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Bahía de Algeciras. Al encontrar la bahía de Algeciras en un mapa, el dedo acaricia el contorno de una valva; luna en cuarto menguante, que apenas acaba, ya vuelve a empezar. Si no fuera por el peñón de Gibraltar, los barcos creerían ir a perderse en un mar abierto al Más Allá, como si enfrente no hubiera otro continente. Algeciras, ojos ibéricos del viejo cuerpo europeo, que rejuvenece con cada nuevo habitante llegado del sur, a lomos de olas pavorosas, con el miedo en el rostro y el dolor en las piernas; y en el alma, la esperanza de todo un continente, ese del que siempre ha salido el ser humano para dar vida al mundo. Hay puertos de los que la historia reniega. También la reciente, encarnada en los restos de la ballenera de Getares... o en el pecio de un mercante. No fue el primero en perderse entre dos mares. Ya hace tiempo que el aceite y el vino se mezclan con la sal, y dejan las ánforas rotas para que criaturas diminutas las tapicen. Las gorgonias blancas hacen imaginarias perpetuas, sin relevos, sobre el cepo de un ancla que no encontró la Vía Augusta del mar para volver a casa. Las doncellas velan los restos de uno de tantos naufragios, mientras que los cangrejos no se atreven a acercarse. El pulpo, contorsionista tan hábil como perezoso, se despereza. En los fondos de la bahía, la tranquilidad es aparente. Todo parece quieto, pero las algas muestran la vehemencia de las corrientes. Los peces redoblan los esfuerzos para mantener el rumbo. Sargos que no se sabe si van o vienen, reyezuelos que salen de las cuevas, con sus inmensos ojos negros saltando sobre el color rojo que los anuncia. Una escópora permanece inmóvil, casi mineral; cuerpo confundido entre espinas, aletas y colores miméticos. Como si fuera una roca más, con las aletas transformadas en pinchos agudos y penetrantes, esperando presas poco atentas a las amenazas disimuladas. Todo lo contrario de las branquias de un poliqueto, ligeras como un revuelo de faldas en una tarde de otoño. Los tentáculos de las anémonas, semejan melenas, con reflejos lilas en las ponzoñosas puntas de los cabellos, que podrían enredarse en una peineta hecha de gorgonias. Un guante rojo, el coral mano de muerto, se mueve agitado por las corrientes, que no dan tregua a la camaleónica gorgonia, tan pronto roja como amarilla o blanca. Las algas forman bosques salados, que se transforman en bosques dulces en la superficie. Agua dulce; un agua tan escasa, tan deseada tras la atroz travesía, que aquella lengua árabe que cruzó el estrecho creyó probar el paraíso prometido a los valientes, y al agua que corría la llamó río de la Miel. Dulce como el olor de las alhucemas de la Punta Carnero, entrada a la bahía, donde ahora el faro ilumina el principio, o el fin, de un mar. Algeciras sueña con Latakia. Por eso el faro señala los confines de la vida. Con una luz que alumbra la incertidumbre. La de los barcos y la de los cuerpos perdidos en el Estrecho. Vidas que ya no son; enterradas en sal.