Download ARTA desde - Monasterio de la Oliva
Document related concepts
no text concepts found
Transcript
ARTA desde BOLETÍN DE LA FRATERNIDAD CISTERCIENSE DE LAICOS DE SANTA MARÍA DE LA OLIVA Número 46 Diciembre 2010 monástica o porque nos cuestionamos nuestro anterior estilo de vida y no le encontrábamos un verdadero sentido. Al entrar en el monasterio fuimos, hemos ido descubriendo cosas que nos han gustado, con las que nos hemos sentido identificados. Pero en realidad no hemos entrado por eso, sino porque dentro de nosotros experimentábamos una llamada, un no sé qué que nos ha traído hasta aquí y aquí hemos reconocido el eco de esa voz. Esa llamada vocacional está unida a la primera llamada a la existencia. Por eso el seguimiento de esa llamada me hace sentirme identificado con el camino que me atrajo, sabiendo que en el fondo sigo a ALGUIEN más que a algo, estoy llamado a una vida en relación y no a una simple ejecución de trabajos o cosas en la vida. Nosotros respondimos afirmativamente al experimentar la llamada, respondimos “sí” al emitir los votos en la profesión. Fue un sí a reconocer que toda nuestra vida, cada instante, todo acontecimiento, es un nuevo momento de reconocer la voz del que nos llamó a la existencia y nos llama continuamente a ser lo que Él desea que seamos. Algo que no está escrito, sino que vamos descubriendo... Cuando se nos pide desempeñar una función o trabajo en la comunidad es una nueva llamada. Decir sí es dar un salto en la confianza, un gesto de amor que nos va descubriendo nuevas llamadas y horizontes. Quien camina agranda el sendero de su vida. Quien se sienta por temor o aburrimiento, lo empobrece. Alguien dijo que el gran signo cristiano El domingo mientras preparaba las cosas para la eucaristía, un matrimonio me pregunto: ¿Qué hacen ustedes? ¿La vida monástica tiene todavía sentido? Este interrogante es algo a lo que debemos saber dar respuesta ahora que estamos pasando por una época difícil para la fe y la vida monástica. “Ahora es el momento de la verdad, no debemos angustiarnos por buscar tener muchas vocaciones, sino trabajar el propio corazón”. Nuestras vidas deben ser un signo de esperanza, como lo es el que irradia vida de su interior cuando lo ha perdido casi todo, como una persona a la que conozco y lleva muchos años postrada en la cama. Pero que es una persona que irradia vida y paz… Estamos llamados a ser testigos de esa esperanza. ¿Cómo? Reconociendo la presencia de Dios donde parece que hay ausencia. Eso nos permite vivir las cosas de manera diferente. ¿De qué nos vale preguntarnos tristemente por qué me sucede a mí esto o aquello?” Lo verdaderamente importante es preguntarnos cómo actuar ante esto o aquello desde nuestra fe cristiana y nuestra consagración monástica. Entonces nuestra forma de actuar será un signo de esperanza. Hay un motivo muy importante que nos capacita para ser signo de esperanza: el haber recibido una “llamada” que nos envía a una misión y nos invita a realizarla en comunión con unos hermanos. Cada uno de nosotros vinimos a La Oliva porque de alguna forma nos atraía la vida 1 cunda. Apartarse de esa llamada, huir o mirar a otro lado, nos evita el trance doloroso, pero nos deja infecundos, como el grano que se niega a caer en tierra. Estamos llamados a la vida y nadie nos la puede quitar. Quien ofrece su vida, viviendo en la confianza del amor, ese no la pierde, sino que da mucho fruto. Eso no sólo vale con las comunidades, sino con nuestra propia vivencia personal, donde tantas veces nos encontramos ante un dilema parecido, donde nuestras entrañas se resisten a dar la vida pensando que nos la están quitando, y nos arriesgamos muchas veces a perderla por no entregarla. Estar dispuestos a entregar nuestra vida, es ser signos de esperanza que moverá a otros a mirar la “razón profunda” que nos impulsa a ello, y que no es otra que la confianza en el amor de Dios que hemos sentido: y al que hemos respondido. En nuestra cultura es especialmente llamativo encontrar una comunidad de personas que no busquen prevalecer los unos sobre los otros, sino que todo sea de todos y todos estén más preocupados por el bien del hermano que por el propio. Esa comunidad sí que será un verdadero signo de esperanza, pues no hay nada más esperanzador que ver que el amor es posible. Y mucho más si la comunidad vive en la paz que Jesús nos dejó. La comunidad, supone la acogida del otro en su diferencia para hacer entre todos una cosa nueva, verdadero signo del Reino que convoca a todos y une a todos por el amor. Caer en la tentación de juntarme siempre con mis amigos, con los que piensan como yo, con los de mi partido político, etc., es más propio de los valores del “mundo” que del evangelio. Una comunidad plural que viva en el amor es signo de esperanza, de que es posible la unidad entre los diferentes. Vivir unos con otros según la ley del amor entre nosotros, construyendo más y más el edificio de nuestra comunidad, sabiendo que las grandes torres se levantan muy poco a poco. Vivir en una respuesta personal y constante a Dios en las cosas más pequeñas y sencillas de la vida, dejándonos transformar por El, que nos va educando y haciéndonos crecer. Seamos un signo de esperanza al vivir nosotros también en esa esperanza. de la esperanza es la última Cena. ¿Por qué? A Jesús no se le ocurre otra cosa que ponerse en las manos frágiles de sus discípulos, de aquellos que sabe le abandonarán o traicionarán. Y, sin embargo, lo hizo. Muchas veces nos enfadamos porque las cosas no cambian, los hermanos no cambian -a veces, incluso, porque yo no cambio-, porque el mundo no cambia. No nos damos cuenta que las cosas cambian cuando las personas cambian, y que las personas cambian no por la presión exterior, sino por la transformación del corazón. Debemos Trabajar el corazón ya que el sí primero, que todos tuvimos que dar en el vacío puede quedar vacío, si no se actualiza. No dijimos sí por tal o cual hermano, por tal o cual abad, por tal o cual forma de vivir la fraternidad. Respondimos “sí” sin condiciones. Ahora tenemos el reto de hacer de nuestra primera llamada una actualización constante. Una de las cosas que más caracteriza al que tiene siempre esa disposición confiada a dar un sí es la alegría, porque encuentra sentido a todo lo que le sucede. En cambio, a quien no encuentra ese sentido le vemos más frecuente con una actitud protestona, murmuradora, peleado con todo y con todos. La alegría es el mayor signo de esperanza para nuestro mundo. Especialmente la alegría en los momentos difíciles, en las contrariedades, en las carencias de cualquier tipo. Esa alegría no se aprende en la universidad, pues no reside en la cabeza, sino que la da una relación de confianza y amor con Dios, con los hermanos. Lo que brota de dentro nos hace libres, aunque parezca que nos ponemos cadenas. En este mundo que experimenta la crisis, afrontar la crisis eclesial, religiosa, comunitaria o personal con alegría y serenidad es un signo de esperanza que sabe ver en nuestro tiempo un tiempo de gracia abierto a una vida nueva. Al decir “sí” al cáliz que se le ofrecía, Cristo hizo de su crisis una realidad muy fe- P. Isaac Totorika Izaguirre. O.C.S.O. Abad del Monasterio de la Oliva 2 Las notas de este mes guiados por D. André Louf (pp. 121-138 ò 102-115) quieren llevarnos a tocar fondo o alcanzar cima, según se las considere. Estación de llegada en cuanto es posible en el camino por esta tierra: la experiencia de la intimidad con Dios. La lectio divina, la oración tienen como misión despertar el corazón para hacernos sensibles a la vida de Dios en nosotros. El Concilio Vaticano II introdujo o restauró en la liturgia los “silencios” después de la escucha de la Palabra, práctica antiquísima en la tradición monástica, que las fraternidades cistercienses saben también valorar y practicar. Cuando el corazón ha sido tocado, traspasado por la Palabra de la Escritura, el discípulo se detiene ante la herida causada por esta espada que le hiere. La Palabra no permanece inactiva si nos entregamos a ella y dejamos actuar el potencial divino del que viene cargada. corazón se inflama cada vez más y brotan nuevas luces que permiten captar mejor su sentido. La Palabra impregna el corazón, que renace de nuevo por la herida abierta por ella en él; continua alimentándole, fortaleciéndole, haciendo saltar la chispa de la oración al roce de la rumia de la Palabra que abre a la fuerza de Dios y nos trabaja a través de ella. Ella a través de los salmos – que son también palabra de Dios- transforma nuestra escucha y acogida receptiva que cambia de dirección y se eleva para volver a Dios con corazón del hombre. Palabra que Dios mismo pone en labios del hombre para que pueda invocarle de modo inefable. Así la Palabra de Dios convertida en oración sale otra vez del hombre tras haber regenerado su corazón, para volver a Dios. La oración de una sola palabra p. 124. Decía al comienzo que estas notas, la Palabra de Dios- quieren llevarnos hasta el fondo o la cumbre. Es el proceso que se sigue al irse familiarizando con la Palabra de Dios, que va reduciendo, “simplificando” las palabras humanas para llegar a la oración elaborada con el propio corazón, ya sin palabras, para permitir habitar consigo mismo, como dice san Gregorio de san Benito en los Diálogos, y permanecer en el corazón. Oración que va ocupando los tiempos libres para convertirlos en ocio para Dios, en el silencio y la paz. Del murmullo de esta única palabra brota un silencio interior muy denso en el que Dios se hace presente. Ya no se pronuncia palabra, se escucha tal como es pronunciada por el Espíritu que ora en nosotros con gemidos inefables (Rm 8, 26). Entonces somos verdaderamente “conducidos por el Espíritu” (Rm 8,14) y realmente hijos de Dios. No hay más oración que la suya, que es también la oración del Hijo ante el Padre. En esta oración tocamos la fuente de nuestro ser, esa hendidura secreta en nosotros, abierta y vertiginosa, por la cual nuestro ser desemboca en la intimidad de Dios. Para facilitar ese calado la tradición recomienda repetir lenta y suavemente la expresión más importante del texto que ha iluminado ante los ojos de nuestro corazón. Los Padres han recurrido a expresiones sencillas y fáciles de entender por los espíritus más simples para describir el proceso interior en el que la boca y la voz cumplen aún una misión. Hablan de rumiar, masticar la Palabra, de acunarla en el calor del corazón. Dicho en otras palabras: se la repite amorosamente, se la estruja suavemente, se extrae todo su jugo, ella alimenta incansablemente. Con el ardor que ella entraña, el 3 La oración de una sola palabra está entonces a punto de convertirse en oración sin palabras, un simple estar en lo más profundo de nosotros mismos, donde Dios se deja sentir. No es fácil saber en ese estado si hay que hablar de sentimiento, de toque, de audición o de contemplación. Es todo eso a la vez, pero de forma nueva e indecible. Es puro don de la gracia, maravilla de su misericordia. Termina D. André Louf citando unos fragmentos (pp. 128-138 ò 107-115) de un cisterciense anónimo de finales del siglo XII, edad de oro de la espiritualidad cisterciense, que van describiendo el camino del corazón hacia su actividad o estado esencial, oración como fue la de Jesús: “Su actividad diaria estaba tan unida a la oración que incluso aparece fluyendo de ella” … “El divino maestro mostró que era la oración lo que le animaba en el ministerio mesiánico y en el tránsito pascual”. (Estos fragmentos podrán irse leyendo lentamente en ratos distendidos, tomando notas de lo que parezca más útil y provechoso). Para llegar a esta experiencia orante de Jesús, que es lo que quiere mantener viva en la Iglesia la vocación monástica en la esencia de su ser, el monje y todos/das que se acercan a beber en las fuentes monásticas, deben entrar en sí mismos, reencontrar el propio corazón tal como es –su conciencia o conocimiento del corazón-, para purificarlo y descubrir allí las huellas de la vida de Dios. Fijar allí el verdadero amor y la contemplación, en un reposo que ya nada turbará Así, con la luz de Dios podremos otear de alguna manera las cumbres, lo hondo del misterio humano, del misterio redentor cristiano, del misterio que es Alguien capaz de responder al anhelo, al deseo del corazón que llevamos como marca de fábrica, para que removidas las nieblas, la maleza, el pecado que aprisiona y ciega, podamos exclamar desde la experiencia interior: Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta descansar en ti. (San Agustín).. El luminoso itinerario de los santos, de los sencillos que se han fiado de Jesús, que ilumina desde la Solemnidad de Todos los Santos este mes de noviembre, nos sirva de guía en la ascensión hacia las cumbres y el descenso hacia lo hondo de nosotros y de Dios. Dentro del mes está la sencilla y discreta fiesta de la Presentación de la Virgen (21 de noviembre, este año no se celebrará por caer en domingo), que recoge el momento de su donación incondicional a Dios como instrumento dócil, para realizar en ella y por ella en la humanidad el misterio salvador de Jesús, Hijo de Dios, hijo suyo y hermano de todos los seres hombres. P. Daniel Gutiérrez Vesga, O.C.S.O. Monasterio de La Oliva 4 de decir algo que surja de lo más profundo de nuestros corazones. Les pido que traten de concentrarse en el amor que hay en ustedes, y que está en todos nosotros. No sé exactamente lo que voy a decir. Voy a guardar silencio durante un momento y luego diré algo... ¡Oh Dios! Somos uno contigo. Tú nos has hecho uno contigo. Tú nos has enseñado que si permanecemos abiertos unos a otros tú moras en nosotros. Ayúdanos a mantener esta apertura y a luchar por ella con todo nuestro corazón. Ayúdanos a comprender que no puede haber entendimiento mutuo si hay rechazo. ¡Oh Dios! Aceptándonos unos a otros de todo corazón, plenamente, totalmente, te aceptamos a ti y te damos gracias, te adoramos y te amamos con todo nuestro ser, porque nuestro ser es tu ser, nuestro espíritu está enraizado en tu espíritu. Llénanos, pues, de amor, y únenos en el amor conforme seguimos nuestros propios caminos, unidos en este único Espíritu que te hace presente en el mundo, y que te hace testigo de la suprema realidad que es el amor. El amor ha vencido. El amor es victorioso. Amén. Quizá ya conozcáis algunos de vosotros estas breves palabras que Thomas Merton pronunció pocos días antes de morir. Era la clausura de un Encuentro de Espiritualidad celebrado en Calcuta y en el que participaron monjes y laicos varones y mujeres de distintas confesiones religiosas. Yo conocía ya estas sentidas palabras y el hondo y mínimo gesto que Merton improvisó en aquel momento. Pero, releyéndolas el otro día, de pronto las contemplé a la luz de nuestras Fraternidades laicas. Y no es difícil, en aquel círculo de personas silenciosas y orantes, vernos a nosotros mismos. Como ellos, nosotros. Un grupito de personas que se ponen al alcance de lo divino, a la escucha de la Palabra en el silencio, a merced de la Voluntad del Padre. A la intemperie del Espíritu. Un grupito de personas que quieren correr el riesgo y la aventura de seguir a Cristo y hacerlo por el camino cisterciense. Y lo hacen tomados de la mano, hermanados: en gesto que es signo y reconocimiento de la verdad más profunda: hijos de un mismo Padre. Y lo hacen mano a mano, hombro con Voy a pedirles a todos que permanezcan de pie y que se den la mano por un momento. Pero primero démonos cuenta de que estamos tratando de crear un nuevo lenguaje de oración, y este nuevo lenguaje ha de brotar de algo que trascienda todas nuestras tradiciones y surja al exterior a través de la mediación del amor. Ha llegado el momento de separarnos, conscientes del amor que nos une, a pesar de las divergencias reales y de las fricciones emocionales... Las cosas que están en la superficie son nada, lo que está en lo profundo es lo real. Somos criaturas del amor. Vamos, por tanto, a unir nuestras manos, como hicimos antes, y yo trataré 5 hombro, codo con codo, porque el camino puede ser largo y duro, y tiene cuestas y sol y sudor y dolor, cuando pasa por un lugar que llaman Gólgota… Y lo hacen en un mismo espíritu, corazón con corazón, sabedores de que la comunión es un don: el del amor compartido que hunde sus raíces en el corazón de Dios. Un grupito de personas que se buscan en el silencio, ese desierto interior. Que se hallan en el silencio, ese paisaje infinito. Un silencio que es manantial y del que todo nace. Un silencio que acoge como una madre. Un silencio al que volver como al hogar. Un silencio que tiene mirada de niño. Un grupito de personas fascinadas por la belleza de lo Sagrado. A quienes lo Sagrado llama entre susurros como una amada, en el secreto más íntimo de la alcoba. Somos una cosa humilde y nueva. Fruto de ese Espíritu que hace nuevas todas las cosas. Como ese círculo extraño que Merton trazó en las arenas de aquel día. Si hubiéramos podido verlo, si hubiera habido alguna foto que recogiese aquel momento, ese grupito de personas tomadas de la ma- no, la mayoría quizá vestidos con hábitos de monje, uno cisterciense, otros color azafrán, algunos saris indios, y seguro que no faltaba quien iba trajeado y con corbata, también a nosotros nos resultaría chocante. Y hasta divertido. A nosotros, a quienes conocemos de cerca una Fraternidad laica cisterciense, nos recordaría a nuestras reuniones: gentes de todo pelaje y condición, en divertida y extraña mezcolanza. Un grupito extraño y diverso, sí. Pero llamados todos a distintas edades y desde lejanos puntos de la geografía, para compartir un mismo norte. Un mismo viaje. Una cumbre nos llama. Para subir a una montaña hay cien caminos, pero siempre hay que elegir uno. Y recorrerlo hasta el final. Nuestro camino está empedrado en oración. Nuestra cumbre es el amor. Tenemos un norte fijo, claro, firme. En las alturas. Un norte, sin concesiones. Porque no las admite. Para nosotros ya no hay otro norte, ni otra cumbre. Hermanos, buen viaje. Los primeros pasos: todo cisterciense busque en su interior. Busque hasta que encuentre lo que encuentre: sed, hambre, ansia, preguntas. Y viva ahí, hasta encontrar a Quien es agua viva, pan, gozo y respuesta. Nuestro monasterio es la llamada que Dios nos ha hecho a cada uno. Inmersos ahí, en esa corriente de fe, en el eco, el sonido y el silencio de esa Voz que hemos escuchado, estamos en el mundo, pero ya no somos del mundo. Nuestro hogar es esa voz y esa llamada: un monasterio interior. Sólo en contacto perseverante con esa raíz, cumpliremos nuestro camino. Sólo desde ahí nos construimos y nos constituimos persona, y sólo así, hechos nuevos, transformados, podemos asomarnos al mundo que nos rodea y dar testimonio de que hemos visto lo que hemos visto, sentido lo que hemos sentido y vivido lo que hemos vivido. Vida cisterciense es humildad y sencillez. Vida interior en una escuela interminable de amor y servicio al hermano. Nuestra comunidad no es unos pocos. Es el mundo entero. Círculos concéntricos, desde los más íntimos hasta el más lejano de nuestro prójimo. Nadie hay ajeno para el amor. Nadie es extraño para el amor. El amor es la clausura de nuestro corazón. Afuera queda todo lo que sea reflejo o producto del ego, las costumbres del hombre viejo. El amor no lo admite en el interior de nosotros. Es sólo que, a veces, no somos fieles al amor… El amor se saca del pozo de la oración. Ahí, en el arroyo del silencio interior, echamos el cubo vacío de nosotros mismos y lo sacamos lleno de amor. Nosotros nos topamos con la Palabra al amparo del monasterio. En ese contacto reanudamos nuestra fuerza. Apoyo y espejo Hno. Guillermo Oroz 6 son los monjes para nosotros: don de Dios. En quienes lo encontramos. Pero nosotros no somos monjes. Lo dice mejor Bernardo Olivera, cuando era Abad General: “¡Atención! Necesitamos que ustedes no sean fotocopias cistercienses en su versión monástica, sino que re-encarnen el carisma; nos hablen de él con otro lenguaje; descubran nuevas mediaciones; lo reinculturen. Y para todo esto, no precisan pedirnos permiso a nosotros. El carisma es un don que hemos recibido y encarnado históri- camente, pero no es nuestra propiedad. Los invito a seguir arriesgando e ir más allá de nuestras propias fronteras. En realidad, no soy yo quien los invita. Es el Espíritu quien les ha hablado al corazón y les ha invitado a recrear nuestro carisma cisterciense dándole una nueva forma.” Este es nuestro reto, que hemos de afrontar con valentía. A esto hemos de responder con generosidad, autenticidad y esperanza. Grupo de Pamplona Porque los hermanos tienen un solo corazón y un solo espíritu: Corazón unificado y pacificado para saber contemplar todo y a todos desde Dios. No para apartarse del mundo, sino para comprender al mundo y unirse a todos, estando unificados y unidos a Dios. Un corazón que se deja transformar, que lo transforma todo en Cristo, hasta poder llegar a decir: “vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mí”. “Y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne”. El monasterio, escuela del servicio divino. Exige el dinamismo de un aprendizaje que dura toda la vida, y en el que se relativizan las etapas ya conseguidas y se abre siempre a nuevos horizontes. “Dejando atrás lo pasado, me lanzo a lo que está delante”. Todos los miembros de la comunidad se han de sentir responsables del dinamismo de este aprendizaje. Hasta poder llegar a alcanzar la pureza de corazón, término de nuestras acciones y de nuestros deseos. Para poder descubrir el Rostro de Dios con la luz de la fe durante la vida. San Bernardo afirmará: “La vida cristiana se define como militante. Las fuerzas o armas invencibles de que dispone el cristiano son la fe, la esperanza y la caridad”. La victoria definitiva no está al alcance de su mano sino desde una condición: que busque y encuentre el apoyo de Cristo. “Te desposaré conmigo mediante la fe: y conocerás que yo soy el Señor”, dice Oseas, el profeta. Creer es fiarse de alguien, asentir a la llamada del forastero que invita, poner la propia vida en manos de Otro, para que Él sea el único y verdadero Señor. Cree quien se deja hacer prisionero del Dios invisible, quien acepta ser poseído por Él, con escucha obediente y docilidad desde lo más hondo de uno mismo. Abandono, acogida, entrega, a un Dios que nos busca primero y se nos da. Quien cree necesita renovar cada día su contacto con Dios, bebiendo en las fuentes de la oración, de la escucha de la Palabra. En la vida de la comunidad antepón siempre los deseos de los demás a los tuyos propios. Convive con tus hermanos sin quejas y con alegría soportando a todos y orando por todos. Digamos con San Pablo: “Hermanos, nuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se encuentra en esta frase: amarás al prójimo como a ti mismo”. Grupo de Zaragoza 7 oír la Palabra. Y entonces, realizarla: traducirla a lo humano. Vivirla. Hacerla hombre entre los hombres. Hacerla fecha en nuestros calendarios y tiempo en nuestros relojes. Darle carne y sangre, aliento y voz. Hacerla polvo de los caminos cotidianos de la tierra. Porque la oración es el medio. Pero el fin es el amor. El amor es la Palabra viva. Somos escuela de amor. Eso es lo que hemos de aprender. La sabiduría más honda. De todo hemos de destilar amor. Cada minucia que nos encontramos es don o reto puesto por Dios para nosotros: fruto de amor. Se puede destilar ese amor. Si sabemos encontrarlo. Sabemos encontrarlo si nos dejamos transformar. El Espíritu es nuestra transformación: nace el hombre nuevo. O sea, el amor. O sea, la verdad en el corazón. El camino de la verdad es el evangelio. El camino al amor pasa por la humildad, por el abajamiento, por la obediencia. En nuestras manos, los instrumentos del arte espiritual, para ser manejados incesantemente, día y noche. Grupo de Pamplona Vivir nuestro interior: éste es el modelo de Jesús. Su camino, el evangelio. Sus escrituras son el alma de nuestro interior. Nosotros, laicos, tenemos nuestro monasterio interior. Y es austero y humilde, como el del monje. Nacido en sobriedad y pobreza, como un pesebre. Entra en ti, cierra la puerta: ahí estoy yo, en lo secreto. Nada más. No hay más secreto. No hace falta nada más. Soledad interior es comunión con Dios y con todos. Amor a todos es el fruto de todo. La Palabra es el camino al interior. Camino al monasterio interior, al sagrario interno en el que Dios mora en nosotros: el corazón. La Palabra es camino al corazón. O sea, oración. La oración vive de la Palabra. Unidos a la Palabra: rumiarla, vivirla. Dejarnos empapar, hacerla nosotros. Hacernos Palabra. La Palabra purifica el corazón. Lo limpia. Lo ahueca de todo lo que no es Dios. Hace sitio. Hace un Templo en nuestro corazón. Primero silenciar al mundo en nosotros; silenciar después los ruidos de nuestro ego. Escuchar entonces ese silencio. Hasta 8 lo demás en el poder de Dios que está presente en su Palabra y en el amor de Dios que desea dirigirse a cada uno de nosotros. Como todo en la vida, es necesario un entrenamiento o una sucesión de actos, para optar por aquello que más nos cuesta: vencer la pereza, los miedos a enfrentarnos a nosotros mismos y ante Dios. Adquirir un orden en nuestra vida y costumbres y en nuestro corazón. En una palabra, caer en cuenta de que Dios también cuenta con nuestro esfuerzo, para ir venciendo al hombre viejo que todos llevamos arraigado en nuestro corazón. Sin olvidarnos de que somos cuerpo y espíritu y que cada uno, a veces, tiran por caminos distintos. Pero no podemos pasar por alto esta realidad. Somos las dos caras sin que a la vez haya una disociación entre una y otra. Por esto es importante en nuestra vida que vayamos entrando por el camino de la ascesis, para con la gracia enfrentarnos al pecado, a todas nuestras pobrezas humanas. “Cada signo ascético posee una eficacia propia” nos dice el P. Louf y enumera algunas: silencio, abajamiento, humildad, no tener nada en propiedad, vigilancia, desierto… En definitiva, hacer crecer la vida misma de Cristo en nosotros. Ser imitadores de Jesucristo. Cristo vive en mí: ésta debe ser nuestra máxima. El es mi fuerza cuando ya he tocado fondo y no puedo más. Y cuando de nuevo puedo resurgir de mis cenizas, saber ver que es El quien hace posible esta nueva resurrección en nosotros. Saber que nosotros sin El nada podemos. Por lo tanto, la ascesis no es sólo una actitud de lucha por nuestra parte, es un encuentro con la misericordia y el amor de Dios. Merece la pena acallar todos nuestros deseos de alejarnos de su Verdad y caminar con paso firme hacia Quien nos hace y nos une más a Él. El comienzo de un nuevo tramo de camino siempre es una nueva oportunidad que el Señor nos concede en nuestro deseo de superación en la fidelidad al amor en las más variadas vertientes de la vida. Una de ellas bien podría ser la oración. La oración como deseo consciente de contacto con Dios. Consciente, porque antes incluso del comienzo de mi búsqueda, Dios está ya orando en mi interior a través de la gracia del Bautismo. Su oración es derramada en el corazón, como lugar de encuentro de Dios con nosotros, junto con el Espíritu Santo. De inconsciente debe convertirse en consciente, dejándome envolver por ella desde dentro, a fin de poder unirme a ella, acogerla y dejarme llevar siempre por ella. Se trata de despertar el corazón y hacerlo sensible a la oración que lleva en sí. Sin embargo, nuestra interioridad despierta ante el impacto de acontecimientos exteriores a nosotros: pruebas, fracasos, tentaciones, caídas…Pruebas a veces duras que parecen no tener sentido para nosotros, pero que se recobra a la luz verdaderamente creadora de la Palabra de Dios. “Para mis pies antorcha es tu Palabra, luz para mis pasos”. En la lectio Dios habla a cada uno y lo único que la persona puede hacer es prestarse lo mejor posible a la acción de esa Palabra. Se trata de intentar permanecer en una espera llena de deferencia y amor, un cierto vacío de todas nuestras facultades interiores con las que tan habitualmente estamos acostumbrados a trabajar: razón, imaginación, sensibilidad superficial… Para que de este vacío brote el poder de la Palabra, como una fuerza capaz de transformar a quien se presta a ello. Dar a luz en ti la vida de Dios que está en su Palabra. Es fácil dejarse llevar por toda esa serie de tentaciones que nos abruman; precisa por nuestra parte perseverancia, humildad, paciencia, deseo, fe, confianza, esperanza. Esperanza y todo Grupo de Zaragoza 9 sa. Es Alguien que viene. Alguien viene. Sólo podemos: silenciarnos ante la Persona que amamos. La oración es el lugar donde Dios se deja sentir. La oración es el Templo. La oración es la voz del corazón. Del corazón enamorado. El corazón es la huella de Dios en el hombre. Huella viva, que llama, que nos llama. ¿Quién mantiene vivo el latido del corazón? Si no estamos con Dios vivo en nuestro corazón, somos un puzle mal hecho. Están todas las piezas, pero estamos rotos, desordenados en la caja. Luego, cuando dejamos al Espíritu que tome las riendas y las piezas de nuestro ser y de nuestra vida, todo se coloca en su sitio. Cada pieza encuentra su hueco y armoniza con todas las de alrededor. Y lo que antes era un caos de líneas y colores, ahora se ha convertido en una figura con sentido y belleza. La Palabra nos impacta, como un meteorito. Impacta en nuestro interior: algo se activa en nosotros. La vida de Dios dentro de nosotros. Se activa una purificación interna, la limpieza del corazón. La Palabra lava. Nos obliga a nuestra tarea, que es barrer, frotar, el espejo de nuestro corazón en el que se refleja Dios. Espejo de caridad. En nuestra debilidad, siendo humildes, la Palabra tiene el poder del amor: nos transforma. No hay poder más grande que el amor. El Reino lo sabe; pero el mundo no lo recibe, no lo cree. Pero el amor es la última palabra. Son palabras que se hacen vida en nuestros corazones: vida de oración. Entra la Palabra en silencio y sale hecha oración y amor. Nuestro modo de vida de laicos cistercienses es vivir según ello. La Palabra penetra en nosotros al amparo del silencio. Por la rumia y la resonancia, alcanzamos la alcoba del Esposo. Sólo haciendo hueco, haciendo vacío, se entra en la alcoba. La Palabra es Alguien. No es una co- Grupo de Pamplona 10 11 E FRATERNIDAD CISTERCIENSE DE LAICOSDE SANTA MARÍA DE LA OLIVA Web: www.laicoslaoliva.com Colaboraciones y sugerencias: revista@laicoslaoliva.com 12