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LA CANCION DE ALDERAAN Por Keyan Sark El anciano Senador Rewce dejó caer al suelo su copa de Paga destilado cuando oyó un grito proveniente de la habitación contigua. Se levantó de su ergosofá, el cual recobró automáticamente la forma estándar, y echó a correr hacia allí. El grito había sido acompañado por llantos y sollozos. Cuando Rewce abrió la puerta de la habitación encontró lo que esperaba. Sentada en la cama, llorando, estaba su hija pequeña, de apenas nueve años. El viejo y cansado Senador se sentó a su lado y la niña se abrazó a él llorando. – Ya, ya, mi niña - dijo consolándola -. Papá está aquí... La pequeña siguió sollozando unos instantes y sorbiendo aire por la nariz. Aquella no era la primera vez. – Has vuelto a soñar, ¿verdad, Andrea? - preguntó Rewce. La pequeña asintió con la cabeza. – Sólo ha sido un sueño. Aquí estamos a salvo... – El hombre negro estaba allí, papá; y venía a cogerme - dijo la pequeña entre pucheros antes de volver a ponerse a llorar. El anciano Senador abrazó a la niña y no pudo evitar contraer sus facciones en un gesto de dolor y rabia. El hombre negro. Lord Darth Vader. Rewce y Andrea eran originarios de Xemteri, un mundo que se había opuesto a los reiterados abusos de poder del Emperador, y que lo había pagado muy caro cuando el Destructor Estelar Devastador apareció aquel día en los cielos. El palacio presidencial había sido el primero en ser destruido por el fuego turboláser que llovía del cielo y luego siguieron otros muchos. Otros muchos... Rewce había logrado escapar a bordo de una nave, como tantas miles que abandonaron el planeta ese día sólo para ser desintegradas por el fuego del Devastador. Por desgracia, ellos fueron atrapados por un rayo de tracción. Tropas Imperiales entraron en la nave sin encontrar resistencia, y, junto a ellas, la ominosa figura de negra armadura del Señor Oscuro del Sith, Vader. Aquel monstruo hizo gala de sus inhumanos poderes para estrangular en el aire sin tocarlo al capitán de la nave, bajo la acusación de traición al Imperio. Y lo hizo delante de los horrorizados ojos de Andrea. A ellos, sin embargo, les reservaba otro destino. Partieron en una lanzadera rumbo a un mundo olvidado, ¿Dathomir, se llamaba?, donde el Imperio esperaban que se pudriesen en el olvido. Pero quizá el mismo soplo que delató su huida hizo que un grupo de asalto rebelde interceptara la lanzadera cerca del Cinturón de Roche, cuando esta se iba a unir a un convoy de suministros. Rewce aún podía ver el terror en los ojos de su pequeña mientras la batalla se desarrollaba a su alrededor, sin saber si sobrevivirían, o morirían en el vacío del espacio. Por fortuna no fue así, y los rebeldes les rescataron. El alto mando de la Alianza de inmediato se interesó por ellos y fueron enviados a Alderaan a bordo de una corbeta corelliana sin indicativos. Lo cual no impidió que fueran atacados por una patrulla Imperial a la que un par de Alas-X rebeldes lograron aniquilar. Aquello no contribuyó a tranquilizar a la pequeña Andrea. Y aquí estaban ahora, en Aldera, la capital de Alderaan. Dos refugiados políticos en la última isla de libertad de una Galaxia atribulada. Por desgracia, la niña no dejaba de tener pesadillas recurrentes, y en muchas de ellas aparecía la maldita figura de Darth Vader. Rewce no sabía que hacer para acabar con aquello. La niña había dejado de llorar y ahora respiraba con alguna dificultad mientras seguía abrazada a él. – No tienes que temer nada, cielo. Todo está bien. Ven, vamos a ver como se pone el sol. El hombre cogió a la niña en brazos y salió con ella al balcón de la habitación. Desde allí se podía contemplar toda la gloria de Aldera al atardecer. Las estilizadas embajadas de otros mundos se alzaban hacia la derecha, compitiendo con serenidad por alcanzar el cielo. Más allá se divisaba la Universidad, hogar de la Escuela de Filosofía de Collus, uno de los más grandes pensadores de la Antigua República y asilo de uno de los últimos reductos de librepensamiento bajo el Imperio Galáctico. Y de entre todos los edificios destacaba especialmente la Casa del Gobierno, hogar del Virrey Bail Organa, quien había desafiado al Emperador al acoger en Alderaan a fugitivos del Nuevo Orden como él. Bendito fuera. El sol se ponía y el inmenso lago meteórico en cuyo centro se alzaba Aldera estaba teñido de oro. Aún no era la temporada del "Flujo de Plata", cuando miles de millones de brillopeces desovarían en los ríos y su destello sería visible desde la órbita del planeta. Aldera era única en sí misma ya que era una de las pocas ciudades reconocibles como tal que se alzaban en el planeta. Los habitantes de Alderaan, amantes de la naturaleza, habían decidido hacía milenios no adaptar el terreno a sus necesidades, sino sus necesidades al terreno. Así podía visitarse Ciudad Grieta, una de las ciudades más grandes de Alderaan construida en las paredes de una red de fisuras, grietas y cañones; o Ciudad Terrarium, llamada la Ciudad Embotellada pues fue construida como una bóveda bajo una gran llanura. Esta bóveda se rellenó de un polímero no volátil que fue posteriormente tallado mediante lásers en órbita, esculpiéndose toda una ciudad que posteriormente fue cubierta con una hoja transparente, dando la impresión de un lago de cristal desde el exterior, con las luces de la ciudad reluciendo desde el interior. Y así, las inmensas, eternas, inacabables praderas de hierbas de Alderaan quedaban libres para su contemplación y su disfrute. O para la elaboración de las afamadas pinturas de hierba de Alderaan, que sólo se podían admirar de verdad desde el aire. La niña en sus brazos dejó escapar un suspiro ahogado de admiración cuando la inmensa figura de un thranta, un gigantesco animal volador domesticado para ser empleado como aeronave viviente pasó sobre ellos proyectando su sombra sobre el edificio con un poderoso batir de sus alas. Por todas partes se divisaban parques y jardines, iluminados por globos de luz a la caída del sol, y parejas de amantes se reunían bajo la luz de las salientes estrellas. Las estrellas. Andrea siempre había amado las estrellas. – Mira, cielo, están saliendo las estrellas, ¿ves? - dijo Rewce. La niña alzó la mirada y contempló el azulado firmamento estelar. Debido al trabajo de su padre, nunca había vivido el suficiente tiempo en un mismo planeta como para aprender a reconocer las constelaciones. Sin embargo, llevaba ya lo suficiente en Alderaan para que algo llamase su atención. – Papá, mira, hay una nueva estrella en el cielo. – ¿Qué? – Allí, mira. La pequeña señaló con el dedo en dirección a un punto en el cielo. En ese instante se dejaron oír alarmas en toda la ciudad. Aquello era demasiado grande para ser una estrella, o un satélite. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del anciano Senador al comprender lo que estaba ocurriendo. Lo que iba a ocurrir. Había oído rumores en los últimos días acerca de una nueva y devastadora arma Imperial. Rumores terribles que se acababan de confirmar en un único y eterno instante. – ¡Papá, papá, mira! ¡Está brillando con un color verde muy bonito! Las alarmas redoblaron su intensidad. El anciano Senador abrazó a su hija contra su pecho obligándola a apartar su mirada de aquello. – No mires, cariño - susurró mientras besaba su pelo -. No mires... El viento comenzó a soplar, meciendo la hierba en las praderas... *** Varios años después de la Batalla de Endor, un puñado de supervivientes, con ayuda de la Nueva República, fundaron en un planeta deshabitado una colonia llamada Nuevo Alderaan. Cada vez que el viento sopla entre la hierba, estos supervivientes afirman oír los ecos de la Canción de Alderaan. FIN Esta historia ha sido escrita por Juan I. Mieza Fernández en agosto de 1998. Queda prohibida su reproducción total o parcial por cualquier procedimiento sin permiso escrito del autor. Los personajes aquí descritos son ficticios. El Universo Star Wars se ha tomado como referencia y es propiedad de LucasFilms Ltd, y citado sin animo de lucro. Las descripciones de Alderaan han sido tomadas de The Illustrated Star Wars Universe, por Kevin J. Anderson y Ralph McQuarrie Para cualquier comentario relativo a esta historia, escribe a jmieza@iies.es