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Cursos de Formación Permanente Facultad de Teología de Valencia Miércoles, 19 de noviembre de 2014 LA UNIDAD DE LA IGLESIA EN LA TEOLOGÍA DE JOHANN ADAM MÖHLER Prof. Dr. D. José Ramón VILLAR Facultad de Teología. Universidad de Navarra (Pamplona, España) jrvillar@unav.es Sumario. Introducción. 1. La eclesiología de Möhler anterior a La Unidad. 2. La eclesiología de La Unidad. 3. El Espíritu Santo, principio configurador del organismo eclesial. 4. Límites de la concepción möhleriana de La Unidad. 5. La Simbólica, síntesis de la eclesiología de Möhler. 6. La recepción de la eclesiología möhleriana en el s. XX. 7. La vigencia de Möhler. Breve bibliografía en español. Introducción En la ciudad de Munich, cerca de la Marienplatz, se encuentra el Alter Friedhof, cementerio histórico de la ciudad. Junto al muro oriental, entre losas cubiertas de hiedra, hay una tumba en la que cada 2 de noviembre la Facultad de Teología de la Universidad bávara deposita flores frescas en recuerdo del “teólogo de Tubinga”. Sobre la losa se lee: Johann Adam Möhler. “Defensor fidei, literarum decus, ecclesiae solamen”. 1796-1838. Es conocida la influencia que ejerció la Escuela de Tubinga en la mejor teología del siglo XX, principalmente la de su más ilustre representante, Möhler, que vivió sólo 42 años. El transcurso del tiempo ha agrandado su figura. Se le reconoce —junto con otro grande de aquel siglo, John Henry Newman—, como inspirador de la orientación más fecunda que desembocó en el concilio Vaticano II. Ignaz von Döllinger llegó a decir de él que “todos los hombres cultos de Europa le reconocen como el mejor teólogo católico de su época”. Más recientemente J. Ratzinger calificó a Möhler de “gran renovador de la teología católica después de la desolación de la Ilustración”1. Sus dos obras más importantes son La Unidad en la Iglesia y la Simbólica. Con ellas, Möhler ha merecido un lugar de honor en la historia de la Teología. La Simbólica o exposición de las diferencias dogmáticas de católicos y protestantes según sus públicas profesiones de fe, fue el libro de cabecera de multitud de teólogos, pastores y hombres cultivados en toda Europa. Fue completada repetidas veces en vida del autor, y traducida en varios idiomas durante el siglo XIX. En cambio, La Unidad en la Iglesia, o el principio del catolicismo en los Padres de los tres primeros siglos, fue publicada por Möhler en 1825, a los 29 años; pero nunca la reeditó mientras vivió. Paradójicamente, La unidad en la Iglesia marcó la renovación de la eclesiología del siglo XX. Congar calificó esta obra juvenil de Möhler como «un gran libro, uno de esos raros libros que no consienten ser únicamente hojeados, sino que exigen ser leídos, releídos, meditados y que dejan para siempre en el espíritu una idea simple, pero rica y fecunda, como huella indeleble»2. Debo prescindir aquí de los datos biográficos de Möhler, para entrar cuanto antes en nuestro tema. Pero quisiera citar dos testimonios significativos sobre su personalidad, que provienen de su 1 J. RATZINGER, La eclesiología del Vaticano II, en Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología, Madrid 1987, p. 7. 2 Y. CONGAR, Autour du renouveau de l'ecclésiologie. La collection «Unam Sanctam», “La Vie Intellectuelle” 10 (1939) 9-32; Santa Iglesia, Barcelona 1965, p. 464. última época, en Munich, cuando su mala salud ya anunciaba un pronto final. El primero es el de un discípulo que describía su encuentro con el maestro con estas palabras: “Todas las horas en que tuve la fortuna de asistir a las lecciones de Möhler permanecen inolvidables. Agradezco mi entera orientación vital, después de a la gracia de Dios, a las palabras llenas de vida y espíritu de este hombre, que ha provocado una nueva época en la campo de la teología católica”3. El segundo es del propio Möhler. En Munich su espíritu revivió, una vez libre de las preocupaciones de Tubinga, y acompañado del reconocimiento de sus contemporáneos. Él mismo dice: “Me siento contento y feliz, y no dudo que existe un enorme espíritu de acogida. Mis alumnos me han recibido con tres Vivas en el Aula que me han causado no poco sonrojo”4. ] 1. La eclesiología de Möhler anterior a La Unidad Para valorar la eclesiología de Möhler, es necesario previamente aludir a la teología “ilustrada” en que se formó Möhler, y que él mismo enseñó como profesor primerizo antes de la redacción de su obra La Unidad en la Iglesia. Recordemos que para el “siglo de las luces”, los siglos anteriores habían sido tiempos de tinieblas que preparaban la llegada de la luz de la razón. Kant afirmó: “La ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría... Ten el coraje de servirte de tu propio juicio individual: este es el lema de la Ilustración”5. El hombre se basta a sí mismo. Su razón le hace autónomo de la sociedad y de las generaciones precedentes. Ha de cultivar una razón independiente de todo influjo histórico, social y religioso. La idea ilustrada suponía una disociación de hombre e historia; de hombre y mundo; de hombre y Dios. Desde el punto de vista religioso, el hombre ilustrado no era necesariamente ateo, pues reconocía un Principio del universo. Pero no era religioso, sino deísta: el mundo es la gran máquina que Dios ha puesto en marcha, que lleva su ritmo sin intervención divina. Dios es el Gran Relojero de Voltaire. En consecuencia —y es importante este punto—, la religión es asunto humano. Deja de ser “religión”, para pasar a ser ética, moral natural, buenas costumbres. Naturalmente, el joven Möhler no se había formado en una ilustración anticristiana, sino en una “ilustración católica” que reducía la teología a una escolástica mezclada con elementos tomados del sistema cartesiano. Este catolicismo de tendencia racionalista consideraba la “sociedad eclesiástica” a imagen del Estado, como una especie de contrato social de los individuos para fines religiosos. A eso hay que añadir que la “ilustración católica” asumía la eclesiología postridentina al uso. Como es sabido, Roberto Belarmino y la eclesiología de la “contrarreforma” subrayaba el elemento visible —jurídico y jerárquico— de la Iglesia frente a la Iglesia invisible protestante y su negación del sacerdocio jerárquico. Es verdad que Belarmino en sus Controversias no pretendía “definir” la esencia de la Iglesia en términos societarios, sino exponer las condiciones de pertenencia visible: “la Iglesia es la reunión de los hombres sobre la tierra, unidos por la profesión de la misma fe cristiana y la participación en los mismos sacramentos, bajo el gobierno de pastores legítimos y principalmente del Romano Pontífice” 6. Según Congar, Belarmino “describe evidentemente a la Iglesia como organismo visible, pero no excluye en modo alguno el alma profunda de la Iglesia, donde palpita la vida del Espíritu Santo; Belarmino mismo (…) no dejó de subrayar la naturaleza divina, moral y mística de la Iglesia que, por su origen, su cabeza y el Espíritu Santo que la anima, es esencialmente sociedad de gracia, de amor y de justicia”7. Tampoco la teología “ilustrada” negaba el aspecto invisible y divino de la Iglesia. Pero entendía la descripción de Belarmino como lo que no era: una definición del ser de la Iglesia. El corpus Albert Weifer, en LÖSCH I, 487s. Carta a su hermano Antonin, LÖSCH I, p. 393. 5 I. KANT, Sämtliche Werke, I, Lipsia, p. 163. 6 S. R. BELLARMINO, De Controversiis, t. II, lib. III, c. 2. 7 Y. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, pp. 399-400. 3 4 2 Christi mysticum se tranformó así en una “sociedad religiosa”, cuyo analogatum era la sociedad civil. El Cuerpo eclesial, vaciado de su dimensión ontológica, se quedaba en un “cuerpo moral”. Estos presupuestos ayudan a comprender la evolución de la eclesiología möhleriana desde sus primeras ideas hasta la síntesis de la Simbólica. Una primera imagen de Iglesia la encontramos en las “Lecciones sobre Derecho canónico” dictadas por Möhler en 1823-24. En ellas el Möhler-canonista clasifica la Iglesia bajo la idea “superior” de sociedad. La Iglesia es una sociedad de individuos, unidos en la misma doctrina, culto y constitución. Con ello, Möhler reflejaba la teología en la que había sido formado. Sin embargo, sorprende encontrar en Möhler simultáneamente otra imagen de la Iglesia, contrapuesta a la anterior. Esta imagen aparece en sus escritos en la “Tübinger Theologische Quartalschrift” de 1823 y 1824, especialmente en sus recensiones —como la dedicada a la “Historia de la Iglesia” de Katerkamp. Esta concepción le viene inspirada por su oposición cada vez mayor al deísmo. Su incipiente contacto con los Padres de la Iglesia le hace detectar en la eclesiología ilustrada una concepción naturalista, que acepta recibir de la Divinidad la energía espiritual, pero excluye todo concurso divino en el ejercicio de lo recibido 8. Tras el concepto de la Iglesia sólo jerárquica, sospecha Möhler, se esconde el principio deísta, que describe con su célebre ironía sobre la obra de Katerkamp: “Al principio, Dios creó la jerarquía y con ello cuidó, hasta el fin del mundo, más que suficientemente de su Iglesia”9. En cambio, la imagen de Iglesia que Möhler expone en la “Theologische Quartalschrift”, se apoya en la donación del Espíritu, que acompaña a la Iglesia en su peregrinar, y la gobierna siempre. “Según la opinión superior y auténticamente cristiana, que domina particularmente en el catolicismo, el Espíritu Santo es el principio que continuamente informa a la Iglesia y la conduce a su fin. Todo lo demás es órgano del Espíritu, medio”10. Ahora la Iglesia no es ya una sociedad desigual, Iglesia docente y discente, autoridad y súbditos. Möhler subraya lo que en la Iglesia es compartido: todos son ungidos en el bautismo, como signo del sacerdocio común. Todos, a impulso de la misma fe, han de aspirar a la santidad. Möhler se fija ahora en aquello en que ministerio y fieles participan en común. En las Lecciones de Derecho canónico, la custodia de la fe estaba reservada al Magisterio. Ahora todos toman parte en su custodia y propagación. El Espíritu Santo es el principio vivo que penetra en esta comunidad, y distribuye la gracia a quien quiere, como quiere, cuando quiere. El Espíritu hace testigos de la verdad a quienes Él determina. Si la fe es un patrimonio común de toda la Iglesia, entonces el Espíritu puede llamar a cualquiera como testigo de la revelación. “Así nos hallamos ante el hecho extraño —comenta Geiselmann— de que el joven Möhler, desarrolla simultáneamente dos modos de entender la Iglesia, que se yuxtaponen sin equilibrarse. El uno recalca tan fuertemente el ministerio eclesiástico, que ya no se ve la participación activa del pueblo fiel en la transmisión del depósito de la fe; el otro hace de tal manera resaltar esa participación del pueblo, que con ello se amenaza al ministerio de la Iglesia en sus funciones. Allí pasa de tal forma a primer término el oficio eclesiástico, que la acción del Espíritu Santo queda reducida al origen de la Iglesia y a la mera asistencia en su desarrollo; aquí el místico imperio del Espíritu Santo en la Iglesia es tan soberano, que con ello salta en pedazos su estructura jurídica” 11. La “única realidad compleja”, visible e invisible, de la Iglesia —de la que hablará la constitución Lumen Gentium— se disociaba en dos elementos autónomos, que Möhler no podía mantener por mucho tiempo en equilibrio. Él será consciente de esta tensión, y que explica el origen de su investigación sobre La Unidad. La pregunta que se hace Möhler es: ¿Cuál es la realidad íntima de la Iglesia? En los Padres de la Iglesia encuentra la respuesta: la unidad. Este es “el principio del catolicismo” que Möhler descubre Cfr. Y. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p. 494. En “Tübinger Theologische Quartalschrift” (1823), p. 497. 10 Möhler en “Tübinger Theologische Quartalschrift” (1823), p. 497. 11 Die Einheit in der Kirche, Ed. GEISELMANN, p. [62]. 8 9 3 a través de la historia, ya que “en la cuna y flor del cristianismo”, “en el espíritu de los Padres de los tres primeros siglos”, es donde mejor se puede alcanzar, según piensa, la realidad profunda de la Iglesia. En los Padres encuentra, por tanto, la respuesta a su dilema: la estructura jerárquica y jurídica procede de la misma profundidad vital del cristianismo. Leyendo a Clemente de Roma, a Ignacio de Antioquía, a Cipriano de Cartago, Möhler descubre la vida de comunión como el elemento interior de la Iglesia. En los Padres encuentra los principios místicos que animan la vida de la Iglesia y de sus miembros. Por la acción interior del Espíritu, la Iglesia es una realidad de vida en comunidad. Ahora bien, esa vida requiere un cuerpo, una estructura visible. La comunión en el amor se manifiesta “hacia afuera”. Su exteriorización visible es la dinámica del germen puesto en las almas cristianas por el Espíritu Santo. Esta será la idea que dirige su reflexión en La Unidad: la comunión interior se exterioriza en el “cuerpo” de la Iglesia. Comenta Congar: “Lo que Möhler quiere subrayar es que, en el fondo, la Iglesia es creación de un don espiritual interior; que este don espiritual está en ella principal y primordialmente, y que todo lo demás deriva de él su sentido, y que las desviaciones del cisma y de la herejía son ante todo una traición de este „principio del catolicismo‟, que es el don del Espíritu Santo. Este principio existe, en los cristianos, como una viva inclinación a la confesión de la verdad, al amor fraterno, a la vida de comunión en el amor, en el seno de la Iglesia. Es de su naturaleza y de su realismo el „corporeizarse‟, es decir, reproducirse y expresarse en forma sensible: el dogma o la fe y la tradición viva, que se concretan en fórmulas intelectuales; el culto; en fin, una organización de la comunión eclesiástica”12. 2. La eclesiología de La Unidad Las dos partes en que Möhler divide su obra La Unidad reflejan ese proceso. La Primera se titula “Unidad del espíritu de la Iglesia”. La Segunda, “Unidad del cuerpo de la Iglesia”. Esta división es significativa: desde la realidad interior y espiritual, a la exterior y visible. La Primera parte, “Unidad del espíritu de la Iglesia”, se divide en cuatro capítulos. El cap. I, “La unidad mística”, estudia aquella “unidad” que es principio de todas las demás: la unidad en el Espíritu Santo, que une a todos los creyentes en una comunidad espiritual. El cap. II, la “unidad intelectual”, considera que dicha unidad mística se traduce en conceptos y dogmas. Según sus palabras, “la doctrina cristiana es la expresión conceptual del espíritu cristiano”. El cap. III considera las heridas de esta unidad, “La variedad sin unidad”, es decir, la pura multiplicidad que caracteriza la herejía y cuyo origen es el egoísmo: “La herejía nace del mal y se aleja del Cristo verdadero”. El cap. IV, “La unidad en la variedad”, en contraste con el anterior, observa cómo es posible que, aunque “todos los fieles forman una unidad, cada uno conserva sin embargo su individualidad”. De esta manera, la unidad no es uniformidad, y a su vez, la permanencia en el “Todo” de la Iglesia es la garantía para que la diversidad no genere antítesis —es decir, no se haga cismática ni herética—, sino que complemente la unidad. La Segunda parte, “Unidad del cuerpo de la Iglesia”, es la exteriorización de la unidad espiritual. Möhler expone cómo el amor de los creyentes busca expresarse en una persona que le sirve de centro. Este centro es, en primer lugar, el obispo (cap. I, “La unidad en el obispo”), imagen personificada del amor de la comunidad. A continuación, la función de símbolo y expresión de la unidad, la pone Möhler en el metropolita (cap. II, “La unidad en el metropolita”), sin el que los obispos individuales no deben tomar iniciativas importantes. Seguidamente, el cap. III considera “la unidad de todo el episcopado”, y, con el episcopado unido, la unidad de todas las Iglesias. Finalmente, la universalidad de los creyentes necesita un centro vital de la unidad, cap. IV, “La unidad en el primado”. 12 Y. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p. 464. 4 Möhler añadió trece “apéndices”, sobre algunas cuestiones puntuales que alude a lo largo de La Unidad pero que, por brevedad, prefirió remitir su desarrollo a esa zona final. Como vemos, el presupuesto de la obra de Möhler es: “El espíritu se edifica su cuerpo”. “La constitución entera de la Iglesia no es otra cosa que el amor encarnado” (cfr. § 64). Este nuevo principio de su eclesiología transforma sus anteriores imágenes de la Iglesia. En sus Lecciones de Derecho canónico, la Iglesia era ante todo instituciones externas (culto, magisterio, constitución) para transmitir al individuo la fe y los sacramentos. La Iglesia surgía “de fuera adentro”. Ahora, en cambio, hace notar Möhler que los teólogos que sólo miran lo que aparece de la Iglesia, sin alcanzar su vida íntima, tienen de la Iglesia Católica una idea empobrecida, meramente institucional. Eso supondría que Jesucristo habría mandado a sus discípulos unirse sólo por fuera, pero sin crear en ellos la necesidad interior de una estrecha conexión. Esta perspectiva separaría Iglesia y fieles, en lugar de unirlos: la Iglesia sería algo distinto a ellos. Sería sólo institución y no communio, diríamos hoy. Pero al Möhler de La Unidad tampoco le satisface la idea de una Iglesia sólo comunidad de fe y caridad —desvinculada de la Iglesia como institución—, como expuso en las reseñas de la “Theologische Quartalschrift”. El Espíritu Santo no puede estar desvinculado del ministerio jerárquico en la Iglesia. Según sus propias palabras, ¿puede hablarse de comunidad del pueblo cristiano, si el Espíritu sólo irrumpe de manera puntual, se retira luego y no quiere ligarse a ningún oficio o ministerio? (cfr. § 26). Este planteamiento le recuerda a Möhler la acción del Espíritu en el Antiguo Testamento, “cuando sólo por chispazos y con interrupciones descendía acá y allá sobre algunos individuos”, de modo que se perdía todo en particularidades (cfr. § 2). Le parece un individualismo incapaz de ser fundamento de la comunión. Ahora, en cambio, en la nueva economía salvífica, el Espíritu ha ligado su acción a la Iglesia, como se ve en Pentecostés: el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad entera reunida. Sólo esta vez —y para siempre— comunicó el Espíritu de manera inmediata el nuevo principio de vida. El Espíritu ya no abandona a la Iglesia, sino que permanentemente le da la Vida. La totalidad de los creyentes, llena del Espíritu, la Iglesia, es así principio vital, maternal, siempre renovado (cfr. § 2). Esto es lo propio de la economía cristiana. La totalidad de los creyentes es el órgano de la acción saludable del Espíritu. La nueva vida sólo nace en nosotros de la comunión de los creyentes (cfr. § 27) y ella a su vez producirá vida igual en los que aún no viven, es decir, una transmisión por “generación” de la vida divina de quien ya la vive (cfr. § 3). En adelante, vige la ley de que “nadie pueda recibir la vida inmediatamente, como ellos [los Apóstoles], sino que la nueva vida nacida en ellos engendre otra semejante en los otros” (cfr. § 3). El individuo no puede, por sí solo, participar de los bienes de salvación; la salvación cristiana, que es santidad de vida, depende de la comunión con los otros. En la Iglesia, cada uno vive siempre del otro y con el otro (cfr. § 3). Dios no mora donde hay aislamiento y separación (cfr. § 27). Esta nueva concepción de La Unidad arranca, por tanto, del Espíritu Santo como principio invisible que configura el organismo eclesial. 3. El Espíritu Santo, principio configurador del organismo eclesial Del Espíritu Santo brota lo externo, que surge de dentro, y por “dentro” entiende Möhler la conciencia de la Revelación de Cristo comunicada por el Espíritu Santo. Lo de dentro es lo primero y radical, y lo de fuera sigue siempre, porque es manifestación de lo interiormente poseído (cfr. § 8). Antes, en sus Lecciones de Derecho canónico, la conservación de la Revelación por la Iglesia se cumplía con la sola “asistencia” del Espíritu Santo, que habitaría, por decirlo así, como fuera del hombre, y se limitaría a operar sobre él. En cambio, en La Unidad, el Espíritu Santo no dirige la Iglesia desde fuera, “como un cochero a caballo y coche” (cfr. Apéndice I). El Espíritu Santo forma e informa a la Iglesia desde dentro, pues no está en la Iglesia sólo en cuanto a su virtud, sino que mora en ella como su alma o principium unitatis. 5 Antes, Möhler entendía el ministerio, sobre todo el episcopado, como una institución meramente jurídica, anterior e independiente de los fieles. Ahora estima que el ser de la Iglesia brota desde el interior, y su estructura visible, incluido el episcopado, manifiesta su ser. Como toda la comunidad está fundada en el amor, la estructura de la Iglesia se remonta también a la caridad del Espíritu de Cristo, que funda la comunión. La unidad del Espíritu y la Iglesia es tan estrecha para el Möhler de La Unidad que ambos no se comportan como magnitudes yuxtapuestas. El Espíritu no elige por órgano suyo la comunidad ya existente por sí misma, sino que esta comunidad de creyentes la ha formado Él mismo, al infundir en los corazones de los fieles la fuerza unitiva de la caridad. No es un elemento externo lo que ha unido a los discípulos; lo que une desde dentro, haciendo surgir la comunidad, es la caridad del Espíritu Santo que los anima en lo más profundo, alejando todo amor propio, atrayéndolos a todos, uniéndolos en una unidad visible, una Iglesia, cuyo vínculo profundo es la caridad (cfr. § 49). Es fácil percatarse de la distancia que media entre esta imagen de la Iglesia, como una gran “vida común” (cfr. § 1), y la Iglesia de los individuos aislados, auspiciada por la Ilustración. En La Unidad, la convocación de los creyentes que el Padre hace por Cristo consiste en la donación del Espíritu de su Hijo, que hace surgir “desde dentro” lo que Cristo les ha hecho resonar “desde fuera”. La Iglesia no se presenta ya como mera institución frente a los fieles. La Iglesia se ha hecho “el más íntimo asunto de los cristianos” (§ 49). A la vez desaparece en La Unidad el misticismo extremoso que Möhler apuntaba en la “Theologische Quartalschrift” y que ponía en peligro el lado visible de la Iglesia. En La Unidad relaciona Espíritu y ministerio, caridad y estructura de la Iglesia. No sólo concede Möhler que, junto a su lado invisible, tiene la Iglesia un lado visible, sino que su empeño es demostrar que lo visible es tan necesario que, sin él, el principio místico del Espíritu dejaría de existir en la Iglesia. Está latiendo en La Unidad —sin emerger todavía— la relación de lo invisible y lo visible como relación entre comunión y sacramento de la comunión, diríamos hoy. Möhler lo explica así. Primeramente, observa una analogía. La ley vigente en el mundo es que el espíritu está ligado en su existir y obrar al cuerpo, y, si el espíritu se desprende del cuerpo, equivale a desaparecer de este mundo. También el Espíritu Santo obra de esta forma. Si el Espíritu ha de estar, por esencia y poder, en la Iglesia, su modo de hacerlo es mediante un organismo visible. Si quisiera desprenderse de su propio organismo, no tendría ya verdadero ser. No haría sino andar errante en manifestaciones dudosas, sin poderse reconocer a sí mismo como espíritu cristiano, ni hacerse reconocer por otros (cfr. § 49). Dicho de otra manera: para Möhler, no hay cristianismo sin Iglesia. En segundo lugar, Möhler atribuye al Espíritu Santo la función de alma, el principio vital que se forma su cuerpo y los órganos corporales de que necesita (cfr. § 49). Con la donación del Espíritu que Cristo envía de parte del Padre a la humanidad, tenía que darse un nuevo fenómeno, un cuerpo, que le correspondiera: el organismo visible de la Iglesia. Así, Espíritu y cuerpo de la Iglesia forman el organismo único, a la vez espiritual y visible. Los ministerios eclesiásticos pasan a ser estructuras del Espíritu Santo. Si antes, para Möhler, la custodia de la fe no dependía sólo del ministerio, y podía darse sin él y hasta contra él, ahora reconoce una conexión viva y necesaria entre el depósito de la fe y el ministerio sagrado. Sólo la predicación por el oficio apostólico garantiza la duración, seguridad y eficacia del Evangelio. Sin ella quedaría todo dudoso, vago e impotente (cfr. § 50). Antes, para Möhler, no se era apto para transmitir la Revelación por el hecho de ser obispo, sino que se le hacía obispo por ser persona capaz de predicar, sin falsear, la palabra de Dios; ahora, el factor capital no es la persona del obispo como tal —sus cualidades, aunque posea la mejor capacidad docente—, sino su condición de centro de unidad, es decir, su ministerio (cfr. § 50). La comunidad, por la caridad que en ella derrama el Espíritu, engendra de sí y configura el ministerio eclesial, como copia del ejemplar primero de ministerio apostólico, al que Jesús dio vida. 6 Sacerdocio común y sacerdocio ministerial se diferencian. Pero Möhler no funda ahora la diferencia en el derecho, sino partiendo del Espíritu Santo. Ahora no habla Möhler únicamente de la vida que el Espíritu suscita de modo igual en todos los fieles, sino que llama también la atención sobre los distintos dones que otorga el mismo Espíritu. En esta distinción de dones ve fundada la diferencia entre clero y laicos (cfr. § 54). El ministerio es estructura viva de la caridad de los creyentes, don que es del Espíritu Santo. El obispo se presenta como imagen personificada de la caridad de una iglesia local. Y así como la comunidad particular saca de sí al obispo como su imagen personificada, así la unidad superior tiene en el metropolita la expresión visible de su amor y caridad; y la unidad del episcopado universal, tiene personificado el centrum unitatis, en el obispo de Roma (cfr. § 70). Con ello llega a su término el desarrollo del organismo de la Iglesia como obra del Espíritu. 4. Límites de la concepción möhleriana de La Unidad Fue llamativo el impacto que produjo en su tiempo la obra de Möhler. La Unidad recuperaba un patrimonio tradicional que en su tiempo habían caído en desuso en la consideración teológica. Poco después de la muerte de Möhler, su discípulo Franz Anton Staudenmaier recuerda la poderosa impresión que le produjo la lectura de La Unidad: “Sentía júbilo y alegría por la Iglesia, la gran obra de Dios, y daba gracias al cielo de haber nacido en ella. Möhler había penetrado en esta obra divina con espíritu a par profundo y suave, como acaso nadie antes de él” 13. Todavía después de medio siglo, en 1879, Döllinger decía: “El aliento cálido e íntimo que proviene del libro, la imagen inspirada de la Iglesia, trazada según el espíritu de los Padres, nos hechizaba a todos los jóvenes. Nos parecía que, de entre los escombros y malezas de tiempos posteriores, había Möhler descubierto un cristianismo de vida fresca. El ideal de la Iglesia de Cristo apareció súbitamente ante nuestros ojos maravillados, y cuanto más se lo elaboraba en sus rasgos particulares y se lo destacara en su belleza señera, tanto mayor sería, creímos nosotros, su fuerza de atracción” 14. Pero junto a la alabanza vino la crítica. Sería extraño que en una obra de juventud todo fuera afortunado en sus formulaciones concretas. Möhler era consciente de ello y reconocía los límites de La Unidad. Poco después de su publicación, escribía a su amigo Josef Lipp: “Hubiera deseado que me hubieses hecho notar las equivocaciones, los errores referentes a la disposición y orden de los los datos y las ideas. Quien está conmovido por la materia que trata, muy fácilmente se deja llevar más allá de los límites, y mezcla lo que es verdadero con lo que es falso, o por lo menos unilateral (Einseitiges)”15. Lo que no le dijo el amigo Lipp le iba a llegar a Möhler por otra vía más ingrata. El joven Privatdozent recibió en 1828 una invitación para incorporarse como Ordinario a la Facultad de Teología de Bonn. A Möhler le agradaba la idea. El Gobierno prusiano se dirigió al Arzobispo de Colonia, para saber si daría la venia al nuevo Profesor. La respuesta fue negativa16, apoyada en el dictamen de Georg Hermes, su teólogo asesor, que convenció al Arzobispo que el “principio del Catolicismo” de Möhler era anticatólico, schwärmerisch [los “entusiastas”: grupo protestante] e incluso panteísta17. No se conserva el texto del dictamen de Hermes, que el Arzobispo adjuntaba a su carta. Hay que decir que si alguien estaba en malas condiciones para entender la manera möhleriana de teologizar era precisamente el “semirracionalista” Georg Hermes, cuyas tesis serían luego condenadas por la Iglesia18, pero cuyo peso era entonces grande en la Alemania católica. En “Freiburger Zeitschrift für Theologie”, 1845, 493 ss. F. FRIEDRICH, Ignaz von Döllinger I, München 1899, p. 150. 15 Carta de 23-I-1826, en Lösch, I, 254-255. 16 Texto de la carta de Von Spiegel en St. LÖSCH I, pp. 179-182; y S. MERKLE, Möhler, “Historisches Jahrbuch” 59 (1939), pp. 66-67. 17 Cfr. St. LÖSCH I, pp. 180 nota 4. 18 Vid. J. M. GÓMEZ HERAS, Georg Hermes, en “Gran Enciclopedia Rialp”, Vol. 11, pp. 708-9. 13 14 7 ¿Cuál es el límite fundamental de La Unidad? El reproche común de la crítica histórico-teológica ha sido su unilateralidad pneumatológica, con olvido del fundamento cristológico de la Iglesia. Lo cual es cierto. Pero algunos se engañaron al inicio del s. XX acerca del origen de esa polarización. “Han creído —escribe Congar— que la Iglesia visible era para él no tanto una institución procedente de Cristo como un producto espontáneo del Espíritu de amor, y han hecho de Möhler el padre de un modernismo de estilo tyrreliano. Hay aquí un error enorme. Que, en La Unidad, Möhler haya destacado muy poco el papel y el origen divino del elemento institucional, es un hecho que se puede conceder. Pero, incluso en La Unidad no niega este elemento; hace resaltar solamente que es secundario y por lo mismo, segundo. Su pensamiento acerca de este punto tendrá que completarse aún” 19. En efecto, se redimensionará en la Simbólica. Pero importa decir que el núcleo cristológico de la eclesiología está presente también en La Unidad. Sucede que Möhler, al escribir La Unidad, presupone la fundación histórica de la Iglesia por Jesús, y de hecho se refiere a la institución por Cristo en varios momentos. Paradigmático es el Prólogo, donde parece anticiparse a las críticas. Leamos: “Acaso sorprenda que no haya empezado más bien por Cristo, centro de nuestra fe. Pudiera desde luego haber comenzado contando que Cristo, Hijo de Dios, fue enviado por el Padre, para ser nuestro redentor y maestro, prometió el Espíritu Santo y cumplió su promesa. Pero no he querido repetir lo que es justo dar por sabido, sino entrar en seguida en materia”. Afirmada, pues, la cristología que fundamenta la Iglesia —que es lo conocido, “lo que es justo dar por sabido”— Möhler quiere exponer lo preterido, lo que ignoran los ilustrados, lo que en cambio conocían los Padres de la Iglesia y que a él, al descubrirlo, le ha llegado hasta las fibras más profundas de su alma: ¡la Iglesia viviendo por el Espíritu Santo!20. Y lo expone con pasión y fuerza juvenil. Con unilateralidad también. Pero no de manera herética. Hoy, en efecto, carece de todo crédito la teoría de principios de siglo XX que quería ver en Möhler un precedente modernista. No es así. La unilateralidad pneumatológica de La Unidad no procede de Schelling ni de Schleiermacher, sino de la impresión que produce en el Möhler ilustrado el descubrimiento de la realidad mistérica de la Iglesia, movida por el Espíritu Santo, que se le hace tan evidente leyendo a los Padres. Tal vez haya sido un teólogo de la Iglesia Ortodoxa, Paul Evdokimov, quien nos ofrece —en otro contexto— una fórmula que refleja lo que Möhler pensaba en La Unidad acerca de Cristo y el Espíritu Santo en la originación de la Iglesia: “En el decurso de la misión terrena de Cristo la relación de los hombres con el Espíritu Santo se operaba sólo con y en Cristo. En cambio, después de Pentecostés es la relación con Cristo la que se opera solo en y con el Espíritu Santo. La Ascensión nos sustrae la visibilidad histórica de Cristo, pero en Pentecostés el Espíritu Santo restituye al mundo la presencia interiorizada de Cristo y la revela no delante sino dentro de sus discípulos”21. Este es el núcleo del pensamiento de Möhler. Möhler no desconoce la acción histórica fundacional de Jesucristo. Para él, “la Iglesia es la reconciliación de los hombres con Dios, hecha realidad por Cristo; reconciliados con Dios por Cristo, los hombres están también reconciliados entre sí, y son y representan una unidad con Él, no menos que entre sí mismos” (§ 64). La obra de la redención objetivamente cumplida en Cristo, pertenece a lo que “era justo dar por sabido”. Pero Möhler está impaciente por “entrar en materia”, es decir, por considerar la Iglesia como reconciliación realizada en los fieles por el Espíritu. Los fieles son Cuerpo en Cristo, y Möhler se propone explicar que ese misterio acontece porque el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, engendra y forma este cuerpo (cfr. La Unidad § 1). De modo análogo a coY. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, pp. 454-455. Franz Anton Staudenmaier subrayaba también las razones de este proceder, al recensionar La Unidad: Möhler “en su libro no trata formalmente de la divina fundación de la Iglesia por Cristo, sino solo de su desarrollo por el Espíritu Santo, por lo que no trata expresamente lo que da naturalmente por supuesto” (Cfr. F. LAUCHERT, Franz Anton Staudenmaier, Freiburg 1901, p. 40s). 21 P. EVDOKIMOV, L'Esprit Saint dans la tradition orthodoxe, Paris 1969, ed. du Cerf; (Lo Spirito Santo nella tradizione ortodossa, Alba 1983, Ed. Paoline), p. 90. 19 20 8 mo Dios actúa desde su presencia interior en el mundo, el Espíritu Santo actúa en la Iglesia estando interiormente en ella. Ahora bien, Möhler cometió la imprudencia de pensar que en eclesiología la cristología podía darse por supuesta —“por sabida”, como él dice— y “agregarle”, sin más, la pneumatología. La consecuencia es que, entonces, el discurso pneumatológico aparece con una carencia cristológica, que da lugar a formulaciones sorprendentes para quien no presuponga lo que Möhler presupone. Möhler, en efecto, no supo aquilatar todas sus afirmaciones. Según algunas de ellas, el cuerpo eclesial parece tan sólo la materialización externa del Espíritu, lo que en sí mismo resulta inaceptable en sana eclesiología. Si se entendiera la institución visible de la Iglesia como pura expresión del Espíritu Santo, cabría considerar al episcopado, no tanto como un oficio que tiene su fundamento en Jesucristo, sino más bien como una creación de la comunidad cristiana impulsada por el Espíritu. De modo análogo, el Papa vendría a ser sólo la expresión de la unidad total de la Iglesia, sin ver en él un primado sin conexión cristológica. Por supuesto, incluso para el Möhler de La Unidad, las expresiones visibles no son productos meramente humanos, sino que el ministerio de sucesión apostólica es de institución divina (cfr. §§ 50, 53, 67). Esto es cierto; pero no lo es menos que, al no partir Möhler explícitamente del principio cristológico, la preterición de aquello que, según él, “es justo dar por sabido”, originó perplejidad en algunos. Ya hemos aludido a los recelos del Arzobispo de Colonia ante La Unidad. Möhler se quedó sin la promoción a Bonn, pero todo ello fue ocasión para que nos dejara — seis años después, cuando estaba en la cumbre de su prestigio teológico— un hermoso testimonio de su espíritu eclesial. En carta a un colega escribía el 12 de abril de 1834: “No puedo hacer otra cosa que reconocer y apreciar el modo de actuar de Su Excelencia el Arzobispo. En efecto, de una parte, nuestro tiempo tiene necesidad grande de que la doctrina y la disciplina vengan custodiadas con fuerza en la Iglesia, y, de otra, no puedo negar que el juicio... pronunciado por el Vicariato de Su Excelencia el Arzobispo sobre mi escrito inmaduro, La Unidad, sea justo en todo. Ciertamente, no intenté afirmar nada extraño al catolicismo, pero la literalidad del libro lo expresa, por más que mis aportaciones posteriores lo hayan corregido... No puedo pretender ahora ser juzgado según mi pensamiento real y no según la letra de mis palabras; son estas las que valen por sí mismas para expresar el espíritu. En fin, incluso me alegro de que el señor Arzobispo vigile con tanto cuidado por la doctrina de la Iglesia”22. Möhler, que se da cuenta de que ha sido juzgado en la literalidad de sus palabras, no por el conjunto y dinámica de su pensamiento, reacciona como quien ha buscado en todo momento sentir y pensar cum Ecclesia. Por eso, Möhler, dándose cuenta de lo que le faltaba, se negaría a reeditar La Unidad hasta el fin de su vida. La síntesis eclesiológica de cristología y pneumatología sólo aparecerá en la Simbólica23. Su contacto con los grandes escolásticos, y la necesidad metodológica de afirmar nítidamente la doctrina católica frente al protestantismo, le llevará a reconsiderar algunas expresiones de La Unidad. Lo que en la obra juvenil había quedado implícito —o equívocamente formulado— sale ahora a la luz. 5. La Simbólica, síntesis de la eclesiología de Möhler En la Simbólica la institución visible no es ya sólo expresión del contenido espiritual interior, de la realidad de gracia, sino a la vez el medio querido por Cristo para procurarlo. No es la comunidad Carta a von Schmidlin. LÖSCH I, 201. Cfr. ed. GEISELMANN, p. [83]. Para la evolución y cambio del concepto de Iglesia en Möhler después de la “Unidad”, cf. J. R. GEISELMANN, Der Einfluss der Christologie des Konzils von Chalkedon auf die Theologie Joh. Ad. Möhler en: Das Konzil von Chalkedon, ed. por Al. GRILLMEIER y Hr. BACHT, III (1954), pp. 341-420. Y. CONGAR, Dogma cristológico y eclesiología. Verdad y límites de un paralelo, en Santa Iglesia, Barcelona 1965, pp. 65-96; aparecido originariamente en Das Konzil von Chalkedon, cit., pp. 239-268. 22 23 9 de los creyentes la que engendra al Obispo. Los obispos tienen su origen en el Verbo encarnado quien, con la institución de los Doce, origina la ordenación de la Iglesia. Por sucesión ininterrumpida, transmiten su misión. La Iglesia, que existe en numerosas Iglesias particulares, necesita una Cabeza visible, un órgano de la Iglesia universal, y lo encuentra, por voluntad de Cristo, en el Romano Pontífice. El Papa aparece como el fundamento de esa estructura de comunión. La Simbólica ofrece, pues, un cuadro más maduro. En ella encontramos su conocida definición de la Iglesia: “Por Iglesia de la tierra entienden los católicos la sociedad visible de todos los creyentes fundada por Cristo, en la que, bajo la dirección del Espíritu de Cristo mismo y por medio de un apostolado ordenado por Él y de perpetua duración, se continúan hasta el final de los tiempos las actividades que El desarrolló durante su vida para santificación y salvación de los hombres; y en la que, en el curso de la historia, todos los pueblos son reconducidos hacia Dios” (§ 36). Aquí vemos a Cristo, al Espíritu y a la jerarquía entrando en la definición de la Iglesia: “Los católicos enseñan: la Iglesia visible es lo primero, luego viene la invisible. Los luteranos dicen al revés: de la Iglesia invisible sale la visible, y aquélla es el fundamento de ésta. En este contraste, aparentemente tan pequeño, se expresa la más profunda diferencia” (§ 48). En la Simbólica Möhler, no olvida la función del Espíritu Santo, pero la integra en la misión de Cristo. El misterio de la Iglesia se encuentra en la analogía con el misterio del Verbo Encarnado: “[La Iglesia es] una congregación visible de hombres, una sociedad que entra por los ojos: la última razón de la visibilidad de la Iglesia radica en la encarnación del Verbo de Dios” (§ 36). Möhler resitúa el valor de la comunidad a la luz de la Encarnación. La naturaleza humana de Cristo pasa a un primer plano, y Möhler advierte la importancia de la “misión” del Hijo, manifestación visible de la autoridad de Dios. De ahí que la Iglesia no sea sin más una emanación del Espíritu, ya que también está fundada sobre la autoridad visible del Cristo-hombre que habla en nombre de Dios. Esta autoridad histórica de Cristo sólo puede transmitirse a las generaciones en la Iglesia. La Iglesia no es sólo fruto de la acción del Espíritu, sino también de la autoridad de Cristo, que ha constituido a los obispos continuadores de su obra redentora. No basta el impulso a la unidad con los demás para garantizar la verdad de la fe: si la comunidad de la que formamos parte está dominada por el error, también lo será el individuo que forma parte de ella. Por este motivo, es necesaria la intervención divina que desde el exterior garantice la verdad religiosa. Esa intervención de Dios es precisamente la encarnación del Verbo. En consecuencia, la visibilidad de la Iglesia no se debe sólo a una acomodación a la naturaleza humana, ni tampoco es sólo la manifestación externa de una fuerza interior, como decía en La Unidad. La Iglesia es visible porque reitera la visibilidad de la encarnación: como Cristo es Dios y hombre, así la Iglesia es humana y divina, visible y espiritual. De aquí procede la realidad sacramental y jerárquica de la Iglesia. En la Simbólica la cristología no queda presupuesta, como en La Unidad, sino que esta metodológicamente operativa. El Espíritu continúa viviendo y actuando en la Iglesia, pero como Espíritu de Cristo, enviado por Él. La Iglesia es una Pentecostés continuada, sí, pero del Espíritu del Verbo Encarnado; y la acción del Espíritu se realiza por medio de signos visibles, en los sacramentos, en los predicadores de la verdad. 6. La recepción de la eclesiología möhleriana en el s. XX Aparte de las expresiones desafortunadas, la imagen esbozada en La Unidad, equilibrada con los elementos que Möhler no supo entonces explicitar, influyó de tal modo que hoy se le reconoce como precursor de la eclesiología que desembocó en el Concilio Vaticano II. Bien directamente, o bien a través de su influjo en los teólogos de la Escuela Romana (especialmente en Perrone), el pensamiento de Möhler prestará buenos servicios, como puede comprobarse en las anotaciones al esquema sobre la Iglesia del Concilio Vaticano I, donde aparece citado tres veces; o en el trasfondo de la Enc. Satis cognitum de León XIII (1896), pasando por la encíclica 10 Mystici Corporis de Pío XII (1943), hasta llegar a la Const. dogm. Lumen gentium del Concilio Vaticano II. Cabe hablar de una “primera recepción” de Möhler entre los impulsores del renacimiento católico del s. XX. Como es sabido, la reflexión teológica conoció una extraordinaria vitalidad a partir de mediados del siglo pasado, con una fuerte repercusión apostólica y espiritual. Primero en Alemania. En 1925, cien años después de su aparición se editó de nuevo La Unidad en el marco del movimiento renovador alemán después de la I Guerra mundial. Dos años antes, al impartir Karl Adam sus famosas lecciones sobre la esencia del catolicismo en la Universidad de Tubinga, se había inspirado en el pensamiento central de La Unidad: que sólo la totalidad de los creyentes, que es la Iglesia, es lo suficientemente amplia para abarcar la grandeza de Cristo, Dios hecho hombre. También influyeron otros aspectos de la teología de Möhler: la dimensión comunitaria de la vida cristiana como existencia inserta en la Iglesia, y desplegada en los sacramentos, el culto, etc. 24 Los movimientos de espiritualidad conectaban de manera connatural con estos planteamientos de Möhler. Las difíciles circunstancias materiales y la vivencia cristiana de la solidaridad en los años bélicos, junto con el desarrollo de la vida litúrgica y la toma de conciencia de la responsabilidad de los laicos, avivaron la sensibilidad hacia la enseñanza paulina de la Iglesia-Cuerpo de Cristo. En este clima espiritual y teológico resultaba natural sintonizar con el teólogo de Tubinga, que presentaba la Iglesia en su dimensión de misterio, animada por el Espíritu. “„La Iglesia despierta en las almas‟. Cuando Guardini pronunció esta frase —comenta el card. Ratzinger— sabía muy bien lo que se decía, porque justamente en ella se expresaba el hecho de que la Iglesia se había por fin reconocido y experimentado como una realidad interior, que no se yergue ante nosotros como una institución cualquiera, sino que vive en nosotros mismos. Si hasta entonces la Iglesia se había visto, sobre todo, como estructura y organización, ahora, por fin, se toma conciencia de que nosotros mismos somos la Iglesia; ésta es más que una organización: es el organismo del Espíritu Santo, una realidad vital que nos abraza a todos desde nuestra raíz más íntima. Esta nueva conciencia de Iglesia encontró su expresión lingüística en el concepto de „Cuerpo místico de Cristo‟”. Otro momento importante de esta “primera recepción” fue la celebración en ámbito francófono del centenario del fallecimiento de Möhler, con las conferencias reunidas en torno al tema: L'Église est Une. Hommage à Möhler, (editadas por P. Chaillet, en 1939). Según Congar, Möhler y la Escuela de Tubinga, “tuvieron un doble mérito: primero, el de encontrar de nuevo el sentido cristológico y el papel soteriológico de la Iglesia: cuando no se veía en ella más que la autoridad que determinaba el contenido de la fe, comprendieron nuevamente aquel sentido como restauración de la comunión de los hombres con Dios y entre ellos; segundo, el de liberar la eclesiología de una perspectiva bastante racionalista —en la que su carácter de sociedad venía establecida como categoría filosófica general—, mostrando cómo la dimensión comunitaria procede de su exigencia interior más espiritual, y en última instancia del Espíritu Santo”25. Y añadía: “La importancia de Möhler y de la escuela de Tubinga... es haber abierto —o reabierto— el capítulo de una consideración verdaderamente teo-lógica y sobrenatural de la Iglesia” 26. No es de extrañar que La Unidad en la Iglesia fuera el segundo volumen, publicado en 1938, de la colección francesa “Unam Sanctam”, destinada a repensar la eclesiología. Congar, quien la dirigía, la calificó en aquel momento como «fuente abundante donde buscar la noción viva y dinámica de la Iglesia que todos actualmente tratan de restaurar» 27. Estas palabras revelan la convicción de que la obra del teólogo alemán podía sugerir importantes horizontes para las inquietudes del momento. Así lo explicaba el ilustre eclesiólogo francés en 1938: “Tenemos, en efecto, en este libro un Recuérdese el libro, que marcó época, de H. DE LUBAC, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme, Paris 1938. Y. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p. 38. 26 Y. CONGAR, Eclesiología. Desde san Agustín hasta nuestros días, Madrid 1976, p. 264. 27 Vid. Y. CONGAR, Compte-rendu de la reédition du livre de Möhler, «L'Unité dans l'Église», en “Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques” 27 (1938) p. 657. 24 25 11 ejemplo —imperfecto, ciertamente, en no pocos puntos, pero en cuanto a lo esencial bien logrado y representativo— del trabajo teológico por vía de retorno a las fuentes sumergiéndose en ellas. Y en esto hemos reconocido precisamente uno de los movimientos y uno de los llamamientos de nuestro tiempo”28. Möhler significaba un cambio en la manera de afrontar el tratamiento de la Iglesia: “Möhler ha encontrado en los Padres, y nos la ofrece, la idea de una Iglesia cuyo elemento de institución humana no es más que la manifestación (…) de un espíritu interior que viene del Padre y es el mismo don del Espíritu de Dios; de una Iglesia en que la profesión de fe proviene de una revelación (de una gracia interior) del Padre que está en los cielos y en que la recta profesión de fe ortodoxa está unida a una vida de comunión en el amor fraterno; de una Iglesia, en fin, en cuya vida todos los miembros tienen parte, cada uno por su cuenta y según su función, pero de una manera que les hace ser, en toda verdad, miembros los unos de los otros”29. 7. La vigencia de Möhler Cabe preguntarse si Möhler ha perdido interés, cuando muchos de sus planteamientos se han convertido en patrimonio común a los 50 años de la celebración del concilio Vaticano II. A mi juicio, Möhler es una invitación permanente a redescubrir el sentido mistérico de la Iglesia, y a entenderla no desde las fuerzas humanas, sino desde el don del Espíritu. Su teología permite una adecuada comprensión de la eclesiología conciliar, y ver en la communio la auténtica índole de la Iglesia. De la eclesiología de comunión dijo el Sínodo extraordinario de los Obispos de 1985 que era una idea central de la eclesiología del Vaticano II y que parecía muy adecuado para expresar el “núcleo profundo” del misterio de la Iglesia. Hoy es difícilmente comprensible una eclesiología que no incorpore este concepto: la Iglesia es comunión. Sin embargo, cuando se habla de la communio no pocas veces se tiene la impresión de que se usa el término como palabra que legitima cualquier discurso. Incluso algunos plantean una dialéctica entre eclesiología jurídica y eclesiología de comunión. La eclesiología, a lo largo de su historia, ha sufrido estas tensiones entre aspectos que parecían excluyentes (visible-invisible; carisma-institución; comunidad-ministerio; etc.), cuando en realidad son dimensiones igualmente pertenecientes al misterio de la Iglesia. Möhler ayuda a superar esa oposición. “Möhler —escribe Ricardo Blázquez— nos prestará un servicio inestimable para comprender cómo la „communio‟ no es un afecto indefinido sino una realidad orgánica, que reclama internamente formas jurídicas; y cómo la comunión de Iglesias implica en su dinamismo la existencia de un centro de comunión” 30. Por otra parte, frente al predominio de “parcialidades” y “aislamientos”, Möhler vincula la fe a la comunión con la totalidad de los pastores y de los fieles. Para Möhler la Tradición auténtica es transmisión de una verdad vivida en la comunión del cuerpo entero de la Iglesia 31. La idea de Möhler, tan querida a Henri de Lubac, es ésta: mi fe es católica porque la profeso in Ecclesia32; cada fiel está garantizado en la verdad sólo en el seno de la Iglesia33. Uno es creyente en la comunión del todo en cuanto se comporta ut pars, como parte del todo, que es la condición de posibilidad de su misma fe; la garantía y el signo de participar de la Verdad. Finalmente, sus llamadas de atención sobre la vida de comunión en el amor fraterno recobran su sentido profético, cuando hoy nos planteamos la corresponsabilidad de todos en la Iglesia, la comunión en la diversidad, la aceptación de las diferencias en las tareas, vocaciones y ministerios. Por Y. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p. 14. Y. CONGAR, Santa Iglesia, Barcelona 1965, p. 465. 30 R. BLÁZQUEZ, El ministerio eclesial en J. A. Möhler, en La Iglesia del Vaticano II, Salamanca 1988, pp. 248-249. 31 Cfr. P. CHAILLET, La Tradition vivante, en “Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques” 27 (1938) pp. 161183. 32 H. DE LUBAC, La foi catholique, Aubier, Paris 21970, pp. 194-204. Ya decía con profundidad Tomás de Aquino que el creyente siempre recita el Credo in persona Ecclesiae 33 Cfr. también Y. Congar, Catholicité, en “Catholicisme”, t. II, Paris 1949, cols. 722-725. 28 29 12 eso, quisiera concluir citando las palabras con las que Möhler concluye su libro La Unidad, y que nunca perderán vigencia. “Dos extremos son posibles en la vida eclesiástica y los dos llevan por nombre egoísmo: que cada uno quiera serlo todo [alles], o que quiera serlo uno solo”. Breve bibliografía en español Johann Adam Möhler, La unidad en la Iglesia, edición, introducción y notas de Pedro Rodríguez y José R. Villar; trad.: Daniel Ruiz Bueno, Eunate, Pamplona 1996. Johann Adam Möhler, Simbólica o exposición de las diferencias dogmáticas de católicos y protestantes según sus públicas profesiones de fe, edición, introducción y notas de Pedro Rodríguez y José R. Villar; trad. de Daniel Ruiz Bueno Cristiandad, Madrid 2000 Johann Adam Möhler, El celibato sacerdotal, introducción, traducción y notas a cargo de Pedro Rodríguez y José R. Villar, Encuentro, Madrid 2012. Blázquez, Ricardo, El ministerio eclesial en J. A. Möhler, en Idem, La Iglesia del Vaticano II, Salamanca 1988. Blázquez, Ricardo, La actualidad de un libro: «La Unidad en la Iglesia», de J A. Möhler: Scripta Theologica 28 (1996) 827-837. Wagner, Harald. Johann Adam Möhler y la teología actual: Revelación-Iglesia-Ecumenismo, Scripta Theologica 28 (1996) 793-808. Rodríguez, Pedro, «La Unidad en la Iglesia» en la teología de Johann Adam Möhler, Scripta Theologica 28 (1996) 809-825 13