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EN EL OCTAVO ANIVERSARIO DEL 11-M *José Manuel Rodríguez Uribes-Profesor Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid. Director General de Apoyo a Víctimas del Terrorismo en el Gobierno de España (2005-2011) Decía Ortega que “recordar consiste en volver a hacer pasar por el corazón lo que ya una vez pasó por él”. Hace 8 años España entera se conmovió ante los atentados terroristas con mayor número de muertos y de heridos de nuestra historia, también como europeos. Madrid se convirtió aquel fatídico 11 de marzo de 2004 en la capital europea del dolor. Unos atentados contra el mundo en el sentido que le da Pessoa a la expresión: contra hombres y mujeres que iban a trabajar o a estudiar, gentes sencillas con toda una vida por delante. Muchos de los asesinados eran extranjeros y algunos profesaban la misma religión que, malinterpretada y torcida, sus asesinos utilizaron como coartada, como fundamento último de su irracionalidad violenta. Aquel 11 de marzo, como resultado del carácter indiscriminado del atentado, perdieron la vida y quedaron heridas personas de distinta condición social, nacionalidad (entre los fallecidos, 49 no eran españoles), creencias religiosas (no pocos eran musulmanes) e ideología política, hombres y mujeres (algunas embarazadas) jóvenes y mayores…Un auténtico atentado contra la humanidad. El terrorismo se mostró así con toda su crudeza, atacando el derecho fundamental a la vida de miles de personas. No consiguieron su otra pretensión, la principal, sembrar el terror, ni tampoco ningún efecto colateral fruto del mismo como la xenofobia o el racismo contra el mundo árabe o el Islam. Al contrario, la mayoría de los españoles dieron, una vez más, una lección de ciudadanía, de sentido común, de altura de miras y de racionalidad, durante los días y semanas posteriores al atentado, pero también en estos 8 años. El Gobierno decidió, meses después, conceder la nacionalidad española a los familiares más directos de los fallecidos y a los heridos no españoles; 181 respecto a estos últimos y 104 en relación con los primeros. Asimismo, se concedieron 926 permisos de residencia, 457 de los cuales fueron para afectados directos y los 469 restantes para familiares de los fallecidos extranjeros. Retumba todavía hoy en nuestras conciencias, ocho años después, el eco de la voz de los muertos que no olvidaremos, materializado en el discurso de Pilar Manjón, madre doliente, que verbalizó lo que los españoles de bien sentimos en aquellas oscuras horas de marzo de 2004. Aquel día la vida se paró para ellos. 192 personas fueron asesinadas (días después moriría el GEO Francisco Javier Torronteras en la explosión de Leganés) y más de 2000 sufrieron heridas de diferente consideración. Todavía sigue hospitalizada una joven con un pronóstico absolutamente desesperanzador, en estado vegetativo irreversible. El tratamiento psicológico de muchos familiares y heridos y las revisiones médicas por agravamiento de secuelas siguen produciéndose, 8 años después, en un calvario de dolor y de fatiga que difícilmente podemos compensar. Algún día, esperemos, superarán el golpe mortal que les dio la vida y para ello es fundamental, sin duda, el recuerdo, la memoria de los muertos. Sus familias y amigos, pero también el conjunto de los ciudadanos, no debemos olvidar nunca lo que pasó. Mientras los recordamos, los muertos se agarran a la vida; mientras los recordemos no habrán muerto. Y como diría Machado: “Hoy es siempre todavía”. También la memoria es importante para que la luz no se apague y para que todos, ciudadanos y poderes públicos, sigamos alerta, vigilantes. El 11 de marzo nos enseñó que no sólo somos objetivo de un terrorismo local, anacrónico y demente como el de la banda ETA que por fin anunció su final el pasado 20 de octubre de 2011, sino que también lo somos de un terrorismo global, yihadista, que pretende imponer la sharía o ley islámica en su peor versión, con la voluntad de hacernos retroceder cientos de años de progreso y de civilización. Y siendo importante, fundamental, el combate contra el terrorismo, desde que se gesta, cultiva y financia, hasta que se pretende hacer realidad, horrible y sangrienta, la pedagogía de los valores, democráticos y civilizadores, y la memoria, también lo son. Por razones de justicia pero también como forma de deslegitimar socialmente al terrorismo, desactivando su placenta o su caldo de cultivo, tratando de hacer prevalecer los valores del humanismo, el diálogo y la democracia frente a la sinrazón de la barbarie; mostrando, en definitiva, el rostro humano del daño, de las familias rotas, que valen más que ninguna idea aunque el terrorismo pretenda cosificarlas, despersonalizarlas. España y Europa reaccionaron conmovidas con una solidaridad y un compromiso hacia las víctimas y sus familias que quiso servir de bálsamo para un dolor inconmensurable. En abril de 2004 se promulgó la Directiva Europea sobre indemnización a víctimas de delitos violentos, con especial atención a las situaciones transfronterizas, y se declaró el 11 de marzo como el Día Europeo en Recuerdo de todas las víctimas del terrorismo. El Estado de Derecho en España también se pronunció. Los terroristas, aquellos que no se suicidaron en Leganés, fueron detenidos y puestos a disposición de la Justicia. Contamos con una sentencia condenatoria de la Audiencia Nacional, ratificada por el Tribunal Supremo y firme desde julio de 2008, ejecutada en cada uno de sus términos, incluida la reparación a las víctimas, en poco más de 1 año. Los culpables, los que no murieron en Leganés, están en la cárcel y lo estarán por muchos años tras un proceso penal con todas las garantías. Ahora toca, un año más, el momento de la memoria y de una solidaridad continuada y activa que asegure a las familias que el paso del tiempo no conduce al olvido. Todavía queda trabajo, desde las administraciones públicas y desde las asociaciones y fundaciones de víctimas, evitando polémicas estériles o, lo que es peor, interesadas. Lo importante es la memoria de los muertos, la recuperación definitiva de los heridos y el apoyo a las familias. Por razones de justicia, claro, pero también para que la historia no se repita. Además, la terrible experiencia del 11-M nos sirvió para diseñar un sistema de atención a las víctimas cada vez más integral y potente, explicitado en buena medida en el Plan de Derechos Humanos aprobado por el gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero en 2008 y cuyo corolario es la nueva Ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo. No debemos olvidar que los derechos fundamentales se proyectan en una doble dirección: la tradicional, como límite o barrera en la lucha antiterrorista y, la más novedosa, sobre la que venimos trabajando desde España y la Unión Europea en los últimos años, como fundamento normativo, ético y jurídico, para la mejor defensa de las víctimas. En este sentido, las víctimas del terrorismo son auténticas víctimas de violaciones de derechos humanos y, al tiempo, son sujetos de derechos en virtud de los cuales sus aspiraciones y pretensiones legítimas se convierten en genuinas obligaciones jurídicas (además de morales y políticas) para los Estados y los poderes públicos en general. Nuestro sistema, por eso hoy, es uno de los más avanzados del mundo y se sostiene sobre tres pilares fundamentales: 1.- El principio de solidaridad, que asegura la respuesta material, psico-social y económica del Estado, entendido en un sentido amplio, expresión de la justicia como reparación integral, continuada en el tiempo y personalizada. Porque después de los funerales y de las primeras, imprescindibles, muestras de solidaridad, en ocasiones muy intensas, puede llegar el silencio, la soledad o incluso el olvido. Y es entonces cuando debemos volver a estar, acompañando a las víctimas y a sus familias, recordándoles que el paso del tiempo no lleva a la desmemoria ni a la desatención. 2.- El principio de territorialidad combinado con el de ciudadanía, que incluso despliegan sus efectos fuera de nuestro país cuando el terrorismo afecta a ciudadanos o intereses españoles, a contingentes en operaciones de paz o de seguridad o cuando la banda terrorista opera habitualmente en España, garantizando que nadie, sea español o extranjero, quede fuera de nuestra cobertura. Por ejemplo, los extranjeros que han sufrido un atentado en España, más de mil entre muertos y heridos en los últimos 40 años, gozan de los mismos derechos que los españoles, a los que hay que añadir la concesión de la nacionalidad española por carta de naturaleza. 3.- El principio de reconocimiento, que potencia la presencia y la visibilidad de las víctimas y de sus colectivos representativos en el espacio público, nacional o internacional, sin caer en la exhibición impúdica o morbosa, ni en la manipulación o en el aprovechamiento partidista, en algún caso con manifiesto desprecio hacia valores nobles como la paz o la unidad frente al terrorismo. El principio de reconocimiento debe concebirse, bien al contrario, como expresión de un derecho fundamental de las personas que han sufrido la acción terrorista en cualquiera de sus formas; es el derecho a ser escuchado, a la memoria y a que el relato evite equidistancias, distinguiendo entre víctimas y victimarios, entre quien sufre y quien hace sufrir. Es, también, la mejor forma de deslegitimar la violencia terrorista, reconociendo a unas víctimas que nunca son “daños colaterales” como quisieran los terroristas para tranquilizar unas conciencias de las que sin duda carecen. Incluye la protección de su honor y de su buen nombre, de su dignidad, así como el aseguramiento de su libertad recuperada o de su recuerdo limpio. La ceguera del fanatismo terrorista, religioso o identitario, a veces las dos cosas, olvida todo esto y sin ello es imposible la convivencia, mucho más cuando se trata de sociedades como las de nuestro tiempo, complejas y diversas, contradictorias y de duda, que es el otro nombre de la inteligencia en la metáfora de Borges. El 11 de marzo de 2004 representó, en definitiva, lo peor de la maldad humana, la ausencia de toda conmiseración, la brutalidad y el espanto en estado puro. Sus autores son “almas que, como diría Cioran, ni siquiera Dios podría salvar, aunque se pusiera de rodillas a rezar por ellas”. Las víctimas, los supervivientes y las familias de los asesinados, necesitan apoyo y ayuda, solidaridad, pero sobre todo exigen memoria, dignidad y justicia. Para que nunca sea realidad en relación con ellas, por utilizar el título de la novela de Héctor Abad, el olvido que seremos. Las víctimas son nuestra tabla de salvación; representan lo que nadie les pidió ser: la imagen de la civilización, la grandeza del ser humano. Que nadie las manosee, que nadie abuse de un símbolo que es patrimonio de la democracia y de la humanidad; porque, como diría quien fue Alto Comisionado para el Apoyo a las Víctimas del Terrorismo, Gregorio Peces-Barba parafraseando a Paul Éluard, si el eco de su voz desaparece, pereceremos.