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EL HOSPICE AL SERVICIO DE LA CARIDAD Dr. Cristian Viaggio Médico (Universidad de Buenos Aires -UBA-) • Especialista en Urología • Especialista en Oncología • Certificado en Cuidados Paliativos • Director médico del Hospice Madre Teresa • Médico del Servicio de Oncología del Htal. Vicente López y Planes (Gral. Rodríguez, Pcia. de Bs. As.) • Médico de la Unidad de Cuidados Paliativos del Htal, Baldomero Sommer • Magister en Etica Biomedica • “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn. 4,16) Las personas que hemos fundado el Hospice Madre Teresa, venimos desarrollando un proceso dinámico de conversión de la mente y el corazón, siguiendo a Cristo crucificado, para una plena realización de nuestra vocación trascendente. La renuncia progresiva a nuestro propio egoísmo y la entrega desinteresada al prójimo que sufre o al prójimo miembro de nuestra institución, transforma poco a poco el hospiceinstitución en un Hospice-comunidad. Esta entrega hacia el bien común, buscando siempre el mayor bien del enfermo y su familia es exigencia de nuestra propia naturaleza y de la caridad evangélica. “De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer lugar, el principio del bien común, al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido. Según una primera y vasta acepción, por bien común se entiende ‹el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección›. El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro. Como el actuar moral del 1 individuo se realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en la realización del bien común. El bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del bien moral”.1 Estamos convencidos que es necesario que se inicie un camino pedagógico de crecimiento interior integrando de forma gradual los dones de Dios y las exigencias de su amor definitivo en la vida personal de cada uno de los miembros del Hospice. El camino de esta gradualidad lleva a profundizar las relaciones de cada uno de los voluntarios del Hospice, creciendo el sentido pleno de comunidad. El dinamismo centrado en el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros del Hospice-comunidad, es mucho más profundo que el dinamismo de un “simple equipo interdisciplinario o equipo de cuidados paliativos”. Las relaciones entre los diferentes miembros de la comunidad-hospice están inspiradas y guiadas por el amor al prójimo, produciendo esto una acogida cordial, un encuentro y dialogo entre cada uno de los miembros, que va más allá de una mera “relación laboral armónica”, generando una solidaridad profunda entre todos los miembros del Hospice.2 De esta manera el Hospice-comunidad pone en práctica el amor al prójimo enraizado en el amor a Dios, a través de un servicio comunitario, profesional, interdisciplinario y gratuito de cuidado al enfermo sin posibilidades de curación debido a una enfermedad que amenaza la vida.3 La gradualidad en el crecimiento espiritual del Hospice-comunidad, va dando paso progresivo y dinámico al Hospice-familia. Sabemos que el Hospice-familia, de inspiración católico, es Iglesia: “La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se dirige hacia el necesitado encontrado ‹casualmente › (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor, también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad. En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta 1 PONTIFICIO CONSEJO DE JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina, 2005, n. 164. 2 Cf. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Familiaris Consortio, Ciudad del Vaticano, 1981, n. 43. 3 Cf. BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus Caritas Est, Ciudad del Vaticano, 2005, n. 20. 2 a los Gálatas: ‹ Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe › (6, 10)”.4 Como en toda familia consideramos que se hace necesario recuperar por parte de todos sus miembros la conciencia de la primacía de los valores morales para la renovación de la sociedad.5 En nuestra situación, como el Hospice tiene una misión clara en la humanización de la medicina, debemos transformar y renovar los pseudovalores relativistas que imperan en un sistema de salud utilitarista, que sólo se detiene en la persona recuperable y útil al sistema productivo. Cada miembro del Hospice según sus dones y talentos tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, una comunidad que se transforme en una escuela de humanidad para cuidar con amor dentro de una “visión integral” a todos los enfermos. Esta “visión integral del hombre” consiste no sólo en considerar la dimensión natural y terrena sino también la “vocación sobrenatural” que todos los hombres tenemos. Surge así el concepto de cuidar al enfermo en cuerpo y alma, sabiendo que el hombre está en tensión `permanente hacia el fin último sobrenatural. El Hospice como comunidad-familia tiene un rol importante en la dimensión religioso-espiritual del enfermo, sabiendo que se puede transformar en el único instrumento o medio que conduzca a la persona enferma por el camino del sufrimiento. Todos sabemos que en el seno del amor que nos brinda la familia podemos encontrar alivio y muchas respuestas a los interrogantes de nuestras vidas. Todos sabemos que el hombre por su naturaleza necesita una familia para nacer y crecer. También podemos afirmar que necesita una familia para vivir dignamente hasta el final. Es cierto, que cada Hospice no puede reemplazar el amor de la propia familia natural de cada enfermo, pero puede complementar con un verdadero servicio centrado en el amor ese vacío y abandono, que muchas veces sienten las personas enfermas. El encuentro que se produce en cada Hospice entre la persona enferma y los miembros-cuidadores, puede ser la chispa inicial del amor que encienda la fe, sobre todo en aquellas personas que aún estando enfermas están más alejadas de la misma. Cada Hospice católico o no, debe estar llamado a custodiar la dimensión natural religioso-espiritual del hombre enfermo sabiendo que al final de sus días, tal vez sea la única dimensión que conduzca al enfermo por un camino de paz y aceptación. El enfermo comienza a vivir cada encuentro como una experiencia donde se siente amado. Esta experiencia de amor, que 4 2 Ibídem, n. 25 b. Cf. Ibídem, n.8. 3 es siempre una experiencia espiritual, ilumina al enfermo su entendimiento y su voluntad, comenzando poco a poco a transitar un camino lleno de luz que le va permitiendo cada vez más abrazar el Bien Verdadero. Cada persona enferma sea creyente o no, intuye naturalmente en su interior que el amor es “divino” porque proviene de Dios y a Dios nos une, mediante este proceso unificador, nos transforma en un nosotros, que supera nuestras divisiones, nos sana, nos plenifica y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos” (cf. 1 Co 15,28).6 Cada Hospice Católico animado por el Espíritu Santo debe encontrar en cada persona enferma el destino trascendente de su propia vocación. “Se cumpliría así la promesa de los ‹torrentes de agua viva › que, por la efusión del Espíritu, manarían de las entrañas de los creyentes (cf. Jn 7, 38-39). En efecto, el Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado, cuando se ha puesto a lavar los pies de sus discípulos (cf. Jn 13, 1-13) y, sobre todo, cuando ha entregado su vida por todos (cf. Jn 13, 1; 15, 13). El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la Comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia. Toda la actividad de la Iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres”.7 Cada voluntario del Hospice, fiel a su vocación y amor al prójimo, debe entregar su tiempo al servicio de la caridad, sin perder de vista el mensaje evangélico, del anuncio del Reino de Dios. Si bien la justicia es parte de la caridad, no debe empeñarse en hacer justicia sólo bajo una mirada humana y materialista, pero tampoco debe desentenderse del amor: “El amor —caritas— siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. (…) Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre 6 7 Cf. BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus Caritas Est, Ciudad del Vaticano, 2005, n.18. BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus Caritas Est, Ciudad del Vaticano, 2005, n. 19. 4 habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo”. Los Hospices debemos interactuar con las diferentes redes sociales de apoyo, incluyendo al estado, pero sin perder identidad y sobre todos los principios morales que nos rigen para trabajar por una sociedad más justa y solidaria. El estado en su afán de querer abarcar todo, bajo una mirada social de lo “políticamente correcto” o bajo una mirada de clientelismo político electoral, pueden utilizar a los Hospices como “bandera política”, sobre todo, cuando los Hospice se han ganado el respeto y cariño de su comunidad. Debemos ser prudentes siempre en un marco de diálogo fraterno, pero sin renunciar a nuestros principios e ideales. Sabemos que muchos dirigentes políticos a veces pretenden manejar algunas instituciones no gubernamentales conforme a su egoísmo o visión hegemónica, sobre todo, cuando tienen mucha participación económica sobre las mismas. Hay que evitar caer en el clientelismo o dependencia económica que nos hace poco a poco perder la identidad para ser absorbidos por la burocracia estatal, que al final termina siendo deficiente a la hora de cuidar, asistir y acompañar cada enfermo. “El Estado que quiere proveer a todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido —cualquier ser humano— necesita: una entrañable atención personal. Lo que hace falta no es un Estado que regule y domine todo, sino que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiaridad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales y que unen la espontaneidad con la cercanía a los hombres necesitados de auxilio. La Iglesia es una de estas fuerzas vivas: en ella late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive ‹ sólo de pan ›(Mt 4, 4; cf. Dt 8, 3), una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano”.8 8 Ibídem, n. 28 b. 5 Muchas veces, los más críticos de la Iglesia, reprochan toda actividad caritativa que llevan los Hospice porque nos acusan de involucrar la religión en ambientes sociales que deberían ser seculares, o arreligiosos. Estas posturas son muchas veces producto de ideologías políticas inconfesadas que no hacen más que plantear políticas sanitarias antirreligiosas, olvidándose así de los valores morales esenciales de todas las personas o dejando de lado, bajo una visión reduccionista, la dimensión religiosoespiritual del hombre. Cada Hospice católico al prestar un servicio profesional y gratuito, y desarrollar la solidaridad como principio de justicia, pone en evidencia las injusticias sociales en el ámbito de la salud. Si bien es cierto que “el Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca”.9 Así se cae el pensamiento político-materialista de creer que “los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia. Las obras de caridad —la limosna— serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su propia posición social y despojando a los pobres de sus derechos. En vez de contribuir con obras aisladas de caridad a mantener las condiciones existentes, haría falta crear un orden justo, en el que todos reciban su parte de los bienes del mundo y, por lo tanto, no necesiten ya las obras de caridad. Se debe reconocer que en esta argumentación hay algo de verdad, pero también bastantes errores. Es cierto que una norma fundamental del Estado debe ser perseguir la justicia y que el objetivo de un orden social justo es garantizar a cada uno, respetando el principio de subsidiaridad, su parte de los bienes comunes. Eso es lo que ha subrayado también la doctrina cristiana sobre el Estado y la doctrina social de la Iglesia”.10 Mucho se habla en la sociedad postmoderna de la solidaridad como uno de los valores esenciales para la formación de los jóvenes, pero no se la define o se las hace sinónimo de actividades sociales que nada tienen que ver con la verdadera solidaridad y están más relacionadas con el marketing educativo o empresarial. De hecho, esto lo vemos todos los días en nuestras escuelas, muchas de ellas “católicas” o en empresas inescrupulosas que utilizan la solidaridad como política de venta o de expansión social 9 10 Ibídem, n. 28 a. Ibídem, n. 26. 6 no relacionada con la justicia social sino con la propaganda o publicidad para imponer un producto o una supuesta “buena imagen”. Lo trágico de todo esto es que si uno se atreve a realizar alguna crítica o expresar su opinión en materia de solidaridad lo mal interpretan porque en el fondo la verdad resuena en sus corazones y los interpela en sus propias conciencias. Saben en lo más íntimo de su corazón que la solidaridad para ellos no guarda relación moral con el bien común. Muchas personas utilizan también la filantropía simplemente por una buena reputación social y creen que socialmente están en un status superior por “ayudar”. Así muchos hipócritas creen que son benefactores y quieren siempre que se los reverencien de una forma especial por “haber hecho beneficencia”. Nada tiene esto que ver con la verdadera solidaridad, que se desprende del derecho que tenemos todos por ser iguales en dignidad. “La solidaridad debe captarse, ante todo, en su valor de principio social ordenador de las instituciones (…). La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no ‹ un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos ›. La solidaridad se eleva al rango de virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada por excelencia al bien común, y en ‹la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a "perderse", en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a "servirlo" en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cf. Mt 10,40-42; 20, 25; Mc 10,42-45; Lc 22,25-27) ›”.11 El Hospice-Iglesia no debe renunciar a la justicia sabiendo que es parte de la caridad. Deben trabajar de manera incansable para educar, orientar y guiar a los enfermos y a sus familias para que reclamen sus derechos. Sabemos que esto genera muchas veces encontronazos o incomodidades a quienes les reclaman, pero sabemos que bajo razón de justicia es un derecho intrínseco e inalienable que toda persona enferma tiene. Muchos de los que se quejan de estos reclamos, si tuvieran que atravesar ellos cada situación de abandono o injusticia, no dudarían en exigir lo que les corresponde como “derecho a la salud”. En nuestra experiencia, sabemos que la medicina pública, con todos sus defectos y virtudes, termina haciéndose cargo de los “enfermos terminales”. Muchas personas enfermas de cáncer en su fase final, sin 11 PONTIFICIO CONSEJO DE JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina, 2005, nn. 193-194 7 recursos, sin obra social saben que el hospital tiene que recibirlos, acogerlos, darles una respuesta aunque los consideren terminales. Siempre hay algo para hacer aunque sólo quede el cuidado y la contención. Muchas veces vemos que las personas que supuestamente tienen algún recurso, también son abandonados por sus obras sociales y prepagos. Llegan al Hospice desesperados y creen muchas veces, que al tener algún recurso le están quitando el derecho a los que no tienen nada. Pero en definitiva, ser pobres nos define por lo que nos falta y no por lo que tenemos. Así que la mayoría son recibidos y acogidos para ser acompañados, sabiendo que no tenemos que perder de vista la caridad evangélica y la virtud de la Hospitalidad. Somos conscientes que trabajamos por la justicia, pero no con métodos políticos y sociales extraordinarios sino con un método simple como es el Cuidado Hospice para contener al enfermo y a su familia en su fase final de la vida. Es cierto que el Estado debería tener un rol protagónico en materia de salud y justicia social, pero muchas veces necesita del complemento de las diferentes Instituciones sociales, que a través de un trabajo personalizado llegan hasta los que sufren. “La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. La política es más que una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos: su origen y su meta están precisamente en la justicia, y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta pregunta presupone otra más radical: ¿qué es la justicia? Éste es un problema que concierne a la razón práctica; pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente. En este punto, política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente 8 contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica”. Para concluir, cada Hospice no debe olvidar su vocación trascendente, su misión, su identidad y sus principios morales rectores y conductores del obrar diario. No debemos transformarnos en una institución más de la vida social y política, sino mantener en alto la visión religiosa que no sólo nos inspira, sino que abandonados en Cristo, confiamos en a Divina Providencia. El Hospice-Iglesia “no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia. Debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar. La sociedad justa no puede ser obra de la Iglesia, sino de la política. No obstante, le interesa sobremanera trabajar por la justicia esforzándose por abrir la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien”. 12 Fortalecidos en Cristo no debemos tener miedo al poder político, económico o social, sobre todo si estamos injertados como sarmientos en la Vid, que es Cristo, quien no sólo a vencido cualquier crítica social, política y religiosa de la época, sino que nos ha redimido con su pasión, muerte y resurrección. Por la fe sabemos que “la cumbre insuperable de la perspectiva indicada es la vida de Jesús de Nazaret, el Hombre nuevo, solidario con la humanidad hasta la ‹ muerte de cruz › (Flp 2,8): en Él es posible reconocer el signo viviente del amor inconmensurable y trascendente del Dios con nosotros, que se hace cargo de las enfermedades de su pueblo, camina con él, lo salva y lo constituye en la unidad. En Él, y gracias a Él, también la vida social puede ser nuevamente descubierta, aun con todas sus contradicciones y ambigüedades, como lugar de vida y de esperanza, en cuanto signo de una Gracia que continuamente se ofrece a todos y que invita a las formas más elevadas y comprometedoras de comunicación de bienes. Jesús de Nazaret hace resplandecer ante los ojos de todos los hombres el nexo entre solidaridad y caridad, iluminando todo su significado: ‹ A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. 12 Benedicto XVI, Deus Caritas Est, 2005, n.28 a. 9 Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuesto al sacrificio, incluso extremo: ‹dar la vida por los hermanos› (cf. Jn 15,13)›”.13 Todos los Hospices católicos que han surgido como apostolado, fundamentalmente de laicos, debemos acompañar y cuidar a los enfermos en su fase final pero no debemos dejar de lado todos los estratos sociales donde tiene llegada o implicancia cada Hospice. El Magisterio de la Iglesia nos enseña que “el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos. Como ciudadanos del Estado, están llamados a participar en primera persona en la vida pública. Por tanto, no pueden eximirse de la ‹multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común ›. La misión de los fieles es, por tanto, configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad. Aunque las manifestaciones de la caridad eclesial nunca pueden confundirse con la actividad del Estado, sigue siendo verdad que la caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos y, por tanto, su actividad política, vivida como ‹ caridad social ›. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, sin embargo, son un opus proprium suyo, un cometido que le es congenial, en el que ella no coopera colateralmente, sino que actúa como sujeto directamente responsable, haciendo algo que corresponde a su naturaleza. La Iglesia nunca puede sentirse dispensada del ejercicio de la caridad como actividad organizada de los creyentes y, por otro lado, nunca habrá situaciones en las que no haga falta la caridad de cada cristiano individualmente, porque el hombre, más allá de la justicia, tiene y tendrá siempre necesidad de amor”.14 13 PONTIFICIO CONSEJO DE JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Conferencia Episcopal Argentina, 200, n. 196 14 BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus Caritas Est, Ciudad del Vaticano, 2005, n. 29. 10 Finalmente concluiré esta reflexión sobre el “servicio a la caridad en el Cuidado Hospice” con las enseñanzas de Benedicto XVI en su magnífica Encíclica Deus Caritas Est que ha sido el eje central de este artículo:15 El perfil específico de la actividad caritativa de la Iglesia En el fondo, el aumento de organizaciones diversificadas que trabajan en favor del hombre en sus diversas necesidades, se explica por el hecho de que el imperativo del amor al prójimo ha sido grabado por el Creador en la naturaleza misma del hombre. Pero es también un efecto de la presencia del cristianismo en el mundo, que reaviva continuamente y hace eficaz este imperativo, a menudo tan empañado a lo largo de la historia. (…), la fuerza del cristianismo se extiende mucho más allá de las fronteras de la fe cristiana. Por tanto, es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una organización asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus variantes. Pero, ¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y eclesial?” a) Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc. Las organizaciones caritativas de la Iglesia, comenzando por Cáritas(diocesana, nacional, internacional), han de hacer lo posible para poner a disposición los medios necesarios y, sobre todo, los hombres y mujeres que desempeñan estos cometidos. Por lo que se refiere al servicio que se ofrece a los que sufren, es preciso que sean competentes profesionalmente: quienes prestan ayuda han de ser formados de manera que sepan hacer lo más apropiado y de la manera más adecuada, asumiendo el compromiso de que se continúe después las atenciones necesarias. Un primer requisito fundamental es la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial. Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale 15 Ibídem, nn. 31-39. 11 del corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).” b) La actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita. Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad — afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del statu quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana. (…) La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia. Obviamente, cuando la actividad caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria, a la espontaneidad del individuo debe añadirse también la programación, la previsión, la colaboración con otras instituciones similares.” c) Además, la caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que 12 el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1 Jn 4, 8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar. Y, sabe —volviendo a las preguntas de antes— que el desprecio del amor es vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de prescindir de Dios. En consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor. Las organizaciones caritativas de la Iglesia tienen el cometido de reforzar esta conciencia en sus propios miembros, de modo que a través de su actuación —así como por su hablar, su silencio, su ejemplo— sean testigos creíbles de Cristo. Los responsables de la acción caritativa de la Iglesia Finalmente, debemos dirigir nuestra atención a los responsables de la acción caritativa de la Iglesia ya mencionados. En las reflexiones precedentes se ha visto claro que el verdadero sujeto de las diversas organizaciones católicas que desempeñan un servicio de caridad es la Iglesia misma, y eso a todos los niveles, empezando por las parroquias, a través de las Iglesias particulares, hasta llegar a la Iglesia universal. Por esto fue muy oportuno que mi venerado predecesor Pablo VI instituyera el Consejo Pontificio Cor unum como organismo de la Santa Sede responsable para la orientación y coordinación entre las organizaciones y las actividades caritativas promovidas por la Iglesia católica. Además, es propio de la estructura episcopal de la Iglesia que los obispos, como sucesores de los Apóstoles, tengan en las Iglesias particulares la primera responsabilidad de cumplir, también hoy, el programa expuesto en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42-44): la Iglesia, como familia de Dios, debe ser, hoy como ayer, un lugar de ayuda recíproca y al mismo tiempo de disponibilidad para servir también a cuantos fuera de ella necesitan ayuda. Durante el rito de la ordenación episcopal, el acto de consagración propiamente dicho está precedido por algunas preguntas al candidato, en las que se expresan los elementos esenciales de su oficio y se le recuerdan los deberes de su futuro ministerio. En este contexto, el ordenando promete expresamente que será, en nombre del Señor, acogedor y misericordioso para con los más pobres y necesitados de consuelo y ayuda. El Código de Derecho Canónico, en los cánones relativos al ministerio episcopal, no habla expresamente de la caridad como un ámbito específico de la actividad episcopal, sino sólo, de modo general, del deber del Obispo de 13 coordinar las diversas obras de apostolado respetando su propia índole. Recientemente, no obstante, el Directorio para el ministerio pastoral de los obispos ha profundizado más concretamente el deber de la caridad como cometido intrínseco de toda la Iglesia y del Obispo en su diócesis, y ha subrayado que el ejercicio de la caridad es una actividad de la Iglesia como tal y que forma parte esencial de su misión originaria, al igual que el servicio de la Palabra y los Sacramentos. Por lo que se refiere a los colaboradores que desempeñan en la práctica el servicio de la caridad en la Iglesia, ya se ha dicho lo esencial: no han de inspirarse en los esquemas que pretenden mejorar el mundo siguiendo una ideología, sino dejarse guiar por la fe que actúa por el amor (cf.Ga 5, 6). Han de ser, pues, personas movidas ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido conquistado por Cristo con su amor, despertando en ellos el amor al prójimo. El criterio inspirador de su actuación debería ser lo que se dice en la Segunda carta a los Corintios: « Nos apremia el amor de Cristo » (5, 14). La conciencia de que, en Él, Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte, tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para Él y, con Él, para los demás. Quien ama a Cristo ama a la Iglesia y quiere que ésta sea cada vez más expresión e instrumento del amor que proviene de Él. El colaborador de toda organización caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto, con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo. Por su participación en el servicio de amor de la Iglesia, desea ser testigo de Dios y de Cristo y, precisamente por eso, hacer el bien a los hombres gratuitamente. La apertura interior a la dimensión católica de la Iglesia ha de predisponer al colaborador a sintonizar con las otras organizaciones en el servicio a las diversas formas de necesidad; pero esto debe hacerse respetando la fisonomía específica del servicio que Cristo pidió a sus discípulos. En su himno a la caridad (cf. 1 Co 13), san Pablo nos enseña que ésta es siempre algo más que una simple actividad: « Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve » (v. 3). Este himno debe ser la Carta Magna de todo el servicio eclesial; en él se resumen todas las reflexiones que he expuesto sobre el amor a lo largo de esta Carta encíclica. La actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo. La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un 14 darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona. Éste es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz—, y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: « Somos unos pobres siervos » (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: « Nos apremia el amor de Cristo » (2 Co 5, 14). La experiencia de la inmensa necesidad puede, por un lado, inclinarnos hacia la ideología que pretende realizar ahora lo que, según parece, no consigue el gobierno de Dios sobre el mundo: la solución universal de todos los problemas. Por otro, puede convertirse en una tentación a la inercia ante la impresión de que, en cualquier caso, no se puede hacer nada. En esta situación, el contacto vivo con Cristo es la ayuda decisiva para continuar en el camino recto: ni caer en una soberbia que desprecia al hombre y en realidad nada construye, sino que más bien destruye, ni ceder a la resignación, la cual impediría dejarse guiar por el amor y así servir al hombre. La oración se convierte en estos momentos en una exigencia muy concreta, como medio para recibir constantemente fuerzas de Cristo. Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción. La 15 piedad no escatima la lucha contra la pobreza o la miseria del prójimo. La beata Teresa de Calcuta es un ejemplo evidente de que el tiempo dedicado a Dios en la oración no sólo deja de ser un obstáculo para la eficacia y la dedicación al amor al prójimo, sino que es en realidad una fuente inagotable para ello. En su carta para la Cuaresma de 1996 la beata escribía a sus colaboradores laicos: « Nosotros necesitamos esta unión íntima con Dios en nuestra vida cotidiana. Y ¿cómo podemos conseguirla? A través de la oración ». Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo. Obviamente, el cristiano que reza no pretende cambiar los planes de Dios o corregir lo que Dios ha previsto. Busca más bien el encuentro con el Padre de Jesucristo, pidiendo que esté presente, con el consuelo de su Espíritu, en él y en su trabajo. La familiaridad con el Dios personal y el abandono a su voluntad impiden la degradación del hombre, lo salvan de la esclavitud de doctrinas fanáticas y terroristas. Una actitud auténticamente religiosa evita que el hombre se erija en juez de Dios, acusándolo de permitir la miseria sin sentir compasión por sus criaturas. Pero quien pretende luchar contra Dios apoyándose en el interés del hombre, ¿con quién podrá contar cuando la acción humana se declare impotente? Es cierto que Job puede quejarse ante Dios por el sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que hay en el mundo. Por eso, en su dolor, dice: « ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!... Sabría las palabras de su réplica, comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría gran fuerza para disputar conmigo?... Por eso estoy, ante él, horrorizado, y cuanto más lo pienso, más me espanta. Dios me ha enervado el corazón, el Omnipotente me ha aterrorizado » (23, 3.5-6.15-16). A menudo no se nos da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en vez de intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar como Jesús en la cruz: « Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? » (Mt 27, 46). Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su rostro, en diálogo orante: « ¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer justicia, tú que eres santo y veraz? » (cf. Ap 6, 10). San Agustín da a este sufrimiento nuestro la respuesta de la fe: « Si comprehendis, non est Deus », si lo comprendes, entonces no es Dios. Nuestra protesta no quiere desafiar a Dios, ni insinuar en Él algún error, debilidad o indiferencia. Para el creyente no es posible pensar que Él sea impotente, o bien que « 16 tal vez esté dormido » (1 R 18, 27). Es cierto, más bien, que incluso nuestro grito es, como en la boca de Jesús en la cruz, el modo extremo y más profundo de afirmar nuestra fe en su poder soberano. En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la « bondad de Dios y su amor al hombre » (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros. Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él, como luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras. La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios. Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo: a esto quisiera invitar con esta Encíclica”. Dr. Cristian Viaggio Voluntario Hospice Madre Teresa 17 18