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TRAS LAS ELECCIONES: RENOVAR UNA POLITICA DEMOCRATICA Las elecciones se han celebrado. Se ha emitido un nuevo y nítido mandato popular. La “guerra” de ETA, sin embargo, no ha acabado. Gorka Landaburu, abertzale del PSE, ha salvado milagrosamente su vida. Zarautz, municipio unido frente al terror revolucionario, ha declarado a ETA “enemigo del pueblo vasco”. Lo ha hecho con la firmeza y contundencia que requiere el combate contra ETA. Y lo ha hecho con la convicción de representar en ello el todavía muy reciente designio popular. -o–o–oEl pueblo vasco ha hablado de nuevo. Los vascos han castigado y han retirado la “llave” de las instituciones vascas a Otegi, EH y el MLNV. A partir de ahora, deberán llamar a la puerta para poder entrar. El escenario de polarización y confrontación España-Euskalerria que habían previsto se ha diluido con la clara victoria de la campaña del “Sí” del lehendakari Ibarretxe. Pese a ello o por eso mismo, ETA prosigue su guerra contra el pueblo vasco. Han bastado 24 horas para constatarlo. Pero, Ibarretxe será de nuevo lehendakari con una cuota histórica de apoyo popular. No hay, además, opción para la llamada “alternancia”, de la que han desconfiado una gran mayoría de los electores vascos por haber sido amplia y descaradamente apadrinada por todos los poderes centralistas. Tras esta breve lectura de los resultados electorales, hay más cosas que preguntarse. Convendría conocer, por ejemplo, si ha acabado ya la guerra de posiciones entre los partidos, si se han levantado los frentes y alambradas del debate institucional, si se han abandonado las trincheras y los búnqueres del escenario de los acontecimientos políticos. Todos los partidos que concurrieron a las elecciones habían otorgado una significación histórica, de apertura de una nueva etapa política, a las mismas. Era una de las pocas unanimidades que se podían percibir en un ambiente político antagonizado hasta la exasperación. Hoy, vista la sentencia que ha emitido la opinión pública, no cabe jugar a eludir responsabilidades. Todos los partidos, cada uno según su cuota, adeudan a la sociedad vasca esa “nueva etapa política”, que restaure la convivencia en este plural país sin incurrir en los errores del pasado. He dicho “restaurar la convivencia” y acaso debía haber dicho “crear” una nueva. Porque, ¿debe optar la “nueva etapa” por unas “nuevas bases” o un “nuevo modelo para convivir”? Se ha hablado tanto de “nuevo marco”, “nuevos modelos”, “nueva transición” y “nuevo consenso”, tantas veces se ha arrojado el fetiche “constitucionalista” contra aquellos que lo han acatado siempre aunque fuera desde un espíritu crítico, tanto se ha deteriorado la confianza entre sectores políticos que es posible que se haya extendido demasiado la idea de que es irrecuperable el modelo de convivencia que instauró la decisión estatuyente de los vascos. Como advertencia previa, me gustaría poner de manifiesto mis dudas sobre si la idea de “consenso” es la más adecuada para los problemas que hoy tenemos. Más allá de lo que aporta el consenso al momento constituyente de las comunidades políticas, el ejercicio natural de la democracia proporciona muy pocas oportunidades a los amantes del consenso. De hecho, la falta de consenso político generalizado es un factor inseparable de la existencia de la propia democracia, forma parte de su propia naturaleza. El elemento más significativo de la democracia es el pluralismo y el pluralismo significa disenso. Disenso sujeto a reglas de juego, disenso fundado en la libertad y en la tolerancia, disenso abierto al acuerdo y a la integración. Pero, disenso al fin y al cabo. La política, y nuestra política también, refleja una realidad social imperfecta. El “mundo real” no es “un mar en calma y sin mareas” (I. Berlin). Tenemos que tomarlo con naturalidad, con sus cambios, con sus conflictos, con sus desacuerdos, con sus incoherencias. Depender de la necesidad de consensos para resolver esos problemas puede agravarlos, puede llegar a acogotar la pluralidad y puede convertir a las mayorías políticas en rehenes de minorías antidemocráticas. Por el contrario, el juego de la pluralidad en condiciones de libre competencia, sobre la base del acatamiento de las decisiones de las mayorías y el respeto a las minorías tiene mayor adaptabilidad a las cambiantes circunstancias en las que se desarrolla la política y tiene también un mayor potencial de desarrollo de la democracia. Para concluir si es hoy preciso un nuevo consenso, la cuestión a dilucidar es si debemos de constituir de nuevo la comunidad. La mayoría de los que opinan que esto es necesario creen que Euskadi es una comunidad política constituida con un grado insuficiente de consentimiento. Yo no lo creo. Euskadi tiene sus instituciones, sus símbolos, sus elecciones, sus normas y leyes, que gozan de una amplía aceptación social. Todas las elecciones autonómicas celebradas tras el plebiscito estatutario, y sobre todo las últimas, han mostrado a una gran mayoría de vascos (el 13 de mayo, un 90% de los que participaron) que están con sus instituciones y que las revalidan votando a aquellas fuerzas que dicen respetarlas. Y si de la experiencia más reciente hemos de aprender para abrir la “nueva etapa”, es claro que esta Euskadi de hoy es una comunidad política conformada sobre la aceptación mayoritaria de unas bases de convivencia cultural y económica que difícilmente pueden ser relevadas por nuevos consensos sin que a resultas de ello entre en crisis la propia comunidad legítimamente constituida. Dichas bases conforman un sistema equilibrado de pesos y contrapesos, de libertades y de solidaridades, que garantizan que el juego de opuestos políticos pueda desarrollarse dentro del mismo sistema. Y no debemos olvidar que, conforme al Estatuto, Euskadi es una comunidad política que corresponde a un sujeto político, el Pueblo Vasco, que de acuerdo sus propias decisiones asume la responsabilidad de su propio desarrollo democrático. Sujeto formado a partir de los territorios de Araba, Gipuzkoa y Bizkaia, pudiendo también incorporarse a esta comunidad, en virtud de la voluntad de sus ciudadanos, la Comunidad de Navarra. A partir de ahí, el principio democrático que regula la acción política interna a la comunidad responde a que las decisiones concretas puedan adoptarse con todo derecho por la mayoría y que los elegidos por ésta para dirigir las instituciones aceptadas por todos son los que representan al conjunto de la comunidad. Esa mayoría, esa gran mayoría, es muy consciente hoy del progreso aparejado al autogobierno y de la calidad de los servicios que recibe como consecuencia del mismo y esa misma mayoría se reconoce en ese modelo de nación concreta que se está construyendo bajo el liderazgo de instituciones que han apostado, en la mayoría de sus actuaciones, por integrar. No puedo negar que el proceso político que hemos vivido en los últimos años ha puesto en peligro de disolución esa mayoría social integradora. La acción de ETA, la presión de una daltónica “razón de estado” y la exigencia de alineamiento ciudadano con un política de bloques excluyentes e irreconciliables ha puesto en trance de desmantelar una estructura social de “vasos comunicantes”, cuya tarea había sido poner en relación las diferentes sensibilidades que conforman la realidad vasca, tratando de alejar así el fantasma de la confrontación. A pesar de que esta situación está marcando nuestras urgencias, creo que es un error pensar que la paz pueda depender de la implantación de cualesquiera inventos o artificios políticos. La política vasca es víctima de esa angustia por conseguir la paz cuanto antes y al precio que sea. A cuenta de ello, se ha “reconducido” el Estatuto creyendo que así se ataba en corto al nacionalismo, se han creado los GAL pensando que ETA no resistiría la acción de un terrorismo de signo contrario, se ha conversado y negociado con ETA con la intención de buscar un arreglo político directo con los terroristas,... Todas estas vías han fracasado. Y han fracasado, a mi modo de ver, porque no hemos entendido que la lucha contra la “guerra popular” de ETA y el MLNV sólo puede descansar en la movilización popular de los propios vascos canalizada a través de las instituciones y autoridades legítimas. Evidentemente, si en la movilización de los vascos se confía, es porque se cree que sólo los vascos, y nadie ajeno a ellos, tiene capacidad para levantar las barreras que impiden su propio desarrollo democrático en libertad. Como consecuencia directa, esto exige el compromiso democrático de respetar la voluntad emitida por los propios vascos, como protagonistas de dicho desarrollo en libertad, en todo aquello que respecta a su presente y a su futuro. La disposición adicional del Estatuto de Gernika, que no es un adorno jurídico de la norma vasca pese al desdén con el que se la trata entre algunos políticos, avala esa afirmación. -o–o–oPor todo eso, y en relación con la pregunta que me he planteado al inicio del artículo, no creo que haya necesidad de pensar “nuevos consensos” tras estas elecciones. Lo conveniente hoy es clarificar el grado de acuerdo político en torno a lo que he dicho precedentemente. Es decir, en primer lugar, clarificar si todos somos leales con aquella decisión, hoy todavía vigente, de los vascos que fundó una comunidad política e instauró unas instituciones. En segundo lugar, clarificar hasta que punto se reconoce la legitimidad democrática que asiste al Pueblo Vasco, aludido como sujeto colectivo en la disposición adicional estatutaria, a “no renunciar” a aquellos derechos históricos que no le hayan sido restituidos, lo que supondría el reconocimiento del derecho que asiste a los vascos de materializar lo que el lehendakari Ibarretxe ha llamado “opciones de cambio”. Hoy es muy necesaria esta clarificación. Clarificación que no ha de ser tomada como arma arrojadiza. En esta última etapa que hemos vivido, creo que se ha sustraído en demasía el liderazgo a las instituciones en favor de las direcciones de los partidos políticos, que han subordinado el debate sobre la gestión de las instituciones a un antagonismo ideológico esencialista. Esto ha llevado a disminuir el crédito de las instituciones, ha llevado a un debate en el que se ha confundido a la institución con su eventual ocupante y ha generado una desconfianza política que ha contaminado a amplios sectores de la sociedad vasca. Entre estos sectores, los hay que recelan de todo aquel que otorgue categoría de sujeto a los vascos como colectivo, creyendo que ello no significa democracia y Estatuto sino ruptura y soberanía, pero los hay también que sospechan de aquellos que sólo desmitifican la soberanía para vincular el futuro de los vascos a la decisión de los cuarenta millones de españoles. Hoy tenemos el reto de abrir una nueva etapa llena de expectativas que facilite la cooperación entre sectores políticos que se han distanciado muchísimo entre sí en los últimos dos años. Y todos tenemos mucho que aportar a la tarea de cómo concebir una comunidad política que, sobre el cimiento de sus propias decisiones vigentes, construya la convivencia de sectores sociales no homogéneos, que ante los mismos problemas vitales realiza opciones muy diferentes, que responden a identidades plurales, que apuestan por valores y modelos sociales divergentes. Ninguna mayoría, nadie que reclame para sí la responsabilidad para decidir sobre su futuro, tiene libertad para destruir su propia comunidad o para poner en riesgo la supervivencia de su pueblo. Por eso, debemos decidir e integrar, no imponer, ni segregar ni excluir a nadie. Debemos construir para convivir desde la diversidad de identidades, desde la aceptación de los “ser” plurales que existen en nuestro país. Debemos construir sin recurrir a fetiches jurídico-formales. En la línea de superar el dogma de las soberanías que es “la tarea infinita” ante la que, según señaló H. Kelsen a primeros del siglo pasado, debiera esforzarse la cultura política. No debe haber, en realidad ya no las hay, barreras para ejercitar el pluralismo en las sociedades modernas. Pero, como dicen P. Berger y T. Luckmann, “si se exhorta a la tolerancia desde arriba, este mensaje rara vez influirá decisivamente en la actitud de los individuos si no ha sido asimilado dentro de los sentimientos compartidos de su comunidad mediante un esfuerzo comunicativo conjunto”. En coincidencia con ellos, es esencial reconstruir la comunidad desde abajo, creando realidades de convivencia en la pluralidad en nuestro entorno más próximo, en los pueblos y los barrios, allá dónde la heterogeneidad de las identidades se vive de forma más neta, pero también más porosa, más integrada; lugares donde se viva de la manera más auténtica “la relación finalmente deseable entre lo políticamente uno y lo culturalmente plural” (M. Walzer). Debemos construir una comunidad nacional que escape del “círculo vicioso” formalista y normativista –tributario de la dogmática constitucionalista o soberanista, que lo mismo da- en el que están atrapados amplios sectores políticos e intelectuales. El lehendakari Ibarretxe ha proclamado ya el inicio de esta “nueva etapa”, de renovación de actitudes políticas, de progreso constructivo de la sociedad plural vasca y que, creo yo, debería ser además de retorno a una política de integración popular, que refleje con fidelidad el mandato popular. El retorno a esa línea de trabajo significa ineludiblemente dar primacía a la voluntad real de las diversas sociedades vascas y someterse a su dictado como factor fundamental de “profundización democrática”. Los experimentos en probeta, las apuestas de ficción sobre el telón de fondo de la paz y las “pistas de aterrizaje” para proyectos políticos particulares que no quieran pasar directa e inmediatamente –sin el aval de diálogos o consensos previos en conciliábulos de cúpulas- por el cedazo de las urnas son sencillamente sospechosos. Por eso, lejos de estos experimentos, hemos de buscar nuevas oportunidades de cooperación, para recuperar la confianza entre vascos y, en definitiva, para abordar en común, responsablemente, la resolución de nuestros problemas de libertad, cohesión y, en consecuencia, de paz. JOXAN REKONDO