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NACIONES UNIDAS CENTRO LATINOAMERICANO Y CARIBEÑO DE DEMOGRAFÍA CELADE – DIVISIÓN DE POBLACIÓN COMISIÓN ECONÓMICA PARA AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE - CEPAL Seminario Internacional Las diferentes expresiones de la vulnerabilidad social en América Latina y el Caribe Santiago de Chile, 20 y 21 de junio de 2001 LA VULNERABILIDAD REINTERPRETADA: ASIMETRÍAS, CRUCES Y FANTASMAS Martín Hopenhayn División de Desarrollo Social CEPAL Este documento fue preparado para el Seminario Internacional “Las Diferentes expresiones de la Vulnerabilidad Social en América Latina y el Caribe”, Santiago de Chile, 20 y 21 Junio 2001. No ha sido sometido a revisión editorial Resumen Este trabajo intenta reinterpretar la vulnerabilidad social en el contexto latinoamericano a partir de tres temas y tres conceptos. El primero es la asimetría en derechos, considerando que la actual fase de desarrollo e inserción global va generando un inédito contraste entre mayor realización de derechos civiles, políticos y culturales, y retrocesos dramáticos en la realización de derechos sociales y económicos. La mayor asimetría se da en la brecha entre mayor integración simbólica (vía acceso a medios de comunicación de masas, educación formal, información y conocimientos), y menor integración material (por mayores brechas salariales, desempleo, informalidad y concentración de la riqueza, entre otros factores). Estas asimetrías frustran expectativas, debilitan la adhesión a proyectos nacionales y a la fuerza normativa de la ley y las instituciones, generando nuevas vulnerabilidades. El segundo concepto abordado es el de vulnerabilidades cruzadas, y se ha tomado como caso emblemático para ilustrarlo el de las minorías étnicas (indígenas y afrolatinoamericanas) que han padecido históricamente todas las exclusiones juntas: de la ciudadanía política, del empleo formal, del acceso a servicios sociales de calidad, del diálogo público, del respeto a la identidad cultural. Y al mismo tiempo, han sido despojados de sus principales mecanismos de protección, como son sus propias tradiciones, riquezas culturales y productivas, y formas de comunidad. Por último, se considera la vulnerabilidad en dos temas emergentes, de creciente preocupación ciudadana, y que recorren como fantasmas las metrópolis latinoamericanas: la droga y la violencia delictiva. Ellas son fantasmas porque canalizan, expresan y a la vez ocultan una serie de temores y fobias que hacen el eje subjetivo de la vulnerabilidad actual. 1. Asimetrías en derechos y nuevas vulnerabilidades Mientras la apertura comercial y comunicacional del nuevo patrón de globalización ha permitido el acceso masivo a nuevos servicios y bienes de consumo (sobre todo de consumo simbólico, como la televisión), la misma globalización agudiza contrastes y fragmenta las sociedades. La competitividad centrada en la "racionalización" del factor trabajo más que en el progreso técnico ha incrementado las brechas salariales, la informalidad, la precarización del empleo, el desempleo y, en última instancia, la inequidad y la exclusión. Más se estandarizan las economías abiertas sobre la base de dicha racionalización y de la reducción del Estado social, más flancos de vulnerabilidad se abren en las sociedades nacionales. Por cierto, en la nueva globalización o apertura comercial los sectores medios y populares acceden a productos que eran de consumo exclusivo de sectores altos hace dos o tres décadas. Pero la vulnerabilidad de grandes contingentes sociales se incrementa al mismo ritmo. Sea porque la inestabilidad en el empleo, fuente casi exclusiva de generación de ingresos, va afectando cada vez más familias y grupos sociales. Sea porque aumenta la sensibilidad de la situación social inmediata al impacto de operaciones financieras externas, a veces muy lejanas. Sea porque el nuevo modelo de desarrollo no fomenta ni redes sociales comunitarias, ni redes de seguridad estatales, ni consensos inter-clases para compartir los impactos de la economía global en la economía nacional. Todo lo anterior contrasta con las bondades de la mayor democracia comunicacional, donde los nuevos medios de información y comunicación proveen facilidades que pueden hacer de cada cual un ciudadano activo, un emisor de mensajes y un productor de información en un diálogo sin fronteras. Tal es la paradoja: por un lado las restricciones que ha impuesto hasta la fecha el modelo aperturista (o las formas que ha 1 plasmado en América Latina) vulneran claramente los derechos sociales y económicos, sobre todo derechos como el empleo, ingresos dignos, filiación sindical, estabilidad laboral o protección frente al infortunio. Por otro lado se universalizan los derechos civiles, políticos y culturales. Los primeros y segundos, porque la democracia política se va constituyendo en norma cada vez más extendida de gobierno a escala global, y el mundo se puebla de mecanismos que fiscalizan internacionalmente la violación de las libertades y de los derechos humanos. Respecto de los derechos culturales, éstos han adquirido mayor fuerza en la política, la academia y el imaginario social en general, asociados a la defensa de la diversidad cultural, las políticas de la identidad y la diferencia (o "de reconocimiento"), las mayores demandas de etnia y género, y la constitución de Estados pluriétnicos, entre otros.. Democracia política, cultural y de género están a la orden del día, conviviendo con tendencias regresivas en la distribución del ingreso, mayor desintegración social, mayor violencia delictiva y menor afiliación de la ciudadanía a grandes proyectos políticos. Estas asimetrías en derechos tienen su expresión más fuerte en la creciente asimetría entre integración material e integración simbólica. Dicho de otro modo, asistimos a un modelo de desarrollo que, por sus rigideces distributivas y su carácter pro-cíclico, agudiza contrastes entre las opciones restringidas de distintos grupos sociales a ingresos dignos y al consumo de bienes y servicios cada vez más diversificados; pero que por otro lado democratiza el consumo y en cierta medida, la producción de imágenes, información y expresión de ideas por vía de la mayor democracia política y extensión de derechos civiles, el mayor acceso a medios de comunicación de masas, la mayor cobertura de la educación formal y la dinámica de los llamados nuevos movimientos sociales.1 Sin empleo moderno y sin protección social, millones de latinoamericanos celebran la fiesta de las imágenes con temblor de rodillas o un agujero en el estómago, ante un patrón globalizador que obliga a ser competitivos o morir en el camino (y no es claro el porcentaje en una u otra vereda). Esta asimetría entre integración material y simbólica puede ilustrarse con algunos datos duros. De acuerdo a las estadísticas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL, entre 1980 y 1990 el consumo privado por habitante en América Latina bajó en un 1.7%.2 En el mismo período de tiempo, para la región de América Latina y el Caribe, según cifras de la UNESCO el número de televisores por cada mil habitantes aumentó de 98 a 162.3 En el período que va de 1970 a 1997, el número de televisores por cada mil habitantes en la región aumentó de 57 a 205 y las horas de programación televisiva aumentaron geométricamente de lustro en lustro (y el promedio de horas de consumo televisivo de la población). Además, el nivel educativo medio de la población joven de la región aumentó al menos en cuatro años de educación formal4. Así, el acceso al conocimiento, la información, la publicidad, ha tenido un ritmo totalmente asimétrico en relación al acceso a ingresos, bienestar y consumo. Países como México, Venezuela, Colombia y Brasil 1 En la literatura sociológica latinoamericana suele hacerse la diferencia entre movimientos sociales clásicos (movimiento sindical, campesino, etc.) y nuevos movimientos sociales que, siendo menos masivos que los primeros, portan nuevas demandas e identidades colectivas, tales como los movimientos étnicos, de género, de defensa de derechos humanos, de afiliación a nuevas expresiones estéticas, y otros. 2 Ver CEPAL, La brecha de la equidad: una segunda evaluación, Santiago, 2000, p. 84. 3 Ibíd, p. 84. 4 Ibíd, p. 85. 2 tuvieron durante dicho lapso un aumento muy fuerte en industria mediática y en cobertura y logros escolares, y una evolución muy distinta en reducción de la pobreza urbana o mejoramiento en la calidad de vida de los habitantes de la metrópolis. Y sintomáticamente, la década de los 80 y los comienzos de los 90 marcan un salto significativo en los niveles de violencia de las ciudades latinoamericanas, y un aumento muy fuerte en la percepción de inseguridad por parte de la ciudadanía (precisamente, con países como México, Venezuela, Colombia y Brasil a la cabeza).5 ¿Alguna posible relación entre la proliferación del crimen, el aumento en la inseguridad ciudadana, y la mayor brecha entre consumo simbólico y consumo material? Tomando en cuenta las consideraciones precedentes, puede pensarse que un flanco emergente de vulnerabilidad social se relaciona con estas asimetrías entre consumo material y consumo simbólico, o entre la realización de derechos civiles, políticos y culturales y la enorme deuda en derechos sociales y económicos. Vulnerabilidad distinta a la de las "pobrezas clásicas", y exacerbada por estas nuevas asimetrías. Vulnerabilidad que tiene que ver con lo que la sociología clásica vinculaba al concepto de "anomia": descompensación entre capacidades y oportunidades, entre aspiraciones y logros, entre altos ritmos de transformación social y canales poco claros de promoción o movilidad social. Ejemplo claro de esta situación lo constituyen los jóvenes populares urbanos: población con más educación y conocimiento, más expectativas de consumo por su exposición a la industria cultural, que ha internalizado con más fuerzas las promesas del desarrollo que emanan desde el discurso de los políticos y los economistas, pero que por otra parte duplica en desocupación al resto de la población, ha interiorizado las promesas de protagonismo y movilidad social debido a que su nivel educativo supera al de sus padres, pero al mismo tiempo se estrella contra opciones reales de trabajo más restringidas, y que no se corresponden con el capital de conocimiento que han incorporado durante la infancia y adolescencia. Una vez más, no parece casual que el aumento sostenido de la violencia urbana durante la última década en la región tenga a los jóvenes populares urbanos como protagonistas. Pero una vez más, si esta vulnerabilidad aumenta, otras parecieran gozar de mayores niveles de protección. Vemos así, con complacencia, cómo la aldea global exacerba en todos lados la conciencia respecto de dramas puntuales y muy locales donde se atropella el equilibrio ecológico o la cultura tribal, y moviliza a los mass-media y a organismos internacionales en defensa de estas vidas precarias y amenazadas por el capital transnacional o el despotismo de gobiernos nacionales. Nuevos fiscalizadores que van desde las ONGs hasta los tribunales transnacionales, desde los mass-media hasta las Naciones Unidas, protegen (o al menos protestan) contra el exterminio de grupos étnicos o la extinción de tribus pauperizadas por la modernización. La identidad cultural y los derechos culturales aparecen como una vieja fortaleza a reflotar, que podría contrabalancear parcialmente las nuevas vulnerabilidades. Sea o no eficaz este contrapeso, pareciera darse cada vez más esta recomposición de fuerzas y flaquezas. 5 En esto Brasil puede constituir un nuevo paradigma: el país con la peor distribución del ingreso de América Latina y las mayores desigualdades geográficas, posee una industria cultural transnacionalizada, una de las mayores empresas de la imagen en el mundo (O Globo), y una densidad televisiva que permite que ricos y pobres comulguen juntos, una hora al día, frente a los mismos dramas de las mismas telenovelas. Y sus dos megalópolis, San Pablo y Río de Janeiro, figuran entre las ciudades con mayor índice de violencia criminal en el mundo. 3 2. Cruce de vulnerabilidades: la discriminación étnico-racial6 La vulnerabilidad en derechos sociales y económicos, por un lado, y la promoción de derechos políticos, civiles y culturales, por el otro, coloca en la agenda política y del desarrollo latinoamericano un viejo problema que vuelve a emerger con nuevos bríos: el de la discriminación étnico-racial. La discriminación se vincula históricamente a lo que se ha dado en llamar la “negación del otro”7, donde la discriminación por etnia y cultura ha ido acompañada de la exclusión socioeconómica y política de grupos étnicos, especialmente los grupos indígenas, afrolatinoamericanos y afrocaribeños. Por cierto, la exclusión social se asocia a factores demográficos, de inserción laboral, de acceso educativo y de dotación de patrimonio, entre otros, además de nuevos factores como la precarización laboral y el carácter pro-cíclico de las recesiones de economías abiertas. Sin embargo, la negación originaria y continua de la cultura e identidad del otro constituye una estructura de discriminación étnico-racial en torno a la cual se adhiere, con mayor facilidad, la exclusión socioeconómica que adviene en las dinámicas de modernización. Así, las deudas en derechos sociales y económicos no han estado históricamente divorciadas de las deudas en derechos culturales. Allí las minorías étnicas padecen vulnerabilidades cruzadas, y siempre han estado entre los grupos más vulnerables en términos de necesidades básicas insatisfechas, exclusión política, marginalidad social y discriminación cultural. Más aún, los procesos de aculturación y modernización han hecho de estos grupos étnicos, a lo largo de la historia, los pioneros de la vulnerabilidad: despojados del arraigo en sus tradicionales comunidades, lenguaje, referentes simbólicos y recursos productivos, pero a la vez marginados de la política, la vida pública y los empleos bien remunerados. De este modo, los grupos indígenas han quedado a mitad de camino entre su identidad de origen y su incorporación a la modernidad; a mitad de camino entre el campo y la ciudad, entre el lenguaje vernáculo y la alfabetización en la lengua oficial, entre la comunidad y la Nación. En el limbo larvario de la no-ciudadanía o la semi-ciudadanía, han sido los más vulnerables entre los vulnerables. Para los pueblos indígenas, por ejemplo, las políticas tradicionales de integración han significado la negación de su cultura, el despojo de sus bienes simbólicos y materiales y el desconocimiento de sus derechos político-sociales. La situación actual de los pueblos indígenas y afrolatinoamericanos muestra un conjunto de ámbitos en los que se expresa la discriminación y la inequidad étnica y racial: pobreza, deteriorados indicadores de salud, educación y empleos de baja calidad, bajos ingresos, pérdida y deterioro de recursos naturales y productivos propios, emigración forzosa, y desconocimiento o atropello de sus derechos específicos. Una vez más, vulnerables entre los vulnerables. La discriminación por condiciones de vida de la población indígena puede observarse en el Cuadro 1, al comparar para cuatro países los niveles de pobreza entre población indígena y no indígena hacia 1993-94. En el caso de Bolivia, se estima que 75 niños de cada mil nacidos vivos morirán antes de cumplir el 6 Este subcapítulo se ha nutrido de: Alvaro Bello y Marta Rangel, "Etnicidad, raza y equidad en América Latina y el Caribe", CEPAL, Santiago, 2000; Alvaro Bello y Martín Hopenhayn: "Discriminación étnico-racial y xenofobia en América Latina y el Caribe, CEPAL, Serie Políticas Sociales, 2001; y Fernando Calderón, Martín Hopenhayn y Ernesto Ottone, Esa esquiva modernidad: desarrollo, ciudadanía y cultura en América Latina y el Caribe, Caracas, Edit. Nueva Sociedad, 1996. 7 Ver Fernando Calderón, Martín Hopenhayn y Ernesto Ottone, op.cit. 4 primer año de vida, y que la mayor parte de esta nueva población es de origen indígena.8 En México, más del 50% de las viviendas ubicadas en regiones indígenas no tiene electricidad, 68% carece de agua entubada, 90% de drenaje y 76% tiene piso de tierra. El Censo de 1990 reveló que en las localidades con 30% y más de población indígena, 26% de los habitantes entre 6 y 14 años no acudió a la escuela, sólo el 59% de los mayores de 15 años sabía leer y escribir y 37% no había asistido nunca a la escuela 9. En Honduras, el analfabetismo de los grupos indígenas alcanza a 87%, a lo que se suma bajo nivel en nutrición y salud, limitado acceso a los bienes y servicios y desigualdad de oportunidades. En dicho país, donde 6.3 millones de personas viven en condiciones de pobreza, habitan las etnias xicaque, lenca, chortis, pech, misquitos, tawhakas, tolupanes, además de negros y ladinos.10 En Ecuador, más del 80% de la población indígena rural vive en situación de pobreza. Respecto de la población afrolatinoamericana, en Brasil (que concentra alrededor de la mitad de la población afrolatina de la región) en 1990 el promedio de ingresos de los hombres negros y mestizos eran, respectivamente, 63% y 68% de los ingresos de los blancos. El mismo patrón de inequidad se repite para las mujeres negras y mestizas, presentando un promedio de ingresos correspondiente a un 68% de las blancas.11 8 Schutter, Martine, “Problemática de población y desarrollo en pueblos indígenas”, en CELADE et al. Estudios Sociodemográficos de pueblos indígenas, publicación de CELADE, (LC/DEM/G.146, serie E Nº40), Santiago de Chile, 1994.. 9 Enríquez, Federico, en Revista Epoca, 23 de marzo de 1998, http://www.indigena.org/epoca.html. 10 11 Reuters, 16-8-2000. Tomado de Bello y Rangel, op. cit. 5 Cuadro 1 La pobreza indígena en América Latina, 1993-94 (porcentaje de la población por debajo de la línea de pobreza) Países Indígenas No indígenas 48.1 64.3 Bolivia 53.9 86.6 Guatemala 17.9 80.6 México 49.7 79.0 Perú Fuente: G. Psacharopoulos y H.A. Patrinos, “Los pueblos indígenas y la pobreza en América Latina: un análisis empírico”, Estudios sociodemográficos en pueblos indígenas, Serie E, No. 40 (LC/DEM/G.146), Santiago de Chile División de Población, Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía (CELADE), 1994. Citado por Bello y Rangel, op. cit. Por todo lo anterior, uno de los flancos de vulnerabilidad histórica que es necesario revertir en América Latina y el Caribe es el de la marginación de grupos étnicos, tanto respecto del progreso como respecto de sí mismos. Esto requiere del reconocimiento y valoración de la diversidad cultural, vale decir, de la superación de toda idea de homogeneización cultural, de dominación o de superioridad de una cultura en relación a otras, y de exclusión asociada a ello. Es necesario, pues, sustraer todo fundamento y legitimidad a las fuentes históricas de desigualdades y exclusiones por razones de raza, etnia o nacionalidad. La región enfrenta aquí un doble movimiento. Por un lado, la revalorización de las identidades y el avance acelerado hacia la constitución de Estados pluriétnicos y multiculturales, situación en muchos casos sancionada legalmente por las Constituciones y cuerpos legales de un importante número de países de la región. Por otro lado, la persistencia del estigma de la negación del otro que se expresa en los temores y desprecios cotidianos hacia ese otro que puede ser distinto por su procedencia étnica, racial o nacional. El desprecio al “cholo” en el Perú, al haitiano en República Dominicana o el nicaragüense en Costa Rica, al indio o al “pelado” en México, al peruano en Chile y boliviano en Argentina, son resistencias con las que hay trabajar tanto desde la perspectiva institucional como cultural. Los grupos indígenas y, en alguna medida, los afrolatinoamericanos, plantean un desafío adicional ya señalado: cómo compatibilizar la libre autodeterminación cultural de los sujetos con políticas que hagan efectivos los derechos de “tercera generación”, reduciendo la brecha de ingresos, de patrimonios, de adscripción y de acceso al conocimiento. Para universalizar la titularidad de derechos económicos, sociales y culturales, es necesario conciliar la no-discriminación en el campo cultural con el reparto social frente a las desigualdades. Esto incluye a su vez políticas de acción afirmativa o discriminación positiva frente a minorías étnicas, y también frente a otros colectivos socioeconómicos, culturales, etarios y/o de género. 6 3. Vulnerabilidades y fantasmas: seguridad ciudadana y drogas12 La vulnerabilidad es una realidad y un fantasma. El cambio social acelerado y las incertidumbres y precariedades que va generando el nuevo patrón de globalización, exacerba tanto la realidad como el fantasma. Se dice que vivimos una postmodernidad con pérdida de asidero valórico, debilitamiento de certezas y dificultades mayores de los sujetos para dar sentido a la propia experiencia. Y también se dice que vivimos un tipo de globalización mediática donde nada perdura, todo lo sólido se desvanece en el aire, y las personas quedan expuestas a un vaivén disolvente de información, imágenes, iconos, símbolos y noticias que pueblan y repueblan la subjetividad sin tregua ni dirección clara. Por último, la globalización financiera nos expone a fuerzas que no conocemos y que escapan completamente a nuestro control, mientras la transformación de las estructuras productivas amenaza con dejar gran parte de la población fuera del carro de la historia, a la vera del camino y sin protección. Así, crece la realidad y crece el fantasma de la vulnerabilidad. Entre estos fantasmas de la vulnerabilidad, dos gozan hoy de excelente salud en la metrópoli latinoamericana: la droga y la violencia. Ambas son percibidas por la ciudadanía como fuerzas descontroladas, ubicuas y penetrantes, que socavan la familia, el barrio y la sociedad. Ambas figuran en las encuestas de opinión como tópicos de mayor preocupación por parte de la gente. Ambas canalizan, tal vez, la sensación de vulnerabilidad cuyo origen suele estar en otra parte: la inestabilidad laboral, la pérdida de ideologías de referencias, la incertidumbre frente al futuro. Probablemente, droga y violencia operan aquí como objetos transferenciales, cargados desde otros temores, chivos expiatorios de la perplejidad o vulnerabilidad epocal. En este sentido operan como fantasmas. Razones no faltan, dado que América Latina es la región con mayor ritmo de expansión urbana en el mundo, y con dinámicas que fácilmente se asocian al incremento tanto del abuso de drogas como del uso de la violencia: la peor distribución del ingreso del planeta que no parece remontarse ni siquiera con los años de reactivación económica durante la década de los 90; una población joven que en su mayoría se siente excluida de la política y el empleo, y para quien los canales de movilidad social son hoy más inciertos que nunca; la brecha creciente entre mayor consumo de imágenes y menor consumo de bienes palpables, vale decir, cada vez más manos vacías con ojos colmados de productos publicitados; y un creciente “desarraigo existencial”, compuesto por cambios de valores y territorios, y por la precariedad del empleo, todo lo cual lleva a vivir con menos piso y menos futuro. Uno podría estar tentado de ver en los elementos recién consignados la combinación letal para pronosticar una epidemia de la droga y de la violencia. La primera, porque la droga puede parecer un sucedáneo a la mano para olvidarse de la exclusión, vivir la ilusión en que lo simbólico se confunde con lo material, compensar la falta de movilidad social o real con mucha movilidad dentro de la propia cabeza, convertir el desarraigo existencial en ligereza para viajar vía porro o bazuco. La segunda, porque la violencia se nutre de la marginalidad urbana, de brechas viscosas entre estratos sociales del desempleo, de la frustración por no acceder a bienes y servicios que se promocionan en todas las pantallas y escaparates, y de una corrupción política y económica que difunde en el tejido social la idea que de que “todos roban” y por tanto el que no llora no mama y el que no afana es un gil. 12 Este apartado se nutre de dos trabajos inéditos del mismo autor: "Integración sociocultural en América Latina: viejos y nuevos problemas"; y "Droga y violencia: fantasmas de la nueva metrópoli latinoamericana". 7 3.1 Las drogas ¿ Porqué la droga figura hoy entre los problemas de mayor preocupación ciudadana en muchos países de América Latina? ¿ Qué hace, por ejemplo, que la gente manifieste mayor preocupación, ansiedad y temor por el consumo de drogas de los jóvenes que por sistemas colapsados de seguridad social o de atención en los hospitales públicos, falta de infraestructura en las viviendas y en los vecindarios, segmentación en la calidad de la educación o problemas asociados a enfermedades catastróficas? Una encuesta realizada hace casi cinco años en ocho países de la región mostró que en tres de ellos (Brasil, Chile y Perú) el problema de la droga era considerado por la gente más prioritario que la delincuencia, la corrupción o la violencia política.13 Por otra parte, la misma encuesta revela, para los casos de ocho países de América Latina, que en todos ellos –salvo Perú- más del 75% de la población considera que la drogadicción ha aumentado mucho en los últimos años. Venezuela y Chile son los países con más altos porcentajes (91 y 89% respectivamente), seguidos por Uruguay (85%), Paraguay (84%) y Argentina (82%).14 Resulta sugerente esta percepción tan generalizada respecto de un eventual aumento brusco de la “drogadicción”. ¿Responde esta percepción a un proceso efectivo? ¿ Es tal el aumento de la drogadicción como para explicar este juicio categórico de la ciudadanía? Cabe advertir aquí que el consumo de drogas ilícitas en América Latina es muy inferior al del alcohol y el tabaco,15 aunque estos últimos no son tema de debate ni de noticia. El consumo potencialmente problemático de drogas ilícitas en ningún país considerado alcanza al 1% de la población, en contraste con el 25 a 46% para el caso de bebidas alcohólicas. La proporción de personas que consumen drogas ilícitas dentro del último mes en relación al total de personas que consumieron alguna vez en la vida, también es bajísima, contrariamente al prejuicio difundido de que la droga “basta probarla para engancharse”. Por el contrario, la tasa de persistencia es muchísimo mayor en el alcohol y el tabaco. Llama la atención, pues, que para la población general el consumo de drogas constituye una amenaza mucho mayor a la del alcohol y el tabaco. En Chile, por ejemplo, el problema de las drogas está entre los que más preocupan a la gente. Diez de cada cien personas entrevistadas en la encuesta Latinobarómetro de 1995 colocaron el problema de la droga en el país como el más importante, por encima de otros más estructurales y masivos como la educación, la vivienda y las oportunidades para los jóvenes, y casi al mismo nivel de la salud y muy por encima de los problemas políticos. Sin embargo, las encuestas respecto del consumo de drogas en Chile muestran una situación mas matizada16 : en 1998, el uso frecuente de drogas “duras” como la pasta base y el cloridrato de cocaína alcanzaóa una población inferior a los 10.000 habitantes, menos del 0.07% de la población total. De estos, no sabemos qué porcentaje es consumidor problemático o compulsivo, con riesgos y daños para su salud, su productividad y su entorno afectivo. En el caso de la marihuana, menos del 0.3% de la población reconoce un uso frecuente, y dadas las características del consumo de marihuana (principalmente festiva y recreacional), lo más probable es que un porcentaje muy bajo de esos 40.103 tengan problemas o costos personales derivados del uso de la droga. 13 Ver “Latinobarómetro1995: opiniones y actitudes de los ciudadanos sobre la realidad económica y social”, CEPAL, LC/R. 1750, Santiago, 1997. 14 Ibíd., pp. 27-28. 15 Tal como se muestra en el Informe O.P.S., "Las condiciones de salud en las Américas, Vol. I y II, 1998. 16 Basado en CONACE, Tercer Estudio Nacional de Consumo de Drogas en Chile, 1998, Santiago, abril 1999. 8 Al contrastar las encuestas de opinión sobre problemas percibidos por la sociedad, con el uso frecuente y potencialmente de drogas en la población, puede deducirse un desajuste entre la percepción de un problema y la magnitud del mismo. Este es el punto en el que cabe introducir una nueva noción de fantasma, a saber, la brecha entre percepción social y magnitud social de un problema. La droga es un fantasma en la medida que su incidencia estadística no guarda proporción con su resonancia simbólica. Hay algo de signo, de señal y de síntoma en la droga, o más bien en la proyección significante que la sociedad hace sobre la sustancia-droga, que hace que su impacto desborde ampliamente su efecto o su daño “medible”. A manera de conjetura, y sólo como tal, quisiera sugerir que la droga activa fantasmas de vulnerabilidad cuyo asidero real se encuentra, con mucho mayor fuerza y masividad, en otros ámbitos de la vida social. Dicho de otro modo, lo propio del fantasma, en este caso, es su condición de “punta de iceberg”, porque la aprehensión frente al consumo de drogas revela temores y vulnerabilidades respecto de dinámicas societales que trascienden largamente la droga misma, pero que a la vez se condensan imaginariamente en el uso de drogas. La droga encarna estos temores o transferencias de vulnerabilidad por rasgos propios que la hacen proclive a este mecanismo: la falta de control y el desborde propios de la ingesta de drogas; la dependencia a un elemento externo que se introduce en el organismo y lo socava; el hecho de que las drogas se han difundido recientemente con la globalización y que su oferta aumentó junto a los nuevos cambios económicos, sociales y culturales; la relación del consumo de drogas con la negación o el cierre del futuro (quien consume drogas ya no piensa en el futuro, no pondera consecuencias); la economía del microtráfico de la droga como síntoma de desintegración social y falta de oportunidades en la economía legal; el abuso de drogas como reflejo del debilitamiento de valores y normas orientadoras para la vida. Las metáforas, analogías, y causalidades efectivas o imaginadas son, en este sentido, inagotables. Por eso el fantasma, pero por eso también la realidad de las drogas. 9 3.2 Violencia y seguridad ciudadana Comparaciones internacionales —realizadas a inicios de los noventa— ubican a la región de América Latina y el Caribe como una de las más violentas del mundo, con tasas promedio cercanas a 20 homicidios por cien mil habitantes.17 Más recientemente en 1995, un estudio de caso para seis países de la región (Brasil, Colombia, El Salvador, México, Perú y Venezuela) calculó una tasa de 30 por cien mil habitantes.18 Las tasas de homicidios en el período comprendido entre 1984 y 1995 han aumentado en la mayoría de los países de la región. En algunos países el aumento ha sido muy intensivo: Colombia triplicó y Venezuela duplicó su tasa en dicho lapso. Hay ciudades donde la violencia es de larga data, como Bogotá, Medellin, Caracas o Río. En el Cono Sur apareció la violencia e inseguridad urbana como una novedad sin precedentes, sobre todo en Buenos Aires en los 90, y en menor medida en Santiago. En ciudades como Caracas o Ciudad de México, la violencia pareció multiplicarse tras la debacle económica y los grandes golpes de estado económicos: el Caracazo en el 89, el Tequilazo algunos años más tarde. Y cuando la violencia se multiplica, viene para quedarse. La violencia no es un fenómeno aislado, sino que refleja y a la vez refuerza dinámicas de desarrollo con altos niveles de exclusión sociocultural. De allí que las demandas de seguridad ciudadana no sean sólo una respuesta de la gente al incremento de la violencia en las ciudades latinoamericanas, sino también una preocupación difundida frente a situaciones estructurales que generan mayor marginalidad, descomposición social y pérdida de normas básicas de convivencia comunitaria. El aumento de la violencia y de la preocupación por la seguridad ciudadana tiene, en este sentido, doble relación con la vulnerabilidad: de una parte genera en la población una sensación de amenaza a la integridad física o de la propiedad; de otra parte la violencia delictiva es muchas veces una estrategia de supervivencia de los propios grupos vulnerables ante la falta de alternativas para generar ingresos y superar carencias básicas. ¿Qué variables socioeconómicas pueden explicar el aumento de la violencia y la inseguridad ciudadana ? Una revisión de algunos datos para América Latina, permite afirmar al menos tres correlaciones.19 La primera, ya mencionada, es la brecha entre consumo material y consumo simbólico, o más bien su consecuencia: la mayor frustración de expectativas de una gran parte de la sociedad, que a través de los medios de comunicación de masas y la educación formal adquiere expectativas de consumo y movilidad social, pero que se frustran por la falta de acceso a mercados laborales e ingresos. La segunda es la correlación entre aumento de la violencia y del desempleo. Así, por ejemplo, Argentina ha padecido un incremento significativo de la violencia en los 90, mientras la tasa de desempleo en el país aumentó de 7.4 en 1990 a 17.5 en 1995 y 17.2 en 1996. En Colombia, la tasa de desempleo se ha mantenido casi todo el 17 Rodrigo Guerrero, “Violencia en las Américas, una amenaza a la integración social”, CEPAL,1998. Los datos que se exponen en este trabajo sobre aumento de la violencia en la región se basan en: Arriagada, Irma y Lorena Godoy: "Seguridad ciudadana y violencia en América Latina: diagnóstico y políticas en los años noventa", CEPAL, Serie Políticas Sociales No. 32, 1999. 18 J.L. Londoño, “Epidemiología económica de la violencia urbana”, , trabajo presentado a la Asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo, Cartagena de Indias, marzo de 1998, citado por Irma Arriagada y Lorena Godoy, op. Cit. 19 Basado en datos provistos por el Anuario Estadístico de la CEPAL correspondientes a 1999. 10 período 1970-1997 en los dos dígitos, y coincide con el aumento de la violencia urbana. En Venezuela ocurre lo mismo. Pero también hay casos donde las fluctuaciones en el desempleo no generan mayor violencia, como son los casos de Uruguay y Bolivia. Por otra parte, y esto es quizás más importante, cuando el desempleo aumenta sostenidamente y luego desciende, este descenso no va acompañado de una baja en la violencia urbana. La tercera correlación es entre el deterioro en la distribución del ingreso y el aumento en la violencia. Por un lado vemos que Argentina, Brasil y Venezuela, países donde sí se ha incrementado la violencia urbana, ha empeorado la distribución del ingreso. Mientras en Argentina el primer decil (más pobre) bajó su participación en los ingresos del 2.8 al 2.1% entre 1980 y 1997, el más rico subió de 30.9 a 35.8% en el mismo lapso. En Brasil, el país de peor distribución del ingreso en la región, el primer decil bajó de 1.3 a 1.1% su participación en los ingresos entre 1979 y 1996, mientras el decil más rico subió de 39.1 a 44.3% en el mismo lapso, y fue el único decil que subió su participación en los ingresos. Coincide esto con un período de aumento en la violencia urbana. En Venezuela, otro país de fuerte incremento en las tasas de homicidios durante las últimas dos décadas, el decil más pobre bajó su participación en los ingresos de 2.5% a 1.8% entre 1981 y 1997, y el más rico subió del 21.8 al 32.8% en el mismo lapso. Pero en Colombia el primer decil aumentó su participación de 0.9 a 1.4 entre 1980 y 1997, mientras el decil más alto bajó de 41.3 a 39.5% en el mismo lapso. Chile, con una mala distribución del ingreso, no alteró dicha estructura, y es un país con un nivel relativo de baja violencia urbana, aunque con incrementos entrre mediados de los ochenta y de los noventa. Uruguay, tal vez el país menos violento de la región, mejoró sensiblemente su estructura distributiva, que es claramente mejor que en todos los otros países de la región: el decil más pobre subió de 2.7 a 3.7 entre 1981 y 1997, y el más rico bajó de 31.2 a 25.8% en el mismo lapso. Panamá, que padeció también un incremento en la violencia urbana, vio concentrada la participación del decil superior de un 29.1 a un 37.3% entre 1979 y 1997. Bolivia, otro país con muy baja tasa de violencia relativa en la región, vio mejorar su distribución de ingresos: el decil más pobre subió de 0.7 a 1.6% entre 1989 y 1997, y en el mismo período el decil más rico bajó su participación de 38.2 a 37.0%. El aumento de la inseguridad ciudadana no sólo refleja problemas de desintegración social, sino que además refuerzan dicha desintegración: debilita lazos y sentimientos de pertenencia a la comunidad o la sociedad, y debilita también las normas de confianza y reciprocidad propias de una cultura cívica. Se generaliza un sentimiento de sospecha hacia los demás o los distintos, sobre todo si son jóvenes, varones y de bajos ingresos. Cambia el diseño urbano al proliferar los enrejados y los condominios y las actividades comerciales tienden a concentrarse en grandes centros (malls"), entre otras cosas porque allí están a resguardo de asaltos y accidentes. Y cuanto más crecen las rejas de protección, más patente el fantasma que emerge tras el conjuro a la amenaza. La vulnerabilidad se hace presente mudamente en los remedios que surgen para mitigarla. El fantasma de la violencia opera generalizando la segregación y estigmatización social. El joven, varón y de bajos ingresos encarna la posibilidad de una agresión o un robo. Padece el contagio de un fenómeno en el que está pasivamente involucrado por coincidencias socioeconómias, etarias y de género. El fantasma se revierte contra él en un juego de espejos donde su imagen individual se ve reproyectada como prototipo general. Si transgrede las fronteras invisibles del territorio de pertenencia, podrá ser requerido por la policía, impedido de ingresar en locales comerciales, o cuando menos electrizado por miradas que lo desnudan para ver tras su facha un cuerpo al acecho de una víctima (¿pero quién es aquí la víctima?). El fantasma generaliza, construye un arquetipo universal, no discrimina cuando discrimina. 11 De este modo la vulnerabilidad queda puesta en dos lados: en las potenciales víctimas de la violencia, pero también en los grupos estigmatizados como potencialmente violentos. Los primeros sintomatizan la vulnerabilidad cambiando itinerarios, recluyéndose en espacios privados, invirtiendo recursos en dispostivos de protección, conviviendo con una dosis más alta de temor en la vida cotidiana. Los segundos padecen la vulnerabilidad en la mirada social que los teme pero que, temiéndolos, los condena y confina. _____________ . _____________ Aquí se ha repensado el tema de la vulnerabilidad a partir de las asimetrías en la realización de derechos, la situación de minorías étnicas que padecen vulnerabilidades cruzadas, y los temas emergentes de la droga y la violencia en América Latina como nuevos y complejos campos de vulnerabilidad. Si bien la reflexión merece culminar con propuestas para enfrentar el problema, y sobre todo para enfrentar la especificidad del problema que ha querido puntualizarse en estas páginas, quisiera por el momento, y por razones de extensión, sólo terminar con una consideración general. No pueden establecerse causalidades simples que reduzcan los problemas de vulnerabilidad social al estancamiento económico, como tampoco se puede prescindir del crecimiento económico si se tiene como objetivo reducir la vulnerabilidad. Pero enfrentar la vulnerabilidad social exige algo más que crecimiento: recomponer de canales de movilidad social adecuados a las transformaciones en curso; democratizar fuentes de acceso al conocimiento, la información y la expresión, sobre todo en los nuevos medios interactivos; fortalecer el capital social y del tejido asociativo, sobre todo en los sectores excluidos, tanto para protegerlos de la marginalidad y la vulnerabilidad sociales, como para abrirles opciones de participación y ejercicio ciudadano; y constituir un ámbito público que reconozca y valore la diversidad y aliente el fortalecimiento de los actores más vulnerables de la sociedad civil. Ninguna de estas propuestas es original y sobre ellas se viene discutiendo largamente. Pero no por reiterativas pierden su urgencia. 12