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López Obrador: ¿Un proyecto de izquierda? Emilio Pradilla Cobos En su frenética búsqueda de la presidencia en el 2006, Andrés Manuel López Obrador, Jefe de Gobierno del Distrito Federal, ha dicho que su proyecto de nación es “alternativo” al neoliberal y de “izquierda”, aunque en su afán de congraciarse con el gran capital, se declara “centrista” a los diarios extranjeros, y su equipo de campaña está formado por connotados ex-priistas salinistas, y no por gente de izquierda. Pero lo importante no es lo que AMLO diga que es, sino lo que objetivamente propone. Su Proyecto Alternativo de Nación -PAN- apenas llega a ser una sumatoria incompleta y desintegrada de propuestas pragmáticas de política pública sexenal, en su mayoría extrapoladas de las aplicadas en el DF a partir del 2001, aderezadas con frases demagógicas y populacheras, y referencias a sus imaginarios o reales inspiradores, en confusa mezcolanza ideológica e histórica: los liberales del siglo XIX, con Benito Juárez a la cabeza, convertido en dechado de virtudes morales y republicanas, pero desvestido de sus posiciones políticas; Francisco I Madero y los orígenes democráticos de la revolución, no los revolucionarios Zapata o Villa; el General Lázaro Cárdenas, reducido a la expropiación petrolera; los políticos prisitas del Desarrollo Estabilizador y el Compartido, de mediados del siglo XX; o el Presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y su NeW Deal Keynesiano de los años treintas. En lo económico, en el plano internacional, el PAN de AMLO, acepta la globalización neoliberal tal como funciona ahora, y sus reglas macroeconómicas; desecha la renegociación de las inequitativas reglas de los tratados de libre comercio con Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón, las potencias hegemónicas; no toma posición sobre el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas –ALCA-, impulsado por los gobiernos de los Estados Unidos; y no propone impulsar ningún cambio hacia la igualdad y la equidad, en los organismos multilaterales del poder económico mundial: Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo y Organización Mundial de Comercio. Para la economía interna, propone el regreso al pasado intervensionista keynesiano en su variante prisita de mediados del siglo XX, antes del cambio de rumbo al neoliberal. Sin aportar nada nuevo, basa su proyecto de desarrollo en el sector energético, el “mejor negocio del mundo” según AMLO-Rockefeller, que ha cumplido ya ese papel desde hace décadas al suministrar un tercio de los ingresos fiscales del Estado por lo que sus empresas están al borde del colapso, y cuya utilización intensiva por López Portillo llevó al masivo endeudamiento externo de fines de los años setentas, para garantizar la gran inversión necesaria para ampliar la producción; seguirlo exprimiendo sería agotar en el corto plazo una riqueza esencial que hay que saber administrar y explotar. Pero nada propone sobre los contratos de servicios múltiples de PEMEX y CFE como vías de endeudamiento, privatización y desnacionalización de los energéticos. Apuesta también, sin bases analíticas ni prioridades, a la multiplicación de la obra pública y la construcción de vivienda, cuyos efectos multiplicadores sobre la industria garantizarían según AMLO el crecimiento productivo del país; repite así, con un simplismo increíble, las esperanzas frustradas de muchos gobernantes latinoamericanos del siglo pasado que constataron que el desarrollo no se garantiza con la construcción, como producción de bienes de consumo final que crea un empleo transitorio, poco calificado y mal remunerado. Propone también, sin más precisiones, el fomento a la industria maquiladora, con su sobreexplotación de la fuerza laboral en beneficio de las trasnacionales: bajos salarios, continua rotación de trabajadores, dobles jornadas, ausencia de seguridad social, y abuso de la fuerza laboral joven y femenina. Otros temas económicos cruciales quedan sin respuesta: la banca trasnacionalizada –el tema del Fobaproa es solo un aspecto–, la política de desarrollo industrial, la contrarreforma agraria salinista, la política científica y tecnológica, la situación de la pequeña y mediana empresa, la economía popular y el sector informal, la legislación laboral, la política salarial y de distribución del ingreso, etc. La política social del PAN de AMLO, no busca resolver las causas estructurales de la pobreza, sino mitigar sus efectos inmediatos sobre los sectores focalizados mas vulnerables; es asistencialista y compensatoria de los peores efectos del neoliberalismo, insuficiente para revertir la pobreza aún de los beneficiarios, y se diferencia muy poco de los programas propuestos por los organismos internacionales como el Banco Mundial: Pronasol, Progresa y Oportunidades, aplicados en México por los gobiernos neoliberales. En lo político, AMLO evidencia su postura presidencialista, centralista y autoritaria: hace depender la democracia de la buena voluntad del presidente, no propone el cambio de régimen político ni postula ninguna reforma del Estado; quiere gobernar como el viejo PRI, con carro completo, sin las molestias que representa la existencia de leyes e instituciones –muy costosas, diría AMLO– que garanticen, tutelen y vigilen la vigencia de los derechos políticos de los ciudadanos. Para AMLO, las “virtudes” individuales del gobernante (honestidad, valentía, valores y principios, austeridad, etc), son más importantes para garantizar la democracia que las estructuras del Estado y la voluntad soberana de los ciudadanos. Aunque la Constitución de 1917 ha sufrido cientos de reformas para adecuarla al régimen priista de partido de Estado y luego al modelo neoliberal, y su reestructuración sería esencial para institucionalizar un cambio de régimen político, económico y social real, AMLO no propone ninguna revisión de ella, y ha afirmado que no es necesaria. La participación de la ciudadanía y de las organizaciones sociales tampoco aparece como actora importante en el Estado lopezobradorista, pues está convencido que él –en primera y única persona– encarna la voluntad del “pueblo” y puede hablar por él. AMLO da por supuesto que el federalismo mexicano opera adecuadamente, no observa ni su centralismo –con el cual esta de acuerdo– ni su inequitativa desigualdad, y solo le preocupa cómo se podrían recaudar mejor, regionalmente, los impuestos federales y como se repartirían. La política fiscal se reduce a la lucha contra la corrupción y la evasión, y a la aplicación de su “austeridad republicana”, temas válidos pero totalmente insuficientes para resolver las necesidades de financiamiento para que el sector público cumpla sus funciones y obligaciones, sobre todo las sociales. No dice nada sobre la naturaleza injusta del régimen fiscal que reposa sobre los impuestos al consumo y a las rentas del trabajo y no grava al patrimonio y las ganancias empresariales. De hecho, en repetidas ocasiones se ha opuesto a cualquier tipo de reforma fiscal. Aunque reconoce la vigencia de los Acuerdos de San Andrés, AMLO no señala la naturaleza pluriétnica y pluricultural de la nación, y lo que propone es la “integración de los pueblos indios al desarrollo” y la lucha contra la pobreza de sus comunidades, suponemos que mediante la aplicación de apoyos económicos individuales, reiterando los vicios de la vieja política indigenista. La política exterior propuesta en el PAN, es pasiva y tradicional, de “buena voluntad”, sin diferencias con la aplicada por el PRI durante décadas, con dudosas alabanzas a la aplicada por Roosevelt en Estados Unidos, sin propuestas de solución a las deformaciones de los organismos internacionales –Organización de Naciones Unidas, Organización de Estados Americanos y sus aparatos–, sin nada que decir sobre la relación con Estados Unidos y con Cuba, ni sobre la opción de integración con América Latina y el Caribe en vez de la neoliberal integración subordinada en Norteamérica. AMLO muestra su verdadera ideología conservadora en lo que no dice, pues seguramente no lo considera importante. En su PAN no hay propuestas sobre las garantías individuales y los derechos sociales reclamados hoy día; ni sobre la igualdad de género; ni para los jóvenes; ni dice una palabra sobre el respeto a las diferencias de preferencia sexual y los derechos de los homosexuales –recordemos que paralizó la aprobación de la Ley de Sociedades en Convivencia en el DF–; no aborda los temas de la reforma laboral, la seguridad social, el INFONAVIT y las pensiones; no toca los problemas territoriales y urbanos, la desigualdad regional del desarrollo, la cuestión metropolitana, la problemática ambiental y la planeación del desarrollo. Este ecléctico programa de gobierno, de corto plazo, que mezcla pragmáticamente ideas económicas del pasado intervensionista en las versiones del PRI y de los demócratas estadounidenses, con las propuestas de política social del Banco Mundial, y las realidades del neoliberalismo dominante y su globalización, el conservadurismo cultural y el moralismo personal, no propone ni garantiza ningún cambio, así sea superficial, del sistema económico, social, cultural, territorial y ambiental imperante en México; no es “alternativo”, si no de continuidad. No es de izquierda, es centrista, es decir, de suma cero, de inmovilidad, de continuidad, de parálisis, de ausencia de compromiso concreto con cualquier sector social. Podemos entender que la población en su conjunto, despolitizada por varias décadas de manipulación prisita, espantada por la debacle del gobierno foxista, opte por creer que el lenguaje demagógico y populachero, las bravuconadas de fajador de barrio de López Obrador son de oposición o de izquierda. Es perfectamente explicable que los oportunistas que buscan cada sexenio los favores del poder, se deslumbren con las encuestas y se pasen al bando del presunto ganador. Lo que no podemos admitir es que intelectuales críticos, luchadores sociales, políticos venidos de la tradición de la izquierda mexicana, renuncien a la crítica y a sus principios, crean la charlatanería de López Obrador, que su programa es de izquierda y no puedan entender la naturaleza política de su práctica. A lo mejor, están encandilados por las encuestas mediáticas, presos de la desesperación por sentirse “ganadores” de algo, o del interés de que la política les haga justicia, con algún puesto público, por lo que vuelven a tomar la falsa vía del voto útil por Fox del 2000, que hoy se muestra como un tremendo error político y una costosa farsa social.