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INTERVENCIÓN DEL PRESIDENTE DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS Presentación del libro de Francisco Blanco Ángel La economía socialdemócrata. Crisis y globalización Oviedo, 21 de noviembre de 2014 Antes de entrar en materia, felicito a Francisco Blanco y a los responsables de la organización de este acto por la elección del Aula Magna de la Universidad de Oviedo para presentar el libro ‘La economía socialdemócrata. Crisis y globalización’. El ámbito académico, en su acepción más literalmente platónica, es el escenario adecuado para descubrir el trabajo del profesor Blanco. No estamos ante un panfleto, en su etimología más ortodoxa; estamos ante un trabajo universitario, intelectual, que rastrea los orígenes teóricos y la praxis histórica de una ideología política, la socialdemócrata, que ha sido la que más ha logrado acercarse a la máxima del ilustrado británico Francis Hutcheson, popularizada por Jeremy Bentham: “La mayor felicidad para el mayor número de personas”1. No es necesario que descubra mis cartas. Están encima de la mesa. Quien les habla es un socialdemócrata, un ciudadano que encontró respuestas a sus preocupaciones políticas en una ideología que supo, y creo que sabe, afrontar el desafío de armonizar los derechos sociales y los democráticos de los ciudadanos. Las propuestas económicas también son tributarias de la ideología. El pensamiento de la derecha, así como el de cierta izquierda fundamentalista, tiene cierta alergia a conciliar el mercado y los derechos sociales. En la socialdemocracia, el progreso económico y el bienestar de la mayoría de los ciudadanos no son antitéticos. Les resumo tres consideraciones. Primera: la socialdemocracia considera que una sociedad sólo es más justa, más “feliz” en la terminología de los utilitaristas del XVIII y de los socialistas utópicos, si es capaz de garantizar un nivel de bienestar esencial a los más débiles. Esa es la primera prueba para diagnosticar la salud democrática y social de una comunidad. Si no la supera, estamos ante un cuerpo social enfermo. Segunda: el socialismo democrático nunca contrapone lo económico a lo social. Todo lo contrario, considera que sin prosperidad y derechos para todas las personas, la democracia se pervierte. Ahí están la Gran Depresión de 1929 y la Gran Recesión de nuestros días como ejemplos trágicos: cuando la desigualdad se agudiza, la economía de mercado choca con la democracia. Como afirma el profesor Antón Costas Comesaña, la democracia “tiene una lógica política profundamente igualitaria: una persona, un voto, y la desigualdad económica quiebra esa lógica”2. 1 BENTHAM, Jeremy: Un fragmento sobre el Gobierno, Tecnos, Madrid, 2003. COSTAS COMESAÑA, Antón: Capitalismo, desigualdad y democracia, El País, Madrid, 20 de julio de 2014. 2 1 Tercera: la socialdemocracia cree en el Estado. El socialismo democrático no tiene, parafraseando a Georges Steiner, “nostalgia de lo absoluto”3. En este caso, de ninguna divinidad estatalista, que tanto veneran a diestra como a siniestra. Los socialdemócratas creemos en el Estado, pero no con la fe del carbonero, sino con la de la razón práctica. Frente al Estado juez y gendarme, nuestra apuesta es un Estado regulador. La socialdemocracia nos enseña que la superioridad moral no se sustenta en un texto sagrado escrito con dogmas de hierro, sino en políticas reales que han contribuido en el siglo XX a construir en el llamado mundo occidental el periodo con mayor grado de justicia, equidad y libertad conocido de la historia. Y aquí reside uno de los desafíos de la socialdemocracia para el presente siglo, que el profesor Francisco Blanco aborda en su trabajo: ¿Cómo responder a la tensión entre globalización y democracia? Es una pregunta clave, porque la mundialización ha sido aprovechada por el capitalismo financiero para debilitar las conquistas del gran pacto alcanzado tras la Segunda Guerra Mundial por las fuerzas del capital y las del trabajo en Europa occidental. ¿Y cuál ha sido la respuesta de la socialdemocracia? En buena medida, deponer su arsenal de éxitos sociales y económicos o entregarse a terceras vías que sólo conducen a moribundas estaciones ‘termini’. Y ahí pierde la batalla, porque el ciudadano desconfía de quienes falsifican sus propias recetas. Si debe elegir, mejor el original. O, si acaso, buscar refugio en los creadores de imaginarios absolutos, que ofrecen soluciones simplistas para recoger “las uvas de la ira” de los más castigados por la desigualdad. La desigualdad es hoy el fantasma que recorre nuestro mundo, la principal amenaza para nuestro sistema de convivencia. Hoy, las democracias avanzadas están siendo impugnadas por los tecnócratas, que hablan en nombres de las élites, y por los populistas, que lo hacen en nombre de las entrañas de la multitud. Pero no desfallezcamos. Hay soluciones. No son mágicas ni tampoco inminentes. Pero, como señala el profesor Blanco, la teoría económica ha avalado y avala a la socialdemocracia como la alternativa política más capaz de crear y repartir riqueza. No sólo en el pasado, por próximo que lo tengamos. Basta mirar a los países escandinavos y algunos centroeuropeos, en los que el Estado regulador ha sabido embridar con éxito los fallos y desequilibrios del mercado y armonizar equidad y libertad. Lo han conseguido pese al cerco de la globalización. Y no es fácil: vivimos en un mundo en el que el capitalismo financiero ha creado unas interdependencias que dificultan una respuesta en singular. Cuando los socialdemócratas invocamos el papel del Estado, no lo hacemos para izar la bandera de la soberanía, al modo de los nacionalismos excluyentes, sino para recuperar la autoridad transferida a los mercados y a los tecnócratas y, de este modo, reforzar las instituciones internacionales capaces de velar por la pervivencia del Estado Social de Derecho. No nos llamemos a engaño. Cuando la desigualdad de renta y riqueza se radicaliza, la economía de mercado pone contra las cuerdas a la democracia. Ahí están las lecciones del último siglo. Sólo entre el final de la Segunda Guerra Mundial y mediados de los años setenta, funcionó eso que hemos llamado economía social de mercado y otros llaman capitalismo compasivo o solidario (pese a que a algunos esa expresión les suene 3 STEINER, George: Nostalgia del absoluto, Siruela, Madrid, 2001. 2 a oxímoron). Fueron más de tres décadas que favorecieron el progreso económico, el reparto equitativo de la riqueza y la extensión de los derechos civiles. La fortaleza del socialismo democrático consiste en promover la idea de que la calidad de una sociedad debe medirse de acuerdo con el nivel de bienestar de los más débiles. Algunos hoy reclaman “acabar con la izquierda passéiste”4, es decir, chapada a la antigua. Muchos realizamos ese viaje hace años, pero el combate contra la desigualdad, desgraciadamente, no se ha quedado obsoleto. Es necesario y urgente. Ya no es el momento de agitar la bandera de la igualdad de llegada: el esfuerzo de cada persona es distinto y debe tener su reconocimiento. El objetivo es la igualdad de salida para todos, sin exclusiones. Y a aquellos ciudadanos que por diferentes circunstancias no llegan a meta alguna se les debe otorgar toda la protección de los servicios públicos, evitar que queden al libre albedrío de un mercado sin compasión. Sin embargo, la socialdemocracia ha perdido fuelle electoral cuando más necesaria resulta. Son varias las causas. Citaré tres: Primera. Ya no es vista por los trabajadores y las clases medias como la alternativa natural a la derecha. Y mucho menos por los excluidos que integran la nueva clase del precariado. Cada vez son menos las ‘piedras de papel’5 depositadas en las urnas para explicar el éxito de los partidos socialistas en la Europa del siglo pasado Segunda. La aceptación del discurso único del neoliberalismo y la renuncia a las señas de identidad regeneracionistas se convirtieron en una especie de eutanasia voluntaria del socialismo democrático. Y tercera. Los socialistas están obligados a competir por el espacio progresista con otras corrientes políticas más atractivas en tiempos de crisis y malestar, tanto por su radicalidad como por su calculado simplismo. Pero no es el momento de tirar la toalla. Como ha constatado Thomas Piketty6, el capitalismo tiene una tendencia innata a la desigualdad, pero los Estados nación tuvieron en su momento capacidad suficiente para domarlo. Todo cambió en los últimos años y el capitalismo financiero es el responsable de que la tasa de beneficio del capital sea sistemáticamente mayor que la tasa de crecimiento de la economía, que es la que beneficia directamente a la mayoría de los ciudadanos. El economista francés va más allá y sostiene que las concentraciones extremas de la riqueza amenazan no sólo la justicia y la cohesión social de la democracia, sino también a la propia economía de mercado. Pero el socialismo democrático tiene soluciones. Eso sí, reclaman a gritos su acomodación al nuevo escenario. Si el capitalismo financiero actúa globalmente, las respuestas deben ser necesariamente globales. Lo que no significa que otros ámbitos políticos, como los ayuntamientos o los gobiernos regionales y estatales, queden exentos. 4 MILL, John Stuart: Principios de Economía Política, Síntesis, Madrid, 2008. PRZEWORSKI, Adam A.; SPRAGUE: Paper Stones. A History of Electoral Socialism. Chicago University of Chicago, 1986. 6 PIKETTY, Thomas: Le capital au XXI siècle, Seuil, Paris, 2013. 5 3 Y Europa, por tradición democrática y potencial político y económico, es el espacio para impulsar un nuevo contrato social. En Estados Unidos se llamó New Deal y dio respuesta a la Gran Depresión de 1929. En Europa se bautizó como Estado de Bienestar, como salida a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Ese nuevo contrato social es hoy una urgencia, y la socialdemocracia debería estar llamada a liderarlo. Para ello en la Unión Europea es necesario que la Comisión y el parlamento tengan verdaderos poderes ejecutivos y legislativos para frenar las prácticas financieras perversas; que se avance hacia una fiscalidad armonizada y equitativa; que se consolide un único mercado laboral igual en derechos y obligaciones; que el Banco Central Europeo sintonice su obsesiva preocupación por la moneda única con la creación del empleo y una economía competitiva; que la industria y la innovación productiva sean una prioridad, y que se definan para todos los países de la Unión las prioridades del gasto para sustentar los servicios públicos esenciales. No es el momento de tirar la toalla. Tenemos mimbres necesarios para construir una alternativa que defienda la democracia social. El profesor Francisco Blanco, con “La economía socialdemócrata. Crisis y globalización” contribuye a ella con conocimiento y, en mi opinión, también con acierto. 4