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DESCARTES 1. INTRODUCCIÓN Descartes. Contexto histórico cultural Crisis y renovación Período de crisis. Desmoronamiento de la conciencia filosófica medieval Consolidación y vigencia de las monarquías absolutas. Antiguo Régimen - El Trono y el Altar: acumulación del poder en manos del monarca e ideología de la monarquía absoluta de derecho divino. - Creciente centralización política: surgimiento de los Estados nacionales. - Organización estamental: nobleza y clero (conservan privilegios de carácter feudal, procedentes de la Edad Media) y “tercer estado”. Desarrollo del capitalismo mercantil - Descubrimiento de América. - “Globalización” del comercio. - Auge de la burguesía mercantil. Crítica del Antiguo Régimen. Ilustración - Cuestionamiento del poder absoluto del monarca. - Cuestionamiento del poder religioso. - Reivindicación burguesa de derechos fundamentales: libertad económica, derecho de propiedad, libertad de expresión, igualdad política, justicia equitativa, educación universal, etc. Transformaciones políticas - Parlamentarismo inglés. - Independencia de Estados Unidos. - Revolución Francesa. - Despotismo ilustrado. Guerras de religión: Reforma/Contrarreforma - Debilitamiento relativo de la conciencia religiosa. Revolución científica (Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Newton) - Derrumbamiento de la astronomía ptolemaica. - Derrumbamiento de la física aristotélica. - Ruptura con la “ciencia” heredada y sus métodos: necesidad de refundar el edificio del conocimiento. - Golpe a la religión y a la filosofía escolástica. Nueva mentalidad moderna: Si la filosofía antigua había tomado la realidad objetiva como punto de partida de su reflexión filosófica, y la medieval había tomado a Dios como referencia, la filosofía moderna se asentará en el terreno de la subjetividad. Las dudas planteadas sobre la posibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad, material o divina, harán del problema del conocimiento el punto de partida de la reflexión filosófica. Son muchos los acontecimientos que tienen lugar al final de la Edad Media, tanto de tipo social y político, como culturales y filosóficos, que abrirán las puertas a la modernidad, y que han sido profusamente estudiados. En lo filosófico, el desarrollo del humanismo y de la filosofía renacentista, junto con la revolución copernicana, asociada al desarrollo de la Nueva Ciencia, provocarán el derrumbe de una escolástica ya en crisis e impondrán nuevos esquemas conceptuales, alejados de las disputas terminológicas que solían dirimirse a la luz de algún argumento de autoridad, fuera platónico o aristotélico. De las abadías y 1 monasterios la filosofía volverá a la ciudad; de la glosa y el comentario, a la investigación; de la tutela de la fe, a la independencia de la razón. Al compás de la revolución científica, se abre paso una nueva mentalidad filosófica que pretende resolver la crisis de la conciencia medieval fundamentando la vida humana sobre bases más sólidas. Esa fundamentación se apoya en una confianza renovada en la razón, sobre todo en la razón matemática, que está a la base de la revolución científica. Seguridad y autonomía de la razón son las notas constitutivas de la filosofía moderna, frente al período medieval, en el que la razón estaba subordinada a la fe. Ahora se considera que la razón no debe someterse a ninguna instancia ajena, sea esta la tradición, o la fe religiosa, o cualquier forma de autoridad exterior a ella misma. De este modo, la razón se constituye en principio supremo. Esto explica que el pensamiento moderno se presente abiertamente como un análisis de la razón, no meramente en su uso teórico (conocimiento del universo), sino también en su función práctica (orientación racional de la vida y de la sociedad). Duda y evidencia: La época moderna, en particular el período racionalista, se caracteriza por la importancia que adquieren las ideas conjugadas de duda y evidencia. En Descartes, al contrario de lo que ocurre en Montaigne, por ejemplo, la duda no conduce al escepticismo, sino que sirve para localizar los componentes que resisten sus ataques, y por eso es un instrumento crítico fundamental en el proceso de construcción racional del conocimiento. Principales corrientes de la filosofía moderna: racionalismo y empirismo Racionalismo: Tiene su origen en Descartes (siglo XVII). Los otros dos representantes más importantes son Spinoza y Leibniz. Según la opinión más extendida entre la mayoría de filósofos e historiadores de la filosofía, se tiende a considerar a Descartes, con su filosofía racionalista, como el iniciador de la filosofía moderna. Pese a que su actividad se desarrolla en un contexto de innovación y descubrimientos en el que intervienen muchos otros filósofos, con importantes aportaciones, su afirmación del valor de la razón, anclada en el descubrimiento de la subjetividad, abrirá el camino a la filosofía moderna. Tradicionalmente se piensa que el racionalismo de Descartes se funda en el método matemático y que, además, habría construido una fundamentación de la razón con inspiración matemática. No se trata de un racionalismo dogmático, sino crítico, que plantea, por primera vez en la historia de la filosofía, que la reflexión filosófica tiene que empezar por el problema del conocimiento. Empirismo: Es un movimiento filosófico inglés que se desarrolla entre los siglos XVI y XVIII. Los principales representantes son Locke, Berkeley y Hume. Los autores empiristas mantienen posiciones distintas en ontología, política o religión, pero comparten una serie de rasgos básicos en el terreno de la epistemología, frente al racionalismo continental. Idealismo trascendental: Supone la síntesis superadora del racionalismo y el empirismo. Dicha síntesis tiene lugar en el seno de la filosofía de Kant, con quien culmina el ciclo de la filosofía moderna. Diferencias racionalismo/empirismo Racionalismo Empirismo - El conocimiento puede ser construido deductivamente a partir - Afirmación de la experiencia como fuente de principios, ideas y definiciones evidentes e innatas a la razón. exclusiva de conocimiento y límite de toda (Afirmación de los contenidos a priori de la mente). actividad racional. 2 - Prioridad de la razón sobre la experiencia; desconfianza en los sentidos como fuentes de conocimiento. Prioridad del conocimiento matemático sobre el empírico. Prioridad de las consideraciones cuantitativas sobre las cualitativas; privilegio de las cualidades primarias. Carácter deductivo del método científico. - Negación de los contenidos a priori de la mente (negación del innatismo). Psicologismo. Crítica de la metafísica. Escepticismo. Carácter inductivo del método científico. Descartes. Biografía y obras Descartes nació en 1596 en La Haye, Francia. Pertenecía a una familia de la “nobleza de toga”, siendo su padre Consejero en el Parlamento de Bretaña. Estudió en el colegio de La Flèche, la institución educativa más prestigiosa de Francia, regida por los jesuitas. En esta etapa aprende a fondo latín y estudia a los clásicos, conoce la escolástica y, por supuesto, estudia matemáticas, materia en la que destaca desde el primer momento. Tras la etapa colegial cursó Derecho en la Universidad de Poitiers. Terminados sus estudios, Descartes comienza un período de viajes, apartándose de las aulas, convencido de no poder encontrar en ellas el verdadero saber: "Por ello, tan pronto como la edad me permitió salir de la sujeción de mis preceptores, abandoné completamente el estudio de las letras. Y, tomando la decisión de no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, dediqué el resto de mi juventud a viajar (…)” (Discurso del método). En un primer momento, Descartes opta por la “carrera de las armas” y se alista, en 1618, en Holanda, en el ejército protestante de Maurice de Nassau, príncipe de Orange que, en aquel momento, estaba combatiendo contra la corona española. En Breda conoce a un joven científico, Isaac Beeckman, para quien escribe pequeños trabajos de física, así como su primera obra: Compendium musicae. Durante varios años mantienen una intensa y estrecha amistad, ejerciendo Beeckman una influencia decisiva en Descartes, sobre todo en lo relativo a la concepción de una física matemática. En 1619 abandona Holanda y se instala en Dinamarca, y luego en Alemania. Se alista entonces en el ejército católico del duque de Baviera. Comienza a practicar un método propio para la construcción del conocimiento. De esa época será la concepción de la posibilidad de una mathesis universalis (la idea de una ciencia universal, de un verdadero saber unitario). Habiéndose dotado con su método de una “moral provisional”, renuncia a su carrera en el ejército. De 1620 a 1628 viaja a través de Europa, residiendo en París entre los años 1625-28. Dedica su tiempo a las relaciones sociales y al estudio, ocupándose sobre todo del álgebra y de la conexión entre la aritmética y la geometría. Tras ocho años de investigación, alumbra la geometría analítica. En este periodo, se hace amigo del Padre Mersenne, cuya importancia para él es trascendental, como el propio Descartes reconoce, porque hasta ese momento nunca se había ocupado de la filosofía ni se había detenido a reflexionar sobre el método que estaba ejerciendo en la práctica. Ahora, en cambio, intenta poner por escrito su método, y en el 28 redacta las Regulae ad directionem ingenii. En el año 29 se marcha a Holanda, un país protestante y refugio de “librepensadores”, en vez de comprometerse con la contrarreforma impulsada desde Francia por el Padre Bérulle. Es cierto que Descartes nunca romperá sus lazos con los teólogos de París, pero rehúye todo compromiso activo. En Holanda permanecerá durante 20 años, a lo largo de los cuales escribe la mayor parte de sus obras. En este periodo tiene una vida social activa y llega a contar con algunos discípulos. Conoce a científicos muy notables (como los Huygens) y entabla relaciones sentimentales (tiene una hija con una mujer holandesa y permite que la bauticen en una iglesia protestante). En cuanto a sus estudios, se ocupa sobre todo de cuestiones científicas (Física, Anatomía, Botánica…, cosas que tienen más que ver con las ciencias experimentales que con las matemáticas puras); más tarde, de la metafísica; aunque, como él dice: “Sobre todo de lo que me ocupo es de vivir bien”. 3 Entre 1630 y 1633 escribe el Tratado del mundo, donde se contiene su física general, de carácter mecanicista, que tuvo mucha importancia en su época (polémica cartesianos/newtonianos). Enterado de la condena de Galileo por la Inquisición, renuncia a publicarlo, aunque en Holanda podría haberlo hecho, pero parece que no quiere cortar con los jesuitas y con las autoridades religiosas francesas. En 1637 publica el Discurso del método, que es un prólogo a tres tratados: la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría. Por fin, se pone a pensar en la fundamentación filosófica de su física. En el 40 redacta en latín las Meditaciones metafísicas, que recogen y amplían una parte de los problemas planteados en el Discurso que no pertenecían al ámbito científico, sino al filosófico, como la duda metódica, relacionada con la fundamentación del conocimiento. Descartes escribe esta obra porque quiere sentar las bases del edificio del conocimiento y compatibilizar ciencia y religión. De hecho, antes de sacarla a la luz la somete a la opinión de los teólogos de París y, en general, de los grandes espíritus de la época (Mersenne, Gassendi, Arnauld, Hobbes...) cuyas objeciones, seguidas de respuestas, serán publicadas, junto con el texto original, en 1641. La obra tiene un éxito enorme y, en 1642, vuelve a publicarse con el añadido de unas séptimas objeciones, las del jesuita P. Bourdin. En 1644 publica en latín los Principios de la filosofía, una especie de resumen de su filosofía. Es posible que esta obra fuera dedicada a la princesa Isabel de Bohemia, a quien Descartes había conocido en 1643. Ambos entablan una abundante correspondencia en la que Descartes profundiza sobre la moral, y que le conduce, en 1649, a la publicación de Las pasiones del alma, última obra publicada en vida por Descartes y supervisada por él. Posteriormente realiza tres viajes a Francia, en 1644, 47 y 48. Será en el curso del segundo cuando conozca a Pascal (polémica Descartes/Pascal). Su fama le valdrá la atención de la reina Cristina de Suecia. Es invitado por ella en febrero de 1649 para que le introduzca en su filosofía. Descartes, reticente, parte finalmente en septiembre para Suecia. La reina le cita en palacio cada mañana a las cinco de la madrugada para recibir sus lecciones. Descartes, de salud frágil y acostumbrado a permanecer escribiendo en la cama hasta media mañana, coge frío y muere de una neumonía en Estocolmo el 11 de febrero de 1650 a la edad de 53 años. En 1667 se introdujeron sus obras en el índice romano de obras prohibidas, lo cual indica que la actitud de la iglesia católica hacia Descartes fue siempre de desconfianza. 2. EPISTEMOLOGÍA. EL MÉTODO CARTESIANO. EXPOSICIÓN En primer lugar, Descartes cultiva el método en la práctica (“El método es más cosa de práctica que de teoría”), alcanzando resultados más o menos satisfactorios en distintos campos científicos: sobre todo en Matemáticas, con la geometría analítica, pero también en Mecánica, Óptica, o Anatomía, entre otras disciplinas. Más adelante, reflexiona sobre el método y lo expone (Regulae ad directionem ingenii y Discurso del método). Finalmente, intenta fundamentarlo filosóficamente (Meditaciones metafísicas y Principios de filosofía). Regulae ad directionem ingenii Desde el principio, aparece la idea de mathesis universalis, esto es, la idea de la unidad del saber, derivada de la unidad de la razón y del método racional. En la primera regla ya dice: “Todas las ciencias no son más que la sabiduría humana, que es siempre una y la misma, sea cual fuere el contenido al que se aplique”. La “luz natural de la razón” es una, aunque se aplique a contenidos heterogéneos, como el sol es uno, aunque “ilumine objetos variados”. El ideal de la unidad de la razón fue contestado por científicos de la época como Pascal, quien sostenía que el conocimiento no procede del mismo modo en todos los ámbitos. Descartes, sin embargo, pretendía establecer un único método racional. En la segunda regla se fija en las matemáticas como saber ejemplar, pero no dice que el método se reduzca a matemáticas. Esto es importante para matizar la idea de mathesis universalis: la unidad del saber, que resulta de la unidad de la razón y de su método, no pasa necesariamente por la matematización universal, es decir, por la reorganización matemática 4 de todos los ámbitos del conocimiento, aunque éste sea el ideal. Es cierto que las matemáticas representan un modelo de certeza para la adquisición del saber. La aritmética y la geometría son más perfectas que otras disciplinas, porque se ocupan de objetos tan puros (no contaminados por la experiencia) que es difícil la confusión. Pero, si las matemáticas son tan ejemplares, es porque en ellas se manifiestan con claridad ciertos rudimentos de la razón humana que son anteriores, y condición de posibilidad de las matemáticas mismas, además de aparecer también en dominios no matemáticos. El ingenio (la luz natural, innata, de la razón) emplea, de forma espontánea, dos rudimentos fundamentales: la intuición y la deducción (esta es más secundaria, pues consiste en una cadena de intuiciones). La intuición, en Descartes, se atiene al significado latino ordinario: intus-ire, penetrar en la verdad, tener la evidencia de captar lo inmediatamente claro y distinto. La resolución de un problema determinado, sea del tipo que fuere, pasa por intuir las proporciones entre los términos elementales del problema. Pero la proporción, captada de forma clara y distinta, no tiene por qué ser estrictamente matemática, aunque, como se ha dicho, las matemáticas son un saber ejemplar. En los Meteoros, por ejemplo, Descartes explica el desprendimiento de vapor y su elevación sin utilizar las matemáticas. Lo que hace que entendamos la exhalación de los vapores es la proporción (analogía de proporcionalidad) según la cual la materia sutil es al vapor lo que los pies al polvo. Discurso del método Regla primera. Regla de la evidencia “No admitir jamás como verdadero cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación… y no comprender en mis juicios más que lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda”. La evidencia es criterio de certeza y de verdad y fundamento del método, pero la capacidad de intuir lo evidente, esto es, lo claro (aquello que es presente y manifiesto de forma inmediata a un espíritu atento) y distinto (aquello que es preciso y diferente de todo lo demás), es innata a la conciencia y previa al método. El método no nos puede enseñar a intuir lo claro y distinto, porque presupone esa capacidad. La intuición se tiene cuando se captan, de forma clara y distinta, proporciones entre los términos elementales de un cierto problema. El modelo de proporción es la proporción matemática, pero la proporción también se da en la analogía de proporcionalidad (ejemplo de los Meteoros). Regla segunda. Regla del análisis “Dividir cada una de las dificultades que examinase en tantas partes como fuese posible y cuantas requiriese su mejor solución”. No parece una regla muy informativa, como ya viera Leibniz, pero justamente aquí es donde se aprecia que “el método es más cosa de práctica que de teoría”. Al investigar, debemos distinguir las cosas más simples y ver cómo el resto de cosas se relacionan con ellas. A estas naturalezas simples también las llama naturalezas absolutas (en el sentido de independientes). Llama absolutas, por ejemplo, a nociones como “causa”, “uno”, “igual”, “recto”…, nociones primitivas que intervienen en la captación de relaciones entre los términos del problema; con respecto a ellas, el resto de cosas son relativas. La dificultad radica en que el análisis no siempre se detiene en el mismo punto (lo absoluto en unas ocasiones no lo es en otras), de modo que sólo sabemos que hemos elegido bien las naturalezas simples cuando, de hecho, vemos que hemos encontrado la solución del problema que estábamos investigando. Por eso la regla es tan vaga y el método debe ser variado en la práctica. Pero el hecho de que los esquemas puedan variarse, dependiendo del problema, no pone en peligro la unidad de la razón, cuyo núcleo es la capacidad de intuir las naturalezas simples. 5 Regla tercera. Regla de la síntesis o deducción “Conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más compuestos; y suponiendo un orden aun entre aquellos que no se preceden naturalmente unos a otros”. Es la regla del orden: hay que suponer un orden incluso donde la experiencia no lo recoge de manera clara. Es necesario suponer un orden interno, puesto que, de otra manera, los problemas no tendrían solución. Esta es la regla racionalista por excelencia. En contra de la confusión empírica, pone el orden de la razón. Regla cuarta. Regla de las comprobaciones “Hacer, en todo, enumeraciones tan completas, y revisiones tan generales, que estuviera seguro de no olvidar nada”. Es una regla auxiliar, que no dice nada nuevo: Hay que revisar las demostraciones, revivir la intuición directa que se cultiva al resolver el problema. No se puede confiar la verdad a una serie de fórmulas enlatadas. 3. EPISTEMOLOGÍA. FUNDAMENTACIÓN METAFÍSICA DEL MÉTODO. Descartes construye y luego pone los fundamentos, contrariamente a como suelen señalar los manuales de historia de la filosofía. Toda la discusión sobre la fundamentación del método tiene como trasfondo la concepción unitaria de la razón, no diversificada según las ciencias particulares. Por eso, fundamentar el método no es fundamentar una ciencia en particular, sino el funcionamiento natural de la razón. En el Discurso del método hay poca reflexión filosófica. Las obras más importantes a este respecto son las Meditaciones metafísicas y los Principios de filosofía. Hay textos que pueden poner en duda el verdadero interés de Descartes en la fundamentación del método. Da la impresión de que durante mucho tiempo no le importó la base filosófica, pero, finalmente, decide plantearse de forma radical esa fundamentación. La pregunta que se hace es: ¿por qué confío en el funcionamiento natural de la razón? La duda metódica Carácter de la duda cartesiana Como posteriormente dirá en los Principios de filosofía, “dado que hemos sido niños antes de ser adultos” y, por ello, no hemos ejercitado siempre nuestra razón, ni siempre correctamente, admitiendo como cierto cosas que repugnan a la verdad, “es preciso, al menos una vez en la vida, dudar de todas las cosas acerca de las cuales encontrásemos la menor sospecha de falta de certeza”. La duda cartesiana no es una duda escéptica, que pusiera en entredicho cualquier verdad e incluso negara la validez del conocimiento, sino una herramienta metodológica, es decir, un método de acercamiento a la verdad. El objetivo de la duda, que tiene un carácter radical e hiperbólico, es “rechazar como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la más pequeña duda, para ver si después de esto quedaba algo entre mis creencias que fuese enteramente indubitable” y sirviera de fundamento de todo el edificio del conocimiento. Motivos de duda Los sentidos: En primer lugar, Descartes propone un argumento de inspiración platónica (pero también escéptica) al afirmar que los sentidos nos engañan, como cuando introduzco un palo en el agua y parece quebrado, o cuando una torre me parece redonda en la lejanía y al acercarme observo que era cuadrada, y situaciones semejantes. No es prudente fiarse de quien nos ha engañado en alguna ocasión, por lo que será necesario 6 someter a duda y, por lo tanto, poner en suspenso (asimilar a lo falso) todos los conocimientos que derivan de los sentidos. Incapacidad de distinguir la vigilia del sueño: Sin embargo, podría parecerme exagerado dudar de todo lo que percibo por los sentidos, ya que me parece evidente que estoy aquí y cosas por el estilo; pero, dice Descartes, esta seguridad en los datos sensibles inmediatos también puede ser puesta en duda, dado que ni siquiera podemos distinguir con claridad la vigilia del sueño. ¿Cuántas veces he soñado situaciones muy reales que, al despertarme, he comprendido que eran un sueño? ¿Cómo distinguir el estado de sueño del de vigilia y cómo alcanzar certeza absoluta de que el mundo que percibimos es real? El genio maligno: A pesar de los dos motivos de duda anteriores, parece haber ciertos conocimientos de los que no puedo dudar, como los conocimientos matemáticos, porque “2+2=4”, con independencia de que esté despierto o dormido. Por eso, la duda de los sentidos y la incapacidad de distinguir la vigilia del sueño no comprometen la estructura racional de la conciencia. La duda radical aparece, sin embargo, cuando se duda de la conciencia misma que hace matemáticas. En este punto, para dudar de la conciencia racional, Descartes tiene que imaginar que hubiera un genio maligno cuya omnipotencia envolviese la conciencia humana. Cuando Descartes habla del genio maligno, aunque no lo diga explícitamente, se está refiriendo a Dios; está funcionando, en concreto, con una idea voluntarista de Dios (Dios como voluntad omnipotente no sujeta a ningún orden racional) que envuelve la conciencia humana y hace que no tengamos más remedio que creer en lo claro y distinto, a pesar de que eso claro y distinto no sea objetivo (es decir, aun cuando no sea verdadero, en el sentido de no corresponderse con la realidad). Ejemplo: La conciencia humana, ante el genio maligno, sería como el mono atrapado por el cazador poniéndole un fruto en el interior de una calabaza ahuecada, de tal manera que por el hueco pueda pasar la mano estirada, pero no el puño cerrado. El mono mete la mano y agarra el fruto, pero después no sabe abrir la mano y, por no abrirla, queda preso en el artificio. Diríamos que el mono queda preso de su evidencia de que coger el fruto es todo el designio de su acción; pero el cazador sabe más que él: sabe que el proceso es más complejo y quiere que el mono se engañe: lo tiene agarrado en las limitaciones de su conciencia. La conciencia de uno está envuelta por la del otro. Eso sería Dios, o el genio maligno, respecto a nosotros. Él nos hace confiar en la evidencia de lo claro y distinto como fundamento natural de nuestra razón, pero de forma que, cuanto más confiamos en nuestra evidencia, más nos estamos engañando, porque eso claro y distinto en lo que confiamos no es objetivo. Una vez puesta en escena la hipótesis del genio maligno, la consecuencia es que hay que dudar de todo. Ese “Dios” no es de fiar. De hecho, “es evidente que Dios permite que me engañe alguna vez” (permite, por ejemplo, que cometa errores al razonar sobre problemas geométricos o aritméticos) y “no hay que fiarse por entero de quien alguna vez nos ha engañado”. Este motivo de duda destruye la evidencia como criterio de verdad. Definitivamente, ya no queda nada a lo que agarrarse. Ni siquiera puedo estar seguro de que “2+2=4”. La primera verdad: el cogito ¿Cómo se puede escapar de esta trampa? Lo primero es el establecimiento de una verdad fundamental, inmune al genio maligno, a la que se accede a través de la intuición: la verdad necesaria de la propia existencia como sujeto que duda y es víctima del engaño. Es en este contexto en el que Descartes introduce la famosa afirmación: “pienso, luego existo” (cogito ergo sum), que presenta como la primera evidencia, el fundamento de su filosofía (más adelante discutiremos acerca de si el cogito es en realidad fundamento del conocimiento). Puedo dudar de todo menos del puro pensamiento (cogito) en tanto que hecho de pensar, de 7 las ideas que pienso, en tanto que las pienso (con independencia de que su contenido sea verdadero o no), y de mi existencia como un yo (un alma, un espíritu) que piensa. Si hay un genio engañador, debe haber un sujeto pensante que es engañado. Si pienso que me engañan, por lo menos sé que existo como pensamiento que piensa que le engañan. El genio maligno no puede hacer que yo no exista como pensamiento cuando pienso que él me engaña. Esta primera evidencia se obtiene en la interioridad, pero se propone para todos los yoes; cada cual podrá reconocer lo mismo es su interior. El yo cartesiano no es, pues, solipsista, y por eso cabe iniciar, a partir de él, el proceso de fundamentación objetiva del conocimiento. Como antecedente del cogito cabe citar a San Agustín. En Liber arbitrio, San Agustín polemiza con los escépticos y sostiene que estos tienen que creer, por lo menos, que si se equivocan es que existen: “Si me engaño, existo” (si enim fallor sum). Las ideas Tenemos ya una verdad absolutamente cierta: la existencia del yo como sujeto pensante. Sin embargo, esta existencia indubitable del yo no parece implicar la existencia de ninguna otra realidad. Las cosas del mundo exterior (incluido mi propio cuerpo) no son seguras. Aunque yo las piense, aunque yo tenga las ideas correspondientes, tal vez mis ideas no sean verdaderas, de modo que quizá esas cosas no existan en realidad. Por eso el cogito, con sus ideas, no puede ser, por sí mismo, garantía del conocimiento, pues nada en él asegura la verdad de las ideas que piensa. El verdadero fundamento del conocimiento, capaz de garantizar que nuestras ideas son verdaderas cuando son claras y distintas, debe ser, pues, exterior a la conciencia, aun cuando lleguemos a él a partir de ésta. Dicho fundamento lo encuentra Descartes, como veremos, en un “Dios bueno” realmente existente. Ahora bien, ¿cómo demostrar la existencia de esa realidad extramental? A Descartes no le queda más remedio que deducir la existencia de Dios como realidad extramental a partir de la existencia del pensamiento y de las ideas que piensa. Y es que el pensamiento, en Descartes, no es pensamiento de las cosas, cuya existencia resulta problemática, sino de las ideas, cuya existencia es indubitable. La afirmación de que el objeto del pensamiento son las ideas lleva a Descartes a distinguir cuidadosamente dos aspectos en ellas: las ideas en cuanto que son actos mentales (“modos del pensamiento”, en expresión de Descartes) y las ideas en cuanto que poseen un contenido objetivo. Como actos mentales, todas las ideas tienen la misma realidad; en cuanto a su contenido, su realidad es diversa. En este punto, Descartes distingue tres tipos de ideas, y analiza cada tipo, con el fin de encontrar alguna idea que sirva para romper el cerco del pensamiento y salir a la realidad extramental (ya hemos adelantado que dicha idea es la idea de Dios). Los tipos de ideas son los siguientes: Ideas adventicias: Las que parecen provenir de nuestra experiencia externa (las ideas de hombre, de árbol, de los colores, etc.). Hemos escrito “parecen provenir”, y no “provienen”, porque aún no nos consta la existencia de una realidad exterior. Ideas facticias: Las que construye la mente a partir de las anteriores (la idea de caballo con alas, etc.) Es claro que ninguna de estas ideas (ni las adventicias ni las facticias) puede servirnos como punto de partida para la demostración de la existencia de una realidad extramental, ya que su propia validez depende, por principio, de la problemática existencia de dicha realidad extramental. Ideas innatas: Existen algunas ideas (pocas, pero las más importantes) que no son ni adventicias ni facticias: son las ideas innatas, que el pensamiento posee en sí mismo. Con esto llegamos a la afirmación fundamental del racionalismo de que las ideas primitivas a partir de las cuales se ha de construir el edificio del conocimiento son innatas (influencia de Platón). Pruebas de la existencia de Dios 8 Hay que partir de una idea innata que, en su propia estructura como idea, manifieste que aquello a lo que se refiere debe ser real (en el sentido de independiente de la conciencia). Una vez asentada la existencia de dicha realidad extramental, ésta podrá servir, bajo ciertas circunstancias, de garantía objetiva del conocimiento, de que lo que yo pienso es verdadero cuando es claro y distinto. La idea que Descartes busca no es otra que la idea de Dios del argumento ontológico de San Anselmo: un concepto de tal naturaleza, que aquello a lo que se refiere no puede no existir, o, de otro modo, debe existir necesariamente. Entre las ideas innatas, Descartes descubre la idea de perfección absoluta o infinita, que se apresura a identificar con la idea de Dios. Con argumentos convincentes, Descartes demuestra que la idea de Dios no es adventicia (evidentemente, ya que no tenemos experiencia directa de Dios), y con argumentos menos convincentes, se esfuerza en demostrar que tampoco es facticia. Contra la opinión tradicional de que la idea de infinito proviene, por negación de los límites, de la idea de lo finito, Descartes afirma que la noción de finitud, de limitación, presupone la idea de infinitud. Una vez establecido que la idea de Dios como perfección absoluta o infinita es innata, el camino de la deducción queda definitivamente despejado. Según la interpretación mayoritaria, Descartes da dos pruebas por los efectos o a posteriori (de este tipo eran las cinco vías de Tomás de Aquino), y una prueba a priori (es el argumento ontológico, inspirado en San Anselmo). Las dos primeras se encuentran en la tercera meditación, mientras que la última, que es la fundamental, aparece en la quinta meditación. La prueba ontológica es la fundamental, si nos atenemos a las palabras del propio Descartes, quien, en la quinta meditación, dice: “Aunque todo lo anterior fuese falso, esto sería verdadero”. Además, las otras dos pruebas, las de la tercera meditación, no son, en el fondo, pruebas por los efectos, sino que se supeditan a la ontológica y la prefiguran, pues también ellas giran en torno a la idea de perfección absoluta o infinita, que es el núcleo esencial del argumento ontológico. Argumento ontológico de San Anselmo: Aparece en su obra Proslogion y presenta la siguiente estructura: 1.- Todos los hombres (incluido el necio que en su corazón afirma que Dios no existe) tienen una idea o noción de Dios; entienden por Dios, cuando así se les define, un ser tal que es imposible pensar otro mayor que él. 2.- Ahora bien, un ser tal ha de existir no solamente en nuestro pensamiento, sino también en la realidad, ya que, en caso contrario, sería posible pensar otro mayor que él (a saber, uno que existiera realmente) y, por tanto, caeríamos en una contradicción. 3.- Luego, Dios existe no solo en el pensamiento, como idea, sino también en la realidad, como un ser externo a la mente. Se trata, en definitiva, de un argumento lógico-ontológico, puesto que, en último término, apela a la unidad lógica de la conciencia, que no puede contradecirse. Argumento ontológico de Descartes: “Habituado en todas las demás cosas a distinguir entre la existencia y la esencia, me persuado fácilmente de que la existencia puede separarse de la esencia de Dios y, por lo tanto, de que es posible concebir a Dios como no existiendo. Pero, sin embargo, pensando en ello con más atención, hallo que de la esencia de Dios no es posible separar su existencia con mayor razón que de la esencia de un triángulo rectilíneo se podría separar el que sus tres ángulos valen dos rectos, o de la idea de montaña la idea de valle; de suerte que no repugna menos pensar en Dios (es decir, en un ser sumamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte un valle” (Meditaciones metafísicas). Como en San Anselmo, todo depende de la idea de perfección y del principio de unidad de la conciencia. La prueba es, en el fondo, lógico-ontológica. Si la conciencia lógica, en la que se halla la idea de Dios, definido como un ser cuya existencia es inseparable de su esencia (al ser perfecto), negara la existencia de dicho ser, entonces incurriría en una contradicción, al afirmar y negar al mismo tiempo la perfección. Como la unidad de la conciencia debe ser preservada, entonces hay que concluir que Dios existe. 9 El circulo cartesiano Hay un texto de la meditación quinta que suscita un problema fundamental. Después de todas las disquisiciones precedentes, Descartes dice: “Por lo demás, cualquiera que sea el argumento de que me sirva, siempre se vendrá a parar a lo mismo: que sólo tienen el poder de persuadirme por entero las cosas que concibo clara y distintamente”. Al final, acaba regresando a la evidencia, a la intuición clara y distinta, como criterio de certeza y de verdad. De modo que se vuelve a parar a lo mismo: era el funcionamiento natural de la razón el que se ponía en tela de juicio, y es a ese funcionamiento natural de la razón al que se apela ahora. Aquí está el famoso círculo cartesiano. Acaba por decir que siempre se viene a dar a lo mismo: incluso el fundamento del método, esto es, el fundamento de que la claridad y la distinción son criterios de verdad, lo es por su claridad y distinción. El círculo está, pues, en que la regla de la evidencia preside también aquello que la debería garantizar. Dios existe porque la idea de perfección con la que se identifica es clara y distinta, es decir, estamos de nuevo en la primera regla del método. La conclusión que podernos sacar del hecho de que Descartes incurra en círculo es que el recurso a Dios como fundamento de la evidencia es retórico. No quiere esto decir que Dios no desempeñe ninguna función relevante en relación con el conocimiento, como veremos a continuación, pero sí que no lo fundamenta (no fundamenta la evidencia). La evidencia se basta a sí misma, y si podemos estar seguros de que algo es verdadero, es por la evidencia, no por Dios. Dios como garantía Si Dios no es fundamento del conocimiento, en el sentido de que no puede justificar la evidencia, ¿qué quiere decir, entonces, que es garantía? ¿Por qué hace ciertas a las matemáticas? ¿Qué les añade? En la meditación quinta, Descartes dice que las verdades matemáticas son eternas incluso cuando yo no las pienso; Dios me garantiza eso. No es Dios el que hace ciertas a las verdades matemáticas, sino que sé que son verdades cuando tengo la evidencia de su claridad y distinción, pero cuando no la tengo, sigo creyendo en ellas, porque la tuve, y Dios me garantiza que las verdades permanecen. Dios es garantía porque es perfecto, y perfecto, en este contexto, significa que no es falaz. Dios no puede hacer que dos más dos dejen de ser cuatro cuando yo ya no pienso en ello. Descartes está sometiendo a Dios a la propia conciencia lógica, a la razón humana, que estaba sujeta a duda. En el fondo, esta idea de Dios no es otra cosa que la objetivación de la conciencia lógica. Dios vendría a ser el orden racional y eterno de las verdades matemáticas y físicas, un orden que puede ser conocido y recorrido por la razón humana, puesto que se identifica con ella. Frente al Dios voluntarista (el genio maligno), voluntad omnipotente no sujeta a las exigencias de la razón humana, que daba lugar a la duda radical, éste es un Dios intelectualista, un Dios razón que queda sometido a la conciencia lógica e identificado con ella, pero a costa de perder la omnipotencia, ya que si fuera omnipotente podría engañarnos, pero entonces nos encontraríamos, de nuevo, con el genio maligno. Dios como límite En los Principios de filosofía, Descartes presenta de nuevo el asunto del Dios voluntarista. Descartes dice que Dios no nos ha dado todo el conocimiento que podría habernos dado, aunque esto no significa que el que tengamos no esté garantizado, como hemos visto. Parece que Descartes está diciendo que no se puede conocer todo, pero que lo que se conoce, se conoce bien. Una cosa es la limitación del conocimiento y otra su negación. El Dios voluntarista no reaparece, en este contexto, como negación del conocimiento (genio maligno), sino como límite. La omnipotencia divina no tendría aquí el sentido de una restricción irracionalista, sino de una limitación del conocimiento. El racionalismo cartesiano es un racionalismo crítico: fundamenta el conocimiento, pero reconoce sus límites. 10 4. ASPECTOS RELEVANTES A TENER EN CUENTA DESPUÉS DE TODO LO EXPUESTO HASTA EL MOMENTO 1. La reflexión filosófica, en Descartes, comienza por el problema del conocimiento. Todas las filosofías anteriores, a excepción del escepticismo (que, en definitiva, es la negación de la filosofía), confían, de forma dogmática, en la capacidad humana de conocer la realidad. En cambio, Descartes se plantea, como punto de partida, la necesidad de fundamentar el conocimiento, inaugurando con ello el criticismo moderno, que hallará su formulación definitiva en la obra de Kant. 2. Descartes, fuera o no consciente de ello, llevó a cabo una “revolución copernicana” en filosofía al establecer primero su propia existencia (el cogito) y derivar de ella la existencia de Dios y del mundo. Su modo de razonar sugería a sus contemporáneos que era la razón humana la que justificaba la existencia de Dios y no al revés. 3. Descartes nunca habla de Dios en otro orden que el lógico-filosófico. De esto ya se dio cuenta Pascal, en el Memorial, al oponer el Dios de Abraham y Jacob al Dios de los filósofos (es seguro que pensaba en el Dios de Descartes). Descartes impersonaliza a Dios: por un lado, Dios es, bajo el aspecto intelectualista, el orden racional de las verdades matemáticas y mecánicas, homogéneo con nuestra conciencia lógica (Dios en cuanto garantía del conocimiento); por otro lado, Dios es, bajo el aspecto voluntarista, voluntad omnipotente, que desborda nuestra conciencia finita y la limita (Dios en cuanto límite del conocimiento). No cabe pensar, pues, cuando se trata del Dios de Descartes, en un Dios al que se pueda rezar o amar. 5. LA ONTOLOGÍA CARTESIANA La existencia del Mundo es demostrada por Descartes a partir de la existencia de Dios: puesto que Dios existe y es infinitamente bueno y veraz, no puede permitir que me engañe al creer, conforme a la regla de la evidencia, que el mundo existe del modo en que se me presenta cuando lo concibo de forma clara y distinta. Veamos, pues, cuál es la ontología de Descartes. En los Principios de filosofía, Descartes define la sustancia como “una cosa que existe en forma tal que no tiene necesidad sino de sí misma para existir” (esta idea de sustancia será recogida por Spinoza y Leibniz, los otros dos grandes filósofos racionalistas). Como él mismo señala, la definición solo es aplicable en propiedad a Dios (sustancia infinita), pues solo él es independiente y existe por sí mismo. Sin embargo, Descartes amplía el dominio denotativo del término sustancia para englobar también a la res cogitans (sustancia pensante) y a la res extensa (sustancia extensa), entendiendo que designa cosas que solo necesitan del concurso de Dios para existir, pero que son heterogéneas y mutuamente independientes e irreductibles. De ahí que diferencie entre sustancia infinita (Dios) y sustancias finitas (el pensamiento y la extensión). Cada sustancia finita tiene un atributo, que es su esencia y se identifica con ella, y unos modos, que son las maneras en que aparece. Cuando Descartes dice “sé que soy, pero ¿qué soy?”, la respuesta es que soy una cosa o sustancia que piensa (res cogitans). Se afirma, de este modo, la existencia de una sustancia, el alma, cuyo atributo es el pensamiento y sus modos, todo aquello que es objeto de conciencia (pensar, dudar, querer, imaginar, incluso sentir). Esta sustancia representa la esencia de la persona, pues, como hemos visto, la existencia del pensamiento, y de uno mismo en tanto que pensamiento, es la primera verdad a la que llega Descartes después de la duda metódica, mientras que la existencia del cuerpo, en tanto que perteneciente al mundo externo, solo puede alcanzarse “a través de Dios”. La res extensa se corresponde con el mundo externo que percibimos con los sentidos; su atributo es la extensión y sus modos, la figura (formada por los límites de la extensión) y el movimiento. Descartes (como Galileo, como toda la ciencia moderna) niega que existan las cualidades secundarias, a pesar de que tenemos las ideas de los colores, los sonidos, etc. Dios solo garantiza la existencia de un mundo externo constituido exclusivamente por la extensión, la figura y el movimiento (cualidades primarias). Descartes concibe el mundo, ante todo, como 11 una encarnación de la geometría. El descubrimiento de la geometría analítica le permite unir cantidad y espacio (ecuaciones y curvas), en el marco de las coordenadas que llevan su nombre. Al extender este modelo a la mecánica, la materia se identifica con la extensión (“no es el peso, ni la dureza, ni el color lo que constituye la naturaleza del cuerpo, sino la extensión sola”) y el movimiento se explica en términos de variaciones de figuras geométricas estáticas (este es el gran defecto de la mecánica cartesiana: no introduce la idea de aceleración o fuerza, como le reprocharán Spinoza, Leibniz y Newton). El universo es geometrizable y, en el límite, equivale a una gran máquina de la que se podría trazar el diagrama de su funcionamiento (mecanicismo). Dios pone el movimiento en la naturaleza, en una determinada cantidad que se conserva constante, pero, después, la “máquina” se mueve por sí misma. El papel de Dios queda reducido a la mínima expresión, como vio Pascal: “Bien habría querido prescindir de Dios (refiriéndose a Descartes), pero como no puede, lo presenta dando un papirotazo al mundo y dejándolo funcionar por sí mismo”. 6. LA ANTROPOLOGÍA CARTESIANA Al igual que con la materia, Descartes trata de mostrar qué es el alma a la luz del método. Cabe pensar el alma separada del cuerpo, o con otro diferente, pero no podemos pensarla sin actividad consciente. Así pues, el alma es substancia pensante. Si, a continuación, aplicamos a esta idea la síntesis deductiva, llegamos a la conclusión de que el alma carece de extensión, pues el pensamiento también carece de ella. Lo que no tiene extensión tampoco tiene partes, y dado que la muerte de algo no es más que la disgregación de las partes que lo componen, puede concluirse que el alma es inmortal (influencia de Platón). Los modos como se manifiesta el atributo de la res cogitans van desde imaginar, dudar, creer, querer y no querer, desear, hasta el propio razonar. Es decir, toda actividad mental propia tanto de la imaginación como de la razón y de la voluntad. Al pensar en esta última de modo adecuado concluimos que la sustancia pensante ha de ser libre, pues de lo contrario no sería posible querer, decidir, o no querer... Mi esencia consiste únicamente en esto: que yo soy una cosa pensante. Y aunque quizá (o más bien, como diré luego, ciertamente) yo tenga un cuerpo que está muy estrechamente unido a mí, sin embargo, puesto que por una parte tengo la idea clara y distinta de mí mismo en tanto que soy solo una cosa pensante, no extensa, y por otra parte, la idea distinta de cuerpo, en tanto que es solo una cosa extensa, no pensante, es cierto que yo soy realmente distinto de mi cuerpo, y que puedo existir sin él. René Descartes: Meditaciones metafísicas. Pero esta concepción cartesiana del ser humano plantea graves problemas, por la radical separación e independencia de las dos sustancias que lo componen. Su cuerpo (res extensa) y su alma (res cogitans), conforman un dualismo irreconciliable, con graves consecuencias. El hombre está compuesto de materia y pensamiento, pero se trata de realidades tan separadas que para Descartes el alma ha dejado de ser el principio vital del humano y de cualquier ser vivo. Conocedor de los descubrimientos de la circulación sanguínea de Servet y sobre todo de Harvey, se sirvió de ellos para explicar cómo una res extensa, puramente mecánica, es capaz de estar viva. La vida no es sino resultado de calor y movimiento, distribuidos por un motor que es el corazón. Ya no precisa ningún principio distinto a la materia misma, como había sido el alma, porque en su planteamiento todo ser vivo es un autómata, un robot biológico. Si son completamente independientes y la vida no depende del alma ¿por qué en el caso del hombre se influyen recíprocamente? Por un lado ¿por qué el dolor o la fiebre, turban el pensamiento? Por otro ¿por qué se levanta el brazo o se camina, cuando así lo decidimos? Es decir, ¿cómo es posible que el cuerpo afecte a la mente y que la mente afecte y dirija al cuerpo? Descartes, trata de explicar esta influencia recíproca o conexión entre cuerpo y alma 12 echando mano de sus conocimientos y sus propias investigaciones de anatomía. El alma humana reside en una glándula, de la que casi nadie había oído hablar y cuya utilidad casi todo el mundo desconocía: la glándula pineal (tal como la describe parece referirse a la hipófisis). Esta glándula conecta la mente con el cuerpo a través de los espíritus animales, que son unas partículas de la sangre, tan ligeras y móviles que parecen más espíritu que materia. Estas van del corazón al cerebro y le transmiten su movimiento, generando así las pasiones, sentimientos y emociones. De modo que en el alma encontramos estos tres tipos de alteraciones cuyo origen es animal, es decir corpóreo y por tanto mecánico (en vez de libre). Así se explica por qué amor, odio, tristeza, alegría, anhelo, admiración y deseo son involuntarios y pueden subyugar nuestra voluntad. Pero la voluntad, precisamente, es la capacidad del alma, que permite nuestra libertad, de modo que, si se somete a los vaivenes mecánicos del cuerpo renuncia a su libertad y convierte al humano en un mero animal, en un ser mecánico. Para evitarlo debe, con la ayuda de la razón, de dominar todos los movimientos que el cuerpo le provoca, porque la verdadera libertad no está en hacer lo que se quiera, sino en dominar las pasiones (pues de lo contrario nos esclavizan) y guiar nuestra conducta según la razón que, no lo olvidemos, ha de trabajar siguiendo el método. Resuenan ecos estoico-cristianos en este enfoque de las pasiones como el enemigo que nubla la razón. Mas la respuesta deja intacta la cuestión esencial: ¿cómo es posible que algo inmaterial interactúe con algo material? Sin la existencia de la libertad carece de sentido tanto la moral, como la política. Pero la moral y la política son las grandes cuestiones de la Modernidad, especialmente a partir de la Ilustración y las nuevas teorías del pacto libre entre humanos. Todo el pensamiento moderno defiende el empleo de la nueva ciencia para facilitar la vida del hombre dominando el universo y poniéndolo a nuestro servicio. Este camino ha de ir dirigido desde la política y perseguir la finalidad moral de hacernos felices. En consecuencia, nada de esto tiene sentido si el ser humano no es diferente del resto de los seres mecánicos que pueblan el universo. Si fuese uno más, nada justifica su derecho al dominio y sometimiento del resto: carecerían de base la ciencia y sus aplicaciones, los gobiernos, sus leyes y los tratados entre naciones, y también las normas de conducta por las que debo regular mi acción. (Precisamente las tres principales ramas del gran árbol cartesiano de la ciencia son la mecánica, la medicina y la moral). La diferencia del humano con el resto de seres que pueblan el universo y, en consecuencia le otorga sus privilegios está en su capacidad de acción moral y organización política, las cuales exigen como condición necesaria que sea libre. La creencia en un universo material totalmente mecánico, sometido a la necesidad férrea de las leyes de la naturaleza (la res extensa está determinada por las leyes de la extensión y el movimiento) y sin embargo, habitado por un ser necesariamente libre (la res cogitans y su voluntad guiada por la razón) va a hipotecar toda la filosofía posterior, especialmente la ilustrada: ¿cómo es posible la libertad humana en un universo determinista, regido por leyes inmutables? 13