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Eugenio Barba, Teatro. Soledad, oficio y revuelta, Buenos Aires, Catálogos, 1997, pp. 263-274 LA HERENCIA DE NOSOTROS A NOSOTROS MISMOS En este artículo el concepto de Tercer Teatro aparece fundamentado en dos ideas ya formuladas: el rechazo y la búsqueda de un sentido personal. Pero aquí se articulan de manera simultánea y complementaria: el rechazo se convierte en la premisa que fundamenta la búsqueda de un sentido personal para la práctica teatral. Esta complementariedad vuelve a focalizar el concepto de Tercer Teatro, introduciéndolo en una perspectiva histórica que revela una genealogía profesional. Escrito en 1991, ha sido traducido en varias lenguas, revelándose como uno de los textos clave de Eugenio Barba. Publicado por primera vez en “La escena latinoamericana”, n.6, Buenos Aires 1991. El Tercer Teatro indica un modo de modelar los propios “porqués”. No es un estilo teatral ni una alianza entre grupos, tampoco es un movimiento o una corporación internacional, ni una escuela, ni una estética o una técnica. No es ni siquiera una de las “novedades” que pertenecen a las modas de los años setenta. Críticos y teatrólogos pueden observarlo tanto con interés y pasión como ignorarlo: el Tercer Teatro continúa existiendo. El término es reciente. No lo es, sin embargo, la condición que éste designa. Louis Jouvet hizo un día una afirmación que resuena como un enigma: “Existe una herencia de nosotros a nosotros mismos”. De ésta se desprenden algunas preguntas esenciales: ¿Poseo aún en mis manos la herencia que yo mismo me he construido? ¿Conozco aún su valor, o también esto ha sido corroído por el tiempo, por la práctica de la profesión, por el retorno al centro aplastado del planeta teatral? Aquel enigma y estas preguntas pertenecen al Tercer Teatro. Podríamos decir que son el Tercer Teatro. Son la expresión de aquello que, como los anillos de Saturno, no se deja atraer y aplastar. 1 Algunas veces, la fuerza que aplasta está constituida por una aparente cordura: “hacer teatro hoy no tiene ya sentido”, dicen algunos. Especialmente cuando viven en aquel hotel de lujo mediocre llamado Europa, y, mirando a su alrededor después de años de trabajo, contemplan la indiferencia que los circunda. Lejos, a menudo más allá del mar, otros parecidos a ellos pero en contextos profundamente diferentes, se desaniman a veces al confrontar el empeño que se precisa para hacer teatro con la exigua medida de su eficacia en una realidad social dramática que amenaza hundirse en la barbarie. “EI teatro no tiene sentido”. ¿Quién osaría afirmar lo contrario? *** Es “el demonio del mediodía”. Así llamaban los antiguos a ese espanto que coincide con un momento de madurez y claridad. Precisamente cuando el sol se encuentra a pico e inunda todas las cosas, el hombre puede sentirse fuera de lugar. La herencia de las elecciones iniciales le parece ahora insensata. Es como si el instante presente aplastase cualquier otro valor posible. Cuando pasa el demonio del mediodía, el monje —decían los antiguos— siente que su vocación no tiene sentido; el caballero sueña con el arado; el campesino anhela la vida errante de las armas. ¿Quién osaría afirmar que hacer teatro tenga de por sí un sentido? Algunas veces nos parece que el sentido se ha escapado de la realidad del teatro dejando piedras áridas y lodo. Quizás tuvo sentido en un tiempo, antes de que la industria del espectáculo moderno, la cultura de masas, los nuevos ritos y mitos juveniles, le quitasen legitimidad y eficacia al quehacer teatral. Se trata de movimientos históricos más grandes que nosotros. Por esto no somos capaces de comprender ni de reencontrar los motivos que nos nutrieron en los primeros días de trabajo. Quizás en 2 aquellos primeros tiempos éramos idealistas. Ahora nos sentimos más maduros, sin embargo más áridos y a veces desilusionados. Es precisamente el momento en el cual nos encontramos realmente a merced de la ilusión. La ilusión de que las cosas y las acciones puedan tener un sentido de por sí es potentísima. Su sentido parece acrecentarse o perderse casi sin nuestro conocimiento, por causas externas. Nos pertenece la acción, no sus frutos. Estos últimos extraen significado del contexto, del tiempo y de las contingencias, de los espectadores y de sus memorias. Nosotros no podemos definir el valor de nuestros espectáculos, el mensaje que éstos trasmitirán. A veces, la Historia, con mayúscula, es la que se encarga de generar el sentido profundo que el fruto de la acción de hacer teatro puede asumir. Sklovski cuenta acerca de una actuación de aficionados presentada a los soldados de la retaguardia del frente ruso durante la primera guerra mundial. Se representó El matrimonio de Chejov, una farsa de pequeños burgueses, un esbozo satírico y realista sin ningún intento subversivo. Pero al final, cuando el protagonista huye de la casa vulgar y opresora de la prometida, todos los soldados de la platea se alzaron, como si de repente alguien les hubiera abierto los ojos, y desertaron. Jan Kott cuenta cómo las noticias del XX Congreso del PCUS que se filtraban en Varsovia dieron de pronto un ardiente significado a una pieza de vanguardia que, hasta ese momento, aparecía como puro experimentalismo y ahora se revelaba alegórica y política: Esperando a Godot. Esta misma pieza fue crudo realismo para los aficionados de la prisión norteamericana de Saint Quentin. Son ejemplos extremos, casi parabólicos. La realidad está compuesta por delicados matices. Las parábolas sirven para recordar las abstracciones que pueden orientarnos. Es decir: los frutos de la acción de hacer teatro no nos pertenecen. Nos pertenece la acción. Es sólo culpa nuestra si nuestro hacer teatro pierde sentido a nuestros ojos. 3 Sería tonto desalentarse por algo que es obvio desde hace un siglo: el teatro es una actividad artística en busca de sentido. De por sí es el residuo arqueológico de otra época. A este residuo arqueológico, que ha perdido su inmediata utilidad, se le inyectan cada vez distintos valores. Podemos adoptar aquéllos que siguen el espíritu del tiempo y de la cultura en la cual vivimos. También podemos vivir desheredados y descubrir nosotros mismos nuestra herencia. Podemos decirnos que no somos los herederos de una Gran Tradición. Pero que “existe una herencia de nosotros a nosotros mismos”. El teatro que vive esta condición, que no encarna un patrimonio con orígenes profundos, ni se ata a una tradición para reproducirla o contradecirla, para negarla dialécticamente o para renovarla, es el Tercer Teatro. *** Al hablar de Tercer Teatro algunos entienden una periferia, una marginalidad fruto de una elección o de una injusta discriminación. No es esto lo que nos define, aun si muchas veces pesa en nuestra experiencia. No es sólo el hijo desheredado injustamente (o con justicia) el que está sin herencia, también lo está el extranjero con las manos desnudas. Cuando Jouvet hablaba de la herencia de nosotros a nosotros mismos, reasumía el sentido de muchas historias que habían cambiado el espíritu del teatro del siglo XX. Eran historias de personas, no de instituciones. Eran historias de extranjeros en el teatro. ¿Quiénes son estos extranjeros? ¿Qué quiere decir que tienen las manos desnudas? A menudo, en nuestros discursos, acuden los nombres de “maestros” y “padres fundadores”: Craig, Stanislavski, Copeau, Brecht, Artaud, Meyerhold, Beck y algunos otros. Entre los vivos acude siempre el nombre de Grotowski. Olvidamos, injustamente, nombres como Joan Littlewood o los nombres de aquéllos que abrieron nuevos caminos al teatro del otro 4 hemisferio: Atahualpa del Cioppo o Enrique Buenaventura, Vicente Revuelta o Santiago García. Son nombres de artistas cuyos espectáculos han dejado un signo en las memorias de muchos de sus espectadores. Son teóricos y estrategas teatrales originales. Sin embargo, las raíces de su fuerza son extra-teatrales: todos ellos han entrado en el teatro llevando una “nostalgia” personal, rebautizándola como una nueva provincia de un país espiritual perdido, amenazado o amenazante, distinto para cada uno de ellos: la religión, la anarquía, la revolución, el tiempo del “hombre nuevo”, una oscura e insensata rebelión individual. Para “inventarse” el sentido de la propia herencia a sí mismos, todos ellos han concentrado su atención sobre algunos elementos de la práctica escénica, descuidando otros. Recorrieron en profundidad una reducida zona del terreno, más que dispersarse en la superficie. Si se observan sus historias con ojos libres de prejuicios y de aquella forma de idolatría respecto a los grandes, nos damos cuenta de que cada uno de estos “grandes" estaba marcado por una deficiencia, no tenía la disponibilidad de medios que, en cambio, poseen los artistas que se convierten en los benjamines de su tiempo. Algunas de estas deficiencias quedan escondidas bajo el polvo del pasado, otras emergen con particular viveza: Stanislavski no lograba aceptarse como actor; Artaud no conseguía concretar sus visiones; Brecht no sabía vivir sin una ortodoxia, ni lograba ajustar a ésta la propia práctica artística, cargada de individualismo y anarquía. Transformando la “nostalgia” y las deficiencias en un signo de diversidad, esos maestros del teatro del siglo XX se volvieron extranjeros. Construyeron un sentido autónomo para su acción de hacer teatro y luego de que abandonaron, o de que fueron obligados a abandonar algunas de las protecciones del teatro, podemos hablar de ellos como “extranjeros con las manos desnudas”. Cuando se volcaron sobre un terreno ignoto no habían adquirido suficiente fama para resguardarse, ni al abandonar las prácticas más difundidas las sustituyeron por otras exóticas pero de prestigio. 5 Es necesario ser preciso: fueron extranjeros, pero no con las manos desnudas los actores de La Commedia dell’Arte que se dispersaron por Europa entre los siglos XVI y XVII. Fueron extranjeros, pero no con las manos desnudas, Sada Yacco y sus actores-danzadores que importaron a occidente la imagen de una tradición teatral japonesa creada en base a un inteligente “bricolage” artístico. Fueron “extranjeros”, pero no con las manos desnudas, Wagner, Eleonora Duse, Nijinskij. “Extranjeros con las manos desnudas” fueron Stanislavski y los jóvenes de los teatros agit-prop, no solo Artaud, sino también los grupos teatrales de mujeres que luchaban por el derecho a votar en la Inglaterra del inicio de siglo (allí también prevalecía el nombre de Craig: la hermana casi desconocida del notable inventor de la Dirección). Fue “extranjero con las manos desnudas” Copeau, y lo fueron los estudiantes idealistas, aficionados que en la Rusia del comienzo del siglo XX dedicaban todo su tiempo y fuerzas al trabajo teatral, encontrando la respuesta a la necesidad de un rigor ético o de una religiosidad sin fe. Cada planeta teatral tiene sus zonas periféricas, sus regiones marginales, divergentes y oprimidas. Estas están lejos del centro, pero no significa que hayan conquistado una autonomía propia. Un teatro voluntariamente periférico es, en muchos casos, el teatro de los aficionados, cuando su sentido consiste en reflejar las imágenes y los comportamientos del teatro “mayor”. Esto no quita que en determinados momentos históricos se hayan constituido, entre los teatros de aficionados, los laboratorios más innovadores del arte teatral: basta pensar en los teatros de los nobles del Setecientos, en los espectáculos puestos en escena por Voltaire o Vittorio Alfieri, en el teatro de Nohant donde experimentaban en la mitad del siglo XIX George Sand, su familia, sus amigos y Frederich Chopin Cada planeta teatral tiene sus zonas protegidas y elevadas del mismo modo que tiene sus sectores discriminados. Un teatro discriminado fue el de las ferias; culturalmente marginados estaban, en la primera mitad del siglo XIX, los teatritos del Boulevard du Temple de París, en uno de los 6 cuales trabajaba el gran Deburau; marginal pareció el Circo Criollo en Argentina y para no excederme con ejemplos —el interminable territorio del Variedades, desacreditados, del pero Music-hall, de los de cuales la los Operetta: teatros culturalmente divergentes y las vanguardias, dándoles la espalda a Ibsen, Shakespeare y Sófocles, tomaron inspiración para delinear una “escritura escénica” moderna. Podríamos proseguir con la larga lista, recordar los teatros considerados “populares”, enumerar los casos en los cuales los saltimbanquis llevaban consigo, en las innumerables peregrinaciones, el espíritu de un teatro futuro. Todo esto constituye el planeta teatro que tiene en su centro los grandes edificios de la Comédie Française o de los Teatros Imperiales de la Rusia pre-revolucionaria, del teatro de Weimar dirigido por Goethe o el de Bayreuth dirigido por Wagner. Pero el planeta no es todo. Debemos habituarnos a mirar más allá y descubrir, además de las miles de diferencias que constituyen su geografía, y de sus zonas centrales o periféricas, aquello que escapa a su fuerza de atracción y parece moverse alrededor de él como una nebulosa difícilmente definible. *** Hemos hablado del demonio del mediodía. Hablemos ahora de Saturno. En los viejos tiempos se decía que los artistas, los intelectuales y los pensadores “nacían bajo la influencia de Saturno”. Antes de ser un planeta, Saturno fue un dios, fuente de genialidad, de melancolía e indolencia, estrechamente ligado a Lua Mater, también ésta una diosa ambigua, procreadora y destructora, ya sea de las cosas queridas como de las perniciosas. Los “nacidos bajo la influencia de Saturno” sentían a menudo un zumbido en una oreja. Es también por esto, y no sólo por razones mímicas, que las imágenes de los hombres y de las mujeres melancólicas, como aquella famosísima de Durero, tienen la cabeza inclinada, apoyada en una mano que protege la mejilla y la oreja. El 7 zumbido que los atormentaba podía parecerles una voz arcana. Hoy Saturno se reduce a ser sólo un planeta: gira velozmente sobre sí mismo, su día dura 10 horas y 14 minutos. Tiene, por lo tanto, una gran fuerza centrípeta que atrae los cuerpos que vagan en el espacio y los aplasta sobre su corteza. Debido a esta caída continua de meteoritos, la cara de Saturno está un poco magullada. Aquello que vuelve fascinante a este opaco y magullado planeta son sus anillos, algo que mantiene las distancias: cercos concéntricos, aparentemente nebulosos, que escapan a su fuerza centrípeta. Volvamos entonces a nuestro punto de partida, aquel por el cual Saturno, ex-dios y planeta, nos resulta instructivo. Los anillos de Saturno no son niebla, masa informe y gaseosa. Son el conjunto de innumerables cuerpos sólidos independientes, algunos grandes, otros minúsculos, que se mueven cada uno con una velocidad propia, una energía propia y con tiempos propios de rotación y de revolución Esta falta de uniformidad, estos movimientos diversos de minúsculos mundos diferentes y este aparente desorden dan la impresión de una nebulosa. Los anillos del planeta no son masa compacta: es el conjunto de aquello que escapa a una masa compacta, de aquello que no se deja reducir a la corteza magullada del mundo central. Pero cada núcleo -no lo olvidemos- es un mundo en sí mismo, sólido, bien definido e independiente. Dentro de la órbita que los une, cada uno se mueve por su cuenta. La dificultad de comprender la naturaleza del Tercer Teatro radica en el intento de encontrar una definición unitaria que fije el sentido de una realidad teatral diferente. Pero el Tercer Teatro se define precisamente por la ausencia de un sentido común. Es el conjunto de todos aquellos teatros que son, cada uno para sí mismo, constructores de sentido y cada uno de los cuales, por lo tanto, define en forma autónoma el propio sentido personal de la acción de hacer teatro —aquello que Jouvet llamaba “la herencia de nosotros a nosotros mismos”. Lo más importante, sin 8 embargo, es que define el sentido y la herencia encarnándolos en actividades precisas, en una identidad profesional bien diferenciada. Todos atribuyen un sentido personal, íntimo y privado a las propias acciones, independientemente del sentido que éstas asuman a nivel objetivo. Así como, para decirlo en términos stanislavskianos, cada texto puede tener su subtexto. Los anillos de Saturno son otra cosa: allí, lo que normalmente queda como subtexto, se vuelve texto; el sentido personal e irrepetible del propio hacer teatro se traduce en forma reconocible, da impulso a modos autónomos de organizarse y se transforma en una identidad separada. Por esto se equivocan aquéllos que piensan que el Tercer Teatro debe tener una ideología, una doctrina unitaria, algo que lo transforme en un movimiento artístico bien definido, una bandera bajo la cual todos puedan reconocerse. Sería como querer reducir los anillos de Saturno a un nuevo planeta. ¿Qué significan en el fondo estas ansias de poseer una definición, una categoría, una bandera unitaria? Son las ansias de que algo perdure en el tiempo. Por una deformación del pensamiento, tan profunda que nos parece instintiva, hemos llegado a creer que las doctrinas son más concretas y duraderas que las biografías. Sin embargo, cuando recordamos el teatro del pasado, recordamos con más frecuencia los anillos del planeta que las zonas eminentes. Recordamos casi siempre personas y no movimientos o banderas. Son las historias de las personas las que nutren nuestra memoria artística y se nos ofrecen como antepasados a nuestra profesión y a nuestra búsqueda. Más que los potentes teatros imperiales rusos llenos de espectáculos y objeto constante de atención por parte de los críticos y de la sociedad ”que cuenta”, recordamos aquellos “estudios” semiaficionados formados por jóvenes anónimos, con ensayos larguísimos y escasos espectadores, entre los cuales obraban Sulerzhitski, Vachtangov, Stanislavski y Meyerhold. Los espectáculos que recibían ovaciones cada noche, dejando grandes trazas en los periódicos, han desaparecido luego como el viento 9 de la conciencia teatral, mientras que en ésta aún campea la larga figura de Gordon Craig en Florencia, trabajador solitario, decidido a no hacer más espectáculos, inagotable constructor del propio sentido de hacer teatro. O aun más: es a Artaud, con su alma herida, al que hoy recordamos como representante del teatro de su tiempo y no las grandes actrices y a los grandes actores de la Comédie Française. ¿Fueron todos ellos Tercer Teatro? Cuando en 1976 comencé a hablar de un Tercer Teatro, intuía que no se trataba de una categoría estética o sociológica de teatros no alineados. Hoy me queda claro que el carácter esencial del Tercer Teatro es la construcción autónoma de un sentido que no reconoce los confines que la sociedad y la cultura circundante asignan al arte escénico. Esta búsqueda de sentido asocia muchos teatros y artistas de hoy y de ayer. No importa bajo qué nombre se reúnan, ni que algunos de ellos sean considerados “grandes” y otros “pequeños” “menores” u “oscuros”. Importa que todos ellos estén asociados por el hecho de resistir a la fuerza centrípeta del planeta teatral. Son, en su conjunto, la imagen del teatro que responde de manera vital al espanto y a la angustia del demonio del mediodía: el teatro que no sucumbe a la última y más peligrosa ilusión —la de su pequeñez— y que a partir de este conocimiento extrae fuerza e inteligencia para trascenderse. El Tercer Teatro tiene, por lo tanto, muchos antepasados. Algunos fueron personajes que hoy la historia reconoce como fundamentales por la calidad de la vida teatral; otros se esconden anónimos detrás de nombres y etiquetas genéricas. Por ejemplo, detrás del término “studijnost” se fugan los rostros de aquellos jóvenes a los cuales ya nos hemos referido varias veces, aquéllos que en el inicio del siglo XX, en Rusia, crearon un archipiélago teatral que trascendía con sus valores y sus intentos los límites normales del teatro. También se fugan los rostros de aquéllos que en la Italia de la segunda posguerra fundaron el Teatro de Masas. Detrás de este nombre existió una realidad muy diferente en su forma, pero análoga en sustancia, a muchas experiencias 10 del teatro de grupo de los años setenta: una reinvención del teatro, de su organización, de su contexto social, de su calificación profesional, de sus fines culturales, de su dramaturgia, de su modo de transmitir un saber técnico. El Teatro de Masas fue, sobre todo, el modo en el cual centenares de jóvenes usaron la cáscara del teatro para construir su identidad personal y política, y para crear relaciones sociales que correspondiesen a sus ideales y a sus sueños. El Teatro de Masas duró poquísimos años y casi no quedan rastros en la memoria escrita que constituye la así llamada “historia del teatro”. Lo he elegido precisamente por su aparente evanescencia. En el archipiélago de los pequeños y grandes teatros que constituyen el anillo del planeta teatral existen zonas de silencio al lado de individuos famosos. La herencia que cada uno de nosotros puede establecer para sí mismo implica no sólo el reconocimiento de puntos luminosos de referencia, sino, también, el rescate de los injustamente olvidados. Entre los antepasados del Tercer Teatro también los anónimos nos influencian. *** La búsqueda en el cielo de las ideas es un modo para escrutar, como en un espejo, los secretos de nuestra biografía. A menudo uso metáforas: la herencia de cada uno de nosotros a sí mismo es irrepetible. Se puede intentar capturar el perfil de algunas imágenes, que luego los otros deberán traducir con las facciones de su propia experiencia profesional y de su vida. Los teatros de piedra, aquéllos que se identifican con el nombre de una institución, se representan a sí mismos y no a los hombres que lo habitan. Perduran imperturbables en el tiempo. Los habitantes del momento celebran cincuentenarios y centenarios y nutren la ilusión de que en esta duración existe también un sentido de continuidad preciosa, el valor de una tradición y de una historia. 11 Los teatros que se identifican con las relaciones entre un puñado de hombres -grupos, compañías, conjuntos, “ensembles”- desaparecen mucho más velozmente. No porque su sentido sea débil, sino porque no son piedras ni instituciones o banderas: son teatro-en-vida. Numerosos grupos renuncian o se desintegran por dificultades externas, por discordias internas o por relaciones personales marchitas. La experiencia enseña que es muy difícil para un grupo mantenerse con vida por más de diez años. No son sus desapariciones las que pueden sorprendernos. Deberían, en cambio, sorprendernos los grupos longevos, y deberían hacernos reflexionar sobre las causas de su longevidad. Inventar el sentido de la propia acción de hacer teatro implica la voluntad y la capacidad de alejarse de los valores en auge del centro del planeta teatral, implica la fuerza necesaria para penetrar en la órbita de los anillos. Pero si algunos se alejan, obedeciendo a un impulso invencible, empujados por un ansia artística y existencial que no los vuelve adecuados a las prácticas del presente, otros, en cambio, han nacido lejos de la cara magullada del planeta, conocen sólo la realidad de los anillos de Saturno, e ignoran casi todo acerca del imponente planeta en torno al cual rotan, cada uno con su propia velocidad. Algunas veces son atraídos y fascinados por la estabilidad, por la consistencia del planeta y por el hecho de que en su centro el sentido parece establecido de una vez por todas. Y aspiran, en vano, a identificarse con la corteza. La condición del Tercer Teatro es, consciente o inconscientemente, la búsqueda del sentido. Pero no nos dejemos seducir por la nobleza de las palabras: búsqueda del sentido quiere decir un descubrimiento personal del oficio. Es fácil banalizar la palabra “oficio” y asociarla a “técnica” o “rutina”. Oficio quiere decir algo muy diferente: la construcción paciente de una propia relación física, mental, intelectual y emotiva con los textos y con los espectadores, sin uniformarse con los modelos que regulan las equilibradas y convalidadas relaciones vigentes del centro del teatro. 12 Quiere decir componer espectáculos que sepan renunciar al público teatral usual y sepan inventar los propios espectadores. Quiere decir saber buscar y encontrar dinero sin encarnar los valores del teatro previstos por aquéllos que por motivos económicos, ideológicos o culturales, invierten recursos para favorecer el desarrollo de la vida teatral. Todo esto es “oficio”: técnica del actor, de la escena, de la dramaturgia; competencia administrativa. Sólo un pequeño resto es fuerza del ideal y espíritu de rebelión. Inventar el sentido quiere decir saber buscar el modo de encontrarlo. Es cierto: aquello que he llamado “el pequeño resto” es lo esencial. Sin embargo, éste tiene que ver con una parte de nosotros sujeta a continuas obnubilaciones, a períodos de silencio, de cansancio, de desaliento. Es un mar fértil y tenebroso que a veces aparece inundado de luces, y otras nos espanta y se reduce a la infecunda amargura de la sal. No se puede resistir largo tiempo manteniendo los ojos fijos en las estrellas y abandonando el corazón al mar. Es necesario el puente bien construido de un barco. Cada uno debería ser capaz de traducir estas metáforas a su lenguaje personal. También esto es parte del oficio. Es la eficacia del oficio la que transforma una condición en una vocación personal, y, a los ojos de los demás, en un destino que es una herencia. Traducción: Rina Skeel 13