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TITULO: NOBILISSIMA GALLORUM GENS TIPO DE DOCUMENTO: CARTA ENCÍCLICA AUTOR: LEÓN XIII TEMA: AL EPISCOPADO FRANCÉS FECHA: 8 de febrero de 1884 INTRODUCCION La III Republica Francesa, nacida tras la derrota de Sedan ante Prusia, tras los episodios de la Comuna de París y sucesora del II Imperio de Napoleón III, comenzó su andadura (1873) con una actitud moderada, en parte porque se impuso den Francia por un voto de diferencia. A partir de 1879 Gambetta establece el monopolio estatal en la enseñanza universitaria y en 1880 Ferry suprime toda la actividad docente de las Órdenes y Congregaciones religiosas. En 1882 impone la enseñanza laica y sólo los centros estatales pueden enseñar. Estas medidas laicistas y autoritarias no ocultaban la debilidad del régimen. En esta situación la encíclica de León XIII tiene dos objetivos, que recogen sus dos partes: que los católicos apoyen a la III Republica (“ralliement”) y, a la vez, que defiendan los derechos de los ciudadanos y de la Iglesia, luchando por la libertad de enseñanza. Se aprecia en el esquema siguiente. ESQUEMA DE CONTENIDO INTRODUCCIÓN — Los franceses, desde Clodoveo, tienen méritos con la Iglesia: Clodoveo, Cruzadas… Por eso, alabanzas de los Papas. Dios les ha premiado. Y nunca se apartaron del todo: alusión a la Revolución Francesa, obra de filósofos que niegan autoridad de la Iglesia [1] I. LA DOCTRINA CATÓLICA Y LA PROSPERIDAD DE LOS PUEBLOS — Como hemos hecho con otras naciones, también ahora con Francia. Los intentos destructores [de la III República] dañan a la Iglesia y también al Estado. Porque sin religión no hay prosperidad del Estado: ni respeto a autoridad, ni búsqueda de utilidad común, ni derecho (porque el castigo no basta) ni se evita la tiranía. Y, como no se puede separar el principio de ambos, si el Estado se olvida de Dios, se le acabará la prosperidad y no contará con la bendición del cielo: lo confirma la historia [2] — En cambio estos males se evitan si se siguen los preceptos católicos [3] II. EL CRISTIANISMO Y LA FAMILIA — Es importante empezar desde la escuela con esta enseñanza católica. Por eso la Iglesia condena las escuelas mixtas o neutras [4] III. EL CRISTIANISMO Y EL ESTADO — Hay dos sociedades —Iglesia y Estado— y dos poderes. Ambos están sometidos a la ley eterna y a la ley natural. Ambos con su propia esfera y llamados a cooperar. En las materias mixtas, concordia. Y cumplir los concordatos [5] — En Francia hay concordato desde Pío VII y Primer Cónsul [el de 1801; no el de 1812]. Tan útil que tras revoluciones se ha restablecido. Señal de su utilidad [6] Sin embargo, se está conculcando [7]. IV NORMAS PRÁCTICAS — Nos hemos hecho lo que debemos. Cuando la ley suprimió religiosos, escribimos carta al Arzobispo de París. Y el año pasado, al Presidente de la República. Y animamos a Obispos: hablad, cread escuelas, unidad en la acción. Y clero y seglares cumplan con su deber [8] — Hay que hacer más: aumentar vocaciones. Y que los sacerdotes trabajen unidos a obispos. En segundo lugar, acción de seglares, unidos bajo obispos, aun renunciando a miras particulares [9] — El pueblo y los contemplativos recen a Dios [10] — Y esperamos que esto mejore. Bendición. Son llamativas la paciencia y la actitud comprensiva y positiva del Papa con un régimen ya hostil a la Iglesia. Y la defensa de la enseñanza religiosa desde el bien del país. Esta carta estuvo precedida de dos escritos a los que se alude: la carta Perlectae a Nobis (22-10-1880) dirigida al cardenal De Guibert, arzobispo de París, que es una defensa de las Órdenes religiosas y de su papel en la sociedad. Y la carta del 12-3-1883 al Presidente de la III República Francesa, Jules Grévy. En su respuesta, el Presidente hacía ver al Papa que él podía hacer poco contra los enemigos de la Iglesia, pero que el Papa podía hacer más sobre los enemigos de la República. Esto, pensaba, llevaría a la pacificación. El asunto tratado en esta encíclica se prolongó en la de 1892, Au milieu des sollicitudes NOBILISSIMA GALLORUM GENS (8-2-1884) INTRODUCCIÓN 1 La noble nación francesa, con sus múltiples proezas, así en la paz como en la guerra, se ha ganado para la Iglesia católica la alabanza de unos méritos cuyo recuerdo perdurará siempre y cuya gloria será inextinguible. Cuando, en el reinado de Clodoveo, la nación francesa fue la primera en aceptar las instituciones cristianas, obtuvo a un mismo tiempo el honroso testimonio y la recompensa merecida de su fe y de su piedad recibiendo el nombre de hija primogénita de la Iglesia. Desde entonces, venerables hermanos, vuestros antepasados, con sus grandes y útiles empresas, han sido como los auxiliares de la divina Providencia. Pero en lo que ha destacado principalmente la virtud de vuestros mayores es en la defensa del cristianismo por todo el mundo, en la propagación de la fe entre los pueblos paganos, en la conquista y defensa dé los Santos Lugares de Palestina, de tal manera que con justicia se ha ido formando aquella conocida expresión: Gesta Dei per Francos. Por esto, por su adhesión íntima y fiel al catolicismo, vuestros mayores han podido participar en alguna manera de -las glorias de la Iglesia y han podido crear numerosas instituciones públicas y privadas, en las que aparece con todo su vigor la eficacia de la religión, de la beneficencia y de la magnanimidad. Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, han solido enaltecer con solemnes palabras estas virtudes de vuestros padres y, correspondiendo a sus méritos con soberana benevolencia, han alabado repetidas veces con grandes elogios al pueblo francés. Extraordinarias han sido, particularmente, las alabanzas que Inocencio III y Gregorio IX, grandes luminares de la Iglesia, hicieron a vuestros antepasados. Decía Inocencio III en una carta al arzobispo de Reims: «Nos amamos el reino de Francia con una especial predilección, porque ha destacado sobre los demás reinos por su respeto y adhesión hacia esta Sede Apostólica y hacia Nos». Y Gregorio IX, en una carta a San Luis IX, decía hablando del reino de Francia: «Que no ha podido ser separado por nada de su piedad hacia Dios y la Iglesia; jamás pereció en él la libertad de la Iglesia; en ningún tiempo perdió allí la fe cristiana su natural vigor; y, además, por la conservación de estos bienes, los reyes y súbditos de dicho reino no han vacilado en derramar su sangre y exponerse a los mayores peligros». Dios, por su parte, autor de la Naturaleza, y del cual los Estados reciben en esta vida la recompensa de sus virtudes y de sus buenas acciones, ha derramado sobre Francia los abundantes dones de la prosperidad: victorias en la guerra, cultura en la paz, nombre ilustre y un imperio político poderoso. Y si bien es verdad que Francia, olvidándose en cierto modo de sí misma y apartándose a veces de la misión recibida de Dios, se ha mostrado hostil a la Iglesia, es, sin embargo, igualmente cierto que, por una soberana merced del cielo, su apartamiento ni ha sido total ni ha sido permanente. ¡Ojalá hubiera salido sana y salva de los acontecimientos que más próximos a nos otros en el tiempo fueron igualmente desastrosos para la religión y para el Estado! Porque desde el día en que la inteligencia del hombre, envenenada por la nueva filosofía y arrastrada por una libertad ilimitada, comenzó a rechazar por todas partes la autoridad de la Iglesia, la Historia se precipitó por un plano inclinado totalmente lógico. Desde que la vida moral de la Humanidad quedó infectada por el bacilo mortal de las nuevas doctrinas, la sociedad humana se ha ido poco a poco separando en gran parte y por completo de los principios y de las instituciones cristianas. En la propagación por Francia de este mortal contagio influyeron no poco en el siglo pasado ciertos filósofos, maestros de una loca sabiduría, que pretendieron derribar radicalmente los fundamentos de la verdad cristiana e inauguraron un sistema filosófico que inflamaba violentamente la fiebre ya harto encendida de una libertad inmoderada. Más cercana a nosotros está la labor de todos aquellos a quienes un odio impotente hacia lo divino mantiene unidos en criminales asociaciones, impulsándolos continuamente a la opresión del catolicismo. Nadie mejor que vosotros, venerables hermanos, sabe si hay sitio alguno en que el esfuerzo de esos hombres sea mayor que en Francia. I. LA DOCTRINA CATÓLICA Y LA PROSPERIDAD DE LOS PUEBLOS 2. Por este motivo, el sentimiento de paterno amor que profesamos a todas las naciones nos ha movido a recordar particularmente sus deberes en estos tiempos a los pueblos de Irlanda, de España1 y de Italia por medio de cartas dirigidas a los episcopados de estos países. Este mismo sentimiento nos mueve hoy a dirigir nuestro espíritu y nuestros pensamientos hacia Francia. Porque esos intentos destructores de que hemos hablado no dañan solamente a la Iglesia, sino que son también extraordinariamente perniciosos para el Estado. La prosperidad de un Estado no puede lograrse si se ahoga en ese Estado la influencia de la religión. Los pueblos que pierden el temor de Dios quitan su base fundamental a la justicia, sin la cual los mismos sabios paganos reconocían que era imposible el recto gobierno del Estado. La autoridad de los gobernantes no tendrá prestigio suficiente ni las leyes la fuerza necesaria. Cada cuál atenderá más al criterio de la utilidad que al criterio de la virtud. La inviolabilidad del derecho quedará debilitada, porque el temor de las penases una pobre garantía de las obligaciones. Los gobernantes degenerarán fácilmente en tiranía y los gobernados se dejarán llevar por cualquier instigación a motines revolucionarios. Pero, además, como no hay bien alguno en la naturaleza que no deba ser atribuido causalmente a la bondad divina, todo Estado que disponga la exclusión de Dios de la legislación y del gobierno rechaza, en cuanto de él depende, el auxilio de la bondad divina; y, por lo tanto, se hace merecedor de la negación de toda protección celestial. Por esta razón, aunque ese Estado parezca poderoso en recursos y abundante en bienes naturales, lleva, sin embargo, en sus mismas entrañas un germen de muerte y no puede prometerse la esperanza de una larga vida. Porque para las naciones cristianas como para cada uno de los hombres, tan saludable es obedecer a los designios de Dios como peligroso el desobedecerlos. Y es un hecho frecuente que mientras esas naciones cristianas permanecen fieles a Dios y a su Iglesia alcanzan como por un camino natural, una-próspera situación; pero si abandonan a Dios y a su Iglesia, caen en una total decadencia. La historia demuestra con harta evidencia esta alternativa correspondencia. No faltarían ejemplos domésticos, muy recientes, si Nos tuviésemos tiempo para recordar los acontecimientos ocurridos en el siglo pasado, cuando Francia sufrió la revolución espantosa de, una licencia desenfrenada que sacudió al mismo tiempo los intereses de la religión y del Estado. 3. 1 Por el contrario, estos males, que traen consigo la ruina cierta del Estado, son fácilmente evitables si se observan los preceptos de la religión católica en la constitución y en el gobierno de la familia y del Estado. Porque los preceptos cristianos son los más aptos para la conservación del orden y para el bien de la sociedad política. Véase la encíclica Cum multa, de 8 de diciembre de 1882. II. EL CRISTIANISMO Y LA FAMILIA 4. En primer lugar, y con relación a la familia, es sumamente importante educar desde el principio en los preceptos de la religión, a los niños nacidos del matrimonio cristiano; y es muy importante también que los estudios que sirven para educar e instruir a la infancia estén unidos a la enseñanza religiosa. Separar la formación religiosa de la instrucción general es querer, en realidad, que los niños se mantengan neutrales en lo referente a sus deberes para con Dios. Este método educativo es falso y muy pernicioso sobre todo en los primeros años, porque en realidad abre el camino al ateísmo y lo cierra a la religión. Los padres conscientes tienen la grave obligación de velar para que sus hijos, tan pronto como comienzan los estudios, reciban la enseñanza religiosa y para que en la escuela no haya nada que ofenda a la integridad de la fe o de la sana moral. La obligación de usar estas cautelas en la educación de los hijos está impuesta por la ley natural y por la ley divina y los padres no pueden eximirse de ella por ningún motivo. Por su parte, la Iglesia, guardiana y defensora de la integridad de la fe, debe, en virtud de la autoridad que de Dios, su Fundador, ha recibido, llamar a todos los pueblos al conocimiento de la verdad cristiana y vigilar con sumo cuidado las normas y los criterios conque se educa a la juventud puesta bajo su autoridad. Por esto ha condenado siempre abiertamente las escuelas mixtas o neutras, advirtiendo sin cesar a los padres de familia que vigilen atentamente en un asunto de tanta trascendencia. Obedecer a la Iglesia en este punto es hacer una obra utilísima y proveer de modo excelente al bienestar público. Porque los que en su primera edad no han sido formados en materia religiosa crecen sin conocimiento alguno de las verdades más trascendentales, que son las únicas que pueden al mismo tiempo fomentar en los hombres el amor a la virtud y dominar los apetitos contrarios a la razón. Tales verdades son las ideas de un Dios juez y vengador, de las recompensas y penas de la otra vida y de los auxilios sobrenaturales que nos dio y da Jesucristo para cumplir santa y celosamente nuestras obligaciones. Sin el conocimiento de estas verdades será deficiente y enfermiza toda cultura posterior; y los que en su adolescencia no se acostumbraron al temor de Dios, no podrán soportar después norma alguna de vida moral, y por haber dado rienda suelta a sus propias pasiones se verán arrastrados fácilmente a movimientos revolucionarios perturbadores del orden en el Estado. III. EL CRISTIANISMO Y EL ESTADO 5. En segundo lugar, son tan útiles como verdaderos los principios cristianos relativos al Estado y a las mutuas relaciones jurídicas entre el poder sagrado y el poder político. Porque así como en la tierra existen dos supremas sociedades, la una el Estado, cuyo fin próximo es proporcionar al género humano los bienes temporales de esta vida, y la otra la Iglesia, que tiene por objeto conducir al hombre a la felicidad verdadera, celestial y eterna, para la que hemos nacido, así también existen dos poderes, sometidos ambos a la ley eterna y a la ley natural, y consagrado cada uno a su fin propio en todo lo referente a la esfera jurídica de su propia jurisdicción y competencia. Pero siempre que sea necesario establecer una norma sobre una materia mixta, en la cual cada uno de estos dos poderes por razones distintas y con diversos procedimientos debe intervenir, es necesaria y al mismo tiempo favorable a la utilidad pública la concordia entre ambos poderes. Si esta concordia desaparece se sigue forzosamente una situación crítica e inestable que imposibilita la segura tranquilidad de la Iglesia y del Estado. Por consiguiente, cuando por medio de un solemne concordato ha sido establecido públicamente un régimen de relaciones entre el poder religioso y el poder político, importa a la justicia, no menos que al Estado, el mantenimiento íntegro de esa concordia; porque de la misma manera que mutuamente cumplen sus obligaciones propias, así también reciben y dan ambas partes una serie cierta de ventajas mutuas. 6. En Francia, al comenzar este siglo, una vez recobrada la calma tras la reciente revolución política y la época del terror, los mismos gobernantes comprendieron que el remedio más idóneo para levantar el Estado destruido por tantas calamidades era la restauración de la religión católica. Previendo las ventajas que para el futuro supondría un acuerdo, nuestro predecesor Pío VII accedió gustosamente a los deseos del primer Cónsul, usando toda la bondad y condescendencia compatibles con su cargo.-Establecido entonces un acuerdo sobre las materias principales, quedaron puestos los fundamentos y abierto un camino seguro y expedito para la restauración y el restablecimiento gradual de la situación religiosa. En realidad, a partir de este momento y posteriormente se han promulgado varias disposiciones legales que tienden a proteger la integridad y el honor de la Iglesia. Las inmensas ventajas resultantes de este acuerdo deben ser más apreciadas todavía, porque todo lo concerniente a la religión había sido destruido radicalmente en Francia. Devuelta públicamente su dignidad a la religión, las instituciones cristianas renacieron completamente. Pero son admirables también los bienes que este restablecimiento aportó a la prosperidad del Estado. Porque cuando éste, recién liberado de la furiosa tempestad revolucionaria, buscaba una fundamentación sólida para la tranquilidad y el orden públicos, comprendió que era la religión católica la única que podría proporcionársela. De lo cual se concluye que la decisión de restablecer la concordia con la Iglesia fue obra de un hombre prudente y hábil en el gobierno de los intereses públicos. Por lo cual, aun en el supuesto de que no existieran otros motivos, la razón que movió entonces para buscar la pacificación debería movernos ahora para mantener su conservación. Porque en medio de la ardiente fiebre revolucionaria que por todas partes se manifiesta y ante la acuciarte incertidumbre del futuro, constituiría una grave y peligrosa imprudencia introducir nuevos motivos de discordia entre los dos poderes y poner obstáculos que impidieran o retardaran la bienhechora acción de la Iglesia. 7. Sin embargo, vemos actualmente, con inquietante ansiedad, la aparición de alarmantes peligros en este sentido. Se han promulgado y se siguen promulgando todavía disposiciones legales totalmente incompatibles con la seguridad de la Iglesia. Algunos, en efecto, por hostilidad a la Iglesia, se han dedicado a provocar un odio persecutorio contra las instituciones católicas y a proclamarlas públicamente como enemigas del Estado. Con no menor pena y angustia presenciamos los propósitos de algunos políticos que, para romper las relaciones armónicas de la Iglesia y el Estado, desean abolir tarde o temprano el vigente y legítimo concordato concluido con la Sede Apostólica. IV. NORMAS PRÁCTICAS 8. Nos, ciertamente, en esta situación no hemos dejado de hacer lo que las circunstancias exigían. Nos, siempre que ha sido necesario, hemos ordenado a nuestro nuncio apostólico que hiciera reclamaciones, y el gobierno francés, por su parte, ha declarado que las recibía con ánimo dispuesto a la equidad. Nos mismo, cuando se dictó la ley suprimiendo las comunidades religiosas, hemos dado a conocer nuestros sentimientos en una carta dirigida a nuestro querido hijo el arzobispo de París, cardenal de la Santa Iglesia Romana. De modo parecido, en una carta enviada en junio del año pasado al presidente de la República, Nos hemos deplorado las medidas que se oponen a la salvación de las almas y menoscaban los derechos de la Iglesia. Y hemos obrado así porque en primer lugar lugar la santidad y la grandeza de nuestro cargo apostólico nos obligaban a ello, y porque además deseamos vivamente que la religión heredada de vuestros padres y vuestros antepasados se conserve santa e inviolablemente en Francia. Con igual perseverancia y con los mismos medios, Nos hemos resuelto defender siempre en el porvenir el catolicismo de Francia. En el cumplimiento de esta justa y obligatoria misión, Nos hemos tenido siempre en vosotros, venerables hermanos, un eficiente auxilio. Obligados por la fuerza a deplorar la supresión de las Ordenes y Congregaciones religiosas, habéis hecho al menos todo lo que estaba a vuestro alcance para que los religiosos, beneméritos no menos del Estado que de la Iglesia, no sucumbiesen sin defensa. Ahora, y en la medida que os permiten las leyes, ponéis vuestra más viva solicitud y más constante atención en procurar a la juventud los medios necesarios de una sana educación. Y por lo que toca a los proyectos que algunos políticos preparan contra la Iglesia, no habéis dejado de señalar el daño que supondrían para el propio Estado. Nadie podrá acusaros de que al obrar de esta, manera procedéis movidos por consideraciones meramente humanas o para hacer oposición al régimen republicano constituido. Porque cuando se trata de la gloria de Dios, cuando está en peligro la salvación de las almas, vuestro deber es el de defenderlas y velar por ellas. Continuad, pues, con prudente firmeza en el cumplimiento de vuestra misión episcopal. Enseñad los preceptos de la doctrina cristiana y mostrad al pueblo el camino que debe seguir en estos dificultosos tiempos. Es necesario que todos los fieles tengan unidad de pensamiento y unidad de: voluntades. Y, cuando la causa es común, es necesario que exista también unidad en la acción. Procurad que en ninguna parte falten escuelas en las que se enseñe a los niños con todo el cuidado posible el conocimiento de los bienes sobrenaturales y de los deberes para con Dios, y en las que aprendan a conocer a fondo a la iglesia y a obedecerla íntegramente, hasta el punto de que lleguen a comprender que deben estar dispuestos a sufrirlo todo por causa de la Iglesia. Francia es rica en ejemplos de hombres ilustres que por la fe católica no han rehusado prueba alguna, incluso la pérdida de la propia vida. Durante la misma revolución, que hemos recordado, hubo muchos hombres de fe invencible que consagraron con su valor y con su sangre el honor nacional. Y en nuestros días vemos en Francia una virtud que con el auxilio de Dios sabe defenderse a sí misma en medio de tantos peligros y persecuciones. El clero cumple los deberes de su ministerio con esa caridad que es propia de los sacerdotes, siempre pronta e industriosa para acudir en auxilio del prójimo. Gran número de seglares profesan pública y valerosamente su fe católica, dan testimonio a porfía de muchas maneras y continuamente de su adhesión a esta Sede Apostólica, proveen con grandes gastos y con eximio celo a la educación de la juventud y contribuyen al alivio de las necesidades públicas con una liberalidad y una beneficencia admirables. 9. Pero es necesario no sólo conservar, sino también aumentar con el esfuerzo de todos y con gran perseverancia estos bienes, que abren un horizonte esperanzador para Francia. En primer lugar, es preciso procurar el aumento continuo del clero con vocaciones idóneas s. Es preciso también que la autoridad de los prelados sea sagrada para los sacerdotes y que tengan éstos por cierto que el ministerio sacerdotal, si no se ejerce bajo el magisterio de los obispos, no puede ser santo, ni útil, ni recto. En segundo lugar, es necesario que una selección de seglares católicos, amantes de la iglesia, madre común de todos, y cuyos discursos y escritos pueden ser de gran utilidad para garantía de los derechos del catolicismo, se consagre activamente a la defensa de la religión. Pero para obtener estos felices resultados son totalmente necesarias la unión de las voluntades y la unidad en la acción. Nada desean tanto los enemigos de la Iglesia como las divisiones internas entre los católicos. Persuádanse los católicos que deben evitar a toda costa las disensiones, recordando aquellas palabras divinas: todo reino dividido entre sí perecerá. Y si para obtener la unión es preciso que cada, uno renuncie a su propia opinión y a su propio juicio; hágalo de buena voluntad y mirando al bien común. Esfuércense principalmente los escritores en conservar esta paz de los espíritus en todas las cuestiones. Antepongan a sus propias utilidades lo que favorece el interés común. Defiendan las empresas comunes. Obedezcan de buena gana la dirección de aquellos a quienes el Espíritu Santo puso como, obispos para regir la Iglesia de Dios, y no emprendan nada contra la voluntad de aquellos a quienes es necesario seguir como jefes cuando se combate por la religión. 10. Finalmente; de acuerdo con la conducta que la Iglesia, ha observado siempre en las circunstancias difíciles, el pueblo entero, bajo vuestra autoridad, no deje de orar y de suplicar a Dios que vuelva sus miradas a Francia y que su misericordia triunfe de su cólera. Muchas veces la Majestad divina ha sido ultrajada por la licencia actual en el hablar y en el escribir, y no faltan quienes no sólo repudian con ingratitud los beneficios de Jesucristo, salvador de los hombres, sino que incluso proclaman con una impiedad ostentosa que no quieren reconocer la existencia de Dios. Es absolutamente necesario que los católicos, con actos internos de fe y de piedad, compensen esta perversidad intelectual y moral. Es necesario que demuestren públicamente que para ellos nada hay superior a la gloria de Dios, nada tan querido como la religión de sus padres. Los que, más estrechamente unidos con Dios, viven en la clausura de los monasterios, excítense ahora a una caridad generosa y esfuércense por hacernos a Dios propicio con oraciones humildes, mortificaciones voluntarias y la abnegación dé sí mismos. Confiamos que con estos medios y con el auxilio divino se logrará que los equivocados abran los ojos a la luz de la verdad y el nombre francés florezca de nuevo en su genuina grandeza. 11. En todo lo que hemos dicho hasta aquí, reconoced, venerables hermanos, nuestro corazón de padre y la grandeza del amor que tenemos a todo el pueblo francés. Y no dudamos que este testimonio de nuestro gran amor servirá para confirmar y aumentar la saludable y necesaria unión entre Francia y la Sede Apostólica, que ha procurado en todo tiempo tan numerosos y tan grandes bienes para utilidad de la Iglesia y del Estado.-Esperanzados con este pensamiento, Nos deseamos a vosotros, venerables hermanos, y a vuestros conciudadanos la mayor abundancia de dones celestiales. Como prenda de estos dones y testimonio de nuestra particular benevolencia os damos amorosamente in Domino la bendición apostólica. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de febrero de 1884, año sexto de nuestro pontificado.