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INSTITUTO HIJAS DE MARIA AUXILIADORA fundado por San Juan Bosco N. 815 En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo iniciamos el año litúrgico 1999-2000, que introduce a la Iglesia en un nuevo período de gracia y de misión. Celebrar el bimilenario de la encarnación del Verbo significa, en efecto, ser atraídos en el misterio del amor gratuito, previsor y misericordioso, de la Trinidad que Jesús nos ha revelado. Él, que vino a habitar entre nosotros, ha llevado a cumplimiento el deseo encerrado en el corazón de cada ser humano de conocer a Dios. En una hermosa síntesis, inspirada en la Constitución Lumen Gentium, la bula de apertura del Jubileo recuerda: “Lo que la creación conservaba impreso en sí misma como sello de la mano creadora de Dios y lo que los antiguos Profetas anunciaron como promesa, en la revelación de Jesús llega a la definitiva manifestación” (IM 3). Es el mismo Dios quien viene a hablar de sí mismo a la criatura humana y a mostrar el camino por el cual es posible llegar a él. El cristianismo se diferencia en esto de las otras religiones, en las cuales se expresa la búsqueda de Dios por parte del hombre: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). En el Verbo encarnado se cumple el anhelo presente en todas las religiones: un cumplimiento que es obra de Dios, misterio de gracia que supera toda expectativa humana. Jesús no sólo nos habla de Dios al revelar la comunión de amor trinitario, sino que testifica con su vida que Dios busca a su criatura porque la ha querido a su imagen y la ama desde siempre y por siempre la llama, en Él, a la dignidad de hija (cf TMA 6 y 7). La encarnación redentora del Verbo hace accesible a la criatura humana, que lo acoge en la fe, la realidad de la comunión trinitaria, de la filiación divina por obra del Espíritu. Partícipes de la vida íntima de Dios somos invitados a entregarle el corazón para que lo transforme, a dejarnos reconciliar, a permanecer en su amor, a testimoniar la familiaridad con Dios en nuestras relaciones con los demás y con el cosmos. Por esto no podemos celebrar la Encarnación sino manteniendo la mirada fija en el misterio de la Trinidad. El objetivo del Jubileo, como es conocido, es "la glorificación de la Trinidad de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia” (TMA 55). Que el Año Santo nos encuentre vigilantes para acoger el don de Dios y agradecidas para responder como conviene a la llamada a vivir la vida divina en Jesús, nuestro hermano y salvador. En los encuentros mensuales de este año nos ayudaremos a reavivar el don de Dios que hay en nosotras y a agradecer, uniéndonos a la acción de gracias de Jesús en la Eucaristía. Encarnación, como misterio trinitario, y Eucaristía, como fuente de vida divina, son, en efecto, dos grandes temas del año jubilar (cf TMA 55). Una experiencia contemplativa para vivir en lo cotidiano Desde hace tiempo nos estamos preparando a este acontecimiento de gracia. Os he expresado mi deseo de que lo viváis en actitud de vigilancia. ¿Sabéis por qué? Se están haciendo muchos proyectos y se programan iniciativas de distinto género para celebrar el bimilenario de la Encarnación. Temo que podamos también nosotras distraernos con manifestaciones externas o superficiales y que no tengamos las disposiciones para vivir nosotras mismas e implicar a los jóvenes y a las comunidades educativas en la experiencia que hace del Jubileo del 2000 un año santo. Nos lo recuerda Juan Pablo II en la Carta sobre la peregrinación a los lugares ligados a la historia de la salvación, publicada el pasado 29 de junio y dirigida a cuantos se disponen a acoger en la fe el Gran Jubileo. Éste “no consiste en una serie de condiciones que cumplir, sino en vivir una gran experiencia interior. Las iniciativas externas tienen sentido en la medida en que son expresión de un compromiso más profundo, que afecta al corazón de las personas” (n. 1). Sobre esta dimensión interior, contemplativa, quisiera entretenerme ahora con vosotras. Me llegan noticias de las inspectorías sobre la preparación al renovado “sí” que comunitariamente nos comprometemos a expresar y a celebrar a lo largo del año. Veo que estáis implicando también a las personas que viven con vosotras, destinatarios o colaboradores, en modos distintos, de la misión educativa. Será una experiencia que renovará el rostro de las comunidades educativas si conduce a despertar y a testimoniar la realidad fundamental de nuestro ser cristianos, bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Quisiera sugeriros un ejercicio de oración muy sencillo como inicio y, al mismo tiempo, expresión culminante de la experiencia, hecha connatural por el bautismo, de vivir en la presencia de Dios. Muchas veces al día hacemos sobre nuestra persona el signo distintivo de los cristianos: la señal de la cruz. Es, evidentemente, un signo trinitario no sólo por las palabras que lo acompañan –clara profesión de nuestro estar injertados en la vida de la Trinidad-, sino, sobre todo, porque evoca la concreción de la iniciativa de amor de Dios, expresada en la donación del Verbo encarnado hasta la muerte de cruz, para hacernos partícipes de su misma vida. ¿Cómo nos preparamos a la profesión de fe y de amor que la señal de la cruz expresa? El peligro más grave para nuestra vida es el automatismo en las expresiones que deberían ser gestos de amor, de agradecimiento, de gozosa adhesión personal al don ofrecido. ¿Por qué no comprometernos en este año a romper la costumbre de hacer tantas señales de la cruz distraídamente, pensando en otra cosa? ¿Por qué, antes de hacer la profesión de nuestra pertenencia vital a la Trinidad no proveemos un instante de preparación, como conviene a todo encuentro importante y a toda declaración comprometida? Es un sencillo ejercicio que puede producir grandes frutos. Del sentirnos realmente en Dios, en el cual vivimos, nos movemos y existimos, a lo que San Francisco de Sales llama el éxtasis de la acción. Al meditar sobre el gesto que realizamos, alimentamos el deseo de entrar vitalmente en el amor que nos atrae a sí, y la experiencia de este amor, que es don de contemplación, transforma nuestro corazón y nuestra mirada. Con esta mirada contemplativa del Amor nos capacitamos para valorar los acontecimientos de la jornada a la luz de la Trinidad y a reconocer su presencia en los acontecimientos de la historia. Me parece que se puede extender al signo de la cruz lo que San Francisco de Sales afirma respecto del ejercicio de las oraciones-jaculatorias a lo largo de la jornada: “Éste puede suplir a la falta de todas las otras oraciones, pero la falta del mismo no puede ser sustituido en modo alguno por ningún otro medio” (Filotea II 13). El Patrono de la Familia salesiana y doctor del Amor sugiere el camino de la oración del corazón como vía hacia la contemplación. Cuanto él dice para el nombre de Jesús puede valer también para el nombre del Padre y del Espíritu Santo. Cuando escribe a Juana de Chantal usa estas palabras humanísimas y ardientes: “Hija mía, me encuentro tan abrumado que no tengo tiempo de escribiros más que la gran palabra de nuestra salvación: Jesús. (...) Pronunciémoslo con frecuencia (este nombre). Aun cuando por ahora sólo consigamos proferir un balbuceo, al final lograremos pronunciarlo bien. Pero ¿qué significa pronunciar bien este santo nombre? Me decís que os hable claro. Pobre de mí, hija mía, no lo sé: sólo sé que para pronunciarlo como es debido se necesita una lengua de fuego” (Carta del 1º de enero de 1608, en OEA XIII 354). Creer que vivimos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo cambia el estilo de nuestra vida. Incluso en situaciones de soledad y de dificultad se puede irradiar paz y ternura. Recuerdo a una persona anciana, viuda, que vivió sola más de 25 años. Un día, conversando con ella, le dije que no estaba nunca sola, porque en su corazón moraban las tres Personas divinas y que también María estaba a su lado. Me miró fijamente, en silencio, y sus ojos expresaban sorpresa y reconocimiento. Mucho tiempo después le telefoneé preguntándole si estaba sola. “No –me respondió- somos cinco”. Y su vida sencilla, de anciana, comunicaba a cuantos la rodeaban la sabiduría de una contemplativa. El éxodo de Dios hacia su criatura despierta en ella la confianza para salir de sí misma, para realizar, a su vez, el éxodo hacia Dios en quien encuentra el corazón la paz y la plena realización en el olvido de sí, atraído por la belleza del Amor trinitario. La experiencia de la admiración, de la alegría, del agradecimiento libera de los hermetismos defensivos, de las pretensiones de afirmación egoísta, de los fútiles atractivos. Libera purificando y transformando. Por esto descubre un horizonte de alegría y de esperanza, alimenta el optimismo y la confianza respecto del futuro, dispone al cambio y suscita el deseo de colaborar a realizarlo. El icono de la Trinidad de Rublëv nos ayude a permanecer en compañía de los tres huéspedes sentados a la mesa: comunión eterna, acto de compartir vida y ternura infinitas. El amor de los tres se presenta a nuestros ojos en su sencillez, para que toda la historia humana de cada tiempo sea atraída hacia su origen, que es, también, fundamento y finalidad: el amor infinito de Dios. En el diálogo eterno -en el consejo de la Trinidad- se habla incluso de ti, de mí, de nosotros. Escribe un autor a este respecto: “La Trinidad ilumina toda la historia de los hombres, la de nuestros sufrimientos y la de nuestras alegrías, las tragedias y las esperanzas de cada individuo y de toda la sociedad. Esta fuente inagotable de luz y de ternura apacigua los conflictos de los hombres y aparece como el símbolo de la unión de las voluntades y de los corazones” (Bobrinskoy, en Ange, Dalla Trinità all’Eucaristia 12). Crucemos juntas la Puerta En la noche de Navidad, Juan Pablo II realizará el gesto de abrir la puerta santa de la basílica de San Pedro en el Vaticano y de cruzarla el primero, mostrando a la Iglesia y al mundo el Evangelio, fuente de vida y de esperanza para el tercer milenio. La celebración inaugural del Papa precede en pocas horas a la prevista en Jerusalén, en Belén, en las otras basílicas patriarcales de Roma (exceptuada la de San Pablo, trasladada al 18 de enero) y en las catedrales de las iglesias locales. La puerta es uno de los tres signos –junto al de la peregrinación y de la indulgenciaque ayudan a vivir en profundidad el acontecimiento de gracia del Jubileo. Jesús dijo: “Yo soy la Puerta”. Hay un solo acceso al conocimiento de la vida divina y a la comunión trinitaria: Jesús salvador. Crucemos también nosotras esta puerta, con todos los creyentes, conscientes de la responsabilidad que expresa este gesto y agradecidas por el horizonte que descubre. Cruzar este umbral es aceptar aprender del Hijo cómo hay que vivir como hijos de Dios. En su carta pastoral para 1999-2000, el cardenal Martini hace esta observación: “Si es verdad que no se puede llegar a un conocimiento puramente objetivo de Dios, pero que se le puede conocer únicamente entrando en relación y dándose, el camino de acceso es el de Jesús, que ama y se da sin lamentarse” (Quale bellezza salverà il mondo? 18). No se entra en el misterio de la vida trinitaria sino a partir del Hijo, permitiendo al Espíritu implicar a toda nuestra persona en la experiencia de Jesús. Esta experiencia se puede concentrar en las actitudes de gratitud y de abandono en el Padre. Gratitud: porque Jesús reconoce que todo lo recibe del Padre y en todo le tributa alabanza. Viviendo el espíritu de gratitud y de gozo filial, tan característicos también en la vida de Don Bosco y de María Dominica, entramos en el conocimiento que Jesús tiene del Padre y gustamos en él la relación de confianza filial, incluso cuando los acontecimientos son contrarios a nuestras expectativas. Abandono: porque Jesús expresa su confianza total en el Padre aun cuando se siente abandonado de él. Si el Padre nos llama a hacer experiencias similares a la del Hijo en su pasión y nos permite entrar en el corazón de Jesús viviendo sus sentimientos, podemos decir que conocemos algo más del misterio de amor trinitario. No se trata de un conocimiento abstracto, sino de una experiencia que el Espíritu suscita en nuestros corazones y que nos hace vibrar al unísono con el misterio de amor de la Trinidad. Nos auguramos que la experiencia de cruzar la Puerta juntas, pasando por los sentimientos de Jesús, nos conduzca a considerar de nuevo los interrogantes sobre el mundo y sobre la historia en la óptica del amor trinitario. El Dios cristiano no ofrece respuestas teóricas al interrogante fundamental e inquietante de todos los tiempos, que se presenta también de forma más desconcertante a las puertas del tercer milenio: ¿Por qué tanto dolor en el mundo, por qué la muerte de los inocentes? No ofrece respuestas filosóficas o científicas, pero nos hace intuir cuál puede y debe ser nuestra implicación de creyentes en aquella pasión de amor y de misericordia con que la Trinidad creó el mundo y lo ama para conducirlo hacia su plenitud (cf ibid 19-20). Crucemos, pues, la Puerta que es Cristo con alegría y en actitud orante: sentiremos resurgir de las profundidades del corazón, plenamente conscientes, aquella vida trinitaria que es el fundamento de nuestra existencia y la meta que nos atrae. Haremos experiencia de la nueva alianza que Dios ha sellado con nosotras en su Hijo. Comprenderemos el don de la nueva ley –la ley del amor- con un corazón nuevo y un espíritu nuevo, que es el mismo Espíritu de Dios. Hay un párrafo del Tratado del amor de Dios de San Francisco de Sales que me desconcierta cada vez que lo leo. Si no lo hubiese escrito un doctor de la Iglesia no osaría proponéroslo. Lo hago porque me parece que viene a decir el precio que pagó Jesús para ser la Puerta. “Aquél de quien se ha escrito tantas veces: “Yo vivo por mí mismo dice el Señor, pudo decir a continuación, según el estilo de su Apóstol: Yo vivo, pero no yo, sino el hombre vive en mí; mi vida es el hombre y morir por el hombre es mi ganancia; mi vida está escondida con el hombre en Dios”. (Teótimo X 17). Ante esta declaración de amor comprendemos mejor lo que nos pide la bula Incarnationis Mysterium: “Pasar por aquella puerta significa confesar que Jesucristo es el Señor, revigorizando la fe en él para vivir la vida nueva que Él nos ha dado. Es una decisión que supone la libertad de elegir y al mismo tiempo el valor de dejar algo, sabiendo que se adquiere la vida eterna” (n. 8). Elegir, esto es, expresar de nuevo nuestra Confessio Trinitatis (cf VC, cap. I) en el humilde reconocimiento de la iniciativa del Padre que nos ha consagrado en el bautismo y nos ha llamado con la fuerza del Espíritu a seguir a Jesucristo más de cerca, a fin de participar más íntimamente en su misión salvífica en la Iglesia (cf Const. 10). Dejar la vida según la carne, esto es, evitar la presunción de la autosuficiencia que nos cierra al amor trinitario. En este año de gracia, ayudémonos a reconocer la presencia de Dios en nosotras y en los acontecimientos y a estar disponibles a su iniciativa. Las cartas de María Dominica testifican con eficacia el abandono confiado y el espíritu de unión con Dios que proviene del estar en su presencia continuamente (cf C 23, 3). El Espíritu de fuerza y de dulzura nos invita a estregarle toda nuestra vida: trabajo, descanso, alegría, sufrimiento, conflictos y frustraciones. Él nos hará conocer la presencia de Dios en el corazón de la vida humana, dando un sentido a todo lo lo que somos y hacemos. Adentrémonos en el tiempo de Adviento en compañía de María, la mujer nueva, que no vive encerrada en sí misma el misterio que la habita. Se dirije a toda prisa a casa de su prima para compartir la alegría de la experiencia que Dios le ha concedido. Y espera confiada –de Navidad a Pentecostés- el cumplimiento del misterio de la salvación, obediente en la fe incluso cuando no puede comprender con las solas fuerza humanas. Totalmente abierta a la iniciativa de Dios y disponible en la fe, María invita a la dimensión contemplativa de nuestra vocación cristiana y salesiana. Crucemos con ella, la Madre, la Puerta que es Cristo. Sus actitudes son las mismas que las del Verbo y ella colaborará desarrollarlas también en nosotras: “Heme aquí”, como respuesta al Padre que nos llama y nos confía una misión; “Soy la esclava del Señor”, dichosa de colaborar libremente en la realización de su designio de amor por la humanidad; “Cúmplase en mí tu voluntad”, como disponibilidad a participar en el mistrio pascual del Hijo en la gracia del Espíritu. Que la Navidad sea para vosotras, para vuestros familiares, para los miembros de la Familia salesiana y para las comunidades educativas un día de entrada gozosa en una experiencia particularmente profunda de gracia y de misericordia, que se prolongue durante toda vuestra existencia y se exprese en el anuncio de la amabilidad del Verbo que por nosotros se hizo carne. Roma, 24 de noviembre de 1999 Afma. Madre COMUNICACIÓN Nueva Inspectoría Con decreto de fecha 20 de noviembre de 1999, la Visitaduría australiana “María Auxiliadora” ha sido erigida en Inspectoría. Su nueva sigla es SPR (South Pacific Region), en sustitución de AUL. La Inspectora de la nueva inspectoría es sor Ednamary MacDonald.