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SEMINARIO NACIONAL DE LAMBARÉ Viernes, 8 de julio de 2016 18.30 h. (Os 14,2-10; Sal 50; Mt 10,16-23) Homilía Queridos hermanos: Celebro con gozo la Eucaristía en este Seminario Nacional, sin duda corazón vivo y fuente de esperanza para la Iglesia paraguaya. La Palabra de Dios, que acaba de ser proclamada, nos invita, a través del profeta Oseas, a la conversión. Una conversión, que no es tanto iniciativa nuestra, sino respuesta a la acción de la gracia, a la acción de Dios, que nos amó primero. En el Evangelio, Jesús instruye a los discípulos sobre la misión evangelizadora que van a realizar. Sus palabras no describen una evangelización ideal, marcada por el éxito, sino que son más bien palabras realistas: “os perseguirán, os entregarán y os odiarán por mi causa”. (cfr. Mt 10,16ss.) Quisiera detenerme en dos ideas, –dos certezas, diría– de este evangelio, que considero fundamentales para la vida cristiana en general y, sobre todo, para aquellos que somos sacerdotes o, como ustedes, han sentido la llamada al ministerio sacerdotal y se preparan para ello. La certeza de la prueba En nuestra vida cristiana y en la misión a la que somos llamados no faltará la persecución, la prueba, la cruz. El discípulo no es más que su maestro, y si a él le han perseguido a nosotros también. Todos somos conscientes de cómo, a veces, hemos encontrado dificultades en nuestro propio entorno familiar o allá donde hemos sido enviados. En el rito de la ordenación presbiteral, después de ser transformados por la acción sacramental, el Obispo, al entregar al nuevo sacerdote el pan y el vino, le dice: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor.” Nuestra cruz de cada día, que puede venir de la persecución exterior o también de nuestra propia condición frágil, débil y pecadora, nos hace presente continuamente que es Él el que cura, el que resucita, el que purifica y expulsa los demonios. Sólo aceptando la cruz, podremos decir con san Pablo: “por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte”. (2ªCo 12,10). Jesús nos invita hoy a guardarnos de la mentalidad del mundo, que tantas veces rechaza la cruz y con ella la verdad, para ir en busca de lo cómodo, lo fácil o lo placentero. Esto no significa apartarse de los hombres, sino todo lo contrario, estar en medio de ellos para hacer visible el amor incondicional que Dios tiene por cada persona, un amor capaz de iluminar el dolor y la prueba de los que sufren. La certeza de la presencia del Espíritu Santo “El Espíritu Santo hablará por vosotros” nos dice el Señor en el Evangelio. Algo fundamental en la vida cristiana y, sobre todo, en el Seminario es el discernimiento: conocer qué quiere el Señor de mí, cual es su voluntad. Para ello, hemos de ser conscientes de nuestras debilidades, de dónde hemos sido llamados y hacia dónde caminamos, saber cuáles son nuestras seguridades durante el camino, hacia dónde se inclina nuestro corazón... Estas preguntas, que hemos de hacernos cada día, encontrarán una respuesta certera, si dejamos actuar al Espíritu Santo en nosotros. Esto implica pedirlo con humildad, confrontar nuestra vida con la Palabra de Dios, sin resistirnos a ella, examinar cada día nuestra conciencia (y nuestro corazón) con sinceridad, dejarnos guiar y acompañar por nuestros pastores y directores espirituales. Así, poco a poco, se irá creando en nosotros un corazón nuevo, un corazón libre. Quisiera recordar la llamada que el Papa Francisco, en la visita que realizó hace un año a Paraguay, hacía a los jóvenes, invitándoles a pedir cada día al Señor un corazón libre. Un corazón libre, decía, “que no sea esclavo de todas las trampas del mundo. Que no sea esclavo de la comodidad, del engaño. Que no se esclavo de la buena vida. Que no sea esclavo de los vicios. Que no sea esclavo de una falsa libertad, que es hacer lo que me gusta en cada momento.” (Francisco, Discurso a los jóvenes, Costanera de Asunción, Paraguay, 12·07·2015) Si servimos a la verdad, aunque nos critiquen o persigan, nuestro corazón se irá haciendo cada vez más libre. Como consecuencia, podremos amar, sin miedos, sin reservas, al pueblo al que el Señor nos envía. Un corazón de pastor ha de ser un corazón libre, un corazón con los mismos sentimientos que Jesús, es decir, un corazón que conoce el sufrimiento de su pueblo, que sabe de la injusticia de los hombres y que tiene una Buena Noticia que comunicarles. Un corazón compasivo y misericordioso, llamado a curar las heridas con el bálsamo de la misericordia. La experiencia de donarnos, como ha hecho Jesús, no sólo nos hará realmente felices a nosotros, llenando de plenitud nuestra vida, sino que hará creíble el Evangelio de la misericordia. Esta donación de Cristo al Padre y a los hombres, por amor, es lo que celebramos en la Eucaristía. Un sacrificio que perdona los pecados, una presencia que consuela y fortalece, un banquete que llena hasta saciar nuestra sed más profunda. No quisiera concluir sin antes invitarles a mirar a nuestra madre: ella nos alienta en nuestras dificultades, recoge nuestras lágrimas, limpia nuestras heridas, implora para nosotros el don del Espíritu, nos anima, nos quita los miedos y nos prepara la mesa eucarística. Que ella también nos dé un corazón dócil a la Palabra, para que podamos cantar cada día “las misericordias del Señor.” (Sal. 88). Amén.