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Tras los pasos del comercio internacional de órganos: una etnografía multisituada Nuria del Viso Blog Antropología para la vida El artículo "El comercio infame: capitalismo milenarista, valores humanos justicia global en el tráfico de órganos", de Nancy Schepher-Hughes, publicado en la Revista de Antropología Social (nº 14, 2005, pp. 195-236) ilustra acertadamente las complejidades del mundo actual. Nancy Scheper-Hughes es profesora de antropología y directora del programa de antropología médica en la Universidad de Berckeley. Sus investigaciones abordan un abanico de temáticas —cuerpo, hambre, medicina, enfermedad, locura, muerte, violencia—. Todas ellas tienen como núcleo común el análisis de los efectos de la violencia cotidiana sobre los cuerpos de los más vulnerables en el espacio global. Nancy Scheper-Hughes 1 A raíz de la crisis de la antropología clásica a finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado, aparece una forma de hacer etnografía comprometida. Los textos de esta autora se enmarcan en esta corriente. La antropología que desarrolla se entrecruza con una dimensión política y activista, de denuncia, que la convierte en una de las principales exponentes de la antropología con vocación militante, o militant anthropology, y de lo que ella denomina una “antropología con los pies en el suelo”. También es abanderada de la antropología médica crítica. El artículo “El comercio infame: capitalismo milenarista, valores humanos y justicia global en el tráfico de órganos” es una buena muestra de este tipo de antropología. En él explora los vericuetos e implicaciones del actual comercio transnacional de órganos, una cuestión que la autora ha visibilizado gracias a su trabajo en diferentes lugares del mundo y a las actividades de investigación de la organización Organs Watch, que puso en marcha en 1999 junto a otros profesores, y cuyas actividades lograron, a nivel práctico, la detención de varias personas. Metodológicamente, la antropología militante de Scheper-Hughes atraviesa las fronteras clásicas del género —lo que Clifford Geertz calificó como blurred genres— para hibridarse con otros saberes: periodismo político, documentación, etnografía, trabajo de derechos humanos, reportaje científico, filosofía moral… Desde este nuevo enfoque, queda trastocado el precepto clásico sobre el papel del etnógrafo como observador-participante, que se mantiene a cierta distancia de la realidad social que presencia, y se transforma en un antropólogo más implicado con su objeto: la autora se posiciona y toma partido abiertamente. Scheper-Huges señala en este artículo que, incluso, en ocasiones se hizo pasar por una buscadora de órganos para un familiar. Por el carácter comprometido y oculto de los temas que trata, igualmente, a menudo se replantea el papel clásico del etnógrafo crédulo y casi naïve en un prístino lugar de trabajo de campo para adoptar nuevas actitudes a la hora de investigar el comportamiento criminal: nada debe darse por supuesto; en ese entorno conviene adoptar lo que llama una “hermenéutica de la sospecha”. En este contexto, también la convención ética clásica en antropología de enunciar con apertura el trabajo del etnógrafo se ve sustituida por un obligado encubrimiento, que aplica también cuando se investigan situaciones sociales de “sufrimiento oculto de una población invisible”, como orfanatos o psiquiátricos. Se podría decir que realiza una “antropología de alcantarilla”, las alcantarillas del sistema capitalista global. “El comercio infame…” explora cómo una demanda creciente de órganos alimenta el desarrollo del llamado “turismo del trasplante”, tan ilegal como lucrativo, que motiva el desplazamiento por el espacio global de receptores, cirujanos, intermediarios y donantes. El texto es un excelente ejemplo de lo que George Marcus denominó etnografía multisituada, es decir, no arraigada en un solo lugar y que adopta una perspectiva global sobre un problema. A través de este tema aparentemente tangencial y de carácter “privado”—aunque, como veremos, con numerosas implicaciones en el plano colectivo y público—, la autora logra diseccionar algunos de los lados más oscuros del comercio de órganos y nos devuelve una imagen del carácter descarnado del capitalismo contemporáneo; este se expresa en forma de violencias cotidianas que pasan desapercibidas porque afectan a los más vulnerables y a menudo sin voz. 2 La investigación, realizada en varios países (EEUU, Israel, Filipinas, Rumanía, Moldavia y Turquía, entre otros) saca a la luz un problema socio-político, médico y ético de gran calado, que por su naturaleza ilegal era prácticamente desconocido. A través del hilo conductor del trasplante comercial de órganos —algo que en sí mismo aparecía hasta hace poco como un oxímoron—, el texto pone de manifiesto varios temas cruciales. Uno de ellos es la magnitud de las desigualdades económico-políticas en el mundo contemporáneo dependiendo del lugar de procedencia y del nivel socioeconómico. Los órganos fluyen de países pobres a países ricos, abandonando cuerpos pobres — generalmente en el Sur— para insertarse en cuerpos de otros con más recursos — en el Norte o en países afluyentes, como los del Golfo—, mientras que el dinero fluye en dirección opuesta en una versión actualizada de lo que la autora denomina “un „estrambótico‟ anillo kula de comercio internacional del cuerpo”. De este modo, el turismo del trasplante y el comercio de órganos en general generan una nueva brecha de desigualdad entre ricos y pobres. La autora señala que “la circulación de riñones sigue las rutas establecidas del capital del sur al norte, desde los misérrimos a los acaudalados cuerpos, desde los negros y mulatos a los blancos y desde las mujeres a los hombres, o desde los hombres de bajo estatus a los privilegiados”. Como ya deja entrever esta cita, este comercio fomenta la discriminación económica, étnica y de género. Esta última acaba de ilustrarse con las siguientes palabras de la autora: “las mujeres de cualquier parte del mundo rara vez son receptoras de estos órganos comprados o robados”, aunque en numerosas ocasiones sí son donantes. Ello no hace más que apoyar la idea de que quienes tienen más poder captan los órganos del comercio ilegal, y quienes los pierden son los más vulnerables y desempoderados. Las mujeres suelen pertenecer a este segundo grupo en todas partes del mundo. Otro aspecto que anuncia esta frase de la autora, y su texto ilustra por extenso, es la mercantilización del cuerpo. En este artículo analiza cómo el trasplante de órganos, que en principio se concibió como un espacio de la salud regido únicamente por el humanitarismo, está asumiendo en determinadas zonas (degradadas) del espacio global las características propias del mercado, donde unos compran y otros venden (y otros hacen de intermediarios), aunque en este caso se trate de órganos y tejidos humanos de “donantes” vivos. En definitiva, esto es una expresión de la mercantilización de las personas “por partes o enteras”, como menciona la autora en otro lugar, en una nueva forma del “fetichismo de las mercancías” marxiano. Se impone el utilitarismo y la justificación de los fines a toda costa. Pero aun pudorosos de lo que implica la venta de órganos, en muchas ocasiones se disfraza el pago como “donación”. Todo ello es posible gracias a una situación en la que la demanda de órganos supera a la oferta de donantes voluntarios (y gratuitos), en un contexto de crecientes desigualdades y de apremiantes necesidades a medida que se afianza el neoliberalismo actual. Lo que retrata este artículo es buen ejemplo de ese “molino satánico” de seres humanos con el que el antropólogo económico Karl Polanyi calificó al capitalismo. 3 Si la literatura antropológica ha tratado el cuerpo desde sus dimensiones simbólicas, en este nuevo negocio de la economía global el cuerpo se convierte en mero objeto, una mercancía más disponible para comerciar, vender o incluso robar. Así, el artículo desvela que órganos de fallecidos en hospitales públicos se están desviando a clínicas privadas, en un ejemplo más de maximización del beneficio. O también, para culminar la perversidad, cómo parte de los órganos que se venden proceden de opositores políticos en regímenes autoritarios o de los percibidos como “escoria social” en lo que, con toda lógica, la autora califica de fascismo. Esto nos conduce al que considero el nudo de la cuestión: las implicaciones éticas de este comercio. Primero, el trasplante comercial de órganos corrompe el sentido eminentemente humanista, solidario, fraternal y ajeno al mercado de las donaciones de órganos tal y como fueron concebidas. Podríamos decir que es el don —en el sentido que le dio Mauss— “fetichizado”. Segundo, pone de manifiesto cómo mientras en los países ricos se alienta esta vía como “solución” a unos percibidos problemas de escasez de órganos, nadie se preocupa por saber qué les ocurre a las personas después de que hayan vendido partes de su cuerpo, en una muestra más de irresponsabilidad colectiva. La autora nos da una pista cuando menciona los posteriores problemas de salud e incapacidad para trabajar (en países en los que esa es la fuente habitual de ingresos y donde no existen las pensiones por discapacidad), lo que significa hundirse más en la pobreza. Pero hay, además, otras consecuencias sociales no menos devastadoras, como es el estigma social que conlleva el vender un órgano en las sociedades del este europeo, que puede acarrear desde el desprecio y mofa de los conocidos a la imposibilidad de encontrar pareja. Un viraje inesperado y llamativo de su investigación es la mención a la existencia de donantes que vendieron un riñón y que luego se convirtieron en traficantes de órganos, en una paradoja no tan infrecuente en la que alguien ocupa sucesivamente los papeles de víctima y victimario, de explotado y explotador. En tercer lugar, el artículo da a conocer que la explicación más común de los vendedores de órganos en todo el mundo sea que lo necesitan para alimentar a su familia. Y mientras esta realidad es totalmente ignorada, toda la atención se dirige a los aspirantes a recibir un órgano y a su padecimiento. Constituye una verdadera señal de alarma si secciones cada vez más amplias de personas de los países pobres están dispuestas a desprenderse de partes de su cuerpo para salir adelante. Y, como en el negativo de esta fotografía, también lo es si secciones cada vez más 4 amplias de personas de los países ricos están dispuestas a adquirir órganos y tejidos vivos sin importarles las consecuencias para el otro. Porque en este anillo kula contemporáneo no todos ganan, como argumentan los defensores de este comercio, sino que se crean, de hecho, personas de primera y de segunda clase. Y unas vidas se convierten en más valiosas que otras... Esto plantea cuestiones éticas de amplio alcance sobre el tipo de sociedad global a la que aspiramos y los valores que deben regirla. Tristemente, el tema de este artículo apunta a un tipo de mundo bastante en la línea con la novela distópica “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, donde los seres humanos están perfectamente encuadrados en una estricta jerarquía social. En esa sociedad, la razón de ser de unos es servir a otros; unos son más prescindibles que otros, como ocurre en el actual comercio del trasplante. Scheper-Hughes apunta la relación entre el comercio ilegal de órganos con la cultura del consumismo y de satisfacción instantánea de los deseos. La autora pone de manifiesto cómo la escasez de órganos es fruto de la ampliación de la población susceptible de ingresar en las listas de espera para el trasplante, pero también de alimentar la percepción de que es inaceptable la espera y el tratamiento de diálisis. Ello pone de manifiesto la reducida capacidad de tolerancia, resiliencia y aceptación de la sociedad consumista. Y, a su vez, al rechazo existente al deterioro y al envejecimiento, desnaturalizando así algo tan natural como los ciclos de vida y muerte. Así, se alimenta la ilusión de la salud perpetua y de que, en todo caso, la muerte, como los órganos, la ponen otros, los “otros”, ahondándose la percibida brecha entre “ellos” y “nosotros”. El comercio ilegal de órganos también plantea consideraciones jurídicas. No es casual que a medida que se asienta el neoliberalismo, en círculos médicos y en reputadas revistas de la disciplina se empiecen a cuestionar las “estrictas” leyes que regulan el trasplante de órganos y las normas profesionales al respecto, tachándolas de “arcaicas” y pidiendo manga ancha en este nuevo negocio. Nuevas disciplinas, como bioética y la biotecnología, hacen el juego a los que defienden mayor libertad para comerciar con partes humanas. Resulta llamativo que los argumentos que utilizan se formulen en un lenguaje de derechos: el supuesto derecho a comprar un órgano, la “libertad” de adquirirlo y que ello se enuncie como algo “democrático” (además de la solución más “natural”), lo que corrompe el sentido original de estos conceptos. Cuando aluden a los derechos, se trata, por supuesto, de derechos individuales, y solo para algunos sujetos: los que tienen una economía saneada, lo que nos aleja de los ideales de la democracia liberal, de los derechos humanos y de los avances sociales y políticos logrados en la segunda mitad del siglo XX. También se emplean argumentos más emocionales: el sufrimiento del paciente que espera un órgano, y el de una vida “salvada” a través del trasplante con el órgano comprado, tenga las consecuencias que tenga para otros, como hemos visto. La autora también llama la atención sobre el hecho de cómo este comercio utiliza las creencias religiosas cristianas —la fraternidad, la resurrección en otra vida de su ser querido— para animar a colaborar a posibles donantes y a sus familiares, pero quedan arrinconadas cuando se trata de “modernizar” las “anticuadas” prácticas legales y médicas. Un aspecto inesperado del negocio del trasplante es la aparición de una especie de “parentesco de órganos” entre personas que en raras ocasiones llegan a conocerse, que les hará compartir iguales células en mundos contrapuestos y, con seguridad, con muy diferentes destinos. 5 Me ha resultado de gran interés tanto el contenido del artículo como descubrir que esta clase de temáticas se están abordando en la antropología desde la antropología militante. En mi opinión, la autora logra que el lector sienta estupor a medida que avanza la lectura, logrando así generar debate público y, a la postre, ayuda a situar el tema en la agenda internacional, a lo que tan meritoriamente contribuye el presente artículo. 6