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C U L T U R A El paradigma folclórico-esencialista: una lectura hegemónica en la investigación de la música del Caribe colombiano. Caso vallenato Abel Medina Sierra En el estudio y la divulgación de la música popular tradicional colombiana se ha arraigado un sesgo folclorizante muy notorio en la indagación y la producción escrita sobre las músicas nacionales o regionales cuyos aportes, si bien han sido básicos, han impedido una lectura densa, profunda, exegética y rigurosa que dé cuenta de nuestros modos de hacer música. Tal lectura esencialista campea sin recato en uno y otro investigador o autor (muy comúnmente llamados “folcloristas” precisamente por este sesgo) como mecanismo para defender, a ultranza, una nacionalidad y una identidad. El músico e investigador Carlos Miñana (2000: 37) nos presenta un panorama crítico al respecto: “Los proyectos folkloristas se ligan desde un comienzo a proyectos nacionalistas. En el folklore, en ese pasado idealizado, embalsamado y consagrado por la autoridad folklórica está la esencia de la identidad nacional. La cultura popular tradicional se “cosifica”, se “objetualiza” en el museo o en libro. La identidad está en “la” cumbia, pero no en cualquier cumbia, sino en “esa” cumbia que cumple con las condiciones y requisitos fijados por los folkloristas. (37) Como producto de lo anterior desde estos paradigmas se han agenciado “un proceso de uniformización de la cultura popular en todo el país, satanizando su creatividad, y condenando y negando su diversidad y su dinamismo” (38) Con especial énfasis, éste paradigma ha sido también hegemónico en lo que concierne al estudio sobre las mú- sicas del Caribe colombiano, para muchos, el gran reservorio “folclórico” del país. Lo que expresa Emmanuel Pichón Mora sobre la música vallenata bien se podría aplicar al resto de manifestaciones sonoras de esta región: “el paradigma folclórico (…) ha regido la lectura de la música popular tradicional, particularmente de la música vallenata (…) que, a juicio de muchos investigadores de la cultura, no ofrece respuestas satisfactorias a los complejos procesos culturales actuales” (2006: 33). Un paradigma que, según el mismo Pichón Mora, presenta lecturas nostálgicas, museográficas, rígidos esteticismos, generacioncentrismos (considerar que la música que hizo nuestra generación es mucho mejor a la de las nuevas), considerando las identidades como estáticas y ahistóricas, lo que parece haber sido la escuela de la mayoría de investigadores efectivos y sedicentes o de quienes se han dedicado a divulgar artículos y libros sobre esta música popular. Este mismo paradigma canónico de tradicionalismo folclórico contagia a las instituciones de promoción e investigación (festivales, escuelas, medios y hasta intelectuales). La gran mayoría de los investigadores y los denominados “folcloristas” que han dado cuenta de la música vallenata a través de sus publicaciones, han hecho un acercamiento vallenato más desde la perspectiva émica (o de insider, el músico o folclorista que investiga lo que produce) que ética (outsider, quien investiga desde fuera). Se ha privilegiado poco la música como producto, AGUAITA V E I N T I C I N C O / D I C I E M B R E 2013 115 en cambio, se ha hecho énfasis en las líricas (letras), en el perfil biográfico y la anécdota simplista, sin entrar en la explicación y la interpretación. Además, ha predominado una perspectiva diacrónica parcial, pues parece que la música vallenata se hubiese detenido en la época de Luis Enrique Martínez o Alejo Durán (es muy raro encontrar, incluso, estudios sobre la obra o el periodo de los Hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Diomedes Díaz o El Binomio de Oro, pese a más de 30 años de trayectoria artística). El origen de este paradigma folclórico tiene claros antecedentes en el romanticismo europeo, cuya perspectiva asocia lo popular con lo auténtico, de tal forma que lo popular no tendría otro estatuto que lo puro o lo degradado, de lo puro en constante peligro de contaminación, de lo genuino, que sólo puede conservarse protegiéndolo, separándolo, aislándolo. “Réplica mimética a esa idea de lo popular es la negación ilustrada a ver en lo popular la más mínima posibilidad de verdadera cultura” (Barbero: 137) El background ideológico romántico de este paradigma nos habla en tono nostálgico, a veces apocalíptico, de identidad, continuidad, creatividad y comunidad. Se parte de la premisa irrenunciable según la cual tales músicas son estáticas, esenciales, y que sus instrumentos representan la esencia incambiable del alma de una nación o región; en consecuencia, estas músicas serían también puras, “de inmaculada concepción” diría el etnomusicólogo español Ramón Pelinski (1997) para quien los discursos nostálgicos y esencialistas sobre la pureza de estilos olvidan que, más allá de su arraigo en un determinado contexto cultural y geográfico, las músicas tradicionales poseen una historia constantemente reinterpretada y adaptada a las exigencias de cada época, exigencias que están en relación coyuntural con los cambios ideológicos, demográficos, mediáticos, económicos, etc.. Uno de los supuestos románticos que alimenta el paradigma esencialista, especialmente en el Caribe colombiano, es el filo-indigenismo. Desde esta mirada sesgada denunciada por Jesús Martín Barbero, se identifica lo indígena con lo propio y esto, a su vez, con lo primitivo. En este movimiento lo indígena es convertido en lo irreconciliable con la modernidad, en lo privado de existencia positiva hoy. “Pensarlo en la dinámica histórica es pensarlo ya en el mestizaje y la impureza de las relaciones entre etnia y clase, en las relaciones de dominación y complicidad. Esto le niega una existencia capaz de desarrollo”. (2003: 137-8). Representantes de estas tendencias son Tomás Darío Gutiérrez, quien en su obra Cultura 116 AGUAITA V E I N T I C I N C O / D I C I E M B R E 2 0 1 3 vallenata: Origen, teoría y prueba (1992) trata de demostrar que la música vallenata se origina exclusivamente en los asentamientos indígenas chimilas, y José Benito Barros quien sostuvo que la cumbia era un baile ritual indígena como se atribuye al porro igual sustrato. Egberto Bermúdez en su ensayo “Detrás de la música: El vallenato y sus tradiciones canónicas escritas y mediáticas” (2006) se ha pronunciado en contra de este filo-indigenismo de los “guardianes del canon” al afirmar que el determinismo biológico permea el discurso sobre el vallenato: “El canon del vallenato se formuló en términos raciales y con mayor o menor presencia de los determinismos (…) y sus correspondientes estereotipos”, para luego rematar sosteniendo que el filo-indigenismo ha sido uno de los aspectos sobresalientes del “regionalismo vallenato” y una constante en la interpretación de la cultura campesina de la región. (Ibid). Respecto de este prurito de anclar las expresiones culturales en el pasado, el prestigioso investigador brasilero Renato Ortiz (1989) sostiene que “de la misma manera que los románticos, los folcloristas vuelven al pasado y procuran aprenderlo como tradición. El elemento salvaje encierra por tanto, una dimensión de positividad que permite que las tradiciones populares sean consideradas como piedras preciosas, cuyo valor escapa a aquéllos que las poseen. Los anticuarios tenían un afán coleccionador, los folcloristas, con el apoyo del método científico crean los museos de las tradiciones populares”. En el mismo sentido, Miñana precisa: “Una constante entre los folkloristas, a pesar de las diferencias, es su concepción apocalíptica de la cultura popular frente a la modernización de la sociedad: se están acabando las tradiciones bajo la locomotora implacable del progreso; por eso hay que recogerlas, fotografiarlas, filmarlas y grabarlas. La cultura popular tradicional no es actual, es una “supervivencia” del pasado, una especie de fósil viviente que hay que proteger y exhibir en esos “zoológicos culturales” que son los festivales folklóricos, los museos y los centros de documentación” (2000: 37). Ligada a la recolección- conservación está la clasificación, la taxonomía como producto final o síntesis, y como esfuerzo por superar la descripción anecdótica. Pero, ¿cuáles son los riesgos de un sesgo investigativo y un ejercicio de escritura desde tal paradigma? La pluralidad de los asuntos tratados que influye en la profundidad, el autodidactismo, la falta de estatuto científico, el escaso rigor, el vacío metodológico son flaquezas atribuibles al folclor como disciplina. Pero lo más preocupante es su incapacidad para dar cuenta de los procesos en lugar de los productos, y explicar e interpretar las relaciones contextuales de la música o de la expresión folclórica que sea. “Al folclorista le interesa más perseguir una melodía olvidada, pieza faltante de su colección, que entender las prácticas musicales en sus transformaciones y en sus contextos socio-culturales, prefiere acumular y catalogar cuidadosamente la información, a arriesgar una interpretación” (Miñana: 37). Es que el mismo término “folclor” es confuso. Como folclor no solo se ha entendido una disciplina, sino que también la misma denominación se preserva para lo que sería el objeto de estudio de la misma y esto genera imprecisión e indefinición. Folclor se denomina a las tradiciones populares como también al área científica lo que para Renato Ortiz genera sospechas sobre su falta de metodología: “se puede indagar si detrás de esta equivalencia semántica no se encuentra la dificultad de una ciencia en distinguirse de su objeto pero es también de ella que los folcloristas sacan la ilusión de poder hacer ciencia simplemente recolectando material sin ninguna metodología pre-establecida. No habiendo diferencia entre ciencia y objeto no se justifica necesariamente una distinción entre teoría y análisis empírico” (Ibid). Precisamente lo que más se ha cuestionado sobre el folclor (o folclorología) en los círculos académicos es una explicitación de la metodología de recolección de datos. Se ha acuñado que el material debe ser recogido de “la boca del pueblo (se cita el caso de los hermanos Grimm tomado como punto de partida para cualquier tipo de investigación). La exigencia de establecer una metodología de trabajo es forzosa para el estatuto científico de esta disciplina, de manera que permita afrontar la visión negativista de los estudios folclóricos que vienen de las diversas Ciencias Sociales, “que tienden a ver los estudios del folclor como folclóricos. Dicho de otra forma, la sospecha reside en la incapacidad del folclor en hacerse reconocer como ciencia” (Ibid). Ante tales imprecisiones surgen posturas despectivas como las siguientes: “Esto significa que el folclorista está con los oídos atentos, para recolectar las preciosidades del saber popular. En este sentido la accidentalidad de la recolección de datos no es una contingencia sino una necesidad interna de la propia disciplina” (Ibid) Sobre el particular, Ortiz también nos remite al sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien establece un degradante parangón entre el folclor y la fotografía en cuanto son, a su juicio, un arte menor, que florece a la sombra de las ciencias legítimas como la sociología, la antropología y la historia. Según esta analogía: el folclorista actúa como un viajero que por estar distante de una realidad que se descubre delante de sus ojos, puede captarla a través de la cámara que registra y describe los fragmentos de las tradiciones populares. Es por esto por lo que la colección de datos puede prescindir de una metodología elaborada, toda vez que la veracidad del arte que profesa está contenida en el ojo que observa y anota los movimientos de la cultura popular. “Como la fotografía, el folclor vive la contradicción entre retratar la realidad o transformarse en un arte legítimo”. El viajero folclorista actúa de la misma manera; él admite la discontinuidad de la realidad social, que los hechos folclóricos son autónomos e independientes, no poseen ninguna función, y pueden ser retratados en su totalidad y en su aislamiento. Cuando se observan los temas tratados por los folcloristas, se puede entender cómo la materia folclórica está compuesta por una pluralidad de hechos que, difícilmente se relacionan entre sí. Nuestros folcloristas son expertos en recolectar datos, anécdotas, fechas, pero incapaces de insertarlo dentro de un contexto conceptual o un referente teórico o metodológico. La música vallenata, aunque parezca poco creíble, es la música más documentada del país. Alrededor de esta expresión se han producido más de un centenar de libros, artículos, monografías de grado, revistas y un sinnúmero de portales y blogs. Una valoración apenas dérmica de esta producción escrita nos revela, de entrada, el predominio del paradigma folclórico-esencialista con pocas y contadas excepciones. Desde los primeros registros etnográficos del vallenato se asomaba una intención de descripción folclórica entendible por el estadio de ruralidad, oralidad primaria y perfomance cara a cara de esta música. Los primeros textos descriptivos de Antonio Brugés Carmona (artículos de prensa publicados entre 1940 y 1950) y Gneco Rangel Pava (1948) ya vislumbraban una lectura folclorizante entendible para la época. El mismo paradigma impera en la obra de Consuelo Araújo Noguera (1973), fundadora de la “vallenatología”, en la que la autora reconoce que parte apenas de nociones para iniciar un corpus sistemático que dé cuenta de esta música. Muy pocas obras publicadas posteriormente, parten de campos disciplinares y referentes concretos: lecturas venidas desde el estructuralismo lingüístico (Memoria cultural en el vallenato, 1985 de Rito Llerena), mezcla de histo- AGUAITA V E I N T I C I N C O / D I C I E M B R E 2013 117 ria y folclorología (Cultura Vallenata: Origen, teoría y prueba, 1992 de Tomás Darío Gutiérrez), la semiolinguística (La canción vallenata como acto discursivo, 2005 de Julio Escamilla, Efraín Morales y Granfield Henry), la literatura y la narratología (El vallenato en su tinta, 2003 de Ismael Medina Lima), (La trasgresión del silencio: aproximaciones a la poética musical de Hernando Marín, 2004 y Narratología del vallenato, 2009 de Óscar Ariza Daza) y varios ensayos de Ariel Castillo Mier; la oralitura y literatura (Canción vallenata y tradición oral, 1996 de Consuelo Posada). Artículos y ensayos de Roger Bermúdez, María Eugenia Londoño y Egberto Bermúdez son las únicas lecturas desde la academia musicológica siendo Vallenato, tradición y comercio (2007) de Héctor González el único libro desde la musicología con referentes también de los estudios culturales. Emmanuel Pichón Mora, Jorge Nieves Oviedo, Marina Quintero y yo mismo, lo hemos intentado, desde los estudios culturales. Se conocen ensayos de investigadores foráneos desde los estudios culturales (Peter Wade, Jacques Gilard) y del colombo- español Jesús Martín Barbero. Aún no se conoce ninguna lectura de la música vallenata desde la etnomusicología, solo un artículo mío en el que sugiero esta disciplina y sus posibles aplicaciones en el campo de esta música (“La etnomusicología: Posibilidades científicas para la investigación del vallenato”. En: Revista del Festival de la Leyenda Vallenata. Valledupar, 2006) y prácticamente ninguna desde la antropología. Muchas de las producciones escritas tienen como tema la vida y obra de los músicos. Algunas obras se apropian de metodologías de la historia de vida como sendas publicaciones del valduparense Jaime Maestre Aponte sobre la vida de Colacho Mendoza y Leandro Díaz (El consagrado, 2010 y El cardenal guajiro, 2011). El filósofo Numas Armando Gil también nos ha presentado obras con esta intención: Adolfo Pacheco y su compadre Ramón: Mochuelos cantores de los montes de María la Alta, 2002 y Mochuelos de los Montes de María La Alta: Andrés Landeros, el clarín de la montaña, 2008. A través de géneros periodísticos como el reportaje, la crónica y el perfil también se ha mostrado la vida de estos músicos con obras de autores como Alberto Salcedo Ramos y Jaime García Usta (Diez juglares en su patio, 1994), Fausto Pérez Villareal (Alfredo Gutiérrez: La leyenda viva, 2001), Juan Gossaín, Gabriel García Márquez, Daniel Samper Pizano, Jaime De La Hoz Simancas, Ernesto Mc Causland, Heriberto Fiorillo (Emiliano Zuleta: La mejor vida que tuve, 2000 y Leandro: Cantar mi pena, 2000),Consuelo Araújo Noguera (Escalona: El hombre y el mito, 1988), 118 AGUAITA V E I N T I C I N C O / D I C I E M B R E 2 0 1 3 Luis Mendoza Sierra (Un muchacho llamado Diomedes, 1997 y La gota fría, 1999), Julio Oñate Martínez y yo (Seis cantores vallenatos y una identidad, 2004). En el conjunto de la producción escrita sobre la música vallenata se aprecia un claro protagonismo de investigadores que son sujetos partícipes de la actividad musical: Tomás Darío Gutiérrez es compositor; Ciro Quiroz, acordeonero y Julio Oñate Martínez acordeonero y compositor, Adolfo Pacheco cantante y compositor, Félix Carrillo Hinojosa, es compositor. Por su parte, Consuelo Araújo Noguera fue gestora y promotora del Festival de la Leyenda Vallenata y por su grado de participación en la música comparte con los anteriores una visión émica (desde dentro) de la música que estudia. Esto puede ser una ventaja en cuanto implica que conoce de cerca la música y sus protagonistas. Pero también puede tener el riesgo de la falta de una perspectiva más global, panorámica y objetiva de su objeto de estudio y esto influye en sus categorías de apreciación. Muy a pesar de haber aportado elementos para describir las distintas músicas del Caribe colombiano, muchas obras que fungen como “investigaciones” incurren en reduccionismos y esencialismos. Para el caso del vallenato este paradigma ha sido una regla disciplinar con pocas excepciones y con pronunciadas evidencias de la debilidad metodológica ya analizada en los estudios de tal catadura. Los textos más consultados y difundidos como referentes sobre la música vallenata han sido desarrollados desde una perspectiva folclorizante. Lo cierto es que estas obras fundaron un canon de verdades naturalizadas como absolutas, que se han propagado sin criticidad y que han adquirido visos de institucionalidad. Estas flaquezas que genera el folclorismo con que se estudia la música regional despiertan críticas, incluso despectivas, como las que usa Egberto Bermúdez (Op. cit) para quien los que se han dedicado a escribir sobre el vallenato son “científicos sociales aficionados” quienes han hecho que la teoría para justificar el canon se sostenga sobre “argumentos (…) que se han mantenido en el terreno de la pseudo- historia y de la ciencia social “amateur”. Para Bermúdez como para Jacques Gilard, esta corriente folclorizante es la responsable de ciertas “tradiciones inventadas” que se han convertido en verdades irrefutables sin el debido peso argumental: el origen indígena del vallenato (negando la presencia negra), su carácter narrativo, su esencia de música folclórica, el estatus de unas formas como auténticas (merengue, puya, son y paseo) y otras como espurias, entre otros mitos. A los investigadores de este paradigma, el enfoque “folclorizante” no les permite tomar distancia del objeto de investigación y terminan haciendo de su oficio una acérrima defensa de lo que ellos consideran “auténtico”. Son posturas románticas que tratan por todos los medios de “conservar y defender el folclor” y no ven otra estrategia que rechazar acríticamente todo lo nuevo o distinto. Si una de las características del folclor es su condición de anónimo, colectivo y tradicional, aceptar un nuevo ritmo cuyo creador tenga nombre propio es “traicionar” la autenticidad del género, así que muchos investigadores invisibilizan los géneros emergentes, los cambios organológicos, la adopción de canciones y arreglos extra-genéricos con un recurrente “eso no es vallenato”, “la cumbia de verdad no se toca así”. Muchos investigadores no han percibido el surgimiento de nuevas estéticas y defienden una condición presuntamente “pura” de la música que descalifica todo híbrido o fusión sin entender que, como bien lo asevera Ramón Pelinski: “estudiar la música hoy, es ocuparse de las mezclas›” (Ibid). Cualquier influencia externa se considera una amenaza, partiendo quizá de la consideración utópica de la existencia de alguna cultura completamente aislada y pura en el mundo. “Toda música, de una manera u otra es producto de la aculturación” expresó certeramente Robert Kauffman (Cfr. Martí I Pérez, 2004). Por su parte, Margaret Kartomi plantea que “hay una fuerte posibilidad que todas las músicas sea síntesis de más de una influencia cultural[…] si esto es así, será inútil y hasta carente de sentido hablar de música aculturada- como resultado de contacto- por un lado, y de no aculturada, por el otro. La síntesis es la no es la excepción, sino la regla. Conflicto y cambio hacen parte de la naturaleza de la realidad, incluso en sociedades atemporales y estáticas” (En: Cruces: 2001: 361). Esto deja sin piso los argumentos que parten de las premisas según las cuales existen dos categorías de música, una de línea tradicional, “pura” o “incontaminada”, por un lado, y una “aculturada” y “adulterada”, por el otro; lo que a su vez, implica que la primera es más valiosa que la segunda Pero es necesario considerar, que la concepción de tales músicas como folclóricas es la razón principal por la que el paradigma folclorizante sea asumido como el más pertinente para dar cuenta de las mismas. En el imaginario colectivo de quienes participan de la producción y disfrute de músicas como la vallenata, la cumbia, el porro, el fandango, está arraigada como verdad inapelable y absoluta la certeza de que son expresiones meramente folclóricas. Tras esa naturalización se enarbolan banderas y se construyen escudos de salvaguarda de la “autenticidad” y la “tradición” pues ese carácter vernacular la hace representativa y “típica” de una comunidad y toda alteración de sus componentes degrada el ideal de la cultura de la que es referente. “Hay que defender el folclor”, “el folclor se está acabando” son expresiones recurrentes que se escuchan a los investigadores, melómanos y muchos músicos de corte tradicionalista. Aquí se hace necesario apelar a referentes conceptuales que ayuden a moderar el paradigma canónico, folclorista y esencialista, que poco tolera el hibridismo y solo considera auténtico y revelador de identidad la música de generaciones anteriores. Para ello es preciso, inicialmente, enfatizar un aserto que comienza a cobrar importancia, pero que no es aceptado por muchos estudiosos: estas expresiones en su actual momento no son músicas folclóricas, sino músicas populares. A pesar que a veces presenta rasgos de un inicio de inspiración o raíz folclórica, desde el mismo momento en que los empresarios del sonido, las radiodifusoras de la Costa Caribe, de Medellín y Bogotá encontraron en esta música del Caribe colombiano un vitalismo que sirvió para tropicalizar el gusto musical nacional (hasta entonces andino), estas manifestaciones tomaron el tinte como música popular. Hoy tenemos que reconocer que estas músicas del Caribe colombiano son menos orales, transnacionales y no localizadas, cuyas creaciones no son anónimas, que dejaron de ser no institucionalizadas desde que la industria cultural, los medios, los festivales, las escuelas de formación deciden y participan en su producción, divulgación y consumo. Son músicas que actualmente se muestran más urbanas, masivas, ligeras, comercializables e híbridas, aunque siga ligadas, unas más que otras, a la tradición. Por esta razón, el debate sobre la necesidad de “defender el folclor” debe ser superado, porque expresiones como la música vallenata son de tipo popular tradicional y como tal están sujetas a circunstancias ajenas al territorio en el que nacieron y se inscriben en un universo pragmático amplio que las resemantizan. Atrincherarse, a ultranza, para una deleznable defensa, rescate y conservación de supuestas manifestaciones musicales inalteradas y puras, símbolos inequívocos de nuestras identidades nacionales, le ha impedido a muchos investigadores de la música tradicional costeña entender la pluralidad y la heterogeneidad de las producciones culturales, así como la diversidad de formas en que la población participa y resignifica la misma pluralidad de AGUAITA V E I N T I C I N C O / D I C I E M B R E 2013 119 las expresiones culturales. Esto impone, entonces, la necesidad abandonar los esquematismos dicotómicos para entender la diversidad y la multiculturalidad. Pero si buscamos intersticios para superar la dicotomía entre las posturas folcloristas y disciplinas de mayor rigor como la etnomusicología, la misma musicología o los estudios culturales es necesario entender que no todo lo que implica el estudio del folclor se debe degradar. A ellos debemos mucho como fuentes de información, muchos académicos se nutren de ellos para sostener con datos, evidencias y testimonios sus asertos. De ellos también se debería aprender su pasión por la descripción detallada de fenómenos musicales locales, la apropiación que hacen de la cultura musical de una comunidad, por la práctica y la experiencia directa y su disposición a prestar servicio a la comunidad, su producción textual y su intervención como ejecutantes en la práctica de la tradición musical o como animadores de la misma. Ellos conocen la música de primera mano, tienen categorías de apreciación más afinadas, están involucrados en la música, son capaces de reconstruir su historia y de desempolvar sus minucias y esto es una ventaja frente a los investigadores cuyas lecturas son externas (outsiders). Corresponde, por su parte, a los folcloristas alcanzar la dimensión de otras disciplinas y apropiarse de herramientas conceptuales, metodológicas y epistemológicas de disciplinas como la etnomusicología, los estudios culturales para así interpretar las relaciones entre estructura musical y cultura, “situar la música como cultura y la cultura como música en la vida cotidiana de la gente, e interpretar su significación tanto en el seno de la comunidad étnica, como en su circulación transétnica y transnacional” (Peliski: 1997), revelar los procesos y contextos del comportamiento musical, considerar la música contemporánea como objeto de estudio, mirar la música en sus instancias de relocalización. Conciliar los, aparentemente irreductibles, ámbitos de los estudios folcloristas y los académicos sí es posible si atendemos a las propuestas de Ramón Pelinski (1997) quien sugiere que los folcloristas deben avanzar en el camino de acreciento hacia la sistematicidad cumpliendo con los siguientes requerimientos: “Si concebimos el folclor como una disciplina crítica, que desclasifica, como innecesarias y simplistas, las oposiciones entre “popular” y “culto”, oral y escrito; que estudia los cambios que la modernidad ha provocado en las tradiciones rurales; que acepta la “simultaneidad de todo con todo” como una posible disolución de los estilos aparentemente unitarios 120 AGUAITA V E I N T I C I N C O / D I C I E M B R E 2 0 1 3 de las comunidades rurales en un proceso de “hibridación generalizada”. También apela a García Canclini (1992) para sugerir que los folcloristas admitan una nueva perspectiva en el análisis de músicas étnicas, masivas e híbridas en las “seis refutaciones” siguientes, esto es: 1. El desarrollo moderno no suprime las culturas populares, sino que más bien las fomenta, sea integrando elementos modernos en las músicas tradicionales, sea adaptándolas al mundo contemporáneo. 2. Las culturas campesinas y tradicionales ya no representan la parte mayoritaria de la cultura popular: la creciente urbanización ha transferido a la ciudad tradiciones rurales, cuya conservación está fomentada por las redes familiares que los campesinos migrantes mantienen con su pueblo natal. No hay migraciones sin redes familiares transterritoriales o transcomarcales. 3. Lo popular no se concentra en los objetos: esto es, que las canciones y piezas musicales, tan codiciadas por los folcloristas para confeccionar cancioneros, no son más que simple sustento sonoro de experiencias, procesos o interacciones culturales que les dan sentido. 4. Lo popular no es monopolio de los sectores populares: puesto que hoy las músicas y danzas tradicionales se mantienen gracias a una red compleja y heterogénea de agentes sociales, que provienen de la política, de la industria, de los medios de comunicación masiva, de las asociaciones festivas 5. “lo popular no es vivido por los sujetos populares como complacencia melancólica con las tradiciones. Por el contrario, muchas veces los campesinos “aguantan la tradición” 6. La preservación pura de las tradiciones musicales no es siempre el mejor recurso popular para reproducirse y reelaborar su sustitución. Lo que hoy “funciona” en el plano político, social y cultural, son las tradiciones versátilmente modernizadas o reinventadas que son capaces de atraer al público. Terminamos concluyendo con la tesis de Pelinski según la cual: “si estas “refutaciones” fueran aceptadas por los estudiosos del folclor musical, y si, en fin, los folcloristas consideraran el pasado musical como algo “ligado a la modernidad, al mestizaje y a la complejidad del mundo urbano” (Martín-Barbero 1987), entonces, la convergencia entre folcloristas y etnomusicólogos podría resultar en una “unión feliz...” Referencias Bermúdez, Egberto (2006). Detrás de la música: El vallenato y sus “tradiciones canónicas” escritas y mediáticas. En: El Caribe en la nación colombiana. Bogotá: Museo Nacional de Colombia-Observatorio del Caribe colombiano. Cruces, Francisco (2001). Las Culturas Musicales. Madrid: Trotta. García Canclini, Néstor (2007). “No folklórico ni masivo ¿Qué es lo popular?” En: Revista virtual Aquileana. Wordpress. com. Rangel Pava, Gneco (1948). Aires guamaelenses. Bogotá: El autor. Gutiérrez, Tomás Darío (1992). Cultura vallenata: Origen, teoría y prueba. Bogotá: Plaza y Janés. Martí I Pérez, Josep (2004, diciembre). “Transculturación, globalización y músicas de hoy”. En: Revista Trans. No 8. Martín Barbero, Jesús (2003). De los medios a las mediaciones. (5 ed.) Bogotá: Convenio Andrés Bello. ________(2003). Oficio de cartógrafo. Bogotá: Fondo de Cultura Económica. Miñana, Carlos (2000). “Entre el folklore y la etnomusicología”. En: Revista A Contratiempo. No 11; 37-49. Ortiz, Renato (1989). “Notas históricas sobre el concepto de cultura popular”. En: Diálogos de la comunicación, ISSN 1813-9248, Nº. 23. Pelinski, Ramón (1997, mayo). Dicotomías y sus descontentos: Algunas condiciones para el estudio del folclor musical. III Congreso de la Sociedad Española de Musicología, Madrid. AGUAITA V E I N T I C I N C O / D I C I E M B R E 2013 121