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Ganador del Reconocimiento al Mérito Estatal de Investigación 2014 en la Subcategoría de Divulgación y Vinculación Canibalismo azteca: controversias desde una mirada amazonista Israel Lazcarro Salgado INAH - Morelos L a antropofagia en Mesoamérica ha sido desde el siglo XVI un tópico controvertido. Para el nacionalismo mexicano, afirmado en un glorioso pasado indígena, ha sido sin duda su principal dolor de cabeza: ¿cómo abordarlo? La respuesta primaria que nuestra propia sociedad ofrece es la de horrorizarse. De ahí que el “canibalismo” mexica convoque todo género de animadversiones. Como ningún otro tema, el canibalismo ha estado sujeto a un ir y venir de argumentos que suelen desbordar lo académico y en cambio, bordar en los terrenos de la condena moral. Para el nacionalismo indigenista mexicano, la antropofagia mexica supuso un horror que con mucha dificultad se asumió …cuando se asumió. La respuesta más frecuente fue la negación: una calumnia de los invasores europeos, una manera de denostar a las poblaciones indígenas existentes a fin de justificar su dominación y exterminio. Reivindicar a los pueblos indios supuso entonces negar su antropofagia, lo que no fue sino otra manera de negarlos. Esos dilemas no se limitaron a la opinión pública: han atravesado el discurso académico, adentro y fuera de México. La actitud frente a la antropofagia mesoamericana ha oscilado entre la negación de su existencia, a su “justificación” bajo criterios alimenticios y ecológicos. Tal fue la tesis de Michael Harner, quien en esto siguió al célebre Marvin Harris, figura emblemática de la antropología estadunidense, iniciador del materialismo cultural y para quien la antropofagia se debía más a una adaptación cultural frente a una circunstancia ecológica: carencia de carne animal y necesidad de proteínas. Lo cierto es que ninguna de estas posturas se atreve a dejar hablar la voz indígena, la voz del otro y su diferencia cultural. Fue ahí donde apuntó la aguda crítica de un antropólogo como Marshall Sahlins, también estadunidense, quien buscó desmontar la extensa red de prejuicios y caricaturizaciones en que se sostuvo buena parte de la antropología en su mirada de los otros, con su “primitivismo”, de antiguo asociado con la miseria, la simplicidad y la ignorancia. El texto que presento a continuación, es una traducción libre de la primera parte de un interesante artículo escrito por Oscar Calavia, publicado en la revista Mana, número 15, en 2009, con el título: O canibalismo asteca: releitura e desdobramentos. Se trata de la lectura de un antropólogo y escritor español, amazonista, sobre la antropofagia mexica según las fuentes históricas mexicanas. Es significativo que el debate en torno al canibalismo mesoamericano, regrese a México bajo las miradas provenientes de América del Sur. Algo pasó en México donde el tema se vetó: un tema incómodo, que al parecer suscitó más pasiones que reflexión. Sin embargo, los hallazgos y reflexiones surgidas en torno al canibalismo amazónico en las últimas décadas, parecen ofrecernos una mirada más atenta, más serena y al mismo tiempo mejor equipada para abordar el tremendamente complejo problema del canibalismo en Mesoamérica. Es eso lo que Oscar Calavia se propuso hacer: “un ensayo provisorio, que pretende releer los textos bien conocidos, y extraer algún provecho de la aproximación entre los datos sobre el canibalismo azteca y los que nos ofrecen las Tierras bajas de América del Sur”, desde los Tupinambá históricos hasta los Wari contemporáneos, con los cuales los mexicas puedan dialogar a cinco siglos de distancia. Va aquí la traducción libre de la primera parte de este interesante artículo. Polémicas en torno al canibalismo azteca: una mirada amazonista Israel Lazcarro Salgado INAH - Morelos L a antropofagia en Mesoamérica ha sido desde el siglo XVI un tópico controvertido. Para el nacionalismo mexicano, afirmado en un glorioso pasado indígena, ha sido sin duda su principal dolor de cabeza: ¿cómo abordarlo? La respuesta primaria que nuestra propia sociedad ofrece es la de horrorizarse. De ahí que el “canibalismo” mexica convoque todo género de animadversiones. Como ningún otro tema, el canibalismo ha estado sujeto a un ir y venir de argumentos que suelen desbordar lo académico y en cambio, bordar en los terrenos de la moral. Para el nacionalismo indigenista mexicano, la antropofagia mexica supuso un horror que con mucha dificultad se asumió, cuando se asumió. La respuesta más frecuente fue la negación: una calumnia de los invasores europeos, una manera de denostar a las poblaciones indígenas existentes a fin de justificar su dominación y exterminio. Esos dilemas llevados al extremo, no se limitan a la opinión pública: han atravesado el discurso académico, adentro y fuera de México. La actitud frente a la antropofagia mesoamericana ha oscilado entre la negación de su existencia, a su “justificación” bajo criterios alimenticios y ecológicos. Lo cierto es que ninguna de estas posturas se atreve a dejar hablar la voz indígena, la voz del otro y su diferencia cultural. El texto que presento a continuación, es una traducción libre de la primera parte de un interesante artículo escrito por Oscar Calavia, publicado en la revista Mana, número 15, en 2009, con el título: O canibalismo asteca: releitura e desdobramentos. Se trata de la lectura de un antropólogo brasileño, amazonista, sobre la antropofagia mexica según las fuentes históricas mexicanas. Es significativo que el debate en torno al canibalismo mesoamericano, regrese a México bajo las miradas provenientes de América del Sur. Algo pasó en México donde el tema se vetó: un tema incómodo, que al parecer suscitó más pasiones que reflexión. Sin embargo, los hallazgos y reflexiones surgidas en torno al canibalismo amazónico en las últimas décadas, parecen ofrecernos una mirada más atenta, más serena y al mismo tiempo mejor equipada para abordar el tremendamente complejo problema del canibalismo en Mesoamérica. Es eso lo que Oscar Calavia se propuso hacer: “un ensayo provisorio, que pretende releer los textos bien conocidos, y extraer algún provecho de la aproximación entre los datos sobre el canibalismo azteca y los que nos ofrecen las Tierras bajas de América del Sur”, desde los Tupinambá históricos hasta los Wari contemporáneos, con los cuales los mexicas puedan dialogar a cinco siglos de distancia. Va aquí la traducción libre de la primera parte de este interesante 662 domingo 22 de febrero de 2015 artículo. El canibalismo azteca: relectura y desdoblamientos (primera parte) Oscar Calavia Sáez La polémica Los aztecas abrieron en 1977, el debate sobre el canibalismo en la antropología contemporánea. Fue en ese año que Michael Harner publicó un artículo que interpretaba la máquina de guerra de México-Tenochtitlan y el canibalismo en gran escala, que estaba asociado a ella, como un recurso para compensar la falta de proteína que afligía a la densa población del imperio mexica, desprovisto de caza o de ganado de gran tamaño. Las adhesiones a la tesis de Harner y las posteriores refutaciones a ella (Harris, 1977; Ortiz de Montellano, 1978; Sahlins, 1978; 1979) nutrieron una controversia, cuyas secuelas duran hasta hoy en día. Mas los aztecas serían, luego de la disputa que habían originado, apenas citados tras los primeros embates. Inspiraron pocas páginas de los deconstructores del canibalismo y ninguna de los etnólogos que, especialmente a partir del caso Tupi, proporcionaron poco después un notable desenvolvimiento en esa vieja materia de la antropofagia, especialmente en Brasil – ausencia lamentable en uno y otro caso, ya que los datos mexicanos podrían tener para ambos un valor crítico. A la distancia de más de treinta años, la tesis de Harner parece demasiado débil. Ya en pleno siglo XVI, Francisco Hernández, protomédico de Felipe II, se admiraba con la hechura de los mercados de México y, concretamente, con su variada oferta de carnes nativas. En las mismas páginas los cronistas y los misioneros en que Harner encontró sus argumentos, se encuentran los contra-argumentos que él desconsideró, pues en ellas abundan las referencias a cadáveres que se descomponían en el campo de batalla y el desperdicio de las proteínas obtenidas en muchos de los rituales sacrificiales, cuyas víctimas eran destruidas sin consumo. Así con estos y otros datos utilitaristas, y contra la tesis utilitarista, queda sobre todo la infinita complicación de los rituales sacrificiales y la maquinaria bélica que los alimentaba, lo que sobrepasa por mucho cualquier beneficio: no es casual que Bataille (1967) haya hecho del imperio azteca el paradigma de su teoría sobre el consumo como núcleo de la economía. Una razón práctica – como alegó en una ocasión Marshall Sahlins – era insuficiente para dar cuenta de un sistema cuya clave debería ser encontrada en términos de la misma cultura. El paradigma ecológico era vigoroso en ese momento y, al margen de las simplificaciones del materialismo cultural, encontró su expresión en otros abordajes que podrían ser rotulados de etnoecológicos, como el de Duverger (1986), que interpretó el sacrificio azteca como una tecnología diseñada para apropiarse de la energía y controlarla en un mundo marcado por la entropía. Mas la polémica debió llegar mucho más lejos, en una dirección opuesta. El artículo de Harner fue el principal catalizador de un libro de enorme éxito, The man-eating myth, de William Arens (1979), que denunciaba el canibalismo como una obsesión fantasiosa de colonizadores y antropólogos. El libro de Arens cumplió una misión muy digna: acotó una época en la que el canibalismo era un dato positivo, pronto para integrar los Human Relations Area Files, y mostró que en una inmensa mayoría de los casos, las informaciones al respecto eran escasamente confiables: testimonios indirectos, acusaciones estratégicas, mitologías tradicionales o historias de cazador. Pero Arens se perdió al final por perseguir con demasiado ardor un ala del enemigo, derrotada con facilidad. Una vez descartada la realidad factual del canibalismo, en sus páginas no quedaba de él mas que perversiones de Occidente, las que se proyectan sobre los nativos, tan inocentes como inoperantes. El modo sumario con que Arens despacha testimonios como el de Léry y Staden sobre el canibalismo tupinambá – y más aún, las fuentes sobre el canibalismo azteca – muestra que estaba demasiado ávido por librarse de la factibilidad caníbal y que, quizá, los canibalistas habían sido atacados por un adversario igualmente imprudente. Contabilizar y comentar la literatura que desde entonces abordó el debate caníbal sería una tarea interminable; apenas aludiré aquí a dos exponentes que establecieron tópicos importantes para esta discusión. Uno, el trabajo de Lestringant (1994), que se ocupa de detallar y positivar un amplio sector del discurso caníbal de Occidente – sin exigir para ello que el canibalismo haya sido apenas un discurso occidental. Lestringant muestra que en medio de exotizaciones y demonizaciones, nos faltó al menos un momento de simpatía por lo caníbal – el ensayo de Montaigne sería el único destacable – cuando el devoramiento del cuerpo del enemigo abatido, fue vista como la expresión de un ethos de venganza, afín al de la aristocracia europea. Esa simpatía por el noble salvaje fue dando lugar, en los tres siglos siguientes, a una visión utilitarista y miserabilista del canibalismo como recurso alimentario de poblaciones primitivas. Un canibalismo de necesidad, coherente con los grandes relatos que culminaron en el siglo XIX: la evolución, la penuria económica y moral desde sus estados primitivos a la racionalidad del homo oeconomicus. La otra contribución –más reciente y a la que dedicaremos mayor atención – es la de Obeyesekere (2005), envuelta en acostumbrada polémica con Marshall Sahlins (2003). El argumento de Obeyesekere continúa y completa el de Arens, enfocándose en los datos polinesios: los aztecas hacen una aparición episódica, y el canibalismo tupinambá, aunque gana un lugar paradigmático – y gráfico – en la portada y en las primeras páginas, no es analizado, debido a una declarada desconfianza del autor en cuanto a su recepción en el medio antropológico brasileño. Se trata en suma, de reafirmar el canibalismo como una variante del orientalismo: lo que los relatos sobre el canibalismo rebelan es, según Obeyesekere, un cannibal talk, un complejo folklórico europeo que viaja en los navíos de los exploradores y se enriquece con numerosas contribuciones de los marinos; que define las expectativas de los colonizadores al respecto de los nativos, y que eventualmente acaba por llevar estos mismos nativos a encarnar finalmente el estereotipo del feroz devorador, que ya más nada tiene de nativo, para las guerras coloniales. El canibalismo es una fábula europea o, en el límite, una realidad eurogénica. Obeyesekere hace una reserva, que aparecía ya fugazmente en Arens: no niega que el consumo de carne humana haya existido como práctica vinculada al complejo sacrificial maorí o fidjiano. Mas esta antropofagia divergiría radicalmente del canibalismo siendo la primera un acto religioso y frugal, y el segundo un festín bulímico, celebrado por la imaginación europea, que en parte se confunde con el canibalismo por necesidad de Lestringant, y en parte con el hambre insaciable de los ogros y vampiros de las fábulas. No resumiré ni recrearé aquí los contra-argumentos de Sahlins, muy parecidos a los que utilizó en la anterior polémica respecto a la divinidad de Cook, y que discrepan de Obeyesekere tanto en la validación de las fuentes como en sus implicaciones para un estudio del pensamiento de los otros. Prefiero centrarme en la distinción que Obeyesekere hace entre la antropofagia y el canibalismo, que parece constituir un esfuerzo para distanciar lo simbólico de lo real y de lo sensible. Los nativos de Obeyesekere parecen ahora, empeñados ritualistas que comen sin apetito, pos-modernos hastiados, prontos en parodiar las obsesiones europeas, aunque para ello tengan que declararse caníbales y hasta tragar un filete humano ofrecido por los europeos en un infame test científico. domingo 22 de febrero de 2015 Si los autores del “canibalismo de necesidad” imaginaran un devoramiento absolutamente profano, Obeyesekere parece proponer una antropofagia exclusivamente sacramental o retórica. Es al respecto de esta distinción que una revisión del corpus sobre el complejo sacrificial-caníbal mexicano puede ser útil. Antropofagia y canibalismo en México La principal fuente respecto al canibalismo azteca –y de virtualmente cualquier otro asunto del mundo mexicano– es la obra de fray Bernardino de Sahagún, conocida como Códice Florentino o, en la edición de la parte en español de su texto, como Historia General de las cosas de la Nueva España. El prestigio de Sahagún no está lejos de sus objetivos, lato sensu inquisitoriales. Era un control filológico del alma indígena el que pretendía con sus métodos y su exhaustividad, lo que le valió el reconocimiento como “precursor” de la etnografía. Auxiliado por nativos entrenados en el uso del español y del latín, y capaces de escribir en lengua náhuatl con caracteres latinos, condujo extensas pesquisas con informantes de varias ciudades mexicanas, escogidos de entre los viejos más versados en la tradición y en la lectura de los antiguos jeroglíficos, produciendo un corpus de textos en náhuatl que más tarde fueron traducidos por su equipo. En ese corpus, la antropofagia nunca es tematizada ni consta de epígrafes. Las referencias a ella aparecen esencialmente en las descripciones de las fiestas de los dioses que componen el libro 2, y con más detalles en una de sus relatos en un capítulo del libro 9 que trata de la organización y de las costumbres de los comerciantes. Esas referencias no son especialmente sensacionales. Veamos por ejemplo, la que aparece con motivo de la fiesta de Tepeilhuitl (Sahagún, capítulo XIII), en la cual son sacrificados cuatro mujeres y un hombre, personificando figuras divinas: “llegados abajo, les cortaban las cabezas y las encajaban en un palo, y los cuerpos eran llevados a las casa que llaman del calpul, donde los repartían para comer”. Otras referencias son igualmente sucintas: “Y después repartían todo el cuerpo entre ellos: lo comían” (ibídem, capítulo XX). Y así por el estilo. En otros casos, se especifica un destino diferente para los cuerpos, totalmente incinerados o ahogados en la laguna mexicana. Mayores detalles sobre el consumo son ofrecidos en ocasión de la descripción de un festival particular, el Tlacaxipehualiztli, sobre el cual volveremos más tarde: “Después de cocinados, los viejos, llamados cuacuacuilti, llevaban los cuerpos al calpulli, donde el dueño del cautivo había hecho su voto o promesa. Ahí lo dividían y enviaban una cosa a Moctecuzoma para que comiese, y el resto lo repartían entre los otros principales o parientes. Para comerlo en la casa de aquel que cautivó al muerto. Cocían aquella carne con maíz y daban a cada uno, un pedazo de aquella carne en un cuenco o en una calabaza, con su caldo y maíz cocido, y llamaban aquella comida de tlacatlaolli. Después de haberla comido, seguía la bebida”. (ibídem Cap. XXI). Este consumo observa, entre tanto, una restricción importante: “El señor del cautivo no comía la carne porque hacía de cuenta que aquella era su propia carne, porque desde el momento en que lo tomó como cautivo, le tenía por un hijo, y el cautivo a su señor como un padre que, por esta razón, no quería comer de aquella carne. Sin embargo, comía la carne de los otros cautivos que habían sido muertos” (ibídem Cap. XXI). Una descripción detallada de la antropofagia es hecha igualmente en el transcurso de la fiesta de Panquetzaliztli, realizada por el gremio de comerciantes de esclavos comprados para ese fin. El Panquetzaliztli es un festival muy complejo, mas la práctica del festín caníbal es en sí despachada rápidamente; hay sin embargo algunos detalles importantes en cuanto al consumo: “La carne, colocada sobre maíz, comían muy poco. Ningún chile se mezclaba en la preparación de la carne. Solamente sal” (ibídem, libro 9, cap. XIV). Sahagún no es un mitómano ni un propagandista, y en su obra no demuestra gran asombro en relación al canibalismo. Junto con vigorosos alegatos de simpatía por los nativos y el reconocimiento de sus cualidades intelectuales y morales, se permite de vez en cuando sermones elocuentes sobre su depravación. Pero veamos, por ejemplo, lo que dice del sacrificio y del consumo de niños en el festival de Atlacualo: 662 “Es cosa lamentable y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya llegado a tanta bajeza y oprobio, que los padres, por sugestión del Demonio, maten y coman a sus hijos, sin pensar que en esto haya alguna ofensa, antes pensando que con esto prestan gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguera… no se debe imputar tanto a crueldades de los padres –los cuales, derramando muchas lágrimas y con gran dolor en sus corazones las ejercían – sino al cruelísimo odio de nuestro antiquísimo enemigo Satanás que, con malísima astucia, los persuadió de tan infernal hazaña” (Sahagún, cap. XX). Las diatribas contra los horrores de la idolatría se encuentran en todos los autores de la época, incluyendo por cierto a los autores indígenas que, por su parte, elaboran una sustancial historiografía nativa en náhuatl y en español. Los conquistadores, naturalmente, las proferían para defender su empresa –y su botín– de los ataques proferidos por sus temibles adversarios, como el Padre Las Casas, y los misioneros para justificar su misión. Los indios, dice más tarde el Padre Acosta (en su “Historia Natural y moral de las Indias”: Cap. XXII) estaban cansados de su religión y deseosos de adoptar otra más “agradable”. El sistema sacrificial no se debe a la barbarie de los mexicanos, sino a las astucias del diablo y del engaño de los sicofantes, que propiciaban los sacrificios alegando el hambre de los dioses (ibídem). El cannibal talk mexicano era vasto, complejo y matizado, y no servía para construir un indígena monstruoso. Ni siquiera era del todo un cannibal talk, ya que difícilmente se encuentran referencias a él que prescindan de su contexto religioso. El principal estigma esgrimido contra los aztecas –o más exactamente contra sus sacerdotes– es el de sacrificadores, no de caníbales, que sigue al primero apenas como una sombra. Es precisamente como materia religiosa que debería ser erradicado con todo el sistema de idolatría al que servía de llave. En la escasa medida en que podía ser segregado de la idolatría, el canibalismo era encarado por los españoles como una actitud, digamos, moderna, en los términos de Lestringant: el protomédico Francisco Hernández, a su vez, en 1577, atribuía la aparición [del canibalismo] a la gran hambruna que había acontecido cien años atrás. El mismo Hernández distingue, bien al estilo de Obeyesekere, una práctica de los reyes, [según la cual] “no comían por nada carne humana, salvo, por motivos religiosos, a los inmolados a los dioses”, de la práctica de todos los otros, que “la comían con placer, siempre que fuese del enemigo o de los muertos en guerra”. Probablemente Hernández está dando voz a un amalgama entre preconceptos jerárquicos aztecas y españoles: ningún cronista, ni él mismo, deja espacio para un tratamiento no-religioso del enemigo, y su información puede ser mejor entendida como un juicio sobre diferencias éticas del consumo aplicadas a una misma práctica. Mas no descartemos por ello el peso del estigma caníbal en la escena mesoamericana. Este podría explicar, tal vez, la diferencia de tratamiento que el tema merece por parte de una serie de cronistas que lo abordaron en el siglo XVI y a comienzos del siglo XVII. Barry L. Isaac, que procuró hacer esta comparación, identifica actitudes diferentes en tres tipos de cronistas: los españoles, los indígenas y los mestizos. Los españoles son conquistadores o misioneros; los indígenas son miembros de la aristocracia nahua que ocupaban en esa época un lugar importante en el régimen colonial, antes de que fueran reducidos, en el siglo siguiente, a su mínima expresión: su disolución o su integración a las élites criollas o españolas. Los mestizos ubicados entre unos y otros, pero más cercanos a los últimos que a los primeros. El resultado de la comparación no tiene nada de sorprendente: las afirmaciones más enfáticas del canibalismo se encuentran en las obras de los españoles, en tanto que el tema es tratado con reservas o está totalmente ausente en los escritos de los indígenas. Los relatos mestizos –como el de Pomar– ofrecen un medio-término entre los anteriores, una afirmación matizada. ¿Qué significa esa diferencia? O, en otras palabras, ¿cuando los autores indígenas dejan de hablar del canibalismo es porque están eludiendo un tema molesto o simplemente, y por razones obvias, están descartando el falso problema de una propaganda hostil? Hay varias razones para suponer que sea lo primero. Veamos por ejemplo, Tezozomoc, un autor que en ningún momento alude al consumo efectivo de carne humana por sus ancestros, y que en una ocasión llamó como “comida de gente buena” –comida legítima, podríamos decir– [a la que es] del tipo de tortilla, tlacatlacualli o tlacatlaolli, que Sahagún describe como tortilla con carne humana: “sustento humano” es un término suficientemente ambiguo para permitir ambas 662 interpretaciones, sin refutar ni una ni otra. Tezozomoc se muestra coherente en relación a Sahagún cuando éste describe el destino de los cuerpos, distinto al de la cena caníbal; en los casos en que Sahagún explicita que las víctimas del sacrificio son devoradas, Tezozomoc pierde todo interés por el destino de los cuerpos. Esto nos lleva a una evidencia negativa que debería ser puesta en consideración en cualquier deconstrucción del canibalismo azteca: los autores que con mayor autoridad e interés podrían haberlo negado, esto es, los sucesores directos de la nobleza azteca, no negarán el canibalismo, aunque lo eluden. Es decir, lo eluden, pero no lo niegan. Claman contra la idolatría y los sacrificios con el mismo énfasis que los españoles usan, pero no incluyen la antropofagia en esa lista de pecados. Sus crónicas son monumentos a la gloria de la nación azteca, pero no se ocupan en limpiar esa gloria de la calumnia del canibalismo –lo que no les estaba prohibido: el canibalismo indígena no era un artículo de fe. De hecho, los autores indígenas y los mestizos emprenderán descomunales esfuerzos en apologizar su pasado. Fernando de Alva Ixtlilxochitl, por ejemplo, desarrolla un argumento extenso y coherente para disculpar a la ciudad de Texcoco por el estigma del sacrificio humano. Éste aparece en sus páginas como una costumbre impuesta por los tenochcas, que Nezahualcóyotl, modelo del rey texcocano, se esforzó en moderar (Historia de la nación chichimeca, cap. XLI). El mismo Nezahualcóyotl es por ello, presentado como un rey filósofo que, desengañado frente a la verdad de los ídolos, elabora un culto a un Dios desconocido (ibídem cap. XLV). El complejo Quetzalcóatl –el rey-dios opuesto al sacrificio humano, expulsado por el sombrío y violento Tezcatlipoca– puede ser, como quieren los etnólogos (por ejemplo Duverger), testimonio de una religión pre-azteca más benévola, aunque está claro que llegó a nosotros reelaborado por una élite local criolla que ensayaba con ello una aproximación entre el universo religioso nativo y el cristianismo (Lafaye 1977: 205-291). Tales argumentos fueron bien recibidos por la ideología colonial, si es que no fueron sus productos más ilustres. A diferencia de lo que acontece en la costa brasileña o en las Islas Fiji, los conquistadores no pretenden retratar a los dominados como salvajes sin fe, ley ni rey, o dominados por una miseria que les domingo 22 de febrero de 2015 lleve a comer, digamos, del propio cuerpo; sería difícil en vista del esplendor de sus ciudades, lo que ya era motivo de gloria para sus invasores. Mas la negación del canibalismo debió esperar a la llegada de Arens. Para profundizar en las razones que determinaron esa actitud doblemente reticente de los autores indígenas, necesitamos detenernos en algo que la literatura postcolonial parece siempre poco dispuesta a reconocer: la opacidad del propio discurso indígena. Este objetivo es difícil y para llevarlo a cabo lo suficiente, requeriría sin duda conocimientos más densos de los que poseo. Para leer más: Calavia, Oscar: “O canibalismo asteca: Releitura e desdobramentos”, en Mana, no. 15, pp. 31-57, 2009. Arens, William: “The man-eating myth. New York, Oxford University Press, 1979. Bataille, Georges: “La part maudite”, Minuit, Paris, 1967. Duverger, Christian: “La flor letal. Economía del sacrificio azteca”, FCE, México, 1986. Harner, Michael. “The ecological basis for aztec sacrifice”, American Ethnologist, n. 4, 1977. Harris, Marvin: “ Isaac, Barry: “Aztec cannibalismo. Nahua versus Spanish and mestizo acconunts in the valley of Mexico”, Ancient Mesoamerica, n. 16, 2005. Lafaye, Jacques: “Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México”, FCE, México, 1977. Lestringant, Francois: “Le cannibale, grandeur et décadence”, ed. Perrin, Paris, 1994. Obeyesekere, GAnanath: “Cannibal talk: the man-eating and human sacrifice in the South Seas”, University of California Press, Berkeley; 2005. Sahlins, Marshall. “Culture as protein and profi”, New York Review of Books, n. 25, 1978. --- “Cannibalismo: an exchange”, New York Review of Books, n. 26, 1979. --- “Artificially maintained controversies: global warming and the fidjjian cannibalismo”, Anthropology Today, n. 19, 2003. Órgano de difusión de la comunidad de la Delegación INAH Morelos Consejo Editorial Eduardo Corona Martínez Israel Lazcarro Salgado Luis Miguel Morayta Mendoza Raúl Francisco González Quezada Giselle Canto Aguilar www.morelos.inah.gob.mx Coordinación editorial de este número: Israel Lazcarro Salgado Formación: Joanna Morayta Konieczna El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de sus autores