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De la muerte de David Carradine, “el pequeño saltamontes” Por Manuel J. Moreno – Psicólogo mjmoreno@cop.es No es mi intención aclaro, evaluar personalidad y preferencias libidinosas del recientemente fallecido actor David Carradine, para muchos y para siempre, Kung-Fu. Lo cierto es que su extraña y estrambótica muerte, ha dejado a más de uno, cierto amargor y malestar frente a las insuficiencias de lo humano, demasiado humano. No es para menos. David Carradine encarnó de manera convincente y sugestiva al personaje Kwai Chang Caine, un monje shaolín de ascendencia chino-estadounidense, personaje que por cierto, iba a ser interpretado originariamente por el legendario Bruce Lee. Eran los albores de la New Age, un romántico sueño de y para jóvenes de todas las edades, ilusionados simpatizantes de fraternidades y excelencias de un renovado y prometedor mundo que, desgraciadamente, nunca llegó a cristalizarse. Pacifismo budista, sincretismo religioso, revolución sexual, Asram edificantes, búsqueda de experiencias trascendentes, teosofía y antroposofía, Krishnamurti y sus reflexiones antimaestros, “mi credo” del novel de literatura Herman Hesse, Allan Wats y su “camino del zen”, Erich Fromm y sus “arte de amar” y “el miedo a la libertad”, el retorno al mentalismo alumbrado por el cambio de paradigma del conductismo al cognitivismo, las psicoterapias constructivistas… Ciertamente, David Carradine, nos hizo vibrar y conmover con la ilusión –el maya de la filosofía Vedanta- de un hombre nuevo y distinto. No con aquel hombre nuevo que preconizaba el albanés Enver Hoxha con su revolución política que ya sabemos en qué miserias terminó, sino con un ser humano más espiritual –en el más amplio y heterodoxo sentido de la palabra-, pacífico, laborioso, tierno, respetuoso, sensato, paciente y profundo. La serie Kung-Fu, se constituyó en la cita semanal con un fragmento de lo que Aldous Huxley denominara la filosofía perenne. Una filosofía o saber presente en las palabras y gestos de los maestros zen de los templos shaolín, ahora actualizada y puesta en escena por un exmonje cinematográfico que busca sus raíces paternas en tierras estadounidenses, en el siempre lejano oeste, como siempre convertido en tierra de contrastes. Granujas y pistoleros desalmados frente a la sugestiva fuerza moral -implícita durante las dos terceras partes de cada capítulo y explícita en su último tercio- del atractivo y fascinante monje budista. Es claro que la serie Kung-Fu supo llegar a ciertas delicadas instancias del alma de los televidentes, despertando en sus silenciosas conciencias, interés por una espiritualidad que en occidente se encontraba en pleno proceso de descomposición. Y no porque las películas de la serie fuesen en realidad nada del otro mundo, sino porque se convirtieron por la fuerza sugestiva de las citas y escenas elegidas, en oportuno estímulo para la elicitación de ese sentimiento religioso universal –anima naturaliter religiosa- que secretamente nos informa de la sacralidad inherente a todo ser viviente. Todos sabemos que las emociones y conmociones que experimentamos frente a la gran -o pequeña- pantalla no son otra cosa que ficción. Pero al igual que aceptamos y permitimos una o dos horas de trance hipnótico frente a una película, que nos permitimos reír y llorar frente a escenas que sabemos de antemano son truculentas y falsas, también nos duele la insalvable distancia entre la ficción conmovedora del entrañable monje shaolín y la mundanal muerte de Carradine, patética y fatalmente maniatado con una cuerda de nailon que acortó distancias entre su cuello y sus testículos, en un armario de un hotel tailandés. Una escena que dista acaso demasiado, de la sabia y disciplinada templanza del monje shaolín Kwai Chang Caine, que antaño encarnara. Cabría preguntarse por la enigmática sentencia que pronunciaría su sabio e invidente maestro, ante la extraña e innatural circunstancia que dejó sin oxígeno para la continuidad de la vida, a su joven e inquieto discípulo, el pequeño saltamontes.