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QUIERO SER UNA ESTRELLA Por José Luis,2004. Hace tiempo me contaron la historia de Eric, un niño de 9 años que cada noche descansaba sus sueños en el alféizar de la ventana de su habitación para admirar las estrellas. -Quiero ser una estrella –se repetía una y otra vez -; quiero ser una estrella. Una noche cualquiera, mientras contemplaba embelesado el espectáculo, notó como un aliento cálido florecía en su cogote. Era su tío Jan. -Eric, ¿qué haces? -Tito –dijo sonriente-, miro las estrellas. Todas las noches me asomo a la ventana y las veo. ¡Son tan hermosas! -Sí que lo son. ¿Qué piensas cuando las estás observando? -Que quiero ser una estrella- susurró Eric, entusiasmado por el interés de su tío. -¿Quieres ser una estrella? – repitió como un eco Jan. -Sí, tengo ese sueño todas las noches. -¿Por qué quieres ser una estrella, Eric? ¿Que ves en ellas que te atrae tanto? Eric miró a su tío, sorprendido por la pregunta. Parecía tan clara la razón que enarcó una ceja para responder. -¡Su porte!, tito, esa manera de presentarse ante los ojos de los hombres, tan altivas, tan serenas. Allí, lejos, muy lejos, en silencio, iluminando nuestras vidas, entregándonos su belleza –el corazón de Eric parecía despegar de la caja torácica cuando paladeaba esas palabras, apoyada la cabeza en sus dos manitas. Jan, pensativo, examinaba sin perturbar la sincera admiración del pequeño Eric. Al poco rato rompió ese silencio. -Eric, amor, ¿has pensado alguna vez en cómo se siente una estrella? -Claro. Son felices. Todos las admiramos y ellas se sienten importantes, especiales... Realmente lo son. -Son especiales, distinguidas -reverberaban las palabras en Jan-, pero están tan alto, tan lejos de nosotros... -Es que tiene que ser así, tito, para que los hombres no les roben su hermosura. Nosotros queremos ser como ellas, pero no lo somos. Por eso, si las tuviéramos cerca, al alcance de nuestras manos, les robaríamos el alma para ponernos donde ellas están. -¿Las estrellas tienen alma? –sonrió Jan, sorprendido ante la imaginación del pequeño. -Si, claro que la tienen. ¿No ves como brillan? -Las veo, Eric, las veo. ¿Por qué crees que ese brillo es su alma? -Ya te lo dije antes –replicó un tanto alterado al darse cuenta de que su tío no había entendido sus palabras-: porque son felices. Una estrella, cuando brilla, es como si nos diera vida. -Pero las estrellas no nos dan vida, Eric, sólo iluminan levemente la oscuridad de la noche... Y están tan lejos. ¿No crees que se pueden sentir solas? -¡No! ¿No ves que hay muchas más a su lado? -Desde aquí abajo, pequeño, se ven muy juntas, pero allá a lo lejos están muy, muy separadas. Si estuvieran juntas, una quemaría a la otra. Porque tú sabes que las estrellas queman, ¿verdad? -Si, tito, el Sol es una estrella, y nos da calor. A veces pica –dijo con una leve sonrisa. -Nos ofrece calor a nosotros, naturalmente, pero también existen planetas, no olvides que nosotros estamos en uno, que están muy cerca del Sol, donde el calor es insoportable y no es posible vivir. Por otro lado, hay planetas más alejados que nosotros donde no llegan sus cálidos rayos y son fríos; tampoco hay vida en ellos. -¿Somos especiales para el Sol? -Somos un planeta afortunado, esa gran estrella nos mira y nos mima. Pero, ¿tú sabías que el Sol, como todas las estrellas, cuando pase mucho tiempo se apagará y no nos dará más calor? -No lo sabía. ¿Las estrellas se apagan? -Sí, me temo que sí. Las estrellas, como los hombres, nacen, crecen y terminan apagándose. -Pero yo las veo siempre igual, tito. -Desde aquí no podemos notar sus cambios, ni sabemos qué sienten, que pueden pensar... Eric, ¿qué te parece la soledad? -No me gusta estar solo. Me siento triste y busco a mis amigos, a mi familia –Eric pensaba en la soledad y el estómago se le encogía, compungido. -Las estrellas están tan lejos de nosotros que no podemos verlas llorar cuando se sienten solas. Tampoco ellas pueden hablar con nadie. Imagino que nos miran con envidia, pensando que somos muy felices. Querrían estar tan cerca de nosotros... -Si las estrellas supieran que los hombres quieren ser como ellas se sentirían orgullosas y felices, ¿no crees? -No sé si lo saben o no, pero estoy convencido de que no lo entienden. Ellas preferirían estar aquí, mezclarse con nosotros, vivir a nuestro lado. Se encuentran tan alejadas y tan solitarias... Y saben, además, que no se pueden acercar porque entonces los hombres no las admirarían; dejarían de ser estrellas. ¿Comprendes, Eric? -Es un lío, tito. -Sí que lo es. Eric se incorporó y anduvo hasta su cama. Se sentó, con la cabeza baja, y su tío Jan levantó sus mejillas. Su mirada le rogaba con una sonrisa que no debía estar triste. Eric suspiró, confundido, pero continuó firme en sus convicciones. -Las estrellas nos iluminan y sirven de guía. ¿No es eso importante? -El hombre piensa que así es, pero en realidad no es necesaria esa luz. Si el hombre está atento no le hace falta una luz que le guíe, con sus propias fuerzas y sabiduría puede orientarse. Lo que pasa es que nosotros no sabemos estar atentos y nos acomodamos, esperando a esa luz que nos ilumine el camino. -¿Entonces podemos orientarnos sin necesidad de luz? No lo entiendo. -Sí, ven un momento conmigo. Te enseñaré algo. Vamos abajo. -¿Abajo? Es muy tarde y mamá se puede enfadar... -No te preocupes, tardaremos poco. Se precipitaron escaleras abajo y salieron al jardín. Eric advirtió como su tío cogía una pala y la enterraba en el suelo, apoyaba su pie derecho para que se adentrara en las entrañas del suelo y vertía el contenido a un lado. Jan se inclinó y removió un poco la tierra. Con su mano le indicó a Eric que se acercara. -Ven, muchacho, acércate. ¿Has visto lo que he hecho? -Sí, claro, has excavado y sacado tierra. Luego la has removido y has buscado algo... -Mira lo que sostengo en las manos. ¿Ves esta tierra oscura? Esto se llama humus. -Lo veo –Eric seguía sin entender nada. -¿A que no sabías que el humus estaba ahí, debajo justo del césped? -No, no lo sabía. No suelo entretenerme mucho excavando la tierra. -Pues deberías hacerlo alguna que otra vez. Encontrarías cosas sorprendentes ahí abajo. -¿Gusanos y bichos? –preguntó un poco asqueado Eric. Su tío no pudo contener la risa. -¡Vida, Eric! Y alimento para más vida. ¿Te parece poco? -Nosotros no comemos tierra. Jan sonrió. -No, Eric, no comemos tierra, pero sí nos alimentamos de carne y productos de la tierra, como las verduras, ¿verdad? -Sí, pero la carne no viene de la tierra, sino de los animales. -Directamente no, pero esos animales de los que obtenemos la carne se alimentan de productos que nacen y crecen en la tierra, productos que se alimentan de lo que el humus produce. El humus es una sustancia muy especial y beneficiosa para el suelo y las plantas. Tiene unas cualidades que aporta diversos beneficios: esponja el suelo mejorando su estructura; retiene agua y minerales para que no se pierdan; aporta nutrientes minerales, el alimento de las plantas, a medida que va descomponiéndose; produce activadores del crecimiento que las plantas pueden absorber y favorece su nutrición y resistencia. ¿Ves ya la importancia del humus? -Creo que sí... Pero no veo la relación que tiene el humus con el hombre. -El humus es materia viva, y produce vida, como te dije. Esa vida que alimenta el humus sirve para que el hombre tenga fuerzas con las que orientarse sin necesidad de que algo externo lo ilumine. Ser humus, como ves, es más importante para el hombre que ser una estrella. Lo que ocurre es que, al estar oculto bajo tierra, nosotros no sólo no lo admiramos, sino que ni siquiera lo miramos. Al hombre le atonta la admiración: le impide ver donde está lo verdaderamente importante. Busca desesperadamente fuera, cuanto más lejos e inalcanzable mejor, lo que bien podría obtener dentro; se fija obsesivamente en cosas frías y solitarias, en lugar de prestar atención a lo cálido y compañero; quiere ser a toda costa altivo, y desprecia la humildad; desea estar por encima de los hombres, y no soporta estar debajo, sustentándolos a todos. Y, de tanto querer lo que no está a su alcance, se olvida de lo que perfectamente podría tocar con sus manos. El hombre se vuelve estúpido y no se da cuenta, porque no sabe mirar, tan sólo admira. Eric miró fijamente a su tío, con una lágrima fugitiva a punto de precipitarse por su mejilla, y dijo: -Tito, ¿sabes una cosa? -Dime, Eric. -Quiero ser humus. © José Luis Sánchez Piñero, 2004