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La tía en el baúl
El tartamudeo de las rayas blancas del camino era silenciado por el
hambriento automóvil que las devoraba por el frente y las lanzaba por el
paragolpe trasero. El sol se había despegado del horizonte y pegaba de lleno
sobre el vehículo con forma de huevo que recorría la ruta.
Rodrigo manejaba, y de vez en cuando, observaba el paisaje pampeano
que sufría una metamorfosis a medida que se acercaban al mar. Mariela, su
esposa, cantaba muy suave la canción francesa que sonaba en la radio.
El satélite había sido puesto en órbita hace unos 5 años. Podía observar
con su ojo electrónico a traves del cielo despejado o de la tormenta más atroz.
Era un vouyerista sin placer, un cineasta que registraba imágenes sin guión.
Podía ser testigo de un misil matando cíviles en una población del Oriente
medio, de un ganado sin declarar a la administración central de un gobierno del
tercer mundo o del recorrido de un avión que llevaba un importante presidente
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latinoaméricano que la CIA quería asesinar. Sus circuitos electrónicos estaban
entrenados para clasificar información que podía ser la causal de desestabilizar
a las grandes potencias que gobernaban el mundo a través de una
hamburguesa y una bebida oscura que hipnotizaba y uniformaba los sentidos.
Una lágrima quedaba al reparo de los párpados y una sonrisa a la
sombra de la nariz para ser detectados por ese pájaro metálico que giraba
alrededor de la tierra. Los latidos del corazón eran pequeñas señales perdidas
entre las bocinas de una industria automotriz que día a día potenciaba
corazones mecánicos. Un abrazo confundía a cualquier satélite; porque
procesaba la desaparición de un punto que se devoraba a otro, cuando en
realidad, era una comunión capaz de salvar en serio al mundo.
El mar estaba muy calmo. Era una gran pileta sin bordes, con un camino
de arena que perdía en el fondo de sus entrañas saladas. El auto detuvo la
marcha. Mariela bajó primero con los pies descalzos y sintió que cada grano de
arena, tibio por el sol de la mañana, le hacía una caricia reparadora. Rodrigo,
un poco más conservador se bajo con las zapatillas puestas.
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Ambos se sentaron sobre el capot del auto y miraron el mar. La suave
voz del agua los invito a darse un beso que hacía tiempo la rutina de sus
laburos no les dejaba disfrutar. Y el beso duró menos de treinta segundos
según el reloj, pero mucho más que una eternidad desde el placer que
sintieron.
Rodrigo abrió el baúl del auto y sacó una bolsa negra de consorcio de
adentro de una caja de cartón. Hacía más de siete meses que las cenizas de la
tía estaban en esa bolsa que le habían entregado en el crematorio. Ningún otro
en la familia se había querido ocupar de los restos de la longeva mujer que
había muerto cansada de vivir. Allí estaban los dos, ayudando a la tía a salir del
baúl.
Mientras Mariela estudiaba la forma en que la brisa no les devolviera un
abrazo macabro de la tía, Rodrigo comenzó a sacar la cinta autoadhesiva que
cerraba la bolsa. Los médanos comenzaron a mover sus cuerpos de arena,
dibujando nuevas formas.
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El silencio se rompió cuando Mariela preguntó a Rodrigo que harían
después de cumplir con la tía. Coincidieron que podrían quedarse a comer en
alguna fonda de esa villa balnearia, que por la altura del año, estaba casi
desierta.
Entonces ambos levantaron la bolsa desde atrás y la hicieron flamear.
La tía comenzó a irse empujada por la brisa. Un poco hacia el mar, otro poco
hacia el cielo y los médanos color piel. Volvieron a sacudir con fuerza la bolsa
por si algún resto de la tía había decidido retrasarse en su último vuelo.
Rodrigo pensó que nunca había estado tanto tiempo con su tía como
estos últimos meses en que la tenía en el baúl del auto. El trabajo arduo de la
pareja había impedido tener un fin de semana libre para poder ocuparse de las
cenizas de Anastasia, esa mujer que había muerto en la más absoluta soledad.
Cuando se sentaron a almorzar en ese lugar con vista al mar, mientras
Rodrigo se llevaba una raba muy bien dorada a la boca, Mariela comenzó a
reirse hasta las lágrimas. Cuando terminó su bocado, su esposo la acompañó
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con la risa. Ambos no necesitaban hablar para entenderse. Hacía tiempo que
como los más avesados telepáticos podían hablarse desde los ojos.
Los dos se estaban riendo de lo mismo. De la patética situación en la
que habían quedado entrampados cuando ningún otro familiar había querido
cumplir con el mandato de tirar al mar las cenizas de la tía Anastasia. Del
recorrido que la tía había hecho en estos últimos meses en el baúl de ese
vehículo ahuevado que habían logrado comprar con unos ahorros. Y ahora los
dos almorzando, saboreando el encuentro y la comida, mientras el cuerpo de la
tía, andaba por ahí, volando libre, convertida en millones de partículas.
Mientras Mariela fue al baño, Rodrigo que gustaba de la lectura, tomó un
diario que estaba abandonado en la mesa contigua. La noticia estaba perdida
en un pequeño rincón de una página par. Hablaba de un satélite que le habían
dado de baja hacía un poco más de siete meses por desperfectos sufridos por
una tormenta solar. Lo paradojico era que la fecha de la baja del satélite
coincidía con la que habían cremado a Anastasia. Cuando Mariela volvió a la
mesa, le comentó la noticia y se divirtieron pensando que quizás el alma de la
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tía había hecho de las suyas destruyendo ese vouyerista metálico.
Después de cumplir con el último pedido de la tía, Rodrigo y Mariela,
hicieron el amor en el reparo de unos médanos. Y lo hicieron con la certeza
que los satélites no están programados para entender ese impresionante
abrazo de dos cuerpos desnudos, en coordenadas sin importancia para las
grandes potencias que gobiernan el mundo.
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