspectiva, es imperiosa la necesidad de adoptar un nuevo pacto social que permita replantear la protección sobre una base de derechos universalmente reconocidos. Así, “Un pacto social centrado en la protección representa [...] la culminación de un acuerdo en el que los derechos sociales se consideran como horizonte normativo y las desigualdades y restricciones presupuestarias como limitaciones que es necesario enfrentar” (Hopenhayn, 2006: 41). Finalmente, la cohesión social —en términos analíticos y teóricos, pero también políticos— seguirá siendo importante, ya que acoge los elementos del contrato social, nos indica su estado, nos devela sus problemas y puede indicar el camino. El arreglo social conforma el entramado sociopolítico y económico sobre el cual se ha asentado el Estado moderno desde que lo conocemos. En eso radica su importancia presente y futura. Bibliografía Bauman, Zygmunt (1999), La globalización. Consecuencias humanas, México: Fondo de Cultura Económica. _____ (2001), En busca de la política, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. _____ (2003), Comunidad. 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En este sentido, la competencia electoral presupone una serie de condiciones político-sociales que hacen de la dinámica institucional y procedimental, una conjugación sustantiva que enarbola los principios de igualdad, libertad, pluralidad y tolerancia. A su vez, se reconoce la existencia de distintas fuerzas y posiciones políticas que luchan entre sí para ejercer el poder desde las instituciones del sistema. Con base en ello, el presupuesto fundamental de los regímenes democráticos competitivos radica en un sistema político que dé cabida a distintas organizaciones partidistas, garantizando en todo momento su derecho a participar en los procesos electivos de representantes. Un régimen es electoralmente competitivo cuando, más allá de la celebración de elecciones periódicas, éstas se caracterizan por la presencia plural de actores políticos, cada uno de ellos, con posibilidades reales de ser votados y electos para desempeñar un cargo de representación popular. De igual forma, la capacidad de alternancia o permanencia de una fuerza en el poder recae directamente en el ejercicio libre de la voluntad ciudadana a través del voto. La competencia electoral cumple, entonces, con tres funciones clave: una, de orden procedimental; otra, de orden sistémico; la última, de carácter sustantivo. La primera función se refiere al papel que la competencia electoral juega como mecanismo e instrumento básico, a partir del cual se constituye de manera legal, legítima y democrática el poder en una sociedad; las elecciones son un requisito preeminente para la construcción de canales institucionales que definan la contienda entre distintos proyectos políticos y garanticen tanto el triunfo de la fuerza favorecida por la voluntad de la mayoría, como el respeto y tolerancia a una oposición que, pese a no haber sido electa, conserva sus posibilidades de interlocución y participación política. La segunda función confiere a la competencia electoral la cualidad de potenciar la legitimación del sistema político y el ejercicio de gobierno de un partido o coalición de partidos. De igual forma, es un referente de confianza en partidos o figuras partidistas a través del sufragio, y la rotación de élites que los marcos competitivos incentivan. La competencia electoral se concibe así como el mecanismo directo con que un electorado reforma, modifica y construye las instituciones políticas de acuerdo con sus preferencias, valores y visiones de carácter cívico. La competitividad de un régimen democrático permite asumir que el engranaje institucional de un país es capaz de resolver problemas mediante la toma de decisiones, con participación de los ciudadanos, para favorecer la determinación de soluciones. Ello implica, a su vez, que la competencia se traduzca en la posibilidad de un sistema político para canalizar y dirimir conflictos mediante procedimientos institucionales, pacíficos y apegados a la ley, sin atentar contra la pluralidad política, social e ideológica; de esta forma se consigue un equilibrio en el poder que permite la convivencia de fuerzas políticas, tanto en el terreno del ejercicio gubernamental, como en el de la oposición institucionalizada. La tercera y última función de la competencia electoral consiste en materializar los principios, normas y valores que sustentan la orientación democrática de un sistema y un régimen político. El juego de reglas de la democracia se expresa en buena medida por la exaltación del principio esencial de libre elección, y a su vez por los atributos de igualdad, respeto a la diferencia, tolerancia, equidad, participación, diálogo, entre muchos otros preceptos y prácticas que caracterizan de manera general los procedimientos, mecanismos y lineamientos electorales en un contexto específico. Estas tres funciones permiten asumir la competencia electoral como un requisito de interacción política en regímenes democráticos, que de forma directa tiene una relación de amplio impacto con dos variables: el sistema electoral y el sistema de partidos. Con el sistema electoral, porque los criterios técnicos y la integración de principios de mayoría relativa o de representación proporcional permiten delimitar ciertos parámetros de competencia que inciden en la manera como se constituye la autoridad legítima y legalmente electa. Con el sistema de partidos, porque la base partidista refleja, además del criterio numérico e ideológico, el abanico de posibilidades que hace de un régimen un esquema auténticamente competitivo, con alternativas políticas reales a disposición de las preferencias y voluntades manifestadas por el electorado. Dada esta correlación, los sistemas se caracterizan de dos maneras generales: por una parte, sistemas no competitivos, que pueden configurarse bajo la modalidad de un partido único (como la ex Unión Soviética) o de un partido hegemónico (como México durante buena parte del siglo xx). Por otra, sistemas competitivos, que pueden contemplar una competencia limitada (como los regímenes bipartidistas en Estados Unidos y Gran Bretaña), sistemas de pluralismo moderado (como en Alemania) o bien sistemas atomizados (como en Ecuador). Finalmente, la competencia electoral, además de los cauces institucionales y los arreglos procedimentales que suscita, tiene una expresión de carácter cívico-social que está relacionada directamente con la concepción y práctica del voto. En sociedades electoralmente competitivas el sufragio es estratégico, por cuanto los procesos y contiendas de elección constituyen el mecanismo primordial para la designación de representantes. De manera generalmente aceptada, en contextos de alta competencia electoral, el voto de los ciudadanos se construye con base en un criterio de racionalidad individual, en el cual prevalece la libertad para decidir por quién votar, en función de un cálculo personal y del conocimiento de información vasta y oportuna acerca de los candidatos y sus plataformas partidistas. En ese sentido, la competencia electoral en un contexto específico se fortalece si el votante recibe los incentivos adecuados que le permitan orientar sus preferencias de forma cada vez más razonada, apegada a la satisfacción de sus necesidades y al balance efectivo de propuestas y programas por parte de los candidatos a puestos de elección popular. Así, la competencia electoral se entiende como una condición tácita de desahogo democrático y funcional, a partir de la cual los procesos de selección implican una gama plural de actores políticos, quienes poseen una oportunidad real de acceder al poder mediante la voluntad del electorado expresada en la práctica del voto libre. Historia, teoría y crítica La democracia, tal como se conoce en nuestros días, es un innegable producto de la Modernidad. Su sistema de reglas y sus arreglos institucionales han evolucionado conforme la historia ha dado testimonio de la consolidación de los proyectos de Estado-nación modernos. El siglo xx se caracterizó por hacer de los regímenes democráticos una tendencia en la hechura política conforme el liberalismo predominó en las visiones gubernamentales de los diferentes contextos occidentales. La preocupación por la competencia electoral adquirió relevancia a la par que instituciones, partidos políticos, conjuntos de normas y ciudadanos se involucraron de manera cada vez más compleja para definir esquemas de lucha por el poder. De acuerdo con autores clásicos de la ciencia política como Arend Lijphart (1977; 1995) o Samuel P. Huntington (1991), la historia moderna de los regímenes políticos democráticos podría ser delimitada en cinco episodios: primera ola extensa de democratización de 1828 a 1926; primera ola de retroceso democrático de 1922 a 1942; segunda ola breve de democratización de 1943 a 1962; segunda ola de retroceso de 1958 a 1975; tercera y última ola de democratización de 1974 hasta nuestros días. Semejante lógica pendular en el desarrollo político de los regímenes a nivel mundial demuestra precisamente que la dinámica transformativa del concepto y las condiciones de la competencia política han atravesado por momentos de serios replanteamientos, caracterizados por la polaridad siempre latente entre el autoritarismo y la tendencia liberal. En todos los ciclos históricos en que la democracia padeció declives, la ausencia de procesos abiertos y competitivos de elección, sumada a la escasa legitimidad del poder, fue decisiva para identificar aquellas sociedades altamente ver- Competencia electoral 127 c ticales, con prácticas de violencia sustentadas en el ejercicio desmedido de la autoridad. Por tal motivo, la competencia electoral adquirió mayor preponderancia en el léxico político y social; a su vez, las prácticas vinculadas al funcionamiento del sistema político comenzaron a advertir la presencia o ausencia de mecanismos democráticos que privilegiaran o redujeran la capacidad de distintas instancias de carácter cívico o partidista para, en primer lugar, garantizar la legitimidad de una autoridad política y, en segundo, permitir que se recogiera la voluntad popular y la pluralidad ideológica como atributos primarios de las sociedades abiertas modernas. En este sentido, las primeras consideraciones formales sobre la noción del concepto de competencia electoral comenzaron a dilucidarse a partir de los esquemas de distinciones entre regímenes autoritarios y democráticos, definiendo las condiciones de lucha institucional por el poder y la verdadera presencia competitiva de diversas fuerzas políticas, como características esenciales de cualquier régimen que se asumiera como una democracia. Por ello, autores de la tradición procedimental y comparada como Joseph A. Schumpeter (1942), Anthony Downs (1957), Robert Dahl (1966; 1967b; 1971), Arend Lijphart (1977; 1984), Alain Rouquié, Guy Hermet y Juan Linz (1978), así como Adam Przeworski (1995), por mencionar tan sólo algunos, describieron a la democracia como un régimen en el cual la competencia partidista, por obtener el favor de la voluntad popular, jugaba un papel imprescindible destacando las bondades de un marco competitivo en materia de legitimidad, resolución de conflictos políticos por la vía pacífica e involucramiento de la ciudadanía en el diseño y funcionamiento de las instituciones. Las elecciones como el procedimiento marco de cualquier democracia comenzaron a ser objeto de precisiones conceptuales y hasta de indicadores metodológicos con el fin de determinar el conjunto de condiciones prácticas que definían a un régimen como democrático y abierto. Así, luego de atravesar las distinciones entre lo autoritario y lo democrático, la competencia electoral empezó a ser discutida como un elemento más de los que caracterizaban contextos políticos y sociales en circunstancias de transición democrática. Es decir, la competencia electoral se convirtió en un aspecto preponderante y dinámico dentro de los gobiernos que sí contaban con mecanismos institucionales que incorporaban una participación activa de la ciudadanía, y en los cuales, más allá de la hegemonía de un partido, se reconocía la presencia de una oposición, con voz y margen de maniobra frente a la fuerza política que encabezaba el gobierno respectivo. En los trabajos de Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter (1986), el concepto de liberalización precisamente señala aquellas medidas transformativas a partir de las cuales un régimen aspirante a ser democrático abría de manera gradual sus campos de competencia electoral y los marcos de inclusión y reconocimiento de la oposición en canales ya institucionalizados. Para estudiosos de la transición como Juan José Linz y Alfred Stepan (1996) era importante demostrar que los países en vías de ser democráticos estaban siendo c 128 Competencia electoral objeto de procesos electorales crecientemente competidos, en los que los opositores adquirían de forma paulatina posibilidades cada vez más reales de acceder a las posiciones de ejercicio del poder político. Según lo anterior, la transición democrática atravesaba necesariamente por importantes cambios en el sistema electoral, en el sistema de partidos y en las prácticas mismas del ejercicio del voto. Al respecto del sistema electoral, el fortalecimiento de la competencia suscitó reformas escalonadas que, por un lado, forjaron garantías institucionales para el reconocimiento de la oposición y el respeto a la decisión de la mayoría; y, por otro, establecieron procedimientos institucionales para dar pie a procesos legítimos y efectivos mediante los cuales se pudieran llevar elecciones limpias e imparciales, que brindaran certidumbre tanto de los resultados como de la contienda en sí misma. Dichas transformaciones, para el caso sobresaliente de América Latina y algunos países de Europa del Este, implicaron la creación de plataformas y organismos institucionales cuyas funciones fueron la planeación no sólo de las contiendas, sino también de todos aquellos aspectos relacionados con la administración electoral, tales como la delimitación de circunscripciones, el diseño y cumplimiento de códigos y reglamentos en la materia, así como la creación de registros y concentrados de datos que permitieran identificar al grueso del electorado de forma más oportuna. Una vez que la competencia electoral fue señalada como condición primordial para la democratización, resultó claro que las preocupaciones teóricas se desplazaron hacia otro plano de reflexiones. Ante la dificultad de determinar el punto culminante de los periodos de transición democrática en sociedades en vías de apertura y liberalización, las categorías de análisis apuntaron entonces hacia el establecimiento de un debate acerca de las características esenciales que definen la calidad de un régimen democrático. La naturaleza de las preguntas de investigación fue entonces claramente reorientada; se preocupan no sólo por la ausencia o existencia de procesos abiertos de participación para la elección de la autoridad por parte de la ciudadanía; sino también por la presencia de instituciones suficientemente sólidas para garantizar certidumbre a los individuos acerca de la valía y reconocimiento de sus preferencias expresadas por medio del sufragio. De esta manera, la competencia electoral pasó de ser considerada un elemento de transformación política, a una propiedad del buen funcionamiento de cada sistema político democrático. Autores como David Altman y Aníbal Pérez-Liñán (2002), Guillermo O’Donnell (2004), Philippe Schmitter (2006), Leonardo Morlino (2003; Diamond y Morlino, 2005) y Larry Diamond (2005) han considerado la competitividad electoral como un proceso multidimensional que relaciona diversos factores de desahogo sistémico y que implica algo más que un factor de legitimidad. Desde esa óptica, la celebración de elecciones con un alto grado de participación del electorado y de las fuerzas políticas constituidas en cuerpos partidistas se traduce en un mecanismo indirecto de evaluación de políticas públicas, a partir del cual no sólo se expresan preferencias de los votantes, sino también sus percepciones acerca del funcionamiento e impacto de la toma de decisiones de la clase política que encabeza el régimen. Este significado de la competencia implica, entonces, un mayor grado de complejidad al permitir contextualizarla en una discusión acerca de la democracia y sus vetas de consolidación, incorporando al debate otras categorías con relación entre la ciudadanía y el gobierno. En una primera consideración, como sugiere O’Donnell (1997), los regímenes competitivos implican el tránsito de “ciudadanos súbditos” a “ciudadanos activos”, haciendo de éstos no sólo electores con capacidad de ejercer plenamente el voto, sino de juzgar y analizar las condiciones generales de funcionamiento en las tareas de gobierno de uno o más partidos. En un segundo momento, el cambio cualitativo a nivel de la ciudadanía se traduce en transformaciones de los propios flujos políticos del sistema, enriqueciendo los canales, las formas, los objetivos y el sentido de la competencia en sí misma, más allá de la simple contienda electoral. Bajo esa lógica, es claro que la discusión sobre el concepto general de competencia electoral no ha sido agotada, porque las propias características de un régimen democrático no se asumen como circunstancias estáticas y permanentes. A la altura de los imparables cambios sociales, la categoría de competencia electoral está destinada a considerarse en un debate que incorpora cada vez más factores, en virtud de la complejidad que acompaña el funcionamiento de las reglas y procedimientos democráticos. Tan sólo para el caso mexicano, vale la pena insistir en la importancia que ha jugado la competencia electoral como categoría de análisis y circunstancia del devenir político. Sin duda, a lo largo del siglo xx, explorar los alcances del régimen en el terreno de lo electoralmente competitivo fue clave, pues las condiciones de desarrollo del sistema de partido hegemónico en México relegaron el juego electoral a un terreno meramente ritual, sin posibilidades reales de alternancia y, mucho menos, con oportunidades para disentir a través del sufragio. Así, las preocupaciones por la competencia comenzaron a expresarse conforme el grado de legitimidad del régimen priista entró en decadencia. Lo más destacado de ello es que, frente al descontento social manifestado, a finales de la década de los cincuenta y durante la década de los sesenta, al país le siguieron una serie de reformas políticas y rediseños institucionales orientados a hacer de la competencia electoral un mecanismo de desahogo de presiones sociales y de incorporación de las distintas fuerzas políticas ante la hegemonía del pri. Una vez resuelta la incorporación de procesos electorales competitivos, México requirió garantizar certidumbre y apego a la legalidad para sus contiendas en la medida que dichas transformaciones sociales y las nuevas preferencias de los electores comenzaron a reflejarse en los resultados de los comicios. En consecuencia, nuestro país no sólo tuvo que atravesar por las adecuadas medidas de reforzamiento institucional, sino que también debió crear los canales adecuados para garantizar el desahogo y persistencia de escenarios competitivos. La primera acción al respecto fue constituir un Instituto Federal Electoral, autónomo y compuesto por ciudadanos, así como la gradual inclusión de un Tribunal Electoral crecientemente protagónico. Más allá de la alternancia suscitada en años recientes, en los distintos órdenes y posiciones de gobierno, lo relevante de nuestro caso reside en la caracterización de la competencia electoral como una condición sine qua non del arraigo democrático y de la apertura social. Así, para las discusiones generales sobre democracia, la competencia electoral tiene que ser considerada como una categoría que no únicamente sirve para definir las cualidades de un régimen que privilegia la pluralidad, la participación y el cambio social por la vía institucional, sino como un atributo que define las prácticas sociales en un entorno democrático y que funciona para contextualizar de una manera más amplia un conjunto de elementos dinámicos que dan forma a las interacciones políticas entre actores. Con ello se reitera en la historia, la teoría y la crítica que las condiciones de competencia reflejan, por mucho, las circunstancias de funcionamiento de la democracia a la que aspiran los distintos contextos modernos. Líneas de investigación y debate contemporáneo Para insistir en la importancia del concepto de competencia electoral, como categoría de análisis y circunstancia de los devenires políticos, actualmente el debate se concentra en el mantenimiento y concreción de los regímenes democráticos. Vinculados a una discusión sobre la calidad de la democracia, los temas que rondan las investigaciones recientes se refieren a la condición dinámica de la competencia, a la fortaleza o debilidad institucional de las plataformas que dan garantías sobre la contención del poder, y a los elementos de justicia que permiten un acuerdo entre las partes implicadas sobre los resultados finales de la contienda. Durante los últimos diez años, ha sido claro que los grados de confianza en la democracia dependen directamente de los resultados obtenidos por la competencia por el poder, mismos que van desde la manera en cómo los ciudadanos califican a sus gobiernos, hasta la forma en que los electores asumen las condiciones de desahogo durante los procesos electivos de la autoridad. De acuerdo con lo anterior, existen tres grandes temas a tratar en las recientes discusiones. El primero de ellos, vinculado directamente a la práctica del voto, consiste en las formas utilizadas por los electores para construir sus decisiones y el impacto que el entramado institucional tiene sobre dicho proceso. En la medida que haya condiciones institucionales adecuadas para garantizar el buen término de las contiendas electorales, se fomentará la confianza en el voto ciudadano. En ese sentido, lo que interesa diagnosticar es la fortaleza que algunos regímenes Competencia electoral 129 c democráticos mantienen frente a la dinámica plural que tiene lugar en sus contextos sociopolíticos. Al respecto, destacan estudios como el de Gary Cox (2004), acerca del peso institucional sobre la proyección, planeación y ejercicio del voto, o los trabajos de Mark Franklin, Cees van der Eijk, Diana Evans y Michael Fotos (2004) sobre la relación entre contextos de competencia y volatilidad del voto. Un segundo tema sin duda tiene que ver con las condiciones mismas de la competencia y el papel de los competidores. Estas investigaciones están más centradas en las condiciones estructurales de la propia dinámica de interacción entre la variedad de actores políticos y su anclaje institucional. Sobre este tópico existe una gran variedad de estudios que van desde la perspectiva comparada hasta la visión institucionalista o sociológica del fenómeno. Algunos ejemplos de este rubro son los estudios de Judith Bara y Albert Weale (2006), acerca de la correlación entre la democracia y el sistema de partidos a nivel de la competencia; los trabajos de Peter Mair, Wolfgang Muller y Fritz Plasser (2004), quienes analizan la vinculación entre el sistema de partidos y los procesos de cambio a nivel electoral. Finalmente, un tercer tema presente en la discusión actual tiene que ver con las plataformas institucionales encargadas de la justicia electoral; adjudicando a tales instancias el papel de recurso estratégico de decisión en escenarios o contextos de alta competencia. En esta área se incluyen tanto la ingeniería constitucional y legal para garantizar el desahogo de las contiendas, como el peso de los tribunales electorales y otros órganos colegiados que aseguran la valía y efectividad del sufragio emitido por la ciudadanía. Algunas aportaciones por destacar son los textos de Matthew Streb (2004) y de Louis Massicotte, André Blais y Antoine Yoshinaka (2004) al respecto del diseño institucional y la procuración de justicia en materia electoral. Así, el debate actual se encuentra bastante ligado a las preocupaciones que aquejan a las democracias modernas. Se espera un tratamiento dinámico para el concepto de competencia electoral, tan cambiante como las circunstancias prácticas de su ocurrencia en los distintos contextos que se precien de ser o aspirar a una democracia funcional, plural y participativa como reflejo de las sociedades abiertas en que se encuadra. Por ser la competencia electoral un componente central de la vida democrática, es que el concepto seguirá vigente por largo tiempo en el léxico socio-político de nuestras disciplinas sociales y nuestra cotidianeidad. Bibliografía Aguirre, Pedro (1997), Sistemas políticos, partidos y elecciones: estudios comparados, México: Nuevo Horizonte. 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En ese sentido, el comportamiento cívico sirve como un concepto de análisis y connotación de un conjunto de dimensiones conductuales, prácticas y morales a partir de las cuales se manifiestan las actitudes de la ciudadanía frente a los fenómenos políticos y sociales que ocurren en sus contextos. Hablar de comportamiento cívico va más allá de las conductas del votante, pues este concepto considera otras variables como la participación, la concreción de una ciudadanía activa, la cultura de la legalidad, la pluralidad o la homogeneidad social, los umbrales de tolerancia e inclusión, así como la cooperación entre actores políticos y sociales, las actitudes frente a la autoridad y muchos otros valores, normas, acciones y procesos que caracterizan los hábitos, prácticas y Comportamiento cívico 131 c costumbres de los ciudadanos frente al ejercicio y constitución del poder público en sociedad. Según lo anterior, la acepción cívica del comportamiento social puede entenderse desde tres distintas perspectivas vinculadas al tratamiento de lo político. La primera, de carácter conductual, está directamente relacionada con las actitudes y predisposiciones que los individuos y los cuerpos colectivos tienen frente a las prácticas instituidas del poder público. Desde esta óptica, el comportamiento cívico se asume como una categoría con tratamiento psicosocial a partir de la cual es posible determinar las formas, hábitos, costumbres y reacciones de los ciudadanos frente a determinados estímulos que se presentan en la esfera política de la sociedad. Así, es posible entender los repertorios conductuales de la ciudadanía ante determinadas configuraciones estructurales del sistema político, que inciden en los niveles de confianza y aceptación de normas, procedimientos y formas de la autoridad. De acuerdo con esta visión del comportamiento cívico, la idea primordial gira en torno a patrones de socialización que establecen ciertos códigos y actitudes difundidos y generalizados por las instituciones de mayor arraigo. Desde una segunda perspectiva, se puede concebir al comportamiento cívico como un producto del cambio social, partiendo de la premisa que sostiene que las modificaciones en las conductas, actitudes y formas de interpretación de la política por parte de la ciudadanía van de la mano de las transformaciones que persisten en el sistema político. Según esto, el comportamiento cívico se explicaría entonces por cambios sustanciales en la cultura y la subjetividad social de los individuos y los cuerpos colectivos, que se acompasan con grandes reconfiguraciones en el plano institucional, normativo y procedimental de un régimen. Bajo esa consideración, el comportamiento cívico podría entonces jugar un doble papel: como detonador, por una parte, y, por la otra, como resultado del cambio político y social. Finalmente, desde una tercera perspectiva el comportamiento cívico puede ser entendido como un proceso institucional que, con base en los lineamientos básicos de las teorías de las organizaciones, implica el asentamiento de procedimientos, normas, patrones, valores, mecanismos y plataformas de socialización política. En esta perspectiva, la relevancia se enfoca en aquellos factores del diseño institucional que impactan sobre las preferencias y orientaciones que dan forma a las prácticas de los ciudadanos y de quienes ejercen el poder. El comportamiento cívico permite, así, centrarse en tres elementos clave de las expresiones políticas en sociedad. Un primer aspecto reside precisamente en el conjunto de valores y arreglos subjetivos que suscita la emisión del sufragio que, debido a su importancia en las democracias modernas, adquiere el papel de canal primordial de participación ciudadana y es el nexo primigenio entre gobernantes y gobernados. Por considerarse el voto una expresión ciudadana, éste conlleva la pertenencia a adscripciones ideológicas, identitarias, sectoriales, religiosas y de muchos otros tipos que recogen los c 132 Comportamiento cívico partidos políticos como campos de representación. Dichas divisiones sociales a menudo se suelen denominar en el léxico de la ciencia política como clivajes (Rae y Taylor, 1969; Zuckerman, 1978; Ferrara, 2005), y constituyen indicadores categóricos acerca de las actitudes que expresan los grupos de participación política en la sociedad. Un segundo elemento se refiere al concepto de ciudadanía y se relaciona con las prácticas y las formas de participación de los individuos en un contexto político específico. En ese sentido, el involucramiento cívico cobra un amplio número de formas más allá del voto, recogiendo como procesos participativos otros canales a partir de los cuales los individuos ejercen sus derechos y cumplen las obligaciones que les otorga su pertenencia a la comunidad política y social. La ciudadanía entonces hace referencia a un conglomerado de actitudes, orientaciones y conductas con las que se refuerza el lazo existente entre individuo y sociedad. Como tercer elemento, se encuentra el conjunto de hábitos y patrones promovidos desde el ámbito institucional, y que tiene que ver con el reforzamiento de conductas desde las organizaciones del sistema político. En esta lógica, adquiere gran relevancia el significado y la práctica diaria de los códigos y reglas que nutren el funcionamiento de las instituciones, como puede ser para el caso de los partidos políticos su democracia interna, sus métodos de toma de decisiones y deliberación y cualquier otro procedimiento que implique la asimilación de determinadas conductas, actitudes y costumbres por parte de los actores involucrados. De ahí que hablar de comportamiento cívico consista en identificar de manera clara a las instituciones de mayor peso en un contexto social y los esquemas de valores, propósitos y visiones que desde el seno de éstas prevalecen en el arraigo cotidiano de los individuos en la esfera política. Por todo lo anterior, el comportamiento cívico puede definirse de manera general como el conjunto de valores, actitudes, hábitos, percepciones, concepciones y prácticas que orientan las interacciones de los individuos en todos aquellos asuntos relacionados con la administración, ejercicio y constitución del poder político. Historia, teoría y crítica La preocupación acerca de las dimensiones subjetivas implicadas en las percepciones de los individuos frente a los fenómenos políticos, ha recorrido una larga trayectoria de conceptos que van desde categorías como la personalidad política, la conciencia colectiva o el imaginario social. Sin embargo, los esfuerzos más consolidados para tratar de comprender las actitudes y valores que permean el actuar político de los individuos y los grupos colectivos, comienzan con las investigaciones acerca del concepto de cultura política. Las nociones y trabajos sobre esta categoría fueron el resultado de una inquietud latente que se manifestó en la ciencia política y en la sociología durante los tiempos de guerra y posguerra mundial, cuando las actitudes mostradas por la ciudadanía jugaban parte importante en la toma de posición de la sociedad frente a los fenómenos contemporáneos. Para autores como Gabriel A. Almond y Sidney Verba (1963) el principal resultado de los conflictos que atajaron al mundo durante la primera mitad del siglo xx fue sin duda un cambio en la cultura global, que desde el hemisferio occidental se tradujo de manera inevitable en una aceptación cada vez más creciente de la democracia, sus prácticas, procedimientos, reglas y preceptos políticos. Siendo congruentes con ello, dichos investigadores definieron la cultura cívica como un conjunto de valores, concepciones y actitudes hacia lo político en función de las tensiones siempre presentes entre tradición y modernización. Bajo esa lógica, Almond y Verba adujeron que “la cultura cívica y el sistema político abierto fueron los grandes y problemáticos dones del mundo occidental” (1992: 175), ya que transformaron sociedades y arrasaron con culturas de corte tradicional. Para estos autores, el cambio cualitativo en las actitudes y orientaciones de los individuos hacia el ámbito político residía en su capacidad para racionalizar progresivamente sus posiciones ante los fenómenos relacionados con el poder y la sociedad. Según el grado de racionalización y el fundamento primordial que nutre y sustenta las orientaciones frente a lo político, Almond y Verba (1963), identificaron tres grandes tipos de cultura política. El primero de ellos fue la cultura política de corte parroquial, caracterizada por el constante desconocimiento de algún vínculo relevante entre los individuos y las tareas de gobierno. En contextos donde prevalece esta visión, generalmente los individuos no se asumen como ciudadanos activos y desconocen su capacidad para incidir en el desahogo de lo político. Para los autores, este tipo de concepciones se ubica en un extremo marcado por el arraigo tradicionalista, en el que la integración política y social no se ha racionalizado por medio de la institucionalización de preceptos y costumbres, sino que predomina un juicio desinformado, desvinculado y desinteresado del ámbito de lo público. El segundo esquema típico que identificaron fue la cultura política súbdita o subordinada, en la cual los miembros de la comunidad política son capaces de identificar someramente los elementos integradores del sistema político, pero se conciben a sí mismos como individuos pasivos y a disposición de un gobierno cuyos procesos políticos no requieren de una participación activa. En contextos con este tipo de orientaciones, prevalece una ciudadanía aislada de los procesos de toma de decisiones, de manera que su incidencia en la política es de bajo impacto y de una trascendencia acotada. El tercer tipo fue la cultura política participativa, en donde la ciudadanía, además de identificar los elementos integradores del sistema político, muestra una voluntad y un interés por involucrarse en la toma de decisiones y en la estructuración de los procedimientos, reglas y códigos que permiten el funcionamiento del ámbito público e institucional. Para estos autores, una cultura política que favorece el surgimiento y permanencia de la democracia posee las cualidades de orientar las actitudes de la población, basándose de manera sistemática y coherente en acervos de información que permiten evaluar el desempeño gubernamental. No obstante —dados los choques entre la tradición y modernización—, una cultura que permite el florecimiento estable de las democracias se caracteriza por ser esencialmente participativa, sin denostar los complementos de actitudes tradicionales o subordinadas, dando lugar a una “cultura cívica” en la que existe un entramado ciudadano capaz de discernir sobre lo político y reconocer el peso de los hábitos arraigados y el proceder de las camarillas gobernantes. Sin duda, los aportes de Almond y Verba causaron un gran revuelo tanto por el alcance de sus conceptos, como por lo tajante de sus distinciones entre lo tradicional y lo moderno. Como consecuencia de esto, los aportes posteriores harían un gran eco del manejo categorial, pero problematizando de manera más compleja el peso de la cultura, las actitudes y las prácticas frente a la evolución y preservación de los regímenes políticos. Con ese antecedente, a finales de los años ochenta, Ronald Inglehart redefinió a la cultura cívica como “un síndrome coherente de satisfacción personal, de satisfacción política, de confianza interpersonal y de apoyo al orden social existente” (1988b: 1203). A partir de tal consideración, Inglehart intentó hacer de la categoría de cultura cívica una nomenclatura que, al estilo weberiano, se traducía en un ascetismo secular, a través del que se enarbolaban valores democráticos y de lealtad al régimen político, pero que de manera sobresaliente se traducían en estabilidad en los distintos campos de la sociedad. Así, el principal aporte de Inglehart consistió en ampliar la noción de cultura cívica para situarla como algo más que un factor de incentivo para las democracias; es decir, como un componente esencial de sociedades que tienden al orden y la integración funcional de la sociedad. A partir de ahí fue que Robert Putnam (1993) amplió la idea sobre lo cultural y el peso de las dimensiones subjetivas, con el fin de enfatizar los comportamientos, actitudes y prácticas de corte participativo que incidían en la generación de confianza social y en la articulación de una noción compartida de bien común (civicness). La civilidad —o comportamiento cívico— se asumió a partir de los estudios de Putnam como el ingrediente esencial de toda expresión de capital social. Influenciado por el análisis de Putnam, Francis Fukuyama (1995) respaldó la idea de comprender a los agregados sociales como el producto de un fuerte incentivo a la confianza, la prevalencia de las normas que regulan la convivencia, la extensión de redes de asociacionismo cívico, la vigencia de valores y principios de carácter social, así como su incidencia en el desempeño político o económico del entramado institucional. El giro registrado con Inglehart y que tuvo eco en Putnam y Fukuyama consistió en establecer que el comportamien- Comportamiento cívico 133 c to cívico y su acepción como cultura política, cultura cívica o civilidad, permitía asumir una dimensión significativa de arreglo de valores y prácticas por medio de la cual los ciudadanos —y los grupos sociales a que se agregan— legitiman, respaldan, validan y establecen frenos, reglas y procedimientos en torno a la administración del poder público. Al considerar estos puntos, las aportaciones más recientes ubican a lo conductual y lo cultural como dos factores de amplia influencia sobre el desempeño institucional de los regímenes democráticos modernos.1 Partiendo de la premisa generalizada de que la democracia es el régimen que más privilegia a la participación ciudadana y al equilibrio del poder, las investigaciones de última generación resaltan el papel toral del comportamiento cívico como un factor que favorece una mayor calidad de la democracia y más controles en sociedades crecientemente complejas.2 Para Dieter Nohlen (2007), precisamente en las democracias cada vez más estables y prevalecientes, es necesario identificar una cultura política que en lo particular incentive un comportamiento cívico nutrido por la confianza, el rechazo a las prácticas no confiables, la tolerancia y el respeto por las formas y hábitos ajenos, así como por la capacidad de la élite para hacer compromisos y lograr consensos. No muy distantes del argumento de Nohlen, Robert Jackman y Ross Miller (2004) vuelven a subrayar el peso del papel estructurante de las instituciones para que, antes de la definición de normas y procedimientos, sea desde los canales institucionales de la sociedad que se orienten los intereses, conflictos, visiones y capacidades de la ciudadanía para el diseño y desahogo de lo político. Para estos investigadores, el comportamiento cívico se convierte en un enclave de fomento a la virtud cívica, el crecimiento y el desarrollo técnico, científico y económico, y a la creciente y consagrada democratización. Después del recorrido anterior, entendemos que si bien la preponderancia del comportamiento cívico se ha demostrado con el peso de la conducta, la cultura y las prácticas para el desarrollo político, aún es necesario establecer líneas programáticas de investigación que sean capaces de ofrecer otras visiones sobre las múltiples aristas que influyen en las orientaciones y costumbres políticas de los individuos. 1 Para indagar más sobre el tema, véase: Jacqueline Peschard, 1995 y Cerdas, 2002. 2 “Esa constitución ordenada de un cuerpo cívico, puede ser entendida desde las aportaciones de autores contemporáneos como Robert F. Putnam, John Booth y Patricia Bayer, quienes a través de una perspectiva socio–política y cultural conciben al capital político como un conjunto de redes sociales que enarbolan intereses comunes y referentes de confianza respecto del sistema político. En clave democrática, esa conformación de entramados sociales complejos que agregan intereses y transfieren confianza al sistema, detonan una participación creciente que opera como un circuito periférico y sinérgico de la incidencia partidista e institucional” (Mirón y Urbina, 2011: 44). c 134 Comportamiento cívico Así como las dimensiones objetivas del sistema político ocupan parte importante de los debates de las ciencias sociales, resulta imprescindible comprender que el comportamiento cívico es un reflejo y a su vez un factor que incide sobre la fortaleza o debilidad institucional de los agregados políticos y sociales que dan sentido a los proyectos de cualquier comunidad política. Por eso, el comportamiento cívico debe ser asumido como una categoría que requiere de mayor sistematización en su estudio y, al mismo tiempo, de un renovado tratamiento para cubrir la gama de dimensiones que le dan forma y significado. Líneas de investigación y debate contemporáneo Actualmente, existen tres grandes vetas por las cuales se ha conducido el debate sobre el comportamiento cívico y el aporte práctico y cultural que éste conlleva. Como herederos de la tradición racionalista e interpretativa de la ciencia política y la sociología se pueden situar, en primer lugar, aquellos trabajos que han resaltado de manera peculiar el papel de las decisiones y la carga de incentivos para favorecer ciertas actitudes y prácticas en el comportamiento cívico. Sin descuidar la serie de controles que emanan desde el entramado institucional, este tipo de trabajos ha hecho énfasis en la capacidad del individuo para que, con base en determinados estímulos y restricciones, responda y se habitúe a los procedimientos ocurrentes en los flujos del sistema político. Entre los esfuerzos más loables de reciente publicación están los aportes de Alvin Rabushka y Kenneth Shepsle (2009), quienes han discutido la creciente complejidad de los contextos sociales democráticos, así como la inestabilidad y la pluralidad que persisten al interior de sistemas que se conducen a la luz de dicho régimen. Bajo estas consideraciones, los autores indican que el comportamiento cívico se vuelve cada vez más heterogéneo y multidimensional, por lo que el conflicto y las respuestas frente al desacuerdo se vuelven cada vez más habituales al interior del tejido social. En ese sentido, para Rabushka y Shepsle no es sorprendente que las formas de participación se vuelvan cada vez más contenciosas —y por momentos antisistémicas— si se considera el alto grado de frustración e inconformidad que deben afrontar sociedades con un fuerte componente multiétnico y diverso. Desde una segunda óptica de la investigación, se encuentran aquellas reflexiones que intentan determinar el peso de las instituciones, sus normas, reglas, códigos y prácticas con que los individuos, aislados o en colectivo, refuerzan ciertos hábitos que fortalecen o debilitan el buen funcionamiento del sistema político. Así, bajo una fuerte influencia del nuevo institucionalismo, estos trabajos ubican al complejo institucional como un entorno que coarta el poder de decisión de los actores y al mismo tiempo posibilita la toma de decisiones. De esta manera, el comportamiento cívico se encuentra fuertemente influenciado por el diseño institucional y adquiere un matiz sociológico que advierte del papel instituyente de las plataformas de autoridad y administración del poder. Algunos buenos ejemplos de esa vertiente de análisis son los trabajos de Cliff Zukin, Scott Keeter, Molly Andolina, Krista Jenkins y Michael Delli (2006), así como el estudio de John Gastil y Peter Levine (2005). Los primeros hacen una exploración del caso estadounidense acerca de las nuevas formas de participación política y los elementos de la vida cívica que impactan considerablemente en el comportamiento y las actitudes de la ciudadanía frente al desempeño gubernamental. Entre otros aspectos Zukin, Keeter, Andolina, Jenkins y Delli, analizan la agregación de ciudadanos a organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, que demuestran que uno de los indicadores más importantes del comportamiento cívico es el compromiso de los individuos. Por su parte, Gastil y Levine, junto con otros autores, analizan las bondades de una democracia deliberativa con el objetivo de explorar nuevas vetas en el compromiso cívico, y las formas de comportamiento, participación e interlocución configuradas al interior del sistema y sus canales institucionales. Algunas de las reflexiones más sobresalientes consisten en subrayar que aunque la cultura política y el comportamiento cívico son asuntos añejos, éstos se han transformado de manera vertiginosa con los cambios acelerados sucedidos durante el final del siglo xx y principio del xxi. Es de subrayarse que en este tipo de enfoques centrados en lo institucional, uno de los temas que ha cobrado mayor relevancia es el de las conductas negativas que impactan desfavorablemente en la confianza de los ciudadanos y de las instituciones. A raíz de tal inquietud, surgieron textos que se enfocan en los vicios que en algunas regiones se han arraigado a la estructura del comportamiento cívico. Entre ellos, destacan los estudios de Michael Johnston (2006) acerca de los conflictos que suscita la falta de control y equilibrio en la distribución del poder y otros recursos, así como las aportaciones de Charles Blake y Stephen Morris (2009), sobre el problema que representa la corrupción para las democracias frágiles de América Latina. Como tercera perspectiva en el debate contemporáneo, se encuentran aquellas reflexiones que hallan en el concepto de ciudadanía la clave del comportamiento cívico, y que implica consolidar el papel de los individuos en los asuntos relevantes de la comunidad política a la que pertenecen. Desde la vertiente comparada, sobresalen los más recientes aportes de Van Deth, Westholm y Montero (2007), quienes realizan un análisis en perspectiva de las democracias europeas y la evolución que ha tenido la ciudadanía en la consolidación de una relación más cercana y participativa con las instancias de gobierno. Desde otra visión, destaca el trabajo de John Schwarzmantel (2007) sobre la ciudadanía y la identidad, donde dirige una severa crítica a las democracias contemporáneas al considerarlas regímenes con un alto nivel de fragmentación que incide en la apatía y el desinterés de los ciudadanos. Para Schwarzmantel, la consolidación democrática depende de estimular un comportamiento cívico ordenado a partir del que los ciudadanos puedan acoplarse a un esquema de identidades plurales y de plataformas descentralizadas que permitan que las mayorías y las minorías tengan capacidad de opinión y cambio en las decisiones relevantes del ámbito público. Dentro de esa misma discusión del concepto de ciudadanía, también hay perspectivas como las de José María Maravall y Adam Przeworski (2003), quienes a partir del diseño legal e institucional, ubican los procesos más preponderantes para capacitar a los ciudadanos de las herramientas necesarias para interferir en el ámbito político de cualquier sociedad. Finalmente, además de esas tres ópticas de gran relieve en la discusión, también es necesario subrayar la inquietud de algunos investigadores por formular enfoques holísticos que recojan elementos de exploración que van desde el análisis institucional, el peso de la cultura, los escenarios prevalecientes de conflicto y falta de cooperación, hasta la importancia de las ideologías y las formas de participación social. Sin duda, uno de los más recientes e interesantes ejercicios de este tipo es el realizado por Oliv Woshinsky (2009), que hace un repaso sobre el peso de la cultura en el comportamiento cívico y las actitudes políticas de los individuos, situándolas en arreglos institucionales complejos que favorecen o acotan el abanico de decisiones de los ciudadanos. En ese sentido, no sólo se detiene en el rescate de categorías como la ideología, la personalidad, el liderazgo, las normas y los códigos en la conducta de quienes se desempeñan como gobernantes y quienes se asumen como gobernados; además, sostiene la tesis de un cambio radical en las posturas políticas arraigadas en la sociedad como resultado de la transición hacia un escenario post-industrial. Es así como las preocupaciones sobre el concepto de comportamiento cívico y las prácticas que dichas orientaciones y actitudes suscitan siguen siendo un tema persistente en el debate contemporáneo. Sin duda, la discusión sobre dicha categoría se ubica en un debate mucho más profundo y general sobre las sociedades actuales y la democracia que prevalece, con el objetivo de detectar los mecanismos exitosos o fallidos mediante los cuales los ciudadanos pueden adquirir un mayor protagonismo y aportar más insumos para el buen funcionamiento del sistema político. Lo que queda pendiente en la materia es, precisamente, ofrecer respuestas que permitan —además de proponer caracterizaciones generales— plantear diagnósticos particulares sobre las regiones y países que hoy afrontan la consolidación de sus esquemas democráticos y la necesidad imperante de reforzar una ciudadanía cuyo comportamiento cívico pueda impulsar el fortalecimiento institucional y el desarrollo de procedimientos políticos de gran trascendencia y efectividad. Comportamiento cívico 135 c Bibliografía Aguilar, Héctor (2008), La invención de México: historia y cultura política de México 1810-1910, México: Planeta. 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COMUNICACIÓN Y CULTURA Delia Crovi Druetta Definición Cada vez es más frecuente que actividades de cultura y comunicación se realicen en el marco de acuerdos de cooperación locales, regionales o internacionales, en los cuales intervienen actores provenientes tanto del sector público como del privado. A nuestro juicio, este tipo de acuerdos va más allá de la búsqueda de recursos financieros que permitan hacer realidad ciertos proyectos, para ubicarse en el proceso general de globalización de la cultura y la comunicación, así como en el juego que se establece entre lo local y lo global. Estas múltiples contribuciones enriquecen las expresiones culturales y científicas haciéndolas más plurales y diversas, al tiempo que las enmarcan dentro de ciertos parámetros. El propósito de estas reflexiones es analizar la cooperación en materia de cultura y comunicación (ccc a partir de ahora), a fin de dar cuenta de un proceso que está cambiando ciertas pautas de la producción cultural y comunicativa. Para ello, en primer lugar, definimos de manera general este tipo de acciones, delimitando los actores que regularmente intervienen y las actividades relevantes que involucran. Aportamos asimismo, algunos elementos históricos que permiten revisar el tema desde una perspectiva crítica. Finalmente, identificamos sectores emergentes que están transformando la ccc, cuya visualización permite advertir la orientación del debate actual sobre el tema. ¿Qué entendemos por cooperación en cultura y comunicación? Identificamos el concepto de cooperación con la ayuda mutua y de manera específica, ayuda mutua para el desarrollo, en cuyo caso los actores realizan juntos una determinada labor. Estas actividades históricamente han sido parte de la política exterior de los países, dando cabida a acciones de solidaridad, interdependencia, desarrollo comercial, y promoviendo la integración de una red internacional de actores cuyo fin es compartir acciones y objetivos (Fundación Eroski, 2005). Conviene aclarar aquí que cuando nos referimos al desarrollo lo hacemos partiendo del Informe 2004 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), Libertad cultural en el mundo diverso de hoy, que otorga una dimensión humana al desarrollo al vincularlo con una cooperación planificada a partir de la diversidad cultural. Se trata sobre todo de “ampliar las opciones de la gente, es decir, permitir que las personas elijan el tipo de vida que quieren llevar, pero también de brindarles tanto las herramientas como las oportunidades para que puedan tomar tal decisión” (2004: V). Este informe puntualiza que “la libertad cultural consiste en ampliar las opciones y no en preservar valores o prácticas como un fin en sí mismo” (4). Tal noción de desarrollo referida a la cultura la diversifica y permite la emergencia de nuevos actores culturales, fomentando con ello la inclusión, una práctica que los Estados no siempre llevan a cabo ya sea por falta de recursos o de interés (Barbero, 2007). En un mundo cada vez más plural y diverso esta inclusión debe ser evidente en la cooperación desde abajo, es decir, desde el mundo de los ciudadanos, generoso en expresiones culturales que desbordan las instancias de mediación tradicionales. Conviene precisar que, ante el amplio tratamiento que ha recibido el concepto cultura en el marco de estas reflexiones, retomamos el acuñado por la unesco en 1982, que expresa que se la puede considerar como “el conjunto de los rasgos distintivos, tanto espirituales como materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan una sociedad o grupo social” (1). Esta definición de cultura abarca “las artes y las letras”, pero también “los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias” (Bustamante, 2007: 21). Del mismo modo, conviene aclarar que cuando hablamos de comunicación, excedemos el ámbito definido por los medios masivos de comunicación, para entender a este concepto como un intercambio simbólico que puede ser ejercido con o sin mediaciones tecnológicas. Tal conceptualización amplía el horizonte del término ubicándolo más allá de las industrias culturales tradicionales (prensa, radio, televisión, cinematografía y música), al considerar también los procesos comunicativos cara a cara o los que se establecen mediante recursos digitales. A partir de este contexto, consideramos que la ccc debe ser entendida como “un proceso de ida y vuelta en el que los participantes toman el acuerdo de cooperar para resolver un determinado problema y, al hacerlo, satisfacen los objetivos que cada uno de ellos se ha propuesto previamente” (aecid, 2012). Al respecto Marta Porto explica que toda cooperación internacional “se basa en la creencia de un ethos común que permite dialogar a partir de singularidades y particularismos” (2007: 87). Así entendida, la cooperación se identifica con la noción de diálogo propuesta por Paulo Freire “como el encuentro de los hombres mediatizados por el mundo, para pronunciarlo” (2005: 107). Freire atribuye a la palabra la posibilidad de los hombres para transformar el mundo, por lo cual el diálogo representa el camino para ganar significado como seres humanos. Es por ello que, desde esta perspectiva, el diálogo constituye una demanda existencial, Comunicación y cultura 137 c ya que por su intermedio es posible compartir la reflexión y la acción de los sujetos que buscan transformar el mundo humanizándolo. Freire rechaza que un ser humano deposite en otro sus ideas como algo acabado, valorando en cambio la posibilidad de dialogar e intercambiar ideas. Marta Porto agrega que si mediante un ethos común es posible hacer algo juntos y descubrir “otras formas de crear, pensar y estar en el mundo”, el primer reto de la ccc es comprender los “imaginarios contemporáneos” y actuar para evitar asimetrías que niegan el concepto universalista de la cultura (2007: 87), algo que Freire había advertido años antes en su visión humanista de la noción de diálogo. Ayuda mutua para el desarrollo humano, diálogo, pluralidad, igualdad de oportunidades y un ethos compartido, emergen como principios rectores de la ccc. Pero para llegar a esta delimitación fue necesario que la cooperación experimentara importantes transformaciones, sobre todo a partir de los procesos de globalización cultural. Desde entonces numerosas acciones se realizan entre actores privados y de la sociedad civil, con lo cual se relega al Estado que paulatinamente va compartiendo con otros protagonistas de la cooperación su tradicional hegemonía en esta materia. Esto indica que en el debate actual sobre ccc no puede obviarse la intervención de estos sectores emergentes, sobre todo en áreas como investigación, becas artísticas y culturales, concursos y premiaciones, entre otros, en los que se visualiza una marcada tendencia a mercantilizar los productos culturales. Historia, teoría y crítica La ausencia de datos precisos sobre la ccc impide trazar una línea clara de su evolución histórica; sin embargo, es posible afirmar que ha existido de manera informal y a veces coyuntural, desde los inicios de México como país independiente. Es a mediados del siglo xix cuando el país registra algunos acuerdos formales para realizar este tipo de acciones. Así, la cooperación puede ser casi tan antigua como se quiera interpretar el fenómeno, pero, en materia de cultura y comunicación, existen dos elementos concretos que la sitúan en el tiempo. El primero es el surgimiento en diferentes países de instancias administrativas (secretarías, ministerios, departamentos) encargadas de la cultura y, por lo tanto, de plantearse como meta elaborar y mantener una política pública referida a esos asuntos. El segundo se refiere a las políticas de comunicación, mucho más jóvenes aún, ya que fueron enunciadas de manera explícita primero en los trabajos referidos al Nuevo Orden Informativo Internacional, nomic, y luego a finales de los años setenta en el Informe MacBride, Un solo mundo, voces múltiples (1980). Las políticas públicas para la comunicación comenzaron a ser una preocupación para América Latina y otros países del entonces llamado Tercer Mundo en los años setenta. A la sazón se inició la búsqueda de un Nuevo Orden Informativo Internacional, conocido como nomic, cuyo propósito fue buscar equidad, un equilibrio mayor en la producción y, sobre c 138 Comunicación y cultura todo, en la circulación de contenidos, así como dar al Tercer Mundo un papel más activo en términos de información. Estos trabajos tuvieron como corolario el Informe MacBride Un solo mundo voces múltiples. Comunicación e información en nuestro tiempo (1980), resultado de las discusiones de la Comisión Internacional sobre problemas de la Comunicación, presidida por el irlandés Sean MacBride (premio Nobel y premio Lenin de la paz). Dos latinoamericanos, Gabriel García Márquez (colombiano) y Juan Somavia (chileno), participaron en los trabajos. Una amplia consulta sobre el tema a organizaciones, instituciones y personas físicas, dio como resultado respuestas y propuestas diversas que fueron analizadas y discutidas por los miembros de la Comisión, las que se recopilaron en el ya mencionado informe MacBride. La pluralidad de participaciones plasmadas en la letra del informe lo convirtió en un documento ambicioso para los tiempos en que fue concebido. Al mismo tiempo, una creciente tendencia a la concentración mediática y al tratamiento mercantil de los contenidos, llevó a posponer las acciones propuestas por el Informe MacBride. Lo realizado fue poco, no tuvo continuidad, y la perspectiva desde la cual se concretaron algunas de las propuestas no respetó el espíritu de la comisión, por lo que se traicionó la intención del nomic1 y se dejaron truncos los objetivos de impulsar políticas de comunicación. En este documento se plantea con toda claridad, y por primera vez, la necesidad de contar con políticas de comunicación.2 Veinte años más tarde, cuando organismos internacionales (Banco Mundial, ocde, unesco, entre otros) plantean nuevamente la articulación racional y dinámica de los medios con el desarrollo, lo hacen a partir del consenso de Washington y denominan a la propuesta “Sociedad de la información”. A pesar de revitalizar el papel de la información en las sociedades del fines del siglo xx, estos cambios3 no condujeron tampoco a proponer políticas de comunicación o políticas culturales que incluyan a la comunicación, esto no obstante que Cuilenburg y McQuail (2003) afirman que el periodo 1 Vale la pena recordar que la propuesta de esta Comisión Internacional de Comunicación acerca de los principales problemas del área se realizó mirando hacia el Tercer Mundo y sus carencias. No obstante, y a pesar de las advertencias formuladas entonces por el informe MacBride, esos serían también los años de arranque de las políticas neoliberales en la región. Si bien el trabajo advierte sobre las posibles consecuencias de las llamadas nuevas tecnologías de información y su proceso de convergencia en red, lejos estaba de predecir lo que ocurriría tres décadas después, cuando asistimos a tendencias concentradoras que van en sentido inverso a la búsqueda de equidad que planteaba Un solo mundo, voces múltiples. 2 El tema ya había sido presentado por unesco en Costa Rica a finales de los setenta. 3 Para la comunicación como para otras áreas, los cambios incentivados por las políticas neoliberales pasan por tres ejes: flexibilización, liberalización y competitividad a nivel mundial. actual se caracteriza por la búsqueda de un nuevo paradigma en torno a ese tipo de políticas. Respecto a las políticas públicas referidas a la cultura, cabe mencionar que es apenas en las últimas cinco o seis décadas cuando algunos Estados crearon las instancias administrativas necesarias para atender el tema. Sin embargo, el hecho de que haya estas estructuras administrativas no se traduce de manera directa en la existencia de políticas públicas de cultura explícitas. Y es todavía más difícil encontrar que esas políticas comprendan a la comunicación, cuyo desarrollo industrial se encuentra primordialmente en manos privadas. Para México, aunque el tema es muy reciente, no se le resta relevancia: el 2 de octubre de 2008, la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad las reformas a los artículos 4 y 73 de la Constitución Política, las cuales se hicieron oficiales el 30 de abril de 2009. Los cambios tuvieron el propósito de “incorporar el derecho al acceso a la cultura y su libre ejercicio”, así como “adicionar al artículo 73 constitucional la facultad del Congreso para legislar en materia de derecho de autor y otras figuras de la propiedad intelectual” (Diario Oficial de la Federación, 2009: 2). Estas reformas enfatizan la necesidad de lograr una vinculación entre los sectores público, privado y social y los tres niveles de gobierno en materia de políticas culturales, así como el derecho al acceso a la cultura en los servicios que presta el Estado. Precisan, asimismo, que el país reconoce constitucionalmente el respeto a los derechos culturales como garantías individuales y establecen la responsabilidad del Estado para promover y proteger su difusión y desarrollo. Sin embargo, esta importante resolución no hace referencia explícita a la comunicación en ninguna de sus dimensiones. Las reformas introducidas se anclan todavía en el la fase del acceso, dejando un vacío en términos de producción cultural y de la formación y protección de los creadores, temas de especial relevancia en la actualidad frente a la fuerte emergencia de las llamadas industrias creativas que optan por el copyright desdeñando el concepto de derechos de autor. Tal ausencia reafirma la perspectiva dominante: a pesar de que aún sobreviven algunos medios públicos, la comunicación mediática pertenece mayoritariamente al sector privado, comportándose como un negocio que se desenvuelve fuera del texto de la constitución mexicana. En este contexto, sobrevive el reto aún no alcanzado de conseguir que la comunicación forme parte de las políticas culturales y que se posicione en las esferas gubernamentales, colocando a los mensajes mediáticos más allá de un valor económico o político, al tiempo que se rescaten los procesos comunicativos digitales y los no mediados tecnológicamente. La falta de políticas públicas explícitas en materia de comunicación y cultura, sumada a una creciente mercantilización del sector, colocan a la cooperación en una situación que en ocasiones sigue lineamientos y normas claras (como en los acuerdos bilaterales entre países), pero en otras está condenada por los intereses de las industrias culturales que suelen contraponerse a expresiones creativas independientes (como ocurre en la industria de la música, por ejemplo). Los juegos geopolíticos también inciden en esta tarea que debería ser dialógica y horizontal, ya que los países con mayor desarrollo orientan el sentido de la cooperación hacia aquellas áreas que les pueden ser más favorables. Ejemplo de esto es el caso del cine, actividad cultural que ha sido de las más favorecidas de manera sistemática, mediante acuerdos de cooperación, pero en la cual se han apoyado más los procesos de distribución, que las producciones locales y regionales (Crovi, 2009). Algo similar ocurre en la cooperación orientada por los países desarrollados hacia sus antiguas colonias (Europa respecto de África, por ejemplo), donde conservan intereses económicos que suelen determinar también las acciones de cooperación cultural. A pesar de la ausencia de una línea clara en la evolución de la ccc, hay dos rasgos que definen su devenir: a) el paso de los acuerdos bilaterales a los multilaterales y b) el multiculturalismo. De los acuerdos bilaterales a los multilaterales En el marco que hemos trazado se advierte que la ccc en su evolución histórica ha pasado de un proceso bilateral, generalmente entre dos naciones (años setenta y ochenta), a uno multilateral con la participación de actores diversos cuya meta es lograr reciprocidad y co-responsabilidad. Vale la pena recordar que la ccc ha estado supeditada, repetidamente, a propuestas coyunturales o impulsos individuales o de grupos. En este contexto sorprende, sin embargo, que a pesar de un camino fortuito sus actividades hayan mantenido una coherencia que va más allá de lo esperado: demuestran una marcada protección “hacia la cultura clásica o hacia campos legitimados socialmente (como es el caso del cine, por ejemplo), prestando escasa atención a otras industrias culturales y mucho menos a los medios de comunicación” (Bustamante, 2007: 31). Sin duda esta orientación responde al grado y modo de aproximación al tema, el cual difiere según los actores que intervienen e informan. Estas limitaciones históricas para repensar de manera amplia la cooperación cultura-comunicación se ven en cambio compensadas por circunstancias claramente favorables. Por un lado, en los últimos años, se está asistiendo a una importante revitalización de la conciencia internacional sobre la centralidad de la cultura para el desarrollo, tanto en el orden económico como en el social, con hitos importantes como la Convención para la diversidad, de la unesco (35). Los países y los actores que actualmente intervienen en actividades de cooperación adquieren compromisos y trabajan para conseguir metas comunes, eliminando así la noción de una parte donante y otra que recibe. Esta ecuación se establecía del siguiente modo: el donante era el más rico o desarrollado, y el depositario de la cooperación el más pobre y menos desarrollado económicamente, aunque no por ello con menor riqueza cultural. Hoy día actores gubernamentales privados y organizaciones de la sociedad civil intervienen en ccc tanto a nivel internacional (mediante acuerdos que Comunicación y cultura 139 c suelen enfocarse en lo comercial) como nacional o regional. Emergen también nuevos actores privados de diversa índole, como fundaciones, bancos o empresas. El lado obscuro de este multilateralismo cultural se aprecia en la mercantilización de los productos, en especial en el ámbito de las llamadas industrias creativas. Estos nuevos tipos de “industrias” están siendo vendidos (en especial a los más jóvenes) como espacios de libertad, informales, dentro del ámbito de las corporaciones de la cultura. En ellos, los creadores deben desarrollar un papel activo que les lleva a empoderarse y responsabilizarse por su propia situación, lo que convierte la propuesta en una suerte de libertad vigilada. En una sociedad digitalizada en mayor o menor grado, que desplaza una nueva dimensión espacio-temporal sin límites, las industrias creativas se ofrecen como alternativa a horarios fijos y espacios reglamentados para trabajar o estudiar, promoviendo una falsa visión emancipadora. Los correlatos de este tipo de industrias se plasman en la subcontratación, la precarización del trabajo, el individualismo y la exigencia de reconvertirse mediante la generación constante de nuevos y creativos proyectos capaces de producir ganancias en el corto tiempo. Sobre esta situación, Gerald Raunig (2007) apunta que los individuos creativos son empujados a un ámbito específico de libertad y de independencia que implica un gobierno de sí mismos, en el cual son “abandonados”. De este modo, la libertad se convierte en una “norma déspota”, en tanto que la “precarización del trabajo” se transforma en una regla laboral. Si bien se logra la meta de diluir fronteras entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre, también desaparecen los límites que separan el empleo del desempleo, con lo que se instituye una situación de precariedad cuyos ámbitos se extienden más allá del trabajo para abarcar la vida entera. Este ambiente se ha vuelto propicio para generar acciones de cooperación en materia de cultura y comunicación, no obstante sus resultados son, por lo menos, ambiguos. Es indudable que los creadores se movilizan para encontrar caminos que permitan salida social y económica a sus producciones identificando en la cooperación un aliado, pero es también incuestionable que los consorcios industriales de la cultura se aprovechan de esta situación de precariedad para profundizar la perspectiva comercial de los productos culturales. Hacia el multiculturalismo Otro de los atajos que ha tomado la cultura para ser objeto de acciones de cooperación es pasar de expresiones legitimadas y aceptadas como tales, a otras plurales que conforman lo que hoy denominamos multiculturalismo. Este escenario permite vislumbrar a la cooperación horizontal como uno de los cauces de resistencia para hacer frente a los grupos trasnacionales que, dentro del sistema mundial, buscan acaparar los recursos culturales y comunicativos. El reconocimiento de la centralidad de la cultura como factor de desarrollo integral del ser humano constituye un signo positivo de cambio que conduce al reconocimiento de c 140 Comunicación y cultura las industrias culturales y de las creativas como instrumentos fundamentales de la producción cultural. Al mismo tiempo, este signo positivo valora el potencial de los medios de comunicación como vehículos fundamentales para la difusión y los posiciona más allá de una simple plataforma para mercancías simbólicas. En sus circunstancias actuales, la ccc está en condiciones de diversificar los temas que son objeto de este tipo de acciones, ya que a partir de los procesos de globalización sus intereses se diversificaron. Hoy día abarcan todas las fases de la producción: creación, distribución y consumo, repercutiendo de manera diferente en cada una de ellas. Cine, televisión, industria de la música, espectáculos en vivo, industria editorial, derechos de autor (autores y compositores, autores y escritores), son áreas que en la actualidad son motivo de cooperación. La apertura hacia una nueva concepción multicultural de la ccc debe, no obstante, ser reforzada mediante la generación de indicadores que permitan conocer sistemáticamente su impacto, no para medirla exclusivamente en términos económicos, sino para crear información que alimente las políticas públicas en esta materia y, entre otras cosas, abonen el terreno para una necesaria profesionalización de la cooperación cultural. Esta profesionalización evitará el carácter volátil e inestable que la ccc ha manifestado en materia de objetivos, campos involucrados o instrumentos institucionales puestos a su servicio. Líneas de investigación y debate contemporáneo Debido a su variedad de manifestaciones, la cooperación en materia de cultura y comunicación tiene amplias posibilidades de llevar a cabo acciones horizontales que revitalicen el sector como factor fundamental para el desarrollo humano. El paso de este tipo de intercambios desde una perspectiva bilateral hacia una multilateral, permite ahora pensar en la emergencia de nuevos actores (como el sector privado y las organizaciones no gubernamentales) y también de nuevos niveles de cooperación. No obstante, en las actuales circunstancias —modelo neoliberal que induce a un progresivo y sostenido adelgazamiento del Estado, concepción mercantil de la cultura y la comunicación, políticas públicas ausentes o erráticas, situaciones agravadas por una profunda crisis económica— surgen señales de alerta que es preciso atender. En el debate actual en torno a la ccc, destacan algunos temas y preocupaciones: en lo inmediato, y como producto de la actual crisis económica, es necesario reflexionar en torno a una posible disminución del flujo de recursos destinados a la ccc; en lo mediato, pensar al menos en cuatro cuestiones: la necesidad de contar con indicadores que sean producto de la evaluación sistemática de las acciones de ccc realizadas; las migraciones físicas y digitales como factor de cambio en la cooperación cultural; la diversificación de actores y productos que intervienen en acciones de ccc, y debatir una necesaria profesionalización de la cooperación. Emergencia y reconfiguración de las regiones en tiempos de crisis Respecto a una posible disminución de recursos, producto de la actual crisis económica, es importante dejar sentado que las acciones de cooperación requerirán de mayor creatividad para sortear los inconvenientes que acarrea una menor disposición a apoyarlas, como casi siempre ocurre con la cultura en tiempos de dificultades financieras. Cuestionar las decisiones que no respondan a parámetros estrictamente culturales y comunicativos y sobre todo proponer acciones que renueven la mirada y los actores de la cooperación, deberá ser un ejercicio permanente para defender los espacios ganados y abrir nuevos. Sabemos que, en mayor o menor grado, la crisis económica iniciada a finales de la primera década del siglo xxi afecta a los países que integran ese imaginario espacial y cultural que denominamos países en desarrollo, o en otros tiempos Tercer Mundo, por lo que como producto de una posible escasez de recursos, surgen alertas de diversa índole. Entre ellas, es necesario pensar en una inminente re-jerarquización de regiones cuyo factor determinante no es la cultura, los idiomas o la historia compartida, sino los acuerdos comerciales y las áreas de interés económico que cada país establece a partir de negociaciones y tratados. De esta situación surge la necesidad de enfocar el análisis del tema en el renovado papel que cumplen las regiones, así como en una nueva jerarquización de las mismas siguiendo parámetros económicos. Ante esta reconfiguración, algunas de las naciones latinoamericanas podrían estar amenazadas por un reordenamiento de intereses regionales en los que las acciones de cooperación mirarían más hacia otros países —África o países del Este— que hacia Latinoamérica. En este contexto, y tomando en cuenta que la ccc suele estar ligada a intercambios económicos, países con menores recursos naturales o de otra índole, capitalizables para los países centrales, representarían un interés menor frente a los que sí los tienen, prescindiendo siempre de la calidad o capacidad de su producción cultural. En este contexto, es imprescindible que se lleven a cabo acciones tendientes a visibilizar las necesidades que tienen los países menos favorecidos en materia de cooperación en cultura-comunicación. La crisis nos coloca frente a un riesgo real o inminente de concebir a las regiones, prioritariamente, como lugares de inversión y espacios para la colonización cultural. Esta relación de dependencia, histórica para algunos países (por ejemplo, la distribución de cine y televisión norteamericana en América Latina, con especial énfasis en el caso mexicano por su vecindad), tomó forma y contenido aún al margen de la letra de los tratados comerciales, cuya materialización inició en la última década del siglo xx. Mediante estos acuerdos los países signatarios se comprometieron a realizar intercambios comerciales de todo tipo que prontamente condicionaron a los flujos culturales. Este clientelismo comercial no sólo restó margen a la ccc, sino que a veces más que impulsarla la encerró en normas restrictivas que impidieron ampliar el abanico de posibilidades hacia otras naciones, otros actores y, en fin, hacia una verdadera mirada multilateral y multicultural de la cooperación. La crisis económica puede agudizar tal clientelismo, fortaleciendo la idea de que las regiones son mercados culturales en los cuales, entre otros, están los productos que son objeto de acciones de cooperación. Cabe mencionar, sin embargo, que los acuerdos comerciales desfavorables para un desarrollo horizontal y dialógico oficial de la ccc, han propiciado al margen de esos pactos un descubrimiento y reconocimiento cultural entre pares que permitió mover el, a veces, pesado engranaje de la cooperación. Tal fue el caso de México y Canadá ante el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, tlc, cuya letra evita normar los intercambios culturales, pero que de manera paralela e informal promovió numerosas acciones de cooperación para la producción de bienes y servicios culturales-comunicativos protagonizados por promotores o creadores de ambos países. Evaluar y consolidar la cooperación En el debate internacional es menester posicionar la reflexión en torno al camino azaroso seguido hasta ahora por la ccc, a fin de recuperar la necesidad de evaluar lo ya realizado y detectar prioridades. Crear una estrategia para la elaboración sistemática de informes económicos y sobre el impacto social de la cooperación, organizados por países y regiones, permitiría contar con información longitudinal para tomar decisiones y trabajar prospectivamente, abarcando incluso las rezagadas o inexistentes políticas públicas de cultura y comunicación. La transparencia en este tipo de actividades surge como una necesidad fundamental para todo tipo de actores, en especial entre aquéllos que han sido beneficiarios de los apoyos (las ong, por ejemplo, acerca de las cuales escasean datos de inversiones y resultados). Es también fundamental rescatar la experiencia que han acumulado los países y regiones que han sido interlocutores de cooperación, a fin de identificar aciertos y corregir errores. Como afirma Paul Tolila, la cultura y las cifras no son los enemigos que frecuentemente se mencionan, son sólo un “aspecto más del vasto problema del conocimiento de los fenómenos culturales” (2003: 2). Indica que si somos capaces de plantear buenas preguntas a los fenómenos culturales, obtendremos buenas cifras, y si a estos datos duros formulamos buenas preguntas, se introducirán nuevas hipótesis. Migraciones físicas y digitales, estímulo para la multiculturalidad La redefinición de los términos de la cooperación entre regiones requiere también profundizar el debate en torno a un tema por demás importante: las migraciones físicas y digitales. La digitalización nos ha colocado ante un proceso de cambio en materia de soportes, medios, formas de almacenamiento del conjunto de productos culturales que Comunicación y cultura 141 c compartimos, lo que incide no sólo en su proceso de producción, sino también en su distribución y consumo. Como resultado de la globalización económica y de la crisis actual, las migraciones físicas representan uno de los problemas más urgentes por atender. Grandes grupos humanos se movilizan entre países y regiones y, como sabemos, algunas personas se trasladan siguiendo los parámetros legales pero muchos lo hacen como ilegales. Este tránsito trasfronterizo de personas y, con ellas, de expresiones culturales, ha conducido a ampliar la visión del mundo, a acrecentar los intercambios culturales aún al margen de los tratados y acuerdos internacionales; pero también ha levantado vallas, impulsando acciones y programas que buscan detener o controlar los crecientes flujos migratorios ilegales, alimentados casi siempre por esa misma visión ampliada y enriquecida del mundo. En esta circularidad que lleva a millones de individuos a moverse tras la utopía de un mundo mejor, los ricos intercambios comunicativos y de expresiones culturales o son sujeto de programas de integración o sufren el embate de las acciones legales para detener un movimiento que el propio modelo político-económico neoliberal alimentó desde sus inicios. Las acciones de cooperación, sobre todo aquellas que se realizan entre regiones y ciudades con una perspectiva de horizontalidad, se revelan como un vehículo idóneo para despertar y alimentar el respeto hacia el otro con todo lo que ello implica en términos culturales. Pueden, así, verse como facilitadores del sentido de multiculturalidad que debe estar presente en la cooperación. Nuevos actores y nuevos productos para la cooperación La diversificación de los productos que son objeto de acciones de cooperación es otro de los ejes por repensar. Es preciso revisar a fondo experiencias exitosas de ccc para valorarlas y extrapolar su solvencia hacia otros productos de consumo extendido a nivel social (como la televisión, contenidos para internet, radio, festivales musicales, el patrimonio nacional, entre otros). En los últimos años concursos, muestras y premiaciones de diferentes expresiones artísticas y culturales han demostrado su idoneidad como espacios para fomentar, sobre todo, los procesos de distribución y consumo. Mecanismos similares tal vez puedan aplicarse a otros productos, hasta ahora encasillados en rígidas instancias gubernamentales o manipulados por los intereses del sector privado, que impiden promover acciones de cooperación multilaterales e internacionales (como en el caso de la televisión privada, por ejemplo). La búsqueda de acciones regionales y locales de cooperación nos coloca en la tesitura de promover la participación de nuevos actores políticos y sociales. Las instancias tradicionales de fomento a la cooperación han jugado un papel importante y también han sido adecuadas para determinados momentos históricos, pero, dadas las condiciones actuales, es necesario buscar su renovación, al mismo tiempo de procurar la apertura de otras donde impere el concepto de gobernanza c 142 Comunicación y cultura entendido de manera general como la participación de los sectores gubernamental, privado y de la sociedad civil. La participación de nuevos actores fortalece la ya planteada necesidad de buscar mecanismos de evaluación de las acciones de cooperación, tanto en sus resultados como en los mecanismos de decisión y responsabilidades de quienes las impulsan. Profesionalizar la cooperación La figura de la cooperación en materia de cultura y comunicación, como ya quedó expresado, ha tenido hasta ahora un camino incierto, plagado de buenas intenciones y poca continuidad. Ante la coyuntura actual en la que emergen nuevos actores e instancias de cooperación, así como nuevos mecanismos para lograrla y abarcar también a novedosos productos culturales, es necesario pensar en una profesionalización de esta actividad. La propia figura del cooperante para algunos países equivale a una suerte de voluntariado con más buenas intenciones que capacitación para ejercer in situ la labor horizontal de la cooperación. Toda evaluación de ccc deberá tomar en cuenta esta necesaria profesionalización de los actores de la cooperación, tanto por parte de quien se ubica en las instancias de decisión de los proyectos y programas, como de quien la ejerce de manera directa y empírica. Éste es, sin duda, un tema de debate que permitirá ir eliminando inequidades, ineficiencias y, en algunos casos, el dispendio o aplicaciones poco adecuadas de los recursos materiales para la cooperación, que son de por sí escasos. En la emergencia de nuevos actores de la ccc es necesario acentuar el debate en torno a las condiciones de participación del sector privado. Es común que fundaciones de grandes consorcios industriales, comerciales o financieros, apoyen el desarrollo cultural mediante becas, incentivos a la investigación y creación artística, ediciones, espectáculos, entre otras acciones. Estas contribuciones, sin embargo, deben ser discutidas bajo el ya enunciado concepto de gobernanza para impedir que sea el sector privado el que incida de manera preponderante en el establecimiento de una agenda cultural y comunicativa que favorezca sus propios intereses y desvíe la atención de las necesidades detectadas en materia de cooperación. El concepto de cooperación se encamina hacia el fortalecimiento de la corresponsabilidad, la horizontalidad, el diálogo multinivel, es decir, entre distintos sectores locales, regionales o internacionales. Al mismo tiempo, el debate actual pone el acento en la multiculturalidad, por lo que el compromiso que asuman los nuevos actores de la ccc debe estar abierto a novedosas expresiones provenientes de culturas y realidades diferentes, a fin de incentivar la creatividad y no el surgimiento de mercados de consumidores. En el contexto que hemos planteado, es importante cerrar estas reflexiones llamando nuevamente la atención sobre un tema que, por ser fundamental para la ccc, es necesario seguir debatiendo: el derecho de autor frente a la figura del copyright. Rescatar la dimensión inalienable de la producción artística, científica, cultural y comunicativa planteada por el derecho de autor, no sólo representa una defensa de los creadores y promotores culturales, sino que constituye un recurso poderoso ante el embate del sector privado en el dominio de las industrias culturales y creativas. Bibliografía aecid: Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (2012). 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Son escasas las definiciones del término en los diccionarios especializados y libros de referencia sobre política y derecho internacional. De esta manera, las dudas sobre la existencia o fracaso de la comunidad internacional aparecen como legítimas ante la imposibilidad de delimitar la personalidad jurídica, estructura, capacidad de ejercicio de derechos y obligaciones, y la autoridad de la llamada comunidad internacional. En todo caso, el término comunidad internacional se refiere a aquella comunidad que integra a todos los sujetos que operan en el ámbito internacional (Diccionario Lid, 2005: “Comunidad internacional”). Se entiende también —afirma Marco Monroy— como el conjunto de entes colectivos que se relacionan entre sí por medio de normas de Derecho Internacional Público (Marcano, 2005: 10). Se utiliza para designar a los interesados, participantes o miembros de organismos, acuerdos o cualquier otro tipo de figura colectiva 1 Este trabajo fue concluido durante mi estancia sabática en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität-Berlin (laifu), para la cual gocé del apoyo de la dgapa-unam y del conacyt, a quienes expreso mi agradecimiento. Contacto: jlvaldes@unam.mx y jvaldes@zedat.fu-berlin.de. Comunidad internacional 143 c de carácter supranacional. También se le define como la base sobre la que opera el derecho internacional. Se trata de una comunidad que afirma la existencia de intereses y valores comunes a todos los pueblos civilizados. Andrés Serra Rojas establece que la comunidad jurídica internacional es el conjunto de unidades soberanas constituidas en Estados de derecho que se relacionan entre sí en planos de igualdad (1998: “Comunidad jurídica internacional”). Se concibe también como “el efecto neto de múltiples esfuerzos coincidentes de personas y naciones alrededor del mundo basados en la voluntad de cooperar entre ellos y asistirse mutuamente en los esfuerzos por lograr el bien común. Es una perspectiva, una ideología secular” (McGhee, 1992: 37). A esto se le añade la diversidad de términos creados para referirse a diferentes características de este conjunto de entes: comunidad internacional, sociedad internacional, sociedad mundial y sistema internacional. Dado que el término comunidad es usado en ocasiones de manera intercambiable por el de sociedad entre los diferentes enfoques teóricos de las relaciones internacionales, es necesario recurrir a las bases sociológicas que la explican para comprender la esencia de esta terminología. Historia, teoría y crítica El sociólogo Ferninand Tönnies (1979) distingue entre comunidad (Gemeinschaft) y sociedad (Gesellschaft); la primera enfocada en la identificación entre sus miembros y en el sentimiento de pertenencia (we-feeling), y la segunda, en patrones de interacción estructurada a través de normas y reglas compartidas. Para Tönnies, comunidad es una entidad caracterizada por una conexión y unidad orgánica de la voluntad de los individuos que la conforman. El elemento distintivo es justamente el sentimiento de pertenencia y el hecho de que sus miembros comparten actitudes fundamentales. Como entidad, la sobrevivencia de la comunidad resulta más importante que los individuos que la constituyen. Por otro lado, Gesellschaft (sociedad) es interpretada como una esfera menos íntima, donde sus miembros coexisten, mas no se encuentran profundamente conectados ni se identifican por alguna actitud compartida. En esta esfera de convivencia, predomina el intercambio racional y económico de intereses estratégicos, contratos y leyes. De esta manera, la sociedad no resulta más importante para sus miembros que el interés propio de los individuos que la conforman. Una diferencia importante entre ambos términos es que en la comunidad, las normas generalmente emanan de la concordia; en cambio, en la sociedad emanan de la convención. Así, Gesellschaft o sociedad, representa de manera amplia la forma racional-contractual de organizar a la humanidad que ha sido dominante desde el inicio de la Modernidad. Max Weber afirma que todas las relaciones sociales tienen elementos tanto de las relaciones asociativas como de c 144 Comunidad internacional las relaciones comunales.2 La diferencia entre ambas radica en que la relación social será comunal (Vergemeinschaftung) si las acciones sociales involucradas se basan en un sentimiento subjetivo de las partes involucradas, ya sea afectivo o tradicional, mientras que una relación social será considerada asociativa (Vergesellschaftung) si las acciones sociales se basan en ajustes de intereses o acuerdos racionalmente motivados, sea la base del juicio racional, sean los valores absolutos o las razones de conveniencia. Modesto Seara Vázquez, en su definición de comunidad internacional, anota la diferencia sociológica entre comunidad y sociedad: El sentido genérico que se concede a esta expresión para designar a la organización mundial de Estados se precisa con una connotación específica, la asociación real y orgánica de los miembros de un medio social, lo que constituiría típicamente una comunidad, definida por una participación altruista y solidaria, frente a una asociación inorgánica y egoísta en donde sus miembros se hallan contrapuestos constituyendo una sociedad. La comunidad aparece así como una forma perfecta e ideal frente a la estructura imperfecta de Estados y organizaciones internacionales que forman una sociedad (en Gómez-Robledo y Witker, 2001: “Comunidad internacional”). Barry Buzan menciona que, en la práctica, Gesellschaft encaja de manera más cómoda en el ámbito de lo internacional en tanto que sociedad trata esencialmente de acuerdos que conciernen cierta conducta esperada (normas, reglas, instituciones); en cambio, comunidad implica una identidad común que no existe a escala global (2004: 110). Para confirmar la existencia de una comunidad internacional, es necesario que existan ciertos intereses comunes a todos sus miembros, además de un cuerpo de valores, principios y procedimientos que les sean comunes. Sobre esto, Kofi Annan —en un intento no de definir a la comunidad internacional, sino de probar que no es una ficción ni una frase para vestir las resoluciones de Naciones Unidas— argumenta que el elemento que mantiene unida a la comunidad internacional es, en términos generales, la visión e interés común de un mundo mejor para todas las personas, tal como lo establece, por ejemplo, la carta de San Francisco (Annan, 2002: 30-31). La escuela clásica inglesa3 propone sociedad internacional como uno de los tres conceptos básicos de su enfoque, a saber, sistema internacional, sociedad internacional y sociedad mundial. Identifica estos tres conceptos con las tres tradiciones de la teoría de relaciones internacionales: la realista (Hobbes), la racionalista 2 Max Weber consideraba las nociones de sociedad y comunidad como procesos más que como entidades. Véase Swedberg y Agevall, 2005: 11-12, 43-44. 3 Ubicada en el ala tradicionalista del debate sobre teoría de relaciones internacionales, frente a la propuesta conductista. (Grocio) y la revolucionaria/universalista (Kant), respectivamente (Bull, 1977: 26). Mientras que los realistas enfatizan y se concentran en el aspecto de anarquía internacional, los racionalistas se enfocan en el diálogo e interacción internacional, y los revolucionario/evolucionistas en la unidad moral de la sociedad internacional. Según esta escuela de las relaciones internacionales, comunidad internacional sugiere solidaridad y cohesión y los elementos que considera necesarios para configurarla son interdependencia, interacción, valores comunes e instituciones. En el extremo opuesto, anarquía internacional sugiere desorden y caos, y supone un permanente estado de guerra entre los Estados. Así, sociedad internacional concibe a las relaciones internacionales hasta cierto punto ordenadas, sujetas a restricciones mutuas, que emanan de un cierto interés compartido en la coexistencia (Stern, 2000). La tradición grociana, de la que se desprende el término de sociedad internacional, sugiere que —a diferencia de los hobbesianos— los Estados no están involucrados en una simple lucha permanente, sino limitados en sus conflictos por reglas e instituciones comunes, y en contraste con los kantianos, acepta la premisa de que son los Estados la realidad principal de la política internacional (Bull, 1977: 26). La sociedad internacional se refiere a la institucionalización de intereses compartidos e identidad entre Estados, y pone en el centro de la teoría de las relaciones internacionales el mantenimiento de normas, reglas e instituciones. Barry Buzan reconoce la definición anterior como una sociedad interestatal (2004: XVII). Para Geofrey Stern, el término es empleado en general para referirse a la red de relaciones internacionales razonables y racionales, ordenadas y predecibles, a pesar de la ausencia de un gobierno global o de un sentido global de solidaridad. Hedley Bull se refiere a la sociedad internacional como un grupo de Estados (más generalmente, un grupo de comunidades políticas independientes) que no conforman propiamente un sistema en el sentido de que la conducta de cada miembro es necesariamente un factor de cálculo para los otros, sino que también han establecido un diálogo y reglas e instituciones comunes consensuadas, y reconocen su interés común para el mantenimiento de esos arreglos (Bull y Watson, en Albert et al., 2000: 7). Algunos proponentes de la escuela clásica inglesa han elaborado contribuciones importantes en cuanto a la distinción entre comunidad y sociedad. Martin Wight (1978), pionero de la Escuela Clásica Inglesa, establece que un sistema de Estados no podría formarse sin cierto grado de unidad cultural entre sus miembros. Esta afirmación refuerza la esencia sociológica de la comunidad como base de la formación identitaria de la comunidad internacional. Bull (1977) sostiene a su vez que la existencia de la sociedad recae en la presencia de mecanismos racionales y reglas de coexistencia que limitan el uso de la fuerza, proveen las bases para dotar de santidad a los contratos y generar los acuerdos para la asignación de derechos de propiedad. Por su parte, Bruce Cronin sostiene que la comunidad requiere cierto grado de cohesión de grupo y un sentido compartido de su carácter unitario. Afirma que existe una pluralidad de comunidades internacionales definidas como colectividades de actores políticos regionales que mantienen relaciones formales y continuas entre ellos en materia internacional sobre la base de normas políticas y de procedimientos —todo lo cual orienta el término hacia la noción de sociedad— (Buzan, 2004: 113). Chris Brown hace una distinción aguda entre sociedad, comunidad y sistema (2000: 92-94). Brown sostiene que el sistema existe en tanto que las reglas y regularidades existen en el mundo, las cuales son producto únicamente de la interacción de las fuerzas y están desprovistas de todo contenido normativo. Es importante señalar que el término sistema mundial es asociado con la tradición neomarxista y con teóricos de la dependencia como Immanuel Wallerstein, quien ha señalado que las fuerzas que predominan en el sistema mundial son fuerzas socio-políticas-económicas, cuyos componentes son Estados y clases. El realismo estructural o neorrealismo es un enfoque ciertamente influyente respecto de la idea de un sistema mundial, en tanto que entiende el orden como producto únicamente del balance y el equilibrio de poder (92-94). En este marco, el término comunidad se sitúa en el lado opuesto del concepto de sistema, en razón de que entraña la idea de que cualquier orden existente en una comunidad se fundamenta normativamente, basado en relaciones que constituyen una red de demandas, derechos y obligaciones mutuas que vinculan a las personas de forma cualitativamente diferente a las fuerzas impersonales que crean un sistema. En este sentido, la noción de comunidad sugiere la idea de intereses comunes o, por lo menos, exige una identidad común emergente. La noción de comunidad a escala mundial implica, entonces, una creencia cosmopolita en la unidad de la humanidad que pudiera encontrar expresión en las estructuras de un gobierno mundial. Los elementos centrales que conciernen al concepto de comunidad son la unidad basada en nociones de empatía, resistencia ante fuerzas e ideas sociales —que dividen lealtades y debilitan el sentido de humanidad— y un rechazo a ver el orden como algo que emerge simplemente de la interacción entre fuerzas. Brown sitúa el término de sociedad precisamente entre los términos sistema y comunidad. La sociedad carece de la unidad afectiva de comunidad y es una forma de asociación basada en un sistema normativo que emerge de las necesidades de cooperación social, pero que no requiere necesariamente compromiso alguno para el logro de proyectos, intereses o identidad común, más allá de lo que requiere para la coexistencia pacífica entre Estados. Asimismo, este autor sostiene que mientras que la sociedad internacional se limita a una “sociedad de Estados”, la comunidad internacional incluye, además de los Estados, otros actores como los individuos, todo lo cual lleva a discutir la estructura de la sociedad y la comunidad internacionales. De acuerdo con la escuela inglesa, sólo los Estados son miembros de la sociedad internacional. Los actores no estata- Comunidad internacional 145 c les no son considerados por la escuela inglesa como miembros de la sociedad internacional a la par que los Estados, ya que estos actores se hallan subordinados a los Estados en tanto que no pueden actuar de manera totalmente independiente ( Jackson y Sorensen, 2003: 142). Wight sugiere que la sociedad internacional o “Sociedad de Estados” posee cuatro peculiaridades que la diferencian de cualquier otra sociedad, a saber: a) que es una sociedad única compuesta primaria e inmediatamente de otras sociedades más organizadas, llamadas Estados; b) que el número de sus miembros es reducido; c) que los miembros de esta sociedad son más heterogéneos que los miembros de las sociedades primarias (seres humanos individuales), dado que la disparidad en cuanto a tamaño, recursos, población, ideales culturales y arreglos sociales son mayores y la heterogeneidad, más acentuada por el reducido número de miembros, y d) que los miembros de la sociedad internacional son, en general, inmortales (1978: 106-107). Asimismo, define a las instituciones que mantienen a la sociedad internacional: diplomacia, alianzas, garantías, guerra y neutralidad. La evidencia más esencial de que la sociedad internacional existe es la existencia misma del derecho internacional. En línea con este argumento, Wight ratifica la suposición de que la sociedad internacional está formada por Estados al afirmar que los sujetos del derecho internacional son únicamente Estados y no individuos y, por lo tanto, la sociedad internacional es la suma de todos aquéllos que poseen personalidad internacional. Tal afirmación puede corresponder a la concepción clásica del derecho internacional. No obstante, desde que el monopolio del Estado como sujeto por excelencia de derecho internacional terminó, la doctrina ha incluido una amplia y variada gama de sujetos además de los Estados. Por lo tanto, si la sociedad internacional es la suma de todos aquéllos que poseen personalidad internacional, la interpretación del término se acercaría más a la noción de sociedad mundial. Para algunas corrientes de las relaciones internacionales, sistema, comunidad y sociedad son etapas evolutivas de un mismo entorno. En la tradición sociológica de Tönnies, la comunidad es un estado superior a las relaciones racionales y superficiales que se dan en la Modernidad. En este mismo tenor, los solidaristas sugieren que el sentido de comunidad, como afinidad normativa, emergerá de la práctica de la sociedad. Por el contrario, comunidad en el sentido de una cultura compartida, según Wight, precede al desarrollo de una sociedad internacional. Se identifica así al sistema internacional, la sociedad internacional y la sociedad mundial como etapas acumulativas, y a la sociedad mundial como la forma social más desarrollada del sistema mundial. Desde el enfoque constructivista, Alexander Wendt sugiere que toda interacción social involucra la reproducción de los intereses e identidades de los agentes involucrados; por lo tanto, todas las estructuras sociales representadas por Hobbes, Locke y Kant están ligadas a la identidad y son, consecuentemente, especies de comunidad. En todo caso, para c 146 Comunidad internacional Wendt la diferencia fundamental entre sociedad y comunidad se basa en el debate sobre la forma y profundidad de la socialización (Buzan, 2004: 115-116). Brown, por su parte, no sugiere una progresión entre los términos, pero menciona un debate sobre la deseabilidad de la sociedad y la comunidad. Generalmente se acepta que una verdadera comunidad mundial es una versión inalcanzable de orden internacional, mientras que la sociedad internacional es percibida de dos formas principalmente: como una opción alcanzable para mantener la naturaleza pluralista del mundo moderno o como una versión incompleta e insatisfactoria de un orden internacional ideal. Referente obligado en el estudio comparado del concepto de comunidad internacional es el análisis propuesto por Goldsworthy Lowes Dickinson, desde el cual nace el cuestionamiento de la existencia de una sociedad internacional como resultado de la existencia de la anarquía internacional (Bull, 1977: 46). De acuerdo con este enfoque, como consecuencia del estado de anarquía, los Estados no pueden formar ningún tipo de sociedad, ya que no están subordinados a una autoridad común. Bull descubre debilidades importantes en este argumento validando como resultado la existencia de la sociedad internacional, a pesar de la carencia de un gobierno internacional, aunque acepta que existe un relativo estado de guerra en el sistema internacional moderno. En primer lugar, Bull comenta que el sistema internacional moderno no es igual al estado natural hobbesiano respecto de los siguientes aspectos: a) la ausencia de un gobierno mundial no implica necesariamente un obstáculo para la industria y el comercio y, de hecho, no es incompatible con la interdependencia económica internacional, y b) en las relaciones internacionales modernas, aun a pesar de la ausencia de un gobierno universal, existen nociones de lo correcto e incorrecto, de la justicia y la injusticia, incluida la noción de propiedad. En segundo lugar, Bull establece que un gobierno mundial no sería en ningún caso el único mecanismo de orden en un Estado moderno: el interés recíproco, el sentido de comunidad o la voluntad general, el hábito o la inercia tienen un peso importante en el mantenimiento del orden. De acuerdo con el estado de naturaleza de Locke, aun careciendo de una autoridad central capaz de interpretar y hacer valer la ley, los miembros individuales de la sociedad pueden, ellos mismos, juzgar y hacerla cumplir. Finalmente, Bull argumenta que la anarquía entre Estados es tolerable en un grado mayor al que sostienen los individuos en sociedades primarias. Comparativamente, los Estados son menos vulnerables a la destrucción que los individuos. Son aislados los casos en que los Estados se han extinguido. Además de que los Estados no son igualmente vulnerables entre ellos como sí lo son los individuos. La diferenciación previa entre sociedades primarias (constituidas por individuos) y de segundo orden (constituidas por Estados) es también un elemento de debate. Algunos internacionalistas —de tendencia revolucionario/universalista— rechazan la idea de “sociedades de segundo orden” sobre el argumento de que toda sociedad se conforma por seres humanos individuales; desechan como consecuencia cualquier concepto de sociedad internacional y aceptan únicamente la idea de sociedad mundial ( Jackson y Sørensen, 2003: 150-151). En el proceso de globalización y ante el surgimiento de actores no estatales protagonistas en el orden internacional, se ha utilizado el término sociedad mundial, que la escuela clásica inglesa ha conceptualizado como aquélla compuesta de individuos, organizaciones no estatales y, en todo caso, de la población global como el punto central de los arreglos e identidades societales globales, con lo que trasciende el sistema de Estados como núcleo central de análisis de la teoría de las relaciones internacionales. En este sentido, la sociedad mundial va más allá del Estado, hacia estadios decididamente más cosmopolitas respecto de cómo la humanidad está o debería estar organizada. Existen principalmente dos maneras de utilizar el término. Hedley Bull lo identifica como una idea especializada para capturar la dimensión no estatal del orden social de la humanidad. Por otro lado, el enfoque sociológico usa este concepto en un intento de capturar la dimensión macro de la organización social humana en su totalidad (Buzan, 2004). En el enfoque sociológico (Shaw, Luard, Burton, Luhman, World Society Research Group), el término sociedad mundial se acerca más al uso que la escuela inglesa le da al término sistema mundial. Buzan considera ambos conceptos como complementarios al afirmar que la sociedad internacional provee de un marco político sin el cual la sociedad mundial enfrentaría todos los peligros de la anarquía primigenia, y que, a su vez, la sociedad mundial provee una base de Gemein schaft sin la cual la sociedad internacional se estancaría en un nivel básico (Buzan, 2004: 351). Ya sea sociedad, comunidad o sistema internacional, los proponentes de la escuela clásica inglesa afirman que el objeto de estudio son las condiciones del orden social internacional presente y posible en el marco de la anarquía internacional (Evans y Newnham, 1998: 276). Aun entre teóricos de las relaciones internacionales, del derecho internacional y de la sociología internacional, el debate sobre los términos comunidad internacional, sociedad internacional y sociedad mundial no se ha agotado. Quedan algunas cuestiones por resolver, como el hecho de que el término comunidad se refiera al aspecto interno de la estructura (en el sentido de la identificación entre sus miembros y el sentido universal de identidad), lo que resulta problemático porque implica la existencia de otro, un ambiente exterior contra el cual se define y delinea su identidad; así, ¿son acaso las organizaciones terroristas o los Estados fallidos los que constituyen este ambiente exterior de intereses opuestos? Por otro lado, la generalización del sistema de valores occidentales y, en un momento, propios del mundo cristiano, cuestiona también la amplitud del término y la posición de otras tradiciones en la estructura referida. A partir del derecho internacional, Simma y Paulus establecen la noción de que una comunidad legal internacional (Völkerrechtsgemeinschaft) (1998: 266-277) existe a partir del supuesto de que este derecho obliga a los sujetos implicados confirmando, por un lado, la existencia de una “comunidad de Estados” (ubi societas, ubi jus), y por otro, proporcionando la estructura normativa necesaria para una comunidad (ubi jus, ubi societas). Santi Romano (1963) argumenta que el derecho internacional es concebido por la existencia misma de una comunidad de Estados, que necesariamente implica un sistema legal que la constituya y la gobierne. Rolando Quadri (1988), aunque con un enfoque propio del realismo, desarrolla el carácter bidimensional de los Estados, en el que, por un lado, actúan como entidades individuales en una dimensión horizontal e igualitaria (uti singuli), mientras que por otro, en una dimensión vertical. Cada Estado individual se encuentra bajo presión de la voluntad colectiva del resto, todo lo cual nos muestra a los Estados actuando uti universo. Así como valida la existencia de la comunidad internacional, igualmente invalida la existencia del derecho internacional, dada la calidad superiorem non recognoscentes de los Estados y como resultado de la inexistencia de una autoridad capaz de hacerlo valer. Únicamente los Estados más poderosos son capaces de proyectar a la comunidad internacional. Focarelli destaca un hecho fundamental al reconocer que, por más útiles que sean las diferencias de términos para identificar el grado de interacción entre actores internacionales, las distinciones son difícilmente aplicables al investigar el significado legal último de la interacción entre Estados, razón por la cual el término de comunidad internacional es aplicable simplemente para Estados en su conjunto (2007: 51-70). Se ha cuestionado si la comunidad internacional tiene personalidad jurídica, si se trata de una ficción jurídica o si únicamente son sujetos de derecho internacional los elementos políticos que la constituyen. En el estado actual del derecho internacional, se dice que la comunidad internacional no es sino un “sujeto menor del derecho”. Sujeto menor por su limitada capacidad de ejercicio directo de sus derechos y obligaciones (pouvoir de juissance) y porque necesita ser reconocida en la forma de un sujeto de derecho internacional para legitimarse jurídicamente; es decir, en el Estado actual del derecho internacional, la comunidad internacional necesita erigirse en la forma de una organización internacional (Quoc, Daillier y Pellet, 1999: 400). Sin embargo, la noción de comunidad internacional como sujeto del derecho internacional ha mostrado capacidad de autorizar la reglamentación de intereses colectivos que no son cubiertos por la jurisdicción de los Estados o de las organizaciones internacionales. El concepto de comunidad internacional de Estados en su conjunto es una expresión que se ha encontrado en un gran número de provisiones legales y decisiones judiciales. Por ejemplo, en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, el artículo 53 se refiere a la “Comunidad internacional de Estados en su conjunto” para definir el principio de ius cogens, y también en el estatuto de la Corte Penal Internacional. De hecho, “Comunidad internacional de Es- Comunidad internacional 147 c tados en su conjunto” es más frecuentemente encontrado en provisiones legales y decisiones relativas al jus cogens y obligaciones erga omnes.4 En esta estructura normativa, la Carta de Naciones Unidas ha sido interpretada como la constitución de la Comunidad internacional (Verdross y Simma, 1976), aunque en este caso, la noción de constitución no es justamente la que espera imponer una forma específica de gobierno sobre todas las naciones, sino que sólo intenta mantener la estabilidad y preservar el orden internacional en el que los derechos básicos e intereses de los individuos y sus comunidades sean tomados en cuenta, y los conflictos sean arreglados de manera pacífica (Fassbender, 1998). Líneas de investigación y debate contemporáneo Bull revisa la evolución de la sociedad internacional partiendo de lo que estima como su primera conformación: la sociedad internacional cristiana (1977: 27). Esta sociedad internacional estuvo vigente en los siglos xvi, xvii y xviii. Los valores que sostenían esta sociedad son cristianos y regían el derecho natural como paradigma legal. No existe una guía clara sobre quiénes eran los miembros que la constituían (los individuos como portadores últimos de derechos y obligaciones): las reglas de coexistencia se basaban en la noción de una sociedad universal. Tampoco se definía el cuerpo de instituciones que podían derivar en la cooperación entre Estados. En una segunda configuración, surge la Sociedad Internacional Europea como una suerte de asociación internacional por excelencia (33). Emerge cuando los vestigios de la cristiandad occidental desaparecen de la teoría y de la práctica, cuando el Estado se articula en su totalidad y un cuerpo de prácticas interestatales se acumula para su estudio. En esta época, el derecho natural da paso al derecho positivo y aparece un sentido de diferenciación cultural de enorme significado. Las entidades no europeas eran admitidas siempre y cuando cumplieran los estándares de civilización establecidos por los europeos. En este momento, la sociedad internacional se constituye en sociedad de Estados o naciones. El cuerpo de reglas consuetudinarias y la ley de tratados acumulada representaba la guía de lo que se debía hacer. En esta sociedad, se liberaron de los supuestos universalistas y solidaristas para reconocer las características de la sociedad anárquica. El derecho de las naciones remplaza al derecho natural (derecho entre naciones, mas no común a todas las naciones). La transición se completa cuando el derecho de las naciones se traduce en derecho internacional (término acuñado por Jeremy Bentham en 1789). Los teóricos de este tiempo reconocieron la soberanía como regla básica de coexistencia y desarrollaron principios como la no intervención, la regla 4 Reglas imperativas del derecho internacional, aplicables a todos los sujetos, respectivamente. c 148 Comunidad internacional de equidad entre Estados y los derechos de los Estados en sus jurisdicciones domésticas. Para algunos, la firma de los tratados de Westfalia en 1648 es el punto de referencia más preciso del surgimiento de un nuevo sistema internacional. Geoffrey Stern menciona que por ende es también el punto de referencia del surgimiento de la sociedad internacional moderna, en tanto que marca el inicio del sistema de Estados europeos. La Paz de Westfalia introdujo como características fundamentales del nuevo sistema internacional el principio de la soberanía del Estado, la igualdad entre Estados y la no intervención, así como la promesa de apego al derecho internacional entendido como un cuerpo de reglas no impuestas, sino establecidas entre los Estados soberanos (self-enforced body of rules). La diplomacia como instrumento para minimizar el desorden internacional y el balance de poder para impedir la dominación de un bloque de países completan, por último, el esquema (Stern, 2000: 84). Woodrow Wilson, en su discurso de 1914, propone la construcción no de un balance sino de una comunidad de poder, lo que para muchos es, de hecho, la inauguración del nuevo orden internacional. En el siglo xx, la sociedad internacional deja de considerarse únicamente europea para ser considerada mundial (Bull, 1977: 38). Si bien durante los siglos xviii y xix el positivismo se constituyó en la fuente de las normas de la conducta internacional, en el siglo xx se tiende a un regreso a los principios del derecho natural. Se ha prestado menos atención a la cooperación entre Estados y más a los principios que pretenden establecer la manera en que se deberían comportar. En el siglo pasado reaparecen los supuestos universalistas o solidaristas en el marco mismo en que las reglas de coexistencia están formuladas. Existe un énfasis en la idea de una sociedad internacional reformada o mejorada. Bull argumenta que en el siglo xx se ha desarrollado un rechazo por las organizaciones internacionales y el balance de poder, una denigración de la diplomacia y una tendencia a remplazarla por una mera administración internacional, y el regreso a confundir el derecho internacional con un sistema normativo. En general, pueden identificarse tres momentos claves para la evolución del sistema internacional y, por ende, de la comunidad/sociedad internacional: con la Paz de Westfalia, la sociedad internacional toma una dimensión diferente post Guerras Napoleónicas; Versalles la confirma y amplía, mientras que se completa en 1945, con la creación de Naciones Unidas. Aún es tema de discusión la supuesta transformación de la sociedad internacional; sin embargo, diversos autores5 afirman que, a pesar de los cambios importantes desde la paz de Westfalia, éstos no prevén el surgimiento en 1945 de toda una nueva sociedad internacional (Stern, 2000: 84-85). Y esta sociedad internacional se halla, en pleno siglo xxi, en el marco de una crisis de su conformación política y conceptualización 5 Véase: Morgenthau, 1967; Khanna, 2009; Ikenberry, 2011; Wohlforth, 1999 y Kissinger, 2014. teórica y ante la enorme necesidad de reformularse y reconstituirse. Todo lo anterior es hoy un gran tema de debate y de investigación en la materia. Bibliografía Albert, Mathias, Lothar Brock y Klaus Dieter Wolf (2000), Civilizing World Politics: Society and Community Beyond the State, Maryland: Rowman and Litlefield. Annan, Kofi (2002), “Problems without Passports”, Foreign Policy, núm. 132, pp. 30-31. Brown, Chris (2000), “The English School: International Theory and International Society”, en Mathias Albert, Lothar Brock y Klaus Dieter Wolf (eds.), Civilizing World Politics: Society and Community Beyond the State, Lanham: Rowman and Litlefield, pp. 91-102. Bull, Hedley (1977), The Anarchical Society: A Study of Order in World Politics, New York: Columbia University Press. Bull, Hedley y Adam Watson, eds. (1984), The Expansion of International Society, Oxford: Oxford University Press. Buzan, Barry (2004), From International to World Society? English School Theory and the Social Structure of Globalisation, Cambridge: Cambridge University Press. 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CONFIANZA Pier Paolo Portinaro Definición Por confianza debe entenderse la relación social fundada en un diagnóstico realista de la contingencia en el mundo, así como en la convicción de que entre los actores existe un interés solidario en neutralizar esa contingencia —esto es, una relación caracterizada por la convicción de ego de que el comportamiento de alter responderá a sus expectativas—. La relación de confianza implica, en todo momento, una inversión en un futuro incierto. Todas las definiciones se refieren a un dato antropológico originario, de acuerdo con el cual el hombre actúa en situaciones para las cuales no dispone de suficiente información, ni —menos aún— de certezas acerca de la conducta de los demás actores sociales. Adoptando una terminología sociológica más rigurosa, la confianza puede definirse como “la expectativa de experiencias con valor positivo para el actor, concebida en condiciones de incertidumbre, más en presencia de una carga cognitiva Confianza 149 c y/o emocional dotada de características que permiten superar el umbral de la mera esperanza” (Mutti, 1994: 80). Aunque en el léxico cotidiano es frecuente la superposición entre confianza y esperanza (como cuando se utiliza la expresión “tengo confianza en que...”), es oportuno distinguir a la confianza, entendida como una disposición orientada hacia la conducta de otros actores sociales, de la esperanza, que es una espera positiva de un evento cualquiera. La confianza es, ante todo, un recurso socio-moral y un bien común, que no puede producirse artificialmente, sino que se genera mediante un proceso evolutivo; es, por tanto, un resultado acumulativo —involuntario, al menos en parte— de acciones orientadas hacia algo distinto (Donolo, 2009: 5). Sin embargo, al igual que es un recurso escaso, también es un bien precario, y en esta última calidad se encuentra en riesgo permanente. Por otra parte, la confianza es un potenciador de la socialización, ya que activa una espiral virtuosa en la cual las relaciones sociales se intensifican. La espera de la cooperación de los demás y de su respuesta a las expectativas del sujeto es reforzada por una disposición psíquica específica: la apertura hacia el mundo humano, que es lo opuesto de la misantropía. De las situaciones de inseguridad extrema derivan los momentos de creatividad social más intensa y las revoluciones tecnológicas, políticas y culturales. Así, el lento y gradual progreso evolutivo de las instituciones depende de la acumulación del capital de confianza. La confianza adopta múltiples aspectos: la confianza en sí mismo, que es condición para la autoestima, la confianza en los demás (interpersonal), y la confianza en las instituciones (sistémica). El apego del niño a su madre es, en la ontogénesis de la personalidad, el espacio en el cual se forma su confianza hacia el mundo; esto es, la creencia en la disponibilidad del otro para satisfacer las expectativas propias. Sin embargo, en el transcurrir de la socialización, el individuo experimenta el hecho de que esa confianza sólo puede justificarse en el marco de un sistema de prestaciones mutuas. Para la formación de una personalidad abierta y cooperativa, es esencial que —aun externamente respecto de las relaciones parentales— el individuo tenga experiencia de conductas altruistas. En efecto, como ya constataron los filósofos morales del siglo xvi, en la economía de las relaciones humanas el altruismo es un importante generador de confianza. Los estudiosos de psicología social se han preguntado, en diversas ocasiones, si —y en qué medida— la confianza en sí misma favorece la existencia de otras formas de confianza, y si la confianza en los círculos próximos (la familia y las amistades) es un vehículo o un obstáculo para el desarrollo de la confianza en las instituciones. Eric Erikson, en Identity: Youth and Crisis (New York, 1968), definió como confianza básica la relación que se establece entre la confianza en sí mismo y la confianza en los otros. La confianza personal es la expectación de la sinceridad y de la confiabilidad del Otro: aquél que confía en el Otro espera que éste no trastorne la comunicación con fines estra- c 150 Confianza tégicos. Aun sin adoptar el léxico habermasiano del mundo de la vida (Lebenswelt), puede sostenerse con facilidad que la confianza es un recurso fundamental en el actuar comunicativo (de cualquier acción dirigida al entendimiento). Por otra parte, la confianza en las instituciones se sitúa en un escalón sucesivo de la escala evolutiva respecto de la confianza en el círculo cercano, y también deriva de un conjunto de expectativas formuladas en condiciones de incertidumbre y dotadas de una connotación positiva para el actor social. La confianza sistémica es una expectativa general sobre la persistencia y la estabilidad del mundo social y la validez de las reglas que gobiernan sus interacciones. El criterio que permite distinguir entre la confianza interpersonal y la institucional es la presencia o la ausencia de elección entre diferentes alternativas: si, por una parte, en la relación interpersonal estoy en la posibilidad de elegir en cuáles individuos concretos confiar —a qué personas otorgar mi confianza—, la relación con las instituciones presenta, en cambio, una naturaleza asimétrica y un carácter de obligatoriedad. No puedo evitar enviar a mis hijos a la escuela, ni dejar de hacer uso del sistema de salud o de justicia (Sciolla, 2009). La confianza y la responsabilidad son conceptos íntimamente relacionados, pues todas las formas de confianza tienen en común su relación con las modalidades de comportamiento que calificamos como responsables. Tenemos confianza en nosotros mismos en la medida en que nos consideramos sujetos con actuación responsable y con la capacidad de cumplir con los compromisos y las promesas. Análogamente, tenemos confianza en los demás, no tanto por su calidad de personas dotadas de poder, sino por sus cualidades morales que las hacen confiables. La confianza en las instituciones también está vinculada a la expectativa de que éstas actúen con base en el principio de responsabilidad —entendido como fundamento de una ética que no sólo obliga hacia el “prójimo”, sino también hacia las generaciones venideras, de acuerdo con la definición de Hans Jonas—. De igual importancia es el nexo que se establece entre confianza y solidaridad. Esta última, entendida como disponibilidad de los individuos para prestarse ayuda recíproca, es una precondición de la confianza, del mismo modo en que ésta se constituye a su vez como un recurso fundamental para la realización de actos solidarios. Retomando una distinción formulada con especial precisión por Kurt Bayertz y M. Baumann (2002), la confianza se encuentra en los cimientos tanto de la “solidaridad comunitaria” —que nace a partir de una pertenencia común— como de la “solidaridad en la lucha”, que se pone en marcha en el intercambio de ayuda material y simbólica entre aquéllos que luchan por la realización de sus derechos. En efecto, para emprender una acción común de lucha, es necesario que se establezca un alto grado de confianza entre los “combatientes”. La confianza no sólo depende de la performance de las instituciones y de la manera en que es percibida por sus usuarios, sino también de factores culturales, en gran medida, independientes de su funcionamiento efectivo (Cavalli, 2009: 31). Por una parte, la confianza puede basarse en las relaciones de vecindad, parentesco o comunidad de raíces culturales; por la otra, las culturas económicas y políticas presentes en la sociedad ejercen una influencia notable en el incremento o debilitamiento de las relaciones de confianza en su interior. La instauración de relaciones de confianza tiene como supuesto una tasa moderada de transformación, como sucede en las sociedades tradicionalistas. Cuando se verifica una aceleración en el cambio, esas relaciones, aunque no pierden relevancia, son sometidas a estrés. En las sociedades modernas, y especialmente en el caso de los sistemas tecnológicos complejos, se comienza a hablar de confiabilidad. En esta última, el componente objetivo tiene la primacía sobre el subjetivo, que suponía contar con las cualidades de la persona, las cuales debían conocerse y haberse puesto a prueba (la relación de vecindad y la costumbre de los encuentros en los mercados o en ocasión de rituales religiosos, por ejemplo, que en las sociedades tradicionales son condiciones previas para la instauración de la relación de confianza). Historia, teoría y crítica A partir de la teoría aristotélica de la philia (amistad), una entera tradición de pensamiento se ha dedicado a la reflexión sobre las relaciones de confianza que constituyen el tejido social. Los vínculos personales basados en la confianza son un elemento fundamental en todas las sociedades donde prevalecen las relaciones de tipo clientelar: el feudalismo occidental ofrece un ejemplo sobresaliente de sistema sociopolítico fundado en relaciones de confianza. Por otra parte, en el mundo entero —como lo evidenciaron algunos clásicos de la sociología como Max Weber, Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca— se afianzaron aglomeraciones políticas comparables con los reinos feudales de la Europa medieval. El mercado de las sociedades modernas también genera confianza (de los clientes ante sus proveedores, de los acreedores hacia sus deudores, etcétera), como —desde Adam Smith— lo reconocieron los clásicos de la economía política. Lo anterior se da bajo la condición de que todo esté debidamente regulado y, por lo tanto, de que se encuentre en condiciones de incentivar un comportamiento virtuoso (o correcto: el respeto de los acuerdos contractuales) de los proveedores de bienes y servicios. Desde el nacimiento de la economía política, los científicos sociales mostraron, además, que el mercado funciona como acumulador de información dispersa (en la obra de Friedrich August von Hayek se encuentra una síntesis de esta argumentación, al igual que en otros autores de la escuela austriaca de economía); sin embargo, mostraron también que el mercado necesita a su vez la confianza recíproca entre sus actores. El elemento estabilizador de las asociaciones humanas consiste en la observancia de los mutuos acuerdos. El contractualismo moderno puede concebirse como una teoría general de las instituciones basada en la confianza. En John Locke, de especial modo, el concepto de trust se convierte en un elemento central de la teoría política: en él se apoyan las ideas de representación y el concepto de gobierno representativo. En la temporada clásica de la democracia representativa parlamentaria, los representantes eran elegidos sobre la base de la confianza personal, ligada a sus redes de relaciones sociales y a su notoriedad. El representante parlamentario es un fiduciario supervisado. Además, desde ese entonces en el pensamiento de Locke se encuentra la distinción entre confidence y trust, a saber: entre una sencilla disposición anímica y una estrategia consciente. El contractualismo sólo es una de las muchas líneas de pensamiento que han contribuido al análisis teórico de la confianza, ya que no tiene inferior relevancia la escuela que investigó la formación de las convenciones desde una perspectiva evolucionista, y cuyo mayor exponente fue David Hume. La sociología, por otra parte, desde su estación clásica, se ha planteado interrogantes acerca de la confianza como recurso socio-moral. Esta disciplina basa su planteamiento científico en la crítica del paradigma contractualista, pues afirma que no se trata sólo de explicar la génesis de la confianza desde las reglas contractuales, sino de explicar la génesis de las reglas contractuales a partir de relaciones preexistentes de confianza. Esta última se relaciona con lo que Durkheim llamó los supuestos precontractuales del contrato. Los aspectos alrededor de los cuales los estudios sociológicos se han concentrado de especial manera son la interiorización de los valores, la solidaridad colectiva en calidad de sentimiento del “nosotros” (conciencia nacional, conciencia de clase) y los intercambios en reciprocidad. En la Edad Moderna, el primer sociólogo que se ocupó explícitamente de la confianza fue Georg Simmel, en su Filosofía del dinero (1900), en que la relación entre la confianza como recurso social y la génesis de las instituciones capitalistas es indagada acuciosamente. Simmel muestra que la confianza se constituyó en el factor decisivo para posibilitar el tránsito de la moneda dotada de valor intrínseco al papel moneda, que tiene un valor puramente simbólico, lo cual, a su vez, hizo posible el nacimiento del crédito y las actividades bancarias. En el capítulo dedicado al secreto, de su obra Sociología (1908), Simmel volvió sobre el mismo tema desde una perspectiva más general, en la cual reflexionó sobre los procesos decisionales bajo condiciones de ignorancia relativa. Planteó que las relaciones de confianza se instauran cuando los actores sociales se encuentran en una situación caracterizada por fuertes limitaciones cognitivas. Para él, la confianza es un puente que permite superar el abismo entre el conocimiento y la ignorancia: “Quien conoce completamente no tiene necesidad de confiar, y quien nada sabe no puede, sensatamente, confiar” (1998: 299). Sigue siendo Simmel el autor de la distinción entre la confianza basada en el reconocimiento de las cualida- Confianza 151 c des personales y la confiabilidad, que postula la existencia de instituciones que garantizan una objetivación de los comportamientos con características que redimensionan significativamente el papel de la conciencia personal (sin que ésta desaparezca nunca por completo). La certeza moral subroga el déficit de conocimientos. Sin embargo, el nivel de conocimiento personal requerido por las relaciones de confianza varía junto con la naturaleza de estas últimas: El comerciante que le vende cereales —o petróleo— a otro, sólo necesita saber si éste es solvente por el importe correspondiente; pero, desde el momento en que acepta a otro como socio, no sólo debe conocer su situación patrimonial y algunas de sus cualidades de tipo general, sino también examinar su personalidad profundamente; debe conocer su honorabilidad, su tolerabilidad, su temperamento audaz o tímido, y en este conocimiento recíproco no sólo se basa el inicio de la relación, sino toda su continuación, las acciones cotidianas y comunes y la división de las funciones de los asociados (300). Simmel también ilustra el carácter especial de la confianza interpersonal que es propia de las sociedades secretas: éstas son “una educación muy eficaz del vínculo personal entre hombres” , en virtud de su “capacidad de saber callar”. El concepto de confianza ha visto acrecentada ulteriormente su propia centralidad en las ciencias sociales del siglo xx: en su análisis contribuyeron diversas líneas de pensamiento, desde las que privilegiaron las interacciones simbólicas, hasta las que se concentraron en los estudios comunitarios, y hasta las teorías sistémicas mismas. En el planteamiento de Niklas Luhmann, autor de una importante obra sobre este tema, el acto de confianza, una vez iniciado, pone en marcha un mecanismo de reducción de la incertidumbre y de la complejidad social. Tampoco han faltado en la producción escrita los análisis dirigidos a echar luz sobre el papel de las creencias religiosas en la generación de la confianza interpersonal e institucional: aun recientemente se ha identificado a la confianza en la ley como sustituto de la confianza en la Verdad revelada (Supiot, 2005). Por otra parte, históricamente las iglesias operaron poderosamente como colectores y redistribuidores de la confianza en las instituciones. Líneas de investigación y debate contemporáneo La economía guarda relaciones complejas con la confianza, y su déficit —hoy presente en numerosos sectores de la vida social— involucra a la economía de manera no unívoca. En las sociedades tradicionales, el comercio llamado “equitativo y solidario” seguramente es un generador importante de confianza: en el intercambio no coercitivo y social, en el cual es difícil la medición y comparación de los objetos c 152 Confianza intercambiados, evidentemente las relaciones de confianza desempeñan un papel esencial. Esto mismo sigue siendo decisivo en las formaciones sociales híbridas, a saber: las sociedades tradicionales arrolladas por un tumultuoso proceso de modernización. El conjunto de la teoría de la economía informal atribuye a la confianza una función de “cemento social”, de factor integrativo. Por su parte, las ideologías de autogobierno de la sociedad apuestan a la intensificación de las relaciones de confianza, pues identifican en la abstracción jurídica un mal, o por lo menos un instrumento de hegemonía, incompatible con una democratización auténtica. La confianza no sólo es un recurso para la economía informal, sino también, en general, para toda forma de acción económica. En efecto, la actuación económica del mercado se funda en la mutua confianza, en la honestidad de los sujetos que intercambian entre ellos bienes y servicios. En la base de la conducta empresarial, también se encuentra una fuerte inversión de confianza: en la capacidad de innovación del empresario, en la calidad productiva de los trabajadores, en los mecanismos de distribución del mercado, en la tendencia del consumidor a premiar la calidad de los productos. La confianza, asimismo, desempeña un papel esencial en la regulación de las relaciones entre la economía productiva y el crédito. En este aspecto, la historia del capitalismo es la historia de redes cada vez más extensas y sofisticadas de relaciones de confianza. Por último, el recurso socio-moral de la confianza es importante también al imponer disciplina en la competencia: en ella, un buen nivel tiene el efecto de promover conductas correctas y respetuosas de las exigencias del consumidor, y por lo tanto, se constituye en un generador de confianza en el interior del sistema de mercado. Los operadores, al igual que los analistas, concuerdan unánimemente en considerar que en la economía capitalista el verdadero fundamento del poder privado se encuentra en la red de relaciones de confianza en el ámbito financiero. Así es como la actividad de colocación de los capitales se sitúa en el interior de una red de relaciones de confianza basadas, en primera instancia, en el parentesco y en procesos de socialización compartidos y, en segunda instancia, en las pertenencias culturales en común (étnicas, religiosas, políticas). Sólo es a partir de la base de estos sentimientos de confiabilidad recíproca que se hace posible recibir crédito y tomar decisiones arriesgadas (Pizzorno, 2007: 322). A partir de estas consideraciones, el problema que se plantea actualmente para las ciencias sociales es la valoración de la medida en la cual la globalización y la financiarización de la economía, que tuvieron lugar durante las últimas décadas, contribuyeron a la transformación de dichas redes de relaciones de confianza. Es incontrovertible que la privatización de muchos servicios que proveen bienes públicos y la explosión de los tráficos especulativos como consecuencia de la nueva dirección económica iniciada en los países del hemisferio norte durante los últimos veinticinco años del siglo xx, hayan generado un sentimiento de desconfianza entre las ciudadanías. Sin embargo, en este momento no es claro aún el modo en que todo esto incide en la dimensión transnacional, es decir, en lo que podríamos llamar capital social planetario. El concepto de confianza constituye el fundamento sobre el cual está construida la teoría del capital social, que se ha convertido en una de las más socorridas por los sociólogos en su análisis de las sociedades postindustriales y postmaterialistas. La existencia de las relaciones de confianza ofrece pruebas de la existencia, en una situación o realidad determinada, de un capital social de solidaridad, es decir, de vínculos sólidos entre los miembros de un grupo, lo cual hace previsible su actuación solidaria. La comunidad supone una gran cantidad de capital social de confianza, una densidad de las relaciones y de las redes basadas en la confianza (Leonardis, 2009: 128). Alessandro Pizzorno, en su análisis del capital social, distingue entre la confianza interna, en el caso de dos individuos que pertenecen al mismo grupo y actúan de acuerdo con obligaciones de solidaridad interiorizadas, y confianza externa, en el caso en que los individuos pertenezcan a grupos distintos pero cohesionados, por lo cual cada uno sabe que la integración del otro en el interior de su grupo de pertenencia garantiza su confiabilidad, pues lo expone a un sistema de sanciones positivas o negativas y de premios o castigos (2007: 207-8). Otro asunto que ha sido repetidamente objeto de análisis científico es la relación entre confianza y sistemas jurídicos. De especial manera, en tiempos recientes, la literatura aborda el planteamiento del trade off entre la confianza y el derecho, de acuerdo con el cual la creciente juridificación de la sociedad supliría el agotamiento del recurso de la confianza, al sustituir las relaciones personales por una confiabilidad universal de los ordenamientos normativos impersonales, basada en garantías reivindicables legalmente. En otras palabras, en el pasado operaban relaciones de confianza interpersonales que ahora son sustituidas por obligaciones normativas. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como parecen: efectivamente, se observa con razón que no sólo sucede que el derecho suple a la falta de confianza, pues el derecho, a su vez, requiere de confianza (Leonardis, 2009: 125). En efecto, los ordenamientos normativos y las obligaciones jurídicas se basan —si aspiran a convertirse en derecho vivo y a tener una puesta en acto real— en relaciones de confianza, tanto en las instituciones como en las personas que las representan. Esto nos conduce al último segmento de la presente reflexión. Las patologías de la política contemporánea volvieron a colocar el problema de la confianza en el centro de la reflexión sociológica: el recurrir crecientemente a la litigation para combatir las malpractices de las administraciones es un indicio del menoscabo de la confianza hacia las instituciones. Nos remitimos con cada vez mayor frecuencia al derecho, debido a que ha sido mermada la confianza en otras instancias de supervisión sobre lo correcto de las conductas y el respeto de los acuerdos —se trata de instancias morales, de deontología profesional y de reputación (2009: 122). Por otra parte, las sociedades contemporáneas no sólo sufren una crisis generalizada de confianza, sino que son atravesadas por una necesidad creciente de este mismo bien público, lo cual puede imputarse a las transformaciones experimentadas por los ordenamientos económicos del mundo globalizado y a la demanda de una nueva índole de confianza: aquélla que confía cada vez menos en los valores de la tradición y en las atribuciones adscriptivas y cada vez más, en el reconocimiento y la consideración hacia el otro (Mutti, 1998a: 533-534). En el escenario de las democracias contemporáneas, crecientemente empobrecidas de recursos solidarios a causa de los miedos ocasionados por la globalización, las patologías parecen prevalecer. Efectivamente, en sociedades complejas, sobreinstitucionalizadas, caracterizadas por altos niveles de movilidad y despersonalización, es inevitable que la relación de confianza interpersonal, en términos generales, retroceda. A la vez, se mantiene sin alteraciones e incluso se refuerza en los circuitos clientelares (con gran ventaja de los políticos, que privilegian el voto de intercambio, o llegan a practicar y a favorecer la corrupción). De esta situación se deriva el colapso de la confianza hacia las instituciones, lo cual, a su vez, origina una reacción de repersonalización autoritaria del vínculo entre el electorado y aquéllos que logran presentarse —haciendo uso en ocasiones de una retórica antipolítica— como jefes carismáticos innovadores. En ese momento, nace una modalidad específica de confianza política, que es característica de las dictaduras y también de los regímenes populistas: se trata de la fe acrítica e incondicional en un líder. Una gran parte de la reflexión acerca de la crisis de autoridad en las sociedades contemporáneas examina el debilitamiento de la confianza en las relaciones entre actores sociales. La crisis de autoridad, la crisis educativa y la crisis de confianza guardan un nexo especialmente estrecho. La escuela es, en efecto, el lugar donde cada individuo forma y pone a prueba las propias capacidades y, por lo tanto, construye —o deja de hacerlo— la confianza en sí mismo. Además, el conjunto de las experiencias obtenidas y el bagaje de conocimientos acumulados en la escuela encontrarán una proyección en las otras instituciones sociales y en el mismo sistema institucional, por lo cual es evidente que la crisis de los sistemas educativos y de las instituciones escolares tiene repercusiones negativas en la gestación del capital social y de un clima de mutua confianza entre los actores en el interior de una sociedad plural (Cavalli, 2009: 22). En lo concerniente a la crisis de confianza en su sentido estricto, es necesario distinguir entre sus diferentes manifestaciones. La crisis de confianza en las asambleas legislativas es, principalmente, una crisis de representatividad, lo cual implica la convicción de que la representación del interés general se debilita frente al reforzamiento de la de intereses individuales, lo cual reintroduce subrepticiamente el Confianza 153 c mandato imperativo. En cambio, la crisis de confianza hacia el ejecutivo es esencialmente una crisis del principio de competencia: se duda de la capacidad de los gobiernos para enfrentar imperativamente problemas complejos y, por tanto, de la eficacia de las soluciones propuestas. La deslegitimación del poder judicial, ya que es el tercero por encima de las partes (el “guardián de la palabra dada”), es buscada sistemáticamente por los gobiernos populistas; es un aspecto igual de grave que la crisis de legitimidad de las instituciones contemporáneas; también constituye, fundamentalmente, una crisis de la confianza en la imparcialidad y la neutralidad de un poder, que algunos políticos manipuladores del consenso consideran un adversario peligroso. Pizzorno, Alessandro (2007), Il velo della diversità. Studi su razionalità e riconoscimento, Milano: Feltrinelli. Putnam, Robert, Robert Leonardi y Raffaella Y. Nanetti (1993), Making Democracy Work, Princeton, New Jersy: Princeton University Press. Resta, Eligio (2009), Le regole della fiducia, Bari, Roma: Laterza. Rosanvallon, Pierre (2006), La contre-démocratie. La politique à l’age de la défiance, Paris: Seuil. Sciolla, Loredana (2009), “Fiducia e relazioni politiche”, Parolechiave, núm. 42, pp. 53-70. 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Es decir, los profesores e investigadores tienen la obligación de definir los conceptos básicos de los objetos de estudio que van a abordar, por lo que deben explicar qué van a entender por los términos centrales que integran el aparato conceptual correspondiente, ya que es a través del manejo correcto de este último lo que nos permite conocer, explicar y aprender de la manera más objetiva un fenómeno o proceso de la naturaleza o de la sociedad. En congruencia con esta ortodoxia, nos vemos obligados a precisar de entrada, en una primera aproximación, las dos palabras que integran el concepto que identifica nuestro objeto de estudio: cooperación e internacional. Ambas palabras, por separado, conforman conceptos por sí mismos, que han evolucionado y han sido cuestionados en el tiempo, aunque el segundo es el que más observaciones y críticas ha sufrido. Pero esto no es un atributo único de dichos conceptos. Hay que reconocer que, a través de la historia, ha sido común que muchas palabras, cuyas raíces etimológicas no tienen relación alguna con las cosas, objetos, o realidades que llegan a identificar, logren arraigarse en los vocabularios debido a transferencias o extensiones semánticas de una realidad 1 Parte de este trabajo se publicó en Peña Guerrero, 2013. c 154 Cooperación internacional a otras que parecen cercanas (o que sirve como referentes metafóricos). Lo que conduce a su uso común y continuo, a que en la propia costumbre se arraiguen tales palabras. De tal forma, existen palabras que, aunque su utilización conlleve una imprecisión terminológica para aplicarse a ciertos fenómenos, su uso recurrente en la práctica las arraiga en el vocabulario común y se incorporan como parte del lenguaje cotidiano, al grado de que muchas son integradas a los aparatos conceptuales de las mismas ciencias. Por ejemplo, en el caso del concepto que nos ocupa —el de cooperación internacional— su utilización y aplicación indiscriminada a toda relación pacífica entre Estados, y sus respectivas sociedades, ha provocado confusiones al punto de tergiversar su sentido y, por lo tanto, la pérdida de su especificidad. Éste es el caso que veremos más adelante, sobre el empleo recurrente de los términos cooperación para el desarrollo o de ayuda oficial al desarrollo como sinónimos del concepto de cooperación internacional. Empezaremos con la palabra cooperación, que proviene de dos raíces del latín: opero, are; operor, -ari: ‘obrar, trabajar, hacer’, y de cum: ‘con, juntamente’, ‘obrar juntamente, colaborar’; es decir, ‘obrar juntamente con otro’. Así, la cooperación es un fenómeno de interacción social, que implica la acción conjunta de dos o más actores para la consecución de objetivos comunes. De ahí que contemple la concertación y la realización de acciones de, por lo menos, dos participantes, ya sean individuos, comunidades, instituciones, provincias, estados, regiones de un país o varios países, Estados u organismos internacionales, con objetivos compartidos y en busca de un beneficio para las partes involucradas (Soria, 1999: 13). Respecto a la palabra internacional, ésta fue acuñada por Jeremy Bentham, quien la utilizó por primera vez hacia 1780 para designar las relaciones entre Estados soberanos. De hecho, se considera que el propio Bentham no pudo percibir el amplio sentido que se le iba a dar a dicho término en el tiempo, a pesar de todas las ambigüedades que rodean a la palabra internacional, la cual está anclada al concepto de nación (Cuadra, 1986: 59-60). Éste es buen ejemplo de lo que señalábamos más arriba sobre aquellas palabras imprecisas que en la práctica se incorporan como parte del lenguaje cotidiano y son integradas a los aparatos conceptuales de las mismas ciencias. Tal integración obliga a los académicos a darle contenido preciso a dichas palabras, por lo que, en el caso que nos ocupa, se ha definido el término internacional como aquellas relaciones sociales fundamentales (económicas, políticas, militares, culturales, etcétera) que trascienden las fronteras estatales y se articulan en el ámbito exógeno desconcentrado que conforma la sociedad internacional (Peña, 2001: 183). De acuerdo con la teoría general del concepto, el procedimiento metodológico para tener mayor precisión y alcanzar una definición integral de los términos que utilizamos para identificar las “cosas” y los fenómenos es el del análisis de las dos esferas que todo concepto contempla: la intensión y la extensión. La primera se refiere a las variables o elementos que conforman las características sustantivas que, en su conjunto, determinan la especificidad y cualidad de la cosa (objeto o fenómeno), que la hacen única y diferente a todas las demás cosas. Por su parte, la extensión del concepto nos remite sólo a aquellas realidades o cosas a las que se puede aplicar dicho término, en tanto que tales realidades reúnen el conjunto de elementos que determinan la especificidad del concepto mismo. A partir de este marco, procederemos al ejercicio de la precisión conceptual del término cooperación internacional. Las variables o elementos que integran la intensión del concepto cooperación internacional son: 1) 2) 3) 4) 5) 6) 7) Carácter internacional de los actores. Si bien esta variable es la más evidente en términos fenomenológicos, es la distintiva de esta forma de cooperación, ya que sólo pueden participar actores o sujetos reconocidos por su estatus de internacional. Además, se deben tomar en cuenta los diferentes tipos de actores internacionales que intervienen en cada caso; es decir, si participan solamente Estados o también organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales. Fenómenos transnacionales. Existe una diversidad de campos en los que se puede dar la cooperación internacional, pero estos campos están referidos a fenómenos o problemas que trascienden a los Estados, porque su naturaleza es transnacional y convocan a los actores internacionales para que de manera colectiva se les dé atención o solución. Acuerdo expreso o tácito. Todo proceso de cooperación internacional requiere de la existencia de acuerdos de facto o de iure sobre los compromisos que cada una de las partes asume, así como las reglas de comportamiento o las acciones por realizar, para el logro de los objetivos comunes. Voluntad propia de las partes. Los actores internacionales participan en todo esquema de cooperación por decisión propia, ya que no pueden ser obligados por nadie. Es decir, las partes participan por voluntad propia, en la medida en que comparten la preocupación o los intereses por atender o contribuir a resolver determinado problema. Acción colectiva. Todas las partes o actores involucrados conciertan acciones para que, de manera coordinada, cumplan con lo que les corresponde, de conformidad con los compromisos asumidos. De ahí que la acción colectiva se sustente en el mutuo entendimiento entre todos los participantes. Objetivos comunes. Las partes cooperantes tienen y comparten los mismos objetivos, aunque los beneficios obtenidos, al alcanzar dichos objetivos, varíen en función de los intereses particulares de cada una de las partes. Satisfacción de intereses. Esta variable se desprende de la anterior, en tanto que el logro de los obje- Cooperación internacional 155 c 8) tivos comunes genera la satisfacción de intereses, pero estos últimos pueden ser diferentes entre los actores, en función de los beneficios que cada uno obtenga; es decir, puede existir la expectativa de una de las partes de que la actuación seguida por la(s) otra(s) parte(s), en el orden de lograr los objetivos, le ayuda a satisfacer sus propios intereses. Reciprocidad. En el marco de los derechos y obligaciones que se asumen en todo acuerdo de cooperación internacional, se deben de cumplir ciertos requisitos de reciprocidad, en el marco de los compromisos que cada una de las partes asume, con el fin de alcanzar los objetivos. En este sentido, la reciprocidad estará en función, por un lado, de los compromisos específicos que cada una de las partes acepte para la consecución de los objetivos y, por otro, de la distribución de los beneficios que se obtengan, que no necesariamente tienen que ser de la misma especie o género. Aquí cabe el principio quid pro quo en su esencia literal, en tanto que ambas partes se comprometen a dar algo a cambio de algo, aunque no sea de la misma especie. Es decir, es una reciprocidad que no está sujeta, necesariamente, a la aportación de recursos y obtención de beneficios cuantitativos y mensurables de 50% por cada parte. De tal forma, se percibe a la reciprocidad en su esencia cualitativa, no cuantitativa. La interconexión entre estas ocho variables hace posible el fenómeno que se ha conceptualizado como cooperación internacional. Si falta una de ellas, el fenómeno ya no corresponde al concepto y no se puede hablar de cooperación internacional como tal. Aquí nos enfrentamos con el aspecto de la extensión del concepto, ya que de acuerdo con la intensión, sólo se puede aplicar cabalmente a aquellas realidades en las que se presente el conjunto de las variables o elementos de la intensión. Por lo tanto, el reto académico es formular una definición basada en las ocho variables que integran la intensión del concepto. Con base en ello, nuestra propuesta de definición es la siguiente: cooperación internacional es todo proceso de relación entre dos o más actores internacionales que deciden de manera voluntaria concertar un acuerdo, expreso o tácito, en el que se establecen ciertos requisitos de reciprocidad para realizar acciones colectivas que coadyuven al logro de objetivos comunes, circunscritos a la atención o solución de fenómenos o problemas transnacionales, con lo que se obtienen beneficios compartidos y la satisfacción de intereses de cada actor participante. Como toda definición, la propuesta anterior es una hipótesis que está sujeta a comprobación, pero tiene la ventaja de que se sustenta en las variables detectadas en la intensión del concepto, lo que nos permite tener una base sólida para la extensión del mismo y su aplicación correcta a aquellas realidades que son identificadas como procesos de cooperación c 156 Cooperación internacional internacional. De ahí que este concepto debe reflejar condiciones de existencia, las cuales obviamente no pueden ser las mismas para que se les apliquen a otros conceptos como colaboración, ayuda o asistencia internacional, como si fueran sinónimos de cooperación internacional. Sin embargo, en el caso del concepto cooperación internacional, existe el peligro permanente de utilizarlo de manera laxa, flexible o genérica, al extenderlo a fenómenos que sólo cubren algunas de las variables que hemos detallado en la intensión del concepto. Esto se debe más a un uso político del término, con el que cualquier relación pacífica entre los Estados suele estimarse como “cooperación”. Además, en el marco de relaciones pacíficas, se recurre a la noción como un recurso axiológico o valorativo cuyo campo de aplicación es amplísimo, en virtud de que se pueden presentar y promover procesos de cooperación en todos los ámbitos de las relaciones internacionales (social, económico, político, militar, cultural, judicial, etcétera). Ello ha provocado que con frecuencia se utilice el término cooperación internacional para tipificar toda actividad de transferencias de recursos, bienes o servicios que un actor internacional le otorga a otro en condiciones concesionales. De ahí que se emplee como sinónimo de ayuda o asistencia internacional. El problema de la extensión del concepto se va a proyectar en las diferentes definiciones que se han difundido sobre la cooperación internacional, tanto en los ámbitos académicos como políticos. Historia, teoría y crítica La cooperación internacional es un fenómeno social tan antiguo como el reconocimiento formal entre comunidades políticas diferentes, que institucionalizan sus relaciones a partir de acuerdos o tratados que, además de dar constancia del reconocimiento mutuo, recogen el objetivo o la intención de un interés compartido por lograr beneficios recíprocos sobre aquellos asuntos que motivan el acercamiento, la negociación y, finalmente, la cooperación para hacerles frente y buscar resolverlos. Se tiene registrado en Mesopotamia, hacia el año 3010 a. C., el tratado internacional más antiguo, entre las ciudades de Lagash y de Umma, sobre delimitación fronteriza (descrito en una estela). Se reconoce como el primer tratado (por contar con los archivos) el concluido hacia el año 2500 a. C. entre el rey de Ebla y el rey de Asiria, en el que se establecen relaciones de amistad y de comercio, y se fijan sanciones para aquellos súbditos que cometan delitos (Truyol y Serra, 1998: 19). Cabe aclarar que no todos los tratados internacionales son producto de la cooperación, ya que muchos son imposiciones de Estados fuertes sobre Estados débiles —conocidos como tratados leoninos—, muchos de ellos producto, por un lado, del reconocimiento de nuevos Estados que logran su independencia política a partir de un proceso de descolonización y, por otro, del desenlace de un conflicto bélico, en el que el Estado vencedor impone sus condiciones en un tratado al Estado vencido. México es un buen ejemplo de país que ha sufrido a lo largo de su historia independiente la imposición de tratados leoninos. Como en el caso de los tratados, no se puede generalizar el concepto de cooperación internacional a todas las formas de interacción pacífica, no conflictiva, entre los actores internacionales. Por otro lado, se tiene registrado como antecedente de la cooperación que conduce a las organizaciones internacionales, el fenómeno de las ligas de las ciudades griegas: las anfictionías —de carácter religioso—, constituidas para proteger en común y asegurar el acceso pacífico a los santuarios, y las simmaquías (de carácter político), constituidas en una especie de “confederación” para atender en común diversas cuestiones (25). En el transcurso del desarrollo histórico, las relaciones internacionales de cooperación van a adquirir una nueva dimensión con el surgimiento del Estado soberano o Estado-nación, en el contexto europeo de fines del siglo xv y principios del xvi. Desde entonces se va consolidando la cooperación entre los Estados, de manera especial en el siglo xvii, a partir de los tratados de Westfalia, aunque se mantiene el esquema exclusivo de la cooperación bilateral. Será hasta 1815 cuando se promueva el primer tratado multilateral, que se concreta en el Acta final del Congreso de Viena, donde las potencias vencedoras de las Guerras Napoleónicas establecen el sistema de conferencias internacionales que, si bien al principio convocaban sólo a los Estados europeos, para finales del siglo xix ya desbordaban a Europa, como son las Conferencias de Paz de la Haya de 1899 y 1907. De hecho, la cooperación como un fenómeno socio-histórico de alcance mundial permanente aparece en el transcurso del siglo xix, en el marco de la creación de las primeras organizaciones internacionales intergubernamentales promovidas en Europa, en respuesta a la dinámica de las necesidades impuestas por la interacción social, económica, política, militar y cultural entre los Estados soberanos. De ahí que, en una primera aproximación, afirmamos que la manifestación más clara de concreción histórica de la cooperación internacional contemporánea se patentiza con la ampliación de los acuerdos bilaterales interestatales a los tratados multilaterales que dan vida a las organizaciones internacionales intergubernamentales, las cuales pretenden regular y normar las interacciones arriba mencionadas. La transformación y dinámica de cambio que ha experimentado la sociedad internacional en los dos últimos siglos ha provocado un incremento sustantivo de las actividades entre los Estados. Esto ha sido producto, en gran medida, de la revolución científico-tecnológica que ha impulsado el desarrollo de los medios de transporte y de las comunicaciones, con la consiguiente intensificación de los intercambios de todo tipo y, consecuentemente, la aparición de necesidades colectivas y de procesos de transnacionalización que los Estados de manera individual son incapaces de satisfacer. De ahí que la participación de los Estados en dichos procesos, así como la atención de las nuevas necesidades y la solución de muchos problemas nacionales, ha demandado, forzosamente, la cooperación entre los Estados. El siglo xix fue testigo del incremento de un número importante de aspectos de la vida cotidiana —como el tráfico postal, el telégrafo, el ferrocarril, la navegación fluvial, el comercio, etcétera—, que al operar y funcionar más allá de las fronteras, exigían una acción concertada entre los Estados, donde la técnica tradicional del acuerdo bilateral resultaba insuficiente. Además, después de las Guerras Napoleónicas en Europa, se fue afirmando progresivamente una serie de intereses colectivos frente a problemas mundiales como la paz y el desarrollo, cuya satisfacción desbordaba las posibilidades de un solo Estado (Díez de Velasco, 2006: 37-39). Frente al incremento de las transacciones y los consecuentes imperativos de solidaridad, los Estados se vieron impelidos a cooperar. Con el objetivo de estimular y promover relaciones de cooperación, y ante la ausencia de instituciones internacionales, los Estados utilizaron, en un primer momento, los recursos propios de una sociedad internacional cuya estructura se sustentaba en la yuxtaposición de sujetos soberanos; por lo que se recurrió a la celebración de conferencias internacionales y la adopción de tratados multilaterales. Pero pronto se demostró la insuficiencia de estos esquemas para coordinar y gestionar una cooperación permanente, que se hacía cada vez más necesaria. Ello condujo a los Estados a la creación de mecanismos institucionalizados de cooperación permanente y voluntaria, lo que dio vida a unos entes independientes dotados de voluntad propia, destinados a alcanzar los objetivos colectivos. Surgen así en la escena internacional las primeras organizaciones internacionales gubernamentales (oig), cuya presencia y proliferación constituye una de las características más sobresalientes de las relaciones internacionales contemporáneas (37-39). Con la creación de las organizaciones internacionales de alcance universal —la Sociedad de Naciones (1919) que más adelante será sustituida por la Organización de las Naciones Unidas (1945), a la que se le añadió toda una constelación de oig especializadas—, la cooperación internacional se va a institucionalizar como objetivo permanente de las relaciones pacíficas entre los Estados. Asimismo, el desarrollo y dinámica de las relaciones internacionales han favorecido cambios en la estructura de la sociedad internacional, lo que ha promovido el paso de una cooperación exclusivamente interestatal —intergubernamental— hacia nuevos esquemas donde empezaron a participar otros actores internacionales que han surgido en el tiempo y han logrado posesionarse, respondiendo a nuevas exigencias y necesidades de la vida internacional. Entre estos nuevos actores destacan las empresas transnacionales (et) y las organizaciones no gubernamentales (ong). En la actualidad existe consenso sobre el criterio de clasificación de las diferentes modalidades o tipos de cooperación internacional, de acuerdo con las áreas o ámbitos, el número y naturaleza de los actores participantes y el nivel de desa- Cooperación internacional 157 c rrollo económico relativo de los Estados. Cabe destacar que la clasificación de las modalidades de cooperación tiene una función explicativa, ya que en la realidad éstas operan de manera articulada y siempre se entrecruzan algunas de ellas. Las modalidades son las siguientes:2 • • • • Áreas o ámbitos que abarca la cooperación. Como se ha señalado, se pueden presentar y promover procesos de cooperación en todos los ámbitos de las relaciones internacionales —social, económico, político, militar, ambiental, cultural, judicial, etcétera—. Asimismo, la amplitud del ámbito nos permite distinguir si la cooperación es de carácter general o sectorial. Además, existe la interacción entre las áreas de cooperación, que, al combinarse, construyen formas más complejas de colaboración. El número de actores participantes. La cooperación puede ser bilateral o multilateral. Aquí cabe señalar que existen procesos y fenómenos globales, que demandan la intervención y cooperación de todos los actores internacionales, como son los casos de las pandemias y el calentamiento del planeta, entre muchos otros. La naturaleza de los actores. La cooperación puede ser de carácter: a) interestatal, en la que sólo participan Estados; b) inter-organizaciones internacionales gubernamentales, promovida entre organizaciones intergubernamentales; c) transnacional, que se da entre actores no estatales o privados, como entre empresas transnacionales o entre organizaciones no gubernamentales, y d) mixta o combinada, que se presenta cuando participan actores internacionales de diferente naturaleza. El nivel de desarrollo económico relativo de los Estados. La cooperación puede darse de manera horizontal y vertical. La primera se presenta entre países con un grado de desarrollo económico similar; es decir, entre países desarrollados o entre países subdesarrollados, lo que se conoce como cooperación Norte-Norte y cooperación Sur-Sur. Se estima que estos esquemas son más equitativos, en términos de que los compromisos se asumen de manera más igualitaria. La cooperación vertical se da entre países de diferente grado de desarrollo económico; o sea, entre países desarrollados y subdesarrollados, lo que se conoce como cooperación Norte-Sur. Consideramos que entre las modalidades de cooperación, la del nivel de desarrollo económico relativo de los Estados es la más compleja, ya que contextualiza la cooperación en la estructura jerárquica y, por ende, desigual e inequitativa que ha 2 Se toman como base de esta clasificación las realizadas por Rafael Calduch Cervera y Ernesto Soria Morales. Cf. Calduch, 1991: 90-91; Soria, 1999: 14-15. c 158 Cooperación internacional caracterizado a la sociedad internacional contemporánea. En esta estructura jerárquica, la cooperación vertical es la que más polémica y debates ha generado, en torno al tema del desarrollo, ya que la relación asimétrica entre países ricos y pobres se ha manejado en términos de transferencia de recursos de los primeros hacia los segundos, de acuerdo con un esquema que se ha institucionalizado entre Estados oferentes o donadores, que son los que otorgan los recursos, y Estados demandantes o receptores, que son los que reciben los recursos. Este esquema es el que se cuestiona como fenómeno de cooperación, ya que en esencia se trata de un fenómeno de ayuda, asistencia o donación, pero no de una relación de cooperación en términos ortodoxos. Ahora bien, en el caso de cooperación internacional, en términos ortodoxos, que se lleva a cabo entre actores desiguales, a pesar de ser una relación asimétrica, las acciones que realiza cada una de las partes deben generar beneficios para todos los participantes, a diferencia de lo que sucede cuando se trata de esquemas de ayuda o asistencia, en que los beneficios directos se reflejan únicamente en la parte receptora. De hecho, en una cooperación internacional asimétrica los beneficios pueden ser diferenciados entre los actores, de acuerdo con la satisfacción de intereses específicos o particulares que cada uno busca con el logro del objetivo común. Aquí cabe la reflexión sobre la existencia de beneficios activos y reactivos en el marco de la cooperación internacional entre actores desiguales, que si bien se ha enfocado más a esquemas de ayuda y asistencia internacional entre donadores y receptores (Soria, 1999: 16), consideramos que es de utilidad en todo modelo de cooperación vertical. Se entiende por beneficios activos el logro de objetivos que un país alcanza a partir de la canalización de los apoyos otorgados por otro(s) país(es) u organismo(s) internacional(es). Por su parte, los beneficios reactivos son la utilidad (intereses satisfechos) que obtiene(n) el(los) país(es) u organismo(s) internacional(es) que otorgó(aron) los apoyos. Hay muchos ejemplos de procesos de cooperación internacional que hacen evidentes los beneficios activos y reactivos, pero en particular destacan los proceso de prevención de conflictos, gestión de crisis y construcción de paz, que promueve la onu en el marco de las misiones de mantenimiento de la paz. Líneas de investigación y debate contemporáneo El concepto de cooperación internacional adquiere su carta de naturalización en el léxico diplomático con la creación de la Sociedad de Naciones en 1919, donde se empezó a utilizar el término para describir un modo de convivencia pacífica entre los Estados. Posteriormente, se institucionalizó el concepto en la Carta de San Francisco de 1945, por la que se creó la Organización de las Naciones Unidas (onu); en ella se establece que uno de los objetivos de la onu es “realizar la cooperación internacional en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión” (onu, 2012). El estudio teórico de la cooperación internacional ha ocupado un lugar secundario en las ciencias sociales, debido en gran medida a que el desarrollo epistemológico en la disciplina de relaciones internacionales se ha centrado fundamentalmente en el tema del conflicto y la guerra (Calduch, 1991: 88). Adicionalmente, en el ámbito académico, las definiciones sobre la cooperación internacional van a variar en función de dos tendencias: la que busca el rigor científico en torno a la teoría general del concepto, con la cual nos identificamos, pero que, consideramos, ha tenido resultados poco satisfactorios, y la que busca responder al fenómeno de la ayuda internacional al desarrollo, la cual ha sido considerada como un tipo de cooperación que otorgan los países ricos a los países pobres, y que ha ocupado el lugar principal en los debates políticos y académicos a nivel internacional, pero que en esencia no cumple con la intensión del concepto. Si bien existen diccionarios y enciclopedias especializadas en relaciones internacionales, sólo una de ellas incluye una definición genérica del fenómeno que nos ocupa; la Enciclopedia Mundial de Relaciones Internacionales y Naciones Unidas, la cual señala que la cooperación internacional es “todo tipo de relaciones internacionales cuya finalidad son las ventajas mutuas; objeto de tratados internacionales, por ejemplo sobre cooperación cultural o científico-tecnológica” (Osmańczyk, 1976: “Cooperación Internacional”). Sin embargo, en la Enciclopedia internacional de ciencias sociales nos encontramos con una definición sociológica, más amplia, de cooperación, propuesta por Nisbet, donde no se hace referencia explícita a lo internacional, pero puede extenderse a este ámbito. Se entiende por cooperación “al comportamiento de varios sujetos que obran en colaboración para alcanzar un objetivo, comportamiento que entraña un interés común o la esperanza de una recompensa”. Agrega: “La cooperación, en sus niveles intelectuales más altos, implica tanto reciprocidad de intención como actuación conjunta, e incluso llega a ser un fin en sí misma. Su campo de aplicación es ilimitado; la practican grupos tan pequeños como la pareja o tan amplios como las uniones de Estados soberanos” (Nisbet, 1979: “Cooperación”). En el marco de estas definiciones genéricas, se encuentra la que nos brinda Ernesto Soria Morales, de la cual tomamos partes sustantivas en el primer apartado de este estudio, cuando se hizo referencia a las raíces etimológicas de la palabra cooperación,3 pero vale la pena recuperarla textualmente: […] la cooperación significa la acción conjunta de dos o más partes para la consecución de objetivos comunes. En ese sentido, implica la concertación y la realización de acciones de por lo menos dos partici3 Cf. página 141 de este texto. pantes, ya sean individuos, comunidades, instituciones, provincias, estados, regiones de un país o varios países, países u organismos internacionales, con objetivos comunes y en busca de un beneficio relativo para los mismos (1999: 13). En esta línea de propuestas de definición por parte de in ternacionalistas o académicos de la disciplina de relaciones internacionales, nos encontramos que son pocos los autores que proponen una definición que no esté inclinada o sesgada hacia la ayuda o asistencia internacional. Uno de ellos es Rafael Calduch, para quien la cooperación internacional es “toda relación entre actores internacionales orientada a la mutua satisfacción de intereses o demandas, mediante la utilización complementaria de sus respectivos poderes en el desarrollo de actuaciones coordinadas y/o solidarias” (1991: 88). Además, precisa que esta cooperación “se desarrolla en el seno de la sociedad internacional” (88). Una definición de cooperación internacional que hace referencia al desarrollo, pero no en términos asistencialistas o de simple ayuda, es la que nos brinda la Secretaría de Relaciones Exteriores de México: Conjunto de acciones que derivan de los flujos de intercambio que se producen entre sociedades nacionales diferenciadas en la búsqueda de beneficios compartidos en los ámbitos del desarrollo económico y el bienestar social, o bien, que se desprenden de las actividades que realizan tanto los organismos internacionales que integra el Sistema de las Naciones Unidas como aquellos de carácter regional, intergubernamentales o no gubernamentales, en cumplimiento de intereses internacionales particularmente definidos. La cooperación internacional así descrita se entiende como la movilización de recursos financieros, humanos, técnicos y tecnológicos para promover el desarrollo internacional (sre, 2010). Como se ha señalado, existe la tendencia a utilizar el concepto de cooperación internacional como sinónimo de ayuda o asistencia que otorga un país rico o un organismo internacional a un país pobre, a través de la transferencia de recursos, bienes o servicios, etcétera, en condiciones concesionales. Por lo tanto, la cooperación se plantea en términos de una parte que otorga (oferente) y otra que recibe (receptor). Esto se debe a que se ha asociado la palabra cooperación con la ayuda para el desarrollo, lo que ha dado lugar al término cooperación internacional para el desarrollo, que si bien ha construido su propia especificidad en el discurso político y académico, tergiversa la propia esencia de la intensión del concepto cooperación internacional. De hecho, como señala Alfonso Dubois, el término cooperación internacional para el desarrollo no tiene una definición única, válida para todo tiempo y lugar, ya que se ha ido cargando y descargando de contenidos a lo largo del tiempo, de Cooperación internacional 159 c conformidad al sentido de corresponsabilidad de los países ricos con la situación de otros pueblos. Cabe recordar que este fenómeno surge después de la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia del despertar de la preocupación por el desarrollo de los países, pero desde su origen quedó marcada por dos hechos: la existencia de la Guerra Fría, que fue decisiva para que Estados Unidos y la Unión Soviética transfirieran recursos para terceros países con el objetivo de atraerlos hacia su esfera de influencia, y el comportamiento de los países europeos, en los que su pasado colonial tuvo un gran peso a la hora de impulsar sus políticas oficiales de cooperación (Dubois, 2000a). Dentro de esta línea han proliferado las definiciones de cooperación internacional que, implícitamente, se refieren de manera genérica a las políticas de ayuda o asistenciales. Por ejemplo, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) considera que “la cooperación internacional es un ejercicio cooperativo de asociación entre donantes y beneficiarios, en donde los países en desarrollo tienen la responsabilidad de su propio desarrollo y la ayuda no puede ser más que un elemento subsidiario y complementario de sus propios intereses” (ocde, 1995). Por su parte, Maite Serrano Oñate establece, en el Diccionario Crítico de Ciencias Sociales, una definición que hace explícito lo que se debe entender por ayuda oficial al desarrollo (aod): Formalmente, la Cooperación Internacional se define como el conjunto de acciones llevadas a cabo por los países industrializados que, implicando transferencia de recursos a los países del Sur, contribuye a su desarrollo. Se considera aod las aportaciones de recursos a los llamados países en desarrollo, procedentes de fondos públicos (ya sea directamente —ayuda bilateral— o a través de organismos multilaterales —ayuda multilateral—) que tengan como finalidad la contribución al desarrollo de los países receptores y que sean otorgados en concepto de donaciones o préstamos en condiciones ventajosas. La Cooperación Internacional se articula pues en torno a la transferencia de capital en diversas modalidades. Por un lado, aquellas operaciones de préstamos realizadas en condiciones de mercado, que no se contabilizan como aod, y por otra las realizadas en forma de donación o préstamo con carácter concesional, contabilizadas como aod. Ambas, procedentes del capital público, se complementan con el capital privado tanto de empresas con carácter lucrativo, como de organizaciones privadas sin ánimo de lucro (ong) (2009: “Cooperación internacional para el desarrollo”). En esta línea de definiciones que se inclinan por identificar la cooperación internacional con la transferencia de recursos en apoyo a los países pobres o en vías de desarrollo, Alfonso Dubois propone una definición centrada en c 160 Cooperación internacional la diferencia que existe entre la cooperación bilateral y la multilateral: La cooperación bilateral es aquella en la que los gobiernos donantes canalizan sus fondos de cooperación al desarrollo directamente hacia los receptores, sean éstos los gobiernos de los países receptores u otras organizaciones. La cooperación multilateral es aquélla en la que los gobiernos remiten dichos fondos a las organizaciones multilaterales para que éstas los utilicen en la financiación de sus propias actividades, de modo que la gestión queda en manos de las instituciones públicas internacionales y no de los gobiernos donantes (2000a). Una definición que pretende sintetizar el recurso de utilizar como sinónimos del concepto de cooperación internacional los términos cooperación para el desarrollo o ayuda oficial al desarrollo es la que propone la Agencia Peruana de Cooperación Internacional: La Cooperación para el Desarrollo o Ayuda Oficial al Desarrollo o Cooperación Internacional se entiende como un conjunto de actuaciones y herramientas de carácter internacional orientadas a movilizar recursos e intercambiar experiencias entre los países desarrollados y los países en vías de desarrollo para alcanzar metas comunes estipuladas en la agenda mundial y basadas en criterios de solidaridad, equidad, eficacia, sostenibilidad, corresponsabilidad e interés mutuo. Se agrega: La Cooperación Internacional busca el aumento permanente y la sostenibilidad de los niveles de desarrollo social, económico, político y cultural de los países en vías de desarrollo, mediante la erradicación de la pobreza, el fin de la exclusión social tanto en educación como en salud, la lucha contra las enfermedades infecciosas y la conservación del medio ambiente (2007). La última definición que vamos a presentar en este apartado se centra explícitamente en la cooperación para el desarrollo; ésta se debe entender como ‘el conjunto de acciones, proyectos, programas o convenios establecidos por dos o más actores internacionales, que se diferencian entre oferente(s) y receptor(es), con la finalidad de promover el progreso, fortalecer la capacidad de desarrollo económico y contribuir a elevar el nivel de vida de la población de la parte receptora, coadyuvando a la solución de problemas específicos, como la extrema pobreza, analfabetismo, insalubridad, deterioro del medio ambiente, etcétera. Al mismo tiempo, esta cooperación debe generar beneficios para la parte oferente, en el sentido de la satisfacción de determinados intereses, como mejores condiciones de mercado del país receptor para el co- mercio e inversiones del país oferente o apoyos políticos en las negociaciones multilaterales en los foros internacionales (Soria, 1999: 17). No se puede ignorar que los términos cooperación para el desarrollo y ayuda oficial al desarrollo han sido incorporados y, obviamente, aceptados en el lenguaje político-diplomático y, consecuentemente, en el académico; además, son utilizados en textos, documento oficiales, acuerdos y tratados, tanto por los Estados como por los organismos internacionales, amparados en el marco de la “cooperación internacional” o de un “tipo o forma de cooperación”. Sin embargo, son términos que no cumplen con la intensión del concepto de cooperación y, por lo tanto, tergiversan y generan confusión al forzar la extensión del propio concepto a realidades que no le corresponden. Esto último se hace evidente cuando se aborda el carácter de la ayuda de los países donantes u oferentes y las formas de condicionalidad de dicha ayuda, a la cual se tienen que someter los países receptores. En este sentido, cabe precisar que la concepción de la cooperación al desarrollo, dominada por los países donantes, no se caracteriza por la igualdad y la colaboración mutua, sino que ha sido entendida como una iniciativa voluntaria y generosa y no como una situación de obligación hacia los países receptores. La idea de donación implica la no obligatoriedad y establece una relación desigual de subordinación e inferioridad por parte de quien recibe la ayuda, al que no se le concede derecho alguno a reclamar, y sólo le queda esperar lo que el donante decida dar, cuándo y cómo. La carencia de una cooperación real entre los países donantes y receptores adquiere todo su significado en la existencia y funcionamiento de diversas formas de condicionalidad de la ayuda (Dubois, 2000b). Cabe recordar que la cooperación internacional para al desarrollo siempre ha ido acompañada de algún tipo de condicionalidad, tanto en el periodo de la Guerra Fría como en la actualidad (Prado, 2005: 25-33). En la década de los ochenta del siglo pasado fue una condicionalidad de carácter económico, ya que obligaba a los países receptores a promover programas de ajuste estructural para implantar las políticas neoliberales, de apertura de las economías, desregulación y privatización. Cuando esto se cumplió, se pasó a la condicionalidad de carácter política, que se centra en la defensa de la democracia representativa y el respeto de los derechos humanos, que supuestamente son condiciones básicas para el desarrollo económico (Pi, 2000: 84). El caso de la Unión Europea (ue) es particularmente ilustrativo, tanto por ser el principal oferente de ayuda al desarrollo del mundo, como por establecer oficialmente la condicionalidad política dentro de los principios que rigen su política exterior. La ue ha asumido la condicionalidad política para vincularse formalmente, a través de acuerdos, sólo con Estados cuyos sistemas políticos sean democráticos representativos. Pero para llevar a la práctica esta condicionalidad, ha impulsado la llamada “cláusula democrática”, la cual se ha ido incluyendo de manera progresiva en los acuerdos con los terceros países y, en sus diferentes versiones, permite apoyar acciones positivas de la democracia y los derechos humanos, así como sancionar, incluso con la suspensión de los acuerdos, cuando las acciones de un gobierno vayan en contra de los preceptos indicados (Moreno, 1996: 6). En la resolución del Consejo Europeo del 28 de noviembre de 1991, se establece que [...] la Comunidad y sus Estados miembros harán constar de forma explícita la consideración de los derechos humanos como un elemento de sus relaciones exteriores con los países en desarrollo; se incluirán cláusulas democráticas en materia de derechos humanos en sus futuros acuerdos de cooperación. Se celebrarán debates periódicos sobre derechos humanos y democracia, dentro del marco de la ayuda al desarrollo, con el objetivo de lograr mejoras (Sotillo, 2006: 115). La resolución agrega que [...] en caso de violaciones graves y persistentes de los derechos humanos o de interrupción seria de los procesos democráticos, la comunidad y sus Estados miembros estudiarán respuestas adecuadas a la luz de las circunstancias, guiados por criterios objetivos y equitativos, poniéndose en prácticas medidas que pueden llegar, en caso necesario, hasta la suspensión de la cooperación con los Estados de que se trate (115). A la cláusula democrática se le ha otorgado, en su aplicabilidad, la función de condicionar la ayuda desde un enfoque positivo, aumentando la ayuda, o de un enfoque negativo, suspendiendo la ayuda. La perspectiva positiva se promoverá en aquellos países en los que se ha producido una mejoría en el ámbito de los avances democráticos y el respeto a los derechos humanos. La instrumentalización de la cláusula en el caso concreto de las relaciones de la Unión Europea con América Latina y Asia, se formalizó en el Reglamento 443/92 del Consejo, del 25 de febrero de 1992, donde se establecen las bases de la cooperación de la Comunidad Europea con los países de las dos áreas geográficas. El Reglamento es muy claro en cuanto a la condicionalidad política, ya que contiene en su preámbulo la afirmación de que el Consejo Europeo ha solicitado que mediante la inclusión de cláusulas relativas a los derechos humanos en acuerdos económicos y de cooperación con terceros países la Comunidad y sus Estados miembros sigan fomentando activamente el respeto a los derechos humanos y la participación sin discriminación de todos los individuos o grupos en la sociedad (Reglamento 443/92: 1). En su artículo 1, el Reglamento establece que, en el contexto de la cooperación, “la Comunidad otorgará una importancia primordial al respeto de los derechos humanos, al respaldo de los procesos de democratización, así como a la buena gestión pública eficaz y equitativa” (1). Expuesta así Cooperación internacional 161 c la cláusula, prosigue en el artículo 2 a explicitar los enfoques positivo y negativo de la misma. En relación con el primero, se afirma que “Conscientes de que el respeto y el ejercicio efectivo de los derechos y libertades fundamentales de las personas y de los principios democráticos son requisitos previos de un desarrollo económico y social real y verdadero, la Comunidad aportará una mayor ayuda a los países más firmemente comprometidos en la defensa de estos principios” (2). Respecto al enfoque negativo, se señala: “De producirse violaciones fundamentales y persistentes de los derechos humanos y de los principios democráticos, la Comunidad podría modificar y hasta suspender la cooperación con los Estados de que se trate, limitando su ayuda a las solas acciones que beneficien a los grupos de población necesitados” (2). Adicionalmente, cuando se hace la referencia a la ayuda financiera y técnica, en el artículo 5 se destaca que “una parte de la ayuda deberá asignarse a proyectos concretos relativos a la democratización, a la buena gestión pública y justa y los derechos humanos” (2). Y por último, en el artículo 6 se comenta que en el caso de los países relativamente más avanzados, la ayuda se extenderá, entre otros ámbitos y casos específicos, a los de democratización y derechos humanos (3). Según Almudena Moreno, el enfoque positivo de la cláusula democrática considera: acciones de consolidación del Estado de derecho (apoyo a las reformas de carácter institucional, fortalecimiento de la independencia del poder judicial, mejoras del sistema penitenciario, promoción de la buena gestión pública); acciones de apoyo al proceso de transición democrática (operaciones electorales mediante el envío de observadores, compra de material para las elecciones, elaboración de códigos electorales, censo de electores, dentro del respeto del principio de neutralidad política), y acciones encaminadas a fortalecer el papel de las ong y otras instituciones para garantizar el carácter pluralista de la sociedad civil. Por su parte, el enfoque negativo de la cláusula puede conducir a tomar medidas de sanción que deberían estar sujetas a cada circunstancia. Atendiendo a una escala de graduación, éstas pueden ser: modificación del contenido de los programas de cooperación o de los canales utilizados; la reducción de los programas de cooperación cultural, científica y técnica; el aplazamiento de la comisión mixta; la suspensión de los contactos bilaterales al más alto nivel; el aplazamiento de nuevos proyectos; embargos comerciales; la suspensión de ventas de armas e interrupción de la cooperación militar, y la suspensión de la cooperación (Moreno, 1996: 7-8). En resumen, el tema de la condicionalidad, en el marco de la política de “cooperación internacional para el desarrollo” que promueve la Unión Europea, se ha debatido de manera permanente, ya que “no pasa de ser un instrumento de acción exterior puesta en manos de los múltiples intereses que la inspiran”. Para evitarlo, como señala José Ángel Sotillo, la condicionalidad debería cumplir dos requisitos esenciales: que no se aplique el doble rasero en virtud de los intereses que la comunidad o alguno(s) Estado(s) miembros(s) pueda(n) tener c 162 Cooperación internacional con respecto a determinado país o región, y que la promoción de los derechos humanos y de las libertades fundamentales no implique sólo que, por ejemplo, determinados países dejen de aparecer en los informes de Amnistía Internacional, sino que vaya ligada a una participación real de los ciudadanos en la vida pública y una justa distribución de los recursos (Sotillo, 1994: 70).4 Conclusiones Todas las definiciones expuestas en el apartado anterior, aun considerando las que se inclinan hacia una perspectiva asistencialista y no propiamente de cooperación internacional, no contemplan la totalidad de las variables o elementos que conforman la intensión del concepto que nos ocupa; es decir, ninguna definición llena los requisitos básicos que, de acuerdo con la interacción y sustancia de las variables, permitan una comprensión y descripción cabal del fenómeno de la cooperación internacional. En este sentido, todas las definiciones expuestas están incompletas, aun las que provienen del ámbito de la academia, pero principalmente aquéllas que pretenden ajustarse o responder a iniciativas políticas de quien las formula, ya sea que se originen o provengan de países desarrollados, de países en vías de desarrollo o de cualquier otro actor internacional. Por último, hay que recordar que la determinación del concepto cooperación internacional, como cualquier concepto con rigor científico, se produce y se logra en conjugación con todos los conceptos que tienen cabida en los juicios que contiene su definición. Es decir, la determinación del concepto implica un proceso cognoscitivo en el cual los propios juicios que hacen posible su existencia están conformados por otros conceptos; cada uno de los cuales desempeña simultáneamente la función de determinante de los otros, al mismo tiempo que el concepto cooperación internacional está determinado por ellos mismos (Gortari, 1979: 91-92). 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COOPERACIÓN Y TECNOLOGÍAS DE LA INFORMACIÓN Y LA COMUNICACIÓN Gabriel Pérez Salazar Definición Las tecnologías de la información y la comunicación (en adelante, tic) comprenden un amplio y heterogéneo conjunto de dispositivos, dados por elementos tanto culturales, como físicos (hardware) y programáticos (software), los cuales posibilitan la realización de actos comunicativos e informacionales que consisten fundamentalmente en la transmisión de información entre los actores participantes. Estas tecnologías pueden dar lugar a diversas formas de relación entre los participantes, que pueden ir desde configuraciones altamente jerárquicas y verticales, como en el caso de medios unidireccionales como la televisión y la radio, hasta modelos con niveles de interacción potencialmente altos, como Internet. De acuerdo con la época en que estas tecnologías han sido desarrolladas, es posible hablar de tic tradicionales, entre las que se encuentran dispositivos tan antiguos como la escritura, así como los principales medios masivos de comunicación —cine, radio, video, televisión, etcétera—. Estas tic tradicionales lo son en tanto, efectivamente, permitan la generación de flujos de información que van de los emisores Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación 163 c a los receptores, aunque habitualmente hay pocas posibilidades de interacción en sentido contrario. Por otro lado, las llamadas nuevas1 tic, entre las que destaca Internet, se caracterizan por posibilitar, técnica y socialmente, vías de relación multidireccionales entre los participantes en los actos comunicativos e informacionales que tienen lugar dentro de ellas. En este conjunto de tecnologías, dadas las posibilidades de acción de sus usuarios, se habla de sujetos que cuentan con el potencial de participar activamente en la construcción de muchos de los mensajes y de los sentidos que se derivan de los actos comunicativos en los que participen. Son precisamente estas posibilidades de interacción las que permiten hablar de procesos de cooperación mediados por tales tecnologías. Nos referiremos a éstos, de manera específica, en los siguientes apartados. Historia, teoría y crítica La relación entre cooperación y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación tiene un origen que supone contactos e intersecciones particularmente estrechas y relevantes entre diversos campos del conocimiento, especialmente en lo que atañe al desarrollo de una de sus aplicaciones más emblemáticas: Internet. En 1958, en respuesta al lanzamiento del satélite Sputnik, el Departamento de Defensa de Estados Unidos establece la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados (arpa, por sus siglas en inglés). Su objetivo central era el desarrollo de tecnologías que permitieran a este país recuperar el liderazgo de la innovación en la carrera que se había iniciado contra la Unión Soviética en el contexto de la Guerra Fría. Durante esta época, las computadoras eran escasas y costosas, por lo que se buscaban estrategias que optimizaran su uso. Uno de los proyectos desarrollados en este sentido pretendía la construcción de una red informática que permitiera dividir una tarea compleja en porciones más pequeñas, de manera que su solución se diera a partir de la colaboración entre diversos centros de cómputo. El resultado de esta iniciativa fue la red arpanet, antecedente directo del actual Internet. La cooperación entre diversos investigadores y espacios académicos sentó las bases de la operación técnica de Internet y sus protocolos de intercambio de información, dando lugar a la red de estructura abierta que actualmente conocemos. La World Wide Web (www), entorno hipertextual de Internet, fue desarrollada a inicios de la década de 1990 por 1 Enfatizamos este adjetivo en función de su absoluta relatividad. ¿Pueden tecnologías como Internet seguir siendo llamadas de esta forma, luego de que sus primeros antecedentes han cumplido más de 40 años? Quizá la novedad radica en su comparación con las tic tradicionales: la tv, con cerca de 60 años a cuesta, la radio y el cine con alrededor de 100, o la escritura, con al menos 5 mil años de haber sido desarrollada. c 164 Tim Berners-Lee en el cern2, justamente a partir del mismo propósito: establecer un sistema —en este caso, a partir del hipertexto— que facilitara la colaboración entre los investigadores de este centro. Dado el carácter académico con que muchas de las tecnologías que posibilitan la operación de Internet fueron desarrolladas, es posible hablar de diversos grados de cooperación y colaboración entre sus creadores, que forman parte indisoluble de la cultura de Internet, y que actualmente se ven reflejados en áreas como el software libre y la construcción colectiva de contenidos disponibles en los entornos virtuales. Desde una perspectiva teórica, la cooperación y las tic, como objeto de estudio, han dado lugar a diversas aproximaciones conceptuales relativamente recientes. Entre ellas, destaca una forma colaborativa de relación que se conoce como inteligencia colectiva. Esta noción se refiere a que es posible la construcción de conocimientos de manera conjunta, si un grupo de personas deciden, de forma libre y voluntaria, aportar sus saberes subjetivos y cooperar para este fin. Uno de los principios fundamentales de la inteligencia colectiva es la idea de que nadie lo sabe todo, pero que una persona puede poseer un conocimiento, al menos parcial, sobre un asunto específico. De esta forma, la inteligencia colectiva estará dada por la suma y depuración grupal de las aportaciones hechas, con un beneficio evidente para la comunidad de participantes: lograr la construcción de un conocimiento compartido que supere el que podría obtenerse de manera individual. Es importante señalar que estos modelos de cooperación no necesariamente requieren de las tic para ocurrir, aunque, dados los mecanismos de interacción que tales tecnologías posibilitan, se convierten en facilitadoras dentro de la construcción de la inteligencia colectiva. Desde esta perspectiva, las tic pueden ser concebidas como herramientas que permiten flujos de información, que a su vez posibilitan estructuras sociotécnicas abiertas y cooperativas. La colaboración entre diversos sectores puede convertirse así en un modelo de generación de conocimiento y de riqueza, en el que un grupo de trabajo puede formarse para el logro de un objetivo específico, con la posibilidad de reagruparse posteriormente en una nueva configuración para una tarea distinta. En este planteamiento general, las tic constituyen una infraestructura tecnológica altamente flexible que permite interacciones entre los participantes, que son a la vez generadores y usuarios de este cúmulo de información en constante circulación. Como es posible observar, destaca la idea de que estas tecnologías se constituyen en dispositivos mediadores, en facilitadoras, si acaso, pero nunca en el elemento primordial a partir del cual la colaboración tenga lugar. No obstante esta visión que ubica a las tic en una dimensión subordinada a lo social, en aproximaciones optimistas en torno a la Sociedad de la Información pueden reconocerse tendencias tecnodeterministas que parecen sugerir que esta relación es 2 Consejo Europeo para la Investigación Nuclear, por sus siglas en francés. Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación prácticamente a la inversa, con la cooperación surgiendo casi espontáneamente a partir de la introducción de las tic. Líneas de investigación y debate contemporáneo El asunto de la cooperación y las nuevas tecnologías ha sido trabajado de forma muy intensa a partir de diversas disciplinas y líneas de investigación, entre las que destacan los sistemas de cómputo distribuido, el software libre, las redes de transferencia de archivos entre usuarios3 y la construcción colectiva de contenidos, entre otras. Tales son los campos de investigación que revisaremos brevemente a continuación. Sistemas de cómputo distribuidos En el desarrollo inicial de Internet, anticipamos que un sector de las ciencias de la informática se ha dedicado al estudio y desarrollo de lo que se conoce como sistemas de cómputo distribuido.4 Como ya hemos explicado, este modelo se basa en el procesamiento paralelo de tareas repartidas entre un conjunto de computadoras independientes. Una estrategia específica empleada para la construcción de estos sistemas entre el común de los usuarios tiene que ver con el uso de salvapantallas5 para llevar a cabo complejas tareas, por ejemplo, el proyecto Search for Extraterrestrial Intelligence (seti) que ha dado lugar al sistema conocido como seti@home, en el que los usuarios descargan de forma voluntaria un pequeño programa que aprovecha los periodos de inactividad de las computadoras personales para analizar las señales recibidas por el radiotelescopio instalado en Arecibo, Puerto Rico, en busca de patrones que puedan dar indicios sobre la existencia de vida inteligente extraterrestre. De este modo, se consigue un poder de cómputo comparable al de una supercomputadora por una ínfima parte de su costo. Programas similares existen para el análisis epidemiológico de la malaria6 y el modelamiento de proteínas a nivel molecular,7 entre otros. Es importante señalar que no todos los sistemas de cómputo distribuido operan a partir de aplicaciones de salvapantallas, pues hay algunos en los que este trabajo colaborativo tiene 3 Conocidas como redes P2P (peer-to-peer). 4 En inglés, esto se conoce como grid computing. 5 Screensaver computing, en el original. Un salvapantallas es una pequeña aplicación que se ejecuta luego de un periodo de inactividad en una computadora personal, y que tiene como propósito evitar la formación de patrones persistentes en las pantallas de estos equipos, a consecuencia de una imagen estática. 6 Proyecto desarrollado por The Swiss Tropical Institute (www. malariacontrol.net). 7 Iniciativa administrada por el Barcelona Biomedical Research Park y que incluso es capaz de aprovechar las posibilidades de acceso a Internet de la plataforma de juegos PlayStation 3 para ejecutarse. lugar en sistemas dedicados. La peculiaridad de los sistemas de salvapantallas radica en que son iniciativas que promueven la cooperación entre un grupo heterogéneo de participantes, muchos de ellos usuarios comunes y corrientes, que pueden no estar involucrados directamente con los resultados que el proceso distribuido arroje en un momento dado, lo cual da cuenta de un nivel de cooperación que tiene lugar, que podría incluso ser calificado como un beneficio sumamente abstracto para tales participantes. Software libre Este modelo de desarrollo de software se basa en la participación voluntaria de programadores que aportan sus habilidades y tiempo para la elaboración de sistemas informáticos complejos. Los participantes cooperan a distintos niveles en la programación, depuración y prueba de sistemas, que rivalizan con aplicaciones elaboradas de forma comercial. Ejemplos de este tipo de desarrollos se pueden observar en sistemas operativos como Linux8 y una gran cantidad de aplicaciones capaces de ejecutarse incluso en sistemas propietarios como Windows, y entre los que destacan la suite ofimática OpenOffice,9 el sistema de edición de imágenes gimp10 y el navegador Mozilla/Firefox. El software libre representa una estrategia para el desarrollo de aplicaciones informáticas en la que la comunidad de participantes se beneficia a consecuencia de acciones que son provechosas tanto para los desarrolladores en lo individual, como para el grupo en su conjunto. Redes de transferencia de archivos entre usuarios Basadas en sistemas descentralizados, estas redes permiten que usuarios de Internet compartan y transfieran entre sí documentos de todo tipo. Napster, software empleado mayormente para intercambiar archivos de audio,11 fue una de las primeras aplicaciones de este tipo que alcanzó gran notoriedad a inicios del presente siglo12 y que, en la actualidad, 8 Linux es un sistema operativo gratuito que puede funcionar en computadoras personales, como alternativa a Windows de Microsoft. Fue desarrollado inicialmente por Linus Torvalds, al combinar elementos de GNU (proyecto liderado por el creador del concepto de software libre Richard Stallman) y enriquecido con las aportaciones de miles de programadores voluntarios de todo el mundo. 9 Disponible gratuitamente en www.openoffice.org, ofrece aplicaciones como procesador de palabras, hoja electrónica de cálculo, generador de presentaciones y otros elementos que generan archivos compatibles con Office de Microsoft. 10 Alternativa, libre de costo, al popular sistema de edición de imágenes Photoshop. Disponible en www.gimp.org. 11 Estos archivos de audio usualmente eran comprimidos en formato mp3 para optimizar el ancho de banda. 12 Dado que el sistema era empleado para intercambiar música que en su mayor parte tenía derechos reservados, fue objeto de una demanda que llevó a su cierre en 2001. El caso fue ampliamente cubierto por los medios noticiosos tradicionales. Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación 165 c presenta una serie de desarrollos posteriores, entre los que destacan las aplicaciones conocidas como torrents.13 En estos entornos, la cooperación se manifiesta de varias maneras. La operación de estos sistemas permite que cualquier archivo que haya sido señalado como de acceso público pueda ser descargado por cualquier otro nodo conectado a una red de esta naturaleza. Esto conduce a que los usuarios coloquen contenidos accesibles a otros usuarios, a pesar de que esto conduzca a que las descargas realizadas por ellos demoren más tiempo (a consecuencia del mayor uso del ancho de banda disponible). Mantener accesibles los archivos descargados durante un tiempo razonable es otra estrategia de cooperación que es posible observar en este tipo de redes, particularmente en aquéllas del tipo torrent. De esta forma, el total de archivos disponibles para descarga en un momento dado es igual a la suma de los archivos que cada usuario pone a disposición de los demás. Evidentemente, mientras más usuarios haya, la cantidad total de contenidos accesibles tiende a ser mayor, lo cual habla de uno de los criterios de éxito de estos sistemas: el tamaño de la comunidad participante. Dada la tendencia al egoísmo presente en muchas interacciones sociales, se han desarrollado diversos dispositivos, de índole tanto técnica como social, para motivar la cooperación en estas redes de intercambio de archivos. Algunas de las estrategias más destacadas en este sentido tienen que ver con sistemas que califican la reputación de los contribuyentes, el desarrollo de administradores de flujo de transferencia que privilegian a aquellos participantes con el mayor número de archivos disponibles con la mayor velocidad posible y la inclusión de sistemas automatizados que dan prioridad a las descargas hechas por quienes, a su vez, han permitido un mayor número de descargas de sus computadoras personales. Construcción colectiva de contenidos Los protocolos de comunicación abierta de Internet, así como el uso de recursos hipertextuales, permiten en la actualidad la construcción colectiva de contenidos en línea; en muchos casos, actualizan con ello el planteamiento de la inteligencia colectiva que ya hemos mencionado. Una aplicación empleada con este fin y que es ampliamente utilizada por usuarios de todo el mundo, son los wikis,14 con la Wikipedia como su exponente más destacado. En esta enciclopedia de libre acceso, cada artículo es construido por voluntarios que aportan su conocimiento en 13 En estos sistemas, un archivo informático es dividido en una gran cantidad de fragmentos más pequeños (conocidos como seeds), que son puestos a la disposición de los usuarios a partir de computadoras conectadas a la red y que ejecutan una aplicación que administra y posibilita la reconstrucción del documento original en cualquier nodo. 14 Explicado en términos muy sencillos, un wiki es una aplicación que permite editar una página disponible en la www, construida bajo este sistema, sin necesidad de conocimientos profundos en programación, de manera que un conjunto de usuarios trabajen sobre un mismo documento de manera conjunta. c 166 torno al tema en cuestión, sin recibir pago alguno por ello. Estos artículos son revisados y corregidos por la misma comunidad de usuarios que, en este caso, alcanzan plenamente el grado de lecto-escritores. A pesar de que cualquier usuario puede participar en su construcción y edición, es importante señalar que en este caso la cooperación está sujeta a diversos mecanismos de control, que tienen el propósito de contribuir a la conservación, precisión y crecimiento de esta obra. A pesar de que los wikis son una de las herramientas de trabajo colaborativo en línea más conocidas, es posible observar otras aplicaciones, conocidas como computer-supported cooperative work, entre las que es posible mencionar el sistema NetMeeting de Microsoft y NotePub.15 Debate contemporáneo En relación con los procesos de cooperación mediados por las tic, destacan dos asuntos a los que creemos que es pertinente referirnos: las motivaciones para cooperar y los retos que enfrenta la cooperación mediada por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. En referencia a la tendencia al egoísmo que hemos mencionado previamente, cabe preguntarse cómo es posible que la cooperación ocurra efectivamente en estos entornos. Las motivaciones que los usuarios tienen para colaborar, cooperar y participar están relacionadas con distintas variables, entre las que destacan las normas y valores de las comunidades en las que estos procesos tienen lugar. La cooperación es un valor intrínseco a ciertas comunidades de usuarios de Internet, especialmente entre quienes participan en el desarrollo de software libre, donde el estatus se mide a partir de las contribuciones hechas y es posible hablar de estructuras meritocráticas. Este reconocimiento público implica que la cooperación puede contribuir a la construcción de una reputación, un capital simbólico, que posteriormente puede expresarse en aspectos como el reconocimiento de pares y la conversión a otro tipo de capitales. Existe también una serie de elementos culturales que favorecen la cooperación en estos contextos, como el compromiso personal que puede ser asumido hacia el modelo del software libre, la libertad de elección que se deriva del desarrollo de aplicaciones distintas a las que ofrece el software propietario, el grado de pertenencia a la comunidad, el sentido de trascendencia que se genera al hacer pública una aportación personal, entre otros. Al darse esta cooperación, se presenta un fenómeno que puede caracterizarse como “altruismo involuntario” y que consiste en que las aportaciones hechas por una persona benefician a la comunidad entera, sin importar si ésta era su intención en primer lugar. Si bien en muchos entornos virtuales la lógica de la cooperación pareciera ser el “dar para recibir”, ésta es una condición que no se cumple en todos los casos. 15 Sistema que permite la publicación y edición colaborativa de notas en línea (www.notepub.com). Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación De cualquier manera, el interés personal puede dar lugar también a la cooperación, sobre todo a partir de un sentido lúdico. Algunas de las personas que colaboran en línea lo hacen porque disfrutan haciéndolo; por ejemplo, programadores a los que les gusta lo que hacen, y que refuerzan la idea de que cooperar tiene que ver con hacer lo que puede aportar un beneficio para el individuo, pero también para el grupo. Como es posible observar, la cooperación en línea es motivada por una compleja mezcla de aspectos que responden tanto a intereses propios, como al altruismo. Se trata de acciones que, de una manera o de otra, suelen redundar en beneficios más o menos inmediatos y tangibles para quienes colaboran (y por ende, para las comunidades a las que pertenecen). Sin embargo la cooperación en los espacios virtuales enfrenta serios retos que han sido señalados de manera crítica y entre los que destacan: Oportunismo. Los sistemas de colaboración en línea, de forma casi inevitable, dan lugar a personas que toman sin aportar.16 En los sistemas de intercambio de archivos entre usuarios (P2P), se habla incluso de su colapso cuando sólo unos pocos contribuyen y la mayoría se limita a tomar lo que pueda mientras pueda. Esto sugiere que el éxito de un sistema de cooperación en línea no depende únicamente del tamaño de la comunidad, sino, como ha sido señalado reiteradamente, de cuántos de sus miembros efectivamente hacen aportaciones, así como de la calidad de las mismas; lo cual se relaciona con otros aspectos como el llamado capital social. Falta de consenso. Tanto en las comunidades de software libre como en sistemas de construcción colectiva de contenidos, se ha observado que el consenso no siempre prevalece entre quienes participan. No todos los programadores pueden estar de acuerdo en un algoritmo en particular, ni siempre se tienen las mismas ideas en relación con el contenido de un artículo de la Wikipedia. En la medida en que se construyan mecanismos que medien y concilien estas diferencias, la cooperación podrá mantenerse. Vandalismo. Las estructuras abiertas que subyacen en los sistemas cooperativos mediados por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, en ocasiones, pueden dar pie a la aparición de actos vandálicos. En la Wikipedia es relativamente frecuente la edición malintencionada de sus contenidos, que se expresa en la inclusión de datos falsos, sesgos comerciales, y posturas racistas e intolerantes, entre otros problemas. Bibliografía Andrade, Nazareno et al. (2005), “Influences in Cooperation in BitTorrent Communities”, 2005 acm sigcomm Workshop on Economics of Peer-to-Peer Systems, pp. 111-115. Disponible en: <http://portal.acm.org/citation.cfm?id=1080192.1080198>. 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Oliva, Alexandre (2006), “A Beautiful Mind Meets Free Software: Game Theory, Competition and Cooperation”, Exacta, vol. 4, número especial, Centro Universitario Nove de Julho (Uninove), São Paulo, Brasil, pp. 25-30. 16 El término usado en el original es el de free riding. Cooperación y tecnologías de la información y la comunicación 167 c CULTURA DE MASAS Regina Crespo Definición La cultura de masas es fruto de la sociedad industrial. El concepto surgió para definir un tipo específico de creación cultural destinado a un sector social amplio y, en cierto sentido, homogéneo. Se caracteriza por la combinación entre una producción industrialmente organizada y la búsqueda de ganancia. Para muchos autores es culpable tanto de la banalización de la llamada cultura erudita como de la caricaturización de los valores y tradiciones relacionados con la cultura popular. Está indefectiblemente asociada a los medios masivos de comunicación y a la producción en serie. En este sentido, la cultura de masas, concebida como “industria cultural” (término creado por Theodor Adorno y Max Horkheimer en 1947), tiene una connotación despectiva, ilustrada por el tipo de producciones que los medios masivos difunden: novelas rosas, negras y de ciencia ficción, películas de suspenso, acción y aventura; telenovelas, series de televisión, programas de auditorio, reality shows y caricaturas; historietas, publicaciones de amenidades y chismes, periódicos deportivos y revistas para caballeros; teatro de variedades, espectáculos musicales, programas de radio, canciones de amor, rock y otros géneros musicales populares. Historia, teoría y crítica No se puede hablar de cultura de masas sin relacionarla con los conceptos de cultura erudita, popular y nacional. Podemos encontrar antecedentes de la cultura de masas en el proceso de rescate, registro y difusión escrita de las canciones y cuentos populares, que algunos estudiosos como los alemanes Johann Herder y los hermanos Grimm iniciaron en Europa a finales del siglo xviii. Este proceso de glorificación del pueblo tuvo no sólo una connotación estética y cultural, sino también objetivos políticos. La fusión entre lo popular y lo nacional —que significativamente ocurrió con mayor frecuencia en países que presentaban dificultades en su construcción nacional (definición y conservación de fronteras, soberanía política y cuestiones étnico-culturales)— se materializó en la transcripción del material recopilado. Dicha actividad, hecha de acuerdo con el repertorio y los gustos del público al cual se destinaba (los sectores alfabetizados, económicamente dominantes y asociados al aparato estatal), fue responsable de la conservación y posterior difusión —ya en términos masivos y adaptados a un público más amplio— de algunos elementos culturales claves para la consolidación de las distintas culturas nacionales. c 168 Cultura de masas La multiplicación de los periódicos en Europa, durante las primeras décadas del siglo xix, el surgimiento del folletín y el desplazamiento social del escritor por el periodista fueron simultáneamente efectos y elementos de consolidación de la cultura de masas. El proceso galopante de urbanización e industrialización que se iniciaba en el continente, y que después se expandiría paulatinamente al resto del mundo, condujo a la creación de un mercado de bienes culturales. Este mercado le fue quitando a la lectura y a la escritura su carácter de privilegio social y las transformó en una condición de su propia expansión (la escolarización, necesaria para el perfeccionamiento de la mano de obra que demandaba la industria, creó un público lector que, con el paso del tiempo, fue clasificado por los empresarios editoriales como público consumidor). De los periódicos al internet, pasando por la fotografía, el cine, la radio y la televisión, los medios masivos de comunicación se consolidaron como una industria de carácter global. A lo largo de su desarrollo se fueron gestando las condiciones de ampliación e, incluso, universalización del consumo de una serie de productos culturales y artísticos que, antes de los avances técnicos en los medios de reproducción, se limitaban al goce de una minoría. A pesar de la crítica que es posible hacer a gran parte de lo que se difunde en los medios, no se puede negar que, en la moderna sociedad de masas, éstos han constituido una esfera de creación que todavía no ha sido rebasada. La posición de la crítica acerca de la cultura de masas y los medios se dividió básicamente en dos corrientes analíticas opuestas, cuyos autores Umberto Eco definió, en 1964, como “apocalípticos” e “integrados”. Se puede afirmar que fue a partir de 1940 cuando la cultura de masas empezó a ser objeto sistemático de análisis en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades. Bajo el impacto de la Segunda Guerra Mundial, en que la eficacia de los medios masivos en la propaganda política se hizo patente por la hábil utilización que Hitler y su ministro de propaganda Goebbels dieron a la radio para apoyar el ascenso del nazismo, la discusión sobre la naturaleza y los alcances de la cultura de masas y su papel en el avance del capitalismo se hizo más fuerte. Sin embargo, para entender tal discusión, hay que recuperar otro concepto que ya a partir de la Primera Guerra Mundial fue adquiriendo mayor importancia entre los críticos y al cual la cultura de masas siempre estuvo íntimamente asociada. Se trata del concepto de sociedad de masas, cuyo origen se encuentra en las primeras preocupaciones que, a mediados del siglo xix, los políticos y críticos sociales europeos manifestaron acerca del lugar de las multitudes en la sociedad (Martín-Barbero, 2001). Entre las fuentes de este concepto está la concepción conservadora de autores como Gustave Le Bon, quien buscó estudiar científicamente la “irracionalidad” de las masas (La psicología de las masas, 1986), y José Ortega y Gasset (La rebelión de las masas, 1993), quien separaba al “hombre-masa” de las “minorías selectas”. El filósofo español creía que las masas eran incapaces del humanismo característico de la verdadera cultura y temía los cambios sociales originados por su notoria e inevitable ascensión social y política (La rebelión de las masas, 1931). La sociedad de masas designa la nueva sociedad que se conformó cuando, con el industrialismo y la democracia liberal, grandes masas de personas provenientes de los estratos socioeconómicos medios e inferiores empezaron a participar activamente en las esferas social, cultural y política, de las cuales siempre habían estado alejadas. Según la visión optimista de Edward Shils (1974), dicho ascenso no logró destruir la diferencia entre las masas y las élites, constitutiva de la sociedad industrial, pero empezó a generar una “dispersión de la civilidad” y a intensificar el ejercicio de la individualidad, abriendo espacio hacia nuevas formas de asociación e incluso a un mayor consumo de cultura, aunque no necesariamente de aquella cultura que el autor definía como superior. Por otra parte, para los nada optimistas Adorno y Horkheimer (1969), la sociedad de masas se consolidó con el mercado y el consumo. En ella, la cultura de masas surgió y se desarrolló como cualquier otra industria. Según los autores, para esta industria organizada con el fin de atender las necesidades de un público-masa, abstracto y homogeneizado, la noción de individuo no podría pasar de algo ilusorio. En la cultura de masas lo más importante siempre ha sido el público, estadísticamente contabilizado en grupos de consumidores, estratificados en términos económicos y socioculturales. Para Adorno, la cultura de masas ha tenido como único objetivo fomentar la dependencia y la enajenación de los hombres. Al construir consumidores acríticos y pasivos de los productos culturales elaborados y anunciados por los medios de comunicación, logró seducirlos y hacerles olvidar su propia explotación en las relaciones de producción. En última instancia, al degradar a la cultura transformándola en industria de diversión, la cultura de masas estimuló el inmovilismo y la legitimación de la sociedad capitalista. Las polémicas que se desarrollaron sobre la sociedad de masas y su cultura a partir de los años sesenta se alimentaron especialmente del debate que se llevó a cabo durante las décadas de 1940 y 1950 en Estados Unidos. Adorno y Horkheimer habían llegado a este país huyendo del totalitarismo nazi y se sorprendieron ante el grado de satisfacción grandilocuente que la sociedad de consumo estadounidense mostraba hacia el modelo político y económico que su gobierno había adoptado. En los Estados Unidos de la posguerra se estaba creando una nueva manera de entender el lugar de la cultura de masas, de acuerdo con los moldes planteados por Shils, como medio de aproximación y diálogo entre los diferentes estratos sociales. El radical Dwight Macdonald (1974), al criticar a la cultura de masas, había observado cómo ésta, además de difundir productos de baja calidad cultural, reproducía la división social del trabajo, al ser elaborada por técnicos especializados contratados por empresarios. Sin embargo, su compatriota Daniel Bell (1974) restó importancia a esta constatación. Para él, los medios de comunicación democratizaban el consumo cultural y con ello nivelaban los estilos de vida que solían confrontar a las clases sociales. Según Bell, a los nostálgicos del viejo orden sólo les quedaba comprobar la pérdida de sus privilegios, mientras que los revolucionarios aferrados en la lucha de clases sólo podían observar la manera en que el ámbito de la cultura se establecía como el gran instrumento de transformación social. Quizás, para volver a la terminología de Eco (1997), el exponente más llamativo de la vertiente “integrada”, mayoritariamente compuesta por autores norteamericanos, fue el canadiense Marshall McLuhan. En sus estudios sobre la naturaleza y los alcances de la radio y la televisión, este autor llegó a la conclusión de que los medios electrónicos podrían acercar a los hombres, disminuyendo las distancias no sólo territoriales, sino también sociales, entre ellos. La velocidad de las comunicaciones, resultado del progreso tecnológico, haría más factible que los hombres se conocieran y pudieran compartir un mismo estilo de vida. Así, el mundo podría “retribalizarse”, transformándose en una “aldea global”. Al lado de otras expresiones polémicas de McLuhan, ésta se volvió clásica entre los teóricos de la comunicación y los críticos sociales, pues suscitó una serie de debates acerca del carácter realmente democrático e igualitario de un mundo dominado por el gran capital, en donde el avance tecnológico de las comunicaciones aparentemente resolvería las diferencias y suplantaría a las ideologías, convirtiendo a los espectadores en partícipes de lo que los medios electrónicos les enseñaban (Mattelart, 2003). Es posible afirmar que el ejercicio de este tipo de concepción, en el que el análisis cultural se separa del análisis de las relaciones de poder, lleva a la desvinculación entre las esferas de la cultura y de la producción. Asimismo, imposibilita que se conciba a la esfera cultural como campo de batalla política, ya que las contradicciones de clase y las divergencias ideológicas se desdibujan por la posibilidad —difundida por la propia cultura de masas— de que el acceso a los bienes culturales sea universal y liberador. El hecho de que los medios masivos, especialmente los audiovisuales, se hayan transformado en la fuente de información —y formación— político-cultural de la mayoría de la población en todo el mundo, podría atenuar el estigma mercantil de la cultura de masas. Lo mismo se podría afirmar acerca de la estandarización del gusto, preconizada por ella como un elemento unificador de la sensibilidad de los diferentes grupos sociales. Sin embargo, estas justificaciones reciben como contrapunto varias observaciones críticas que no es posible ignorar: la difusión de una cultura homogénea que no considera las diferencias culturales, el estímulo publicitario que crea nuevas necesidades de consumo, la asociación automática entre cultura y entretenimiento, que inhibe el pensamiento crítico y estimula el inmovilismo. Cultura de masas 169 c Como diría Eco, los “integrados” suelen olvidar que la cultura de masas es producida por grupos de alto poder económico con fines lucrativos y objetivos ideológicos. Mientras tanto, los “apocalípticos” se equivocan al considerar a la cultura de masas como algo malo simplemente por su carácter industrial. De hecho, la idea de que la cultura, si se transforma en industria, no puede ser cultura, podría ser considerada como la gran disyuntiva planteada por el pensamiento de Adorno y Horkheimer. En este sentido, la contribución de Walter Benjamin es fundamental. Aunque estuvo vinculado a la llamada Escuela de Frankfurt, como Adorno y Horkheimer, Benjamin llegó a una concepción diferente de la que tenían estos dos autores acerca del papel político y social de la cultura de masas. Para Benjamin, la revolución tecnológica de finales del siglo xix e inicios del xx no perjudicó a la cultura erudita, pero sí modificó el lugar del arte y la cultura en la sociedad. Benjamin pudo observar que los medios de comunicación de masas y sus nuevas formas de producción cultural propiciaron no solamente una ampliación del público consumidor, sino que también generaron cambios en la percepción sensorial de este público. Según Benjamin, la reproducción técnica de las obras de arte les quitó su carácter único y mágico —lo que el autor denominaba “aura”—. Esta desacralización hizo posible que las obras de arte salieran de los palacios, museos y salas de concierto, y que un número mucho mayor de personas las pudiera conocer. La fotografía, la reproducción fonográfica, la radio y el cine acercaron a grandes sectores sociales a un arte del cual estaban totalmente marginados. Al mismo tiempo, se transformaron en formas autónomas de arte, con todos los aspectos creativos, cuestionadores y transgresores asociados a éste. La perspectiva de Benjamin hace posible pensar que los efectos de la cultura de masas no son necesariamente negativos. Al contrario, pueden contribuir a la emancipación del público que la consume, al servir —con todas sus contradicciones e incluso debido a ellas— a la ampliación de su horizonte de conocimiento. En sus análisis, Benjamin jamás perdió de vista las contradicciones provenientes de las luchas sociales y, principalmente, la capacidad de resistencia y la creatividad populares al confrontarse con la acción de los medios. Por ello, sin ser apologeta de la cultura de masas, supo reconocer que ésta nunca pudo funcionar de manera perfectamente eficaz como instrumento de la alienación requerida por el capitalismo. Preocupado por el tema de la recepción, analizó la experiencia estética de la sociedad moderna en moldes sociales y no individuales, lo que hizo que percibiera las relaciones de doble sentido entre los productores y los receptores culturales. Al buscar las huellas de los marginados y su cultura en las metrópolis (la multitud, los bohemios, los poetas y artistas) y al interesarse en las formas de arte “menores” como la caricatura, la crónica de costumbres, la fotografía y el propio cine, Benjamin aplanó las diferencias entre la llamada alta cultura y las culturas populares, y acercó el universo cultural al mundo de la producción. c 170 Cultura de masas Líneas de investigación y debate contemporáneo La expansión y las posibilidades de creación ofrecidas por la industria cultural —concepto que, dígase de paso, la mayoría de los autores pasó a utilizar en sustitución o como sinónimo de la cultura de masas— relativizaron la imagen de la cultura de masas como una versión simplificada de la alta cultura, producida para consumo masivo. Las líneas de investigación que se fueron abriendo a partir de los años sesenta también pusieron en tela de juicio la imagen de la cultura de masas exclusivamente como instrumento de manipulación y dominación de los sectores populares y su cultura, y como guardiana del orden capitalista. La moderna sociedad de masas no puede prescindir de la industria cultural. El proceso de globalización económica y mundialización de la cultura que se ha intensificado en las últimas cinco décadas se plasmó en una red de comunicación de escala planetaria. A setenta y ocho años de la publicación del famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de Benjamin, los avances de la comunicación vía satélite, la telefonía digital y la informática expandieron las posibilidades de estandarización cultural, pero también de intercambio social y acción política. Los medios de comunicación masivos se han vuelto instrumentos de expresión y reivindicación política efectivos con mucha visibilidad. Las radios comunitarias son un ejemplo significativo en este sentido. Asimismo, las llamadas redes sociales se han vuelto un imprescindible canal de debates y eventualmente de acción política. Sin embargo, no se puede negar que la red ha sido el vehículo preferente del desarrollo de un interminable mercado de bienes y servicios, algunos no exactamente culturales, como la pornografía. En tales circunstancias, las líneas de investigación que se incrementan tienen un carácter menos general y más analítico-descriptivo. Buscan entender lo masivo a partir de las articulaciones entre los medios de comunicación y los movimientos sociales. Procuran detectar las relaciones entre la cultura de masas y las culturas populares. Investigan el papel de los medios en la consolidación y transformación de las culturas nacionales y tratan de entender qué función desempeñan en el seno de la política. La cultura de masas se ha consolidado como lugar de creación, innovación y experimentación. Muchas líneas de investigación de matiz estético y filosófico se han creado específicamente alrededor del análisis de tal producción. En América Latina, estas vertientes han tenido mucho éxito. Entre los autores más relevantes en este campo de investigación, se encuentran Néstor García Canclini (2002), Renato Ortiz (1998) y Jesús Martín-Barbero (2001). Dd Bibliografía Adorno, Theodor y Max Horkheimer (1969), Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires: Sur. Bell, Daniel (1974), “Modernidad y sociedad de masas: Variedad de las experiencias culturales”, en Daniel Bell et al., Industria cultural y sociedad de masas, Caracas: Monte Ávila, pp. 11-58. 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Ortiz, Renato (1998), Otro territorio, Santa Fé de Bogotá: Convenio Andrés Bello. Shils, Edward (1974), “La sociedad de masas y su cultura”, en Industria cultural y sociedad de masas, Caracas: Monte Ávila, pp. 141-176. política de una nación. No es pertinente definir esa clase como una categoría que reúna un conjunto de rasgos suficientes y necesarios, es decir, propios de todos sus miembros. Su definición, más bien, ha de registrar las propiedades del prototipo de tales discursos. Cualquiera de ellos se parecerá a ese prototipo en un número de atributos, pero no todos compartirán los mismos atributos. Entendida así la deliberación, como un prototipo de una clase de discursos, se define por las siguientes propiedades (Caso y Castaños, 2009): 1) 2) a) b) c) 3) 4) 5) DELIBERACIÓN 6) Fernando Castaños Zuno 7) Definición En su significado más básico, es decir, el que se registra en los diccionarios generales, el sustantivo deliberación denota el acto de deliberar, verbo que se refiere a ponderar los pros y los contras de una decisión posible (deum, 1996: “Deliberar”; rae, 1992: “Deliberar”). En ese tipo de obras de consulta, cuando se ofrece un ejemplo de deliberación, tiende a mencionarse la consideración que hace un jurado de los méritos de distintas posiciones acerca de un caso antes de resolver. Si una de tales obras dispone de espacio suficiente, probablemente incluirá entre las características de la deliberación, la consideración pausada y cuidadosa de motivos o razones. El concepto se emplea en varios sentidos en el ámbito académico. En su acepción más común, que es la que nos concierne aquí, denota una clase de discursos que atañen a una colectividad y que tienen lugar, por ejemplo, en la vida Es parte de un proceso de decisión acerca de una medida o una política. Tiene como objetivos: 8) 9) estimar la factibilidad y las consecuencias de la medida, o sea, efectuar juicios epistémicos acerca de ella; determinar la validez normativa de la medida, es decir, llevar a cabo juicios deónticos sobre ella; estipular qué tan deseable o indeseable es la medida, o producir juicios valorativos al respecto de ella. Supone que los tres tipos de juicios anteriormente mencionados son independientes entre sí. Incluye argumentos a favor o en contra de los juicios que se emiten. Está constituida por intervenciones de dos o más participantes que inicialmente cuentan con distintas posiciones epistémicas, normativas o valorativas sobre la medida. Supone que es legítimo argumentar a favor o en contra de cualquier posición acerca de la medida. Implica que, cuando un actor se refiere a su posición, reconoce la existencia de otras posiciones. Requiere que, cuando un actor aluda a la posición de otro, para adherirse a ella, para oponerse a la misma o para exponer sus dudas al respecto, se refiera también a las razones del otro. Supone que, en el espacio o los espacios de decisión, el acceso a todas las posiciones pertinentes esté asegurado y regulado para garantizar la equidad. Por sus primeras propiedades, la acepción definida se distingue de otras afines que pueden encontrarse en otras exposiciones académicas. Así, en ocasiones, el término deliberación excluye claramente objetos de carácter dialógico, como el de las propiedades 1 y 5; por ejemplo, cuando ciertos autores lo utilizan para aludir a un proceso individual de razonamiento libre que conduce a un sujeto a concluir y a hacer suya una afirmación.1 Otras veces el término implica objetivos 1 Ésta es la manera como lo emplea Seel, 2009. Deliberación 171 d más restringidos que los registrados en la propiedad 2; por ejemplo, en determinadas interacciones verbales, se emplea para designar una discusión científica que pretende dejar fuera los asuntos normativos y los valorativos de una cuestión. Por las propiedades 1 y 2, la deliberación se distingue de la toma de decisión misma. Puede haber un proceso de decisión que incluya una deliberación colectiva y que culmine en la determinación de una autoridad unipersonal, y otro que comprenda una deliberación similar, pero que se defina por medio del voto en un órgano de representación. A la inversa, tanto la decisión singular como la colegiada pueden ser parte de procesos en que la deliberación carezca de importancia. Por la conjunción de las propiedades 4 y 8, la deliberación se distingue de otras clases de discursos que también forman parte de los procesos de decisión, pero que tienen pretensiones de validez diferentes a la pertinencia y calidad de los argumentos. La deliberación contrasta, por una parte, con la negociación, cuya validez es principalmente una función de la sinceridad de las intenciones de los actores, y por otra, con la arenga y la admonición, que han de juzgarse en relación con las identidades de los actores que participan en el proceso y con las metas ulteriores de la medida que es materia de la decisión. Una intervención discursiva de un actor dado es apreciable como deliberación si busca convencer a un público de la verdad de sus premisas o de la consistencia lógica de sus inferencias, o bien, si está dirigida a explicar por qué acepta o rechaza las premisas o las inferencias de otros actores; es decir, la intervención forma parte de una deliberación si trata propiamente de la medida en cuestión o de enunciados que hablan acerca de ésta, y no forma parte si trata de los enunciadores o de otros temas estrictamente ajenos. Por ejemplo, una intervención no se evalúa como deliberación, o sólo se evalúa negativamente, si el actor aduce que su posición debe aceptarse porque es él quien la sostiene o si descalifica los planteamientos de los otros porque provienen de ellos. Las propiedades 6, 7 y 9 suponen y subrayan que la deliberación ocurre entre sujetos libres e iguales. Los participantes poseen los mismos derechos de opinar en un sentido o en otro y de aceptar o no las opiniones de los demás. En consecuencia, en la deliberación es legítimo cambiar de actitudes y de formas de pensar sobre el asunto en cuestión. Ahora, las propiedades 7 y 8 implican una valoración positiva alta del examen de segundo orden, es decir, de la reflexión sobre la reflexión: quienes deliberan consideran importante que sea posible cuestionar cómo deliberan. Por lo tanto, el resultado de la deliberación es siempre provisional; las conclusiones alcanzadas se toman como las más razonables en su momento, pero al mismo tiempo se suscribe, explícita o tácitamente, que puedan ser revisadas en el futuro cercano o lejano, en caso de que surjan nuevas evidencias o puntos de vista más agudos. En conjunto, todas las propiedades señaladas orientan la deliberación hacia la imparcialidad: las conclusiones que ofrece un participante pudieron haber sido propuestas por d 172 Deliberación otro y, no por ello, pierden o ganan validez. En otras palabras, cuando se busca una decisión de acuerdo con los ideales deliberativos, no se intenta de entrada beneficiar ni perjudicar a nadie en particular, sino simplemente encontrar la conclusión más razonable y justa. Por ende, en la conceptualización mínima citada con mayor frecuencia, propuesta por Jon Elster (2001 [1998]: 21), la deliberación se caracteriza por incluir argumentos por y para terceros desinteresados. De los señalamientos anteriores, se desprende que, en una deliberación, las contribuciones de un participante que insiste en sostener sus puntos de vista primordialmente con base en su autoridad, sus antecedentes personales o sus objetivos ulteriores, más que en el valor propio de lo que plantea, pueden ser objetadas como contrarias a la actividad discursiva que les brinda sus condiciones de posibilidad. De manera similar, son potencialmente materia de impugnación las contribuciones que descalifican a los opositores, en lugar de refutar sus argumentos. Cuando se reconocen como válidas tales impugnaciones en un órgano de decisión, porque se aprecia la deliberación, tienden a desarrollarse normas parlamentarias que aseguran el acceso de todos los miembros a la discusión y que garantizan el respeto entre ellos, y a designarse moderadores que velan por el cumplimiento de éstas. De hecho, en ocasiones se califican los procesos como deliberativos (o no deliberativos) en función de la calidad o la vigencia de tales normas. Por todo ello, cuando se requieren definiciones operacionales, es decir, con base en rasgos observables, debe considerarse como deliberativo un discurso en el que, al sustentar su posición, los participantes se refieren a las premisas de los otros.2 Historia, teoría y crítica El valor de la deliberación en los procesos de decisión ha sido señalado desde la Antigüedad clásica por actores importantes de la vida social y política. Ya Pericles, discípulo de Zenón y máxima autoridad de Atenas en uno de sus periodos de mayor esplendor (443-429 a.C.), defendió la discusión seria en la asamblea de la ciudad-Estado, como un rasgo esencial de su democracia, frente a quienes la consideraban un lastre que restaba eficacia al gobierno. Para él, la deliberación entre ciudadanos libres implicaba la afirmación de su condición y conducía a buenas decisiones. En épocas más recientes, examinar en las cámaras legislativas los méritos de una propuesta en relación con el bien común, es decir, independientemente de los intereses particulares de quienes la promueven, ha sido considerado como un proceder necesario, si a esos órganos ha de atribuirse la representación general de la sociedad, y no sólo la de sectores diversos. Son notorias las intervenciones, en ese sentido, de 2 Para una propuesta de indicadores de calidad deliberativa basados en tal concepción y en ideas afines a las expuestas en esta sección, ver Castaños, Labastida y Puga, 2007. políticos de diferentes orientaciones en momentos clave de la evolución de las democracias de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos.3 No obstante, el ámbito de los estudios sobre la deliberación no es propiamente un campo disciplinario estructurado. Si bien, por las investigaciones de las últimas décadas, podría estimarse probable que se constituya como tal en los próximos lustros, no cuenta aún con prototipos de problemas que hayan sido clave para profundizar en su comprensión, ni con ejemplos paradigmáticos de observaciones para contrastar las predicciones generales con los hechos particulares. Se carece también de modelos canónicos para exponer los resultados de las indagaciones al respecto. De hecho, debe advertirse, una conceptualización como la expuesta en el apartado anterior concuerda, en mayor o menor medida, con las que orientan el trabajo de los investigadores que se ocupan principalmente de la deliberación y con las de quienes se han interesado en ella desde las perspectivas que brindan otros temas, sobre todo, el de la democracia, pero no expresa propiamente un consenso entre los investigadores; éste aún no existe. Entre las divergencias que pueden observarse, para algunos la toma de decisiones es parte de la deliberación4 y, para otros, entre los que me incluyo, es importante considerar aquélla como separada de ésta.5 Huelga decir que los esfuerzos por explicar las formas de la deliberación no han conducido a una teoría, en el sentido fuerte, aunque ha habido teorizaciones muy serias. Este ámbito del estudio del concepto es, más bien, un área temática de contornos difusos, en la que confluyen de diferentes maneras líneas de investigación de distintas disciplinas, las cuales se desarrollan con diversos enfoques y métodos, como se indica a continuación. El campo en que, en nuestra época, se llamó inicialmente la atención sobre la deliberación, y en el que se han generado las principales aportaciones para su entendimiento, es el de la filosofía política, y los autores que más han contribuido a impulsar el interés por estudiarla son Jürgen Habermas y John Rawls. Representante y contestatario de la escuela crítica de Frankfurt,6 Habermas ha hecho ver que, cuando unos seres 3 Son particularmente célebres las intervenciones de Edmund Burke, Emmanuel-Joseph Sieyès y Roger Sherman. Al respecto, ver, por ejemplo, la introducción de la obra citada de Elster, 2001 [1998]. 4 Ver, por ejemplo, Stokes, 1998, quien define la deliberación en función de (lo que es para ella) su resultado: el cambio de preferencias. 5 Ver, por ejemplo, Gambetta, 1998, para quien la deliberación es un proceso que tiene lugar antes de tomar una decisión. 6 Los forjadores de esta escuela plantearon no sólo un rechazo a los sujetos que dieron forma al nazismo, sino también una crítica radical a lo que consideraron las condiciones culturales y lingüísticas que lo hicieron posible. Habermas, esencialmente de acuerdo con esa orientación, afirmó que la crítica, para ser humanos discuten para convencer, y no para engañar o imponer, es decir, cuando deliberan, asumen normas de discusión que suponen su reconocimiento mutuo como seres racionales, libres e iguales. Ha formulado esta tesis de distintas maneras, explícitas e implícitas, desde diferentes aproximaciones,7 y defendido que es uno de los puntos cardinales de un sistema que busca comprender la naturaleza de la responsabilidad y los fundamentos de la vida social. En un conjunto extenso de textos sobre temas seculares de la filosofía y sobre grandes preocupaciones contemporáneas,8 Habermas ha planteado también que, si un régimen político se sustentara preeminentemente en dicho reconocimiento, las normas de la discusión constituirían el núcleo de un sistema de reglas de procedimiento que expresaría en forma plena la soberanía popular. Más aún, en la medida en que, en su esfera pública, una sociedad se acerque a tal ideal de racionalidad e igualdad discursivas, las normas específicas de la discusión propiciarán el desarrollo del sistema general. La filosofía de Habermas no es de lectura fácil. No obstante, ha atraído a muchos lectores, ha recibido el reconocimiento de sectores amplios y ha ejercido una influencia considerable en espacios diversos. Ello se debe, en buena medida, a que su trabajo, además de ser de alta calidad académica, ha abierto, a la vez, vías de reflexión y perspectivas de acción sobre asuntos de importancia para intelectuales y políticos. Por ejemplo, ha mostrado que la vitalidad de una democracia está asociada con el grado de posibilidad que tiene de transformar las ideas que circulen en su seno, y ese grado depende del vigor de la deliberación pública. Por su parte, Rawls9 sostiene que la estabilidad democrática se funda en la justicia, entendida como equidad e imparcialidad. Ya que un régimen democrático garantiza los derechos y las oportunidades para todos, independientemente de su origen social y sus creencias, una mayoría suficiente lo preferirá, en la práctica, a otros. Además, se puede argumentar que es preferible a cualquier otro, por cuestión de principios. Por lo tanto, en una democracia deberían preservarse las reglas constitucionales que encarnan la garantía de imparcialidad, y debería ser posible sustituirlas sólo por otras que también la exprese. Para Rawls, un arreglo constitucional democrático que cimiente la justicia identificará las normas morales comunes entre personas con visiones del mundo y éticas diversas. Además de incluir estas normas, el arreglo establecerá la exigencia autorreferencial de la consistencia jurídica: estipulará responsable, debería ser propositiva (y no puramente negativa, como tendían a hacerla algunos de ellos), es decir, debería buscar alternativas, porque la vida seguía. 7 Las reflexiones de este autor sobre la deliberación se han desarrollado a lo largo de varias décadas, y muchas de ellas culminan en el libro Facticidad y validez (1998a), que trata también otros asuntos clave para la filosofía política. 8 Ver, por ejemplo, The Inclusion of the Other (1998b). 9 Ver, sobre todo, Political liberalism, 1993. Deliberación 173 d que se deben evitar las contradicciones en la constitución y entre las demás leyes y la constitución. Cuando las instituciones legislativas y judiciales de un régimen están diseñadas para responder a esa comunidad de normas y procurar el cumplimiento de tal exigencia, las leyes tenderán a ser justas porque la discusión final sobre las leyes tenderá a ser recta. Podríamos resumir los planteamientos de este filósofo de este modo: si la democracia cuida la deliberación, la deliberación cuidará la democracia. Entre Habermas y Rawls hay convergencias importantes. Para ambos, el desarrollo de la democracia supone que la esfera pública de lo político está diferenciada de otras esferas de la vida social, es decir, que posee sus códigos propios y no se subordina a los objetivos que se persiguen en las demás esferas. Recíprocamente, el ejercicio de la democracia fortalece la independencia de esa esfera (la pública). Sin embargo, entre ambos autores hay también divergencias. Una, de consecuencias mayores, es que para Habermas las comunicaciones que tienen lugar en las universidades, los espacios de la sociedad civil y los medios son parte de la esfera pública, mientras que para Rawls ésta se restringe a los foros oficiales de los poderes del Estado, como lo señala McCarthy (1994). Otra de ellas es que, si para Rawls la deliberación democrática se funda en un consenso de las culturas de una sociedad, en una intersección de sus diferentes conjuntos de ideales normativos, Habermas busca derivar una ética universal del discurso a partir de sus condiciones empíricas de posibilidad, que sea independiente de las culturas de los hablantes. Líneas de investigación y debate contemporáneo Las afinidades y las diferencias entre Habermas y Rawls han sido debatidas en diversas formas, y de los debates han surgido temas que han atraído a estudiosos de la ciencia política y de la sociología política, campos en que se desarrolla actualmente la mayor parte de la investigación sobre la deliberación. De ellos —cabe prever— resultará una especialización y, por ende, una división del área, en tres subáreas: una dedicada a los asuntos teóricos, y otras dos, a las cuestiones empíricas, que tratarán, respectivamente, las condiciones externas de la deliberación y su régimen interno. Con seguridad, se conformará también como un terreno especializado, un cuarto dominio de investigación, éste de carácter aplicado, en torno a temas que recientemente han atraído atención considerable: el diseño de espacios de deliberación. En el plano teórico, la agenda contemporánea de investigación del campo se definirá probablemente a partir del siguiente problema: explicar cuándo y cómo la deliberación hace posibles decisiones que, en su ausencia, son inalcanzables, y cuándo y por qué pospone decisiones que podrían tomarse sin deliberar. Además de que la temporalidad del proceso de decisiones ha sido, desde la Antigüedad clásica, un tema clave en las discusiones a favor o en contra de la d 174 Deliberación deliberación, el efecto de ésta —con su nombre o con otros— aparece en preguntas contemporáneas sobre la transición de fases o estados en una comunidad, formuladas inclusive desde perspectivas que hasta hace poco no tomaban en cuenta las modalidades de interacción comunicativa, como la teoría de la elección racional10 o el institucionalismo.11 Viendo las cosas en mayor amplitud y profundidad, se requerirá entender la relación entre la deliberación y la legitimad de las decisiones. No sólo recibe atención considerable la deliberación debido a que los rasgos más estudiados de la democracia —como la regla de mayoría— son insuficientes para explicar por qué en ella se aceptan como válidas decisiones con las que no se está de acuerdo, sino porque el problema puede verse como una extensión de otros ancestrales que se han esclarecido al tomar en cuenta la deliberación, como, por ejemplo, el del origen de la obligación de cumplir la ley (Castaños, Caso y Morales, 2008). Las respuestas a ambas interrogantes, la de la posibilidad y la de la legitimidad de las decisiones, dependerán en buena medida de comparaciones entre la deliberación y otras interacciones discursivas, que, a su vez, estarán ordenadas en función de taxonomías de las interacciones y de subtaxonomías de la deliberación, a las que ya se está dedicando atención considerable por razones afines a las expuestas aquí (por ejemplo, Bächtiger et al., 2010). Los desarrollos de dichas comparaciones y tales taxonomías serán impulsados por los trabajos empíricos aludidos. Muestra un camino posible para los interesados en los temas de la primera subárea, una investigación laboriosa de Jürg Steiner y tres colegas suyos (2005), en la que se comparan las deliberaciones en los órganos parlamentarios de Alemania, Estados Unidos, Gran Bretaña y Suiza. Ellos han obtenido medidas de atributos de la calidad deliberativa, como la participación, el grado de justificación y el respeto de los contrargumentos. Encuentran que las calificaciones del discurso parlamentario en esos rubros dependen de las posibilidades de veto que tiene la oposición, del grado de publicidad de las discusiones y, en menor medida, del carácter parlamentario o presidencial del régimen. Observan también diferencias importantes entre las cámaras altas y las bajas. Considerando el contexto de la deliberación en un sentido más amplio, hay un interés por entender cuándo los ciudadanos participan en la discusión pública de formas que se acercan al ideal deliberativo. Por ejemplo, Diana Mutz (2006) señala, a partir de una reseña de investigaciones propias y de otros académicos, que en los ámbitos sociales en que hay una pluralidad de puntos de vista políticos, la interacción discursiva es potencialmente más rica y productiva, en principio, que en aquéllos en que los puntos de vista son homogéneos, aunque en los primeros, es decir, en los diversos, si la participación es muy intensa, el riesgo de radicalización es muy alto y, cuando ésta ocurre, deja de haber intercambios reales 10 Véase, por ejemplo, Austen-Smith y Feddersen, 2006. 11 Véase, por ejemplo, Gerring et al., 2005. y exámenes genuinos de las opiniones. Dado que si no hay participación tampoco hay deliberación, ella concluye que la conjunción de pluralismo y participación moderada es el mejor entorno para la deliberación.12 La segunda subárea empírica se encuentra menos prefigurada que la primera, pero desde que empezaron a cobrar auge los estudios sobre la democracia deliberativa, los escritos que han tenido impacto notorio tienden a suponer o explicar los efectos del orden en que ocurren, la manera en que son moderadas y las formas en que se registran las deliberaciones que forman parte de un proceso de decisión. Además de ellos, han recibido atención considerable los que toman las garantías y las restricciones de acceso a la discusión como variables de estudio.13 Cabe ahora esperar que se sistematicen y se sometan a prueba las predicciones sobre tales condicionantes y, en general, sobre las reglas del juego de la deliberación. Enfocando los elementos y los efectos de la deliberación más de cerca, será importante comprender cómo interactúan distintos tipos de argumentos y en qué sentidos modifican las posiciones de los participantes.14 Seguramente, además de retroalimentarse entre sí, los estudios de las tres subáreas se relacionarán con los de otros campos de investigación del discurso, de manera especial, con los que buscan elucidar la arquitectura lingüística de la argumentación.15 Asimismo, se verán impulsados por el desarrollo de iniciativas deliberativas prácticas. En las últimas dos décadas, han sido promovidos por investigadores y activistas, varios foros de información e intercambio de puntos de vista entre ciudadanos, funcionarios y candidatos, cuyo diseño ha incluido el registro de los acuerdos y los desacuerdos de los participantes, antes y después de la actividad comunicativa, con el doble propósito de sustentar seguimientos académicos de las razones ciudadanas y de hacer éstas presentes a los responsables de las decisiones gubernamentales.16 Asimismo, 12 Mutz indica que esta conclusión es válida para el clima social de esta época y dadas las habilidades comunicativas que tienen hoy la mayoría de los ciudadanos. Cabe imaginar otros casos posibles, en los que la participación alta pueda conjugarse con la deliberación de calidad. 13 Por ejemplo, en un conjunto de recomendaciones normativas sobre la elaboración de una constitución, Jon Elster plantea combinar el debate en comisiones y en el pleno de la asamblea constituyente de modo que se eviten (o se reduzcan) las concesiones injustificadas y las actuaciones espectaculares, y se privilegien la discusión seria y la transparencia. 14 Algunas de estas preocupaciones ya se manifiestan en trabajos de la última década, como en Checkel, 2001. 15 En más de un trabajo sobre la deliberación o sobre la democracia deliberativa, se pueden encontrar referencias a un texto comprehensivo y, a la vez, con planteamientos de vanguardia en el campo de la argumentación: Van Eemeren y Grootendrost, 2004. 16 Quizás, el esfuerzo que se ha replicado y documentado mejor es el de las llamadas encuestas deliberativas. Véase: “What is Deliberative Polling?”, s.f. se han instituido en gobiernos locales modalidades de participación ciudadana que tienen características deliberativas.17 Ambas clases de procesos son como laboratorios que ponen en juego los elementos de las dinámicas discursivas estudiadas por las ciencias sociales y que propician el intercambio de ideas entre éstas y el mundo de la vida política.18 En suma, la deliberación es una interacción entre personas libres e iguales que se respetan y que, al confrontar sus ideas y sus evidencias, hacen referencia a las premisas de los otros. Está orientada a la toma de decisiones, pretende la imparcialidad y, por lo tanto, sus juicios epistémicos, normativos y valorativos son autónomos entre sí e independientes de las identidades de los participantes. Las investigaciones que se desarrollan en torno a ella, que conforman un área multidisciplinaria, tienden a enmarcar la observación de condiciones y regímenes del discurso y a vincularse con el diseño de espacios de discusión política. Bibliografía Austen-Smith, David y Timothy Feddersen (2006), “Deliberation, Preference Uncertainty and Voting Rules”, American Political Science Review, vol. 100, núm. 2, pp. 209-218. Bächtiger, André et al. (2010), “Disentangling Diversity in Deliberative Democracy: Competing Theories, Their Blind Spots and Complementarities”, The Journal of Political Philosophy, vol. 18, núm. 1, pp. 32-63. 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El concepto de democracia directa, en tanto constituye el ejercicio de una ciudadanía activa en los asuntos del gobierno, sin necesidad de correas de transmisión entre pueblo y gobierno, ha sido la contraparte de la forma históricamente prevaleciente de democracia: la democracia representativa. En un sentido más amplio, se considera que democracia directa puede referirse a diversos tipos de actividad colectiva en la construcción y ejercicio de ciudadanías —como formas de participación— tanto en el ejercicio del gobierno como en la supervisión del mismo, paralelamente o al margen de los procesos electorales establecidos. En la práctica, los conceptos y formas de democracia directa se combinan hoy en día con diversas formas de democracia participativa. Historia, teoría y crítica En Occidente, la democracia nace como democracia directa. La aparición de esta forma de gobierno en las ciudades griegas, particularmente en Atenas, constituyó un ejercicio de intensa participación, referido a todos los aspectos comunes de la vida de la ciudad-Estado. Dentro de un espacio de igualdad política, esta participación se ejercía tanto en el campo legislativo como en el judicial. Los cargos públicos eran ejercidos rotativamente o por sorteo, de manera breve y remunerada, excepto los que tenían que ver con las tareas militares. En ese mundo en donde no existía aún la distinción entre lo público y lo privado, la ciudadanía estaba restringida a los varones, hombres libres, generalmente jefes de familia, quienes dedicaban gran parte de su tiempo a deliberar en el ágora, decidiendo sobre todo tipo de asuntos concernientes a la vida de la polis. Las mujeres, los esclavos y los extranjeros estaban excluidos de cualquier participación. Era aquélla una sociedad estratificada, en la cual los hombres libres podían dedicarse a deliberar y gobernar mientras los esclavos se dedicaban a las tareas de producción y de servicios varios, ayudados por grupos de inmigrantes extranjeros. Esta experiencia democrática inicial no se reprodujo históricamente y no gozó, en general, del favor de la mayoría de los pensadores y teóricos en las consideraciones posteriores sobre democracia; sin embargo, en sus dos vertientes, ya como fascinación o como aversión, la democracia griega ha prevalecido en la historia y en el imaginario político como modelo de democracia, experiencia que se invocará en periodos posteriores de la historia, como se verá a continuación. Después de la democracia ateniense, se produjo un silencio de siglos en relación con nuevos intentos de gobierno democrático y, por tanto, de democracia directa, y no es sino hasta el Renacimiento cuando, con la emergencia de un nuevo tipo de ciudadanía activa en las ciudades-Estado italianas, se abren espacios para una mayor participación popular en los asuntos de la vida pública. Invocando la experiencia de la República romana más que la experiencia griega, estos reclamos de autogobierno apuntaban a un ejercicio de libertad cívica como práctica que vinculaba libertad con virtud y gloria cívicas, en la búsqueda de acuerdos comunes acerca de las leyes y los derechos. Estas formas de republicanismo, basadas en ideas de participación ciudadana, tanto por su valor intrínseco —como parte del desarrollo humano—, como por su valor instrumental —como forma de conseguir objetivos de protección o de convivencia—, provenían de concepciones de soberanía popular que se fueron plasmando en exigencias de gobiernos democráticamente electos. Si bien se aceptaba una autoridad coercitiva unitaria, esto no contradecía la convicción de que el legislador último debía ser el pueblo. Sin embargo, las propuestas de gobierno mixto —que conjugaba elementos monárquicos, aristocráticos y populares en el ejercicio del gobierno y en la elección de delegados para la integración de consejos— aunque incluían a artesanos y pequeños propietarios, excluían a las mujeres y a los trabajadores del campo. Más adelante, ya en plena Ilustración, estas ideas de participación como miembro pleno de la polis aparecerán en el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau como la interpretación más radical del concepto republicano de democracia y, posiblemente, de todo concepto posterior de democracia directa. Crítico de Atenas en cuanto dicha experiencia no había separado la función legislativa de la ejecutiva, Rousseau fue el adalid de un contrato social para una vida común, con ciudadanos libres, portadores de nuevos deberes y derechos, defensores de la propiedad y de la igualdad bajo la ley. Su idea de autogobierno presuponía el ejercicio de una ciudadanía activa y participativa que lograra el cumplimiento de la volonté générale —la voluntad general— concebida como la suma de juicios sobre el bien común —más que la voluntad de todos— o la agregación de simples fantasías y deseos. Entendía a la soberanía como algo inalienable, pues el proceder del pueblo, debía quedarse en él y, por tanto, no podía ser representado. En esta tesitura, los diputados no son representantes sino solamente delegados y, por lo tanto, no pueden concluir nada definitivamente hasta que haya sido ratificado por el pueblo de manera unánime o por decisión de la mayoría. En la segunda mitad del siglo xix, dentro de las tradiciones socialista y comunista, también se va a apostar en favor de formas de democracia directa. Preconizando que la plena igualdad política y económica sólo puede lograrse con el fin de la explotación y reconociendo que el Estado liberal en la sociedad capitalista no puede ser democrático puesto que no puede democratizar las relaciones fundamentales de la producción material, el capital y el trabajo, consideraban que aunque la lucha de los demócratas liberales por la igualdad política había sido un gran paso hacia la emancipación, ésta no se lograría mientras continuase la explotación humana. La libertad supone la democratización tanto del Estado como de la sociedad y eso no es posible sin la disolución del mismo Estado y de la división social del trabajo en que se sustenta. En una sociedad poscapitalista, la democracia se basaría en el libre desarrollo de cada uno como condición para el libre desarrollo de todos; sería una sociedad en donde prevalecería la voluntad general del pueblo, como forma de autogobierno de los productores. Se suele considerar que Marx vio en la Comuna de París un presagio de lo que podría ser esa nueva sociedad, el establecimiento de un gobierno poscapitalista sin ningún parecido con el régimen parlamentario, en donde concejales —elegidos por sufragio universal—, responsables y revocables en mandatos cortos, formarían una estructura piramidal de democracia directa en la cual cada comunidad administrara sus propios asuntos por medio de delegados para unidades administrativas mayores, hasta la delegación nacional. Las formas determinadas en que debía concretarse esta experiencia, sin embargo, no se desarrollaron dado que, en expresión del mismo Marx, “a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo” (Marx, 2010: 50). Estos breves rasgos de la evolución del concepto de democracia directa no son suficientes para explicar por qué han sido tan breves sus expresiones históricas y su concreción en formas de gobierno. Es preciso, por tanto, confrontar el concepto de democracia directa con el de democracia representativa que acompaña a la tradición liberal y que se fue convirtiendo en el núcleo de las realizaciones democráticas hegemónicas hasta nuestros días. En efecto, desde los albores del siglo xix, a medida que las sociedades en Occidente se fueron transformando como fruto de complejos procesos de industrialización y urbanización, y que el Estado moderno adquirió formas más complejas y burocráticas tanto en su relación con la sociedad civil como respecto de las fuerzas del mercado capitalista, las poblaciones se fueron concentrando en las grandes ciudades, lo que afectó a núcleos de población cada vez mayores. De esta manera, se fue incrementando la división entre el manejo de los asuntos públicos y la posibilidad de una participación directa de ciudadanos y grupos en dichos asuntos. El régimen democrático representativo parlamentario se fue tornando hegemónico, y la relación entre democracia y liberalismo —una relación histórica de conveniencia— se fue transformando en una realidad cada vez más excluyente en cuanto a formas alternativas de participación o de democracia directa. La cuestión del número se reveló como elemento importante en este debate porque las formas de democracia directa habían surgido dentro de grupos reduci- Democracia directa 177 d dos o sociedades preindustriales, mientras que la democracia representativa se extendía a poblaciones y electorados siempre crecientes en la era moderna. La idea de representación es parte fundamental de la tradición liberal, ya que considera que la soberanía reside en el pueblo, pero se confiere a los representantes para que ejerzan las funciones del gobierno. Los representantes elegidos, y ya no los ciudadanos o grupos particulares, son los actores principales dentro de estos juegos de poder. Si bien estos representantes son elegidos por voto secreto en elecciones competidas y periódicas entre facciones, con el fin de establecer un gobierno representativo, el concepto de participación intensiva de los presupuestos de la democracia directa se fue desdibujando o reduciendo a un papel más bien secundario. Participación directa y representación marcan este recorrido histórico. Es importante comprender esta situación para señalar sus diferencias y plantear las posibilidades de coexistencia o de colaboración entre ambas posturas. Acercando este debate hacia los tiempos actuales, se puede apreciar la existencia y el funcionamiento de formas de democracia directa, establecidas constitucionalmente en algunos países como parte importante de estatutos o presupuestos de gobierno. Éstas son la revocación de mandato, la convocatoria a referendos para la aprobación popular de leyes o actos administrativos, o de plebiscitos para la aceptación o rechazo de propuestas sobre soberanía, ciudadanía o poderes excepcionales concedidos a las autoridades; también, la iniciativa popular —para proponer la promulgación de leyes—, o la convocatoria a cabildos abiertos o populares —para consulta a la ciudadanía en ámbitos más bien locales—, por citar las formas más destacadas. La revocación de mandato es una forma de confirmar o destituir, según el caso, a un representante elegido previamente. Su origen se deriva de la noción de delegación, más cercana a los presupuestos del republicanismo que al de representación. Los referendos y los plebiscitos son una manera de expresión de la voluntad popular mayoritaria para asuntos que generalmente dividen o polarizan a la sociedad y que son difíciles de tramitar por procesos parlamentarios. La iniciativa popular consiste en la creación de espacios de deliberación para proponer cambios legislativos o elaboración de leyes, pero sobre todo para la resolución de asuntos concretos. Todos estos procedimientos combinan de alguna manera formas de democracia directa y de democracia representativa. En la Confederación Helvética, precisamente el lugar donde Rousseau planteó sus tesis sobre democracia, funcionan de manera eficiente y regular los referendos —obligatorios para reformas constitucionales y facultativos, en otros casos—, convocados por la autoridad o por un número determinado de votantes. En la mayoría de países de América Latina, funcionan algunos de estos mecanismos de democracia directa, aunque es preciso señalar, sin embargo, que a través del tiempo, estos espacios para la acción democrática han sido más bien la excepción y no la norma. d 178 Democracia directa Líneas de investigación y debate contemporáneo Democracia es un concepto particularmente polisémico al que se le han añadido múltiples adjetivos y caracterizaciones a lo largo de su historia. Dentro de esta riqueza se suelen plantear diferentes correlatos, como el existente entre democracia como forma de gobierno —como régimen— y democracia como forma de vida. La primera se considera más bien como democracia formal, mientras que la segunda se considera como un elemento referido a la convivencia social y cultural de los ciudadanos. De alguna manera, esta división puede servir de marco para plantear el debate actual sobre formas de democracia directa, concebida, en este caso, en términos de participación o deliberación y de la posibilidad de coexistencia o de complementariedad con los presupuestos de la democracia representativa. En efecto, diferentes enfoques critican las actuales formas de gobierno, “la democracia realmente existente”, ligada o reducida a la celebración periódica de procesos electorales, al parlamentarismo y al subsiguiente ejercicio del gobierno, pues consideran que es una expresión minimalista de democracia, dado su carácter formal y su estatus elitista —en cuanto es generalmente controlada por los grupos que conforman las clases políticas y el desencanto y la apatía que produce en quienes se sienten excluidos de dichos procedimientos—. Se piensa que sus resultados han defraudado las esperanzas democráticas suscitadas por los procesos de “transición hacia la democracia” de los últimos años del siglo xx en diversos países (O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988). Sin negar necesariamente la importancia de la dimensión electoral, y de los esfuerzos por ampliar y mejorar sus formas, se han ido abriendo los reclamos “hacia otras democracias” (Sader, 2004), de creación de propuestas para la construcción de una concepción contrahegemónica de democracia, entendida como participación ciudadana en los asuntos que le conciernen directamente tanto en lo político como en lo social y lo cultural. El abanico de propuestas y de actores que reivindican estas posiciones es vasto y, de alguna manera, replantea el debate entre democracia directa e indirecta, entre participación y representación. Por la brevedad de este espacio sólo se mencionarán algunos enfoques. Ciertas propuestas plantean ampliar los procedimientos democráticos tradicionales hacia el campo de las prácticas sociales, no sólo constreñirlos a los métodos de autorización o constitución de gobiernos: En el interior de las teorías contrahegemónicas, Jürgen Habermas fue el autor que abrió el espacio para que el procedimentalismo pasase a ser analizado como práctica social y no como método de constitución de gobiernos […] al proponer dos elementos en el debate democrático contemporáneo: en primer lugar, una condición de publicidad capaz de generar una gramática social […] la esfera pública es un espacio en el cual los individuos: mujeres, negros, trabajadores, minorías raciales, pueden cuestionar en público una condición de desigualdad en la esfera privada (Santos, 2004: 47). Estas corrientes preconizan el principio de “deliberación social” en la democracia, no solamente como método sino como “ejercicio colectivo de poder político, cuya base sea un proceso libre de presentación de razones entre iguales” (Cohen, 1997: 412). En consonancia con lo anterior, otros planteamientos reclaman una revisión “para ampliar el canon democrático” (Santos, 2004: 35-70), que implique la reivindicación de diferentes tipos de derechos y la expresión de la pluralidad de formas de vida, en el entendido de que derechos humanos y soberanía popular se presuponen. Partiendo de la comprobación de que la expresión de esta pluralidad es cada vez mayor, y más diversa la manera de concebir la idea del bien común, estos enfoques insisten en la necesidad de construir una nueva gramática histórica de la organización de la sociedad, de la convivencia humana y de sus relaciones con el Estado, alrededor de agendas e identidades específicas: “una nueva gramática social y cultural y el entendimiento de la innovación social articulada con la innovación institucional, es decir, con la búsqueda de una nueva institucionalidad de la democracia” (Santos, 2004: 46). Algunos plantean estos requerimientos como formas de democracia radical, en el sentido de que la reivindicación de nuevos derechos es expresión de diferencias en lo personal y en lo social que no se habían afirmado con anterioridad, por lo que actualmente se explicitan en demandas cada vez más amplias de reconocimiento de nuevas identidades y posicionamientos subjetivos: étnicos, etarios, de género, de clase, etcétera. El reconocimiento de esas diferencias, de lo particular y heterogéneo, particularizan lo múltiple contenido en las abstracciones universales de las propuestas tradicionales (Mouffe, 1992). Otros campos de reflexión y de propuestas provienen de la teoría y práctica de los movimientos sociales, en particular de aquéllos que consideran que la cultura es una dimensión fundamental de toda institucionalidad, que ven a la política como una disputa sobre el conjunto de significaciones políticas y culturales de una sociedad y, en consonancia, exigen una “resignificación de las prácticas sociales” (Dagnino, Olvera y Panfichi: 2006). Éstos ponen el acento en la necesidad de ampliación del campo de la política y de la inserción de los actores hasta ahora excluidos del mismo. Un ejemplo notable son las realizaciones y prácticas de democracia participativa alrededor de proyectos de elaboración de presupuestos participativos o de planeación descentralizada, como los realizados recientemente en algunas ciudades brasileñas y en la India (Chaves y Albuquerque, 2006; Avritzer, 2004; Heller y Thomas, 2004). Por último, en los espacios estatales o regionales en donde se desarrolla una creciente conciencia del pluralismo multinacional, estos reclamos combinan la revisión de usos y costumbres con nuevos planteamientos de participación y de inclusión en las definiciones de lo nacional (Peña: 2006). En estas regiones de amplia diversidad étnica se propone reconocer la autonomía y la multiplicidad de intereses en la definición de políticas nacionales, enfrentando el particularismo de las élites económicas y políticas dominantes, en la lucha por la conservación del medio ambiente, por el reconocimiento a la biodiversidad entre conocimientos sociales rivales y por el respeto a sistemas alternativos de producción. Bibliografía Avritzer, Leonardo (2004), “Modelos de deliberación democrática: un análisis del presupuesto participativo en Brasil”, en Boaventura de Sousa Santos (coord.), Democratizar la democracia. 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Las ciencias sociales hacen, por razones analíticas, cierta separación, pero en la realidad éstas se traslapan y entrecruzan de múltiples maneras. El poder económico tiende a influir en el ejercicio del poder político, mientras que la política y los políticos expresan y defienden intereses económicos, aunque no de manera mecánica. Es común, sin embargo, que la democracia económica —sobre todo en los países en desarrollo— se rezague con respecto a la política. La libertad formal para participar en la democracia electoral no se corresponde con el acceso al bienestar económico (el conjunto de bienes y servicios que permiten un estándar de vida socialmente aceptable). Más aún, la democracia política (en particular las libertades de expresión, organización y participación electoral) se utiliza a menudo como un sustituto o medio de compensación de la falta de democracia económica y, en algunos casos, es incluso manipulada para evitar avances en la democracia económica que suelen lesionar intereses fundamentales de la estructura de poder. d 180 Democracia económica Por ello, mientras se ha constituido un campo de estudio amplio y diverso que aporta múltiples conceptos y propuestas teóricas sobre el origen y la evolución de la democracia política, así como sobre las diferentes trayectorias que ésta ha recorrido alrededor del mundo, el estudio de la democracia económica ha sido menos sistemático y mucho más fragmentado en tiempo y espacio, a pesar de que sus orígenes se remontan al siglo xvii. Todo ello explica por qué mientras hay un amplio consenso sobre los derechos políticos del ciudadano frente al Estado, no lo hay tanto sobre cómo producir riqueza y distribuirla, y qué sistema de derechos de propiedad y arreglos económicos son los más eficientes. El fin del socialismo real pareció concluir este debate a favor del capitalismo, la propiedad privada y la libertad irrestricta de los mercados. Sin embargo, la desigualdad y la pobreza, los privilegios de las minorías poderosas, la degradación del medio ambiente y las crisis del capitalismo global ponen de nuevo en la mesa de discusión los problemas de la democracia económica y la sustentabilidad del desarrollo. Pero ¿qué es la democracia económica? La democracia económica puede definirse como igualdad en los derechos económicos y acceso efectivo a aquellos bienes y servicios que hacen posible el bienestar en una sociedad determinada. La democracia económica es también una práctica que supone sistemas de relaciones y de producción, un movimiento social que lucha por una mayor equidad en los derechos económicos y acceso efectivo a bienes y servicios, así como un proceso o una corriente de filosofía socio-económica. Por lo que se refiere a los derechos económicos y estándares de vida, tanto las libertades y derechos de trabajadores y consumidores como las prerrogativas y limitaciones a los derechos de propiedad privada y a los empresarios —generalmente contenidos en las constituciones y leyes primarias de los Estados—, son declaraciones ideales de lo que debe ser. Entre los primeros, se encuentran el derecho al salario, la jornada máxima de trabajo, la pensión y jubilación, la organización sindical, la garantía sobre bienes y servicios. Entre los segundos se encuentran el régimen de propiedad y el marco legal de la actividad empresarial, así como el régimen fiscal y las instituciones económicas que protegen los derechos del consumidor. Por lo que toca a los derechos de acceso a los bienes, hay una dimensión social y política y otra cultural en la definición de cuáles son los estándares mínimos de bienestar que todos deben gozar. Los Estados-nación modernos se fundan en el principio teórico de la igualdad universal de los ciudadanos, el derecho a la propiedad privada, el derecho al trabajo y a un salario. Pero estos derechos deben asignarse y reglamentarse: ¿quién tiene derecho a qué?, ¿cómo se garantizan los derechos de propiedad?, ¿qué significa ser ciudadano?, ¿qué derechos tiene un connacional? Es necesario definir quién y cómo se tiene acceso a la propiedad, al salario, a prerrogativas económicas y a la protección del Estado. Las reglas de acceso se encuentran generalmente en reglamentaciones secundarias, por ejemplo, las leyes laborales. El sistema de propiedad es objeto de una compleja armazón de leyes secundarias en donde generalmente se reflejan los intereses de quien detenta el poder económico y político: regímenes de responsabilidad limitada, fideicomisos, concesiones, etcétera. Por último, en lo que se refiere al acceso efectivo a bienes y servicios que hacen posible el bienestar social y económico en una determinada sociedad, se han desarrollado múltiples metodologías para medir la desigualdad y la pobreza, la más reconocida es el Índice de Desarrollo Humano adoptado por la onu como resultado de la construcción teórica y conceptual de Amartya Sen (2001). Entre los derechos económicos legalmente reconocidos y el ejercicio efectivo de los mismos generalmente hay una gran brecha, razón por la cual la democracia económica propone, además de los ámbitos ya mencionados anteriormente, un sistema económico de mercado cuyas unidades, particularmente las empresas, sean gobernadas por los trabajadores; un movimiento social que lucha no sólo por la libertad sino porque ésta sea más equitativa; un proceso dirigido por las mayorías a fin de participar activa y directamente en todas las tareas de control, planeación y regulación del mercado y, por esta vía, definir democráticamente los objetivos de política económica y avanzar hacia a una sociedad más justa, libre e igualitaria, y una filosofía socio-económica que pone en tela de juicio, por un lado, los derechos de apropiación privada sobre los bienes colectivos (tierra, conocimiento, salud) y, por el otro, la enajenación de los derechos individuales sobre el trabajo, consagrada en el derecho laboral. Todas estas dimensiones de la democracia económica entrañan una participación amplia no sólo en los espacios de representación política, sino también en los centros de trabajo y en todos los lugares en los que se discuten y definen las instituciones que planean y dan forma al sistema económico, muy en particular los derechos de propiedad y todos aquellos derechos que hacen posible la libertad con equidad. La libertad con equidad —principio básico de la democracia económica— supone, por una parte, que todos las personas tienen la mayor libertad, siempre y cuando ésta sea a la vez compatible con una libertad igual para el resto de los individuos y, por la otra, que participan en condiciones de igualdad en las decisiones que afectan la libertad, entendida no sólo como ausencia de coerción sino como la capacidad para elegir estrategias de vida y cursos de acción. El movimiento por la democracia económica es, pues, un movimiento para que la libertad sea más equitativa ya que, en contra de lo que se argumenta desde la economía convencional, el mercado no garantiza condiciones de libertad mínimamente equitativas.1 Por el contrario, como refuta Hodgson (1984), las transacciones en el mercado se realizan entre personas que se incorporan en condiciones muy 1 Al respecto, además de los textos de Sen (2000; 2001), Archer (1995) y Smith (2005a; 2008), se pueden consultar los textos de Stiglitz (1995; 2010). diferentes de riqueza, poder, educación y otros activos.2 En particular, el poder de negociación entre patrones y trabajadores es muy desigual, a pesar de que son en el largo plazo interdependientes. La necesidad, la pobreza y el hambre tienen un potencial coercitivo en las relaciones y contratos laborales, que en teoría son totalmente libres. Este tipo de coerción implica una distribución desigual de la libertad y desmiente la pretendida libertad absoluta del mercado. Archer (1995: 22-23) abunda sobre las condiciones que hacen posible una libertad equitativa. La libertad de acción, que significa ausencia de limitaciones, está en el centro del liberalismo moderno. Pero para llevar a cabo una acción el individuo debe disponer de recursos. Sólo si dispone de recursos el individuo es libre para actuar, aun en ausencia de otras limitaciones. Entonces, dos condiciones son necesarias para la libertad de acción: ausencia de coerción y disponibilidad de los recursos necesarios para realizar la acción, o sea lo que Berlin caracteriza como la libertad de y la libertad para (Archer, 1995: 14). Esta última exige condiciones que hacen posible la libertad, las capacidades de las que habla Sen (2001: 99-141), mientras que la primera se refiere a la ausencia de coerción para ejercerla. Por tanto, Archer sostiene, siguiendo el pensamiento de John Stuart Mill e Isaiah Berlin, que para alcanzar la libertad individual se tiene que tener la capacidad de elegir y realizar cursos de acción propios. Sin embargo, dada la naturaleza social de los individuos, para actuar de acuerdo con nuestras elecciones, es necesario asociarse con otros y, para actuar en asociación con otros, un individuo tendrá que aceptar que la asociación se convierte en una entidad con autoridad para tomar decisiones en varios ámbitos. Según este autor, la democracia se refiere a un ejercicio de la libertad que requiere asociación. Por tanto, la libertad individual puede adoptar dos formas: la ‘libertad personal’, cuando el individuo toma decisiones sin necesidad de asociación, y la ‘libertad democrática’, cuando un individuo no puede tomar decisiones sino es por medio de la asociación (Archer, 1995: 34). Las empresas son asociaciones y, en la democracia económica, deben ser gobernadas de acuerdo con el principio de los más afectados que son los trabajadores pues, a diferencia de los accionistas, consumidores y deudores, las opciones de salida o renuncia de los trabajadores se encuentran muy restringidas. En resumen, con base en los conceptos de salida y voz de Hirschman (1977), Archer define el capitalismo como un sistema en el que el capital ejerce el control de las empresas tanto por medio de la salida (vendiendo las acciones) como de la voz (ejerciendo la dirección de la empresa), mientras que el trabajador sólo puede ejercer un control de salida por medio de la renun2 Véase, además del libro de Hodgson (1984), los trabajos de Sen (2000; 2001) y Archer (1995), el texto de Stiglitz (1995), pues examina las principales imperfecciones e ineficiencias del mercado que explican, desde una óptica keynesiana, por qué el mercado no garantiza condiciones de libertad equitativas. Democracia económica 181 d cia al trabajo (1995: 41-44). Sin embargo, la libertad para renunciar al trabajo está casi siempre restringida por las condiciones de privación con que se inserta en el mercado. En contraste, la democracia económica es un sistema en el que los trabajadores pueden ejercer control de salida y voz mientras que el capital sólo tiene el control de salida. Historia, teoría y crítica Se pueden identificar dos visiones encontradas sobre la democracia económica: la visión colectivista y la individualista. La primera se inspira en el liberalismo social y la segunda, en el liberalismo de mercado. La primera pone especial interés en los bienes y derechos colectivos (comunes), la segunda, en los bienes y derechos individuales. Entre ellas se ha desarrollado una discusión que data del siglo xviii pero que se revive periódicamente y adquiere matices diversos a través del tiempo y el espacio. Las doctrinas cooperativistas de Robert Owen y Charles Fourier representan un primer momento en el desarrollo de la democracia económica y la formación de cooperativas como las unidades básicas de producción sigue siendo el objetivo más importante de los socialistas hasta el siglo xix. Como advierte Karl Polanyi, estos exponentes del socialismo utópico rechazan desde finales del siglo xix las consecuencias de un sistema de mercado que hace de la ganancia la fuerza más importante de la sociedad. “Para Owen, el aspecto industrial de las cosas no se restringía en modo alguno a lo económico (esto habría implicado una visión comercializadora de la sociedad, lo que él rechazaba)” (2003: 229). Pero el liberalismo vive también un periodo cooperativista en el siglo xix con el trabajo y la obra de Benjamin Bentham y John Stuart Mill. Ambos pensadores, quienes también participaron activamente en el movimiento utilitarista, someten a prueba los principios cooperativistas al involucrarse en firmas dirigidas por los trabajadores y reflexionan ampliamente sobre la relación indisoluble entre individuo y comunidad, suscribiendo lo que Bellamy define como un colectivismo individualista (1992: capítulo 1). El interés en la democracia económica se renueva notablemente a principios del siglo xx en Gran Bretaña, Alemania, Suecia, Austria y otros países en donde se reflexiona sobre las condiciones para la libertad económica y se plantea el autogobierno de las empresas como la más importante de ellas. La Sociedad Fabiana, en Inglaterra, reúne a pensadores que contribuyen a desarrollar el pensamiento cooperativista y el Estado de bienestar. Entre ellos destacan dos: George Douglas Howard Cole y Richard Henry Tawney (1964). El primero, de acuerdo con Wright, se consideraba a sí mismo socialista libertario, se pronunciaba a favor de una democracia activa y participativa, que se ubicaba en las empresas y en la comunidad más que en un aparato de Estado centralizado (1979: 50-72). Por su parte, desde una óptica cristiana, Tawney critica el individualismo egoísta de la sociedad moderna que alienta el consumismo y corrompe al individuo (1964: d 182 Democracia económica 103-110); defiende los derechos de asociación de los trabajadores e influye considerablemente en la política laboral, educativa y de salud, todas ellas precursoras de las reformas sociales que llevan a la construcción del Estado de bienestar. Actualmente se experimenta una vez más el interés por hacer avanzar el movimiento por la democracia económica que pone a las cooperativas en el centro de su agenda. Según Archer, las empresas que operan en una economía de mercado deben ser gobernadas por quienes trabajan en ellas porque son los trabajadores la única gente que es sujeto de la autoridad de la firma; sostiene, incluso, que “el desarrollo de la democracia económica tendría que ser la pieza central del programa socialista” (1995: 58). La visión individualista del movimiento por la democracia económica, que concibe a la sociedad como la suma de los individuos, suele ser más conservadora, estrecha e inclinada a favorecer los intereses arraigados en el mercado. La colectivista subraya la naturaleza social de los individuos y tiende a favorecer la justicia social y una distribución más equitativa de la riqueza. Cuando en las prácticas sociales se logran vincular los derechos individuales con los colectivos se producen círculos virtuosos que enriquecen la democracia, como ocurrió, por ejemplo, en las diferentes etapas de construcción del Estado de bienestar cuando los sindicatos pudieron influir en la distribución de la riqueza y se amplió al mismo tiempo el mercado interno, la derrama económica y el bienestar. Sin embargo, también han sido comunes tensiones y excesos que han impedido el avance sistemático en la construcción de la democracia económica. Así, los apoyos de líderes fascistas (Mussolini y Franco, en particular) al cooperativismo y al corporativismo, que fueron utilizados para controlar al movimiento obrero y para combatir el socialismo, desacreditaron hasta la fecha estas formas de asociación. Quienes hoy en día suscriben la visión colectivista (Hodg son, 1984; Smith, 2005a; Archer, 1995) argumentan que hay una continuidad entre el movimiento del socialismo que hizo suyos los valores de libertad individual, igualdad y fraternidad de la Ilustración y el movimiento por la democracia económica que retoma dichos valores. En contraste, quienes se acogen a una visión más individualista de la democracia económica —Hayek (2005) y Friedman (1962), entre los más notables—, sostienen que hay una ruptura del movimiento por la democracia económica con el socialismo, especialmente el socialismo de Estado, porque este último sigue sin reconocer los derechos fundamentales del individuo a la autodeterminación en la esfera económica, lo que se expresa en el peso que dan a las empresas controladas por el Estado y no por los trabajadores. Un sistema de autoempleo universal es, según Ellerman, la consecuencia lógica del principio de libertad (1992: 3). Así como el derecho a la autodeterminación es inalienable en la esfera política, lo que significa que el voto no se puede vender y los derechos políticos no se pueden enajenar ni parcial ni totalmente, de la misma forma una persona no se puede vender o alquilar para realizar un trabajo. Se identifican de esta manera incongruencias fundamentales entre, por un lado, la economía convencional que justifica las implicaciones de un contrato laboral en el cual se oscurece la sujeción y la enajenación de los derechos de autodeterminación de los trabajadores y, por el otro lado, la estructura legal de las democracias occidentales, que prohíbe la venta del voto y la venta de personas, defiende la autodeterminación política, no reconoce contratos de sujeción política y atribuye responsabilidad sólo a las personas, no a las cosas. Se propone por ello un capitalismo de cooperativas y una revisión profunda de los derechos de propiedad, especialmente los derechos sobre bienes comunes como la tierra, el conocimiento, el dinero y el trabajo, pero también sobre los derechos de herencia. La lucha por una economía basada en cooperativas, además de aglutinar a su alrededor a las diferentes visiones del movimiento por la democracia económica, se ha convertido en uno de los pilares fundamentales del movimiento, entre otras razones, porque reconoce que la gran mayoría de los logros del individualismo han sido posibles gracias al apoyo de una comunidad (Ellerman, 1992: 4-5). Desde una visión colectivista, se creó en 1993 el Instituto para la Democracia Económica encabezado, desde entonces, por J. W. Smith. Este instituto ha trabajado sistemáticamente en una propuesta para avanzar hacia un capitalismo de cooperativas que promueva la igualdad en los derechos de propiedad, especialmente los derechos sobre bienes comunes que deben ser objeto de mayores condicionalidades y restricciones, tanto en tiempo como en amplitud. Dichas condicionalidades deben evitar la formación de monopolios, eliminar los ya existentes y restringir los derechos de herencia. Según Smith (2008), la estructuración de los derechos de propiedad ha sido el vehículo más importante para defender privilegios y justificar la apropiación y aun la monopolización de los bienes comunes, esto es, todos aquéllos que se derivan de la naturaleza y se sostienen en múltiples formas de vida, tales como los recursos que contiene la tierra, el aire, el agua (entre otros, petróleo, carbón, cobre, los espectros de comunicación, el material genético de las plantas y animales). Nadie produjo ninguno de estos bienes y todos son esenciales para la vida. La propiedad y el control sobre todos estos recursos crean condiciones de escasez artificial que limitan seriamente el acceso a las oportunidades económicas y el potencial de desarrollo económico y social. Mantener derechos de propiedad exclusivos sobre los bienes comunes ha sido una de las luchas recurrentes desde el feudalismo. La aristocracia y la iglesia privatizaron dichos bienes y debilitaron o desaparecieron las estructuras de apoyo y propiedad comunitaria (Polanyi, 2003). Los tres siglos del feudalismo en que se formalizaron los cercamientos de las tierras comunes constituyen uno de los más claros ejemplos de la apropiación privada de bienes comunes y la estructuración de leyes que legitiman las desigualdades en su distribución, tal y como se puede apreciar en la obra clásica de Karl Polanyi, La Gran Transformación (2003: 81-138). Estos procesos de apropiación de tierras se reeditan con la colonización, si bien con particularidades según la región y el país. Los derechos de propiedad exclusivos del feudalismo han sido sustituidos por leyes que defienden el derecho a controlar, más o menos sutilmente, todo el proceso de producción de riqueza a escala nacional e internacional: desde el derecho a controlar los términos y reglas del intercambio comercial; la distribución de los recursos financieros; las condiciones de los créditos y la inversión; hasta, más recientemente, los derechos de propiedad intelectual y el control que dicha propiedad implica ya no sólo sobre el conocimiento y la innovación tecnológica, sino también sobre la salud y los recursos genéticos (Stiglitz, 2002; 2010). Más aún, como argumenta Robert Reich (2015), mientras los derechos de propiedad intelectual —patentes, marcas y derechos de autor— se han ampliado, al mismo tiempo se han relajado las leyes antimonopolios, lo que se ha traducido en enormes ganancias para las empresas farmacéuticas, de entretenimiento, biotecnología y otras que pueden preservar por más tiempo sus derechos monopólicos, así sea a costa de precios más altos para los consumidores. La sujeción del campo a las ciudades, a lo largo del feudalismo, se vuelve a partir del siglo xvii una relación de dominación más compleja entre países desarrollados y en desarrollo. A través del intercambio desigual mercantilista estos países concentran y dilapidan una porción excesiva de la riqueza proveniente de la periferia. Por medio de la monopolización de la tecnología y el conocimiento (bienes comunes privatizados) se ejerce un control sobre el proceso de producción de riqueza a escala mundial (Smith, 2005b; 2008; Wallerstein, 1974; Chang, 2002; Wade, 2005; Reich, 2015). Por ello, la gran mayoría de las guerras económicas en el mundo se llevan a cabo para retener o ampliar derechos de propiedad. El movimiento por la democracia económica incluye en su agenda, además de la lucha en contra de los monopolios, la lucha por un comercio justo, la regionalización de la producción y la moneda (Smith, 2005b: 26-62). La monopolización más o menos sutil de la tierra, la tecnología y el dinero es posible en virtud de una estructura de los derechos de propiedad que entraña derechos superiores para unos cuantos y derechos inferiores para la mayoría. Por ende, el control de los espacios en los que dichos derechos se definen y legalizan ha sido una de las preocupaciones centrales, tanto de quienes detentan el poder, como de quienes —desde los movimientos ambientalistas, cooperativistas, campesinos y otros— quieren avanzar hacia una democracia económica que se propone la recuperación de los bienes comunes y su apropiación bajo otras condiciones. Entre los esfuerzos por la democracia económica, destaca el del Foro Social Mundial cuya primera reunión se celebra en Porto Alegre en 2001 con el fin de construir alternativas al neoliberalismo, reunir y coordinar la acción de numerosas ong de todo el mundo (entre otras muchas, el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, Vía Campesina, ibase, Public Citizen, crid-Francia, attac, Focus-Tailandia). Además, este foro cuenta con la participación de destacados Democracia económica 183 d intelectuales como Walden Bello, Noam Chomsky, Naomi Klein, Vandana Shiva, Immanuel Wallerstein y otros muchos. Uno de los campos de batalla del movimiento hacia la democracia económica es, en tal virtud, la redefinición de los derechos sobre los bienes comunes, concretamente: 1) sobre la tierra, como el primer bien común que se privatiza a través de los cercamientos, porque toda la riqueza se procesa de los recursos de la tierra; 2) sobre la tecnología como conocimiento de la naturaleza, que se produce y reproduce colectivamente y es parte de los bienes comunes privatizados; la estructura de patentes, en particular, disminuye las compensaciones para los inventores y alienta el control monopolista del conocimiento; 3) sobre los espectros de comunicación que son privatizados a través de concesiones, otro ejemplo de cómo se estructuran los derechos para privatizar un bien común por naturaleza: unos cuantos monopolios se apropian de las frecuencias, cuyo uso se vuelve extremadamente difícil para la mayoría; 4) sobre la seguridad y el cuidado de la salud, los cuales son también bienes comunes naturales que han sido privatizados, y por último, 5) sobre el dinero que, como medio de cambio, es también un bien común controlado por las grandes corporaciones financieras. La ausencia de derechos plenos es lo que crea pobreza y violencia. La formación de bienes comunes modernos —uno de los principales objetivos de la lucha por la democracia económica— enriquece el individualismo, pues los éxitos individuales sólo son posibles cuando hay apoyo de una comunidad. Líneas de investigación y debate contemporáneo No existen experiencias concretas en las que la democracia económica sea un régimen económico, y el mercado y las empresas sean controlados predominantemente por las mayorías. La democracia económica sigue siendo por tanto una meta hacia la que, sin embargo, se han dado ciertos avances. Por ello, varios autores (Hirschman, 1986; Cancelo, 1999 y Archer, 1995) defienden su viabilidad y sugieren varios caminos para convertirla en realidad. Archer (1995), en particular, examina dos: el primero es la democracia cooperativista, camino que se empezó a recorrer en el siglo xix y en el que, desde entonces, los trabajadores han tenido experiencias más o menos exitosas de control de las empresas. Aunque no sería posible dar cuenta de todas ellas, entre los casos más exitosos se puede destacar los del País Vasco y Argentina. La Corporación Mondragón, cuyos orígenes se remontan a 1941, es un grupo de cooperativas originario del País Vasco, que se ha expandido por el resto de España y por los cinco continentes. Además de ser el grupo cooperativo más grande del mundo —cuya sede central se ubica en la ciudad de Mondragón, en la industrial comarca del Alto Deba—, es el más grande en el País Vasco y el séptimo en España. Según su informe anual, en 2013 contaba con 257 empresas, 74 mil trabajadores y 15 centros tecnológicos; ese año d 184 Democracia económica obtuvo ingresos por más 12 mil 500 millones de euros y sus inversiones totales superaban los 34 mil millones distribuidas en actividades industriales, comerciales y financieras. Entre los proyectos empresariales más recientes de la corporación se encuentran: Mondragón Health, que se propone generar y consolidar oportunidades de negocio en salud; Mondragón Eko, que se propone impulsar negocios en el sector de la economía verde; y Mondragón Green Community, foro de encuentro para todos los agentes de la corporación interesados en compartir inquietudes e iniciativas en el sector de la economía.3 Las cooperativas de Mondragón están fuertemente cohesionadas alrededor de una concepción humanista de la empresa, una filosofía participativa y solidaria, y una cultura empresarial común, que se ha plasmado en estatutos y normas de funcionamiento aprobadas mayoritariamente en los Congresos Cooperativos, que regulan la actividad de los Órganos de Gobierno de la Corporación. Dicha cultura gira en torno a diez principios cooperativos básicos de raíces muy profundas, tales como la libre adhesión, la organización democrática, la soberanía del trabajo, el carácter instrumental y subordinado del capital, la participación en la gestión y la solidaridad retributiva.4 El cooperativismo en Argentina es ampliamente considerado como otro caso exitoso porque ha jugado un papel muy importante en el comportamiento de la economía, dadas sus muy diversas y creativas prácticas solidarias. Hay provincias en Argentina en donde se puede observar una mayor organización del sector cooperativo, pero prácticamente en todas hay una presencia de grupos que se organizan bajo este sistema. Aunque las cifras varían de una fuente a otra, Verónica Lilian Montes y Alicia Beatriz Ressel calculan que en 2003 existían poco más de 16 mil cooperativas en Argentina, entre las que sobresalen las de trabajo (con más de 6,500 cooperativas), vivienda y construcción (con casi 3 mil), agropecuarias (con casi 2 mil 200), servicios públicos (casi mil 900) y las de provisión (con más de mil 500) (2003: 12). Sin embargo, otras fuentes calculan que actualmente existen más de 20 mil cooperativas (“Cooperativa”, s.f.). A partir de la segunda mitad de la década de los años noventa, pero en particular a raíz de la crisis de 2001-2002, los trabajadores recuperaron múltiples empresas que se encontraban en quiebra y habían sido abandonadas por los accionistas. La mayoría de estas empresas se han rehabilitado como cooperativas autogestionadas, que han contribuido a elevar el empleo y el crecimiento económico. Pero hay otros muchos casos de éxito —aunque también de fracaso— de cooperativas alrededor del mundo que, desde 1895, formaron la ong Alianza Cooperativa Internacional. Ésta reúne en la actualidad a 283 organizaciones cooperativas nacionales e internacionales, tiene presencia en casi 94 países de África, las Américas, Europa, Asia y el Pacífico y representa a 2 billones de personas (ica, 2005-2015). Además, 3 Véase Corporación Mondragón, 2013. 4 Véase Corporación Mondragón, s.f. y Cancelo, 1999. cuenta con oficinas y recursos institucionales que le permiten realizar un conjunto de actividades para investigar sobre el modelo de la empresa cooperativa, difundir información para mostrar a los medios de comunicación y a la opinión pública la trascendencia del modelo y los numerosos asuntos económicos y sociales que éste puede atender. Tan sólo en la región europea esta organización cuenta con 171 organizaciones de cooperativas en 37 países, de los 42 que conforman esta comunidad económica, 250 mil empresas cooperativas afiliadas y 160 millones de miembros (ica, 2005-2015). También es de notar que la onu recomienda las cooperativas como un instrumento muy efectivo de política social.5 El segundo camino hacia la democracia económica que Archer examina es el corporativismo liberal (o societal) de algunos países europeos, el cual ha logrado que, por ley, los sindicatos de trabajadores participen en los consejos de administración de las corporaciones y, por esta vía, en el control de las decisiones más importantes de la empresa (1995: 91-102); además, ha logrado también que las organizaciones cúpula de los trabajadores participen en los espacios públicos en los que se discuten políticas económicas y sociales de tipo distributivo y en los que se acuerdan pactos sociales a nivel macro. Por supuesto, estos caminos se entrecruzan y traslapan en algunos países y regiones en donde el movimiento cooperativista confluye e interactúa con el movimiento sindical, con otras formas de acción colectiva o con el movimiento socialista. Todos estos caminos coinciden en promover el espíritu comunitario y contrarrestar el individualismo egoísta del liberalismo económico que tiende a desintegrar a la sociedad. Así, vemos cómo el movimiento cooperativista en Yugoslavia se empalmó con el movimiento socialista y alcanzó un grado de madurez y eficiencia ampliamente reconocido (Mítev, 2009) pero, según Smith (2005b: 119-40), fue desmembrado deliberadamente cuando se desarticuló el país a finales de los años noventa. Otro caso de interés es el de Venezuela, en donde el movimiento cooperativista se inicia a finales del siglo xix, se institucionaliza notablemente a lo largo del siglo xx, a través de leyes y disposiciones que fomentan las cooperativas a nivel nacional y regional, y se profundiza en el xxi con la nueva Ley Especial de Asociaciones Cooperativas de 2001, así como con la intensa y multifacética interacción con Movimiento Al Socialismo (mas). Por su parte, si bien el corporativismo liberal puede, como argumenta Archer (1995: 91-102), alentar también la democracia económica, las aspiraciones de participación política en calidad de ciudadanos han intensificado la oposición a la participación a través de corporaciones, lo que ha aumentado el interés en el cooperativismo como el camino preferible para reafirmar la democracia de mercado. Hirschman (1986) deja un testimonio muy rico de las diferentes formas que adoptan los proyectos de cooperativas en América Latina. Sus descubrimientos revelan varias tendencias de gran interés para el avance en colectividad: 5Véase oit, 1966. los enormes incentivos que ofrecen las cooperativas para la alfabetización, la elevación considerable tanto en los niveles educativos de los miembros como en la capacidad de defender sus intereses; mejoras en la situación económica y mayor participación en asuntos públicos; la autoafirmación social y el sentimiento de liberación y emancipación que las prácticas cooperativas entrañan para las comunidades, especialmente para aquellas que han sufrido periodos prolongados de opresión y las muy diversas y multifacéticas combinaciones en las secuelas, secuencias y empalmes entre las expresiones de cooperación, que conducen y son, a la vez, resultado de formas cada vez más complejas de reflexión y acción colectiva. Sin embargo, Hirschman reconoce también los riesgos y limitaciones en el movimiento cooperativista de la región, que se vuelven patentes cuando las cooperativas pierden o no logran alcanzar viabilidad económica y financiera, lo que puede llevar al escepticismo, a la frustración y el desánimo social (1986: 82-92). En conclusión, la lucha por la democracia económica supone múltiples y diversas formas de cooperación que, si bien no necesariamente se traducen en organizaciones empresariales formales, cuando esto ocurre el potencial de su acción trasciende al ámbito meramente económico. La enorme diversidad en los objetivos, el tamaño y los resultados de estos esfuerzos cooperativos reclama un estudio más sistemático que nos permita identificar y tipificar las trayectorias seguidas para comprender mejor tanto las condiciones que propician la cooperación y elevan la calidad de la participación democrática, como aquéllas que la frustran y llevan al desencanto y a la desmovilización social. 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