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El Código Da Vinci The Da Vinci Code, Estados Unidos, 2006 Director Ron Howard Guión Akiva Goldsman; basado en la novela de Dan Brown Intérpretes Tom Hanks (Robert Langdon) Audrey Tautou (Sophie Neveu) Ian McKellen (Sir Leigh Teabing) Alfred Molina (obispo Aringarosa) Jürgen Prochnow (Vernet) Paul Bettany (Silas) Jean Reno (Capitán Fache) Etienne Chicot (Teniente Collet) Jean-Yves Berteloot (Remy Jean) Jean-Pierre Marielle (Jacques Saunière) Marie-Françoise Audollent (Hermana Sandrine) Seth Gabel (Michael). Fotografía Salvatore Totino Música Hans Zimmer Duración 149 minutos Una película anticristiana… ¿y anticatólica? Reconozco que de la novela de Dan Brown sobre la que está basada esta película apenas he leído unas cuantas páginas y ojeado otras tantas. Cuando la tuve en mis manos por primera vez sentí una curiosidad tan fuerte por su contenido como una gran pereza de leerla completa (máxime cuando en otras ocasiones uno ha quedado escaldado de haber dedicado preciosas horas a best-sellers de poca enjundia). Eso sí: desde entonces, he dedicado quizá tanto tiempo a oír y leer sobre El Código Da Vinci como el que hubiera necesitado para terminar la novela. Porque, sinceramente, me interesa más el efecto Da Vinci que la obra en sí. De ahí que tampoco me haya costado esfuerzo dedicar dos horas y media a ver la película. Considerándola como un thriller comercial, la película no está mal. No es mi intención analizar con detalle las razones cinematográficas que avalan esta afirmación. Sí diré que la interpretación de Hanks y Tautou es correcta (si bien los personajes que representan no dan mucho juego cinematográfico); la fotografía es cuidada y no cae en excesivos efectismos (pero sí en varios intolerables); la banda sonora de Zimmer es magnífica. La trama resulta más atractiva de lo que uno pudiera imaginarse conociendo las largas parrafadas pseudohistóricas de la novela; ofrece suficientes sorpresas como para no aburrirse, y viene reforzada por una estructura narrativa bastante sólida (excepto en la primera parte de la película, que contiene algunas inconsistencias). Pero si algo falla, además de los numerosos convencionalismos hollywoodienses propios del género, son a mi juicio los contenidos y el tema; a más de uno fascinará y resultará reveladora la idea de que el principio femenino de la religión ha sido silenciado por “la Iglesia”. Personalmente, el planteamiento de reescribir la historia de la humanidad desde una posición tan seria como la que se percibe en El Código me parece insoportablemente pretencioso. Otra cosa sería si se hiciera mediante el humor, la parodia o el disparate explícitos; pero no es el caso. En realidad El Código Da Vinci se sustenta sobre un disparate, pero en la trama se trasluce demasiado que el autor (y el guionista del film) quieren dar a entender que, o bien este disparate es cierto grosso modo, o bien puede revelar algo importante; y esta aspiración grandilocuente debilita el relato La película me resultaría pretenciosa incluso en el caso de que Brown se hubiera propuesto hacer pura ficción. Ron Howard afirma que es simplemente una película y que no hay que tomarla demasiado en serio (Religión Digital, 12.5.06), pero al parecer Brown se cree sus propias fantasías, como demuestra en este comentario en la introducción a la novela: «Todas las descripciones de obras de arte, arquitectura, documentos y rituales secretos en esta novela son veraces». Algo rigurosamente falso, como cualquier persona con conocimientos de historia puede comprobar (pero ¡ojo!, también hay unas cuantas verdades en la exposición de los hechos históricos). Por supuesto, Brown no pretende ser el autor de todos esos relatos. En su web afirma: «El secreto que revelo se ha susurrado durante siglos. No es mío» (según E-Cristians). La idea de que la estirpe de Jesús y María Magdalena pervive hoy, preservando las esencias de la auténtica espiritualidad, puede ser imaginativa y sin duda resulta atractiva para millones de personas (si no, no se explicaría el éxito de la novela y de la película). Creo que ese atractivo se sustenta sobre la ignorancia generalizada sobre temas histórico-religiosos (muy bien aprovechada por Brown, quien ha sabido elegir bien qué figuras históricas aprovechar comercialmente; la prueba es la secuela de novelas de temática similar que en los últimos años han invadido el mercado). Semejante móvil temático me parece demasiado endeble para sustentar sobre él una trama ágil. De modo que, a medida que se va dando a conocer el “misterio” que pone en movimiento toda la narración, más sosa me resulta ésta (pero considero que mantiene el interés gracias a los hábiles giros en la identidad de algunos personajes, como Leigh Teabing o su criado). Y los momentos más flojos son aquellos en los que precisamente se desvelan las (absurdas) claves secretas de la historia; afortunadamente, son mucho más sintéticos que en la novela, y además cuentan con el atractivo de unas impresionantes recreaciones históricas del Concilio de Nicea o el exterminio de los templarios. Polémica Desde que el libro cobró fama, grande ha sido la polémica suscitada por El Código Da Vinci; con la película ésta ha crecido, como es habitual. Las iglesias cristianas en general han denunciado la manipulación de la historia de Jesús y de María Magdalena; la Iglesia Católica Romana (ICR) en particular ha protestado por la fantasía con que se describen los mecanismos de funcionamiento de esta entidad. El Opus Dei, en concreto, ha puesto en marcha sus recursos mediáticos para aclarar que su realidad nada tiene que ver con lo expuesto en la novela. Numerosos historiadores y especialistas en arte han señalado los errores que con tanta alegría se prodigan en la obra. El Código Da Vinci, en principio, ofrece una visión “alternativa” de la historia del cristianismo. En resumen (y por si algún lector todavía no se ha molestado en leerla o verla), vendría a revelar que el Santo Grial (la copa en la que Jesús supuestamente bebió vino en la última cena), sobre cuya autenticidad, transmisión y sacralidad tanto se ha discutido a lo largo de la historia, no consistiría en un cáliz-reliquia, sino en la sangre real que Cristo transmitió a través de la descendencia de María Magdalena, que estaba embarazada de Jesús cuando fue crucificado. Sus descendientes fueron protegidos por una especie de cofradía secreta denominada Priorato de Sión, a la que habrían pertenecido los caballeros templarios de la Edad Media. Mientras tanto “la Iglesia” hizo todos los esfuerzos posibles por borrar la huella de la “realidad” sobre Jesús y la Magdalena, para así mantener su estructura de poder jerárquica, patriarcal y antiigualitaria. Estos esfuerzos por destruir pruebas se concretarían en las Cruzadas medievales, en la caza de brujas de la Edad Moderna, en los supuestos asesinatos actuales de los miembros del Priorato, y en general en la intolerancia y exclusivismo “cristianos”, opuestos al igualitarismo liberador del principio femenino, representado por María Magdalena y las diosas paganas primigenias (a la que de algún modo esta mujer judía se asimilaría). Desde un punto de vista histórico, estas ideas son por completo disparatadas, al igual que muchas otras contenidas en la obra (las alusiones a la formación del canon del Nuevo Testamento, la idealización del paganismo antiguo, etc.; ver una excelente refutación histórica en “Jesús y El Código Da Vinci”, por José de Segovia). Eso sí, ideas similares gozan de gran predicamento últimamente. En realidad Dan Brown noveliza planteamientos que llevan años (y hasta décadas, incluso siglos) siendo publicadas. Y lo triste es que no sólo se encuentran entre ellos divulgadores con más éxito y habilidad comercial que formación y espíritu crítico, sino también sesudos teólogos encandilados por el gnosticismo primitivo o eruditas defensoras del ecofeminismo. La idea que ha quedado en el público en general es que tales planteamientos se oponen a la fe cristiana, tal y como la mayoría de las personas la hemos conocido, lo cual es cierto. Por tanto, se deduce, El Código Da Vinci es una obra anticristiana y, especialmente, anticatólica. También es cierto: la imagen que se ofrece del Vaticano y del Opus Dei (prelatura personal del papa) es muy desfavorable (aunque no necesariamente peor que la de sus enemigos –Teabing, en especial–). Reacciones de la Iglesia Católica Romana De ahí que se comprendan algunas reacciones de los dirigentes de la ICR. Como es habitual en estos casos, el papa de Roma no ha hablado sobre el tema, pero sí algunos jerarcas destacados, como el Predicador de la Casa Pontificia, Raniero Cantalamessa, quien declaró: «Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del Sanedrín por treinta denarios, sino a editores y libreros por miles de millones de denarios. Nadie conseguirá frenar esta ola especulativa, que registrará una crecida con la inminente salida de cierta película» (Efe, 14.4.06). Un cardenal dominicano calificó de “imbécil” a Dan Brown y de "borregos" a quienes acuden a los cines a ver la película, añadiendo: «¿Con que derecho viene este insignificante a burlarse de toda la humanidad cristiana?» (Periodista Digital, 21.5.06) Ha habido varios llamamientos oficiales al boicot: el Arzobispado de Lima emitió una nota doctrinal recomendando, para dar un «claro ejemplo de coherencia con la fe», no asistir a ver la película, porque de lo contrario supondría una «voluntaria cooperación con el mal ya que, en último término, se colabora al éxito económico de quienes han producido o distribuido esta obra que ataca a la fe en la Iglesia Católica y a la vida de Jesucristo de manera grosera» (ACI, 15.5.06). El arzobispo y número dos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Angelo Amato, llama al boicot de la película por incluir ofensas "calumniosas" contra el cristianismo que provocarían una revuelta mundial si estuviesen dirigidas contra el Islam o el Holocausto judío (Libertad Digital, 29.4.06). El cardenal Francis Arinze incluso anima a demandar a los autores de la película: «A veces es nuestra labor hacer algo práctico. Por eso no seré yo quien diga a los cristianos qué hacer pero conozco algunas acciones legales que pueden utilizarse para conseguir que una persona respete los derechos de otras» (Religión Digital, 7.5.06). El Arzobispo de Lima, Cardenal Juan Luis Cipriani, señaló que la película y el libro «son una blasfemia y una burla contra Dios. Los cristianos si bien perdonamos, no debemos ser indiferentes, ni quedarnos dormidos ante este insulto al Todopoderoso» (Religión Digital, 10.5.06) Mientras la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos abre una web dedicada a responder a la obra de Brown, una monja inglesa permanece durante 12 horas de rodillas pidiendo la intervención divina para conseguir la interrupción del rodaje de la película (El Periódico, 18.8.05). El responsable de la oficina de comunicaciones del Opus Dei en Argentina señala que el estreno de la película «forma parte de la campaña mundial montada contra la Iglesia Católica, con el evidente propósito de desprestigiarla por ser la única institución a nivel mundial que sostiene firmemente las banderas de la defensa de la vida y de la familia» (ACI, 10.5.06). Un comunicado de la Oficina de Información del Opus Dei sentencia: «No conviene perder de vista la realidad de la situación: esta película es ofensiva para los cristianos, Howard representa al agresor, y los católicos son víctima de una ofensa» (Zenit, 15.5.06) ¿Anticatólica? Desde luego, el contenido de El Código Da Vinci es explícitamente contrario al cristianismo histórico. Dan Brown entiende que el cristianismo es un fraude gestado sobre todo a partir de Constantino, una ideología maquinada por “la Iglesia” para perpetuarse como organización de poder. Pero, ¿es tan anticatólico como dicen? En realidad su tesis contiene no pocos apoyos al catolicismo romano, de lo cual ignoramos si el escritor es consciente. (Un dato a tener en cuenta es que en su novela previa Ángeles y demonios la Iglesia Católica sale claramente favorecida). En primer lugar, El Código en todo momento identifica el cristianismo con el catolicismo. Para Brown las señas de identidad del cristianismo son la organización jerárquica y patriarcal de “la Iglesia”, que es concebida no sólo como institución, sino sobre todo como estructura de poder. Ignora por completo la realidad de las manifestaciones más genuinas del auténtico cristianismo a lo largo de la historia: la iglesia apostólica, numerosas “herejías” medievales perseguidas por la ICR (valdenses, lolardos de Wicliff, husitas, etc.), los movimientos más puristas de la Reforma Protestante (el primer Lutero, los anabaptistas, la “reforma radical”…). Todos ellos, con sus muchos fallos, son tan radicalmente opuestos a los disparates que pudiera idear (o plagiar) Dan Brown, como contrarios a la iglesia papal y a sus errores (entre ellos los que más denuncia El Código: institucionalismo jerárquico, autoritarismo, patriarcalismo, aversión a la sexualidad…). Según Brown, el mensaje auténtico del movimiento puesto en marcha por María Magdalena y Jesús (quien, a fin de cuentas, no sería más que un mortal, si bien con una misión extraordinaria) se transmite mediante un linaje que garantizaría la verdadera revolución espiritual y moral de la humanidad. “La Iglesia” habría suplantado la centralidad de la Magdalena poniendo en su lugar la de Pedro. De este modo, El Código da por hecho que el cristianismo histórico asume el primado de Pedro y la “sucesión apostólica” sustentada por sus supuestos sucesores; es decir, da, quizá sin pretenderlo, un espaldarazo al papado como institución “cristiana” por excelencia, ignorando que no sólo no hay fundamento para esta idea en el Nuevo Testamento y en la historia, sino que millones de cristianos no la aceptan e incluso la combaten (ver ¿Quién es el Santo Padre?). Uno de los ejes de la película es la búsqueda del lugar donde se localiza el sepulcro de María Magdalena, un espacio que supuestamente proporciona beneficios espirituales y liberación. A más de uno le chocaría la imagen de Robert Langdon postrado sobre este espacio sagrado, finalmente encontrado como por una revelación. Pero no hay que irse muy lejos en la catolicidad para poder encontrar escenas muy similares. Como bien expone George Duby en Damas del siglo XII, desde el siglo X se aprecia en Occidente una creciente veneración a esta “santa”. Un sermón atribuido a Eudes, abad de Cluny, a principios de ese siglo, elabora toda una semblanza de María Magdalena construida según la ideología de la reforma cluniaciense, en la que, entre otras cosas, se dice que María llora de deseo de aquel hombre «al que, en vida, ella amaba con demasiado amor». En el siglo XI se corre el rumor de que los restos de la Magdalena están en Francia. El abad de Cluny Geoffroi “encuentra” en uno de los sarcófagos de la abadía un epitafio que indica que allí se encuentra la “santa”. En 1049 el papa León IX consagra las iglesias de la Magdalena en Verdún y en Besançon; en 1057 mediante una bula confirma de modo solemne que sus restos reposan en Vézelay. En 1108, en el privilegio concedido por el papa Pascual II a este monasterio, los antiguos patronos de la iglesia (Jesucristo, María, Pedro y Pablo) quedan olvidados y sólo figura la Magdalena como titular. Para explicar cómo el cuerpo de esta mujer judía del siglo I ha llegado hasta Francia se elaboran varias leyendas dignas del mejor (o del peor) Dan Brown. Una de ellas narra su llegada a Marsella en compañía de Maximino (quien, a pesar de su nombre latino, habría sido uno de los 72 discípulos judíos enviados por Jesús), tras lo cual ambos se dedicaron a evangelizar en el país de Aix. Una vez muerta María, Maximino le hizo hermosos funerales e introdujo su cuerpo en un sarcófago de mármol. Desde entonces proliferan en la catolicidad infinidad de santuarios dedicados a esta mujer. Estas leyendas sobre la Magdalena son una pequeña muestra de la fantasía con que la iglesia que brama contra Dan Brown ha “completado” la revelación bíblica durante siglos. Y sigue haciéndolo. A pesar de las depuraciones del Concilio Vaticano II, las enseñanzas oficiales de la ICR sobre vidas de santos y apariciones de reliquias revelan una imaginación similar a la de las elucubraciones de El Código Da Vinci. Lo más grave es que la mayor parte de estos relatos no sólo sobrepasa la información ofrecida en la Biblia, sino que normalmente la contradice de manera flagrante. Algo similar a lo que la novela y la película hacen con la Magdalena es lo que ha hecho la ICR con María, la madre de Jesús. En realidad el catolicismo no se ha desembarazado del “principio femenino” de la religión, como denuncia Brown, sino que lo ha sublimado en el mito de María, toda una construcción teológica con algunas pinceladas bíblicas y toneladas de paganismo. El Código “denuncia” la falsedad de los Evangelios y propone un relato alternativo (basado en documentos gnósticos muy posteriores a los escritos del Nuevo Testamento). El engaño papal es más sutil: afirmando la inspiración de la Biblia, sus enseñanzas oficiales sobre María contienen numerosos elementos tomados de “evangelios” y documentos apócrifos y de tradiciones paganas (que se pretenden justificar como legado de “la Tradición”), y que contradicen la letra y el espíritu del Nuevo Testamento que esta iglesia (como todas las demás, pues no hay discrepancias entre ellas sobre la composición del canon neotestamentario) admite como Palabra de Dios. La ICR enseña que María nació de Joaquín y Ana por concepción milagrosa y sin pecado original, que Dios la ha nombrado y hecho Reina de los Ángeles, que fue asumida en el Cielo, que media por los hombres ante Dios. Enseñanzas todas ellas directamente opuestas a la Biblia (ver El culto a la Virgen María, por Samuel Vila). Son infinitamente más numerosos los santuarios marianos que los dedicados a Cristo (y muchos de éstos están consagrados, en realidad, a reliquias como la “Santa Cruz”, la corona de espinas o incluso el “santo pañal”). El sepulcro de la Magdalena (que, mira por dónde, según El Código resulta que está en París) no es en la película más que un trasunto del “Santo Sepulcro” de Cristo en Jerusalén. Su veneración es efectivamente “alternativa” al catolicismo por cuanto pretende desplazar la centralidad del lugar donde se cree que Jesús fue enterrado; pero es profundamente católica en su concepción idolátrica. Por ello es también contraria al espíritu primigenio del cristianismo, una religión auténticamente desacralizadora (ver “Tierra Santa”). La idea de que el Santo Grial es una persona puede resultar ridícula. Pero, ¿y la idea de que el cáliz en que Jesús bebió se conserva todavía y proporciona beneficios espirituales? La catedral de Valencia (España) exhibe como auténtico el “Santo Cáliz” de Jesús (hay muchos otros en la cristiandad, como ocurre con toda reliquia, pero éste goza de especial credibilidad oficial; ver el artículo El Santo Grial, ¿realidad o ficción? en la web vaticana Zenit). El Priorato de Sión presenta no pocos paralelismos con algunas congregaciones católicas: conservación de una “reliquia” (viva, en este caso), carácter iniciático, voluntad de servicio a una causa espiritual, culto centrado en un santuario… No en vano Brown considera que los Caballeros Templarios pertenecieron a este priorato. Y esta orden militar, a pesar de haber sido disuelta por el papa Clemente V en 1312, fue completamente católica. Pese a cómo la jerarquía católica pretenda distanciarse de la masonería, no hay que despreciar el hecho de que uno de los referentes de las sociedades secretas sea la Orden del Temple (ver La masonería, ¿una amenaza para la democracia?). Es decir: los ritualismos masónicos y esotéricos tienen numerosos precedentes en la errática historia de la Iglesia Católica oficial. Es cierto que los rituales magdalenianos que se sugieren en la película son realmente escabrosos y aberrantes; pero la teoría histórico-religiosa de Brown comparte con el catolicismo la importancia de lo ritual-sacramental en la espiritualidad (insisto: en planos diferentes de la praxis). Es comprensible que la Iglesia Católica Romana, y en especial el Opus Dei, protesten por la imagen que de ellos se ofrece en El Código. A nadie le gustaría que una organización a la que uno pertenece fuera retratada de forma tan grosera y caricaturesca en una obra de tanto éxito. El impacto de la ficción sobre el público, sobre todo cuando se presenta de manera atractiva, suele ser grande. En este sentido se puede decir que la novela juega sucio. Por eso hace bien la ICR en denunciar los errores y distorsiones de El Código Da Vinci, informando sobre la realidad de su institución, tal como ellos la entienden. Ahora bien, los dirigentes de la ICR deben comprender que las figura de Jesús y de María Magdalena no son patrimonio suyo (idea que El Código Da Vinci contribuye a asentar). Todos los cristianos coinciden en aceptar que la imagen de Jesús ajustada a la realidad histórica es la de los Evangelios canónicos, y que las desviaciones disparatadas con respecto a la misma son blasfemas. Pero si ha habido una iglesia que ha añadido elementos blasfemos a la historia de Jesús ha sido precisamente la Iglesia Católica. Muchos cristianos encuentran ofensiva y dolorosa la manera en que se adora (“venera”, dice la doctrina oficial) a imágenes de vírgenes y santos, contraviniendo el explícito mandamiento bíblico (ver Una religión sin imágenes); se escandalizan ante el papel protagonista que se otorga a María en detrimento de Cristo; no consiguen comprender el culto a una multiplicidad de vírgenes que, siendo supuestamente la misma, manifiestan un carácter localista, y hasta competitivo entre ellas, tan marcado (ver Diosas locales). Pero consideran que son creencias muy arraigadas en el alma de los católicos y, según el principio de libertad religiosa y de respeto mutuo (que no “tolerancia”), aceptan que esta iglesia exprese de forma privada y pública su fe. Según estos mismos principios, la ICR y las demás iglesias no pueden apropiarse de la figura de Jesús. Pueden (y deben) darlo a conocer tal como la Biblia lo presenta, indicando que las fantasías esotéricas sobre los orígenes del cristianismo no están avaladas ni por la Biblia ni por el rigor histórico. Pero hay que respetar que Brown y sus seguidores crean e incluso divulguen su interpretación de la historia. ¿A quién beneficia la polémica? Parecería que la polémica Da Vinci (¡qué triste que el nombre del genio del Renacimiento haya quedado ligado a este fenómeno mediático!) ha contribuido a debilitar a la Iglesia Católica y al Opus Dei. Pero sus propios representantes no lo interpretan así. Marc Carroggio, responsable de la relación del Opus Dei con los medios internacionales, reconoce que el libro y la actual expectativa «están resultando una especie de publicidad indirecta para nosotros». «Ya hemos hecho bastante limonada con el libro y esperamos aumentar la producción con la película, Dios mediante. Intentaremos realizar un esfuerzo informativo, ofreciendo plena apertura y disponibilidad: puertas abiertas. Nos gustaría dar, a quienes lo deseen, la oportunidad de conocer el Opus Dei de primera mano. Algo que no han querido hacer ni el autor de la novela ni el director de la película» (Zenit, 12.1.06). El Opus Dei va a aprovechar el impacto de la película para lanzar en EEUU el proyecto Harambee 2006, de ayuda a Africa. Así, han instado a «las personas que se sientan dolidas por la falta de respeto de El Código Da Vinci» a que «manifiesten su disconformidad dando a conocer alguna iniciativa de educación o de cooperación promovida por los católicos en África o contribuyendo a su sostenimiento con una pequeña aportación» (El Mundo, 26.2.06). Diversos numerarios (los solteros y residentes en centros del Opus Dei) y supernumerarios (los casados y residentes en su propia casa) coincidieron en señalar que se sentían más cómodos que antes a la hora de hablar sobre su pertenencia a la organización. «El vicario del Opus Dei en Estados Unidos, Thomas Bohlin, opina que El Código Da Vinci culminó, de forma accidental, un proceso que se gestaba desde hacía tiempo. Ese proceso partió con el Estatuto Jurídico de la Prelatura (1982), la reforma del Derecho Canónico (1983) que facilitó el encaje de la Obra en el entramado institucional católico, y se consolidó con la beatificación (1992) y canonización (2002) de Escrivá» (El País, 6.3.06). El obispo católico de Brooklyn, Ignatius Catanello, declaró que «en medio de este ataque contra Cristo y la Iglesia, se nos abre una gran oportunidad». «Vamos a defender el honor de Dios», afirmó (Religión Digital, 11.5.06). Según el cardenal del Opus Julián Herranz «la película va a dar lugar a muchas conversiones. Al diablo le va a salir el tiro por la culata, saldrá derrotado» (El Periódico, 22.5.06). Hasta ahora, Camino, la obra clave del fundador del Opus Dei Escrivá de Balaguer, apenas vendía mil ejemplares al año en Estados Unidos. Pero ahora Random House, paradójicamente (¿?) la misma editorial que lanzó El Código Da Vinci, prevé una multiplicación de las ventas de esta obra. También editan ellos el libro Opus Dei, escrito por el periodista católico John Allen y muy favorable a esta organización, que ya es éxito de ventas como consecuencia del efecto Da Vinci. La editorial prevé asimismo publicar en octubre un libro de Scott Hahn, un pastor presbiteriano que se convirtió al catolicismo y ahora es miembro del Opus Dei (El Mundo, 26.2.06). Por tanto, es evidente que la jerarquía de la ICR parece encantada con el efecto Da Vinci. Esta institución, cuyo poder e influencia social a menudo se minusvaloran (lo cual todavía la hace más poderosa), tiene la habilidad de obtener provecho de situaciones supuestamente adversas. La ignorancia de muchos de sus opositores determina que algunas campañas aparentemente anticatólicas se conviertan en realidad en auténticos homenajes a la institución: los homosexuales, no creyentes incluidos, que exigen al papa que reconozca su condición (como esperando una bendición sacerdotal a sus tendencias); los promotores de campañas de “apostasía” de la ICR (que reconocen implícitamente la autoridad cristiana de esta iglesia); los que critican una y otra vez a “la Iglesia” (ignorando que por ser la más numerosa, no es ni la única iglesia ni la más fiel al mensaje de Jesús), etcétera. Ecumenismo El mensaje explícitamente anticristiano de El Código Da Vinci ha motivado la reacción, no sólo de la ICR, sino de casi todas las iglesias cristianas, e incluso de representantes de otras religiones. De este modo, otro efecto inesperado de la polémica es el acercamiento entre estas organizaciones. Al igual que la película católica La Pasión de Cristo de Mel Gibson unió a muchas iglesias en una campaña de promoción, El Código las ha unido en una ofensiva conjunta. El arzobispo Angelo Amato, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio de la Inquisición), declara que Roma quiere aprovechar también este «extraño éxito de una novela pertinazmente anticristiana» para trabajar junto a otros creyentes: con ortodoxos y protestantes, «porque la película ofende a todos los cristianos»; con judíos y musulmanes, «porque es una nueva manifestación de intolerancia contra quienes tienen una visión religiosa del mundo»; y con intelectuales no creyentes, «que se sienten ofendidos por los errores históricos, artísticos, etcétera, realizados para ganar dinero» (Religión Digital, 7.5.06). (Por cierto, olvida el arzobispo que la obra en realidad ofrece una visión religiosa del mundo, si bien una visión pagana). Añade Amato que «las Iglesias y las comunidades cristianas deberían hablar más fuerte, gritar la verdad desde los tejados, como dice el Evangelio, para frenar la mentira, que lamentablemente emplea todas las armas de la persuasión mediática para lograr este consenso de masa» (Religión Digital, 18.5.06). Y así ha ocurrido: las iglesias protestantes han coincidido con la católica en rechazar la manipulación de la imagen de Jesús; pero han pasado por alto el hecho de que la doctrina oficial de la ICR presenta distorsiones similares sobre importantísimos personajes bíblicos, como hemos demostrado. En España Goya Producciones (vinculada a la Iglesia Católica) ha publicado un documental, El lado oscuro del Código da Vinci, con testimonios de autores procedentes del judaísmo, el protestantismo, y las iglesias ortodoxa y católica (Veritas, 18.5.06). Entre ellos se encuentran el historiador César Vidal y la periodista Cristina López Schlichting, destacados miembros de la Brigada Antiprogre. El pensador francés Bernard-Henri Lévy publica un artículo en el Corriere della Sera (24.5.06) con el significativo título de “Judío y agnóstico, pero respecto al Código, estoy con la Iglesia”. No dice “con los cristianos” en cuanto a presuntos ofendidos, sino con “la Iglesia” (que identifica, por supuesto, con la ICR). En la India unas 300 organizaciones cristianas y musulmanas han protestado contra la difusión de la película, lo cual indujo al Ministerio de Información y Difusión a posponer su estreno para poder añadir una advertencia en la que se indica que la película es pura ficción (ACI, 21.5.06). El Opus Dei ya había tratado de negociar con Sony Pictures, sin éxito, la inclusión de esa advertencia en todas las copias de la película. De este modo, la ICR cataliza una vez más los procesos de convergencia interreligiosa, para mayor gloria del papado (ver Ecumenismo y autoridad). “Raíces cristianas” y efecto viñetas de Mahoma La polémica todavía ofrece más frutos. Santiago Guijarro, profesor de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, escribe en ABC (13.5.06): «La redefinición de los orígenes del cristianismo propuesta por Dan Brown en su novela tiene el efecto de borrar uno de los elementos que configuran la identidad colectiva de las sociedades occidentales. Si el cristianismo fue una invención, entonces podemos prescindir de él a la hora de construir nuestra identidad como sociedad emancipada de toda tutela. En este sentido, la recepción de El Código da Vinci es un fenómeno social paralelo al debate suscitado en torno a la mención de las raíces cristianas de Europa en la Constitución Europea. El Occidente postcristiano quiere borrar de su memoria compartida sus orígenes cristianos y la mejor manera de hacerlo consiste en estigmatizarlos». En la misma línea sepronuncia Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona: «El europeo que quiera liberarse de sus orígenes cristianos, se verá aliviado por este género de literatura que busca desprestigiar los fundamentos históricos y la validez religiosa y humana de la tradición cristiana» (Religión Digital, 20.5.06). Una vez más el victimismo tiene su rentabilidad: atacan al cristianismo, luego atacan a la Iglesia Católica (que representaría el mensaje genuino de Jesús), y niegan las “raíces cristianas” de nuestra cultura (ver Las “raíces cristianas” de Europa: una exigencia confesional). No podía falta otra rentabilización: la del efecto de la polémica sobre las viñetas de Mahoma, que provocaron una oleada de violencia de extremistas islámicos a finales del año pasado. En el comunicado de la Oficina de Información del Opus Dei, se afirma: «Quienes han participado en el proyecto de la película no tienen motivos para preocuparse. Los cristianos no reaccionarán con odio ni violencia, sino con respeto y caridad, sin insultos ni amenazas» (Zenit, 15.5.06). Bernard-Henri Lévy, en el artículo citado anteriormente, insiste en comparar la reacción de los cristianos con la provocada por «ciertas “caricaturas” que hace poco tiempo tuvieron una resonancia diez veces menor que el Código Da Vinci» y «provocaron una reacción tan exagerada como la que conocemos. Lo que no significa, por otro lado, la obligación de callar». Las reacciones pacíficas ante las ofensas honran a todos los cristianos, católicos incluidos. Pero a veces se explota excesivamente la idea de que atacar al cristianismo “sale gratis”, a diferencia de lo que ocurre con el islam (ver ‘Me c… en Dios’: una buena excusa). Algunos católicos de a pie, a raíz del caso Da Vinci, ya han sugerido respuestas contundentes. Por ejemplo, Juan Ramón Rallo: «Esta necesaria separación entre la fe y la violencia no significa que la Iglesia debe quedar anestesiada ante cualquier fenómeno político o social. Como institución privada, la Iglesia tiene pleno derecho a combatir y denunciar todas aquellas manifestaciones que considere incorrectas u ofensivas para la sociedad o para el pueblo de Dios. De hecho somos muchos los que creemos en la necesidad de que la Iglesia se vuelva más beligerante con los poderes políticos. Los católicos deben enfrentarse contra un Estado que sólo pretende absorberlos y reducirlos a su más mínima expresión, contra un Estado cuyo objetivo último siempre ha sido matar a Dios y ocupar su lugar» (en Libertad Digital-Iglesia, 4.5.06). Conclusiones Tomada como pura ficción, El Código Da Vinci es una eficaz película de entretenimiento y poco más. Quizá también, como afirma el actor Tom Hanks, la película podría estimular el debate «sobre lo que es importante y lo que no en los temas que trata el libro» (El Plural, 16.5.06). Los efectos de una película sobre la población son siempre muy variados (y hasta contradictorios), normalmente imprevisibles y en general imposibles de medir sociológicamente. Hay testimonios de lectores de la novela que manifiestan haber visto sacudidos los cimientos de su fe cristiana por leerla, lo cual quizá revela lo débilmente asentados que estaban esos cimientos (esto es comprensible en una sociedad en la que la mayor parte de la gente o ignora por completo los asuntos fundamentales relacionados con la religión, o los conoce a través de fórmulas convencionales y vacías o de la literatura pseudohistórica como la que nutre la novela de Brown). Pero es evidente que «quien se toma en serio la fe no la ve amenazada por un filme», como dice Hanks con agudeza. El mensaje es abiertamente anticristiano, no sólo por el cuestionamiento de verdades fundamentales del cristianismo, sino también por su subjetivismo nuevaerista. En el encuentro final entre el investigador Robert Langdon y Sophie Neveu, supuesta descendiente de Jesús y de la Magdalena, ella intenta andar sobre las aguas sin éxito, y dice, con ironía: “Probaré con el vino” (en alusión al milagro de Jesús de transformar agua en vino). Y aunque la película expone el linaje magdaleniano de Sophie como algo cierto, ambos personajes son conscientes de que, sin nada que pueda probarlo, la aceptación de este mensaje sólo puede deberse a un acto de fe subjetivo. Langdon le insta a promover el bien; a fin de cuentas eso es lo que Jesús hizo. Y le dice: “Cada uno es lo que defiende”, consigna característicamente nuevaerista (ver La Nueva Era: una típica religión posmoderna). Finalmente, la trama principal de la novela (los crímenes del Vaticano para silenciar un secreto transmitido a lo largo de los siglos) es absurda e inverosímil, además de poco novedosa (se inscribiría en la línea de las producciones sobre supuestas apariciones del cadáver de Jesús, o los “estudios” sobre “revelaciones” de documentos antiguos, como los Manuscritos del Mar Muerto, que lograrían acabar con “la Iglesia”). Parece pasar por alto el hecho de que, en materia religiosa, las “demostraciones” de errores y manipulaciones, aun pudiendo dañar la imagen de una institución, difícilmente pueden llegar a socavar sus cimientos (sobre todo cuando tal institución es poderosísima, como es el caso). Quien conozca los mecanismos de funcionamiento político, social e institucional del papado, sabe que éste es inmune a cualquier eventual “revelación” de esta naturaleza (“revelación” normalmente difícil de demostrar de manera universal e incuestionable, como aceptan los propios personajes de la película). Por eso, resulta un tanto absurdo creer que el papado podría asesinar en secreto a ciertas personas movido por ese miedo a “la verdad”. Ahora bien, es cierto que su poder se asienta en gran medida sobre mecanismos político-conspiratorios que incluyen todo tipo de maniobras (ver Reagan, Wojtyla y la “Santa Alianza”, El eje Washington-Vaticano y Dossier Ratzinger). Y también es cierto que ha sido a lo largo de la historia, y siempre que las circunstancias se lo han permitido, un poder perseguidor. © Guillermo Sánchez Vicente (15 de junio de 2006) © LaExcepción.com Para comentarios sobre esta reseña, escribir a: guillermosanchez@laexcepcion.com