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La superación del racionalismo María Eugenia Hurtado Pérez La filosofía racionalista ha conducido a la cultura occidental, según opinión de la filósofa malagueña María Zambrano, al escepticismo en lo filosófico, al agnosticismo en lo religioso y al despotismo y a las dictaduras en lo político. Desde su atalaya de la Universidad Gregoriana de Roma el profesor Lobato escribe certeramente: “La situación a que hemos llegado en Occidente es de una enorme rebelión contra el camino recorrido, una airada protesta contra la modernidad”. Se impone la necesidad de superar este ciclo de pensamiento que adolece entre otros defectos de la supervaloración de la razón discursiva con menosprecio y minusvaloración de la razón intuitiva. El racionalismo es la pretensión de un adanismo absoluto, de ser un intento de racionalización a partir de la conciencia despierta, sin admitir ninguna otra ayuda subsidiaria a mi propia capacidad discursiva. “Es la filosofía – nos dice Ortega y Gasset – una ciencia sin suposiciones . Entiendo por tal un sistema de verdades que se ha construido sin admitir como fundamento de él ninguna verdad que se dé por probada fuera del sistema. No hay, pues, una admisión filosófica que el filósofo no tenga que forjar con sus propios medios. Es, pues, la filosofía ley intelectual de sí misma. Es autonómica”. Este “adanismo” absoluto hace que mi mente ruede en el vacío , devorándose a sí misma, “creando el olvido” de su propio origen e intentando “ocupar por entero el lugar de la mente humana, cerrándola a toda posible revelación” (María Zambrano). Con ello llegamos a la devaluación o negación de la metafísica. Como dice el filósofo argentino Alberto Caturelli, volver a la metafísica es para muchos filósofos de hoy “como el regreso de un paleo-pensar, apenas digno de un análisis arqueológico”. Pero sin metafísica la filosofía se torna como un saber sin fundamento. María Zambrano estaba convencida de que para que resurja la metafísica el hombre precisa una “revelación”, y que sin ella no es posible ni siquiera una reflexión coherente. Desde sus comienzos la filosofía repite el gesto de “las hijas del sol” del poema de Parménides, en que, “abandonando la morada de la Noche, se apresuraron a llevarme a la luz, quitándose los velos de sus cabezas con sus manos”. Revelación que está en el origen de todo pensamiento con sentido. Revelación que es expresada por Platón como una “voz interior” que “llena nuestros oidos de una divina sabiduría”, “una sabiduría que nos llega improvisadamente sin saber de donde”, Una sabiduría espontanea y “revelada” a la que Aristóteles llamó “noûs” y que en conjunción con la “episteme” constituye la filosofía. Desde su creación la metafísica fue una síntesis de razón discursiva y razón intuitiva, noûs y episteme, intuición y razonamiento. Decía Aristóteles: “hé sofía estí kai episteme kai noûs” – “la filosofía es razonamiento e intuición”. Con San Agustín el conocimiento humano se expresa en “una especie de trinidad” formada por los siguiente elementos: una intuición sensible, que nos manifiesta a través de los sentidos externos la realidad física que nos rodea; una intuición intelectual, que nos comunica los primeros principios y verdades eternas; y una capacidad de razonamiento, que nos permite juzgar de lo que nos es dado en la intuición tanto sensible como intelectual a partir de los principios que la propia intuición intelectual nos comunica. San Agustín escribe: “Es propio de la razón superior juzgar de las cosas materiales según los principios incorpóreos y eternos , principios que no serían inmutables de no estar por encima de la mente humana; pero si no añadimos algo muy nuestro no podríamos juzgar a tenor de su dictamen de las cosas temporales. Juzgamos, pues, de lo corporeo (...) según una razón que nuestra mente reconoce como inmutable”. A la intuición sensible la podemos llamar experiencia y a la intuición intelectual María Zambrano la llama “revelación”. “El racionalismo – dice esta filósofa - se alza, precisamente, en oposición contra la revelación, y en algunas de sus extremas formas, hasta contra la humilde revelación diaria de la intuición”. La razón discursiva no se basta a sí misma. Aislada de la intuición, rueda en el vacío y enloquece, crea fantasmas – “monstruos” en expresión del genial pintor Goya que terminan por destruirla. Necesita de la intuición inmediata de los sentidos, como materia sobre la que reflexionar, y de la intuición intelectual, que le da los criterios y principios, el código de racionalidad, que le permite juzgar sobre el valor de la realidad que le es dada en la intuición sensible, sobre su unidad, bondad, verdad y belleza. La razón con la sola intuición sensible no consigue liberarse de la inmediatez de lo dado, no supera la simple conciencia de percepción. Sería, en expresión muy dura de S. Agustín, puro y simple “conocimiento de bestia”. Sólo la intuición intelectual - la “revelación” – nos permite distanciarnos del objeto e interponer entre lo percibido y el percipiente la indeterminación iudicativa y los criterios que le permiten dar sentido a lo percibido y juzgar. Al desacralizarse la filosofía moderna, en el lote de lo que se abandona o rechaza como perteneciente al campo de lo religioso o teológico, se incluyeron elementos, conceptos, que no tenían su origen en el cristianismo, pero que éste había asumido como propios, uno de los cuales es el de “revelación”, sin advertir que éste es un elemento fundamental, constitutivo del mismo saber filosófico. Además, el Racionalismo, que arranca de Descartes, cae en una especie de maniqueismo al situar el conocimiento humano entre los dos extremos del saber absoluto o absoluto saber por una parte y el error también absoluto. Pero la verdad absoluta sólo a Dios corresponde y el absoluto error nos incapacitaría formalmente para el pensamiento. El hombre se encuentra situado en la zona de penumbra, en el claroscuro de un saber entre ambos extremos. Entre la noche cerrada y el pleno día se interpone el periodo del amanecer y el hombre, en una bella expresión gráfica de María Zambrano, “de continuo alborea”, más aún nos dice que el hombre es “una alba cuajada”. Nos encontramos necesariamente por nuestra limitada condición de ser finito en esa zona auroral, crepuscular o de penumbra, siempre a la búsqueda de una plenitud que nunca alcanzamos. Porque en última instancia la filosofía es más búsqueda que resultado, es un continuo “quaerere veritaten” en palabras del filósofo africano, una búsqueda constante de la verdad. Por otra parte, el Racionalismo intenta ver la realidad desde la mirada de Dios, al que en definitiva termina sustituyendo o anulando. Es, como el de Dios, el suyo un saber de totalidad o totalizador por una parte y por otra un saber que intenta ser creador y dominador. Pero, por el contrario, la filosofía que María Zambrano propone no intenta dominar la realidad, sino estar atenta al ser, que se nos manifiesta de continuo. Se da en ella el giro del giro copernicano, que estableciera Kant. No se trata de imponerle al ser nuestras propias reglas de conocimiento, sino de aceptar las que la misma realidad nos manifiesta, no en un ingénuo realismo, sino en una lectura crítica y hermenéutica de lo dado, sabiendo que todo sentido es inventado – de in-venire o salir al encuentro - por el hombre, desde el mito hasta el saber científico. Este último se distingue del primero en el hecho de estar en un proceso continuo de contrastación con la experiencia. Consecuente con este método, la filosofía no arranca de la duda universal, no intenta, como dijera Ortega, un robinsonismo absoluto, como si fuera posible afirmar el mundo, una vez negado o puesto en duda. Ya sólo cabe el idealismo, la creación imaginativa de un cosmos a la medida de nuestras apetencias, que puede ser genial, pero que siempre será falso. Su filosofía es hermnenéutica. Intenta buscar el sentido de aquello que nos es dado. La pretensión de un saber “autonómico”, que se baste a sí mismo, que sea autosuficiente y autocreador, no es sino un espejismo. “Porque, además de la naturaleza racional – afirma Zambrano - (el hombre) conserva siempre algo de la primitiva mezcla sagrada, de la participación misteriosa y primitiva con la realidad toda: algo de mito y de fábula, tiene un sueño”. Estoy segura de que estamos inagurando en nuestros días una nueva manera de hacer filosofía, porque se impone una nueva metafísica. María Zambrano la profetiza como inmediata: “Una metafísica experimental, que sin prtensiones de totalidad haga posible la experiencia humana, ha de estar al nacer”. Pienso que la palabra “experimental” hace referencia a esa doble intuición de que hemos hablado en este trabajo. María Zambrano está convencida de que el ciclo de la filosofía moderna, que se abre con Descartes, se está cerrando justamente en nuestros días. “Estamos – nos dice – en el umbral de una nueva época, quizá de un nuevo mundo”. Ortega y Gasset profetiza a su vez: “Tal vez se abre con el principio de la intuición una nueva época de la filosofía”. María Eugenia Hurtado Pérez Miembro del Grupo de Investigación HUM O448 de la Univ. de Málaga