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A mí, Clara de Asís, me han calificado como “hermana Luna”. Yo he estado casi siempre oculta, como la cara oculta de la luna. Ahora me voy asomando a vuestras vidas y me agrada que me acojáis con los brazos abiertos. Yo quise ser “hermano”, ser como Francisco y sus amigos, con su mismo estilo de vida, con su andar por los caminos, su trabajo sencillo y manual, su vida modesta. Aunque me tuvieron que enmarcar en un monasterio, lo mío era tener libertad para ir y venir, para trabajar y convivir con los débiles, para contemplar al Creador en cada una de sus humildes creaturas. Como os pasa a vosotros, a mí también me deslumbró la hermosa intuición de Francisco de vivir una vida simple, fraterna y buena con todos y con todo. Yo encontré mi “lugar en el mundo”: san Damián, un pequeño convento que en nada se parecía a las grandes abadías. Allí, mis hermanas y yo pasamos muchas penurias y nos dijeron de todo. Pero disfrutamos muchísimo. La pobreza no nos hizo retroceder; el desprecio de la gente nos lo echamos a las espaldas. Llegamos a la convicción de que la manera de decirnos y de decir a los demás que Dios es amor y solamente amor era llevar una vida sencilla y ser buenas entre nosotras y con los demás. En vuestro tiempo, el hermano Roger, que fue prior de Taizé, decía lo mismo: con comunidades, con gente, buena de corazón y de vida simple, esta sociedad de hoy entenderá que Dios le ama. Ya os digo que no fue nada fácil. Mucha gente no nos comprendió. Los mismos jefes de la Iglesia de la época pensaban que moriríamos de miseria y desapareceríamos. Nos atosigaban a limosnas y dones que no queríamos. Yo le pedí al Papa un “privilegio”: que pudiéramos vivir a nuestro aire sin que nos obligaran a aceptar bienes. Era un documento insólito; y el Papa lo firmó. Algunos dicen que duró poco la utopía, pero en mí siempre quedó el ideal intacto. Los ideales no son inútiles; el corazón que los conserva vive más a gusto. Francisco y su proyecto me llegaron al corazón. Yo era doce años más joven que él, pero era más valiente. A él le costó muchísimo decidirse; yo, sin embargo, me decidí enseguida. Entendí su propuesta humilde de vida simple y de fraternidad. Me han honrado con el calificativo de la discípula más fiel de san Francisco. Pero fui algo más: representé la manera viva de encarnar un ideal. Por eso, Francisco mismo, en los momentos de más duda, que los tuvo y muchos, me miraba, me preguntaba, me consultaba. Algunos han dicho que fui una mística. Quizá sea mucho decir. Pero a mí me llenaba de una alegría incontenible la certeza de que vivir era una suerte, más allá de cualquier limitación. Por eso rezaba todos los días al despertarme: “Gracias, Señor, porque me has creado”. Tuve una pasión desmedida por Jesús. Lo mío no era solamente fe, era pasión. Para mí, el “espejo” era Jesús. No me cansaba de mirarlo; no me cansaba de que me mirara. Y también llegué a saltar la valla del huerto del corazón de mis hermanas y a dejar la puerta del mío siempre abierta. No me importa estar y ser la cara oculta de la luna. Yo estoy a gusto en lo oculto, en lo oscuro, en la noche. A vosotros os gusta la noche: ahí no rigen los horarios, no hay adultos, es tiempo propicio para la comunicación y el disfrute. Sé que vuestras noches son, a veces, hermosas; pero otras, no tanto. Desde ese gozo de la noche se puede ir a la luz hermosa del día, desde lo sencillo se puede llegar a abrazar a la persona. Desde la vida simple se puede disfrutar en compañía, en fraternidad. Aunque soy de otra época, he tenido un corazón tan apasionado como el vuestro, he luchado por ideales como lucháis vosotros, he querido amar a Jesús y Francisco como lo hacéis vosotros, me han enamorado las personas como os enamoran a vosotros. Consideradme una hermana, la hermana luna. No estamos tan distantes, más allá de las fechas. Algo vuestro y mío es común. Os llevo conmigo y os deseo, como Francisco, el bien y la paz. Texto: Fidel Aizpurúa Imágenes de la red