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Repensar lo (im-) posible: Crisis financiera, el fin de la historia y alternativas de sociedad Por Raul Zeliki ace unos meses, uno de los principales inversionistas estadounidenses admitió, preguntado sobre su percepción de la crisis financiera, que en 2008 había mandado a su mujer a retirar dinero del banco en dos ocasiones porque temía el colapso inmediato del sistema monetario mundial. La anécdota me parece interesante porque muestra que el desplome del sistema financiero, era una opción real en este otoño de hace dos años. Estaba en juego el funcionamiento del fluido de dinero. Y vale la pena plantearse la pregunta: ¿Qué habría pasado si el dinero hubiera dejado de servir como medio de intercambio? Las sociedades de mercado se caracterizan por una paradoja: La división del trabajo hace que necesitamos a los demás como nunca antes en la historia. A pesar de que nuestro sistema socio-económico recompensa el egoísmo, nuestra supervivencia está más vinculada que jamás a lo social. Es así porque nadie de nosotros vive de los frutos inmediatos de su trabajo – con excepción quizás de ya muy pocos indígenas que llevan una economía autosuficiente. Los que compramos productos de uso diario dependemos de la sociedad, del funcionamiento de lo social. Leyendo a Max Weber, comprendemos el proceso de modernización como un proceso de creciente diferenciación y complejidad. En cuanto al trabajo, es quizá todavía más evidente que en otros campos. La especialización de las actividades laborales ha llevado a un enorme incremento de la productividad. En este sentido la modernización sí ha enriquecido. El problema es que las capacidades especializadas como tales no alimentan ni abrigan. Ni siquiera el panadero puede sobrevive de sus productos inmediatos: No puede comer 500 pancitos al día. Es, por ello, la relación social con los demás que nos permite vivir. Dependemos de la sociedad y más concretamente de la cooperación. Lo paradójico ahora es que en nuestra sociedad los demás se nos presentan como vendedores, compradores y competidores pero no como socios de un proyecto común. Nuestra relación con ellos se basa en una competencia cuyo medio es el dinero. Expresado de otra manera: El dinero – un motivo tan destacado de la fragmentación – al mismo tiempo es el principal lazo de esta sociedad. En este sentido, la crisis financiera nos llevó cerca a un punto de ruptura. No obstante, apenas se ha hablado de lo que habría podido venir después. Como cualquier sociedad, el capitalismo basado en la acumulación financiera llegará a su fin. La premisa de Francis Fukuyama – según que el liberalismo burgués es la culminación hegeliana de la historia – es ahistórica. Lo sabemos pero no lo tenemos en cuenta. Slavoj Zizek, alguna vez, ha afirmado que nosotros, hijos e hijas de Hollywood, más fácilmente nos imaginamos el fin del mundo que el fin del capitalismo. Armageddon, Independence Day, 2012, La Guerra de los Mundos y cientos de otras películas nos han creado un rico imaginario apocalíptico. Pero apenas disponemos de ideas de lo que es mucho más probable: ¿Cómo podría ser nuestra vida si el sistema socioeconómico reinante se colapsa? Hablando de alternativas En estos días estaba releyendo “El Principio Esperanza”, la obra más importante del filósofo alemán Ernst Bloch. Ahí nos presenta un repaso por las promesas mesiánicas y utópicas desde las épocas bíblicas hasta la modernidad. Bloch deja bien claro que la mayoría de las utopías dibujan o fantasías idílicas o planes tecnócratas, ambos de carácter bastante dudoso. Sin embargo, Bloch defiende la utopía como narrativa crítica de la realidad, como anticipación de las transformaciones pendientes históricamente. En este sentido, quiero hablar de algo que también pueda aparecer utópico. Planteo una alternativa de sociedad basada en la racionalidad económica y social. La crisis financiera ha vuelto a demostrar que es un mito la celebrada eficacia económica del capitalismo. Los mercados no han cumplido el papel que las teóricos neoconservadores les habían asignado. No han generado la alocación óptima de los recursos. Todo el contrario, la desregulación financiera provocó un flujo de capitales hacia actividades meramente especulativas – seriamente afectando e incluso demoliendo a los sectores productivos. Vale la pena acordar que oikonomia, tal como lo definía Aristóteles, significaba algo completamente diferente de lo que vivimos hoy. Para el pensador griego, oikonomia implicaba liderar un hogar: no desgastar los bienes, cuidar las tierras, crear reservas para el invierno, cosechar cuando era tiempo de cosecha. Es decir, se buscaba mantener un equilibrio. Este concepto de economía no conocía el crecimiento. Hoy día estamos acostumbrados a equiparar bienestar con crecimiento. La principal pregunta de los economistas es cómo fomentar el crecimiento. Sin embargo, es cada vez más evidente que el crecimiento tiene un límite objetivo. Una economía que no tiene en cuenta esto es insostenible y, por consiguiente, ineconómica. En realidad, la impresionante dinámica de los últimos 150 años se basa en la explotación de hidrocarburos: El capitalismo está estrechamente vinculado con cierto modelo energético. Elmar Altvater, economista político alemán, y otros más han demostrado que este modelo tiene un balance energético negativo que le pone límites fácticos. Hoy día, está muy claro: Los hidrocarburos no solo se van acabando; causan además un acelerado cambio climático cuyos costos económicos serán altísimos. El informe del execonomista del Banco Mundial Nicholas Stern los cifra en un 20% del Producto Social Bruto Mundial. Estos costos todavía apenas se hacen sentir porque los mercados tienen un horizonte temporal reducido. Los cambios ecológicos que se generaron en el pasado y que se van acumulando en el presente, apenas se expresarán en costes económicos en el futuro. De esta manera, los mercados continuamente externalizan costos. Y lo importante es: Los beneficiados de esta externalización son particulares; los costos tendremos que asumir todos. Ante este panorama, en Europa ha surgido un debate sobre el modelo energético y sobre una economía sin crecimiento. Socialdemócratas y ecologistas proponen un Green New Deal, haciendo referencia a la política del “nuevo trato” planteado por el presidente Franklin D. Roosevelt en los años 1930 que fundamentó todo un nuevo modelo de relaciones sociales. Esta propuesta de New Green Deal, a pesar de ser simpática, no deja de quedarse corta. Si se logra pasar de un modelo energético basado en hidrocarburos a un modelo sostenido en energías renovables, también se harán sentir los límites de este planeta. Para la construcción de cientos de millones de carros eléctricos, para nombrar un ejemplo concreto, se necesitarán enormes cantidades de litio – un metal que ya hoy día es bastante escaso. Cualquier producción de bienes materiales, también la más ecológica, conlleva afectos ambientales. Por ello, también se ha empezado a hablar de un capitalismo sin crecimiento. Un planteamiento interesante. Pero considero que en este contexto vale la pena releer a Marx. Sostiene que la acumulación de capitales se basa en dos círculos estrechamente vinculados: el de los valores monetarios y el de la producción real a través del trabajo. En nuestra sociedad, la ilusión que el dinero genere más dinero, es bastante popular. Pero no deja de ser una ilusión. El dinero no genera dinero; sigue haciéndolo el mundo real del trabajo. Y ahí está la gran contradicción: El mundo de los valores es infinito y la acumulación obliga a moverse en esta infinidad. Cualquier empresario lo afirmará: En el mercado solo sobrevive aquel que acumule y crezca. El mundo real, mientras tanto, es limitado. Nuestro planeta tiene fronteras. Es decir, las leyes económicas del capital nos exigen el crecimiento infinito porque el mundo de los valores no conoce límites; el entorno material nos lo prohíbe. Por eso, no veo cómo el “New Green Deal”, el Nuevo Trato Verde, pueda superar esta contradicción intrínseca: Mantener el capitalismo deshaciéndose de sus lógicas de crecimiento. Creo que tenemos que ser más audaces. Diferentes crisis que se suman Ya he pasado de la crisis financiera al tema ambiental. De pronto hay que ser más sistemático y nombrar las diferentes crisis que en este momento se pueden observar. Ya he hablado de la crisis financiera. Estas crisis que ha evidenciado la enorme destructividad de la desregulación liberal, solo se ha podido superar por la mayor intervención estatal en la historia – o sea por una política bastante contraria a los planteamientos liberales. Los problemas de fondo, ahora, están lejos de ser resueltos. El crecimiento de valores monetarios sigue desmesurado. Unas cifras lo ilustran: Entre 1980 y 2007, la propiedad financiera mundial creció de 12 billones de dólares a 196 billones de dólares mientras que el producto social bruto mundial solo subió de 10 a 55 billones de dólares. U otro dato: El valor de los negocios especulativos sobre el petróleo supera el valor de la venta real por un factor de diez. Estas burbujas financieras seguirán generándose mientras no haya acuerdos internacionales que prohíban ciertos tipos de negocios. Las tecnologías de información, sin embargo, permiten que tales negocios se realicen en cualquier micro-estado del planeta. O sea, hace falta también decisión política para materializar el acuerdo al nivel global. Tenemos, segundo, una crisis ambiental que también ya he mencionado. El cambio climático conllevará consecuencias sociales dramáticas. Países enteros con más de cien millones de habitantes están en peligro. Como siempre los afectados particularmente viven en el sur: Buena parte de Bangladesh, nación ubicada en el delta del río Ganges, podrá desaparecer bajo el mar. Pakistán con sus 160 millones de habitantes, corre el peligro de convertirse en un país con escasez permanente de agua. Y hay muchísimos casos más. La tercera dimensión de la crisis es la sobreproducción mundial. La teoría de la regulación, una importante escuela de economía política procedente de Francia, propuso el término “posfordismo” para describir el modelo socioeconómico predominante desde finales de los 1970. Sin embargo, hay que destacar que algunas características centrales del fordismo siguen vigentes. Ni ha desaparecido el automóvil como principal producto industrial y objeto de consumo, ni se ha dejado la fabricación en cadena. Ahora el automóvil, producto emblemático de toda una era, ahora se encuentra en declive: por la escasez de los recursos naturales – no solo del petróleo –, por razones ambientales y por la misma saturación de los mercados. El jefe de Fiat Sergio Marchionne habló hace pocos meses de una sobreproducción mundial de unos 30 millones de carros al año (Welt Online 15.1.2010) cuando la producción está en unos 90 millones de ejemplares. Es decir, se está acercando una reconversión industrial de enormes dimensiones. Tenemos finalmente una cuarta crisis: No se han podido cumplir los objetivos fijados por las Naciones Unidas en la lucha contra la pobreza. En datos absolutos, jamás en la historia tantas personas han vivido en la miseria como hoy. Sin embargo, no se trata solo de una crisis de pobreza. Es también una crisis de las riquezas privadas desbordadas. En las últimas décadas hemos presenciado un acelerado proceso de expropiación de bienes públicos. Con las privatizaciones, los nuevos capitales buscan posibilidades de valorización. La privatización de las pensiones ilustra lo absurdo que es este proceso. Antes las pensiones se basaban en un acuerdo intergeneracional: Los que trabajaban mantenían a los jubilados. Ahora nos obligan a hacer inversiones cara al futuro. La historia ha demostrado muchas veces cuan inseguro es este modelo: una hiperinflación o el desplome de las bolsas, fenómenos nada raros en los mercados libres, nos pueden expropiar por completo. Pero incluso si todo fuese bien, estas enormes riquezas conllevan problemas. Ya que estos capitales no pueden ser invertidos en su totalidad en negocios productivos (por la sobreproducción existente), estos alimentan la creación de burbujas financieras – tal como ocurrió en los mercados hipotecarios en los EEUU. Además estos capitales aceleran la destrucción ambiental: Las agroindustrias desplazan a la naturaleza como lo podemos observar en Indonesia, el Brasil o aquí en el Chocó. Y finalmente, estos capitales contribuyen al encarecimiento de los espacios urbanos. Los fondos de pensiones privados hacen subir el precio de la vivienda. Es decir: Tenemos que pagar nuestras pensiones del futuro con más gastos para la vivienda en el presente. Alternativas posibles En todos estos sentidos no fundamentalmente diferente. faltan argumentos para plantearse una sociedad Algunos ahora me acordarán de la realpolitik, de las posibilidades reales. Pero lo “posible” también ha quedado bastante modificado en los últimos tiempos. Si analizamos las políticas gubernamentales de los últimos meses, constatamos un cambio radical. En verano del 2008, en Europa solo unos grupúsculos trotskistas plantearon la nacionalización de bancos. Proponer tal medida equiparaba hacerse el ridículo. Y cuando las Naciones Unidas llamaron a los estados G-8 a destinar 10 mil millones de dólares anuales para la lucha contra el hambre, se les respondió que tal gasto sería exorbitante. Pues bien: Hemos presenciado como lo “imposible”, lo “irracional”, lo “ridículo” se hizo viable en pocos días. Los estados G-8 nacionalizaron varios bancos – por cierto, no para garantizar las inversiones sociales o una democratización de los créditos. No: fue para impedir la pérdida de beneficios personales. Y más escandaloso aún: En pocos días se destinaron un billón de dólares – cien veces más de lo que se había exigido para la lucha contra el hambre. Es pura retórica que los neoliberales sean enemigos del estado. Se oponen a las funciones sociales del Estado. No obstante, están muy de acuerdo con las bendiciones públicas cuando el estado les garantice salvar sus capitales. Nicos Poulantzas, teórico griego-francés cuyos conceptos de estado son tan ágiles como su lenguaje a veces pesado y dogmático, tiene una explicación muy convincente para ello. Según Poulantzas, los estados no son expresiones del interés común sino condensaciones de las relaciones de fuerza en una sociedad. El que sea capaz de movilizar poder, puede hacer lo imposible. Es decir, la redistribución de las riquezas y la reorganización del trabajo no son nada irreal. Se dan en cualquier momento – pero a servicio de ciertos intereses. El socialismo surreal Ahora bien: es evidente que no se puede hablar de alternativas de sociedad sin investigar los ensayos históricos fracasados; en concreto: del socialismo autoritario y estatista. De hecho, el balance de este ensayo histórico ha sido desastroso. Si en el mundo occidental la democracia suele ser formal, en el socialismo estatista era inexistente. Es cierto que el capitalismo fomenta la destrucción del medio ambiente. Pero el sistema socialista ha dejado inhabitable a regiones enteras. Ni siquiera en su propio campo, el socialismo estatal supo convencer. En ninguno de estos países se superaron las relaciones alienadas de trabajo. Insisto tanto en esta crítica porque considero que no es posible replantear alternativas sin ofrecer explicaciones para este fracaso. Tenemos que responder la pregunta de cómo garantizar que tales procesos no se repitan. En América Latina, en los últimos tiempos, se ha vuelto a hablar de socialismo. Y en contraste al mainstream mediático arrastrado por el odio, considero que se trata de esfuerzos interesantes – y lo digo porque he hecho investigaciones de campo en Venezuela y porque conozco un poco a Bolivia. Diría que en Venezuela y Bolivia se han dando importantes pasos de inclusión social. Antes de los gobiernos Chávez y Morales, una buena parte de los venezolanos y bolivianos estaban marginados en el sentido político, económico, mediático y cultural. Los barrios de Caracas parecían áreas blancas en los mapas urbanísticos. Sus pobladores no tenían representación política ni derechos sociales. Y en Bolivia la situación de los indígenas fue incluso más dramática. Con las revueltas populares que prepararon el terreno a los nuevos gobiernos – creo es importante identificar esta relación: las transformaciones fueron resultado de estas rupturas sociales que luego se expresaron también en el terreno electoral y no simples consecuencias de unos cambios en el gobierno –, con estas rebeliones populares se han conseguido mejoras reales. Ha habido campañas de educación, salud, reconstrucción urbanística y programas de alimentación para las poblaciones invisibilizadas. Además ha habido un reconocimiento de las personas como ciudadanos. A pesar de que el culto a Chávez – para hablar de Venezuela – tiene un carácter fuertemente caudillista, yo afirmaría que ha habido importantes procesos de democratización. Lo más importante en estas transformaciones, no obstante, me parece un aspecto general: Se ha vuelto a plantear la necesidad de unas alternativas de fondo. En cuanto a su retórica, el “socialismo del siglo XXI” bien podría servir como punto de partida porque sí se han hecho referencias explícitas al fracaso histórico del socialismo estatal. Cuando el término apareció en Venezuela, el gobierno, por lo menos verbalmente, señaló la necesidad de construir nuevas formas de democracia y un modelo de desarrollo autóctono, endógeno y sostenible. Es decir, se planteaba la necesidad de no repetir los dramas del socialismo del siglo XX. Sin embargo, la realidad es bastante diferente. Edgar Lander, unos los pocos académicos venezolanos que mantienen su autonomía frente al antichavismo y al chavismo, lo ha dejado bien claro: No se puede plantear la construcción de un socialismo sin entender el fracaso del siglo pasado. La incoherencia del discurso gubernamental venezolano en este aspecto es tremenda. Por un lado se habla de la democracia participativa, del desarrollo endógeno y de la riqueza social frente al estado. Cuando se trata de nombrar ejemplos concretos, el chavismo elogia a Cuba, Irán y hasta Bielorrusia. En la práctica también se siente esta incoherencia. Es cierto que la nueva constitución venezolana ha ampliado los espacios de participación y control ciudadano. Han surgido los consejos comunales y otros espacios democráticos de base. Sin embargo, estos espacios se quedan en manos de una nueva élite estatal emergente. Sí, se han fomentado cooperativas y fábricas autogestionadas y se han dado incentivos para que las comunidades desarrollen proyectos productivos propios. Pero este proceso luego no se consolida. Parece que no hay conciencia de que los proyectos comunitarios se construyen desde abajo. El estado puede jugar un papel positivo incentivando y apoyando tales procesos. Pero no los puede liderar. Y es más: Tiene que comprender que el surgimiento de poderes comunitarios populares a mediano plazo cuestiona al estado. De hecho, presenciamos como nuevamente se impone un modelo estatista que en el pasado tantas veces ha fracasado. Y no lo digo porque el gobierno haya actuado contra Globovisión o RCTV. Los debates internacionales sobre el estado de la democracia venezolana son bastante ridículos. ¡Como si las grandes empresas mediáticas garantizasen el acceso de los ciudadanos a la opinión! Éste no es el problema de la democracia venezolana. El problema es que no ha hay una estrategia de transformación del poder – económico, político, social y mediático. El poder pasa de unas pocas manos privadas a otras pocas estatales. Es decir, no hay suficiente conciencia de que la emancipación es una transformación autocrítica desde la sociedad. Un empoderamiento desde abajo frente a los gobiernos y poderes. El fracaso del socialismo La falta de crítica frente al socialismo estatista no se limita a Venezuela. También en Europa se siente el retorno de propuestas bastante tradicionales como la de Slavoj Zizek e más notable aún de Alain Badiou. Por ello quiero extenderme un poco sobre el socialismo estatista. Simplificando, considero que hay tres aspectos principales de su fracaso que podrían servir como puntos de reflexión: 1) la ausencia de democracia, 2) el modelo de desarrollo y 3) las incoherencias sistémicas en el modelo de planificación. En cuánto a la evidente ausencia de democracia en las sociedades socialistas, la izquierda muchas veces ha responsabilizado el subdesarrollo histórico de Rusia y China, los estados de agresión externa y el papel de las personas dirigentes. Aunque estos argumentos evidentemente no son falsos, se quedan muy cortos a mi modo de ver. A pesar de diferenciarse bastante entre ellos, los estados socialistas han generado sistemas autoritarios bastante parecidos. Podemos identificar tres modelos principales: El modelo soviético predominante en todo el COMECON incluido a Cuba, el maoísta (predominante en su tiempo en China, Albania y Cambuchea) que se caracterizaba por un fuerte nacionalismo y el continuo indoctrinamiento de la población y finalmente el yugoslavo que más bien tenía elementos liberales y que buscó establecer una combinación entre planificación y mercado. Lo que unía estos socialismos tan distintos era su referencia al modelo leninista de partido. Un modelo fundamentado en una doble representación: Una clase obrera – minoritaria en todos los países donde se dieron revoluciones – fue liderada por un partido todavía más minoritario de vanguardia. El germen de la burocracia dirigente – sobre la catalogación de los grupos dominantes en el socialismo estatal se han dado amplios debates en los años 1970: si se trataba de clases, de castas o solo de grupos de poder – está ahí. A pesar de que el concepto leninista plantea la democracia consejista, el concepto leninista de construcción de poder aparentemente ha impedido la socialización del poder. En todos los casos, el leninismo hizo que en el aparato estatal surgieran nuevos grupos dominantes que se convirtieron en una capa social propia. El concepto leninista del partido con su fuerte centralización fue una respuesta pragmática a la atomización se la sociedad rusa de fines del siglo XIX. Además estaba fuertemente marcado por la percepción hegeliana de la historia. Si el progreso es algo determinado, es solo lógico que un grupo iluminado asuma la representación de la lógica histórica, dirija el proceso social e imponga las necesidades “objetivas” al resto de la sociedad. Como bien se sabe, la socialdemocracia y el social-liberalismo siempre se opusieron a la “dictadura del proletariado” que de hecho fue una dictadura más bien partidista que de clase. Estas corrientes de centroizquierda defendieron la democracia liberal frente al autoritarismo revolucionario emergente. La historia ha demostrado la incoherencia de esta postura. Las democracias representativas liberales igualmente se han desgastado. En los últimos años, Colin Crouch y muchos otros autores han lamentado la brecha abismal entre los principios democráticos y las tomas de decisión reales. La democracia occidental se reduce cada vez más a meros formalismos electorales. La democracia ha pasado a manos de especialistas que configuraban una casta social propia. Resulta una profunda crisis de representación que en América Latina ya ha generado primeros terremotos y que probablemente se repetirá en otras regiones del planeta en el planeta. Ahora bien: Históricamente, siempre ha habido más que solo dos opciones. La reivindicación de las democracias consejistas, asamblearias, participativas no es nada nueva. Ya hace cien años, socialistas como Max Adler o los llamados comunistas consejistas en torno de Anton Pannekoek plantearon la necesidad de desarrollar democracias que incluyeran el mundo de la economía y del trabajo y donde el mandato de los representantes sea revocable en cualquier momento. Las experiencias consejistas que se dieron en Alemania, Austria, Hungría y más tarde en la guerra civil española fueran brutalmente reprimidas. Hay que replantear este debate y hay que definir un marco de discusión. Es evidente que una sociedad moderna no se puede organizar exclusivamente en asambleas. La participación directa tiene límites. Si no, tendríamos que pasar día y noche reunidos. Sin embargo, el surgimiento de nuevas tecnologías también permite nuevas formas de elección. Las prácticas sociales que se extendieron con el movimiento de 68, además nos han enseñado que no basta con abrir espacios democráticos. También hay que llenarlos con actitudes horizontales y cooperativas. Ahí se formulan nuevos retos pero considero que la pedagogía de liberación y otras corrientes de educación, el feminismo y las prácticas mismas de los movimientos sociales han aportado también experiencias de como desarrollar este horizontalismo cooperativo. En este sentido, mi primera conclusión transitoria es: La construcción de nuevos tipos de democracia es un eje central en esta búsqueda de una alternativa de sociedad. Nos tenemos que plantear una democracia que no esté limitada a lo político, que explícitamente amplíe la democracia al mundo del trabajo (sometido a un tipo de absolutismo en la sociedad liberal) y que incluya elementos asamblearios sin desconocer la necesidad de representación en sociedades de masas. Pasemos al segundo aspecto que de mi modo de ver causó el desplome socialista: el modelo de desarrollo. A principios de los 90, el economista británico Robin Murray denominó el modelo soviético un “fordismo a medias”. Con ello quería señalar que predominaba la cadena de fabricación fordista. Al mismo tiempo, no obstante, el modelo se caracterizaba por la falta de aquel consumo masivo que en los países capitalistas garantiza la venta de los productos y legitimidad de las relaciones socioeconómicas frente a la clase obrera. Es decir, siempre según Murray, el trabajo en los países socialistas era igual de alienado como en las sociedades capitalistas con el agravante que, en el bloque socialista, los obreros no recibieron las mismas contraprestaciones materiales. De hecho, el socialismo soviético se caracterizó por una estrategia de crecimiento tardío y acelerado a costo tanto de las personas como del medio ambiente. Copiaba prácticamente el progreso capitalista – bajo el liderazgo del estado planificador. Muchos autores han señalado la necesidad “objetiva e histórica” de este desarrollismo. En fin, Rusia, a principios del siglo XX, era un país semi-feudal. Sin entrar en este debate historiador, me parece evidente que hoy en día nos tenemos que replantear los conceptos de bienestar, desarrollo, progreso y crecimiento. En torno del crecimiento ya he mencionado algunas ideas. Algo parecido se puede decir del progreso. No cualquier desarrollo tecnológico es positivo. Hay que definir criterios que tipo de progreso es útil para la sociedad. Y claro: el modelo de consumo de las clases altas y medias globales está en cuestión. En este sentido, hay que llegar a una economía del trabajo y de los recursos naturales donde es posible la innovación sin necesidad de crecimiento. Estos modelos, sin embargo, tampoco pueden estar basados en el voluntarismo político. Ahí la historia socialista también es instructora. Durante el Gran Salto Adelante maoísta, el partido comunista chino impuso unos esquemas de desarrollo basados en conceptos ideológicos. Ya que se propuso el desarrollo industrial rural, se mandó a revolucionar la agricultura y a producir acero en talleres artesanales. Las consecuencias fueran nefastas: El vuelco de la producción agrícola causó terribles hambrunas y los hornos artesanales no generaban la temperatura necesaria para la producción de acero. Es decir, hay que replantearse el desarrollo – pero partiendo del mundo material real y no de visiones políticos. El tercer aspecto que quiere debatir en torno al socialismo estatista tiene que ver con la relación entre planificación y mercado. Está casi olvidado que las economías socialistas fueron bastante exitosas durante cierto período. De hecho, en la gran depresión capitalista a partir de 1929 el modelo de planificación parecía superior al libre mercado. La Unión Soviética se presentaba como un país innovador, de fuerte crecimiento. Lo mismo podemos constatar de Yugoslavia o Bulgaria en los años 1950. Cuando se trataba de organizar una simple expansión, la planificación estatal fue bastante eficaz. Parece que el estado sí es capaz de administrar la construcción de grandes centrales de electricidad, de líneas ferrocarriles, urbanizaciones u hornos de acero. Esta tendencia fue contrarestada por otro fenómeno generalizado en los años 60. Entonces, las tasas de crecimiento empezaron a bajar notablemente – sobre todo en los países más industrializados. Las economías estatistas no lograron pasar a un modelo económico extensivo a otro más intensivo. El mejor aprovechamiento de recursos, la reorganización flexible del trabajo y de las cadenas de producción, la introducción de nuevas tecnologías – todo ello fue muy difícil en el bloque socialista. Muchas veces se ha afirmado que el socialismo no fue tecnológicamente innovador. Pero no es tan evidente esta conclusión. En el campo militar y en la astronáutica, los socialismos sí fueron bastante exitosos. Siempre salta a la vista el contraste entre la capacidad de navegar por el espacio y la incapacidad de satisfacer las necesidades inmediatas de la población. El problema no fue la innovación tecnológica que también en las sociedades capitalistas normalmente se da fuera del mercado: en fin, los entes de investigación pura son financiadas con recursos públicos. El bloqueo sistémico socialista más bien tenía que ver con la incapacidad de transformación. Es socialismo estatista se ha mostrado – y cualquiera que vaya a Cuba lo podrá verificar hoy – sumamente inflexible a cualquier cambio en la sociedad y en los procesos de trabajo. Evidentemente, esto tiene que ver con el modelo político marcado por una conducción centralizada. Pero también se trata de una característica de la planificación central. Si se planifica ex ante cualquier expresión de autonomía pone en peligro el balance establecido de antemano. Las burocracias socialistas si fueron concientes de este problema. En los 60, se dio un amplio debate sobre la inclusión de mecanismos de mercado en la economía planificada europea. En Polonia se publicaron los libros de Oscar Lange, en la Unión Soviética, la República Democrática Alemana y Checoslovaquia hubo reformas y en Yugoslavia se estableció un verdadero socialismo de mercado. Con estos cambios se perseguía 1) crear incentivos para los trabajadores, 2) incrementar la eficacia en los procesos de producción y en el uso de recursos a través de la comparación de precios, o volvieron a fijar el cálculo en precios y 3) posibilitar cierta flexibilidad de las empresas. Fueron planteamientos radicalmente rechazados por la China maoísta y el guevarismo cubano que criticaban el supuesto retorno al capitalismo. Ahora, a casi 50 años, las dos posiciones parecen rebatidas por la realidad. De hecho, la falta de flexibilidad y autonomía ha resultado ser uno de los principales motivos del fracaso económico socialista. Por el otro lado, sin embargo, el retorno al mercado tal como se materializó en Yugoslavia causó enormes desigualdades. Los conflictos nacionales en Yugoslavia que luego llevaron a la trágica guerra civil de los 90, se alimentaban de las dinámicas económicas tan desiguales entre las regiones. Cuando el gobierno central todavía redistribuya las riquezas, la unidad nacional yugoslava se mantenía. Las reformas económicas de los 60, sin embargo, provocaron la fragmentación del país. Ahí, estaría mi tercera conclusión transitoria: Una alternativa de sociedad tiene que responder al problema de como garantizar la autonomía de los colectivos de trabajo e individuos en una economía sin incentivar nuevamente el egoísmo y los particularismos. ¿Es difícil? Sí, ¿es posible? No creo. Planteamientos para un debate No tenemos modelos para presentar y es bien así. Las propuestas emancipadoras no pueden ser modelos para imponer. Siendo así, dejarían de ser emancipadoras. Proyectos de emancipación surgen de prácticas sociales comunes, de la participación de muchos. Lo que si podemos aportar es conciencia crítica, es decir podemos sensibilizar frente a problemas. Elmar Altvater, con que tuve el placer de estudiar, hace muchos años propuso el término de la economía solidaria y solar como alternativa necesaria: una noción que me parece interesante aunque la critico. Es evidente que tenemos que cambio el modelo energético. La simple transición a nuevas fuentes renovables de energía no será suficiente. En este momento, en Europa se plantea la construcción de gigantescos complejos solares en países africanos y árabes; se habla de inversiones de miles de millones de euros. La estructura de este modelo energético, no obstante, sería parecida a la economía petrolera que es, como Vds. saben, tan entrelazada con un orden internacional imperial y que tantos conflictos armados ha provocado. Por lo tanto, Altvater y muchos otros exigen también la transición hacia un modelo de suministro y de redes descentralizados. Lo energético no es solo es una cuestión ambiental sino también de de relaciones internacionales. Altvater además propugna la economía solidaria. Es decir defiende las formas de trabajo y propiedad cooperativa y comunal porque las considera principios para una democratización de la economía. La historia del movimiento cooperativo – como por ejemplo las famosas empresas de Mondragón en el país vasco – muestra, sin embargo, que estas empresas tienen que actuar, en un entorno capitalista, como cualquier empresa capitalista. Es decir, hay una fuerte presión para que se asimilen y pierdan su capacidad transformadora. Este caso nos muestra que no puede haber una simple transición a otras economías. Independientemente de lo queramos, un cambio de fondo siempre implica ruptura y conflictos. Es por esta razón que sigo usando nociones como “socialismo” y “lo común” – a pesar de que estos términos fueron desacreditados completamente por la izquierda. Según su definición, socialismo significa que una sociedad se pone de acuerdo sobre el trabajo, la producción y el consumo de una manera consciente. Planificación en un sentido positivo sería esto: La sociedad define lo que necesita, como produce estos bienes y servicios, como distribuye el trabajo y los productos. En fin, socialismo equipara a la democratización radical de la sociedad en todos sus campos. La democracia limitada a funciones políticas por el liberalismo, se apoderaría del conjunto de la sociedad. Lo interesante es que esto por un lado nos parezca muy lejos, pero por el otro si se materializa en cada momento. Las recientes luchas contra la privatización del agua, de los hidrocarburos o de los patentes genéticos son expresión de estas demandas sociales de control sobre la economía. Si las personan se juntan en cooperativas, sindicatos o asociaciones para trabajar en una empresa solidaria, para exigir la redistribución de las riquezas o para organizar la educación de los niños de manera comunitaria, se están ejerciendo prácticas socialistas de apropiación. Las alternativas existen ya. Quiero decir: Si analizamos el presente encontraremos calidades utópicas en muchos campos. Observemos por ejemplo los digital commons, los bienes comunes digitales. Programas como el sistema de funcionamiento Linux son productos de una producción horizontal, descentralizada y sin ánimo de lucro. En inglés se habla de la peer production. Esta forma de producción pone en cuestión las teorías económicas tradicionales. Demuestra que la afirmación según que los humanos solo nos esforzamos si recibimos gratificaciones materiales, es falsa. Linux se produjo sin que alguien haya recibido un salario. (Entre paréntesis – me parece importante contradecir a esta idea del egoísmo como principal motor económico). Si está garantizado nuestro abastecimiento primordial, los seres humanos somos muy dispuestos a cooperar con otros sin incentivos materiales. Porque un trabajo nos parezca interesante, porque nos guste ayudar a un vecino etc. En la historia de la humanidad de los tres principios económicos – el intercambio de valores equivalentes, la reciprocidad (en el sentido de ayuda mutua) y la solidaridad (la percepción colectivista) –, el intercambio de valores equivalentes nunca ha sido el único y ni siquiera el más importante.) Pero regresemos a los bienes comunes digitales. Creo que la peer production de las comunidades informáticas se acerca bastante a esta “asociación libre de los productores” – como Marx definía al comunismo. Los programadores de software se han juntado de manera horizontal y democrática para generar un producto. Y lo que es más considerable aún: Lo hacen de manera descentralizada e internacional. El proceso de producción se coordina en foros abiertos. Nadie comanda el trabajo o es propietario de sus productos. Se trata de un proceso común a servicio de todas y todos. Y lo más paradójico: Se trata de una práctica socialistas sin que sus protagonistas se consideren tales. La misma sociedad genera permanentemente posibilidades de su superación. Insisto: Las alternativas de sociedad tienen que partir de estas prácticas ya existentes. De hecho, hay muchas prácticas de apropiación democrática, distribución solidaria, productividad común y descentralizada. Las hubo en el pasado y las sigue habiendo hoy. Si no se convierten en prácticas hegemónicas, evidentemente es por las relaciones de poder. Los procesos democratizadores van en contra de intereses concretos. Y es claro por qué: Los grandes consorcios económicos no tienen interés en que los medios de comunicación, por ejemplo, pasen a manos de la sociedad y de las comunidades. Si lo hicieran, no se podrían valorizar. Desafortunadamente tenemos que plantearnos los problemas de poder. Digo desafortunadamente porque en el pasado, la lógica de los poderes enfrentados ha llevado a la izquierda en más de una ocasión a posiciones dicotómicas. Como saben, Carl Schmitt – el gran representante del autoritarismo alemán – fundamentaba todo su pensamiento político en la distinción amigo-enemigo; una visión que fue compartida por buena parte de la izquierda. El arte de poder que de ahí pueda resultar, ha llevado la izquierda a las cúpulas estatales pero no nos acercado a la emancipación. Es un dilema porque por el otro lado sí hay que plantearse los problemas de poder. La propuesta de John Holloway de recurrir simplemente al antipoder no es muy convincente. Quizá la solución está en un cambio radical de perspectivas. En el siglo XX, las corrientes socialdemócratas fueron muy ingenuos frente al estado y las relaciones de poder. Creían en la transición hacia otra sociedad. Pero nos encontramos ante un estado que condensa – en palabras de Poulantzas – relaciones de fuerza entre clases y grupos sociales. O sea: Los estados están para bloquear los deseos emancipadores de las sociedades. Por lo tanto, alternativas de sociedad, en algún momento, tienen que llevar a la ruptura. A diferencia del socialismo leninista, hay que plantearse este proceso como un proceso de construcción desde abajo. Son las prácticas sociales de lo común y solo éstas que dan luz a la otra sociedad. La conquista del poder estatal, en cambio, no es un ningún acto de emancipación. Es cierto que la política de gobiernos y aparatos estatales incide en los procesos sociales. Los gobiernos pueden facilitar, manipular, negar o destruir a estas prácticas. Por consiguiente, la perspectiva anarquista o localista – que va contra todo tipo de estado o que simplemente lo ignora – también es ingenua. Es muy positivo que un gobierno progresista haga reformas sociales y democratizadoras; pero también es muy positivo cuando es un gobierno de derechas que los haga, obligado por los movimientos sociales desde abajo. Quiero decir: las cuestiones estratégicas de poder tienen que estar vinculados a fines concretos y siempre tienen que partir de una perspectiva de abajo. Los actos políticos se medirán por el criterio si facilitan o no a los procesos de apropiación social y democrática. Lo utópico y lo estratégico se plantean de esta manera de una forma extremamente real. Hay mucho por hacer. Raúl Zelik es profesor en la Universidad Nacional de Medellín y colaborador desde la universidad con OMAL (Observatorio de Multinacionales en América Latina), Paz con Dignidad y la revista Pueblos. i