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El saber curativo de Maximina1 Conocí a Maximina allá por los años sesenta. Era hija de campesinos y había llegado bastante joven a trabajar como empleada doméstica en la ciudad de Caracas. Un día supo que Manolo, un señor que trabajaba en un mercado a unas cuadras de mi cas, tenía cierta enfermedad de la piel llamada erisipela. Maximina le aconsejó restregarse un sapo vivo en la piel enferma. Según decía, ella había visto cómo alguna gente de su pueblo natal se curó así de esa enfermedad. La mayor parte de quienes escucharon a Maximina sonrieron y, a sus espaldas, se burlaron de ella llamándola “ignorante”, “bruja”, “tonta” o “india”. Manolo tampoco le hizo caso. Tuvo que acudir a una consulta médica privada pues no tenía Seguro Social y aquello no parecía una emergencia, y me contó que entre doctora y farmacia se le había ido casi un mes de salario. Le mandaron una medicina llamada Batracina y parecía estar mejorando con esto. A mí me llamó la atenciones el nombre del medicamento. En ese entonces yo estaba a punto de terminar el bachillerato y recordé que las ranas, los sapos y algunos otros animales se les llamaba “batracios” en clase de biología. ¿Qué relación había entre el sapo de Maximina y la Batracina que Manolo compró en la farmacia? Le pregunté al respecto a Pedro, un amigo que estudiaba medicina. Él no tenía ni idea, pero le llamó la atención el asunto y se puso a averiguar al respecto en la biblioteca de la Facultad de Medicina. A los pocos días, Pedro y yo nos encontramos en una fiesta y me contó que había descubierto que la Batracina era un medicamento elaborado imitando las sustancias de la secreción de la piel de ciertos tipos de sapo (es decir, una especia de “leche de sapo” fabricada en laboratorio). Pedro leyó en algún texto de historia de medicina que varias comunidades indígenas de América usaban tradicionalmente la secreción de la piel de ciertos tipos de sapo para tratar la erisipela. Durante siglos, esa práctica fue ridiculizada, desaconsejada y hasta prohibida por autoridades civiles, sanitarias y religiosas no indígenas. Recientemente, sin embargo, algunas instituciones médicas y farmacéuticas occidentales están prestando mayor atención al conocimiento científico médico tradicional indígena y, en general, campesino. Las investigaciones de una de esas instituciones “descubrieron” que ¡la secreción de la piel de ciertos tipos de sapo parece curar la erisipela! A partir de esas investigaciones se logró producir en laboratorio una sustancia similar y con efectos curativos parecidos y se le dio, pues el nombre de de Batracina, como decir, “leche de sapo sintética”. Le contamos la historia a Maximina y Manolo. Éste no pareció creernos mucho (“¡Qué van a saber unos indios de medicina!”, nos dijo) Maximina, por su parte, nos comentó con una sonrisa irónica: “Es que aquí no creen sino en doctorcitos”. Si Maximina hubiese sido doctora, seguramente Manolo le habría creído y habría seguido sus instrucciones al pie de la letra. Si, en vez de Maximina, quien aconsejaba la leche de sapo hubiese sido un empresario importante, respetado y adinerado, quizá manolo también le hubiera hecho caso. O si algún periódico hubiese publicado la noticia o la televisión, la radio o la profesora del colegio cercano lo hubieran aseverado, también entonces “otro gallo cantaría”. 1 Otto Maduro, Mapas para la fiesta, 1992, pp. 67-68