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(Artículo publicado el año 2002, tristemente vigente el 2010) A PROPÓSITO DE LAS DENUNCIAS DE PEDOFILIA María Paz Abalos, Psicóloga PUC, Analista Junguiana IAAP. 1 Publicado en Boletín de la Conferencia de Religiosos/as de Chile, Conferre, año 2002 Desde hace un tiempo nos hemos visto remecidos por las noticias de abuso sexual a menores por parte de algunos miembros del clero y la vida religiosa. Se escuchan numerosas reacciones de estupor ante hechos inimaginables para la gran mayoría de los seres humanos y entre ellos, para la gran mayoría de los y las consagradas. Encontramos entre estas reacciones: - Indignación y compasión por víctimas inocentes; - Negación de los hechos o de la magnitud de los mismos, atribuyendo las denuncias a montajes publicitarios con fines de aprovechamiento y/o de daño a la Iglesia Católica; - Defensas corporativas y prácticas de encubrimiento revestidas de cuidado por la dignidad de quien es acusado aduciendo que, mientras no se pruebe la veracidad de la denuncia, toda persona es inocente. Junto a esta declaración de principios, observamos resistencia a la investigación, lentitud en la acogida a las víctimas y, demasiadas veces, la instalación mediática del prejuicio sobre sus motivaciones. - Miradas desconfiadas a la propuesta del celibato, atribuyéndole la responsabilidad de alteraciones serias en la vivencia de la sexualidad; - Confusión a la hora de evaluar de qué estamos hablando y, por lo mismo, con ligereza, homologar pedofilia y homosexualidad. - Desconocimiento tanto de las consecuencias psíquicas del abuso en un menor, como del contexto de abuso de poder en que se realizan estas prácticas, lo que explica en muchos casos la imposibilidad de poner en voz alta lo ocurrido hasta mucho tiempo después, incluso décadas, de un gran y agobiante silencio para las víctimas. - Este desconocimiento lleva a muchos a creer que la denuncia de hechos acontecidos 20 años atrás es falsa y sólo busca el aprovechamiento económico a costa de alguien inocente. Paradójicamente la denuncia a tiempo de un menor no pocas veces, más de las que quisiéramos, choca contra la imposibilidad de creer por parte del adulto que escucha. - Sensacionalismo a la hora de informar con lo cual se contribuye a la confusión y rara vez se aportan elementos reflexivos serios frente a un problema que concierne a la sociedad entera. Salvo programas, como el de Televisión Nacional hace unos días, que han sido una excepción, se tiende en otros a un nuevo abuso de las víctimas esta vez 1 Magíster en Psicología Clínica UAI. Miembro del Equipo de Psicólogos de Conferre y Docente Programa de Formación para Formadores/as. Directora Magíster en Psicología Clínica Junguiana UAI. por parte de los medios de comunicación. Sus intereses de rating son los que priman y no la verdad o el cuidado del que fue abusado/a. - y otras reacciones que minimizan y son defensivas como la creencia que esto ocurre en otras partes, EEUU, Irlanda, Europa, y sólo esporádicamente entre los que habitamos al sur del mundo. A la luz de lo anterior, se impone el inicio de un proceso de reflexión serena ante un cuadro que no ha dejado a nadie indiferente. Estas líneas que me han pedido para el Boletín de la Conferencia de Religiosos/as de Chile espero contribuyan con un grano de arena al desafío que cada persona, laica o consagrada, tiene por delante a solas, en familia, comunidad, y/o grupo de referencia. Desafío que implica salir de las reacciones iniciales y buscar la información necesaria para abordar con perspectiva un problema que ha salido a la luz y que no es privativo del mundo religioso aunque lo golpea fuertemente por la responsabilidad social que tiene en la formación de los menores que están a su cargo. Toda crisis, y sin duda ésta la está siendo para nuestra Iglesia, trae junto al dolor y confusión, una oportunidad. No perdamos la oportunidad. Sobrepasemos las reacciones iniciales y sobretodo la inercia de quedarnos con lo primero que escuchamos o sentimos, por muy legítimo que nos parezca, inercia tan propia de nuestro tiempo donde las cosas son significativas mientras aparecen en televisión y luego van al olvido. Puede ayudarnos en ésta tarea, nada de grata porque el tema nos adentra en los lados oscuros de nuestra humanidad, ponernos por un segundo en el cuerpo de un niño o niña de ayer, hoy o mañana, violentado por quien ha sido nombrado por la comunidad humana protector de la nueva y frágil vida, llámese padre, madre, profesor/a, tío/a, terapeuta, sacerdote, religioso/a. En nombre de ellos, los niños y niñas, es urgente reflexionar, tomar posición y enmendar lo que necesite ser enmendado. Me parece relevante contextualizar lo que ha ocurrido y para ello recojo lo que con frecuencia escucho en mi quehacer docente y terapéutico: “No me parece serio lo que dicen, hay intereses creados en los que denuncian.” Las denuncias surgen con fuerza en una de las comunidades católicas más influyentes de EEUU. No son nuevas estas noticias ni allí ni en nuestro país pero como nunca adquieren la fuerza necesaria para salir a la luz y provocar una reacción en cadena a lo largo del mundo, aldea global como hoy tiende a visualizarse con la interdependencia económica y con los avances sobretodo en comunicación. Que puede haber intereses creados sería ingenuo no admitirlo, pero más importante que eso es pensar que la sociedad americana cada cierto tiempo nos ha mostrado que no importa de quién se trate, su Presidente, sus grandes centros económicos, sus líderes religiosos, todos ellos están expuestos a la mirada pública si sus 2 comportamientos atentan contra valores fundamentales, a pesar de las estrategias para ocultar que se utilicen. Nos guste o no, lo entendamos o no, allí es posible acusar a un Presidente en ejercicio por faltas éticas en su actuar, constituyendo esto la mejor defensa, y no un ataque, de la institucionalidad o los valores que representa. Es esta comunidad católica inserta en un país, que hoy por hoy, nos hace sentir como propio lo que le ocurre, (pensemos en el atentado terrorista a las Torres gemelas y la posterior movilización de prácticamente toda la comunidad internacional contra el terrorismo), la que nos invita con su indignación, tanto de los que creen a las víctimas como de aquellos que defienden a ultranza a los señalados como victimarios, a mirar una dolorosa realidad humana. ¿Tendremos el coraje de hacerlo? “Este problema lo tienen los curas porque no se casan.” El impacto de mostrar algunos casos de Sacerdotes o religiosos en prácticas de abuso sexual de menores no puede hacernos perder la perspectiva. No es sólo en este grupo humano donde se da este problema, es en lo humano. Las estadísticas de nuestro país, que no difieren tanto de otros, son escalofriantes. Muchos estudios sobre un tema que es difícil de abordar por el manto de silencio colectivo en que se encuentra, señalan que 1 de cada 4 hombres y 1 de cada 3 mujeres, habría sufrido algún tipo de abuso sexual en su infancia y adolescencia. No todos estos abusos son cometidos por pedófilos en el sentido clínico del término. La mayoría de estos abusos, más del 80%, ocurre al interior de sus casas y por parte de miembros cercanos como padre, padrastro, abuelos, hermanos, primos, vecinos, compadres, tíos y en menor proporción mujeres. Un pequeño grupo sufre de ataques sexuales en la vía pública y el resto en lugares que son una prolongación del espacio familiar o complemento formativo del mismo, aquí aparecen como posibles victimarios: profesores, auxiliares escolares, el tío del bus de acercamiento escolar, monitores de niños, asesores religiosos, personal de salud. Se trata entonces de un problema que va más allá de algunas personas con un trastorno severo en su modo de vincularse y en su conducta sexual con menores. Algunos autores llegarán a plantear que estamos dentro de una sociedad pedófila que admite grados importantes de utilización e incluso de abuso de menores no sólo en el ámbito sexual, siendo éste uno de los que provoca más daños. Tal vez en una propuesta inconsciente e idealizada sobre el mundo religioso, la sociedad esperaba que en éste espacio fuera impensable lo que en otros acontecía. Posiblemente contribuye a esta mirada la incomodidad que en general se aprecia en el mundo religioso a la hora de abordar con naturalidad su sexualidad, quedando no pocas veces ausente en el discurso. Sabemos que aquello que no se nombra puede pasar por inexistente. De allí la resistencia de muchos, tanto dentro como fuera de los ámbitos de la Iglesia, a ver lo que hoy se denuncia, porque ver significa en último término, hacernos cargo todos y todas de la permisividad social ante un tema que toca la raíz del ejercicio de poder, unido a la sexualidad, de unos sobre otros, y sobre todo de los más fuertes hacia los más débiles y no sólo en el ámbito de la sexualidad: niños, niñas, enfermos, ancianos, mujeres, pobres, etc. 3 Es posible plantear que sacudido el último espacio social de fantasía angelical podamos darle la cara a un tema urgente. La pedofilia, abuso sexual de un adulto a un niño/a, remece la estructura social abusiva en que estas prácticas se enmarcan. Tal vez por eso nos cuesta verlas y reconocerlas porque implican hacer conciencia sobre otras prácticas abusivas: abuso de poder; abuso financiero; abuso de autoridad; abuso de información; abuso de fuerza, etc. “Hay que afinar los requisitos de ingreso para que no entren homosexuales a la vida religiosa y/o sacerdotal que dañen niños.” Tanto cuando se habla de homosexualidad como de heterosexualidad se está aludiendo a un aspecto de la identidad sexual que tiene que ver con la elección de objeto amoroso. En el caso de la homosexualidad se trata de hombres cuya atracción sexual y amorosa es hacia personas de su mismo sexo, y en el caso de la heterosexualidad va dirigida la elección hacia personas del sexo opuesto. Lo que se ha denunciado es la pedofilia o pederastia. Clínicamente se habla de pedofilia para referirse a un trastorno sexual severo que se caracteriza porque la atracción, el deseo, y la conducta sexual se dirigen a un menor de edad. Para considerar a una persona como pedófilo, debe ser mayor de 16 años y ha de ser por lo menos 5 años mayor que la víctima. Estas personas declaran sentirse atraídas por niños y/o niñas dentro de un margen de edad específico. También se incorporan en este grupo aquellos que se sienten atraídos sexualmente por adolescentes y púberes. Este trastorno severo lo sufre un pequeño porcentaje de la población encontrándose más hombres que mujeres entre los casos denunciados. Es independiente de la edad, de la condición heterosexual u homosexual, del estado civil, y de si se tiene o no una vida en apariencia sexualmente activa con personas correspondientes en edad. Lo central es que se establece una relación con un menor dentro de un contexto de asimetría de poder por parte del abusador hacia la víctima. Tres son las características que definen esta asimetría: hay diferencia de edad significativa; vulnerabilidad; y dependencia del niño/a o joven hacia el abusador en algún ámbito de su vida. Se suma a lo anterior la coerción, solapada o abierta, cuando el victimario siente el vínculo frágil con su víctima y por lo mismo teme que hable de lo que le está ocurriendo. Por su posición en ésta relación la víctima no está en condiciones de elegir voluntaria y libremente su participación en los actos que se le propongan o se realicen sobre su cuerpo aún cuando acceda verbal o no verbalmente a lo que se le propone. La pedofilia, además de ser una patología psíquica grave, es un acto reconocido por la legislación como criminal independiente de quien la realiza. En cuanto patología necesita un abordaje especializado y, en cuanto crimen una penalidad que la ley juzgará de acuerdo a los méritos del caso. Tanto por la patología como por el delito que encierra, en ningún caso se justifica el trato reservado si por este se entiende ocultar la enfermedad y el delito a la comunidad que puede verse afectada. 4 “El celibato fomenta la pedofilia.” Como opción de vida el celibato presenta desafíos a aquellos que lo abrazan por amor a una causa. Las problemáticas que algunos/as puedan encontrar en su vivencia no se pueden relacionar ligeramente con un trastorno como la pedofilia. Si así fuera la sociedad estaría en pleno derecho de crear una ley protectora que prohibiera o restringiera su práctica. Si se quiere un debate serio sobre la validez del celibato se debe evitar la tentación de argumentos frágiles pero poderosos por el impacto emocional, como es todo lo relacionado con el abuso de menores. Ciertamente el impacto de un sacerdote o religioso pedófilo con acceso a niños/as y jóvenes, por el rol social y de confianza que su condición le otorga, es enorme y plantea la necesidad de un cuidado extremo en esta área. Posturas livianas o de negación ante denuncias que, por la naturaleza del acto criminal son difíciles de probar, ponen en riesgo a muchos menores. La posibilidad de acción de un pedófilo sin un rol social, como el de religioso o el de profesor, que ampare y favorezca su acercamiento a niños/as, entendiendo esto como el número de niños/as al que tendrá acceso en su vida, es mucho menor. Las familias tienden a protegerse de extraños que se acercan a los menores no así de profesores, religiosos, doctores, etc. De allí la legítima indignación cuando sale a la luz el historial de abusos de un sacerdote y/o religioso que ha sido removido de un lugar a otro expandiendo el daño. Ante acciones que lindan con la complicidad de un acto reconocido como criminal por la legislación civil pierden peso, en un primer instante, argumentos muy válidos que intentan señalar que sólo se trata de un número menor de consagrados al lado de una gran mayoría que realiza un trabajo abnegado y solidario. El celibato, que no es el tema, empieza a ser defendido en el discurso. Paga un precio alto en desconfianza por negligencias, a veces ingenuas y otras no tanto, ante actos de personas con trastornos en su comportamiento que también necesitan por una parte ser ayudadas y por otra protegidas del potencial de daño que pueden ejercer sobre víctimas inocentes. La pedofilia vuelve a la persona que la sufre contraindicada para la vida sacerdotal y religiosa tal y como hoy ésta se inserta en la sociedad. “Hay que tener cuidado en el trabajo con niños/as, cualquier gesto de cariño puede ser malinterpretado.” Ante las denuncias emerge temor y desconfianza en el contacto con menores y jóvenes. Se oyen voces que plantean el mantener distancia incluso física y por ningún motivo estar a solas con un menor. Un comportamiento cuidadoso y delicado es recomendable en cualquier actividad de servicio pero esto no es lo mismo que vivir atemorizado y distante. El niño/a no es un enemigo. Volverlo “victimario” de adultos es un nuevo abuso. Es muy distinto mirar, acariciar, abrazar, besar a un niño/a con todo el respeto y cariño que merece y de acuerdo a las posibilidades que el contexto señala como propias de él, que mirar 5 y/o tocar su cuerpo, y en especial sus genitales, con el objetivo de un goce sexual para el adulto. El niño/a sabe intuitivamente la diferencia y reaccionará cuando nuestra intención sea confusa. En el caso de niños/as que por experiencias previas sexualizan su comportamiento sin conciencia de lo que esto significa, es el adulto el responsable de contener estas expresiones y por ningún motivo constituyen excusa para deslindar responsabilidad en una respuesta sexual que en el adulto sí es conciente aún cuando sea impulsiva. Por otra parte cuando se presentan dificultades para vivir el celibato y se mantienen relaciones afectivas y sexuales con personas ligadas al ámbito de influencia pastoral, especialmente jóvenes, es importante tener presente que si se dan las condiciones de asimetría de poder se está en un terreno delicado. En rigor no se trataría de pedofilia pero podría caer en el terreno de prácticas abusivas denunciables si la influencia afectiva sobre él/la joven se relaciona con el rol de poder que la posición de asesor o asesora religiosa otorga. “Esto no le pasa a cualquier niño/a, algo tuvo que hacer, no es tan inocente.” Las actividades sexuales de un adulto/a con menores de edad, sea cual sea la explicación que el adulto se dé a sí mismo, son abusivas porque el menor es menor, inmaduro, dependiente, en la mayoría de los casos incapaz de comprender el sentido de las actividades que con él se realizan y por lo tanto no hay un consentimiento real de su parte, aunque el niño/a así lo pueda leer porque en algún momento accedió a lo que se le pidió, buscara el afecto del adulto, o simplemente creyera que merece ser tratado así por amor o por castigo. Estas actividades son inapropiadas a su edad y a su nivel de desarrollo psicosexual tanto si son impuestas por seducción o por violencia. No existe relación sexual, o juegos sexuales, o cualquier actividad en que el adulto busque el placer sexual, apropiados entre un adulto/a y un niño/a, o entre un adulto y un joven a su cargo. La responsabilidad de este tipo de actos es exclusivamente del adulto/a. El necesario cuidado que casos de denuncia de pedofilia requieren no puede significar, ni siquiera ambiguamente, el situar como victimario al menor. Las familias, el entorno del menor, el sistema de salud, la justicia, los medios de comunicación, tenemos que tener un cuidado extremo en no generar nuevos contextos abusivos para el niño/a en la legítima búsqueda de la verdad. “El niño/a olvida rápido, cuando sea grande no se va a acordar de lo que le pasó.” La historia personal queda registrada en cada centímetro de nuestro cuerpo y en cada rincón de la psique. Somos memoria corporal, afectiva, social, conductual, sexual, cultural. Poder mirar el presente y el futuro sin anclarse en las experiencias negativas del pasado implica la tremenda tarea de ubicar, comprender, significar aquello que vuelve una y otra vez mientras no se tome entre las manos. Toda nuestra experiencia adulta contradice este olvido rápido que suponemos en el niño porque a nuestro juicio “no se dio cuenta”. Cuantas veces un comportamiento, sentimiento o sensación, incomprensible tanto para nosotros como para los que nos rodean, empieza a 6 clarificarse a la luz de experiencias incluso tan tempranas como el mismo momento del nacimiento. Hace unos años, 1996-1997, Conferre, desde el departamento de Espiritualidad y Psicología, se hace eco de lo que emerge en diferentes contextos de escucha, tanto religiosos/as como laicales: acompañamientos, terapias, jornadas, docencia, etc., y realiza un Seminario donde se abordan los abusos en la infancia y su repercusión en la adultez. Esta experiencia se realiza desde esa fecha en adelante y se incorpora, además, como un Seminario básico del Programa de Formación a formadores/as que dura un año y que congrega a religiosos/as venidos de muchos países. En ese marco, algunas religiosas y religiosos adultos, desenterrando el dolor celosamente guardado por años, pudieron tomar conciencia de cómo experiencias de abuso en su niñez y/o pubertad les dificultó una vivencia plena de la consagración por sentimientos de indignidad y culpa, por el daño en la noción de límites (cuestión básica en la constitución de la identidad), y sobretodo por la herida en la posibilidad de confiar en el otro, especialmente en el otro más cercano. Sus experiencias abiertas a los demás como testimonio de la cercanía del tema en los ámbitos religiosos, eran coincidentes con las de muchas personas que ellos y otros consagrados acompañaban en sus pastorales. La sexualización traumática, la traición de alguien cercano, la experiencia de máxima vulnerabilidad y la estigmatización interna y en no pocos casos externa, alteran entre otras cosas: la percepción sobre sí mismo; la percepción sobre el abusador no pudiendo reconocerlo como victimario; la regulación de los afectos; las relaciones con otro; y el sistema de significados. Con el tiempo no hay olvido. Sí puede haber, en la persona que ha sido víctima, procesos que suponen poner en acción recursos heroicos como: el reconocimiento aún cuando se obtenga el rechazo de los que no pueden imaginar una verdad como esa, aceptación de los hechos, reparación en la medida de lo posible, el asumir las secuelas que queden y aprender a convivir con ellas, aprender a integrar la experiencia en tanto acontecimiento estructurante, perdonar en los casos que se pueda llegar a esta fase y en los que no, la aceptación también de la imposibilidad del perdón especialmente cuando el victimario no muestra arrepentimiento ni reconocimiento del hecho y, en último término, el poder hacer algo creativo con aquello que fue tan destructivo. No todos/as logran llegar a la fase de vivir en paz con lo sucedido y eso, más que hablar de personas resentidas, nos habla de la magnitud del daño sufrido. Para terminar estas líneas quisiera plantear con firmeza, ante posturas minimizadoras y defensas corporativas, que el lugar ético desde el cual situarnos es siempre el de la víctima que rompe el silencio. Acercarnos a este drama buscando cuidar o aminorar el daño a la 7 persona acusada o, lo que es peor, a la imagen de la institución a la que el presunto victimario pertenece, es un nuevo abuso. Socialmente tenemos las instancias judiciales que permitirán dilucidar si se está frente a una denuncia cierta de un delito. Toda otra consideración sobre la que se sustente acallar la voz de quien denuncia y ocultar los hechos nos daña profundamente como comunidad humana. Psicológicamente, desde la perspectiva de la víctima, no hay diferencia, en cuanto acto grave, entre el abuso cometido por una persona que sufre de pedofilia y el abuso cometido por un adulto cercano que sólo circunstancialmente se fragiliza al punto de perder límites ante un menor de edad. Son actos graves en sí mismos y sólo guardan diferencias para aquel que lo realiza. Si se trata de una persona que en un momento vital de fragilidad psíquica abusa de un menor tendrá mayor probabilidad de recuperarse siempre que pida ayuda y reconozca la gravedad de lo sucedido tanto por lo que muestra de sí mismo y su funcionamiento psíquico bajo stress mayor como por el efecto en el menor. Si se trata de una persona que sufre de pedofilia las probabilidades de recuperación son muy bajas y en la mayoría sólo es esperable el que reincidan al verse nuevamente cercanos a menores. Como parte del proceso de información les sugiero la lectura del texto sobre Pedofilia del Dr. Ricardo Capponi recientemente aparecido en la revista Mensaje (Junio 2002, N°509, pag. 40 “La Pedofilia”). En él encontrarán una buena síntesis sobre lo que es la pedofilia, sus diversas variantes, posibles causas y perspectivas terapéuticas. También les recomiendo ver y discutir la película “Secretos Inconfesables” que narra el caso de un menor abusado por un sacerdote. Lo interesante de esta película, dentro de su crudeza, es lo bien que describe el contexto en que se produce la situación de abuso y las posiciones de los diferentes protagonistas. En ella se ve claramente el proceso de vampirización, como se conoce técnicamente, en que se ve envuelto el niño y también los efectos sobre la familia y la comunidad en que ocurren los hechos. Es posible encontrar este video para arriendo en la cadena Blockbuster. 8