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EL CAPITAL SOCIAL EN AMÉRICA LATINA Por: Román Mayorga Ponencia presentada ante el I Encuentro de Saberes, en la Universidad Simón Bolívar (Caracas, Venezuela), el 24 de octubre de 2005. El Rector de la Universidad Metropolitana de Caracas, Dr. José Ignacio Moreno León, me hizo el honor de pedirme que escribiera un prólogo a su libro “El Capital Social, Nueva Visión del Desarrollo”, publicado hace aproximadamente un año. La sola lectura del libro fue para mí una enseñanza, que además me motivó a estudiar otros autores y a reflexionar sobre el tema basado en sus hallazgos. La presentación de hoy está en gran medida tomada de dicho prólogo, aprovechando el hecho de que su preparación me llevó a sistematizar y escribir lo que podía decir sobre el capital social en nuestra América. Trataré ahora de responder a las siguientes cuatro preguntas: ¿Qué es el capital social? ¿Cómo su ausencia o debilidad obstaculizan el desarrollo de un país? ¿Puede aumentarse este capital como resultado de un esfuerzo colectivo deliberado? ¿Qué debe hacerse a este respecto, en Venezuela y América Latina? En primer lugar, el capital “social” es “capital”, en el sentido en que los economistas han utilizado siempre el término; es decir, como un activo que puede generar beneficios a quienes lo posean o tengan acceso a su empleo. Se habla así de “capital natural” para denotar el conjunto de recursos no producidos con que la naturaleza ha dotado a un país o región. Se llama “capital físico” producido a los bienes que, siendo resultado de la actividad humana, sirven a su vez para producir más bienes y servicios, como maquinaria, herramientas y edificaciones, e infraestructura física, como carreteras y centrales hidroeléctricas. El “capital financiero” está formado por acciones, bonos, certificados de depósito y otros títulos valores capaces de generar ganancias. Recientemente se habla mucho de “capital humano”, entendido como conocimientos, habilidades y otras capacidades productivas incorporadas en las personas. Desde hace mucho tiempo los economistas han enfatizado la acumulación de capital –especialmente del capital físico y ahora del capital humano– como motor del crecimiento económico, y a éste como elemento indispensable del desarrollo integral de cualquier país o región. Sin embargo, caben dos observaciones a este respecto que están en el centro de la nueva discusión sobre el capital social. La primera es el derrumbe de la “teoría del derrame”, que suponía que al lograrse un incremento real y sostenido del producto nacional per cápita, es decir, el crecimiento económico, éste automáticamente “derramaba” sus beneficios a todos los miembros de una sociedad. Estudio tras estudio de la realidad de América Latina en la segunda mitad del siglo XX demuestran que esto sencillamente no es así. No se trata, por supuesto, de negar la necesidad de ese crecimiento, sino su suficiencia para generar el desarrollo que Representante del Banco Interamericano de Desarrollo en Venezuela. Las opiniones expresadas en esta presentación son solamente de su autor y no comprometen a ninguna institución. 2 se desea. Éste es, según el premio Nóbel en economía Amartya Sen, la continua expansión del “ámbito de libertad” o de las “opciones reales” de todos los seres humanos para vivir la vida como cada cual la valora o, en otra expresión, un proceso social sostenido que se caracteriza por la satisfacción creciente de todas las necesidades humanas, mediante la participación y el ejercicio de capacidades de todas las personas. En estas concepciones, el crecimiento económico no es por sí mismo suficiente; más aún, en un determinado lapso puede ser compatible con un aumento continuo del número absoluto de pobres, si la distribución del ingreso es agudamente desigual. Los datos de nuestra región –la de mayor desigualdad en el mundo– no dejan lugar a duda de que éste ha sido el caso en los últimos cincuenta años. América Latina, en conjunto, se ha comportado como una inmensa máquina de producir pobres, doblando por lo menos su número en ese período. La segunda observación es que las distintas formas de capital antes mencionadas no hacen referencia a otras cosas, más bien intangibles y pertenecientes al ámbito de la cultura de los pueblos y la calidad de su tejido social, que también afectan las capacidades productivas y la forma como se distribuyen los beneficios del crecimiento. Por ejemplo, en su estudio seminal sobre las diferencias entre el desarrollo del norte y del sur de Italia en la posguerra, Robert Putnam presentó evidencias de que las mismas podían atribuirse a tres factores: primero, el grado de confianza entre las personas y los grupos sociales, la cual favorecía la colaboración entre ellos para lograr objetivos comunes; segundo, el grado de asociatividad o de existencia de asociaciones y redes sociales y, tercero, el grado de conciencia ciudadana, manifestado en comportamientos que atienden a las necesidades de los demás y la conveniencia colectiva. Posteriormente, otras investigaciones en distintos lugares del mundo han encontrado similares correlaciones significativas entre ese tipo de factores “silenciosos e invisibles” y diversos aspectos del desarrollo económico y social, de la misma manera como antes se había comprobado empíricamente que el uso de una determinada maquinaria podía aumentar la producción de una fábrica y la posesión de una determinada destreza técnica podía incrementar la productividad de una persona. Poco a poco se fue perfilando la noción de que las relaciones sociales cuentan para el desarrollo, como cuentan otros activos de naturaleza más tangible. Desde tiempo inmemorial se ha sabido que “la familia, los amigos y las relaciones sociales de una persona constituyen un importante activo que puede servir de apoyo en una crisis y puede utilizarse para beneficio propio”. Dicho de otra forma, la membresía en una red social da acceso a recursos dentro de la red y posibilidades de apoyo que no existen para los que no son miembros de la misma. Esos recursos y ese apoyo son, como cualquier otro capital, un activo que proporciona beneficios a dicha persona, pero deriva específicamente de sus relaciones sociales. Esta misma noción, que en el caso recién citado se refiere al capital social de una persona, puede aplicarse también al de una comunidad, una sociedad nacional o una región compuesta de varios países. Sin adoptar definiciones de catecismo, el capital social puede entenderse como aquellos aspectos de la cultura y la organización de una 3 colectividad que facilitan la cooperación en los grupos y entre los grupos sociales para el logro de objetivos comunes, tal como, palabras más, palabras menos y con distintos énfasis, lo entienden también varias oficinas nacionales de estadísticas, la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OECD) y muchos académicos que han tratado el tema. Revisando la literatura sobre el capital social, uno encuentra a veces importantes limitaciones, como el hecho de que, en el actual estado del arte, resulta difícil cuantificarlo y esto dificulta su comprensión como un acervo o inventario medible de factores de producción, que es como algunos economistas conciben al capital. Hay ambigüedades y vacíos derivados de la novedad del tema y del hecho que ha sido abordado desde diferentes disciplinas, con sus particulares sesgos y quizás deformaciones profesionales. Dicha literatura distingue entre distintas formas de capital social, como el de unión y afecto (bonding), que existe en las relaciones entre familiares y amigos cercanos, el de afinidad y vinculación (linking) que es propio de las relaciones medianamente estrechas entre componentes semejantes del tejido social, como los miembros de un club o asociación, y el de aproximación con respeto (bridging) que se da en las relaciones entre elementos heterogéneos y hasta contrapuestos de la sociedad. Me parece especialmente significativa la distinción que hace un experto del tema, Norman Uphoff, entre diferentes tipos o categorías de capital social, como el “estructural”, que se refiere a las características de las instituciones y organizaciones de la colectividad en cuestión, y el “cultural”, que consiste de los valores, actitudes, creencias, normas, posturas y costumbres que impregnan y moldean las primeras, teniendo en común los dos tipos de capital social el hecho de que ambos conducen a un comportamiento cooperativo generador de beneficios mutuos. Entre los autores de nuestra región se aprecia una tendencia específicamente latinoamericana de dar una especial relevancia a los valores de la cultura, particularmente a los códigos éticos, como componentes esenciales y predominantes del capital social. Véanse, por ejemplo, los trabajos de Bernardo Kliksberg, un líder latinoamericano del pensamiento sobre este tema y del mismo Moreno León. Para ambos, la solidaridad y la honestidad, entre otros, son valores esenciales del capital social que América Latina necesita. La ausencia o debilidad de estos valores –es decir, el egoísmo que pisotea al prójimo e ignora al bien común, así como esa especial forma deshonesta de perjudicar a los demás que es la corrupción– son más que inmoralidades a las que tratan con casi profética indignación; constituyen un tremendo freno a cualquier posibilidad de desarrollo equitativo en nuestra región. De allí que, para nuestro autores, el desarrollo de América Latina no es viable sin un gran cambio cultural que necesariamente pasa por el robustecimiento de los comportamientos éticos asociados a la conciencia ciudadana. Otra cosa es cómo se logra ese necesario cambio cultural, sobre lo cual diremos algo al final de esta presentación. 4 Un aspecto teórico que deseo resaltar es que la evolución general del concepto de capital social tiende a incorporar cada vez más variables en el mismo. Se trata de un concepto inacabado, que resulta cada vez más denso y rico. Por ejemplo, al considerar lo que acabo de mencionar, la forma de efectuar el necesario cambio de la cultura –de una rentista a otra productiva y solidaria– el libro de Moreno León entra de lleno en el rol de la educación y el conocimiento y, por tanto, en las grandes deficiencias de los sistemas escolares, las universidades y el sistema nacional de ciencia y tecnología, o “Sistema Nacional de Innovación”, como recientemente se ha dado en llamar a este último para enfatizar los aspectos que más inciden en el desarrollo autónomo de un país en el nuevo contexto de la globalización y la emergente sociedad del conocimiento. Pues bien ¿no son estos sistemas parte de la organización social y activos de la colectividad no plenamente asimilables a otras formas de capital? ¿No pueden generar grandes beneficios a las sociedades a las que pertenecen? ¿Por qué, entonces, no se les ha considerado antes como parte del capital social estructural? Hasta el presente no se ha llegado enteramente a incorporar los sistemas de educación, ciencia y tecnología en el concepto de capital social, por lo menos no de una manera explícita, y más bien se les trata como instrumentos del cambio cultural. Quizás no se ha hecho con plenitud porque, al mantener la definición antes dada del capital social, habría un vínculo más bien forzado entre dichos sistemas y la cooperación entre grupos, que sólo puede evitarse realmente con una redefinición del concepto general. En efecto, uno puede decir simplemente que “capital social” es el conjunto de rasgos de la cultura y la organización de una colectividad que favorecen su desarrollo. En esta definición caben no sólo aquellos aspectos del capital social referentes al comportamiento ético y cooperativo que beneficia a todos, sino también al comportamiento lúcido y eficaz, o racional, o basado en las ciencias y las técnicas por contraposición a los mitos y el pensamiento mágico. En tal caso los sistemas mencionados serían una parte integrante del capital social “estructural”. Pero entonces, concebiblemente, se haría el concepto demasiado general y aparecerían otros problemas relacionados con esa excesiva generalidad. Tal vez habría que tratar estos asuntos, en otra oportunidad, para hacer el concepto en cuestión más inclusivo. Sea como fuere, a mí me parece que los sistemas de educación y conocimiento de un país, o son parte de su capital social o constituyen instrumentos indispensables para aumentarlo. Sobre los obstáculos que impone la pobreza de capital social al desarrollo de un país o región, me parecen especialmente significativos los que se refieren a la gobernabilidad democrática, la equidad del desarrollo y el vigor del crecimiento económico. Por su naturaleza, la gobernabilidad democrática exige legitimidad de los gobiernos, y esta significa confianza y aceptación de la mayor parte de los gobernados. Para tener eficacia, eficiencia y una razonable estabilidad, la gestión pública requiere bastante cooperación en la sociedad, entre distintos niveles de gobierno y diversas instancias del mismo nivel, y entre el Estado y la sociedad civil, así como formación de alianzas y consensos, y negociación entre intereses y posiciones contrapuestos. El clima de desconfianza, la falta de cooperación y de conciencia ciudadana, es decir, la debilidad de 5 capital social, propicia más bien la ingobernabilidad, la cual imposibilita la concertación de voluntades y esfuerzos hacia el logro de objetivos compartidos de desarrollo. La evidencia disponible en América Latina, proporcionada por encuestas de Latinobarómetro y de Transparencia Internacional, manifiesta un alto grado de escepticismo y desconfianza hacia los partidos políticos, los gobiernos y la transparencia de los procesos gubernamentales, es decir, una débil gobernabilidad que presagia tempestades en bastantes países y dificulta su desarrollo. Sobre la equidad del desarrollo, América Latina es, según numerosos estudios sobre la distribución del ingreso, la región del mundo que presenta los peores coeficientes de Gini, un indicador usualmente empleado para medir la desigualdad. En ninguna otra región, incluida el África, el Asia Meridional y Oriental, Oceanía, Europa y América del Norte -en ninguna de ellas- el 5% de la población con mayores ingresos capta un tanto por ciento tan elevado del ingreso total (25%), ni el 30% de la población más pobre recibe tan poco como en nuestra región (menos del 7,5% del total.) Lo mismo se puede afirmar sobre las proporciones del ingreso que corresponden en América Latina al decil superior y al inferior de la distribución de ingresos (48% y 1,6% del total, respectivamente, en otro estudio.) Detrás de esos indicadores existe una realidad dramática de pobreza y exclusión social de millones de personas. Me resulta persuasiva la argumentación de que los valores prevalecientes en la cultura de casi todos los países de la región han facilitado el ensanchamiento creciente de las brechas entre ricos y pobres, afianzando un patrón de crecimiento excluyente y concentrador. Dichos aspectos de la cultura -“individualismo anárquico” como lo llama un autor, o “egoísmo personal y familiar ventajista”, como lo llama otro- son reveladores de una gran pobreza de capital social, cuyos valores -como la solidaridad y la conciencia ciudadana- son justamente los inversos. Más aún, el crecimiento económico ha sido muy lento en América Latina en los últimos cincuenta años, tan lento que el producto per cápita de numerosos países, descontando el aumento de los precios, ha estado estancado en más de dos décadas y en algunos países por treinta años o más. Tenemos, pues, además de una mala distribución, un aumento muy escaso de la producción. Nuevamente, la pobreza de capital social aporta bastante a la explicación del muy insatisfactorio desempeño económico de la región porque el crecimiento se basa en gran medida en el esfuerzo productivo de la población, la creciente eficiencia del trabajo, la aplicación de conocimientos científicos y tecnológicos y altos niveles de ahorro e inversión, todo lo cual se dificulta mucho en una cultura rentista, o “cultura del subdesarrollo y el realismo mágico”. Los autores latinoamericanos que tratan el tema del capital social explican largamente un legado histórico y cultural de la región, cuyos orígenes se encuentran en la Conquista y la Colonia, que disociaron la motivación de la riqueza y la práctica del trabajo, generando mitos y leyendas que impregnan los comportamientos de gran parte de la población de nuestros países, incluyendo a muchos en sus estratos dirigentes. En el caso de Venezuela, la cultura rentista original de su legado histórico se agravó en la segunda parte del siglo XX debido a la dependencia extrema de la renta petrolera, según lo han explicado 6 muchos autores, especialmente Arturo Uslar Pietri, quien dedicó buena parte de su vida a la prédica de la superación de esa cultura y la “siembra del petróleo” como palanca para diversificar el aparato productivo y elevar la productividad de las demás actividades económicas del país. La debilidad de capital social incide negativamente, de muchas otras maneras, en el crecimiento económico. Por ejemplo, la desconfianza de las personas en otras que no sean miembros del entorno familiar, mafia o clan, aumenta costos de transacción, dificulta el desarrollo de la gerencia profesional en las empresas y la canalización de ahorros a la inversión productiva mediante mercados de capital. Todo lo anterior tendría poca significación para las políticas públicas si, como piensan algunos estudiosos del tema del capital social, éste es la herencia de un prolongado período de desarrollo histórico y no puede ser afectado significativamente sino en un plazo muy largo. En una visión “pesimista” de lo que puede hacerse, la cultura es particularmente refractaria a cambios importantes en períodos cortos de tiempo. De acuerdo con este criterio determinista, “las sociedades están condenadas a vivir con los frutos de su herencia de capital social; si han heredado una cultura rica en capital social se desarrollarán más rápido; si su herencia es pobre en capital social, estas sociedades se desarrollarán muy lentamente”. Anirudh Krishna se ha interesado en este tema, estudiando el capital social como activos sociales que generan un flujo de beneficios. Según él, hay que distinguir entre el acervo (stock) y la productividad del capital social, pudiéndose alterar en el corto plazo los beneficios del mismo mediante el aumento del flujo o productividad del acervo, aunque éste fuese fijo. Basándose en los trabajos de este autor y también en un análisis de lo que hicieron los países del Sudeste asiático en poco más de treinta años, así como de algunas experiencias latinoamericanas que aparecen en el apéndice documental de su libro, Moreno-León concluye que sí es posible incrementar en un lapso razonable, tanto el capital social como sus beneficios, y que esto se logra actuando simultáneamente sobre los dos tipos de capital social, el estructural, mediante acciones en el marco institucional de un país, y el cognitivo o cultural, mediante la educación y el conocimiento. Siendo el capital social, en esencia, capacidad para compartir y lograr objetivos comunes, difícilmente puede incrementarse en cualquier país sin lúcidos y vigorosos liderazgos políticos, por la especial importancia que estos tienen en la definición de dichos objetivos, en la voluntad de cooperación entre los grupos sociales para lograrlos, en los ambientes en que la cooperación se lleva a cabo y los estilos con que se realiza. Antes de considerar lo que se puede hacer para aumentar el capital social de América Latina, creo que conviene indicar brevemente algo del contexto mundial en que nuestros países están insertos. Me parece claro que en las actuales tendencias de la globalización hay sesgos exclusivistas y concentradores a favor de los países ricos,–sesgos que pueden atribuirse a la falta de controles políticos y éticos con que se ha desarrollado hasta el presente– y que dicha falta, así como los daños que la marcha actual de la globalización 7 está causando a la ecología mundial, también pueden ser vistos como un déficit de capital social mundial. No obstante lo anterior, también hay que notar las oportunidades que presenta para los países de América Latina la integración de nuestra región y la mundial, y particularmente la sociedad del conocimiento que está surgiendo. Pienso que es inevitable la tendencia hacia la interconexión de todos los países, en casi todos los órdenes, porque ella procede de una revolución científica y tecnológica que se acelera cada vez más y que es tan indetenible como el pensamiento y la capacidad creadora humanas. Dicha revolución es el origen y el motor de lo que acontece hoy en el mundo y los latinoamericanos haríamos muy mal en ignorar, como el avestruz, esa realidad, en vez de dominarla y aprovecharnos de ella. Para decirlo con palabras de Moreno León: “... sólo sobrevivirán las sociedades que cuenten con ciudadanos bien educados y dotados de capacidad creativa y emprendedora; sociedades que logren crear sus propias ventajas competitivas, las cuales ya no serán los recursos naturales como el petróleo, ni la ubicación estratégica respecto a los mercados, sino la habilidad para convertir la información en conocimientos y para crear y gerenciar eficientemente nuevos conocimientos”. Con el contexto internacional se completa el cuadro de considerandos para una propuesta sobre cómo aumentar el capital social en nuestra región. Se trata de actuar simultáneamente sobre dos ejes paralelos. En un eje se aumentaría el capital social “estructural”, mediante el fortalecimiento de las instituciones y organizaciones de la sociedad civil, por una parte, y los sistemas de ciencia y tecnología, por otra parte. El segundo eje actuaría sobre el capital social “cultural”, a través de una educación que realmente formara y actualizara permanentemente a los ciudadanos en la doble dimensión de los valores y las competencias. Sobre el primer eje, en forma muy congruente con los principios de una democracia participativa, se necesita que los ciudadanos y las comunidades de base se organicen y actúen solidariamente para resolver sus problemas comunes y para ser sujetos de su acontecer histórico. Es necesario que las organizaciones no gubernamentales (ONG) florezcan, obteniendo y gestionando los recursos que sean necesarios para satisfacer necesidades sociales, en un movimiento que crecientemente conduzca a una sociedad civil vibrante, proactiva y volcada a la solución de problemas y la satisfacción de necesidades, en colaboración con los gobiernos y autoridades locales. En ese sentido, justamente, hay una modesta iniciativa que el Banco Interamericano de Desarrollo y la Universidad Metropolitana de Caracas han emprendido y que ilustra, a nivel micro, el tipo de acciones que puede realizar una universidad para aumentar el capital social de un país. Recientemente han firmado las dos instituciones un convenio de docencia y extensión universitaria para fortalecer la capacidad de las organizaciones de la sociedad civil y los gobiernos locales para preparar, evaluar y ejecutar proyectos de desarrollo social. En el ambiente rentista tradicional de este país, la cultura de proyecto ha sido muy débil, pues en dicho ambiente los recursos no se asignan estrictamente conforme a metas claramente establecidas; no hay indicadores de logro e hitos de control, plazos de ejecución bien identificados, tareas asignadas a ejecutores responsables, 8 procedimientos transparentes de adquisición de bienes y servicios, monitoreo riguroso de la ejecución, evaluación de resultados y retroalimentación de lecciones aprendidas que sirvan para la preparación de nuevos proyectos. Uno se pregunta cuánto habría podido lograrse en Venezuela si una parte apreciable de la renta petrolera de las últimas décadas se hubiera utilizado rigurosamente conforme a esos principios y procedimientos. Sobre la necesidad de un masivo fortalecimiento de los sistemas de ciencia y tecnología, se pueden encontrar numerosos trabajos y evidencias pertinentes al tema en esta Universidad Simón Bolívar de Venezuela, uno de los grandes centros de excelencia de nuestra región. Es éste un asunto de políticas públicas que difícilmente pueden implementar, con el vigor y en la magnitud requeridos, unos estados latinoamericanos constreñidos no sólo por limitaciones fiscales, sino por la falta de comprensión de la ciudadanía y la poca envergadura política de aspectos de mediano y largo plazo del desarrollo. En cierta forma se requiere accionar un círculo virtuoso entre el capital social cultural y el estructural, en el sentido de que un aumento en la valoración pública de la ciencia y la tecnología implicaría un cambio positivo en la cultura, lo que permitiría asignarle más recursos a estos sistemas y exigirles que produzcan más resultados concretos de beneficio económico y social, lo que su vez impactaría de nuevo la conciencia colectiva. Finalmente, la acción sobre el segundo eje, el del capital social cultural, debe hacerse fundamentalmente a través de la educación, tanto la formal como la no-formal. Esto significa que la educación debe atender más, en todos sus niveles y modalidades, a la formación en valores, tales como los de la solidaridad, la honestidad, la responsabilidad, la conciencia cívica, la cooperación con otros, el respeto a los demás, la tolerancia y el cuidado del ambiente. Es decir, no es aceptable una educación que se desentienda de la dimensión ética de los ciudadanos, y esto tiene un mundo de implicaciones pedagógicas. Por otra parte, la educación también debe cultivar, con rigor, el conocimiento y las habilidades de todo tipo que exige el desarrollo de cualquier país en el actual contexto internacional de revolución científico-tecnológica. Esto sería la dimensión cognitiva de las personas. Poner juntas estas dos dimensiones, la ética y la cognitiva, equivale a reelaborar para el siglo XXI lo que decía Simón Bolívar en el discurso de Angostura, en 1819. Esto es, que las principales necesidades de la República eran “moral y luces”. Aunque suene trillado en Venezuela, pienso que moral y luces siguen siendo las principales necesidades de toda la América Latina.