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Diócesis Nivariense “Moderna crisis del Sacramento de la Penitencia y dimensión eclesial en el Concilio Vaticano II” FORMACIÓN PERMANENTE DEL CLERO CURSO 2010/2011 La Laguna, 16 de febrero de 2011 “Moderna crisis del Sacramento de la Penitencia y dimensión eclesial en el Concilio Vaticano II” Introducción: Buenos días. Nos volvemos a ver y me vuelven a escuchar. Esta vez no pongo voz al trabajo de otro; esta vez, quizás por este motivo con mayor pudor, les ofrezco mi propio trabajo. Quisiera por ello ofrecerle dos ideas iniciales que justifiquen lo que tienen en sus manos: la primera es que el esfuerzo ha consistido fundamentalmente en recopilar datos ya existentes y editados; y la segunda idea es que ésta, pretende ser, una de las posibles formas de exponer un tema tan amplio como el del Sacramento de la Penitencia en, y desde, el Concilio Vaticano II. Hasta hoy, en estas sesiones de formación permanente, hemos recorrido la historia de la comprensión que en la Iglesia hemos ido haciendo del misterio del perdón de Dios. Partimos de la realidad (Sr. Obispo) y de la dimensión antropológica del misterio de la culpa y el perdón (D. José Manuel García Matos); pusimos la mirada en la Sagrada Escritura y descubrimos el misterio de la Misericordia de Dios tanto en el Antiguo Testamente (D. José F. Concepción Checa) como en el Nuevo Testamento (D. Joaquín Herba Meizoso). Cristo se nos presentó como la manifestación del amor de Dios -amor real y experimentable- que nos ofrece el sentido de lo real, la conversión verdadera y la fuente de la santidad. Esa certeza y novedad, la vivieron los cristianos de la primera hora en la toma de conciencia del modo de acceder a dicha misericordia y a la gracia del perdón (D. Macario Manuel López García), haciéndose extensiva, de diferentes formas, a lo largo de todo el primer milenio de la vida de la Iglesia (D. Miguel Ángel Navarro Mederos). Fue en la Edad Media, con Santo Tomás de Aquino, cuando se realizó la primera síntesis teológica sobre el Sacramento (D. José Domingo Morales Hernández) que quedó dogmáticamente definida en el Concilio de Trento (D. Rubén J, Fagundo García). Desde entonces, y hasta el Concilio Vaticano II, el modo, la forma, la comprensión, la vivencia, etc., del sacramento de la Penitencia, fue común y vivido en la comunidad cristiana sin especiales sobresaltos. Hoy vamos a poner la mirada en el Concilio Vaticano II. Y vamos a intentar ofrecer algunas pinceladas en torno a la denominada “crisis” del sacramento de la Penitencia, pues ella fue la que motivó la reforma y sigue motivando nuestro esfuerzo por comprender y ofrecer el perdón de Dios. Entendemos crisis como la dificultad de los fieles y los ministros de la Iglesia a la hora de vivir este don sacramental. 1.- Un poco que historia. Un recorrido muy breve, porque se trata de recordar lo que ya se ha ido indicando a lo largo de las sesiones anteriores. Son diversos y profundos los interrogantes que la gente, en general, y los fieles cristianos en particular, hoy, tienen sobre el sacramento de la Penitencia. A pesar de los esfuerzos de renovación realizados después del concilio Vaticano II, el sacramento, sentimos, sigue en crisis. Tal vez el conocimiento de los cambios que se han producido a lo largo de la historia ayuda a resolver el problema. Recordemos algunos: 1. En los seis primeros siglos, se practica la penitencia pública: suponía un proceso de segunda conversión que se realiza después del bautismo. 2. Desde el siglo VII, se generaliza la penitencia privada, que se celebra a solas con el sacerdote y que se puede repetir a lo largo de la vida. 3 3. El concilio Vaticano II establece la revisión del rito penitencial de manera que exprese más claramente "la naturaleza y efecto del sacramento" (SC 72). Penitencia es lo mismo que conversión: implica un cambio de mentalidad, de corazón, de conducta. En los primeros siglos la primera conversión comienza con la respuesta dada a la evangelización primera y se desarrolla en un proceso catecumenal que culmina en la celebración del bautismo. Pero los bautizados pueden caer en pecados. En este caso, se aplica la segunda conversión. Es necesaria si se quiere tener parte de nuevo en la vida de la comunidad. En el Evangelio aparece ya una Iglesia experimentada en la práctica del perdón. Por ejemplo, el pasaje de la corrección fraterna: “Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por las palabras de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil o el publicano. Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 18,15-18). Lo que aquí se dice a todos los discípulos se dice también, de una forma especial, a Pedro (16,19). Las palabras atar y desatar significan separar al pecador de la comunidad y recibirle de nuevo en ella. El Señor resucitado encomienda a sus discípulos la misión de perdonar o retener los pecados: “Recibid el espíritu santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 20,22-23). Por su parte, dice Pablo a la comunidad de Corinto: “Se nos ha confiado el servicio de la reconciliación” (2 Co 5,19). Las parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y del hijo pródigo ponen de relieve la misericordia de Dios (Lc 15). En el Nuevo Testamento, los indicios de una práctica del perdón de pecados graves no son frecuentes, pero los hay. Así, en la comunidad de Corinto al incestuoso se le separa de la comunidad (1 Co 5,1-13). Para alguien que ha ofendido a Pablo, el apóstol pide que se renueve la comunión con él (2 Co 2,5-11). Los adversarios de Pablo intentan, por todos los medios, desprestigiarlo (1012). Hay “(...) discordias, envidias, iras, disputas, calumnias, murmuraciones, insolencias, desórdenes (...)” (12,20). Hay “(...) quienes pecaron y no se convirtieron de sus actos de impureza, fornicación y libertinaje (...)” (12,21; ver Hch 15,29 y Lv 18); si no se convierten, el apóstol obrará sin miramientos (13,2). En la carta de Santiago, se considera la posibilidad de que alguien se desvíe de la verdad (St 5,19-20). En el Apocalipsis se habla de graves pecados (Ap 2,5.16.20ss). Hasta el siglo VII, la Iglesia reconoce tres formas de perdón de los pecados: 1) el bautismo, que limpia al hombre de todo pecado cometido anteriormente; 2) la penitencia cotidiana para los pecados menos graves, mediante la oración, la escucha de la Palabra, la comunicación de bienes (1 Pe 4,8), el ayuno. Además, en la liturgia existe desde el principio una confesión general de los pecados, que sirve de preparación a la eucaristía; 3) la penitencia pública, exigida para pecados graves, como el adulterio, el homicidio y la apostasía (abandono de la fe). El Decálogo indica, en resumen, los límites fuera de los cuales no es posible la comunión (Ex 20; ver Lc 18,20). A propósito del ayuno, se dice en el Pastor de Hermas, libro escrito en Roma a mediados del siglo II: "No sabéis ayunar para el Señor, ni este ayuno inútil que le ofrecéis es de verdad ayuno... Ayuna, en cambio, para Dios un ayuno como éste: no harás mal alguno en tu vida, sino que servirás al Señor con corazón limpio; observa sus mandamientos, caminando en sus preceptos, y ningún deseo malo suba a tu corazón" (Comp. quinta, 4-5). Junto a los del Nuevo Testamento, los testimonios más antiguos sobre la práctica de la penitencia pública pertenecen a los llamados Padres Apostólicos. En la primera carta de Clemente, de finales del siglo I, se dice: "Oremos también nosotros por los que se hallan en algún pecado para que se les conceda modestia y humildad, a fin de que se sometan, no a nosotros, sino a la voluntad de Dios" (56,1). En el Pastor de Hermas se establece claramente el principio de una sola penitencia posterior al bautismo. El cristiano que incurría en pecado grave sólo podía acogerse a ella una vez en la vida: "Cuantos de todo corazón hicieren penitencia (...) y no vuelvan otra vez a añadir pecados a pecados, recibirán del Señor curación de sus pecados pasados" (Comp. octava, 3). A comienzos del siglo III Tertuliano habla de “(...) la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia” (Sobre la penitencia, 4,2). El proceso penitencial de la segunda conversión era el siguiente. En un principio, la confesión como manifestación de los pecados fue realmente menos necesaria: el pecado era público, dado el carácter íntimo y familiar de las primitivas comunidades cristianas. El pecador era separado de la comunidad. La confesión, como reconocimiento del propio pecado (ver Sal 32), se manifestaba públicamente con el ingreso en el orden de los penitentes. El obispo fijaba un período de penitencia según la gravedad del pecado. Cumplida la penitencia, que consistía en dar signos satisfactorios de conversión, se celebraba la reconciliación con la reincorporación del pecador a la comunidad. Este proceso aparece todavía en el III concilio de Toledo (año 589), en el que se advierte que "(...) en algunas Iglesias de España los hombres hacen penitencia por sus pecados, no según los cánones, sino de una forma reprochable de modo que cada vez que pecan le piden la reconciliación al sacerdote". Se dice también que "(...) a fin de acabar con esta presunción tan execrable, este santo concilio establece que la penitencia sea dada según la forma canónica de los antiguos" (Can. 11). La separación de la comunidad no se produce siempre y en todas partes del mismo modo. Según una disposición del concilio de Nicea (325, canon 11), el pecador ha de ser incluido entre los catecúmenos. En la práctica, la penitencia pública quedaba restringida a un número muy limitado de casos, se dejaba para el momento de la muerte; suscitaba reparos en la mayoría de los cristianos, la situación llegó a ser muy confusa e ineficaz. ¿Qué había pasado? Con la protección oficial de los emperadores, las masas fueron entrando en la Iglesia sin catequizar: poco a poco, se fue perdiendo la escucha de la Palabra, el proceso catecumenal y la dimensión comunitaria de la fe. Mientras existió la práctica penitencial de la Iglesia antigua, se mantuvo la participación activa de toda la comunidad. Sin embargo, poco a poco la penitencia fue perdiendo su dimensión comunitaria y fue adoptando un cariz individual. Ya en el siglo V, comienzan a introducirse estos cambios: el carácter privado de la penitencia (San León Magno) y la reiteración (San Juan Crisóstomo). Algunos de sus contemporáneos condenaron a San Juan Cristóstomo horrorizados de que enseñara y practicara lo siguiente: "Si pecas una segunda vez, haz penitencia una segunda vez, y cuantas veces vuelvas a pecar, vuelve a mí y yo te curaré". Por tanto, mientras la penitencia pública va cayendo en desuso, comienza a practicarse la penitencia privada, que lentamente irá difundiéndose por toda la Iglesia latina, gracias sobre todo a los monjes irlandeses. Se aplica la penitencia sacramental de una forma más personal y flexible. La resistencia oficial que se opuso a la nueva práctica fue inútil: hacia el año 1000 ya se había impuesto en toda la Iglesia. La penitencia pública en Oriente coincide en sus aspectos esenciales con la de Occidente, aunque su desaparición es mucho más rápida. Grandes obispos como San Atanasio de Alejandría y San Basilio de Capadocia (s. IV) señalan en sus cartas la penitencia que debe imponerse por los pecados más graves. La penitencia se concibe como una cura del alma y supone un diálogo que tiende a descubrir el remedio oportuno. En las Iglesias orientales puede observarse ya desde el 391 una suavización de la penitencia pública. En su lugar entra cada vez más la confesión individual (monástica) hecha a un director espiritual, no necesariamente sacerdote. La fuerza de borrar los pecados se atribuye también a ciertos elementos litúrgicos, como el humo del incienso: la confesión se hace al incensario. En las Iglesias de la Reforma, la Confesión de Augsburgo (1530) recomienda la penitencia privada, pero en general predomina la desafección a dicha práctica. Y, sin que nunca fuera abolida, hacia el 1800 desaparece. En la penitencia privada el proceso penitencial es el siguiente. El pecador, arrepentido, confiesa su pecado al sacerdote, que le impone una satisfacción (al principio fue muy severa) y, cuando esta ha sido cumplida, le concede la absolución. A partir del siglo VIII, la confesión de los pecados da nombre al sacramento de la penitencia. Desde el siglo XI se acostumbra a conceder la absolución al final de la confesión, antes de cumplir la satisfacción, con lo que tenemos la forma penitencial que llega hasta nosotros. 5 Según el concilio de Trento (1551), los pecados son perdonados por la absolución del confesor; por parte del penitente se requiere: contrición, confesión y satisfacción (DS 1673). Se urge la confesión detallada de los pecados (DS 1679). La contrición de corazón (arrepentimiento perfecto) otorga al hombre de inmediato la justificación ante Dios, incluso antes de recibir el sacramento de la penitencia, que al menos implícitamente ha de desearse (DS 1677). La atrición (arrepentimiento imperfecto) no alcanza el perdón, pero dispone para obtenerlo en el sacramento de la penitencia (DS 1678). El sacerdote es juez y médico; como juez debe conocer la causa para poder juzgarla; como médico debe conocer la enfermedad para poder curarla (DS 1679,1680). La absolución es como un acto judicial en el que el sacerdote pronuncia la sentencia en el tribunal de la penitencia (DS 1685). La doctrina de Trento y el Ritual romano (1614) produjeron un aumento de la práctica sacramental de la penitencia, que se aplica incluso a pecados veniales (confesión de devoción). San Carlos Borromeo (+1584) introdujo el uso del confesonario. El concilio de Trento da una respuesta a los reformadores, cuya doctrina se resume en los siguientes aspectos: la penitencia no es un sacramento; el sacramento que borra los pecados es el bautismo; en el perdón de los pecados lo que cuenta no es el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción, sino la conciencia de pecado y la fe en el evangelio; la contrición es mera compunción; la absolución del sacerdote no es un acto judicial, sino la mera declaración de que al creyente se le han perdonado los pecados; no hay obligación de confesar; la mejor penitencia es una vida nueva; no son las obras penitenciales las que nos reconcilian con Dios; la satisfacción podría perjudicar a la única verdadera satisfacción que es la de Jesucristo; la confesión privada no es de institución divina; la capacidad para la absolución le compete a cada creyente cristiano; la práctica romana de reservar la absolución de muchos pecados a una instancia superior no es justa. Ya en el año 1215 el IV, concilio de Letrán, impone el precepto de la confesión anual de los pecados graves, después de haber llegado al uso de la razón (DS 812). Este precepto aparece así en el Catecismo de la Iglesia Católica: "Todo fiel llegado a la edad del uso de la razón debe confesar al menos una vez al año los pecados graves de que tiene conciencia" (n.1457; CDC,c.989). La confesión de los niños es una práctica totalmente desconocida en los primeros siglos de la Iglesia. Sobre todo a partir de San Pío X, que recomienda la comunión frecuente en los años conscientes de la infancia, la confesión de los niños se impone no ya como una posibilidad, sino como una obligación (Quam singulari, 1910; Catecismo, nn.1420-1422; CDC, c.914). En el siglo XI los obispos y confesores de Francia comenzaron a conceder indulgencias, es decir, la remisión de las obras penitenciales debidas por el pecado. Hacia el año 1300 Bonifacio VIII estableció un jubileo universal. En él se concedía indulgencia plenaria a todos los que peregrinasen a Roma y allí cumplieran ciertas condiciones. A finales de la edad media las indulgencias se convierten en una fuente de dinero, que papas y obispos manejan a discreción. Contra la oposición de los reformadores, el concilio de Trento formula la doctrina sobre las indulgencias: para los vivos en forma de absolución y para los muertos en forma de intercesión (DS 1447ss). 2.- El Sacramento de la Penitencia en el Concilio Vaticano II El Concilio Vaticano II trató en diversas ocasiones del sacramento de la penitencia, así, por ejemplo, en la Lumen Gentium nº 11, al tratar del ejercicio del sacerdocio común de los fieles en los sacramentos dice que “(...) quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa a El hecha y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones”. En el Decreto sobre las Iglesias Orientales, nº 27, al tratar de las relaciones con los hermanos de las Iglesias separadas dice que “ (...) teniendo en cuenta los principios ya dichos, pueden administrarse los sacramentos de la penitencia, Eucaristía y unción de los enfermos a los orientales que de buena fe vivan separados de la Iglesia católica, con tal que los pidan espontáneamente y tengan buena disposición; más aún: pueden también los católicos pedir esos mismos sacramentos a ministros acatólicos de Iglesias que tienen sacramentos válidos, siempre que lo aconseje la necesidad o un verdadero provecho espiritual y sea física o moralmente imposible acudir a un sacerdote católico”. En el Decreto perfectae caritatis se prescribe a los superiores de los religiosos que les dejen “(...) la debida libertad en cuanto al sacramento de la penitencia» (nº 14). En el Decreto Christus Dominus, sobre los Obispos, al tratar de sus colaboradores, dice: “Recuerden también los párrocos que el sacramento de la penitencia contribuye de manera extraordinaria a fomentar la vida cristiana; muéstrense, por tanto, prontos a oír las confesiones de los fieles y llamen también para ello, si fuere menester, a otros sacerdotes que sepan varias lenguas” (nº 30). Varias veces se alude al sacramento de la penitencia en el Decreto Presbyterorum ordinis: “(...) por el sacramento de la penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia” (nº 5) “(...) en el espíritu de Cristo Pastor los instruyen para que con espíritu contrito sometan sus pecados a la Iglesia en el sacramento de la penitencia, de suerte que cada día se conviertan más y más al Señor, recordando aquellas palabras suyas: Haced penitencia, pues se acerca el reino de los cielos (Mt 4,17)” (nº 5); “De modo semejante, en la administración de los sacramentos se unen a la intención y caridad de Cristo, cosa que hacen de manera especial cuando se muestran en todo momento y de todo punto dispuestos a ejercer el ministerio del sacramento de la penitencia cuantas veces se lo pidan razonablemente los fieles” (nº 13); “Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo, Salvador y Pastor, por medio de la fructuosa recepción de los sacramentos, especialmente por el frecuente acto sacramental de la penitencia, como quiera que, preparado por el diario examen de conciencia, favorece en tanto grado la necesaria conversión al amor del Padre de las misericordias” (nº 18). En otras muchas ocasiones trata el Concilio Vaticano II de la penitencia, pero nos interesa más conocer en esta ocasión lo referente a la liturgia del sacramento tal como fue planteada en el Concilio por los diversos Padres conciliares que trataron de ella. En el Esquema sobre la liturgia que se presentó a los Padres conciliares para ser discutiddo en el aula conciliar, el ordo Poenitentiae se expresaba escuetamente así: “Ritus et formulae Poenitentiae ita recognoscantur, ut effectum Sacramenti clarius exprimant”1. Los Padres conciliares se quedaron atónitos. ¿Cómo podrían dar un voto favorable o negativo si no sabían la reforma que se pensaba hacer? Al menos era necesario que se dieran algunas indicaciones. La discusión del capítulo tercero del Esquema de Liturgia tuvo lugar en las Congregaciones Generales XIII y XIV, los días 6 y 7 de noviembre de 1962. El primero en denunciarlo fue el Cardenal Miguel Browne que decía se había redactado ese artículo tan genéricamente que resultaba difícil dar una sentencia sobre el mismo y pedía que al menos se dijera que la reforma se haría en cuanto era necesario. Del mismo parecer era Monseñor Manuel A. de Carvalho, obispo de Angra (Azores-Portugal) y pedía que los ritos y fórmulas que habían de establecerse ya se insertaran en el Esquema. Pedía también que, en cuanto fuera posible, las confesiones de los varones se hicieran también en el confesionario a través de la rejilla, pues eso fomenta la libertad de los penitentes y ayuda a la salvación de las almas. En un voto enviado por escrito a la Secretaría del Concilio, el Cardenal Villelmo Godfrey, arzobispo de Westminster, manifestaba su incertidumbre sobre el determinado artículo del Esquema Perdonen la traducción personal: “Se revisará el rito y las fórmulas de la penitencia en orden a que los efectos del sacramento se expresen con una mayor claridad” 7 1 conciliar y pedía que se explicitase más para saber a qué atenerse sobre el cambio y las adiciones que se intentaban hacer en el rito del sacramento de la penitencia. Más explícito aún era Monseñor Vicente Brizgys, obispo coadjutor de Kaunas (Lituania) que, también en un voto enviado por escrito a la Secretaría General del Concilio, pedía más claridad sobre los cambios que se intentaban hacer en el rito del sacramento de la penitencia. Se quejaba de que ese modo genérico de presentar algunas reformas litúrgicas, como se ha visto en casos precedentes, consume mucho tiempo en discusiones inútiles. Los Padres conciliares llevaban toda la razón. Incluso los liturgistas que habían preparado el texto se lamentaban de que fuesen presentados tan esquemáticamente los artículos referentes a la reforma de los diversos ritos sacramentales. En unas anotaciones de A. G. Martimort al Esquema sobre la Sagrada liturgia, divulgadas antes de la discusión del mismo entre los peritos conciliares y algunos Padres, decía sobre el artículo 56 referente al rito del sacramento de la Penitencia: “Privatus sua declaratione a nobis olim confecta vix intelligi potest”2. Sin embargo, los padre conciliares daban un voto de confianza a la Sede Apostólica para que redactase el rito según el criterio de sus propios medios que, en definitiva, habían de estar pospuestos al conocimiento y aprobación del Papa. Como sabemos, el nuevo Ordo Paenitentiae fue promulgado el 2 de diciembre de 1973 por mandato especial del Papa Pablo VI, por un Decreto del Cardenal Villot, Secretario de Estado de Su Santidad, en lugar del Cardenal Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, vacante en aquella fecha. Firmaba también Monseñor A. Bugnini, Secretario de la Congregación citada. Desde que fue discutido el artículo 56 del Esquema sobre la Liturgia en el aula conciliar hasta esa fecha, lo referente al rito sacramental de la penitencia hubo de pasar por muchas revisiones que sería largo indicar aquí. Cuatro obispos pidieron que el rito sacramental de la penitencia se abreviase. Se fijaban sobre todo en la fórmula penitencial. Así Monseñor José Arneric, obispo de Sibenik (Yugoslavia) pedía que, por razones pastorales, se abreviase y simplificase el rito del sacramento de la penitencia. Más ampliamente pedía lo mismo Monseñor Tulio Botero Salazar, arzobispo de Medellín. Daba la razón (¡magnífica dificultad!) que en muchas circunstancias los fieles acuden al sacramento de la penitencia por escuadrones, multitudinariamente, con grave incomodidad para los fieles y para los mismos sacerdotes, sobre todo allí donde no abundan. Por eso, le parecía, que esa dificultad en parte, al menos, se podría evitar simplificando los ritos del sacramento, sobre todo usando para esos casos también, y no sólo para casos de urgente necesidad de peligro de muerte, la fórmula brevísima que indicaba el antiguo Ritual. Se evitaría también con ello que los sacerdotes, al verse tan acosados por los penitentes, pronunciaran la fórmula larga con gran rapidez y atropelladamente. Del mismo parecer era también Monseñor Alcides Mendoza Castro, Obispo auxiliar de Abancay (Perú), que sugería que la fórmula sacramental sólo expresase la esencia del sacramento. Finalmente, Monseñor Pedro Arnoldo Aparicio y Quintanilla, obispo de San Vicente (El Salvador) se pronunció también por la fórmula abreviada en un voto que envió por escrito a la Secretaría General del Concilio. El rito promulgado no favoreció esta opinión. Todo el rito se ha alargado bastante más que antes, pero se indica que “cuando la necesidad pastoral aconseje, el sacerdote puede omitir o abreviar algunas partes del mismo; sin embargo, siempre ha de mantenerse íntegramente: la confesión de los pecados y la aceptación de la satisfacción, la invitación a la contrición, la fórmula de la absolución y la fórmula de despedida”. Sólo en inminente peligro de muerte, “(...) es suficiente que el sacerdote diga las palabras esenciales de la fórmula de la absolución: Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. 2 “La declaración particular hecha por nosotros en los últimos tiempos a penas se puede entender” Por otro lado, sólo dos obispos pidieron que se ampliasen los casos de absolución colectiva. Uno fue el ya citado Monseñor Tulio Botero Salazar, arzobispo de Medellín, que, tímidamente y en forma interrogativa, pedía a la comisión competente si, en circunstancias especialísimas, se pudiese dar la absolución colectiva previa una conveniente preparación de ánimo y con la obligación luego de confesar los pecados mortales que tuvieran, a fin de que pudieran comulgar en casos en que no les era posible acceder a la confesión sacramental. Piensa que esto contribuiría a un gran bien de las almas y ayudaría a los sacerdotes. El otro fue Monseñor Armando Fares, arzobispo de Catanzaro (Italia), que envió a la Secretaría General del Concilio un voto por escrito en que pedía lo mismo para algunas calamidades públicas y con los casos expresamente determinados en el Ritual, para que no procediese cada cual según su propio criterio. Por otra parte, dos arzobispos y un obispo pidieron que los obispos pudieran confesar en todas las partes, como autorizaba, por privilegio, el antiguo Código de Derecho Canónico a los Cardenales. Fueron Monseñor Capozi, arzobispo de Taiyuán (China); Monseñor José Fenocchio, obispo de Pontremoli (Italia), que pedía semejante facultad también para los presbíteros, al menos, en su propia nación; Y Monseñor Enrique Delgado, arzobispo de Pamplona, que pedía además la facultad de elegir su propio confesor, fuera de su diócesis, con tal que el elegido tenga facultad de confesar en su propia diócesis. Sólo dos obispos subrayaron el aspecto social y comunitario del pecado y, por lo mismo, también de la penitencia. Uno fue Monseñor Maziers, obispo auxiliar de Lyon, y el otro Monseñor Luis Barbero, obispo de Vigevano (Italia). A esto se redujo la actuación de los Padres conciliares con respecto al Sacramento de la Penitencia, cuando se puso a discusión en el aula conciliar. En realidad poca cosa. Pero la presentación del Esquema referido no daba para más. Algunos de esos votos han sido tenidos en cuenta en el Ritual promulgado por Paulo VI. Veámoslo: a) La fórmula sacramental. Las fórmulas del sacramento de la penitencia dan material para un largo volumen. Son numerosas las fórmulas sacramentales de la penitencia que aparecen en los Ordines penitenciales de los siglos VIII al XV. No hay problema sobre su brevedad, que es el único presentado por algunos Padres conciliares, en el Vaticano II, juntamente con la mención de la palabra excomunión en la misma. Antes la dificultad estaba en si había de tener un sentido optativo o de oración, o había de ser una fórmula indicativa o judicial. Pero aun en eso existen diferencias notables entre las fórmulas penitenciales que se conocen. Algunas veces las fórmulas optativas aparecen entre los actos preparatorios del penitente y expresan a Dios un deseo de lograr un gran fruto espiritual en la confesión; otras veces aparecen en las partes conclusivas del rito y tienen el carácter de fórmula sacramental de absolución. Las fórmulas indicativas aparecen en los siglos IX-X y son después las más preferidas en la práctica pastoral con el favor de las escuelas teológicas, como más conformes con el carácter judicial del sacramento de la penitencia. Más tarde, en el siglo XV, se suele unir las dos fórmulas: una optativa y otra declarativa o indicativa y judicial y así quedó en el Ritual promulgado por Paulo V en 1614. Antes, en 1563, el Concilio de Trento había determinado que lo oficial de la absolución eran las palabras: “Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. El gesto de la imposición de las manos, ciertamente antiquísimo, como ya se ha dicho, cayó en desuso en el medievo. Algunos en cambio pensaban que era necesario para la validez del sacramento. Pero Santo Tomás de Aquino lo niega. Posteriormente hay algunos sínodos y concilios que lo prescriben, como el sínodo de Tréveris de 1310 y el concilio de Benevento de 1374. Con 9 todo, los teólogos en general no creen necesario ese gesto para la validez del sacramento. San Carlos Borromeo lo sancionó para la diócesis de Milán. Posiblemente esto influyó para que los redactores del Ritual de Paulo V lo incluyesen también, a pesar del parecer contrario de Castellani. Pero prácticamente, aunque se hacía el gesto, por la disposición de los confesionarios y el modo de realizarlo era un gesto poco significativo. De ahí que en la declaración de la Comisión que elaboró el Esquema conciliar de Liturgia para el Vaticano II se pidiera que se revalorizase ese rito. El nuevo Ritual lo ha tenido en cuenta: “El sacerdote, después que el penitente ha terminado su oración, imponiendo sus dos manos, al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente dice la absolución cuya parte esencial son las palabras: Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El sacerdote, mientras dice estas palabras hace la señal de la cruz sobre el penitente”. Se ha tenido en cuenta en la redacción de esa fórmula que la reconciliación del penitente tiene su origen en la misericordia de Dios Padre; muestra el nexo entre la reconciliación del pecador y el Misterio Pascual de Cristo; subraya la intervención del Espíritu Santo en el perdón de los pecados y también tiene en cuenta el aspecto eclesial del sacramento de la penitencia. Pero en la práctica la imposición de las manos, tan querida, apenas si tiene valor, pues los confesionarios hacen que esto no sea percibido en la generalidad de los casos por los penitentes, ya que ahora incluso los hombres acostumbran a confesarse por la rejilla a veces tan tupida que nada se puede ver. Y aunque pudiera verlo no se puede llegar a imponer las manos sobre la cabeza del penitente, sino solamente levantada y ni siquiera dirigida hacia el penitente, como se observa en no pocas ocasiones. b) Aspecto social del pecado y de la penitencia. Es un aspecto interesante, recordado en el aula conciliar por dos obispos y tenido en cuenta en el nuevo Ritual de la penitencia. Esto ha sido expuesto ampliamente, tanto desde el punto de vista bíblico, como patrístico. Cuando el cristiano peca, falla a la misión recibida en el bautismo de ser signo y testimonio eficaz para el mundo del amor de Dios, de la victoria ya conseguida sobre el mal y de la elevación y transfiguración de todos los valores humanos en la muerte y resurección del Señor, de la presencia y de la construcción real, ya hoy, del reino escatológico de libertad, de amor, de justicia y de paz. Por eso el cristiano pecador contradice y disminuye el dinamismo salvífica de la Iglesia y su eficacia en el mundo. Hay que tener en cuenta también el escándalo que puede llevar consigo. La penitencia siempre ha tenido un aspecto comunitario grande, de modo especial la penitencia llamada pública de los primeros siglos de la Iglesia. Pero además hay que tener en cuenta los muchos actos penitenciales que la Iglesia hace en determinadas celebraciones litúrgicas, como, por ejemplo, en la Santa Misa. En el nuevo Ritual de la Penitencia se ha insertado un párrafo muy expresivo en este sentido: “Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de la reconciliación que le ha sido confiada por Dios. No sólo llama a la penitencia por la predicación de la Palabra de Dios, sino que también intercede por los pecadores y ayuda al penitente con atención y solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados, y así alcance la misericordia de Dios, ya que sólo El puede perdonar los pecados. Pero, además, la misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores”. En el Ritual se exhorta a celebraciones comunitarias de la penitencia, con formularios muy adecuados. c) La absolución colectiva. Sólo dos obispos sugirieron en el sala conciliar y con cierta timidez y ponderando mucho las circunstancias especiales. El nuevo Ritual lo ha tenido presente para determinados casos y acentuando que la confesión individual e íntegra y la absólución continúan siendo el modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia. Todo está perfectamente legislado por las normas pastorales para la absolución sacramental general de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe del 16 de junio de 1972 y por el Ritual de la Penitencia. Sin embargo, no han sido tenidas en cuenta en algunos casos notables, como para merecer la advertencia seria del Papa, como lo hizo en su discurso a la Conferencia Episcopal Española el 31 de octubre de 1982, en su viaje apostólico por nuestra Patria: “Pero sobre todo os habrá de conducir a la obligada concordia en campos hoy más expuestos a la dispersión: en la predicación acerca de la moralidad familiar, en la necesaria observancia de las normas litúrgicas que regulan la celebración de la Misa, el culto eucarístico o la administración de los sacramentos. A este propósito, quiero recordar la correcta aplicación de las normas referentes a las absoluciones colectivas, evitando abusos que puedan introducirse”. d) Facultad a los obispos para poder confesar en todo el orbe. La petición hecha por algunos obispos en el aula conciliar de que tuvieran la misma facultad que los Cardenales de poder confesar los obispos en todo el mundo, tuvo un efecto casi inmediato. En el Motu Proprio Pastorale munus de Pablo VI (30 de noviembre de 1963) se concedía a los obispos la facultad de poder administrar el sacramento de la penitencia en todas las partes del mundo, a los fieles y religiosas, pero se añadía una pequeña restricción: “(...) nisi lo ei Ordinarius expresa e renuerit”3. Lo mismo ha permanecido en el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado por Juan Pablo II el 25 de enero de 1983, pero aquí se extiende también esa Facultad a todos los presbíteros que tengan facultad de confesar en cualquier diócesis. Se da una pequeña diferencia en la concesión de esa facultad a los Cardenales, obispos y presbíteros, como bien claramente se ve expresado en el canon 967 del referido Código de Derecho Canónico que dice así: “Canon 967 § 1. Además del Romano Pontífice, los Cardenales tienen ipso iure la facultad de oír confesiones de los fieles en todo el mundo; y asimismo los Obispos, que la ejercitan también lícitamente en cualquier sitio, a no ser que el Obispo diocesano se oponga en un caso concreto. § 2. Quienes tienen facultad habitual de oír confesiones tanto por razón del oficio como por concesión del Ordinario del lugar de incardinación o del lugar en que tienen su domicilio, pueden ejercer la misma facultad en cualquier parte, a no ser que el Ordinario de algún lugar se oponga en un caso concreto, quedando en pie lo que prescribe el c. 974 § § 2 y 3. §3. Quienes están dotados de la facultad de oír confesiones, en virtud de su oficio o por concesión del Superior competente a tenor de los cc. 968 § 2 y 969 § 2, tienen ipso iure esa facultad en cualquier lugar, para confesar a los miembros y a cuantos viven día y noche en la casa de su instituto o sociedad; y usan dicha facultad también lícitamente, a no ser que un Superior mayor se oponga en un caso concreto respecto a sus propios súbditos.” Es fácil comprobar que muchas veces no ha sido el número de votos conciliares lo que ha determinado un cambio, sino la oportunidad de su contenido, e incluso a veces la concesión ha sido más amplia que el mismo voto conciliar pedía. 3 “(...) a menos que el Ordinario se lo ha negado de forma expresa”. 11 3.- Mirando el Ritual de la Penitencia: En la próxima sesión se nos ofrecerá un más amplio desarrollo al respecto. Pero desde la perspectiva te la reflexión teológica, la liturgia es expresión de la fe; y debemos dirigir la mirada a la fe celebrada para entender la fe creída. De hecho, podemos decir que la introducción al Ritual de la Penitencia es la explicitación más evidente del esfuerzo de reforma del Concilio. Subrayo algunos aspectos que considero importantes. Introducción al Ritual de la Penitencia Observaciones previas (Praenotanda) Introducción de la edición típica del Ordo Paenitintiae I. EL MISTERIO DE LA RECONCILIACIÓN EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 1. El Padre manifestó su misericordia reconciliando consigo por Cristo todos los seres, los del cielo y de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.1 El Hijo de Dios, hecho hombre, convivió entre los hombres para liberarlos de la esclavitud del pecado2 y llamarlos desde las tinieblas a su luz admirable.3 Por ello inició su misión en la tierra predicando penitencia y diciendo: «Convertíos y creed en el Evangelio.»4 Esta llamada a la penitencia, que ya resonaba insistentemente en la predicación de los profetas, fue la que preparó el corazón de los hombres al advenimiento del Reino de Dios por la palabra de Juan el Bautista que vino «a predicar que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados».5 Jesús, por su parte, no sólo exhortó a los hombres a la penitencia, para que, abandonando la vida de pecado se convirtieran de todo corazón a Dios,6 sino que acogió a los pecadores para reconciliarlos con el Padre.7 Además, como signo de que tenía poder de perdonar los pecados, curó a los enfermos de sus dolencias.8 Finalmente, él mismo «fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación».9 Por eso, en la misma noche en que iba a ser entregado, al iniciar su pasión salvadora,10 instituyó el sacrificio de la Nueva Alianza en su sangre derramada para el perdón de los pecados11 y, después de su resurrección, envió el Espíritu Santo a los Apóstoles para que tuvieran la potestad de perdonar o retener los pecados12 y recibieran la misión de predicar en su nombre la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos.13 Pedro, fiel al mandato del Señor que le había dicho: «Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo»,14 proclamó el día de Pentecostés un bautismo para la remisión de los pecados: «Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los pecados.»15 Desde entonces la Iglesia nunca ha dejado ni de exhortar a los hombres a la conversión, para que, abandonando el pecado, se conviertan a Dios, ni de significar, por medio de la celebración de la penitencia, la victoria de Cristo sobre el pecado. 2. Esta victoria sobre el pecado la manifiesta la Iglesia, en primer lugar, por medio del sacramento del bautismo; en él nuestra vieja condición es crucificada con Cristo, quedando destruida nuestra personalidad de pecadores y quedando nosotros libres de la esclavitud del pecado, resucitamos con Cristo para vivir para Dios.16 Por ello confiesa la Iglesia su fe al proclamar en el Símbolo: «Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados.» En el sacrificio de la misa se hace nuevamente presente la pasión de Cristo y la Iglesia ofrece nuevamente a Dios, por la salvación de todo el mundo, el Cuerpo que fue entregado por nosotros y la Sangre derramada para el perdón de los pecados. En la Eucaristía, en efecto, Cristo está presente y se ofrece corno «víctima por cuya inmolación Dios quiso devolvernos su amistad»,17 para que por medio de este sacrificio «el Espíritu Santo nos congregue en la unidad».18 mundo, signo de conversión a Dios. Esto la Iglesia lo realiza en su vida y lo celebra en su liturgia, siempre que los fieles se confiesan pecadores e imploran el perdón de Dios y cíe sus hermanos, como acontece en las celebraciones penitenciales, en la proclamación de la palabra de Dios, en la oración y en los aspectos penitenciales de la celebración eucarística.30 Pero además nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el sacramento de la penitencia al dar a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados; así los fieles que caen en el pecado después del bautismo, renovada la gracia, se reconcilien con Dios,19 La Iglesia, en efecto, «posee el agua y las lágrimas, es decir, el agua del bautismo y las lágrimas de la penitencia».20 Pero en el sacramento de la penitencia los fieles «obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, los ayuda a su conversión».31 II. LA RECONCILIACIÓN DE LOS PENITENTES EN LA VIDA DE LA IGLESIA Reconciliación con Dios y con la Iglesia 3. Cristo «amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla»,21 y la tomó como esposa;22 la enriquece con sus propios dones divinos, haciendo de ella su propio cuerpo y su plenitud,23 y por medio de ella comunica a todos los hombres la verdad y la gracia. 5. Porque el pecado es una ofensa hecha o Dios, que rompe nuestra amistad con él, la penitencia. «tiene como término el amor y el abandono en el Señor».32 El pecador, por tanto, movido por la gracia del Dios misericordioso, se pone en camino de conversión, retorna al Padre, que: «nos amó primero»,33 y a Cristo, que se entregó por nosotros.34, y al Espíritu Santo, que ha sido derramado copiosamente en nosotros.35 Pero los miembros de la Iglesia están sometidos a la tentación y con frecuencia caen miserablemente en el pecado. Por eso, «mientras Cristo, “santo, inocente, sin mancha”,24 no conoció el pecado,25 sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo,26 la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación».27 Mas aún: «Por arcanos y misteriosos designios de Dios, los hombres están vinculados entre sí por lazos sobrenaturales, de suerte que el pecado de uno daña a los demás, de la misma forma que la santidad de uno beneficia a los otros» 36, por ello la penitencia lleva consigo siempre una reconciliación a los demás, de la misma forma que la santidad de uno beneficia a quienes el propio pecado perjudica. La Iglesia es santa y, al mismo tiempo, está siempre necesitada de purificación. Además, hay que tener presente que los hombres, con frecuencia, cometen la injusticia conjuntamente. Del mismo modo, se ayudan mutuamente cuando hacen penitencia, para que, liberados del pecado por la gracia de Cristo, unidos a todos los hombres de buena voluntad, trabajen en el mundo por el progreso de la justicia y de la paz. La penitencia en la vida y en la liturgia de la Iglesia 4. Esta constante vida penitencial el pueblo de Dios la vive y la lleva a plenitud de múltiples y variadas maneras. La Iglesia, cuando comparte los padecimientos de Cristo28 y se ejercita en las obras de misericordia y caridad,29 va convirtiéndose cada día más al Evangelio de Jesucristo y se hace así, en el 13 6. El discípulo de Cristo que, después del pecado, movido por el Espíritu Santo acude al sacramento de la penitencia, ante todo debe convertirse de todo corazón a Dios. Esta íntima conversión del corazón, que incluye la contrición del pecado y el propósito de una vida nueva, se expresa por la confesión hecha a la iglesia, por la adecuada satisfacción y por el cambio de vida Dios concede la remisión de los pecados por medio de la Iglesia, a través del ministerio de los sacerdotes.37 vida y la reparación de los daños.41 EI objeto y cuantía de la satisfacción debe acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo, renueve la vida. Así el penitente, «olvidándose de lo que queda atrás»,42 se injerta de nuevo en el misterio de la salvación y se encamina de nuevo hacia los bienes futuros. a) Contrición d) Absolución Entre los actos del penitente ocupa el primer lugar la contrición, «que es un dolor del alma y un detestar el pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante».38 En efecto, «al reino de Cristo se puede llegar solamente por la metánoia, es decir, por esta íntima y total transformación y renovación de todo el hombre -de todo su sentir, juzgar y disponer que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y comunicado con plenitud».39 De esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia. Así, pues, la conversión debe penetrar en lo más íntimo del hombre para que le ilumine cada día más plenamente y lo vaya conformando cada vez más a Cristo. Al pecador que manifiesta su conversión al ministro de la Iglesia en la confesión sacramental, Dios le concede su perdón por medio del signo de la absolución y así el sacramento de la penitencia alcanza su plenitud. En efecto, de acuerdo con el plan de Dios, según el cual la humanidad y la bondad del Salvador se han hecho visibles al hombre43, Dios quiere salvarnos y restaurar su alianza con nosotros por medio de signos visibles. El sacramento de la penitencia y sus partes b) Confesión La confesión de las culpas, que nace del verdadero conocimiento de si mismo ante Dios y de la contrición de los propios pecados, es parte del sacramento de la penitencia. Este examen interior del propio corazón y la acusación externa deben hacerse a la luz de la misericordia divina. La confesión, por parte del penitente, exige la voluntad de abrir su corazón al ministro de Dios; y por parte del ministro, un juicio espiritual mediante el cual, como representante de Cristo y en virtud del poder de las llaves, pronuncia la sentencia de absolución o retención de los pecados.40 c) Satisfacción La verdadera conversión se realiza con la satisfacción por los pecados, el cambio de Así, por medio del sacramento de la penitencia, el Padre acoge al hijo que retorna a él, Cristo toma sobre sus hombros a la oveja perdida y la conduce nuevamente al redil y el Espíritu Santo ;vuelve a santificar su templo o habita en él con mayor plenitud; todo ello se manifiesta al participar de nuevo, o con más fervor que antes, en la mesa del Señor, con lo cual estalla un gran gozo en el convite de la Iglesia de Dios por la vuelta del hijo desde lejanas tierras.44 Necesidad y utilidad de este sacramento 7. De la misma manera que las heridas del pecado son diversas y variadas, tanto en la vida de cada uno de los fieles como de la. comunidad, así también es diverso el remedio que nos aporta la penitencia. A aquellos que por el pecado grave se separaron de la comunión con el amor de Dios, el sacramento de la penitencia les devuelve la vida que perdieron. A quienes caen en pecados veniales, experimentando cotidianamente su debilidad, la repetida celebración de la penitencia les restaura las fuerzas, para que puedan alcanzar la plena libertad de los hijos de Dios. al penitente con atención v solicitud maternal, para que reconozca y confiese sus pecados, y así alcance la misericordia de Dios, ya que sólo él puede perdonar los pecados. Pero, además la misma Iglesia ha sido constituida instrumento de conversión y absolución del penitente por el ministerio entregado por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores.48 a) Para recibir fructuosamente el remedio que nos aporta el sacramento de la penitencia, según la disposición del Dios misericordioso, el fiel debe confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados graves que recuerde después de haber examinado su conciencia.45 b) Además el uso frecuente y cuidadoso de este sacramento es también muy útil en relación con los pecados veniales. En efecto, no se trata de una mera repetición ritual ni de un cierto ejercicio psicológico, sino de sin constante empeño en perfeccionar la gracia del bautismo, que hace que de tal forma nos vayamos conformando continuamente a la muerte de Cristo, que llegue a manifestarse también en nosotros la vida de Jesús.46 En estas confesiones los fieles deben esforzarse principalmente para que, al acusar sus propias culpas veniales, se vayan conformando más y más a Cristo y sean cada vez más dóciles a la voz del Espíritu. El ministro del sacramento de la penitencia 9. a) La Iglesia ejerce el ministerio del sacramento de la penitencia por los Obispos y presbíteros, quienes llaman a los fieles a la conversión por la predicación de la palabra de Dios y atestiguan e imparten a éstos el perdón de los pecados en nombre de Cristo y con la fuerza del Espirito Santo. Los presbíteros, en el ejercicio de este ministerio, actúan en comunión con el Obispo y participan de la potestad y función de quien es el moderador de la disciplina penitencial.49 b) El ministro competente para el sacramento de la penitencia es el sacerdote que, según lo establecido en los cánones 967- 975 del Código de Derecho Canónico, tiene facultad de absolver. Sin embargo, todos los sacerdotes, aunque no estén autorizados para confesar, pueden absolver válidamente y lícitamente a cualquiera de los penitentes que se encuentren en peligro de muerte. Pero para que este sacramento llegue a ser realmente fructuoso en los fieles es necesario que arraigue en la vida entera de los cristianos y los impulse a una entrega cada vez más fiel al servicio de Dios y de los hermanos. La celebración de este sacramento es siempre una acción en la que la Iglesia proclama su fe, da gracias a Dios por la libertad con que Cristo nos liberó47 y ofrece su vida corno sacrificio espiritual en alabanza de la gloria de Dios y sale al encuentro de Cristo que se acerca. Sobre el ministerio ejercicio pastoral de este 10. a) Para que el confesor pueda cumplir su ministerio con rectitud y fidelidad, aprenda a conocer las enfermedades de las almas y a aportarles los remedios adecuados; procure ejercitar sabiamente la función de juez y, por medio de un estudio asiduo, bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, y, sobre todo, por medio de la oración, adquiera aquella ciencia y prudencia necesarias para este ministerio. El discernimiento del espíritu es, ciertamente, un conocimiento intimo de la acción de Dios en el corazón de los hombres, un don del Espíritu Santo y un fruto de la caridad.50 III. LOS OFICIOS Y MINISTERIOS EN LA RECONCILIACIÓN DE LOS PENITENTES Función de la comunidad en la celebración de la penitencia 8. Toda la Iglesia, como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación que le ha sido confiada por Dios. No sólo llama a la penitencia por la predicación de la palabra de Dios, sino que también intercede por los pecadores y ayuda 15 b) El confesor muéstrese siempre dispuesto a confesar a los fieles cuando estos lo piden razonablemente.51 c) Al acoger al pecador penitente y guiarle hacia la luz de la verdad cumple su función paternal, revelando el corazón del Padre a los hombres y reproduciendo la imagen de Cristo Pastor. Recuerde, por consiguiente, que le ha sido confiado el ministerio de Cristo, que para salvar a los hombres llevó a cabo misericordiosamente la obra de redención y con su poder está presente en los sacramentos.52 d) El confesor, sabiendo que ha conocido los secretos de la conciencia de su hermano como ministro de Dios, está obligado a guardar rigurosamente el secreto sacramental por razón de su oficio. El penitente 11. Son importantísimas las acciones con que el fiel penitente participa en el sacramento. Cuando debidamente preparado se acerca. a este saludable remedio instituido por Cristo y confiesa sus pecados, sus actos forman parte del mismo sacramento, que alcanza su plena realización con las palabras de la absolución, pronunciadas por el ministro en nombre de Cristo. confesor, que puedan utilizar libremente los que así lo deseen. No se deben oír confesiones fuera del confesionario, si no es por justa causa.53 Tiempo de la celebración 13. La reconciliación de los penitentes puede celebrarse en cualquier tiempo y día. Sin embargo, es conveniente que los fieles conozcan el día y la hora en que esta disponible el sacerdote para ejercer este ministerio. Acostúmbrese a los fieles para que acudan a recibir el sacramento de la penitencia fuera de la celebración de la misa, principalmente en horas establecidas.54 El tiempo de Cuaresma es el más apropiado para celebrar el sacramento de la penitencia, pues ya en el día de la Ceniza resuena una invitación solemne ante el pueblo de Dios: “Convertíos y creed el Evangelio.” Es conveniente, por tanto que durante la Cuaresma se organicen con frecuencia celebraciones penitenciales para que se ofrezca a los fieles la ocasión de reconciliarse con Dios y con los hermanos y de celebrar con un corazón renovado el misterio pascual en el Triduo sacro. Vestiduras litúrgicas Así, el fiel que experimenta y proclama la misericordia de Dios en su vida, celebra junto con el sacerdote la liturgia de la Iglesia, que se renueva continuamente. 14. En lo que hace referencia a las vestiduras litúrgicas en la celebración de la penitencia, obsérvense las normas establecidas por los Ordinarios de lugar. IV. LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA A) Rito Para Reconciliar a un Solo Penitente Lugar de la celebración Preparación del sacerdote y del penitente 12. El sacramento de la penitencia normalmente se celebra, a no ser que intervenga una causa justa, en una iglesia u oratorio. 15. El sacerdote y el penitente prepárense a la celebración del sacramento ante todo con la oración. El sacerdote invoque el Espíritu Santo para recibir su luz y caridad; el penitente compare su vida con el ejemplo y los mandamientos de Cristo y pida a Dios el perdón de sus pecados. Por lo que se refiere a la sedo para oír confesiones, la Conferencia de tos Obispos de normas, asegurando en todo caso que existan siempre en lugar patente confesionarios provistos de rejillas entre el penitente y el gravedad y naturaleza de los pecados. Dicha satisfacción es oportuno realizarla por medio de la oración, de la abnegación y, sobre todo, del servicio al prójimo y por las obras de misericordia, con las cuales se pone de manifiesto cómo el pecado y su perdón revisten también una dimensión social. Acogida del penitente 16. El sacerdote acoge al penitente con caridad fraternal y, si es oportuno, salúdele con palabras de afecto. Después el penitente hace el signo de la cruz, diciendo; «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.» El sacerdote puede hacerlo al mismo tiempo. Después el sacerdote le invita con una breve fórmula a la confianza en Dios. Si el penitente es desconocido por el confesor, aquél indicará oportunamente su situación y también el tiempo de la última confesión, sus dificultades para llevar una vida cristiana y otras circunstancias cuyo conocimiento sea útil al confesor para ejercer su ministerio. Oración del penitente y absolución del sacerdote 19. Después el penitente manifiesta su contrición y el propósito de una vida nueva por medio de alguna fórmula de oración, con la que implora el perdón de Dios Padre. Es conveniente que esta plegaria esté compuesta con palabras de la Sagrada Escritura. Lectura de la palabra de Dios El sacerdote, después que el penitente ha terminado su oración, extendiendo sus dos manos, al menos la derecha, sobre la cabeza del penitente, dice la absolución, cuya parte esencial son las palabras; «YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO.» El sacerdote, mientras dice estas últimas palabras, hace la señal de la cruz sobre el penitente. La fórmula de la absolución significa cómo la reconciliación del penitente tiene su origen en la misericordia de Dios Padre; muestra el nexo entre la reconciliación del pecador y el misterio pascual de Cristo; subraya la intervención del Espíritu Santo en el perdón de los pecados; y, por último, ilumina el aspecto eclesial del sacramento, ya que la reconciliación Con Dios se pide y se otorga por el ministerio de la Iglesia. 17. Entonces el sacerdote, o el mismo penitente, lee, si parece oportuno, un texto de la Sagrada Escritura; esta lectura puede hacerse también en la preparación del sacramento. Por la palabra de Dios el cristiano es iluminado en el conocimiento de sus pecados y es llamado a la conversión y a la confianza en la misericordia de Dios. Confesión de los pecados y aceptación de la satisfacción 18. Después el penitente confiesa sus pecados, empezando, donde sea costumbre, con la fórmula de la confesión general: «Yo confieso...» El sacerdote, si es necesario, le ayudará a hacer una confesión íntegra, además le exhortará para que se arrepienta sinceramente de las ofensas cometidas contra Dios; por fin le ofrecerá oportunos consejos para empezar una nueva vida y, si fuere necesario, le instruirá acerca de los deberes de la vida cristiana. Acción de gracias y despedida del penitente 20. Una vez recibido el perdón de los pecados, el penitente proclama la misericordia de Dios y le da gracias con una breve aclamación tomada de la Sagrada Escritura; después el sacerdote lo despide en la paz del Señor. Si el penitente hubiese sido responsable de daño o escándalo, ayúdele a tomar la decisión de repararlos convenientemente. Después el sacerdote impone al penitente una satisfacción que no sólo sirva de expiación de sus pecados, sino que sea también ayuda para la vida nueva y medicina para su enfermedad; procure, por tanto, que esta satisfacción esté acomodada, en la medida de lo posible, a la El penitente ha de continuar y manifestar su conversión, reformando su vida según el Evangelio de Cristo y con un amor a Dios cada vez más generoso porque «el amor cubre la multitud de los pecados».55 17 Rito breve 21. Cuando la necesidad pastoral lo aconseje, el sacerdote puede omitir o abreviar algunas partes del rito; sin embargo, siempre ha de mantenerse íntegramente: la confesión de los pecados y la aceptación de la satisfacción, la invitación a la contrición, la fórmula de la absolución y la fórmula de despedida. En inminente peligro de muerte, es suficiente que el sacerdote diga las palabras esenciales de la fórmula de la absolución, a saber: «YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO.» B) Rito Para Reconciliar a Varios Penitentes con Confesión y Absolución Individual 22. Cuando se reúnen muchos penitentes a la vez para obtener la reconciliación sacramental, es conveniente que se preparen a la misma con la celebración de la palabra de Dios. Pueden también participar en esta celebración aquellos fieles que en otro momento recibirán el sacramento. La celebración común manifiesta más claramente la naturaleza eclesial de la penitencia, ya que los fieles oyen juntos la palabra de Dios, la cual al proclamar la misericordia divina, les invita a la conversión; juntos, también examinan su vida a la luz de la misma palabra de Dios y se ayudan mutuamente con la Oración. Después que cada uno ha confesado sus pecados y recibido la absolución, todos a la vez alaban a Dios por las maravillas que ha realizado en favor del pueblo que adquirió para sí con la sangre de su Hijo. Si es preciso, estén dispuestos varios sacerdotes, para que, en lugares apropiados, puedan oír y reconciliar a cada uno de los fieles. Ritos iniciales 23. Una vez reunidos los fieles, se canta si parece oportuno, un canto adecuado. Después, el sacerdote saluda a los fieles y él mismo, u otro ministro los introduce, si parece oportuno, con breves palabras, en la celebración y les da las indicaciones prácticas sobre el orden que se va a seguir en la misma. A continuación, invita a todos a orar, y, después de un momento de silencio dice la oración. Celebración de la palabra de Dios 24. Es conveniente que el sacramento de la penitencia empiece con la lectura de la palabra. Por ella Dios nos llama a la penitencia y conduce a la verdadera conversión del corazón. Puede elegirse una o más lecturas. Si se escogen varias, intercálese un salmo u otro canto apropiado o un espacio de silencio, para profundizar más la palabra de Dios y facilitar el asentimiento del corazón. Si sólo se hace una lectura, es conveniente que se tome del Evangelio. Elíjanse principalmente lecturas por las cuales: a) Dios llama a los hombres a la conversión y a una mayor semejanza con Cristo. b) Se propone el misterio de la reconciliación por la muerte y resurrección de Cristo y también como don del Espirito Santo. c) Se manifiesta el juicio de Dios sobre el bien y el mal en la vida de los hombres, para iluminar y examinar la conciencia. 25. La homilía, a partir del texto de la Escritura, ha de ayudar a los penitentes al examen de conciencia, a la aversión del pecado y a la conversión a Dios. Así mismo debe recordar a los fieles que el pecado es una acción contra Dios, contra la comunidad y el prójimo, y también contra el mismo pecador. Por tanto, oportunamente se pondrán en relieve: a) La infinita misericordia de Dios, que es mayor que todas nuestras iniquidades y por la cual siempre, una y otra vez, él nos vuelve a llamar a sí. b) La necesidad de la penitencia interna, por la que sinceramente nos disponemos a reparar los daños del pecado. c) El aspecto social de la gracia y del pecado, puesto que los actos individuales repercuten de alguna manera en todo el cuerpo de la Iglesia. puede hacerse con un salmo o un himno o una plegaria litánica. Finalmente, el sacerdote concluye la celebración con una oración de alabanza a Dios por la gran caridad con la que nos ha amado. d) La necesidad de nuestra satisfacción, que recibe toda su fuerza de la satisfacción de Cristo, y exige en primer lugar, además de las obras penitenciales, el ejercicio del verdadero amor de Dios y del prójimo. Despedida del pueblo 30. Acabada la acción de gracias, el sacerdote bendice a los fieles. Después el diácono o el mismo sacerdote despide a la asamblea. 26. Terminada la homilía, guárdese un tiempo suficiente de silencio para examinar la conciencia y suscitar una verdadera contrición de los pecados. El mismo presbítero, o un diácono u otro ministro, puede ayudar a los fieles con breves fórmulas o con una plegaria litánica, teniendo en cuenta tu condición, edad, etc. C) Rito Para Reconciliar a Muchos Penitentes con Confesión y Absolución General Disciplina de la absolución general Si parece oportuno, este examen de conciencia y exhortación a la contrición puede sustituir a la homilía; pero, en tal caso, se debe tomar claramente como punto de partida el texto de la Sagrada Escritura leído anteriormente. 31 La confesión individual e integra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y la Iglesia; sólo una imposibilidad física o moral excusa de este modo de confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede tener también por otros medios. Rito de la reconciliación No puede darse la absolución a varios penitentes a la vez sin previa confesión individual con carácter general, a no ser que: 27. Después, a invitación del diácono u otro ministro, todos se arrodillan o se inclinan y dicen una fórmula de confesión general (por ejemplo, «Yo confieso…».); a continuación, de pie, recitan, si se cree oportuno, una oración litánica o entonan un cántico adecuado que expresa su condición de pecadores, la contrición del corazón, la petición del perdón y también la confianza en la misericordia de Dios. Al final se dice la oración dominical, que nunca deberá omitirse. a) amenace un peligro de muerte y el sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo para oír la confesión de cada penitente; 28. Dicha la oración dominical, los sacerdote, se dirigen al lugar determinado para oír las confesiones. Los penitentes que desean hacer la confesión de sus pecados se acercan al sacerdote que han elegido, y después de aceptar la debida satisfacción, son absueltos por él con la fórmula para reconciliar a un solo penitente. b) haya una grave necesidad, es decir, cuando, dado el número de penitentes, no hay suficientes confesores para oír con el conveniente sosiego (rite) las confesiones de cada uno en un tiempo razonable, de tal manera que los penitentes se vean obligados, sin culpa por su parte, a quedar privados por un notable tiempo (diu) de la gracia sacramental o la sagrada comunión; pero no se considera suficiente necesidad cuando no se puede disponer de confesores a causa sólo de una gran concurrencia de penitentes, como podría darse en una fiesta grande o una peregrinación.56 29. Una vez terminadas las confesiones, los sacerdotes vuelven al presbiterio. El que preside la celebración invita a todos a la acción de gracias, con la que los fieles proclaman la misericordia de Dios. Lo cual 32. Corresponde al Obispo diocesano juzgar si se dan las condiciones requeridas antes expuestas (cf. núm. 31), el cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia de los Obispos 19 puede determinar los casos en los que se verifica esta necesidad.57 33. Para que un fiel reciba válidamente la absolución sacramental dada a varios a la vez, se requiere no sólo que esté debidamente dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer en su debido tiempo confesión individual de todos los pecados graves que en las presentes circunstancias no ha pedido confesar de este modo. En la medida de lo posible, también al ser recibida la absolución general, instrúyase a los fieles sobre los requisitos antes expresados y exhórtese antes de la absolución general, aun en peligro de muerte si hay tiempo, a que cada uno haga un acto de contrición.58 34. Aquellos a quienes se les han perdonado pecados graves con una absolución común acudan a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tengan ocasión, antes de recibir otra absolución general, a no ser que una justa causa se lo impida. En todo caso están obligados a acudir al confesor dentro de un año, a no ser que los obstaculice una imposibilidad moral. Ya que también para ellos sigue en vigor el precepto por el cual todo cristiano debe confesar a un sacerdote individualmente, al menos una vez al año, todos sus pecados, se entiende graves, que no hubiese confesado en particular.59 Rito de la absolución general 35. Para reconciliar a los penitentes con la confesión y absolución general en los casos prescritos por el derecho, se procede de la misma forma antes citada para la reconciliación de muchos penitentes con la confesión y absolución individual, cambiando solamente lo que sigue: a) Después de la homilía, o dentro de la misma, adviértase a los fieles que quieran beneficiarse de la absolución general que se dispongan debidamente, es decir, que cada uno se arrepienta de sus pecados, esté dispuesto a enmendarse de ellos, determine reparar los escándalos y daños que hubiese ocasionado, y al mismo tiempo proponga confesar individualmente a su debido tiempo los pecados graves, que en las presentes circunstancias no ha podido confesar;60 además propóngase una satisfacción que todos deberán de cumplir, a la que, si quisieran, podrán añadir alguna otra. b) Después el diácono, u otro ministro, o el mismo sacerdote, invita a los penitentes que deseen recibir la absolución a manifestar abiertamente, mediante algún signo externo, que quieren recibir dicha absolución (por ejemplo, inclinando la cabeza, o arrodillándose, o por medio de otro signo conforme a las normas establecidas por las Conferencias Episcopales), diciendo todos juntos la fórmula de la confesión general (por ejemplo, «Yo confieso…»). Después puede recitarse una plegaria litánica o entonar un cántico penitencial, y todos juntos dicen o cantan la oración dominical, como se ha dicho antes en el número 27. c) Entonces el sacerdote recita la invocación por la que se pide la gracia del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, se proclama la victoria sobre el pecado por la muerte y resurrección de Cristo, y se da la absolución sacramental a los penitentes. d) Finalmente, el sacerdote invita a la acción de gracias, como se ha dicho antes en el número 29, y, omitida la oración de conclusión, seguidamente bendice al pueblo y lo despide. V. LAS CELEBRACIONES PENITENCIALES Índole y estructura 36. Las celebraciones penitenciales son reuniones del pueblo de Dios para oír la palabra de Dios, por la cual se invita a la conversión y a la renovación de vida y se proclama, además, nuestra liberación del pecado por la muerte y resurrección de Cristo. Su estructura es la que se acostumbra a observar en las celebraciones de la palabra de Dios,61 y que se propone en el «Rito para reconciliar a varios penitentes». Por tanto, es conveniente que después del rito inicial (canto, salutación y oración) se proclamen una o más lecturas -intercalando cantos o salmos, o momentos de silencio- y que en la homilía se expliquen y apliquen a los fieles reunidos. No hay inconveniente en que, antes o después de las lecturas de la Escritura, se lea algún fragmento de los Padres o escritores que realmente ayuden a la comunidad y a los individuos al verdadero conocimiento del pecado y a la verdadera contrición del corazón, es decir, a lograr la conversión. contrición perfecta por la caridad, por la cual los fieles pueden conseguir la gracia de Dios, con el propósito de recibir el sacramento de la penitencia.64 Después de la homilía y la meditación de la palabra de Dios, es conveniente que la asamblea de los fieles ore formando un solo corazón y una sola voz mediante alguna plegaria litánica u otro medio apto para promover la participación de los fieles. Finalmente, se dice siempre la oración dominical para que Dios, nuestro Padre, «perdone nuestras ofensas., como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden... y nos libre del mal». El sacerdote o el ministro que preside la reunión, concluye con la oración y la despedida del pueblo. Adaptaciones que pueden Conferencias Episcopales Utilidad e importancia b) Determinar normas concretas en cuanto a la sede para la ordinaria celebración del sacramento de la penitencia (cf. núm. 31) y en cuanto a les signos de penitencia que han de mostrar los fieles en la absolución general (cf. núm. 35). VI. ADAPTACIONES DEL RITO A LAS DIVERSAS REGIONES Y CIRCUNSTANCIAS hacer las 38. Compete a las Conferencias Episcopales, en la preparación de los Rituales particulares, acomodar este Ritual de la penitencia a las necesidades de cada lugar, para que, aprobado por la Sede Apostólica se pueda usar. Compete, por tanto, a las Conferencias Episcopales: a) Establecer las normas sobre la disciplina del sacramento de la penitencia, especialmente en lo que hace referencia al ministerio de los sacerdotes. 37. Téngase cuidado de estas celebraciones no se confundan, en apreciación de los fieles, con la misma celebración del sacramento de la penitencia.62 Sin embargo, estas celebraciones penitenciales son muy útiles para promover la conversión y lo purificación del corazón.63 - para fomentar el espíritu de penitencia en la comunidad cristiana; c) Preparar las traducciones de los textos para que estén realmente adaptados a la índole y al modo de hablar de cada pueblo, y también componer nuevos textos para las oraciones de los fieles o del ministro, conservando íntegra la fórmula sacramental. - para ayudar la preparación de la confesión que después, en momento oportuno puede hacerse en particular; Competencias de los Obispos Las celebraciones penitenciales son muy útiles principalmente: 39. Es propio del Obispo diocesano: - para educar a los niños en la formación gradual de su conciencia del pecado en la vida humana y de la liberación del pecado por Cristo; a) Moderar la disciplina de la penitencia en su diócesis,65 haciendo las oportunas adaptaciones del mismo rito según las normas propuestas por la Conferencia Episcopal. - para ayudar a los catecúmenos a la conversión. b) Determinar, teniendo en cuenta las condiciones establecidas por el derecho (cf. núm. 31) y los criterios concordados con los demás miembros de la Conferencia de los Además, donde no haya sacerdote a disposición para dar la absolución sacramental, las celebraciones penitenciales son utilísimas, puesto que ayudan a la 21 Obispos, los casos de necesidad en los que es lícito dar la absolución general.66 Acomodaciones ministro que corresponden 40. Los presbíteros, los especialmente, han de procurar: al párrocos a) En la celebración de la reconciliación, sea individual o comunitaria, adaptar el rito a las circunstancias concretas de los penitentes, conservando la estructura esencial y la fórmula íntegra cíe la absolución; así, pueden omitir algunas partes, si es preciso por razones pastorales, o ampliar otras, seleccionar los textos de las lecturas o de las oraciones, elegir el lugar más apropiado para la celebración, según las normas establecidas por las Conferencias Episcopales, de modo que toda la celebración sea rica en contenido y fructuosa. b) Organizar y preparar celebraciones penitenciales algunas veces durante el año, principalmente en tiempo de Cuaresma, ayudados por otros -también por los laicos, de tal manera que los textos seleccionados y el orden de la celebración sean verdaderamente adaptados a las condiciones y circunstancias de la comunidad o reunión (por ejemplo, de niños, de enfermos, etc.). 14 Mt 16, 19. 15 Hch 2, 38; cf. Hch 3, 19.26; 17, 30. 16 Cf. Rom 6, 4- 10. 17 Missale Romanum, Plegaria eucarística III. 18 Ibid., Plegaria eucarística II. 19 Cf.Concilio Tridentino, Sesión XIV. De sacramento Paenitentiae, cap. I: DS 1668 y 1670; can 1: DS 1701. 20 S. AMBROSIO, Epístola 41, 12: PL 16, 1116. 21 Ef 5 25- 26. 22 Cf. Ap 19, 7. 23 Cf. Ef 1, 22- 23; cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 7. 24 Hb 7, 26. 25 Cf. 2Co 5, 21. 26 Cf. Hb, 2 17. 27 Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 8. 28 Cf. 1P 4, 13. 29 Cf. 1P 4, 8. 30 1 1. Cf. 2Co 5, 18s.; Col 1, 20. 2 Cf. Jn 8, 34- 36. 3 Cf. 1P 2, 9. Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae: DS 1638, 1740 y 1743; Sagrado Congregación de Ritos, Instrucción Eucharisticum mysterium, de 25 de mayo de 1967, núm. 35: AAS 59 (1967), pp. 560- 56l; Ordenación general del Misal Romano, núms. 29, 30 y 56, a, b, g. 4 Mc 1, 15. 31 5 Mc 1, 4. 6 Cf. Lc 15. 7 Cf. Lc 5, 20.27- 32; 7, 48. 8 Cf. Mt 9, 2- 8. 9 Rm 4, 25. 10 Cf. Missale Romanum, Plegaria eucarística III. 11 Cf. Mt. 26, 28. 12 Cf. Jn 20, 19 23. 13 Cf. Lc. 24, 47. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. II. 32 PABLO VI, Constitución apostólica Paenitemini, de 17 de febrero de 1966: AAS 58 (1966), p 179; cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. II. 33 1Jn 4, 19. 34 Cf. Ga 2, 20; Ef 5, 25. 35 Cf. Tt 3, 6. 36 PABLO VI, Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, de 1 de enero de 54 1967, núm.4: AAS 59 (1967), p. 9; cf. PÍO XII, Encíclica Mystici Corporis, de 29 de junio de 1943: AAS 35 (1943), p 213. Cf. Sagrada Congregación de Ritos. Instrucción Eucharisticurn myster¡um, de 25 de mayo de 1967, núm. 35: AAS 59 (1967), pp. 560- 561. 37 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 1: DS 16731675. 38 55 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normas pastorales sobre la absolución sacramental impartida de modo general, de 16 de mayo de 1972, núm. III: AAS 64 (1972), p. 511. Ibid., cap. 4: DS 1676. 39 Cf. Hb 1, 2; Col 1, 19 y en otros lugares; Ef 1, 23 y en otros lugares; PABLO VI, Constitución apostólica Paenitemini, de 17 de febrero de 1966: AAS 58 (1966), p. 179. 57 40 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normas pastorales sobre la absolución sacramental impartida de modo general, de 16 de mayo de 1972, núms. VI y XI: AAS 64 (1972), pp. 5l2- 5l4. 41 Cf. ibid, cap. 8: DS 1690- 1692; PABLO VI, Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, de 1 de enero de 1967, núms. 2- 3: AAS 59 (1967), pp. 6- 8. Flp 3, 13. 43 Cf. Tt 3, 4- 5. 44 Cf. Lc 15, 7.10. 32. 59 Cf. ibid, núms. VII y VIII: AAS 64 (1972), pp. 512- 513. 60 Cf. Ibid, núm VI: AAS 64 (1972), p. 512. Cf. ibid, núms. VII y VIII: AAS 64 (1972), pp. 512- 513. 45 61 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae, cáns. 7- 8: DS 1707- 1708. 46 Cf. 2Co 4, 10. 47 Cf. Ga 4, 31. 48 Cf. Mt 18, 18; Jn 20, 23. Cf. Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Inter Oecumenici, de 26 de septiembre de 1964, núms. 37- 39: AAS 56 (1964), pp. 110- 111. 62 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normas pastoriles sobre la absolución sacramental impartida de modo general, de 16 de junio de 1972, núm. X: AAS 64 (1972), pp. 513- 514 49 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 26. 50 63 Cf. Flp 1, 9- 10. Cf. ibid. 64 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 4: DS 1677. 51 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normas pastorales sobre la absolución sacramental impartida de modo general, de 16 de junio de 1972, núm. XII: AAS 64 (1972), p. 514. 65 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 26. 66 Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normas pastorales sobre la absolución sacramental impartida de modo general, de 16 de junio de 1972, núm. V: AAS 64 (1972), 1 p. 512. 52 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia. 53 Cf. ibid., núm. V: AAS 64 (1972), p. 512. 58 Cf. Concilio Tridentino, Sesión XIV, De sacramento Paenitentiae, cap. 5: DS 1679. 42 1P 4, 8. 56 Cf. Código de Derecho Canónico, can. 964. 23 Nos podríamos preguntar ahora por los motivos que han mantenido, a pesar de la pretendida reforma del sacramento de la Penitencia, la llamada crisis en la vida de la Iglesia. ¿No fue adecuada la reforma? ¿No la hemos entendido bien? ¿Tenemos los sacerdotes alguna responsabilidad en ella? 4.- Veamos algunos datos de la llamada “crisis” del sacramento: Para ello, creo que es muy interesante una entrevista que se le hizo al P. Ivan Fucek, teólogo de la Penitenciaria Apostólica, el 18 de junio del año 2002. El motivo de la entrevista era la presentación de la Carta Apostólica MISERICODIA DEI. Se le preguntó por el estado por el que atraviesa la vivencia del sacramento, y él respondió así: “Vivimos una situación de crisis que es particularmente fuerte en algunas iglesias locales. Por este motivo, la carta apostólica del Papa tiene un significado particular: es un documento fuerte, pues se trata de una intervención directa del obispo de Roma. Hay que ver ahora cómo será recibido por los sacerdotes. La carta, como tal, no aporta novedades desde el punto de vista doctrinal, pero acentúa y confirma lo que ya se ha aclarado en muchos documentos. Se subraya la confesión personal e individual, la confesión íntegra, que significa la remisión de todos los pecados graves y también veniales. Implícitamente constituye un llamamiento a los sacerdotes, que deben estar siempre dispuestos a confesar a los fieles. Es inconcebible que el sacerdote no esté disponible o no tenga tiempo para confesar, pues la confesión, junto a la Eucaristía, es la tarea principal del sacerdote. En la Penitenciaría Apostólica enseñamos a los confesores a comportarse como padres, amigos, maestros, médicos de alma y jueces.” Se insiste en las preguntas por la raíz de la crisis; y sigue respondiendo: “Es difícil dar una respuesta. Depende de muchos factores, aunque desde mi punto de vista hay que ir al origen. Es necesario reconocer que muchos sacerdotes no se han preparado suficientemente para administrar el sacramento de la penitencia y no conocen bien las implicaciones relativas a la teología moral y al Derecho Canónico. En la Penitenciaría Apostólica se ofrece todos los años, en el período de Cuaresma, un curso para nuevos sacerdotes. Hace siete años, cuando comencé a colaborar con la Penitenciaría, había 200 inscritos; en el último año 500 sacerdotes siguieron el curso. Cada año aumenta esta cifra. Por una parte es una buena señal, pues se ve que tienen hambre de conocer mejor el sacramento de la penitencia; por otra parte, es una mala señal, pues demuestran que les falta preparación, que han aprendido muy poco o nada en sus facultades o seminarios.” Se le pregunta, también, por la insidencia de la secularización de la sociedad. Y afirma: “El Concilio Vaticano II había subrayado la importancia de la Confesión. Después del Concilio, sin embargo, se cedió a la secularización y se confundieron los términos. En nombre de un falso ecumenismo algunos siguieron el protestantismo, de manera que casi se canceló la confesión en beneficio de las «absoluciones colectivas» o «generales». La carta apostólica del Santo Padre explica que equiparar las «absoluciones colectivas» a la forma ordinaria de la celebración del Sacramento de la Penitencia es un error doctrinal, un abuso disciplinar y un daño pastoral. El sacramento de la confesión, penitencia, o reconciliación, como también se llama, es un signo inconfundible de la Iglesia católica. En la Eucaristía se da la presencia real de Cristo: Jesús está presente con su divinidad y humanidad, con alma y cuerpo. En los años pasados, algunos pusieron en duda la presencia eucarística y prefirieron hablar de un símbolo, pero se trata de criterios sociológicos que no tienen nada que ver con las verdades de fe. Se trata de un error que ha pasado del protestantismo a nuestras comunidades católicas. Esta contaminación de la doctrina se ha dado al mismo tiempo con el proceso de relativización y cancelación del sentido del pecado. Sobre este argumento han hablado de manera autorizada los papas desde tiempos de Pío XII. Mas deletéreo aún para el sacramento de la confesión es el intento de justificar los pecados con criterios sociológicos y psicológicos.” Como podemos observar, detrás de estas respuestas hay unas dimensiones de la crisis que nos afectan a nosotros, los ministros del sacramento. Incluso habla de la recepción del documento del Papa. A continuación se los coloco, porque es lo que hoy la Iglesia nos está pidiendo a los sacerdotes en orden a superar la crisis. 5.- Lo que la Iglesia pide hoy a los sacerdotes está en el siguiente documento: cuando es inminente el comienzo de la misión apostólica, Jesús da a los Apóstoles, por la fuerza del Espíritu Santo, el poder de reconciliar con Dios y con la Iglesia a los pecadores arrepentidos: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,2223).(3) CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE «MOTU PROPRIO» MISERICORDIA DEI SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia, el Verbo se encarnó en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María para salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21) y abrirle «el camino de la salvación».(1) San Juan Bautista confirma esta misión indicando a Jesús como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Toda la obra y predicación del Precursor es una llamada enérgica y ardiente a la penitencia y a la conversión, cuyo signo es el bautismo administrado en las aguas del Jordán. El mismo Jesús se somete a aquel rito penitencial (cf. Mt 3, 13-17), no porque haya pecado, sino porque «se deja contar entre los pecadores; es ya “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29); anticipa ya el “bautismo” de su muerte sangrienta».(2) La salvación es, pues y ante todo, redención del pecado como impedimento para la amistad con Dios, y liberación del estado de esclavitud en la que se encuentra al hombre que ha cedido a la tentación del Maligno y ha perdido la libertad de los hijos de Dios (cf.Rm 8,21). A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), concedida mediante los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia, se ha sentido siempre como una tarea pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del ministerio sacerdotal. La celebración del sacramento de la Penitencia ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que comprende necesariamente, además de la intervención del ministro – solamente un Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve, atiende y cura en el nombre de Cristo –, los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he escrito: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del Sacramento de la Reconciliación. Como se recordará, en 1984 intervine sobre este tema con la Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia, que recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea general del Sínodo de los Obispos, La misión confiada por Cristo a los Apóstoles es el anuncio del Reino de Dios y la predicación del Evangelio con vistas a la conversión (cf. Mc 16,15; Mt 28,18-20). La tarde del día mismo de su Resurrección, 25 dedicada a esta problemática. Entonces invitaba a esforzarse por todos los medios para afrontar la crisis del “sentido del pecado” [...]. Cuando el mencionado Sínodo afrontó el problema, era patente a todos la crisis del Sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo. Los motivos que lo originan no se han desvanecido en este breve lapso de tiempo. Pero el Año jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia sacramental nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo».(4) Con estas palabras pretendía y pretendo dar ánimos y, al mismo tiempo, dirigir una insistente invitación a mis hermanos Obispos – y, a través de ellos, a todos los presbíteros – a reforzar solícitamente el sacramento de la Reconciliación, incluso como exigencia de auténtica caridad y verdadera justicia pastoral,(5) recordándoles que todo fiel, con las debidas disposiciones interiores, tiene derecho a recibir personalmente la gracia sacramental. A fin de que el discernimiento sobre las disposiciones de los penitentes en orden a la absolución o no, y a la imposición de la penitencia oportuna por parte del ministro del Sacramento, hace falta que el fiel, además de la conciencia de los pecados cometidos, del dolor por ellos y de la voluntad de no recaer más,(6) confiese sus pecados. En este sentido, el Concilio de Trento declaró que es necesario «de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales».(7) La Iglesia ha visto siempre un nexo esencial entre el juicio confiado a los sacerdotes en este Sacramento y la necesidad de que los penitentes manifiesten sus propios pecados,(8) excepto en caso de imposibilidad. Por lo tanto, la confesión completa de los pecados graves, siendo por institución divina parte constitutiva del Sacramento, en modo alguno puede quedar confiada al libre juicio de los Pastores (dispensa, interpretación, costumbres locales, etc.). La Autoridad eclesiástica competente sólo especifica – en las relativas normas disciplinares – los criterios para distinguir la imposibilidad real de confesar los pecados, respecto a otras situaciones en las que la imposibilidad es únicamente aparente o, en todo caso, superable. En las circunstancias pastorales actuales, atendiendo a las expresas preocupaciones de numerosos hermanos en el Episcopado, considero conveniente volver a recordar algunas leyes canónicas vigentes sobre la celebración de este sacramento, precisando algún aspecto del mismo, para favorecer – en espíritu de comunión con la responsabilidad propia de todo el Episcopado(9) – su mejor administración. Se trata de hacer efectiva y de tutelar una celebración cada vez más fiel, y por tanto más fructífera, del don confiado a la Iglesia por el Señor Jesús después de la resurrección (cf. Jn 20,19-23). Todo esto resulta especialmente necesario, dado que en algunas regiones se observa la tendencia al abandono de la confesión personal, junto con el recurso abusivo a la «absolución general» o «colectiva», de tal modo que ésta no aparece como medio extraordinario en situaciones completamente excepcionales. Basándose en una ampliación arbitraria del requisito de la grave necesidad,(10) se pierde de vista en la práctica la fidelidad a la configuración divina del Sacramento y, concretamente, la necesidad de la confesión individual, con daños graves para la vida espiritual de los fieles y la santidad de la Iglesia. Así pues, tras haber oído el parecer de la Congregación para la Doctrina de la fe, la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos y el Consejo Pontificio para los Textos legislativos, además de las consideraciones de los venerables Hermanos Cardenales que presiden los Dicasterios de la Curia Romana, reiterando la doctrina católica sobre el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación expuesta sintéticamente en el Catecismo de la Iglesia Católica,(11) consciente de mi responsabilidad pastoral y con plena conciencia de la necesidad y eficacia siempre actual de este Sacramento, dispongo cuanto sigue: 1. Los Ordinarios han de recordar a todos los ministros del sacramento de la Penitencia que la ley universal de la Iglesia ha reiterado, en aplicación de la doctrina católica sobre este punto, que: la Iglesia ni acusados en la confesión individual, de los cuales tenga conciencia después de un examen diligente»,(16) se reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a sólo uno o más pecados considerados más significativos. Por otro lado, teniendo en cuenta la vocación de todos los fieles a la santidad, se les recomienda confesar también los pecados veniales.(17) a) «La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo la imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede conseguir también por otros medios».(12) 4. La absolución a más de un penitente a la vez, sin confesión individual previa, prevista en el can. 961 del Código de Derecho Canónico, ha ser entendida y aplicada rectamente a la luz y en el contexto de las normas precedentemente enunciadas. En efecto, dicha absolución «tiene un carácter de excepcionalidad»(18) y no puede impartirse «con carácter general a no ser que: b) Por tanto, «todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están encomendados y que lo pidan razonablemente; y que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas determinadas que les resulten asequibles».(13) 1º amenace un peligro de muerte, y el sacerdote o los sacerdotes no tengan tiempo para oír la confesión de cada penitente; Además, todos los sacerdotes que tienen la facultad de administrar el sacramento de la Penitencia, muéstrense siempre y totalmente dispuestos a administrarlo cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente.(14) La falta de disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para ir en su búsqueda y poder devolverlas al redil, sería un signo doloroso de falta de sentido pastoral en quien, por la ordenación sacerdotal, tiene que llevar en sí la imagen del Buen Pastor. 2º haya una grave necesidad, es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de los penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente la confesión de cada uno dentro de un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa por su parte, se verían privados durante notable tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión; pero no se considera suficiente necesidad cuando no se puede disponer de confesores a causa sólo de una gran concurrencia de penitentes, como puede suceder en una gran fiesta o peregrinación».(19) 2. Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles.(15) Sobre el caso de grave necesidad, se precisa cuanto sigue: a) Se trata de situaciones que, objetivamente, son excepcionales, como las que pueden producirse en territorios de misión o en comunidades de fieles aisladas, donde el sacerdote sólo puede pasar una o pocas veces al año, o cuando lo permitan las circunstancias bélicas, metereológicas u otras parecidas. b) Las dos condiciones establecidas en el canon para que se dé la grave necesidad son inseparables, por lo que nunca es suficiente la sola imposibilidad de confesar «como 3. Dado que «el fiel está obligado a confesar según su especie y número todos los pecados graves cometidos después del Bautismo y aún no perdonados por la potestad de las llaves de 27 conviene» a las personas dentro de «un tiempo razonable» debido a la escasez de sacerdotes; dicha imposibilidad ha de estar unida al hecho de que, de otro modo, los penitentes se verían privados por un «notable tiempo», sin culpa suya, de la gracia sacramental. Así pues, se debe tener presente el conjunto de las circunstancias de los penitentes y de la diócesis, por lo que se refiere a su organización pastoral y la posibilidad de acceso de los fieles al sacramento de la Penitencia. c) La primera condición, la imposibilidad de «oír debidamente la confesión» «dentro de un tiempo razonable», hace referencia sólo al tiempo razonable requerido para administrar válida y dignamente el sacramento, sin que sea relevante a este respecto un coloquio pastoral más prolongado, que puede ser pospuesto a circunstancias más favorables. Este tiempo razonable y conveniente para oír las confesiones, dependerá de las posibilidades reales del confesor o confesores y de los penitentes mismos. d) Sobre la segunda condición, se ha de valorar, según un juicio prudencial, cuánto deba ser el tiempo de privación de la gracia sacramental para que se verifique una verdadera imposibilidad según el can. 960, cuando no hay peligro inminente de muerte. Este juicio no es prudencial si altera el sentido de la imposibilidad física o moral, como ocurriría, por ejemplo, si se considerara que un tiempo inferior a un mes implicaría permanecer «un tiempo razonable» con dicha privación. e) No es admisible crear, o permitir que se creen, situaciones de aparente grave necesidad, derivadas de la insuficiente administración ordinaria del Sacramento por no observar las normas antes recordadas(20) y, menos aún, por la opción de los penitentes en favor de la absolución colectiva, como si se tratara de una posibilidad normal y equivalente a las dos formas ordinarias descritas en el Ritual. f) Una gran concurrencia de penitentes no constituye, por sí sola, suficiente necesidad, no sólo en una fiesta solemne o peregrinación, y ni siquiera por turismo u otras razones parecidas, debidas a la creciente movilidad de las personas. 5. Juzgar si se dan las condiciones requeridas según el can. 961, § 1, 2º, no corresponde al confesor, sino al Obispo diocesano, «el cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal, puede determinar los casos en que se verifica esa necesidad».(21) Estos criterios pastorales deben ser expresión del deseo de buscar la plena fidelidad, en las circunstancias del respectivo territorio, a los criterios de fondo expuestos en la disciplina universal de la Iglesia, los cuales, por lo demás, se fundan en las exigencias que se derivan del sacramento mismo de la Penitencia en su divina institución. 6. Siendo de importancia fundamental, en una materia tan esencial para la vida de la Iglesia, la total armonía entre los diversos Episcopados del mundo, las Conferencias Episcopales, según lo dispuesto en el can. 455, §2 del C.I.C., enviarán cuanto antes a la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos el texto de las normas que piensan emanar o actualizar, a la luz del presente Motu proprio, sobre la aplicación del can. 961 del C.I.C. Esto favorecerá una mayor comunión entre los Obispos de toda la Iglesia, impulsando por doquier a los fieles a acercarse con provecho a las fuentes de la misericordia divina, siempre rebosantes en el sacramento de la Reconciliación. Desde esta perspectiva de comunión será también oportuno que los Obispos diocesanos informen a las respectivas Conferencias Episcopales acerca de si se dan o no, en el ámbito de su jurisdicción, casos de grave necesidad. Será además deber de las Conferencias Episcopales informar a la mencionada Congregación acerca de la situación de hecho existente en su territorio y sobre los eventuales cambios que después se produzcan. 7. Por lo que se refiere a las disposiciones personales de los penitentes, se recuerda que: a) «Para que un fiel reciba validamente la absolución sacramental dada a varios a la vez, se requiere no sólo que esté debidamente dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer en su debido tiempo confesión individual de todos los pecados graves que en las presentes circunstancias no ha podido confesar de ese modo».(22) Dado en Roma, junto a San Pedro, el 7 de abril, Domingo de la octava de Pascua o de la Divina Misericordia, en el año del Señor 2002, vigésimo cuarto de mi Pontificado. JUAN PABLO II b) En la medida de lo posible, incluso en el caso de inminente peligro de muerte, se exhorte antes a los fieles «a que cada uno haga un acto de contrición».(23) (1) Misal Romano,Prefacio del Adviento I. (2) Catecismo de la Iglesia Católica, 536. c) Está claro que no pueden recibir validamente la absolución los penitentes que viven habitualmente en estado de pecado grave y no tienen intención de cambiar su situación. (3) 8. Quedando a salvo la obligación de «confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año»,(24) «aquel a quien se le perdonan los pecados graves con una absolución general, debe acercarse a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tenga ocasión, antes de recibir otra absolución general, de no interponerse una causa justa».(25) (6) Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess.XIV, De sacramento paenitentiae, can. 3: DS 1703. (4) N. 37: AAS 93(2001) 292. (5) Cf. CIC, cann.213 y 843, § I. Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess. XIV, Doctrina de sacramento paenitentiae, cap. 4: DS 1676. (7) Ibíd., can. 7: DS 1707. (8) Cf. ibíd., cap. 5: DS 1679; Conc. Ecum. de Florencia, Decr. pro Armeniis (22 noviembre 1439): DS 1323. (9) Cf. can. 392; Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.27; Decr.Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 16. 9. Sobre el lugar y la sede para la celebración del Sacramento, téngase presente que: a) «El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio»,(26) siendo claro que razones de orden pastoral pueden justificar la celebración del sacramento en lugares diversos;(27) (10) Cf. can. 961, § 1, 2º. (11) Cf. nn. 980-987; 1114-1134; 1420-1498. (12) Can. 960. (13) Can. 986, § 1. b) las normas sobre la sede para la confesión son dadas por las respectivas Conferencias Episcopales, las cuales han de garantizar que esté situada en «lugar patente» y esté «provista de rejillas» de modo que puedan utilizarlas los fieles y los confesores mismos que lo deseen.(28) (14) Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 13; Ordo Paenitentiae, editio typica, 1974, Praenotanda, 10,b. (15) Cf. Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, Responsa ad dubia proposita: «Notitiae», 37(2001) 259260. Todo lo que he establecido con la presente Carta apostólica en forma de Motu proprio, ordeno que tenga valor pleno y permanente, y se observe a partir de este día, sin que obste cualquier otra disposición en contra.Lo que he establecido con esta Carta tiene valor también, por su naturaleza, para las venerables Iglesias Orientales Católicas, en conformidad con los respectivos cánones de su propio Código. (16) Can. 988, § 1. (17) Cf. can. 988, § 2; Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 32: AAS 77(1985) 267; Catecismo de la Iglesia Católica, 1458. 29 (18) Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 32: AAS 77(1985) 267. (19) Can. 961, § 1. (20) Cf. supra nn. 1 y 2. (21) Can. 961, § 2. (22) Can. 962, § 1. (23) Can. 962, § 2. (24) Can. 989. (25) Can. 963. (26) Can. 964, § 1. (27) Cf. can. 964, 3. (28) Consejo pontificio para la Interpretación de los textos legislativos, Responsa ad propositum dubium: de loco excipiendi sacramentales confessiones (7 julio 1998): AAS 90 (1998) 711. 6.- Conversión sacramental: Como hemos ido percibiendo, tanto en los documentos de la Iglesia como en las distintas intervenciones al respecto de la crisis del sacramento de la Penitencia, nosotros, los sacerdotes, no somos inocentes del todo. Alguna responsabiidad tenemos en esta crisis. Sin abusar de un mal entendido sentimiento de culpa pastoral, se nos invita a tener una actitud renovada si queremos que se renueve entre nuestros fieles la vivencia y la recepción del sacramento del perdón. No se trata de una modificación o renovación metodológica. Creo que se nos está invitando a una verdadera conversión sacramental. Y esa conversión debe incluir la dimensión intelectual; sí claro, pero esto no es suficiente. Considero que lo que a continuación les ofrezco, que a su vez ha sido un reciente regalo que me ha hecho un compañero sacerdote, podría servirnos de palabras concluivas. Se trata de una intervención del cardenal Joachim Meisner. Si somos capaces de rezar con este documento en la mano y leerlo con sencillez, el Sacramento de la Penitencia tendrá un buen futuro en nuestra Iglesia Diocesana. ¿Exageración? Tal vez; pero seguro que no diremos lo mismo al final. ¡Queridos hermanos! Ciertamente no trataré de exponeros una vez más la teología de la penitencia y de la misión. Quisiera, junto con vosotros, dejarme guiar hacia la conversión por el mismo Evangelio, para luego, enviados por el Espíritu Santo, llevar a los hombres la buena noticia de Cristo. Siguiendo este camino, quisiera ahora detenerme con vosotros en quince puntos de reflexión. 1.- Debemos convertirnos nuevamente en una “Iglesia que sale al encuentro de los hombres” (Geh-hin-Kirche), como le gustaba decir al cardenal Joseph Höffner, mi predecesor como arzobispo de Colonia. Esto, sin embargo, no puede ocurrir mecánicamente. Nos debe mover a ello el Espíritu Santo. Uno de los fallos más trágicos que la Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es el haber pasado por alto el don del Espíritu Santo en el sacramento de la penitencia. En nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil espiritual. Cuando los fieles cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?”, siempre respondo: “¡Id a confesaros con ellos!”. Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social de carácter religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del resultado pastoral más grande, es decir, colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesonario nuevamente santificado. En el confesonario, el sacerdote puede penetrar en los corazones de muchas personas y de esto le vienen impulsos, ánimos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo. 2.- A las puertas de Damasco, un pequeño hombre que sufre, san Pablo, cae al suelo ciego. En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión que sus adversarios tenían de su persona: era físicamente débil e incapaz de hablar (cf. 2Co 10, 10). Y, sin embargo, a través de este pequeño hombre que sufre será anunciado, en los años venideros, el Evangelio a las ciudades de Asia Menor y de Europa. Las maravillas de Dios no ocurren nunca bajo los focos de la historia mundial. Se realizan siempre aparte: a las puertas de la ciudad, precisamente, como también en el secreto del confesonario. Esto puede ser para todos nosotros un gran consuelo, para nosotros que tenemos grandes responsabilidades, pero al mismo tiempo somos conscientes de nuestras a menudo limitadas posibilidades. Forma parte de la estrategia de Dios: obtener efectos grandiosos con pequeños medios. Pablo, derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el conquistador de las ciudades de Asia Menor y de Europa. Su misión es la de reunir a los llamados en la Iglesia, en la Ecclesia de Dios. Aunque ésta – vista desde fuera – es sólo una pequeña y oprimida minoría, y es hostigada desde dentro, Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la identifica con el cuerpo de Cristo, que es precisamente la Iglesia. Esta posibilidad de “recibir de las manos del Señor”, en nuestra experiencia humana se llama “conversión”. La Iglesia es la Ecclesia semper reformanda y en ella tanto el sacerdote como el obispo son semper reformandi: como Pablo en Damasco, deben ser siempre de nuevo arrojados al suelo desde el caballo, para caer en los brazos de Dios misericordioso que luego nos envía al mundo. 3.- Por eso no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para que parezca más atractiva. ¡No basta! Lo que necesitamos es una conversión del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un experto en “ingeniería eclesial”. El sacerdote, al ser asimilado a la forma de vida de Jesús, está de tal modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible para los demás. En Juan 14, 23, leemos: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». ¡Esto no es solamente una hermosa imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote. Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados, el mundo entero es como una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como el tabernáculo de la iglesia. Allí Dios habita de un modo misterioso y especial. 4.- El mayor obstáculo, el que no permitir que a través de nosotros Cristo sea percibido por los demás, es el pecado. Impide la presencia del Señor en nuestra existencia y por eso nada nos es más necesario que la conversión, también de cara a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la penitencia. Un sacerdote que no se pone con frecuencia tanto en un lado como en el otro de la rejilla del confesonario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la crisis multiforme que el sacerdocio ha vivido en los últimos cincuenta años. La gracia completamente especial del sacerdocio es precisamente que el sacerdote puede sentirse “en su casa” en ambos lados de la rejilla del confesonario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesonario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes vuelvan a sacar la plenitud de Cristo. En la oración sacerdotal, Jesús habla a su y nuestro Padre celestial de esta identidad: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo, como yo no soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu Palabra es verdad» (Jn 17, 15-17). En el sacramento de la penitencia se trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste mirar la verdad a la cara? 5.- Quizá debemos preguntarnos si hemos experimentado alguna vez la alegría de reconocer un error, admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido: «Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti» (Lc 15, 18). Porque si así es, no conocemos ni siquiera la alegría de ver al otro abrir los brazos como el padre del hijo pródigo: «Estando el todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó» (Lc 15, 31 20). Y no podemos ni siquiera imaginar la alegría del Padre que nos ha vuelto a encontrar: «Y comenzaron la fiesta» (Lc 15, 24). Visto que esta fiesta se celebra en el cielo cada vez que nos convertimos, ¿por qué no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué – permitidme que me exprese así– somos tan mezquinos con Dios y con los santos del cielo a los que raramente les damos la alegría de celebrar una fiesta por el hecho de que nos hemos dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre? 6.- A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como cuando perdona. ¡Dios es el amor! ¡Él es el donarse en persona! Él da la gracia del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados y el don más precioso es el dar (die Vergabung), es el perdonar (die Vergebung). Si no hubiera pecadores que tienen más necesidad del perdón que del pan cotidiano, no podríamos conocer la profundidad del Corazón divino. El Señor lo subraya de modo explícito: «Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). ¿Cómo es posible – preguntémonos una vez más – que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo, suscite tanta antipatía en la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse en sí mismo. ¿Qué preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o estar aparentemente sin pecado, es decir, vivir en la ilusión de valerse por uno mismo, prescindiendo de la manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la que tienen los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre nuestra indignidad y la magnificencia de Dios. 7.- La finalidad de la confesión no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más en Dios. La confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada más que en Dios. Dios nos dice en lo íntimo: “La única razón por la que has pecado es porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás realmente en mi corazón, que encuentras en mí la ternura de la que tienes necesidad, que me alegro por el mínimo gesto que da testimonio de tu acogida, para perdonarte todo aquello que me traes en la confesión”. Conociendo un perdón así, un amor así, seremos como inundados de alegría y de gratitud, hasta el punto de perder progresivamente la atracción por el pecado; y la confesión se convertirá en una cita fija de alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa comenzar a amar a Dios un poco más con el corazón, sentirse decir de nuevo y experimentar eficazmente –porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior–, que Dios nos ama; confesarse significa recomenzar a creer y, al mismo tiempo, a descubrir que hasta ahora nunca hemos creído de modo suficientemente profundo y que, por eso, debemos pedir perdón. Frente a Jesús, nos sentimos pecadores, nos descubrimos como pecadores que no corresponden a las expectativas del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a su nivel divino. 8.- El hijo pródigo abandona la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene confianza en el amor del Padre, que lo satisfaga, y exige su parte de herencia para resolver por sí sólo sus asuntos. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su corazón está aún muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado hijo. Vuelve sólo para no morir de hambre. Esto es lo que llamamos contrición imperfecta. Pero hacía tiempo que el padre lo esperaba. Hacía tiempo que no tenía pensamiento que le diera más alegría que el de creer que el hijo podría volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre a su encuentro, lo abraza, no le da tiempo ni siquiera de terminar su confesión y llama a los sirvientes para hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande, el hijo entonces comienza a percibirlo, y se deja invadir por ese amor. Un arrepentimiento inesperado le sobreviene. Esta es la contrición perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él mide toda su ingratitud, su insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente, se vuelve a convertir en hijo, abierto y lleno de confianza en el padre, reencuentra la vida: «Este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida» ( Lc 15, 32), le dice el padre al hijo que había permanecido en la casa. 9.- El hijo mayor, “el justo”, ha vivido un cambio similar –así, al menos, quisiéramos esperar que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más difícil. ¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos! Una madre no ama a su hijo enfermo, sobre el que se vuelca con sus cuidados especiales, más que a los hijos sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su amor –no ciertamente menor- pero de modo diverso. Mientras las personas se nieguen a reconocer y confesar sus propios pecados, mientras sigan siendo pecadores orgullosos, Dios preferirá a los humildes pecadores. Tiene paciencia con todos. El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la casa. Le ruega y le habla con bondad: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse» ( Lc 15, 31-32). El perdón de la insensibilidad del hijo mayor no es expresado aquí, pero está implícito. ¡Qué grande debe ser la vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo, pero no ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado, confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en quedarse a un lado, cómo pudo, aunque fuera por un solo instante, preferir ser infeliz solo mientras todos los demás se amaban y se perdonaban mutuamente. Afortunadamente el padre está allí y lo toma de la mano a tiempo. Afortunadamente el padre no es como él. Afortunadamente el padre es mucho mejor que todos los otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Él puede realizar este gesto de gracia, de alegría y de sobreabundancia de amor. Por eso el sacramento de la penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de nuestra existencia sacerdotal. 10.- Por eso, en mi opinión, la madurez espiritual para recibir la ordenación sacerdotal de un candidato al sacerdocio se hace evidente en el hecho de que recibe regularmente – al menos con la frecuencia de una vez al mes– el sacramento de la penitencia. Efectivamente, en el sacramento de la penitencia encuentro al Padre misericordioso con los dones más preciosos que ha de dar, y esto es el donar (Vergabung), el perdonar (Vergebung) y la gracia. Pero cuando alguno, debido a su escasa frecuencia de confesión, le dice al Padre: “¡Ten para ti tus preciosos dones! Yo no tengo necesidad de ti ni de tus dones”, entonces deja de ser hijo porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus preciosos dones. Y si ya no es hijo del Padre celestial, entonces no puede convertirse en sacerdote, porque el sacerdote, a través del bautismo, es antes que nada hijo del Padre y, luego mediante la ordenación sacerdotal, es con Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente hermano para los hombres. 11.- El paso de la conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de que yo paso de un lado al otro de la rejilla del confesonario, de la parte del penitente a la parte del confesor. El haber descuidado el sacramento de la penitencia es la raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida del sacerdote. Y la llamada crisis del sacramento de la penitencia no se debe sólo a que la gente ya no va a confesarse, sino también a que nosotros, los sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesonario. Un confesonario en el que está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda la vida. En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal he conocido ejemplos conmovedores de sacerdotes presentes cotidianamente en el confesonario, sin que viniera un penitente; hasta que, un día, el primer o la primera penitente, después de meses o años de espera, se hizo finalmente presente. De este modo, por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese momento, el confesonario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a prescindir de todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral de grupo para 33 sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí debe, sobre todo, escuchar más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo sólo puede sanar si puede sangrar hasta el final. El corazón herido del hombre puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede desahogarse de todo. Y se puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta discreción del sacramento de la penitencia. Para el confesor no es importante ante todo hablar, sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y recibe el sacerdote, precisamente en la administración del sacramento de la confesión, que le sirven para su seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y constatar cuán más avanzados que él, en el seguimiento de Cristo, están los simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños. 12.- Cuando se pierde este ámbito esencial del servicio sacerdotal, los sacerdotes caemos fácilmente en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral. Nuestro estar en ambos lados de la rejilla del confesonario nos lleva, a través de nuestro testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para la gente. Para aclarar con un ejemplo negativo: quien entra en contacto con el material radioactivo, también él se vuelve radioactivo. Si luego se pone en contacto con otro, entonces también éste quedará igualmente infectado por la radioactividad. Pero ahora démosle la vuelta al ejemplo en positivo: quienes entran en contacto con Cristo, se vuelven “Cristo-activos”. Y si luego el sacerdote, siendo “Cristo-activo”, se pone en contacto con otras personas, éstas ciertamente serán “infectadas” por su “Cristo-actividad”. Ésta es la misión, así como fue concebida y estuvo presente desde el comienzo del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona de Jesús para tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso cuando Él estaba de espaldas: «Porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» ( Lc 6, 19). 13.- Con nosotros, en cambio, con frecuencia las personas huyen, no se acercan para entrar en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, nos rehúyen. Para evitar que esto suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran en contacto cuando se ponen en contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su infinito amor por la humanidad, o bien con alguna privada opinión teológica o alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A través de nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las personas vendrán. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán sobre él con términos como estos: “Con él sí se puede hablar. Me entiende. Realmente puede ayudarme”. Estoy profundamente convencido de que la gente siente nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales puede encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los vincula a su Persona. 14.- Para poder perdonar realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón que podemos conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si hemos vivido la experiencia del Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los demás hombres. Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien perdona mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesonario, que es el punto de partida de nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, pero especialmente del lado del penitente, entonces se quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón. Yo mismo he experimentado de forma tan gratificante el amor de Dios que perdona, como para pedir con urgencia solamente: “¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora he recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!”. Con un único y mismo gesto (la confesión) se entra de nuevo en el amor de Dios y en el amor fraterno, en la unión con Dios y con la Iglesia, de la que nos había excluido el pecado. Si Dios nos ha enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y debemos amar a todos los hombres. Si no fuese así, sería un signo de que no nos hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos confesarnos de nuevo. Probablemente, el más grande confesor de la Iglesia es el santo cura de Ars. Gracias a él tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro, como sacerdotes y obispos, con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he reflexionado sobre el misterio de la santa confesión ya que su ministerio cotidiano de la reconciliación, en el confesonario de Ars, hizo que se convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha dicho que, como confesor, venció espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Pero me ha recordado también algo muy importante. 15.- ¡Amamos a todos, perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no olvidar a una persona! Existe un ser, en efecto, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el que estamos constantemente insatisfechos: nosotros mismos. A menudo no nos aguantamos. Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra propia monotonía. Vivimos en un estado de frialdad e incluso con increíble indiferencia hacia este prójimo, que es el más próximo que Dios nos ha confiado para que hagamos de modo que sea tocado por el perdón divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos. Se lee, en efecto, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Lv 19, 18). Por lo tanto, debemos amarnos también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo. Debemos, pues, pedirle a Dios que nos enseñe a perdonarnos a nosotros mismos: la rabia de nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidámosle que la bondad, la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona, nos conquiste hasta el punto de que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña a todas partes, y con frecuencia incluso ni nos causa vergüenza. No podemos reconocer el amor de Dios por nosotros sin modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocerle a Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con nosotros, con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace auténticos misioneros. ¿Lo creéis, queridos hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo! Muchas gracias 35