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¿
En base a un texto de Bernard Sesboüé
A esta pregunta podemos responder: CONVIRTIÉNDONOS. En la cruz Cristo nos salva
dándonos testimonio de un amor que es el único que puede convertirnos. Porque
nuestra redención no es algo que tenga lugar entre Jesús y su Padre. Tiene lugar entre
Jesús y su Padre por un lado, y notros por otro. El Padre envía a su Hijo para salvarnos. Él
viene a compartir nuestra vida, a anunciarnos el reino de Dios, es decir, la misericordia de
Dios con todos los pecadores. Se sienta a la mesa con los pecadores. Se invita a casa de
Zaqueo. Se deja tocar en casa de Simón por la pecadora pública. Cura a los enfermos.
¿Qué es lo que busca? Simplemente convertirnos: «Arrepentíos y creed el evangelio» (Mc
1,15). Porque Jesús no quiere salvarnos sin nosotros. Viene en cierto modo a «implorar»
nuestra conversión a la fe y al evangelio. Pero esta conversión pasa por el uso de nuestra
libertad. Ante esta propuesta, siempre somos libres de decir sí o no.
Pero, ¿qué es lo que vemos? Después de un momento de entusiasmo, los que habían
escuchado la predicación de Jesús se alejan. Surge el conflicto con las autoridades
religiosas y el pueblo. Puesto que su mensaje de amor y de perdón, de justicia y de verdad,
no convence, va a echar sobre el todo el peso de su existencia y de su vida. Jesús será
mártir de su misión de conversión. Tenía que llegar hasta ahí para cambiar nuestro
corazón y hacernos tomar conciencia de nuestro pecado
Desde lo alto de la cruz nos invoca, nos suplica incluso que nos convirtamos al amor.
La «conversión» de Dios a nosotros hasta la muerte nos invita a convertirnos a el y nos da
la posibilidad de responder a este amor con nuestro amor. El ejemplo que nos da es más
que un ejemplo; es un don, una gracia. Se puede retomar aquí la imagen de la adopción.
Una pareja que adopta a un niño le ofrece un nuevo don de vida, porque ha «encontrado
gracia» a sus ojos. De este modo le muestran su amor. Le ofrecen así la posibilidad de
responder a su vez al amor de sus nuevos padres interiorizando este mismo amor. Pero
todo depende también de su aceptación o su rechazo: el injerto familiar puede agarrar o
no. ¿No ocurre lo mismo con el gesto de Cristo, que no es el ofrecimiento solo de una
reconciliación, sino también de una adopción divina?
En nuestra época se niega la noción misma de pecado. Para algunos jóvenes es incluso un
absurdo o un maleficio del que es responsable la civilización judeocristiana. Esta actitud no
es sorprendente, puesto que el sentido del pecado y el sentido de Dios van unidos.
Reflexionemos un instante.
Un hombre escucha la voz de su conciencia. Comprende que algunos de los actos y de las
actitudes de su vida son reproches vivos que él se hace a sí mismo. Tiene vergüenza de
haber cometido ciertas acciones y las oculta: mentiras, manejos y traiciones en la lucha
por la vida, infidelidades, ambiciones, violencia, etc. Son faltas que empañan la imagen
que tiene de sí mismo. Pero ese sentido moral puede irse atrofiando con el tiempo, por el
mismo hecho de acostumbrarse a vivir así. Se puede esperar que un día u otro sufra un
choque revelador que le haga cambiar su manera de vivir.
Tener sentido de la culpa es necesario para todo hombre. Pero el sentido de la culpa no es
todavía el sentido del pecado. Cuando uno considera sus faltas, examina qué hace en
primer lugar con relación a uno mismo, y eventualmente también con relación a los
demás. El sentido del pecado aparece cuando uno comprende que su falta afecta
realmente a Dios y que esta perjudica más a los otros que a uno mismo. Es entonces
cuando se ve el pecado como transgresión del doble mandamiento del amor: amar a Dios
de todo corazón y a los demás como a uno mismo.
Nótese que la fe cristiana no empieza acusando al hombre de su pecado. El pecado solo
está presente en el credo en la , forma del «perdón de los pecados». Es el perdón el que
revela el pecado a través de la imagen de Cristo en la cruz. Cuando uno se convierte
descubre la gravedad de sus pecados personales y se aparta de ellos. Por eso los santos se
consideraron siempre los mayores pecadores de la humanidad.
La belleza del amor es capaz de convertir
Ya evocamos a propósito del mal la belleza del amor. Es menester volver sobre ello,
porque es el medio escogido por Jesús para invitarnos a la conversión. Lo que nos
conmueve en la muerte de Jesús es esa belleza del amor que va hasta la muerte. De la
vinculación entre el amor y la muerte, como de dos electrodos entre los que se crea una
corriente eléctrica, brota la luz de la belleza o de la gloria de Dios. ¿Acaso no es esto lo
que la representación de la cruz ha tratado de hacer ver a lo largo de los años?
Por eso me atrevo a hablar de seducción. Sin duda el término «seducción» es ambiguo,
porque existe también la mala seducción, la de la mujer seducida» por ejemplo. El mismo
Jesús fue acusado de ser un seductor y un farsante. Pero tomemos este término en su
sentido positivo, en el que lo usa Jeremías cuando le dice a Dios: «Me has seducido, Señor,
y me he dejado seducir» (Jer 20,7). Somos seducidos por toda belleza autentica, y en la
cumbre de toda belleza esta el amor, que encierra en sí mismo su propia justificación. Si,
Dios ha venido a seducirnos Jesús nos seduce.
La seducción ante el amor pertenece al orden de la experiencia. Las explicaciones no le
añaden nada. Se puede sin duda comentar y analizar la Quinta Sinfonía de Beethoven o
Ya Gioconda de Leonardo da Vinci. Pero no se puede probar que esa pieza musical y ese
cuadro sean bellos. Es algo que depende de la riqueza interior de cada uno. Lo mismo
ocurre al pie de la cruz. Dios se dirige a nosotros como a hombres y mujeres que, además
de tener razón, tenemos corazón. Sabe que lo bello es también signo de lo verdadero.
Un amor que hace «ceder» al hombre. Cuando nos hacemos permeables a la prueba por el
amor, se produce en nosotros un shock. Todo vacila y algo «cede» o «se quiebra» en
nosotros. La idea, por lo demás, es bíblica, ya que Ia encierra la misma palabra
«contrición»: el salmo 50 habla de un corazón contrito y «quebrantado». La muerte de
Maximiliano Kolbe, nos mostró cómo el mismo miembro de las SS que acepto el
intercambio entre Maximiliano y el padre de familia sufrió de alguna manera este
«choque». Había sido tocado en lo más profundo de su corazón, cediendo a un
movimiento de conversión. Se había encontrado con la belleza del amor.
Estos
ejemplos
contemporáneos
son
como etapas intermedias
en la comprensión del
sentido de la cruz, que
nos ayudan a encontrar
de nuevo la frescura de
todo
el
peso
de
humanidad encerrado en
este acontecimiento, ante
el que corremos el riesgo de quedar embotados. Si la cruz de Cristo, con la intermediación
del ejemplo de todos los que han muerto como él, con él y por él, dando testimonio del
amor y la verdad, no nos dijera ya nada hoy ¿no tendríamos que lamentarnos de nuestra
suerte?
Por lo demás, todo ejemplo de una vida entregada por una causa justa -aunque sea fuera
del cristianismo- merece un soberano respeto y nos invita a la conversión; la conversión,
por ejemplo, de nuestro egoísmo en olvido de nosotros mismos. La cruz nos salva porque
nos convierte.