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La Constitución dogmática Lumen gentium (II): los rasgos principales de la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la fórmula extra Ecclesiam nulla salus. Introducción La enseñanza del Concilio sobre la salvación –recogida a su vez en el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 836-848- toma como punto de partida el designio salvífico universal de Dios hacia la humanidad: “Todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la entera faz de la tierra; tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación se extienden a todos, hasta que los elegidos se unan en la Ciudad Santa” (NA 1). En efecto, “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4). Para llevar a cabo su voluntad, “el Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado”. Por eso, si bien “en todo tiempo y en todo pueblo son adeptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf. Hch 10, 35)”, sin embargo “quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente” (LG 9). El Pueblo de Israel, primero, y finalmente la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, “es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 845). De manera que, “todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios (...). Todos los hombres, por tanto, están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios... A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están ordenados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios” (LG 13). Concretamente, “los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras” (LG 16). (La situación de los cristianos no católicos es diversa). 1. La “ordenación” de la humanidad a Cristo y a la Iglesia Lo característico de la enseñanza conciliar sobre la salvación es la importancia que otorga a la ordenación universal a la comunión con Dios, un aspecto que podría quedar oscurecido con la sola consideración unilateral de la humanidad como massa damnata alejada de Dios. La vocación intrínseca del hombre a Dios lleva al Concilio a hablar de una “ordenación” objetiva de los no bautizados hacia Cristo y la Iglesia. El Concilio se remite, al hablar de la “ordenación”, a santo Tomás de Aquino (LG 16, nota 18), quien expone que Cristo es cabeza de todos los hombres, y todo hombre es miembro de su Cuerpo, sea en acto, sea en potencia: “Los infieles, aunque no sean en acto miembros de la Iglesia, sin embargo le pertenecen en potencia. Esta potencia tiene dos fundamentos: primero y principal, la virtud de Cristo que basta para la salvación de todo el género humano; segundo, el libre arbitrio” (S.Th. III, q. 8. a. 3, c). Ya la gran patrística daba importancia al efecto soteriológico de la encarnación del Verbo. En el tiempo presente, decían los Padres, no todos los hombres pueden o quieren formar parte de la Iglesia, pero todos están llamados a ella, y se encuentran en un estado de salvación potencial. Esto es así radicalmente por la encarnación del Verbo. 1 El Verbo, al asumir de manera inmediata su singular humanidad, no asume in actu a todos los hombres en su multiplicidad, pero alcanza mediata y virtualmente a todo hombre a causa de la naturaleza humana común asumida en Cristo. De manera que el Verbo santifica y eleva primero a su propia humanidad y, en ella y a través de ella, eleva y salva a todos los hombres: su santidad repercute virtualmente en la multiplicidad de sujetos, pues se ofrece para que cada hombre se apropie de ella mediante la unión vital con Cristo, lo cual requiere la libertad personal. Cada hombre debe ratificar libremente la obra de Dios en Cristo, para ser recreado como imagen de Dios y unirse a la humanidad renovada. La unión que la encarnación establece con la humanidad se hace unión viva por obra del Espíritu Santo mediante la libre adhesión a Cristo por la fe y el bautismo, formando el Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Por su parte, Santo Tomás ofrece, además, una profunda reflexión sobre la universalidad de la redención por Cristo. Cristo ha muerto por todos los hombres, y la participación en su gracia “capital” es el único camino de salvación: todo hombre –también antes de la encarnación- está objetivamente ordenado a participar en ella –libremente- incorporándose a su Cuerpo, la Iglesia, por la fe (al menos “implícita”) y el bautismo (in re o in voto). Este trasfondo se encuentra en la afirmación conciliar de la humanidad “ordenada” a la Iglesia y a Cristo (LG 13, 16), un dinamismo que se hace salvífico cuando el hombre responde a la gracia de Dios. Lo anterior implica tres cuestiones. Primera, la salvación siempre sucede por medio de Cristo y de la Iglesia. Segunda, es posible la salvación sin la incorporación formal a la Iglesia. Tercera, la explicación teológica de tal posibilidad. El magisterio católico responde positivamente a las dos primeras cuestiones. La tercera sigue siendo objeto de reflexión teológica. 2. La salvación siempre sucede por medio de Cristo y de la Iglesia La necesidad de la Iglesia en la tierra para la salvación es consecuencia de la única mediación salvadora de Cristo (cf. Hch 4, 12). Toda salvación viene de Cristo Cabeza mediante la Iglesia que es su Cuerpo. “El Santo Sínodo... basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta” (LG 14). Esta necesidad salvífica de la Iglesia visible (“peregrina”) es una necesidad objetiva de medio. De modo que “no podrían salvarse los que no ignorando que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella” (LG 14). Esta era la intención de la fórmula extra Ecclesiam nulla salus en el uso de los Padres: advertir de esa grave consecuencia a quien consciente y voluntariamente se separase de la fe o de la unidad (herejes y cismáticos formales). Pero la fórmula dejaba abierta la valoración de las disposiciones subjetivas (ignorancia, rectitud de conciencia y de conducta, etc.). Progresivamente el magisterio eclesiástico pondrá de relieve la importancia del aspecto subjetivo (cf. Pío IX, Aloc. Singularim quadam, 9-XII-1854; Enc. Quanto conficiamur, 10-VIII-1863; Carta del S. Oficio al arzobispo de Boston, 8-VIII-1949: DS 3866-3872). 2 3. La salvación sin la incorporación visible a la Iglesia “Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (GS 22). Cristo ha muerto por todos y Dios no puede llamar a los hombres a la comunión trinitaria –como de facto los ha llamado- sin ofrecer la posibilidad de alcanzarla de algún modo (si bien ex parte hominis puede no ser acogida). Por eso, los seguidores de otras religiones que “ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna”. Y sobre quienes trascurren una existencia sin Dios añade el Concilio: “La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan, no sin la gracia divina, en llevar una vida recta” (LG 16; cf. Carta del S. Oficio al arzobispo de Boston, 8-VIII-1949). El Concilio considera aquí un desconocimiento inculpable de Dios, pues puede darse un ateísmo (en su diversas variantes) culpable: “Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa” (GS 19). De ese modo el Concilio afirma en continuidad con el magisterio previo la posibilidad de salvación de quienes desconocen a Cristo y a la Iglesia –o viven sin reconocer a Dios- en virtud de la ignorancia inculpable y de una conducta según la conciencia recta; la salvación supone, además, la virtud sobrenatural de la fe formada por la caridad (cf. LG 16 y AG 7). Reconocer la posibilidad de salvación en tales casos no dispensa a la Iglesia de cumplir el mandato misionero: “Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, ‘sin la que es imposible agradarle’ (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar” (AG 7). Además, el Concilio constata con realismo que “con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se pusieron a razonar como personas vacías y cambiaron el Dios verdadero por un ídolo falso, sirviendo a las criaturas en vez de al Creador. Otras veces, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, están expuestos a la desesperación más radical” (LG 16). La salvación implica siempre alguna relación con Cristo y con la Iglesia: “para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, ‘la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo’. Ella está relacionada con la Iglesia, la cual ‘procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo’, según el diseño de Dios Padre” (Decl. Dominus Iesus, n. 20). 4. La explicación de la posibilidad de salvación “fuera” de la Iglesia Afirmada esa posibilidad, queda pendiente su articulación con la necesidad objetiva de la Iglesia en la tierra: “Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de 3 Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona ‘por caminos que Él sabe’. La Teología está tratando de profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y de los caminos de su realización” (Decl. Dominus Iesus, n. 20). Una explicación (acogida en la Carta del Santo Oficio de 1949) es la del votum baptismi/votum Ecclesiae, o pertenencia a la Iglesia en virtud del deseo explícito (catecúmenos) o implícito (al menos virtualmente) en la disposición subjetiva de cumplir la voluntad de Dios en esas condiciones (ignorancia inculpable, conducta según la recta conciencia). En tal caso, la fides quae estaría implícita en la aceptación explícita de Dios creador y remunerador (cf. Hb 11, 6). Obsérvese que se trata de pertenencia in voto a la Iglesia visible: en rigor, no se relativiza su necesidad de medio. La explicación por el votum tiene a la vista la vinculación individual del no cristiano a la Iglesia, y no considera el papel que puedan tener otras mediaciones visibles (por ej. las religiones no cristianas) en la salvación. Para algunos autores, este papel se visibiliza en todo lo bueno y verdadero que puede encontrarse en sus ritos, doctrinas y reglas morales, a modo de suplencia temporal –a la espera de la evangelización- de la mediación de la Iglesia. Esos elementos religiosos positivos – mezclados ciertamente con el error y el desvarío- podrían ser considerados como signos y mediaciones, aun débiles, dispositivas hacia la plenitud cristiana (preparatio evangelica). Otras propuestas, en cambio, resultan inaceptables pues obvian la referencia a Cristo y la Iglesia. Así, por ej., hay quienes distinguen dos economías salvíficas diversas, la del Logos eterno (para la humanidad en general) y la del Verbo encarnado (cristiana). Otros distinguen entre una economía del Verbo encarnado (cristiana), y una economía salvífica del Espíritu Santo (para la humanidad). Pero la salvación ha de ser referida a la humanidad del Verbo encarnado (cf. Hch 4, 12), y manteniendo la unidad entre Cristo y su Espíritu. Otros prefieren hablar de un espacio salvífico realmente distinto de la Iglesia que sería el “Reino de Dios”, desconociendo así la relación entre el Reino de Dios y la Iglesia (cf. LG 5). Otras explicaciones ven en la naturaleza humana una presencia ontológica y radical de la Iglesia, y cuando el hombre aceptase positivamente su naturaleza mediante el acto libre sería una aceptación atemática de su condición de “cristiano anónimo”. Tal teoría plantea serios problemas para la distinción –aunque no separación- entre naturaleza y gracia. José Ramón Villar 4