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LA ADMIRACIÓN Aprender a mirar con ojos asombrados ¡Lo asombroso no es que algún día el sol deje de salir! ¡Lo maravilloso es que sigue saliendo todos los días! Gilbert Chesterton La Catequesis es un largo proceso de penetración en el Misterio de Dios. Dios es evidente, es claro, es obvio. Por eso los niños y los pobres lo pueden entender. Pero es tanta su sencillez y evidencia, que se nos hace difícil verlo. Lo imaginamos, pero es más simple que lo que imaginamos; lo razonamos, pero Él escapa a todo razonamiento; lo buscamos con ideas, pero Él es más profundo que cualquiera de nuestras ideas; está presente en todo lo que existe, pero Él no es lo que existe, no es ni mi carro, ni mi dinero, ni mi pasatiempo... su existir es más auténtico. Si esto es así, ¿qué se necesita, entonces, para encontrar a Dios? Para encontrar a Dios sólo hace falta abrir los ojos y ver, pues Él está delante de nuestros ojos, y podemos verlo si aprendemos a ver con admiración y asombro. Para descubrir a Dios sólo es necesario ver; pero la mayoría de los seres humanos estamos ciegos y no podemos verlo. Todos los días delante de nuestros ojos pasa la vida. Las muertes violentas, el lamento de los pobres, la sonrisa de los pequeños, la esperanza de los humildes, la lucha de los hombres, el amor de las parejas, la lluvia que refresca la tierra, el despuntar del alba, el arco iris en el cielo, una tarde gris, el verde intenso de las montañas, el flujo de las olas en el mar, el canto del gorrión en la mañana, los arreboles del ocaso, la luna llena en mitad de la noche. Todo está ahí, delante de nuestros ojos. Toda esa vida habla de Alguien más. Habla del creador de la belleza, habla de aquél que quiere darnos paz y que hace posible el amor, habla de quien llena las profundidades del corazón, habla de Dios. La vida está ahí. Todo lo que vemos nos habla de Dios. Pero estamos ciegos. Aún con toda esa realidad delante de nosotros seguimos preguntando dónde está Dios...; somos como el pequeño pez que iba por el mar y que a cada criatura que encontraba a su paso le preguntaba desconcertado dónde estaba el océano, sin darse cuenta que todo lo que le rodeaba ya era el océano. En el fondo, el descubrimiento de Dios es un problema de mirada, un problema de admiración. Nos cuesta encontrar a Dios, porque nos cuesta mirar con profundidad. Nuestra mirada pasa demasiado rápido, penetra demasiado poco y casi nunca se deja conmover. Por eso a nuestra mirada le queda difícil ver a Dios. 1. UN CORAZÓN DE PIEDRA Una consecuencia de la falta de profundidad, o quizá la causa de ella, es la incapacidad de admiración, es ese dejar pasar las cosas sin estremecerse, sin asombrarse. Cuando me falta profundidad me voy acomodando; todo, aunque sea la realidad más dolorosa, me parece "normal". Para el superficial nada es nuevo, nada le impacta ni en su mirada ni en su corazón. La tristeza de un compañero o de una amiga, pasa desapercibida; los problemas de la casa, son una costumbre de todos los días; la realidad sexual que antes angustiaba, empieza a parecer normal y se sacan mis disculpas para mantenerla; la injusticia social y la violencia cotidiana, se van volviendo un dato frío que no cuestiona ni interpela; los problemas personales que antes dolían tanto, se van olvidando y se archivan en un rincón del corazón. Para los griegos el origen de la sabiduría era el (thaumathos), el asombro, la conmoción ante la contemplación del mundo. Para ellos, ese mundo aparentemente cotidiano y ordinario, era fascinante, era una fuente de preguntas, era un misterio trascendente. Nosotros en cambio pasamos por el mundo casi sin verlo. Delante de nuestros ojos el ocaso, las aves, el verde de la naturaleza, la grandeza de las montañas, la dulzura de un riachuelo, el vuelo de un colibrí; pero delante de los ojos de nuestro corazón nada, porque nuestra mirada no nos conmueve, porque ni el dolor que vemos ni la belleza que miramos, nos suelen estremecer. Tal vez por eso, la enfermedad del alma más común entre la gente de hoy, es el aburrimiento. Cuando soy superficial nada me afecta. Mi corazón se vuelve duro como una piedra, y se hace así incapaz de sentir el dolor del otro y el dolor propio; se vuelve incapaz de admirarse ante la belleza e incapaz de estremecerse ante el mundo. Puede pasar lo que sea a mi lado, nada sentiré, todo me parecerá normal, conocido, acostumbrado. Con torpeza creo que asombrosos serían los eventos raros y olvido que lo verdaderamente asombroso es lo cotidiano. Hay tres tipos de miradas que es necesario superar para poder ir descubriendo en la vida el paso de Dios. La mirada superficial: Es una mirada del "no pasa nada". Es la mirada que asumo cuando me desconecto del mundo y pareciera que viviera en otro lugar. Me olvido de los dolores de mi tierra, me olvido de las injusticias, me olvido de la realidad familiar que duele, me olvido incluso de mis angustias hondas, me olvido de la belleza que me rodea, incluso de las cosas bonitas que hay dentro de mi propio ser. Vivo al ritmo de mis diversiones y de mis ridículas preocupaciones (el baile, el programa, la salida, la nota del examen), como si todo un mundo no pujara a mi alrededor, como si mi realidad personal no gritara. Miro sin ver y así, virtualmente ciego nada veo de Dios, porque nada veo de mí mismo ni del mundo que me rodea. La mirada insensible: Es la mirada del "nada me afecta" es la mirada que asumo cuando veo el mundo, cuando percibo los dolores de los demás y los dolores propios, cuando veo el bello espectáculo de la naturaleza, de los valores de los demás, de las propias cualidades mías; pero nada me afecta en lo profundo, me vuelvo insensible e indiferente ante los demás, ante el mundo y ante mí mismo. No me conmuevo, no me estremezco, nada siento en verdad. La belleza no llena de alegría, los valores no llenan de esperanza, los dolores no duelen, las injusticias no penetran en mi ser y ni siquiera mis propios sufrimientos me afectan, pues me he autoanestesiado para no sentir nada. Miro sin sentir y así, nada siento de Dios, porque nada siento de mí mismo ni del mundo que me rodea. La mirada pragmática: Es la mirada del "eso me sirve, eso no me sirve". Es la mirada que asumo cuando veo el mundo con ojos utilitarios. Me interesan las cosas y las personas mientras me sirvan, mientras me sean útiles para mis intereses. Importa una mujer mientras me sea útil para satisfacer mis necesidades, importa el amigo mientras me comprenda y apoye, mientras responda a mis intereses; importa mi familia mientras me dé seguridad, importa el pobre mientras me haga sentir bien y comprometido; importa la naturaleza mientras se le pueda usar sin importar que el uso desordenado de ella termine destruyéndola. De esta manera nada ni nadie importa por sí mismo. La mirada utilitaria nada valora, a nadie ama, sólo usa y después de usar desecha. Al fin y al cabo termino no amando nada, no amando a nadie. Uso, utilizo, manipulo, pero mi mirar no desemboca en el amor. Así, miro sin amar, no pudiendo amar a Dios por ser incapaz de amarme a mí mismo, por ser incapaz de amar a los demás. Cuando estas miradas golpean mi vida, pierdo la capacidad de asombro. A esta incapacidad de admirarse de lo cotidiano la Biblia la llama tener un corazón de piedra. Cada vez que vivo y nada, ni la sonrisa, ni el llanto, ni el problema, ni la injusticia, ni la belleza me producen asombro, es porque mi corazón se está volviendo como una piedra de río, empapada por fuera, pero siempre seca por dentro. 2. EN LA MIRADA DEL EXTRANJERO Indudablemente la actitud más cómoda es la de no asombrarse, es la de no armarse problema por nada. Es la actitud más cómoda y la que menos me construye como persona. Si no me asombro del dolor de un amigo, no tengo que hablar con él para ver que le pasa; si no me asombro de los problemas que hay en mi familia, no tengo que hacer nada para intentar solucionarlos; si no me asombran mis problemas sexuales, no tengo que hacer ningún esfuerzo para procurar madurar; si no me asombran las fallas en un noviazgo, no tengo que cambiar actitudes; si no me asombran las injusticias, no tengo que comprometerme con los pobres; si no me asombran mis propios valores, no tengo que ponerlos en práctica; si no me asombran las cualidades de los demás, no tengo que valorarlos; si no me asombra la belleza de la naturaleza, no tengo que cuidarla. Lo más fácil es no admirarse de nada, lo más fácil es renunciar al asombro. Sin embargo, lo que pide el Señor es muy distinto. Él pide salir de la comodidad, salir de ese mundo donde estamos instalados e ir a otro lugar. Nos pide ser extranjeros. Muchas veces hemos visto extranjeros por la calle. Para ellos todo es nuevo, todo es llamativo. Ese parque que veo todos los días, esa estatua a la que no concedo ninguna importancia, ese edificio que me parece igual a muchos otros, ese paisaje verde al que ya me he acostumbrado, ese pordiosero igual a mil pordioseros más, todo eso es impactante a los ojos de los extranjeros. Mientras a mí nada me parece raro, al extranjero todo lo parece asombroso. Eso es lo que se me pide en la vida interior: ser como un EXTRANJERO, no acostumbrarme a nada, dejarme afectar por todo, notarlo todo, sentirlo todo, asombrarme de todo. Ser como un extranjero es superar la mirada superficial y ver el espectáculo del mundo, lo bello y lo doloroso; verme a mí mismo sin tapar lo que gime en mi interior. Ser como un extranjero es superar la mirada insensible y sentir la belleza y el horror de la realidad, dejarme cuestionar por el otro, dejarme impactar por lo que me pasa. Ser como un extranjero es superar la mirada pragmática, es mirar con amor, es no querer utilizar, sino querer amar. Para encontrar a Dios es necesario aprender a ADMIRAR, es necesario entrar en el ASOMBRO, y para crecer en admiración es necesario volverme un extranjero en mi propio mundo y en mi propia tierra, para poder mirar con ojos nuevos todo lo que me rodea. Con mis ojos de todos los días, con mi mirada acostumbrada a lo mismo, ya nada me maravilla, pues todo me parece ordinario, cotidiano, sabido, aprendido, asimilado. La belleza me la sé, los valores míos y los de los demás los supongo, los problemas de mi casa son una costumbre, mis fallas son cosa de todos los días, mis complejos son viejos conocidos, mis ideas llevo meses repitiéndolas, mis secretos llevo años ocultándolos. Todo me lo sé, nada me maravilla, por eso tengo que salir a buscar nuevas experiencias, nuevos lugares, nuevas emociones, nuevas diversiones, nuevos errores, nuevas aventuras, a ver si así algo me conmueve. En cambio, si me pusiera los ojos nuevos de un extranjero, me daría cuenta que lo verdaderamente conmovedor, que lo maravilloso, está en lo que soy y en lo que me rodea. Qué diría un extranjero de mi vida familiar? Se asombraría del amor que nos une, de la dedicación de mi mamá, del cariño que nos tenemos los hermanos? O, por el contrario, se quedaría admirado de la soledad que soportamos, de la forma tan brusca como nos tratamos, de la manera como nos desconocemos a pesar de vivir juntos? ¿Si un extranjero me descubriera con el lente asombrado de su cámara, qué vería en mí? Vería al muchacho ordinario que yo veo, o vería más bien los valores que yo no pongo en práctica o que creo no tener? ¿Vería la timidez que a mí tanto me duele, los errores que no me perdono, los secretos que escondo, o vería mi deseo de ser amado, mi necesidad de ser comprendido, mis ganas de ser feliz? ¿Qué vería un extranjero en mi forma de vivir, en mis amigos del barrio, en mis diversiones, en mi vida de colegio? Sólo hay algo seguro y es que con los ojos nuevos de un extranjero, todo se puede ver conmovedoramente, asombradamente. Con los ojos nuevos de un extranjero, el corazón vuelve a sentir. A veces la vida nos vuelve extranjeros por un momento. Y en ese pequeño momento crecemos y maduramos más que en muchos años. ¿Cuántos vivimos al lado de personas a las cuales nos acostumbramos de tal forma que hasta se nos va olvidando quererlas? Y, sin embargo, un buen día la vida nos separa de esas personas. Un accidente, una enfermedad, un viaje, una muerte, nos separa de esa persona que veíamos todos los días a nuestro lado, como un mueble al que ya estábamos acostumbrados. Y ante la ausencia temporal o permanente de esa persona, descubrimos maravillados que era grande, que era hermosa, que la amábamos, que la necesitábamos, que nos enseñaba mucho, que nos hace falta. Todo, porque con los ojos nuevos de un extranjero, el corazón vuelve a sentir. Claro está, mirar con ojos de extranjero no es fácil. Si me asombro y me admiro la vida dolerá un poco más, será un poco más seria, pedirá más compromiso y todo el mundo, los otros, el pobre, mi familia, Dios, todos exigirán de mí una respuesta. Pero ese es el camino del encuentro con Dios. Todo encuentro con Él parte de un salir de la propia tierra, de la propia comodidad y entrar en el asombro de una nueva vida. El que tiene ojos viejos, ojos de corazón inerte, no puede encontrar a Dios. Para hallar a Dios hay que tener ojos asombrados, ojos de corazón viviente, ojos que miren la maravilla que hay en los demás, que sientan el amor del alma, el dolor de dentro. Sólo así se presiente la presencia de Dios; sólo así se descubre su grandeza y, sólo así, se entiende que hace falta su amor, mucha, mucha falta. El Señor dijo a Abraham: Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre y vete a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, hará famoso tu nombre y servirá de bendición. Y Abraham marchó al extranjero, como lo había dicho el Señor+. (GÉNESIS 12, 1-2, 4a) 3. ENTRAR EN EL ASOMBRO: La Mirada de Jesús En el fondo, todo es un problema de mirada. En la mirada se descubre la profundidad de la persona. Hay miradas vacías, miradas de odio, miradas de deseo grosero, miradas que sólo quieren utilizar. Y hay miradas de ternura, miradas de inocencia, miradas llenas de amor, miradas que adivinan lo que escondemos en el alma, miradas que nos sonríen y nos regalan perdón. Así era la mirada de Jesús. Sin duda muchos hombres habían conocido a Magdalena, pero sólo Jesús la miró, sólo Jesús la perdonó, sólo Jesús la amo. Muchos tal vez, habían mirado a Mateo, el publicano; algunos con ira, otros con envidia. Sólo Jesús lo miró para decirle "sígueme". Sólo Jesús vio la hipocresía de los fariseos, sólo Él sintió el dolor de los leprosos, sólo Él vio el mal del pueblo y el pecado agazapado en el fondo de cada ser humano; sólo Él descubrió la santidad de los niños, sólo Él vio que el Reino de Dios estaba cerca, sólo Él vio a su Padre del Cielo en las profundidades de los pecadores, en el grito de los que sufrían. Miradas. Pareciera que el Evangelio todo se resumiera en miradas. Jesús es un hombre de miradas. Cada mirada suya es amor, exigencia, conversión, denuncia. Sus miradas eran hondas porque, como dice el Evangelio, conocía el interior del corazón humano. Sólo el que sabe mirar descubre el misterio del ser humano; sólo el que sabe mirar se descubre a sí mismo; sólo el que sabe mirar descubre a Dios. Todo es un problema de mirada y es necesario cambiar nuestro mirar, por el mirar de Jesús. Pero no tiene sentido asombrarse por asombrarse, ni mirar por mirar. Si me asombro de algo es para ver qué mensaje hay ahí. Jesús decía que así como por el cielo sabemos si va a llover o no, así también debemos aprender a leer la vida para saber qué es lo que nos pide. El llanto de una madre pide cambiar actitudes; la mirada triste de un amigo me exige escucharlo; el problema sexual de siempre me pide buscar consejo; la muchacha que se deja utilizar me invita a reconstruirla con mi respeto; las fallas en el noviazgo me exigen buscar cambios profundos en la relación; el dolor de los pobres me pide un compromiso por pequeño que éste sea. Si miro la vida, si me asombro, es para comprometerme, para vivir más intensamente. Si aprendo a mirar mi vida, la de todos los días, si aprendo a asombrarme de lo que sucede, si aprendo a ver qué es lo que se me pide, qué compromiso se me exige, habré escogido una difícil manera de vivir; pero también habré escogido el camino por el que se descubre a Dios con sólo abrir los ojos y ver. Yo me río, me sonrío de los viejos poetas... me sonrío, siempre dicen "yo" a cada paso... por las calles sólo ellos andan o la que aman, nadie más, no pasan pescadores, ni libreros, no pasan albañiles, nadie se cae de un andamio, nadie sufre, nadie ama..., nadie llora de hambre o de ira, nadie sufre en sus versos... Yo no soy superior a mi hermano, pero sonrío, porque voy por las calles y sólo yo no existo, la vida corre como todos los ríos..., todo el mundo me habla, me quieren contar cosas, me hablan de sus parientes, de sus miserias, de sus alegrías, todos pasan y todos me dicen algo... La vida es una lucha como un río que avanza y los hombres quieren decirme, decirte, por qué luchan, si mueren, por qué mueren... y yo quiero que todos vivan en mi vida y canten en mi canto. (PABLO NERUDA).