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HISTORIA DE LOS JUBILEOS: UNA HISTORIA DE GRACIA Y CONVERSION Desde los primeros años de la Iglesia los cristianos han peregrinado a Roma para visitar las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo. Peregrinaciones que eran expresión de su fe. En el año 1300 llegó a Roma un excepcional número de peregrinos venidos de todas partes. La continua afluencia de hombres y mujeres que acudían a las tumbas de los Apóstoles incentivo al papa Bonifacio VIII a convocar el primer jubileo cristiano. Jubileo que según el mismo papa se tendría que convocar cada 100 años y para los cuales se promulgaría la indulgencia plenaria. Un cronista de la época escribió que "desde los tiempos más antiguos no existió tanta devoción y fervor de fe en el pueblo cristiano". Basándose en los jubileos que la Biblia propone cada 50 años, en 1343 se le pide al papa Clemente VI, residente en Aviñón (Francia), que convoque un jubileo extraordinario para el año 1350. Este fue el segundo jubileo de la historia al cual el Papa no pudo asistir. Una característica importante de los jubileos son las peregrinaciones, que a partir del año 1400 se inician con más fuerza y con el lema "paz y misericordia", tomando así un tono más penitencial. Es de destacar el jubileo de 1475 en donde se comenzó a utilizar la imprenta, recién inventada, para publicar todos los documentos de convocación al jubileo. A partir de este año es que se comenzó a llamar al año jubilar "Año Santo" denominación que llega hasta nuestros días. En el jubileo que se inició el 24 de diciembre de 1499, Alejandro VI inauguró solemnemente la "Puerta Santa" en la Basílica de San Pedro. Esta Puerta junto a la Indulgencia y la Peregrinación serán los grandes signos de todos los años Jubilares. Según un diario de la época se afirmaba que el año Santo de 1600 fue uno de los que tuvo mayor éxito tanto en el número de peregrinos como así también en la devoción de los fieles. Es a partir del año 1625 donde se da otro gran paso en la historia de los años santos ya que debido a una gran epidemia, el papa Urbano VIII debió extender los efectos espirituales del Jubileo a quienes, por razones de salud o de reclusión, no podían llegar a Roma. En el año jubilar de 1675 es cuando Roma recibió a los peregrinos por primera vez dentro de la columnata de la Plaza San Pedro realizada por Bernini. Los brazos de esta columnata son el símbolo más cabal de la nueva disposición de la ciudad hacia los peregrinos que la visitan cada Año Santo. En la vigilia del jubileo Clemente X canoniza la primera Santa de América, Rosa de Lima. Después erige la primera diócesis de América del Norte, la de Quebec. Es en el jubileo de 1750 donde el Papa Benedicto XIV destacó la necesidad de hacer penitencia para que ese año sea verdaderamente santo: año de edificación y no de escándalo. El jubileo tuvo así una fuerte característica espiritual. En el siglo XIX el único jubileo que se celebró fue el de 1825 organizado y convocado por León XII, a pesar de que las fronteras estaban cerradas y los caminos vigilados. El jubileo de 1875 fue celebrado y extendido por el papa Pío IX a todo el mundo, aunque la Puerta Santa no se abrió debido a que el mismo pontífice se hallaba "prisionero del Rey" al haber perdido todo poder sobre la ciudad de Roma y los Estados Pontificios. Después del siglo XIX fue cuando se reinició la práctica de los jubileos favorecida por el clima de distensión que existía entre la Iglesia Católica y el Estado Italiano. Además del año Santo convocado por el recordado papa de la cuestión social León XIII, es de mencionar el del año 1933. Año Santo extraordinario de la Redención. Convocado por Pío XI quien con esta práctica creó un acontecimiento religioso centrado en la figura de Cristo Redentor. También el Jubileo de 1950 se abrió en un horizonte cargado de tensiones y con las heridas de la segunda guerra mundial. Por estos motivos este será el año del "gran retorno y del gran perdón" de todos los hombres, también de los más alejados de la fe cristiana. Fue durante este año que el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María. Por otro lado, el espectáculo ofrecido por los peregrinos fue definido como "la mejor predicación de este siglo". Es el Papa Juan Pablo II quien convocó en 1983 el último jubileo celebrado hasta nuestros días. El motivo de este Año Santo fue el 1950 aniversario de la muerte de Jesús. Año que el papa entendía celebrar en continuidad con el Jubileo extraordinario de 1933 y en vista del Jubileo del año 2000. En esta historia de Peregrinaciones, Indulgencias y Puerta Santa de 700 años nos encontramos con la historia viva de la Iglesia de Jesucristo. En ella contemplamos las historias de guerras y de paz de todo el mundo, vemos las manifestaciones culturales más variadas, pero sobretodo asistimos a los grandes momentos de gracia y conversión. En todos los Años Santos podemos palpar la gracia de Dios que se manifiesta a través de su Misericordia (Indulgencia) y que produce en los hombres de buena voluntad a pasar por la Puerta Santa de la conversión del corazón y la peregrinación para adherirse a Cristo el único Camino que nos conduce al Padre. Ojalá que esta pequeña reseña histórica nos haga despertar las ansias de santidad. Que al ver a tantos hombres que a partir de los distintos jubileos de la historia han cambiado su vida, podamos también nosotros responder de la misma manera ¿Si estos pudieron, por qué nosotros no? EL OBRAR DE DIOS: SU MISERICORDIA Al hablar del Jubileo del año 2000 habitualmente nos vienen un sin fin de preguntas que necesitan una respuesta. Me parece oportuno para esta ocasión hacerles las preguntas a alguien que nos las pueda responder con autoridad y claridad. Por este motivo creo que el Santo Padre Juan Pablo II nos las puede responder, y ya las respondió cuando publicó la Bula de convocación al Gran Jubileo. Para poder vivir mejor este Año Santo se me ocurrían las siguientes preguntas: 1. ¿Desde cuando la Iglesia comenzó a vivir los Jubileos? ¿Por qué se une a la práctica jubilar el "don de la indulgencia" ? "¡Cuántos acontecimientos históricos evoca la celebración jubilar! El pensamiento se remonta al año 1300, cuando el Papa Bonifacio VIII, acogiendo el deseo de todo el pueblo de Roma, inauguró solemnemente el primer Jubileo de la historia. Recuperando una antigua tradición que otorgaba «abundantes perdones e indulgencias de los pecados» a cuantos visitaban en la Ciudad eterna la Basílica de San Pedro, quiso conceder en aquella ocasión «una indulgencia de todos los pecados no sólo más abundante, sino más plena». A partir de entonces la Iglesia ha celebrado siempre el Jubileo como una etapa significativa de su camino hacia la plenitud en Cristo." 2. La Indulgencia es entonces uno de los signos característicos del Jubileo pero ¿qué manifiesta, que sentido profundo tiene para la Iglesia que la concede en estos Años Santos? "En la indulgencia se manifiesta la plenitud de la misericordia del Padre, que sale al encuentro de todos con su amor, manifestado en primer lugar con el perdón de las culpas. Ordinariamente Dios Padre concede su perdón mediante el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. En efecto, el caer de manera consciente y libre en pecado grave separa al creyente de la vida de la gracia con Dios y, por ello mismo, lo excluye de la santidad a la que está llamado. 3. ¿Por qué la Iglesia es la que puede conceder la indulgencia en determinados momentos de la historia? La Iglesia, habiendo recibido de Cristo el poder de perdonar en su nombre (cf. Mt 16, 19; Jn 20, 23), es en el mundo la presencia viva del amor de Dios que se inclina sobre toda debilidad humana para acogerla en el abrazo de su misericordia. Precisamente a través del ministerio de su Iglesia, Dios extiende en el mundo su misericordia mediante aquel precioso don que, con nombre antiguo, se llama «indulgencia». 4. ¿Esta misericordia de Dios que tiene que ejercer la Iglesia no se ve de manera especial en el sacramento de la reconciliación? El sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la «posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia», obtenida por el sacrificio de Cristo. Así, es introducido nuevamente en la vida de Dios y en la plena participación en la vida de la Iglesia. Al confesar sus propios pecados, el creyente recibe verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía, como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia. Sin embargo, desde la antigüedad la Iglesia ha estado siempre profundamente convencida de que el perdón, concedido de forma gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal interior, una renovación de la propia existencia. El acto sacramental (la confesión o reconciliación en si misma) debía estar unido a un acto existencial (cambio de vida), con una purificación real de la culpa, que precisamente se llama penitencia. El perdón no significa que este proceso existencial sea superfluo, sino que, más bien, cobra un sentido, es aceptado y acogido. 5. Entonces ¿con este sacramento no bastaría para alcanzar el perdón y la misericordia de Dios? En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la indulgencia, con la que se expresa el «don total de la misericordia de Dios». Con la indulgencia se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa. (En efecto el pecado, aun perdonado, deja una huella dolorosa en el alma llamada "pena temporal". La indulgencia es una gracia especial que la Iglesia concede en determinados momentos por la cual se sana esa cicatriz (pena temporal) y además nos fortalece para que vivamos más estrechamente unidos al Amor misericordioso de Dios). 6. ¿De donde saca la Iglesia las fuerzas, las gracias para regalar el don de la indulgencia? La Revelación enseña que el cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas que dejan tras de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás. Es la realidad de la «vicariedad», sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a los Colosenses: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia»(1, 24). 7. Podríamos decir que con esta explicación se profundiza más y se entiende con claridad el "creo en la comunión de los santos" que rezamos en el credo. Esta profunda realidad está admirablemente expresada también en un pasaje del Apocalipsis, en el que se describe la Iglesia como la esposa vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela resplandeciente. Y san Juan dice: «El lino son las buenas acciones de los santos» (19, 8). En efecto, en la vida de los santos se teje la tela resplandeciente, que es el vestido de la eternidad. Todo viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que es nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo que se quiere decir cuando se habla del «tesoro de la Iglesia», que son las obras buenas de los santos. 8. ¿Tiene, entonces, la indulgencia una dimensión comunitaria y ecesial? Rezar para obtener la indulgencia significa entrar en esta comunión espiritual y, por tanto, abrirse totalmente a los demás. En efecto, incluso en el ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro. Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio de la «realidad vicaria», de la oración como camino de unión con Cristo y con sus santos. 9. Para finalizar ¿podría sintetizar el don de la indulgencia experimentada en este mundo que nos toca vivir? Esta doctrina sobre las indulgencias enseña, pues, en primer lugar «lo malo y amargo que es haber abandonado a Dios (cf. Jr 2, 19). Los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden expiar con solas sus fuerzas el mal que al pecar se han infligido a sí mismos y a toda la comunidad, y por ello son movidos a una humildad saludable». Además, la verdad sobre la comunión de los santos, que une a los creyentes con Cristo y entre sí, nos enseña lo mucho que cada uno puede ayudar a los demás -vivos o difuntos- para estar cada vez más íntimamente unidos al Padre celestial. Que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cf. Lc 25, 25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento. Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos. Que la mirada, pues, esté puesta en el futuro. El Padre misericordioso no tiene en cuenta los pecados de los que nos hemos arrepentido verdaderamente (cf. Is 38, 17). Él realiza ahora algo nuevo y, en el amor que perdona, anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva. Que se robustezca, pues, la fe, se acreciente la esperanza y se haga cada vez más activa la caridad, para un renovado compromiso de testimonio cristiano en el mundo del próximo milenio.